Diferencia entre revisiones de «Pago Chico»

Contenido eliminado Contenido añadido
Lingrey (Discusión | contribs.)
Lingrey (Discusión | contribs.)
Línea 2194:
 
»Como no podían abundar los hombres de la especie requerida para gobernar la comuna, se jugaba a las cuatro esquinas con los puestos públicos: un año, Luna, era juez de paz, Carbonero intendente y Machado presidente del Concejo; al año siguiente, Carbonero era el juez de paz, Machado el intendente y Luna presidente de la Municipalidad. Y la permuta se repetía desde tiempo casi inmemorial, sin que se interpolara ningún elemento nuevo. Tanta era la escasez de hombres que en otros partidos algunos tenían que representar dos papeles: éstos eran, por regla general, diputados-intendentes.»
 
 
 
== Capítulo XVI ==
 
<center>'''Fiestas patrias'''</center>
 
 
 
-¡Tatachin, chin, chin!, ¡Tatachin, chin, chin!
 
-Shuitzsjsss... ¡pum!
 
Y vuelta a empezar.
 
Uno que otro pilluelo desarrapado seguía a la charauga y a don Másimo, el viejo portero de la Municipalidad, cargado con un mortero y dos docenas de bombas de estruendo para la salva reglamentaria de veintiún cañonazos.
 
Porque, eso sí, lo que es cañones, Pago Chico no los tenía sino en la pasiva condición de postres, a la puerta del antiguo fuerte que, adobe por adobe, iba derrumbándose en plena plaza principal.
 
Era el amanecer de un día patrio.
 
Olvidados los vecinos de la gloriosa fecha, despertaban sobresaltados al oír los estampidos y la música marcial, a puro bombo y platillos, creyendo que por lo menos, la grave cuestión política había sublevado al pueblo en masa, y que los Krupps estaban haciendo estragos y sembrando de cadáveres el pueblo.
 
Es de advertir que, ya en aquel entonces, Pago Chico sentía del uno al otro extremo y sobre todo en su corazón -el pueblo propiamente dicho- los estremecimientos precursores de la honda y trascendental agitación que había de perturbarlo durante tanto tiempo, dando socorrido tema a los historiadores futuros.
 
«La grave cuestión política» no está puesta, pues, a humo de pajas, ni era ilógico el sobresalto de los pacíficos vecinos, despertados por las descargas sin malicia de don Máximo.
 
-¡Ah, sí! ¡Ahora caigo! Hoy es nueve.
 
Y dándose vuelta en el lecho abrigado, los pagochiquenses volvían al interrumpido sueño, fastidiados, renegando de esa música y esas bombas pluscuam-matinales, pero contentos en el fondo de ver disipados sus temores de guerra y exterminio.
 
Alguna que otra madre afanosa se levantaba de un salto, a pesar del intenso frío, para preparar los trajecitos de los «escueleros», que debían ir en corporación a la iglesia y luego a la Municipalidad a pronunciar discursos, a decir versos patrióticos, y sobre todo o comer masitas de la confitería de Cármine, hechas con sebo de la riñonada, tan útiles para Pérez y Cucto, Carbonero y Fillipini, y para el pobre Silvestre.
 
Después de dar diana a las autoridades y al cuerpo diplomático -los vicecónsules Grandinetti, Sánchez Gómez y Petitjean-, quienes por excepción no hallaron propicia la oportunidad para un discurso, la charanga y las bombas volvieron a su punto de partida, al pie del cono truncado, obelisco de la plaza pública; rasgó el cielo blanqueado por la luz del alba, el humillo de dos bombas lanzadas una tras otra y que estallaron allá arriba, formando una aureola como de copos de nieve; el astro rey saltó al oriente, al imperioso mandato dorando la cima de la pirámide y el techo de las casas, y en el aire tenue y frío vibraron las notas solemnes de la introducción del Himno que ni los mismos asesinos de la banda de Castellone, que por chuscada se apellidaban a sí mismos «bandidos», haciendo un juego de palabras no desprovisto de base sólida, lograban echar a perder para nuestra eterna sugestividad. Los pilluelos corrían y gritaban, entretanto, alrededor del mortero que se aprestaba a disparar otra bomba (le faltaban cinco para la salva de veintiún cañonazos), y en las calles dormidas del pueblo sólo cruzaba de vez en cuando, al trote de su caballo, y con el repique de los panes sacudidos dentro, el carrito negro de algún panadero, a caza de puertas abiertas...
 
Terminó el Himno, los músicos se fueron a su casa, el pueblo entró lentamente en el movimiento habitual, esperando el mediodía con su procesión infantil a la municipalidad, sus «versadas» en el salón alfombrado ex profeso, sus cohetes, sus dulces, el vino de San Juan hecho por Cármine como las masas, con algún sucedáneo de sebo -y el rompe cabezas, y la corrida de sortijas, y el palo jabonado, y quizá, si quisieran trabajar gratis en la plaza- los volatines, que en aquella época hacían las delicias de la población en una gran carpa de lona.
 
Un poco más entrada la mañana, los guitarreros, payadores de menor cuantía, salieron cada cual por su lado a dar alboradas a las personas de viso, a las puertas de su casa, con la esperanza generalmente fallida de hacer buena cosecha de centavos para la mañanita o la chiquita, las copas de la tarde, y la farra de la noche.
 
El viento parecía que cortaba; las gentes pasaban por la calle con las manos metidas en los bolsillos y la cabeza entre los hombros. ¡Qué invierno aquél! Pero la baja temperatura no impidió que el negro Urquiza, payador o mandadero, según las circunstancias, cantara a la puerta del municipal Bermúdez, acompañado con terribles rasgueos de guitarra.
 
:¡Qué bello día de primavera!
:¡Qué panorama consolador!...
 
Se quedó sin centavos, a pesar de la ardiente fantasía que primaveraba el invierno y convertía en panorama consolador al yermo aquél. Porque Pago Chico, pelado como la palma de la mano, más que pueblo parecía paradero de caravanas en un arenal.
 
Se almorzó temprano y fuerte en aquel día, frío seco y radioso como una gema. Pero en las casas reinaba gran bullicio; los niños no podían estarse quietos y a los padres les hormigueaban las piernas. Las niñas mayorcitas no quisieron almorzar, ocupadas en la tarea homérica de disfrazar el vestido del 25 de mayo, obra que les había absorbido toda la semana.
 
Sólo cuatro o cinco (las de Tortorano, Bermúdez, Luna, Gancedo), estaban libres de ese trabajo, pero no de las zozobras que en todo corazón femenino provocan las inevitables tardanzas de la costurera.
 
La prensa de la localidad había salido de gala, en buen papel y con grabados. La Pampa, el diario popular, cuyo programa era la redención de Pago Chico, presentaba una alegoría de libertad, hecho por un tipógrafo de último orden, e impresa en Buenos Aires sobre papel de oficio. Una gorda matrona con bonete puntiagudo y amplias ropas de hojalata, alzaba en el rollizo brazo un destrozado cadenón de buque, sostenía en la diestra la histórica balanza de Bermúdez, que en tiempo de los indios tuvo hilos para manejarla a capricho y estafarlos a gusto y bajo el pie colosal y descalzo para mayor vergüenza, oprimía una bestia apocalíptica, erizada de púas en el cogote, y de ojos casi más grandes que la cabeza. En segundo término, artísticamente esfumados y en el aire, bailaban cuadrillas unos doce a catorce muñecos, que según por el texto del diario se supo, querían representar a los próceres de la patria.
 
