Diferencia entre revisiones de «El paso de armas de Beltrán de la Cueva»
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Revisión del 20:21 28 mar 2007
I ¡Espléndida cabalgata! ¡Caballeresco tropel! La Reina viene montada, y el Rey, la brida dorada asiendo de su corcel. Vienen siguiendo sus huellas las cortesanas más bellas, y a su vez los caballeros sirven de palafreneros a los palafrenes de ellas. Detrás las literas vienen sobre esclavos orientales; los pajes detrás se tienen, y el orden, al fin, mantienen mil arcabuceros Reales. Todo es luego en derredor y detrás, pueblo y tumulto; en el centro va el valor, y en la fiesta, mal oculto, el orgullo y el amor. Al valor pruebas lo dan las cotas hechas pedazos; orgullosos todos van, y el amor probando están las empresas y los lazos. Ondulan los martinetes asidos a las cimeras de los ufanos jinetes, y usurpan tocas ligeras el lugar de los almetes. Y en vez de ferradas golas y de rojas banderolas, flotan en suelto equipaje los velos blancos de encaje de las damas españolas. Y de las sillas de guerra forradas de limpio acero, hasta tocar con la tierra, cuelga, el que de amor encierra misterios, cendal ligero. No aprisionan los corceles guanteletes ni escarcelas, sí terciopelos y pieles, y ellos van libres y fieles sin temor a las espuelas. Solamente mas severos, aunque no siendo mejores, tras el Rey van altaneros, pacíficos caballeros, los nobles embajadores. Y a sus personas prestando las atenciones Reales, en rico y vistoso bando, sobre mulas van pasando obispos y cardenales. Todo es lujo y altivez, todo es oro cuanto brilla, y osténtanse allí a la vez los hidalgos de más prez de León y de Castilla. Todas las mejores lanzas de ambos reinos acudieron, y descuidando sus danzas, osados en esperanzas, diz que hasta moros vinieron. Que, para ostentar valor, cualesquiera liza es buena; y el moro batallador sabe siempre que es mejor lidiar en cristiana arena. Allí en los andamios miran sin máscaras las hermosas; sus alientos se respiran, y a sus miradas aspiran las hazañas generosas. Por eso vienen ligeros sobre sus negros corceles diez árabes caballeros, silenciosos y severos, envueltos en alquiceles. Su mirar rápido, incierto, la negra barba crecida, el corcel, de oro cubierto, todo muestra la atrevida generación del desierto. Y aunque cuanto audaz, cortés, culta en usos y lenguaje, siempre se alcanza a través de su magnífico arnés algo de origen salvaje. Llegaron ante la valla Rey, pueblo y embajadores, y al son del clarín que estalla, van a ofrecer la batalla al Rey los mantenedores. Llegó a sus pies don Beltrán, y díjole audaz: «Señor, aquí mis nobles están, que sus lanzas medirán con vuestra lanza mejor. »Y pues por encarecellos vuestra Real esplendidez, fiestas quiso concedellos, para no ser menos que ellos, he aquí campo a nuestra vez. »Como tan buenos vasallos, de las damas requerimos las bridas de los caballos; y pues a aquesto venimos, o combatir o soltallos.» Y echando el guante en la arena, brida volviendo a su gente, el campo en torno resuena con largo aplauso, que llena cuanto el sol resplandeciente. Aceptó el Rey; y los vientos, rasgando los atabales, fueron ocupando atentos, la multitud sus asientos, y los Reyes sus sitiales. Puestos los embajadores a un lado, y a otro los jueces, al son de los atambores, a los nuevos lidiadores requirieron por tres veces. Lanzáronse hacia la liza hasta cuarenta jinetes, y en su línea movediza el aura estremece y riza, crestones y martinetes. Tascan espumoso el freno impacientes los bridones, henchir queriendo su seno con los belicosos sones de que el aire tragan lleno. Entonces, desde una tienda de los que el campo mantienen, al lugar de la contienda un