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 EN LA CREACIÓN DEL CARDENAL DON ENRIQUE DE GUZMÁN
 
            Generoso mancebo,
            purpúreo en la edad más que en el vestido,
            en rosicler menos luciente Febo
            a invidiarte ha salido.
Tú, en tanto, esclarecido
            del rubí en hilos reducido a tela,
            dignamente serás hoy agregado
            al Colegio sagrado,
            fecundo seminario de claveros.
¡Oh cuánta beberás en tanta escuela
            religión pura, dogmas verdaderos,
            gobierno prudencial, profundo estado,
            política divina!
            ¡Consistorio del Santo
Espíritu asistido!
            Dígalo tanto dubio decidido,
            tanta sana doctrina.
            ¿Aclamaré a los tales,
            príncipes? Mucho más es cardenales:
flamante en celo el más antiguo manto,
            si bien toda la púrpura de Tiro
            grana es de polvo al último suspiro.
            Tu exaltación instada
            de Filipo fue el cuarto, del monarca
que al sol fatiga tanto
            lustralle sus dos mundos en un día.
            Al siempre Urbano santo,
            Octavo en nombre y en prudencia uno,
            santísimo piloto de la barca
que (repetido en él) Pedro le fía,
            no fue el ruego importuno
            del Católico, pues, si dilatada
            tu creación, la gracia le fue hecha.
            ¡Oh, quiera Dios unir en liga estrecha
estos dos de la Iglesia tutelares
            y al joven cristianísimo con ellos!
            Libarán tres abejas lilios bellos,
            y melificarán, no en corchos vanos,
            sino en las que abrirán nuestros leones
bocas, de paz tan dulce alimentadas.
            Llaves dos tales, tales dos espadas,
            escondiendo con velas ambos mares,
            cuantos le dio sacrílegos altares
            Europa a la herejía
extirparán un día;
            y otro no sólo, no, abominaciones
            darán de Babilonia al fuego, entrando
            los muros de Sión, mas alternando
            himnos sagrados, cánticos divinos,
abrirán paso a cuantos peregrinos
            tan libres podrán ya como devotos,
            besando el mármol, desatar sus votos.
 
            El Conde-Duque, cuya confidencia
            reclinatorio es de su gran dueño
(¡cuán bien su providencia
            timón del vasto ponderoso leño,
            gobierno al fin de tanta monarquía,
            lamiendo escollos ciento
            lo ha conducido en paz a salvamento!),
éste, pues, pompa de la Andalucía,
            gloria de los clarísimos Sidones,
            de los Guzmanes digo de Medina,
            solicitó süave tu capelo.
            ¿Qué mucho ya, si el cielo,
entre los muchos que te influye dones,
            sobrino te hizo suyo, de una hermana
            valerosa y real, sobre divina?
            Dígalo el Betis, de quien es Diana;
            el Carpio, de quien es deidad, lo diga.
Tú a la Fortuna amiga
            átomo no perdones de propicia.
            Goza la dignidad cardenalicia,
            unos días clavel, otros vïola.
            La ingenuidad observes española,
la duplicidad huyas extranjera;
            tus colegas admiren la severa
            dulce afabilidad que te acompaña.
            Que al duodécimo lustro, si no engaña
            cuanto abrazan las zonas,
te espera el Tíber con sus tres coronas.