La alegoría (alegría pronunciaba Tortorano), llevaba estas leyenda:
 
Y A SUS PLANTAS RENDIDO UN LEÓN
 
El doctor Pérez y Cueto, que se hallaba en la redacción con Viera, Silvestre y otros, al ver el verso sacó el lápiz, tachó con rabia la palabra «león» y puso debajo «ratón».
 
-¡Qué león, ni qué león! -exclamó- Cuando mucho habrán vencido a un ratón.
 
-No hable mal d'España -le dijo con sorna Silvestre-. ¡No es tan ratón, doctor!
 
-¡Vaya usted al caramba! -gritó Pérez y Cucto, saliendo de allí como una bomba para evitar un desagrado.
 
Viera se limitó a lamentar que su alegoría pudiera prestarse para interpretaciones belicosas o hirientes. Ni se había pasado por la imaginación que aquello pudiera suceder.
 
Entretanto El Justiciero, el organito de Luna, como le solían llamar, era todavía más patriota que La Pampa, pues publicaba también litografiado e impreso en papel de oficio un gran retrato del gobernador de la provincia, orlado de roble y laurel, modesta y conmovedora manera de honrar el día glorioso y quedar bien con el patrón al mismo tiempo.
 
En estos prolegómenos y otros muchos que sería prolijo relatar, pasose la mañana entera y verdadera.
 
A las doce volvió a oírse por esas calles el aullido de la banda de Castellone, tocando una marcha que el «maguestro» (así se llamaba él mismo) había rapsodiado para aquella circunstancia solemne; rimbombaron en la desnuda plaza -tenía eco- los cohetes de don Máximo, muy estirado, enorgullecidísimo de sus altas funciones, y la gente fue introduciéndose por grupos en la iglesia, casa del Señor y más inmediata y exclusivamente, del cura Papagna.
 
El cortejo oficial no tardó en presentarse. Iban a la cabeza don Domingo Luna, intendente municipal, vistiendo ancha levita negra de talle corto y mucho vuelo de faldones, y prehistórico sombrero de copa; don Pedro Machado, juez de paz, con indumentaria aproximada y oliendo a alcanfor y pimienta, como el intendente; el doctor Carbonero, presidente de la Municipalidad, mejor puesto, con más aire de gente, sin haber perdido del todo el ligero barniz de los años de Colegio Nacional y los pocos de Facultad de Medicina (era médico de «guardia nacional», como practicante en la guerra del Paraguay); a su lado quebrábase el comisario Barraba, de saco y botas altas bajo el pantalón, mirando a todas partes con ojos de mando y desafío; el recaudador de la contribución directa y el valuador, empleados provinciales, de jerarquía por consiguiente, iban detrás y de a dos los municipales acaudillados por Ferreiro y muy compinches con Bermúdez; el comandante militar Revol, Fernández, director de La Pampa, su escudero Ortega, el doctor Fillipini, Amancio Gómez, tesorero municipal, todo el oficialismo, en fin, sin que faltara Benito Mendoza, dragoneante de oficial de policía y revistando como agente... El cuerpo diplomático o sea los vicecónsules Grandinetti, Petitjean y Sánchez Gómez, seguía muy enlevitado, muy grave, muy posesionado de su papel, infundiendo respeto a los mismos pilletes que, cuando estaba cada uno de ellos tras el respectivo mostrador lo trataban tan a la pata la llana «como si se hubieran criáu en el mismo potrero», decía Silvestre. Formaban la cola del cortejo los empleados municipales, inspectores, comisario de tablada, inspector del riego -gran potencia- recaudador del impuesto de naipes y tabaco, pero nadie, nadie que no ocupara un puesto público, rentado o no, salvo uno que otro concesionario o contratista enredado con fruto en los negociones municipales.
 
Tanto gritaba Viera en La Pampa que ya en el pueblo comenzaba a divorciarse y huir de las autoridades, pero no muy ostensiblemente, para no dar pie a las represalias. La oposición era placer no saboreado sino de corto tiempo atrás, y los pagochiquenses no sabían aún a derechas, cómo se hace, por qué se organiza, qué caminos debe seguir, ni a dónde conduce. Ya lo aprenderían a su costa y quizá en su beneficio...
 
Pues, como íbamos diciendo, al rato llegaron procesionalmente los alumnos de las escuelas. Con las caritas moradas y las manos azules de frío, niños y niñas, bajo la brisa cortante y el sol radioso, marchaban también de dos en dos, a las órdenes de sus maestros que, soberbios y fastidiados, maldecían de la fiesta y sus incomodidades, pero se pavoneaban orgullosos de aquel mando a vista y paciencia del pueblo entero. Los chiquilines avanzaban con resolución, si no con marcialidad, luciendo en sus ojos a esperanza de los dulces municipales -infinitamente más ricos que los caseros-, después de los discursos y los versos aburridores e interminables.
 
El cura Papagna cantó el Te Deum como hubiera podido roncar un De Profundis. Imposibles es decir cómo cupo tanta gente en la iglesita, simple galpón le dos aguas con una torre ancha y baja, como hecha le cuatro naipes, en una esquina. Muchos se quedaron a la puerta, éstos sencillamente porque no cabían aquéllos porque no cabían y también porque se hubiesen quedado aunque cupieran, para hacer pública gala de despreocupación religiosa. ¿Cómo creer que un Papagna pudiera representar a nadie, ni siquiera al gobierno de Andorra, por muy ministro que se dijera de la corte celestial?...
 
Y entre tanto el bueno de don Másimo, dale que le las a las bombas cuya larga mecha encendía con un apestoso y húmedo cigarrillo negro, para agazaparse enseguida y echar a correr casi en cuatro pies huyendo del mortero, mientras resonaba el primer estampido y la bomba ascendía recta, con ligerísima espiral, para estallar allá, muy arriba, sobre la seda celeste del firmamento irradiando pedacitos de papel que el sol convertía en lentejuelas de oro...
 
En tropel salió la gente de la iglesia y apresurada atravesó la plaza para invadir los salones de la Municipalidad, en que ya esperaban los menos incautos, deseosos de no perder nada de la fiesta... Los niños de las escuelas salieron en fila como habían entrado, bajo las órdenes de sus maestros y medio entumidos por la larga espera de plantón. Llevaban su bandera de seda -orgullosos y fatigados los porta estandartes- y si las niñas vestían de blanco y banda celeste, los niños ostentaban todos la patria divisa atada al brazo, como en primera comunión.
 
Los salones se llenaron y la fiesta comenzó, junto a la larga mesa del refresco, que grandes y chicos miraban con ojos ávidos.
 
Pocas, muy pocas señoras, temerosas con razón, de los estrujones inevitables; pero no faltaban ¡qué habían de faltar! las madres de los niños preparados para declamar o pronunciar discursos alusivos, ni las dignas esposas de los más dignos miembros del gobierno comunal, con la intendenta a la cabeza.
 