caballo por la rienda dos pajes bajando vienen. Por si quisiera lidiar, al Rey le ofrecen corteses; advirtiéndole a la par, que mejor no le ha de hallar ni con mejores arneses, Partieron los lidiadores el sol de la liza igual, y al son de los atambores, retados y retadores aguardaron la señal. II Con la visera calada y los lanzones en ristre, los broqueles ante el pecho, sobre los estribos firmes, cerráronse a toda brida los lidiadores insignes, los unos contra los otros, a la voz de los clarines. Todo fue polvo un instante; no se oye ni se distingue más que el son que los aceros en fiero compás despiden. En honda y ansiosa duda, en angustia indefinible, almas con ojos esperan a que el polvo se disipe. Es en vano que las damas al turbio palenque miren; todo entre el espeso polvo está en el campo invisible. En vano sobre su escario se levanta don Enrique; el polvo oculta a sus ojos los que vencen o se rinden. Se oye que abajo en la liza la recia contienda sigue, porque los gritos no cesan y los golpes se perciben. Unos gritan: «¡Flandes! ¡Nadie! «¡Al Rey, al Rey!», otros dicen; y las lanzadas se doblan Y los tajos se repiten. Ayes, lamentos, insultos, maldiciones, lelilíes, relinchos y cuchilladas, todo a un tiempo se concibe; todo en tumulto espantable, todo en confusión horrible. Todos los gritos se mezclan, y a gran pena se distinguen los de: «¡Cierra!» «¡Hiere!» «¡A ellos!» «¡Alá!» «¡Flandes!» «¡Don Enrique!»; creyéndose al mismo tiempo, por los «cierra» y los lelíes, que flamencos y cristianos contra sarracenos riñen. Rodó al fin el polvo denso con las ráfagas sutiles, descubriendo la vergüenza de los que la arena miden. Pocos pudieron bizarros, al encuentro resistirse; su mismo impulso fue causa del azar que les aflige. Quedaron de entrambas partes tan sólo trece que lidien, son los seis mantenedores, los otros siete del Príncipe. De ellos hasta tres son moros que a los del Rey bien asisten, con los alfanjes sangrientos y los palafrenes libres. Donde una espada se rompe, donde un yelmo se divide, doquier que un palmo se pierde o un caballo se reprime, allí la lanza de un moro, allí un alfanje invisible, hiere, acosa, rompe, vence, antes que se lo adivine. Algunos de entrambos bandos que levantarse consiguen, con los pomos y los puños en el combate persisten. Dan, oían, avanzan, vuelven, y ligeros como tigres, soltando el inútil hierro, con los brazos se reciben. Se abrazan y se sacuden, y se cruzan y se oprimen, quedando un momento inmobles en duda de si respiren. Y al fin de afanosa lucha, sin vencer y sin rendirse, ruedan abrazados ambos, y cuartel ninguno pide. Perdidos entre el tumulto, tal vez aún se distinguen sus desperados esfuerzos, sus convulsiones horribles, hasta que el tropel sangriento de los jinetes que viven, los envuelve enteramente, los separa o los persigue. Tocó el sol en Occidente; y a la voz de don Enrique, pajes entran en la liza, que los heridos retiren. Despejado un poco el campo, la liza de estorbos libre, quedaron lidiando siete, sobre los estribos firmes, don Beltran con el de Flandes y un flamenco que le sigue, con un hacha a cuyos filos mal los broqueles resisten. Lidian por el Rey valientes, los ventajados en lides, el Marqués de Santillaua, que negra armadura viste; don Juan Pacheco, que el mando lleva a medias con el Príncipe, y el buen Conde de Trevifio, del solar de los Manriques. Con ellos guerrea un moro, de cuya opulenta estirpe dan testimonio y no escaso el negro corcel que rige, el corvo alfanje que empuña y el arnés con que se ciñe. Mas todo está deslucido, sin que oro ni acero brillen, que todo en polvo y en sangre a puro lidiar se tiñe Don Beltrán, rota una brida, con esfuerzos increibles, contra el