El inacabable cotorreo que llenaba el salón fue apagándose poco a poco, cada cual buscó la manera de estar cómodo viendo mejor lo que iba a ocurrir, y una voz infantil surgió sobre el mar de cabezas como un grito subterráneo y prolongado. Decía versos.
 
Nunca se ha sabido cómo podía el chiquillo manejar las manos entre los apretones de aquella multitud. El hecho es que -enseñado por el maestro de primeras letras-, se debatía virilmente y lograba hacer con gesto rítmico y acompasado, ademanes de acróbata que envía besos al público, una vez con la derecha, otra con la izquierda, alternando sin equiparse, mientras las notas de su voz, agudas como puntas de alfileres, clavaban palabras en los oídos cercanos:
 
:Al cielo arrebataron nuestros gigantes padres
:el blanco y el celeste de nuestro pabellón...
 
oyó ni entendió una palabra -salvo los muy próximos- pero ¡qué aplaudir aquél! Hubiera sido de cosa nunca acabar si una niñita vestida de raso celeste con un gorro bermellón, no se abre paso para contar al pueblo soberano:
 
-Hoy es el grande, el inmenso aniversario...
 
Y como advirtiese que su movimiento instintivo no era el enseñado por la maestra, interrumpiose roja de vergüenza y de temor, y con la voz húmeda de llanto, temblorosa y baja, repitió después de corregir el ademán:
 
-Hoy es el grande, el inmenso aniversario...
 
Y a medida que iba diciendo las frases triviales del dómine de aldea, como si comprendiera lo que había debajo de aquel palabreo insulso, la intención que ennoblecía y agigantaba tanta vaciedad, la chiquilina iba acentuando sus palabras, su voz se robustecía, siempre monótona y sin inflexiones, el rojo de la vergüenza era substituido por el carmín del entusiasmo, brillaban sus lindos ojitos negros y cuando al final dijo:
 
-¡Y juremos defender esta bandera!
 
Muchos miraron instintivamente la que sostenía un bebé rubio y rosado como un Bebé Jumeau, y por los circunstantes rodó una ola de emoción rompiendo al fin en un aplauso cerrado, sin que nadie parara mientes en que a los diez años una futura patricia no puede jurar a sabiendas si será o no defensora de enseña alguna.
 
Pero los pagochiquenses eran patriotas a su modo y por sugestión, mientras «no queman las papas» según Silvestre.
 
Terminados los aplausos, la niñita con la cara colorada, como si fuese una flor de ceibo, gritó: «-¡Viva la Rep...!»
 
No se oyó más, porque don Másimo había creído oportuno el momento para regalar al pueblo con media docena de cohetes voladores, vanguardia de tres bombas de estruendo.
 
Terminada esta parte de la fiesta, comenzó el desfile de los niños por delante de la codiciada mesa. Con gracia encantadora, la intendenta, una mujerona gorda y flácida, daba a cada uno su ración de dos pastelitos elásticos, que a pesar de su heroica resistencia al diente, pasaban en un abrir y cerrar de ojos a los infantiles estómagos. En otra jira dieron a cada cual un vasito de horchata, y siempre en fila, militarmente, comandados por maestros y maestras, los niños se retiraron de la Municipalidad, dirigiéndose a las escuelas, punto de reunión y de licenciamiento.
 
Entre tanto, la oposición, sin tomar parte activa en los festejos oficiales, no los había obstaculizado ni criticado siquiera. Por el contrario, los cívicos padres de niños o de niñas, permitieron gustosos que concurrieran a las escuelas, al Te Deum y hasta la Municipalidad. Un grupo se había cotizado días antes para dar un asado con cuero en una de las chacras de los alrededores, y allí hubo tras de mucho apetito, mucha alegría y muchísimos brindis patrióticos, en los que, si se mezcló la política fue generalizando, lejos de toda alusión personal. Pero no se tome esto como raro signo de cultura, como inesperada manifestación de una tolerancia que nadie sentía, no. La fiesta patria era un hermoso pretexto para divertirse, y allí había ido todo el mundo a pasar un buen rato, a reír, a cantar, a bromear, pero no a calentarse los cascos con el recuerdo de las diarias perrerías y los continuos sofocones. -Estaban en el corro, devorando la sabrosa y blanca carne de la vaquillona, los prohombres de la oposición, pues el festín criollo, el cielo claro, el sol tibio y rubio, el silencio ambiente, la paz regocijada de la naturaleza despertábanles el apetito y el buen humor.
 
El negro Urquiza había hecho el asado de acuerdo con todas las reglas del arte, en una hoguera de leña fuerte y huesos; y los trozos de carne, bien a punto, más sabrosos para los catadores que el faisán trufado, salían del fuego como negros pedazos de carbón, rodeados de cáscara carbonizada, ganga protectora de aquel riquísimo tesoro culinario criollo. El moreno había estado «a la altura de sus antecedentes» se dijo para felicitarlo, desde los primeros bocados. Luego, las congratulaciones y los plácemes fueron subiendo de punto, hasta acabar todos gritando:
 
-¡Te has lucido, Urquiza!
 
El negro que, como tantos otros, llevaba el apellido de la familia a quien sirvieran sus padres o sus abuelos, no tuvo otra cosa que contestar que un clamoroso:
 
-¡Viva la patria!
 
El almuerzo criollo había terminado cuando comenzó a bajar el sol, y los comensales, unos a caballo, otros en americana, algunos en tílbury, comenzaron a volverse a las casas -como decían indicando el pueblo- después de haber solemnizado con el estómago -como en la más refinada civilización- el magno aniversario de la declaración de nuestra independencia.
 
Pero volvamos a los concurrentes de los salones municipales en el punto en que los dejamos, es decir a la salida de los niños.
 
Llegó, pues, el turno de las personas mayores, que asaltaron las bandejas de pastelillos y las botellas de vino, de cerveza, de licores, con un ímpetu arrollador.
 
En un momento quedó el tendal de cadáveres, la mesa limpia de vituallas pero no de manchas, y los brindis comenzaron, iniciándolos el vice-cónsul francés, M. Petitjean, quien pronunció las siguientes sentidísimas palabras:
 
«Señogas y señogues:
 
»Como rapresentant' de la Fráns, yo levant' mi vás, pog brindag en esta fiest, paga las diñas otoridades y diño pueblo de Pago Shic!
 
»Señogues:
 
»Viv' la Fráns!
 
»Viv' la Republic' Aryantín!»
 
Brindaron en términos análogos Grandinetti, agente consular italiano, y Sánchez Gómez, vice-cónsul español, el uno con pronunciado acento zeneize, el otro muy pulido, sin más pero que alguna confusión de g con j y o con u, sabroso condimento regional de sus entusiastas palabras.
 
Susurrábase que allá en los comienzos de su carrera oratoria, nombrado maestro de primeras letras, pronunció al hacerse cargo de la escuela, un memorable discurso:
 
«Venju -dicen que dijo- a tratar del retrocesu de Paju Chicu, este pueblo que antes fue jobernadu por los indius y que hoy sije en manus de la misma familia».
 
Pero esto debía ser calumnia levantada por los envidiosos de sus altas prendas ciceronianas, y lo hace sospechar así la insistencia con que Silvestre propalaba la especie, alterando según las circunstancias el texto del discurso. Quizá no sea aventurado considerarlo apócrifo.
 
Las autoridades no hablaron, porque entre ellas no había lenguaraz alguno, así es que se dio por terminada esa parte de la función, la concurrencia salió de la Municipalidad, y cada cual tomó el rumbo que más le convino: éstos a sus casas, aquéllos a los volatines, los de más allá a la corrida de sortija, y los pilluelos al rompecabezas y el palo jabonado con premios.
 
Aquel día fue como un compás de espera en la turbulencia pagochiquense, un día de fraternidad no muy efusiva, pero siquiera respetuosa y confundible con una comunión en un solo sentimiento...
 
Ridículas las fiestas de Pago Chico... Pero ¡caramba! ganas nos dan de poner aquí como cierre del capítulo, la frase que Viera, contagiado con la elocuencia de Pérez y Cucto, muy romántico, muy año 10, murmuró aquella noche al oído de su novia, mirando el cielo cuyo azul profundo daba una sensación de leve movimiento con el titilar de las estrellas:
 
-Parece que las grandes alas de la patria se cernieran sobre nosotros y nos acariciaran desde allá arriba.
 
Pero no. No la pondremos. Está harto pasada de moda para que alguien la lea sin reírse.
 
 
 
== Capítulo XVII ==
 
<center>'''Poesía'''</center>
 
 
 
«Poesía eres tú».- BÉCQUER
 
La noche de verano había caído espléndida sobre la pampa poblada de infinitos rumores, como mecida por un inacabable y dulce arrullo de amor que hiciese parpadear de voluptuosidad las estrellas y palpitar casi jadeante la tierra tendida bajo su húmeda caricia. La brisa, cálida como una respiración, se deslizaba entre las altas hierbas agostadas, fingiendo leves roces de seda, vagos susurros de besos. Las luciérnagas bailaban una nupcial danza de luces. El horizonte producía extraña impresión de claridad, aunque en derredor no pudiera discernirse un solo detalle, ni en los planos más próximos. Era una noche de ensueño, de esas que tienen la virtud de infiltrarse hasta el alma, sobreexcitar los sentidos, encender la imaginación.
 
Y los peones de la estancia de don Juan Manuel García, tendidos en el pasto, al amor de las estrellas, iluminados a veces por una ráfaga roja que relampagueaba de la cocina, fumaban y charlaban a media voz, con palabra perezosa, inconscientemente subyugados por la majestad suprema de la noche.
 
Una exhalación que cruzó la atmósfera, rayándola como un diamante que cortara un espejo negro, para desvanecerse luego en la tiniebla, fue el punto de arranque de la conversación.
 
-¡De qué dijunto será es'ánima! -exclamó el viejo don Marto, santiguándose una vez pasado el primer sobrecogimiento.
 
-¡Por la luz que tenía, de juro que de algún ráy -contestó medrosamente Jerónimo.
 
Don Marto rezongó una risita:
 
-¡De ande sacás!... -dijo-. Si aquí no hay ráys dende el año dies, cuando echamos al último, qu'estaba en Uropa... después de los ingleses... ¡Ray! Aura todos somos ráys... y no tenemos corona, si no somos hijos del patrón... Será más bien de algún inocente.
 
Pancho, el aprendiz de payador -que andaba siempre a vueltas con la guitarra y se esforzaba por descubrir el mágico secreto de Santos Vega, con el instinto del pájaro cantor que reclama a la compañera, querida en secreto-, Pancho, que vio aparecer en la puerta de la cocina la delgada silueta de Petrona, destacándose en negro sobre el fondo rojizo y cambiante del fogón, agregó melancólico y penetrado:
 
-¡Debe de ser! Las ánimas de los angelitos son las más lindas. Parecen de luz más... más caliente. Por eso se baila en los velorios p'a festejarlas... Ésas no andan en pena ni se aparecen nunca... ¡Cuando se muere una criatura se v'al cielo derechita, y áhi se queda!...
 
Petrona se había acercado y, en la sombra más espesa del alero, escuchaba, invadida también por el avasallador hechizo de la noche y por el encanto de la palabra del payador. Como la compañera todavía indecisa del pájaro cantor, estaba suspensa de sus trinos, hipnotizada ya, pero sin tender las alas todavía. Y Pancho continuó:
 
-Las de los malos son esas luces verdosas que andan rastriando por el suelo y que juyen en cuantito si acerca un cristiano. Pero esas son las de los dijuntos que todavía tienen vergüenza de lo qu'hicieron en vida: los que se disgraciaron por casualidá, los que engañaron a un amigo p'a salvarse... ¡y tantos otros! Las que son malas de veras, las de los ladrones, los traidores y los cobardes... ¡esas no tienen luz!
 
Don Marto asintió:
 
-Sí, esas son las que le tiran a uno el poncho, de atrás, en las noches escuras, o le mancan el mancarrón, o le apedrean el rancho, o le asustan l'hacienda y l'esparraman y l'hacen brava redepente.
 
Juan, el resero nuevo, interpeló a su antecesor y maestro, aquel fumador que se fumaba hasta la yema de los dedos, achacoso ya y siempre dolorido:
 
-¿Y usté qué dice, don Braulio?
 
-¿Yo? ¿Y qu'h'e decir? Que aquí estoy como peludo'e regalo, patas p'arriba, esperando l'hora de ser ánima tamién!
 
-¡Qué don Braulio éste! ¡No hay con qué darle! ¡Siempre con sus dolamas y pita que te pita!
 
-Y qu'h'e hacer ni en qué m' h'e divertir, a mi edá y con mis achaques... Justamente andaba pensando si lo dejarán pitar a uno después que cante p'al carnero...
 
Una risita de Pancho, y su contestación:
 
-¡Ya lo creo, don Braulio! ¿Que no está viendo esa porretada e jueguitos que sencienden y se apagan en el campo?... Esos son los cigarros de las ánimas, que vuelan y revuelan como las gaviotas o los teros, dando güeltas y fumando...
 
-¡No digás! -exclamó entre incrédulo y admirado su vecino.
 
-¡Si son «linternas»! -explicó don Marto, magistral.
 
-Luciérnegas querrá decir, don... -siguió Pancho, impertérrito-. Parecen bichitos, es verdá; pero son los cigarros de las ánimas pitadoras.
 
-¡Calláte! ¡Y entonces, en invierno, ¿por qué no pitan?
 
-Sí, pitan... Pero tienen frío y s'encierran en las casas a pitar al lau del jogón!...
 
-¡Vaya un cigarro! ¡Si no quema el juego!...
 
-¡Los dijuntos son fríos! ¡Estaría güeno que tuvieran juego caliente! ¿Quema el otro, acaso, el de las ánimas en pena?
 
Hubo una pausa.
 
Entre amedrentado y risueño, don Braulio agrego en seguida:
 
-¡Lindo no más! ¿Entonces, los dijuntos se entretienen?
 
-¡Y qué han di hacer!... ¡Tienen tanto tiempo desocupado! Ellos quisieran hacer lo mesmo que cuand'eran vivos, y correr, y boliar, y enlazar... a veces no pueden porque tienen los güesos en la tierra... Pero saben venirse, p'a un si acaso... ¡Vamos a ver! ¿A que ninguno dice por qué sabe hacer tanto frío p'al veinticinco e mayo y p'al nueve de Julio?
 