moro y Santillana ve su salvación difícil. Las damas le vitorean mostrando bien cuánto es triste que caballero tan bravo con tal desventaja lidie. Los jueces están inquietos, e indeciso don Enrique, duda si el bastón de mando a tiempo en la arena tire. Mas antes que esto suceda, se oyó pujante y terrible el grito con que el flamenco, «¡Flandes y Nadie!» repite. Y revolviendo el caballo, con ímpetu se dirige hacia el noble Santillana, que el campo a su empuje mide. Entonces, al de Treviño volviendo, «¡Aquí Flandes!», dice; y alzándose en los estribos, de entrambas manos se sirve. Cayó del caballo el Conde; y volviendo el que le rindo al soldado que le ayuda, le manda que se retire. Quedaron, pues, dos a dos, cuatro valientes que piden una corona los cuatro, para los cuatro difícil. Y bien merecen que en ellos su honor sus partidos cifren, porque no hay mejores brazos para que le depositen. Pacheco y Beltrán cayeron; Pacheco, asido a las crines, debajo está del caballo, incapaz de desasirse. Vino don Beltrán sobre él; mas los jueces que presiden, dan por vencido a Pacheco, y escuderos le permiten. Mientras, agotando esfuerzos que parecen imposibles, el árabe y el de Flandes la lucha tenaces siguen. Grita el flamenco: «¡Aquí Flandes!», y el árabe, a cada quite entra y sale huyendo y dando, siempre en dada y siempre libre. En vano el flamenco acude a cuanta fuerza le asiste; el moro hace que el caballo pase, cruce, salte y gire. Mas cansada su fortuna, a tiempo que ambos se embisten, al dar una huída el moro, hace que el caballo pise, tan en vago, que aunque diestro le levanta y le reprime, dobló las manos en tierra, tocándola con las crines. Esto que viera el flamenco, con empuje irresistible para adelante se viene sin que el moro alcance a herirle. Cayó el de Flandes encima, y aunque el caballo le oprime, asió con tal fuerza al moro, que le acogota y le rinde. Tiró su bastón el Rey, y al son de los añafiles mandó que por los del campo la victoria se publique. III Mientras a los pies del Rey de hinojos Beltrán se pone, y el Rey le tiende la mano porque con ella se honre, a las puertas de la liza la multitud agolpóse, para ver la cabalgada cuando a palacio se torne. Bajaron de sus andamios el Rey, la Reina y la Corte, damas, caballeros, pajes, obispos y embajadores. De manos de los donceles recibiendo los bridones, conducir de allí a las damas como enantes se proponen. Asidos brida y estribo porque más fáciles monten, por las hermosas esperan los caballeros mejores. Púsose el primero el Rey, y ya cortés se dispone a dar la mano a la Reina, cuando con audacia un hombre, cejar haciendo al caballo, sin respeto se la coge. «¿Quién se atreve?....», dijo el Rey; y en el rostro los colores tornando el gesto alterado, delante su vista hallóse, la brida asiendo, al flamenco, que así osado le responde: «Si pasáis sin combatir, será sin guante ni estoque, que he lidiado en el palenque bajo de estas condiciones.» El rey Enrique, indeciso, de arriba abajo miróle, dudando si por quien sea se lo tolere o se enoje; pero por más que a sus solas su pensamiento recorre, como él su rostro recata, no sabe si le conoce. Al fin, fingiendo respetos por sus derechos, cedióle, ya su razón otorgando, ya por secretas razones. Tendióle la mano y dijo: «¡Loor a los vencedores! Tomad lo que habéis ganado, que en efecto anduve torpe. ¿Quién sois?» -Nadie. Esa es mi empresa -¿Es vuestra cifra? -Es mi nombre. -Sois valiente, y no os atañe, por vida mía, ese mote. -Ya dije que es nombre propio, y no le merezco noble. -¿Cómo, pues? -Porque he vendido mi honra y mi nobleza a un hombre. Tornóle a mirar el Rey, y tras cortas reflexiones, con sonrisa ambigua dijo: «Id adelante»; y siguióle.