-No mi hago cargo -murmuró don Marto.
 
-Yo no sé -confesó otro.
 
-No caigo en la cuenta -declaró don Braulio.
 
Pancho, triunfante, explicó:
 
-Porque p'a las fiestas se vienen tuitos los que peliaron por la patria, sin que falten ni los mesmos y muertos en los Andes, que son unas montañas altas así de purito yelo!... Y como son tantos... Por eso, en cuantito tocan l'Hino Nacional, es un frío que da calor y que le corre a uno por el lomo.
 
-¡Ah, balaquiador lindo! -gritó don Marto, no sin admiración reprimida.
 
Y luego; con cierto matiz respetuoso, alentador como un premio en labios de tal paisano, agregó:
 
-Y, diga, don... ¿qué se hace l'ánima de las mozas, cuando se mueren todavía tiernecitas?
 
La réplica inmediata de Pancho:
 
-¡Qué viejo, este don Marto!... ¿Y no ha visto, un si acaso, los macachines, como di oro, florecer qu'es un gusto por el campo, y todos con una frutita enterrada, igualita a un corazón, y como azúcar?...
 
-¡Agarrate!... ¿Y las viejas?
 
-Güevos de gallo, que se pierden en los cercos o se agarran a las barrancas. Y cuanti más güenas jueron en vida el güevo es más grande y más sabroso, y cuando han tenido hijos y los han querido... más todavía!...
 
Por su irritabilidad de enfermo, a don Braulio se le ocurrió lanzarle un sarcasmo disimulado, sólo manifiesto por el tonito arrastrado y cantor:
 
-Y los payadores, decime...
 
Pancho contrajo con esfuerzo los músculos de la cara, sintió en la garganta una especie de nudo, pero logró contestar, como si alguien le dictara las palabras:
 
:Los payadores de láy,
:los payadores de veras,
:no mueren nunca, paisano,
:ni son ánimas en pena...
:¡siguen cantando nomas,
:lo mesmo que Santos Vega!...
 
Eran versos, inconscientemente medidos, y los lanzo con ritmo marcado y sentimental. A los otros les llegaron al alma. Hubo un silencio prolongado y lleno de sensaciones... Luego, uno a uno, fueron desgranándose los paisanos, saturados por la poesía total de la noche. El último que se levantó para ir al galpón en que tenía la cama, enervado por su mismo desgaste cerebral, fue Pancho.
 
Y al pasar junto a la puerta, ya tenebrosa, de la cecina, en medio de la envolvente y acariciadora sombra, sintió de pronto un hálito más intenso, más libio, más húmedo que el de la noche, y una vocecita que murmuraba junto a su oído:
 
-¡Pancho! ¿Quién te enseña esas cosas tan lindas?
 
Y él, azorado un instante, trémulo y atrevido luego, como un héroe que es todavía un recluta, abrazó con ímpetu a Petrona y
 
-¡Vos! -le besó en la boca.
 
 
 
== Capítulo XVIII ==
 
<center>'''Sitiado por hambre'''</center>
 
 
 
-¡Hay que sitiarlo por hambre! -había exclamado Ferreiro aludiendo a Viera, en vista del pésimo efecto producido por las medidas de rigor, como pudo verse en «Libertad de imprenta».
 
El plan era fácil de desarrollar y estaba a medias realizado por el oficialismo pagochiquense en masa, que ni compraba La Pampa, ni anunciaba en ella, ni encargaba trabajos tipográficos en la imprenta cívica. No había más que seguir apretando el torniquete y aumentar el ya crecido número de los confabulados contra el periodista. De la tarea se encargaron cuantos pagochiquenses estaban en el candelero, dirigidos por el escribano que les hizo emprender una campaña individual activísima, no de abierta hostilidad, pues eso no hubiera sido diplomático, sino de empeñosa protección a El Justiciero.
 
En los pueblos pequeños, como el Pago, los suscriptores de los periódicos son necesariamente escasos y más escasos aún los anunciadores, porque ¿a qué tanto salir diciendo que en el almacén tal o en la tienda cual, se venden estos o los otros artículos, cuando todos tienen las mismísimas cosas, ni que la casa de Fulano o de Mengano está en la calle tal número tantos, cuando hasta los perros la conocen y le han puesto su marca muchas veces? Si se publica un aviso en un diario es sólo como acto de magnanimidad y para favorecerlo ostensiblemente, no por otro motivo o propósito, -y más barato resulta no anunciar. De los suscriptores, muchísimos no pagan, unos por ser amigos del propietario, otros por no serlo bastante, de manera que no hay cosa tan precaria como la vida de una publicación de aldea, villa o presunta ciudad, salvo cuando es afecta a los gobernantes, quienes la subvencionan, le dan edictos, licitaciones, etc., hacen suscribirse a sus allegados, subalternos, favorecidos o postulantes, y le crean así una especie de ambiente alimenticio artificial. El periodista de la situación es un parásito insaciable, porque nada, ni la sarna misma, come tanto como una imprenta. Y cuanto más tiene el diario oficialista, menos alcanza el diario opositor, puesto que el comercio no señala a la «réclame» sino una partida tan exigua como la destinada a limosnas -es decir, nada en absoluto o nada relativamente- y los fondos no alcanzan para dividirlos en dos. Mientras uno mama, el otro llora.
 
De tal parte de su capitalito que Viera destinó al sostenimiento de La Pampa después de invertir la mitad en la imprenta, apenas le quedaban unos pocos centenares de pesos enterrados en un solar de los suburbios que, en vez de subir se había depreciado desde que lo compró. Esto mismo era más nominal que positivo, pues como el diario, bamboleante en un principio, se sostenía a duras penas, los proveedores bonaerenses de papel, tinta, tipos y demás, tenían en cartera documentos a plazo fijo por un total bastante más crecido que el valor del terreno. Para La Pampa, más celosa que la misma balanza de precisión de Silvestre, la que según él medía hasta el peso de las palabras, cualquier carga desfavorable podía determinar la ruina y el cierre ignominioso por falta de elementos.
 
Ahora bien, la campaña organizada por Ferreiro se llevó a cabo con éxito visible. Todos «los amigos» convirtiéronse en elocuentes propagandistas y comisionistas de El Justiciero, buscando avisos y suscripciones que muchos no les negaban por no incurrir en las iras celestiales. Pero, según lo ya dicho y como que el hilo se corta por lo más delgado, sáquese la consecuencia, como la sacaban práctica, aritmética y monetariamente Viera y su administrador, no sin graves temores para un futuro inmediato.
 
-¿Por qué no se subscribe a El Justiciero? ¿Por qué no pone su avisito en El Justiciero? -era la frase intercalada de pronto en la conversación y sin andarse con muchos rodeos por los secuaces del escribano.
 
-Porque ya estoy suscripto a La Pampa y tengo allí mi aviso.
 
-Póngalo también en El Justiciero, porque «hay» interés en ayudarlo, y para un comerciante cine vive de todo el mundo, como usted, no conviene estar bien con unos y peor con «otros» que valen más.
 
El comerciante trataba, a veces, de no dar su brazo a torcer, siguiendo con el aviso en La Pampa.
 
-Es que mire, don... El negocio no da p'a tantas misas, y a gatas si puedo pagar un solo aviso, que ni necesito siquiera.
 
-Bueno -replicaba el comisionista de ocasión- en ese caso, para no quedar ni bien ni mal con nadie, saque el aviso que tiene y no se haga tomar entre ojos.
 
Por pocas concomitancias que el catequizado tuviera con «el poder» forzosamente cedía, si no a la elocuencia de estas palabras, a las amenazas que sentía rezongar bajo ellas, y o daba el aviso a El Justiciero quitándoselo a La Pampa o se lo quitaba a ésta para no dárselo a nadie. Lo mismo o punto menos ocurría con las suscripciones...
 
El derrumbamiento del diario se precipitaba estruendosamente sin que Viera atinase con el remedio. El administrador sólo supo aconsejarle uno peor que la enfermedad: rebajar las tarifas. Puesto en práctica, observose que no entraba un solo anuncio nuevo -como es natural dado el carácter de los anunciantes- mientras seguían retirándose los viejos...
 
Viera, que había fijado ya la fecha de sus bodas, creyó prudente postergarlas hasta ver más claro en su situación, harto borrascosa para embarcarse en el matrimonio; hizo todas las posibles economías, redujo el personal de la imprenta y trató de prepararse para hacer frente al próximo vencimiento de uno de sus pagarés... ¡Ay! si bien las páginas de anuncios de La Pampa podían llenarse bien o mal con los borrones de los antiguos clisés de específicos, la caja de la administración no se llenaba con artificio alguno. Al borde del abismo, acudió solicitando un préstamo a la sucursal del Banco de la Provincia, aunque considerara el paso inútil y hasta ridículo, pues los consejeros eran Ferreiro y comparsa, precisamente los que estaban sitiándolo por hambre. No se le dio ni siquiera un «no redondo»; ¡eso nunca!; al pie de su solicitud, y con la firma del gerente, leyó pocos días más tarde esta cortés pero mortal negativa: «Otra oportunidad».
 
Aún no había hecho confidencias a nadie, limitándose a refunfuñar que el diario no iba tan bien como quisiera; pero ya necesitaba por lo menos el precario consuelo de desahogarse con algún amigo, instintivamente, sin la esperanza más remota de que nadie le echase una cuarta para sacarlo del cangrejal en que se hundía.
 
El comité cívico no había hecho ni podía hacer nada en su favor, porque también se hallaba desastrosamente arruinado, y ni en el terreno de la hipótesis era caso de pensar en desnudar a un santo desnudo para vestir a otro no más abrigado. Como aquel pesar y aquel temor de la catástrofe próxima no dejaban en su cerebro célula capaz de una iniciativa, ni siquiera eligió su confidente, abriose al doctor Pérez y Cueto que acababa de llegar por casualidad a la imprenta, y que le escuchó con tristeza y a ratos con indignación, mientras le reconstruía, tal como la había olfateado y comprendido, la trama abominable contra él urdida por Ferreiro, Luni, Machado, Barraba, Carbonero y tutti quanti.
 
-¡Mandrias! ¡Canalla soez! ¡Inmunda estirpe!... -exclamaba de tiempo en tiempo el doctor, interrumpiendo a Viera.
 
Y luego, cuando el otro le enumerara sus apuros y dificultades, lo volvía a interrumpir:
 
-¡Caramba, caramba, caramba!
 
Por fin Viera calló, muy conmovido, y no porque se le hubiera agotado el tema. El doctor Pérez y Cucto púsose en pie, paseó la sala de arriba abajo con las manos atrás y la cabeza sobre el pecho, profundamente meditabundo. Luego, irguiéndose, arribó a una conclusión:
 
-¡Hay que arreglar eso! -dijo.
 
Y después de una pausa, como para que se le escuchara con religiosa atención, repitió sentenciosamente:
 
-¡Hay que arreglar eso!
 
Nueva pausa. Viera, por último, resolvió acortar el entreacto:
 
-¿Y cómo? -preguntó a su grande amigo.
 
-¡Hay que arreglar eso! ¡Ya lo tengo pensado! Ahora mismo acaba de ocurrírseme. No es posible que esos espúreos ciudadanos, esos advenedizos despreciables que han llegado al poder arrastrándose por el lodo como los reptiles, sigan sojuzgando a este desdichado pueblo y vejando a la gente de pro. ¡A todos nos toca mantener bien alto la bandera enarbolada por La Pampa, y todos sabremos cumplir nuestro deber! ¡Tenga usted confianza, Viera, tranquilícese! ¡Retemple el corazón para seguir luchando como bueno!
 
Estaba tan agitado y conmovido cual si acábase de hablar ante cien o doscientos pagochiquenses, en algún meeting trascendental; y a fe que su auditorio, arrebatado por aquella elocuencia, enternecido por aquella grandeza de alma, se dejó contagiar por su entusiasmo hasta las lágrimas. Sí. Viera lloraba cuando estrechó la mano de su altisonante amigo. Y cualquiera de nosotros hubiese hecho lo mismo en su lugar, porque ensánchese Pago Chico hasta convertirlo en una gran nación, agrándese también proporcionalmente el motivo y las consecuencias del acto y ¿no resultan entonces el médico y el periodista dos héroes tan grandes como los que hayan sacrificado más por la patria y la humanidad? Todo es cuestión de relatividades, de apreciaciones, de teatro, de circunstancias. El hecho en sí era noble y generoso: póngase en parangón con la entrevista de Guayaquil y resultará trivial; compárese con el egoísmo reinante en la actualidad, y ya veréis como se agiganta...
 
-¿Con cuánto se remedia? -preguntó el doctor Pérez y Cueto, volviendo a la prosa de la vida, pero sin empequeñecer por eso su acción, como aquellas homéricas deidades que podían comer, batallar, amar, hacer tonterías, a lo humano, sin perder por eso su divino carácter.
 
Viera se lo dijo.
 
-Bien. Yo no puedo prestarle toda esa suma, ni aquí ha de tratarse de un préstamo. No. Pago Chico está en deuda con usted, Pago Chico está en deuda con La Pampa, su único defensor, su postrer baluarte, y es preciso que se conduzca como un pueblo digno de tal nombre. Inicio, pues, una suscripción popular contribuyendo con doscientos pesos, y encabezando la primera lista que me encargo de llenar. No faltarán hombres de buena voluntad que colaboren en la tarea y se hagan cargo de otras listas. En un par de días tendrá usted el doble de lo urgentemente necesario, y La Pampa volverá a navegar viento en popa.
 
Y, en efecto, pocos días después, el doctor Pérez y Cueto entraba triunfante en la redacción de La Pampa, gritando a voz en cuello:
 
-¡Aún hay pueblo en Pago Chico! Aún hay pueblo en Pago Chico!
 
Se había reunido una suma importante para aquel centro y aquella época, y centenares de vecinos suscribieron con entusiasmo según sus fuerzas, los unos igualando la suma ofrecida por el doctor, los otros contribuyendo hasta con veinte centavos ahorrados del modestísimo puchero. Si Washington hubiese podido presenciar aquel movimiento, hubiera pensado que aquella era tela de ciudadanos, y que con elementos capaces de acto tan sencillo en apariencia, es como se organizan grandes naciones. Desgraciadamente Washington había muerto hacía muchos años, y aunque viviera no tendría probabilidad de, conocer el nombre de Pago Chico, y mucho menos su batracomiomaquia...
 
Todas las listas cerradas y puestas en manos del administrador de La Pampa resultaron conformes con las sumas entregadas sucesivamente en efectivo. Todas... es decir... Y aquí la pluma se emperra como patria empacado, para el que no valen ni las nazarenas, ni la lonja, ni el talero mismo. No hay quien la saque. Sería más capaz de bolearse que de dar un solo paso... Pero ello es preciso, sin embargo, y justamente nos facilita el relato el hecho inevitable de que resultará inverosímil, de la más absoluta inverosimilitud. Si no fuera inverosímil, no lo contaríamos. Gracias a que lo es, siempre quedará el suceso envuelto en una niebla de vaga desconfianza, como una cuasi mentira que debiera ser mentira sin cuasi en cualquier mundo a lo Pangloss...
 
Pues es el caso que faltó una lista. No. La lista no faltó. Lo que faltó fue el dinero. Imposible armonizar nunca las cifras del total con el cero de la entrega... He aquí los hechos:
 
La tarde del día en que se cerraba la suscripción, Silvestre entró contentísimo en la imprenta, donde Viera estaba casualmente sólo.
 
-¡Viera, hermano Viera! -exclamó el insigne boticario- Te he juntado más de seiscientos pesos: todos me han pagado. Ahí los tengo en casa; y si los querés te los traigo aura mismo.
 
-No hay apuro.
 
-Aquí tenés la lista. Guardala, porque no queda nadie que agregar, y he hecho la suma. ¡Qué manifestación, hermano! Eso sí que es honroso. Ya no se trata de puro jarabe de pico, y cuando la gente se presta a aflojar la mosca, por algo ha'e ser. Tocarle el bolsillo es como andarle por las verijas a un animal cosquilloso. Así que, si querés, podés engreírte de lo que han hecho con vos.
 
-Sí, hermano -replicó Viera- me siento verdaderamente conmovido. ¡Esas son cosas de que no me podré olvidar en la vida, y que no andaré propalando, si no que las guardaré exclusivamente para mí, como una gloria íntima y también como una obligación inquebrantable de mantenerme tal cual soy, de seguir sin extravíos la norma que me he trazado!...
 
Hablaba sinceramente, y es muy posible que hoy, recordando aquellos momentos, repitiera esas mismas palabras con igual convicción.
 
Silvestre le miraba. Al rato le preguntó:
 
-Pero decime, ¿la suscripción te alcanza para sacarte completamente del pantano, o no?
 
-Es una ayuda muy grande.
 
-Eso ya sé. ¿Pero ahora te ves ya completamente libre de compromisos?
 
-Por el momento sí.
 
-¡Ah, por el momento, bien decía yo! ¿Unos cuantos meses, no es verdá? Porque si el diario no se sostiene, ni menos da ganancias, en cuanto se gasten esos nales volvés a enterrarte hasta el encuentro en el tembladeral, no?
 
-Desgraciadamente.
 
-Natural. ¡Lo que necesitás es muchos suscritores, muchos avisos, para pagar a todo el mundo y vivir sin arretrancas; o, de no, mucha plata para que el diario no se vaya al bombo en algunos años, y venga más población y entonces se pueda sostener. Porque supongo que, aunque los nuestros suban no sos de los que se han de prender a la ubre...
 
-Tenés razón, tenés razón en todo, Silvestre.
 
-Bueno... entonces, esperá... dejame a mí... Yo sé lo que hago, y has de ver como todo viene como anillo al dedo. Tengo una combinación... Ya verás, ya verás...
 
Y se levantó en actitud de marcharse.
 
-¿Qué pensás hacer?
 
-No te quiero decir... Luego... Mañana.
 
Y se fue.
 
Tan optimista estaba Viera, que la más pequeña simiente de ilusión o de esperanza caída en su cerebro, luego se fecundaba, germinaba, brotaba, crecía, echaba hojas, ramas, flores, frutos, como si estuviera en manos del más hábil de los faquires indios. Las vagas palabras de Silvestre lo enajenaron, entregándolo a una especie de pasajera megalomanía: era evidente para él que su amigo pensaba convocar de nuevo al vecindario patriota para exponerle minuciosa y exactamente la situación, comunicarle sus ideas y propósitos, y exigir de él un esfuerzo más amplio y más continuado que aquella gran cinchada, demostrando que con menos sacrificio se arribaría a mucho mayor efecto si no se aguardaba cada vez, para echarle una manito, a que el carro estuviera encajado hasta la maza. Más suscripciones, avisos mejor pagados, con qué equilibrar las entradas y las salidas; él no pedía más, ni lujo ni holgura siquiera, para seguir diciendo verdades y defendiendo al pueblo.
 
Fue a ver a la novia para contagiarle su fiebre de ensueños, para transmitirle el inmenso júbilo con que tantas manifestaciones de aprecio -gloriosas decía él- embriagaban su juventud, para hablar también de las bodas, que podrían acelerarse, sin tener ya enfrente el fantasma de la miseria... Después, vuelto a su casa, aquella noche se durmió sonriendo a sus nuevos y quebradizos juguetes.
 
Cuando, a medio día, entró en la imprenta Silvestre, su revuelto cabello, los ojos huraños, los labios resecos y plegados en una mueca amarga y nerviosa, revelaban un hondo sufrimiento, una grande angustia. Viera lo mirá sorprendido.
 
-¿Qué tenés? -exclamó.
 
Silvestre, sin contestar, sacó el revólver, prementolo por el cabo al periodista y
 
-¡Tomá, matame! -murmuró con voz reconcentrada.
 
-¿Qué tenés? ¿Estás loco?
 
-¡Tomá, matame, te digo! Soy un canalla y un flojo, porque ya me debía haber hecho saltar la tapa de los sesos! ¡Tomá, matame, por favor!
 
Viera le quitó el revólver. Acababa de comprenderlo todo, lo de la combinación, las reticencias, la loca esperanza... Silvestre se había dejado arrastrar por su afición al juego, creyendo sinceramente que obedecía al propósito de salvar para siempre a su amigo. La noche antes, en casa del Rengo, lo habían dejado más pelado que laucha recién parida. La suscripción no era ya sino una cantidad negativa, aumentada con una deuda exigible dentro de las veinticuatro horas, una «deuda de honor».
 
El periodista guardó el revólver en un cajón del escritorio, y aunque sintiera el corazón oprimido hasta el dolor, pudo sonreírse y decir filosóficamente:
 
-¡Pedazo de sonso! Si hubieras venido con las manos llenas de plata no traerías el revólver, aunque la intención sea la misma... Sólo que... hay que desconfiarles mucho a esas intenciones... ¿Perdiste? Bueno; ¡no hablemos más! Ya sabés que hiciste mal en jugar y... ¡basta!
 
Silvestre lo miraba boquiabierto, alelado, con una sorpresa indecible.
 
-¿Conque sabías? -acertó a balbucear- ¡Y me perdonás, hermano, todo el mal que t'hecho!...
 
Y reaccionando de pronto, rompió a llorar con grandes sollozos convulsivos, sentado, sepultada la cabeza entre las manos, sobre las rodillas trémulas.
 
...Una semana después no se acordaba ya de aquella crisis espantosa, tranquilizado por el silencio de Viera. Pero debemos confesar en honor suyo, que perdonó a su amigo el haberlo perdonado de su falta, y esto aboga por él, porque es excepcional. Viera dio por recibida la suma con grave peligro de su reputación, pues la falla prolongó y dio incremento a sus apuros.
 
-¿Dónde tira la plata ese loco? -se preguntaban haciéndose cruces los que veían de cerca al periodista siempre metido en su intolerable atolladero.
 
Pero como Silvestre no se apresuraba a explicarlo ni Viera había de hacerlo...
 
 
 
== Capítulo XIX ==
 
<center>'''El diablo en Pago Chico'''</center>
 
 
 
Viacaba, aquel paisano tosco, bueno y trabajador que tantos han conocido, tenía en ese tiempo su rancho a algunas leguas de Pago Chico, sobre el remanso de un pequeño arroyo que, después de reflejar la barranca, perpendicular y desnuda de vegetación, los sauces desmedrados que se balanceaban sobre ella y el corral de la escasa puntita de ovejas, seguía su curso casi en ángulo recto sobre su antigua dirección, e iba lento, pobre y turbio, a echarse en el indigente caudal del Río Chico, que en realidad nunca llegó a río ni aún con aquél refuerzo, sino en época de grandes crecidas e inundaciones. Viacaba vivía allí, desde muchos años, con su mujer Panchita, sus dos hijos Pancho y Joaquín, hombre ya, su hija Isabel, morenita, feúcha, pero inteligente, y un par de peones, Serapio y Matilde, que, ayudados por el viejo y los dos mozos, bastaban y sobraban para los quehaceres habituales de la estanzuela.
 
Estos quehaceres estaban lejos de ser abrumadores, aunque Viacaba poseyese buen número de vacas y de yeguas, y unos pocos centenares de ovejas para el consumo, pues no era aficionado a esa clase de crianza.
 
El rancho era espacioso y constaba de varias habitaciones. Se veía desde lejos, sobre el albardón abierto en dos por el arroyo que, voluntarioso y caprichudo, no había querido echar por lo más fácil, aunque le sobraba campo llano en que correr y aunque no le importara un bledo de la línea recta. Quizá, cuando tendió su lecho, aquellos terrenos tendrían muy distinta configuración...
 
Y así como el rancho se veía de lejos, así también desde el rancho se abarcaba hasta muy lejos un horizonte curvilíneo, desierto, completamente plano, una extensión de pampa cubierta entonces de hierba reseca y triste, amarilla tirando a gris, alfombra polvorienta en que, como trazada de propósito, se destacaba la tortuosa línea verdegueante de las orillas del arroyo, como una franja de terciopelo nuevo en un inmenso manto raído.
 
Aquella siesta hacía un calor bochornoso. El campo reverberaba, como si fuese de sutiles y vibrantes laminillas de acero, y mareaba con sus destellos ofuscadores. El cielo estaba casi blanco, sin una nube, pero en él flotaban grandes e invisibles masas de vapores dilatados por el calor. Oíase el incesante y estridente chirrido de la chicharra, y en la atmósfera había un monótono zumbar de insectos, sin que se supiera de donde partía, pero ensordecedor, atontador de persistencia.
 
No es extraño, pues, que cansados del trabajo de la mañana y rendidos por el bochorno abrumador, todos durmieran en el puesto de Viacaba; los hombres bajo el alero, que daba al este, ya sin sol, y las mujeres en el interior del rancho, cuya oscuridad ofrecía una momentánea sensación de frescura.
 
El aire, sofocante, estaba inmóvil, como casi todos los días a esas horas, en aquella temporada de sequía, tan larga y amenazante ya, que los animales comenzaban a desmejorar y enflaquecer, síntoma de probable epidemia... Los hombres, dormidos, respiraban sofocadamente, y gruesas gotas de sudor le brotaban de los poros, bruscas y cristalinas, para correr luego en hilos por su piel morena. Dormían intranquilos, hostigados por el calor y por las moscas, zumbadoras, insistentes, pertinaces a pesar de sus instintivos manotones. Y hubieran seguido postrados por la modorra, si el galope de un caballo que se detuvo frente a la tranquera, y el furioso ladrar de los perros que, un momento antes, echados a la sombra y con la lengua afuera imitaban jadeando la locomotora de un expreso, no los arrancaran de la siesta.
 
Matilde, un peón santigueño, enorme y mal encarado, a quien aquel hombre de mujer sentaba «como a un Cristo un par de pistolas», se incorporó refunfuñando, levantose perezosamente, y con paso tardo, a pesar el sol que rajaba la tierra, se encaminó a ver quién era el importuno jinete. Los demás, mirando hacia la tranquera, entrevieron un tordillo, negro de sudor y de polvo, que resollaba como un fuelle y sacudía la cabeza, orejas y cola, espantando la nube de las moscas que se le había ido encima. El pasajero entraba con Matilde, que se adelantó para informar a Viacaba.
 
-Es un «franchute» que pid'i'agua -dijo-. ¿Le doy?
 
-¡Cómo no! Hacé qu'entre aquí, a la sombrita.
 
Cuando el hombre llegó al alero todos se habían levantado y Panchita e Isabel se movían adentro, despertadas por las voces.
 
-Buenas tardes, amigo. Entre y sientesé... Dale agua fresca, Serapio. Después tomará un matecito, si gusta... ¿Cómo anda, amigo, con este solazo que ni las víboras salen de las cuevas?
 
El francés explicó que aquella misma tarde tenía ocupaciones de urgencia en el pueblo, para poder tomar la «galera» a la madrugada siguiente.
 
Era un mocetón alto y delgado, muy rubio y de ojos clarísimos, frente estrecha, nariz larga, descolorida y ganchuda, como el pico de una ave de presa; tenía algo de carancho, aunque su rostro fuese largo y afilado, y su exagerada urbanidad no bastaba para desvanecer la antipática impresión que desde el primer instante produjera en aquellos hombres sencillos y toscos. Un fluido repelente flotaba en torno suyo, como si emanara de su cuerpo, y los cinco paisanos, tan distintos en el aspecto y las maneras, no podían dejar de mirarlo con desconfianza.
 
Bebió con verdadera avidez el agua recién sacada del pozo, y gozando de la sombra dejose estar sentado en un banco, bajo el alero, recostado en la pared de barro groseramente blanqueada, parpadeando para no dejarse vencer por el sueño. Y cuando Isabel apareció, seguida por la madre, con el mate amargo que había cebado en la cocina, se levantó ceremoniosamente, algo envarado, haciendo una gran reverencia y murmurando cumplidos a la amable «señoguita» y a la respetable «señoga».
 
Sorbió, no sin alguna mueca, el acre brebaje a que no estaba acostumbrado, y con nuevas cortesías devolvió el mate a la joven. Esta, al pasar para la cocina, con fragor de enaguas almidonadas, significó a Pancho, con un mohín y una miradita de soslayo, cuánto la disgustaba, también a ella, el extranjero. La señora lo examinaba a hurtadillas. Los hombres hacían esfuerzos para sostener la desanimada conversación.
 
Más de una hora duró la visita. Matilde dio, entretanto, de beber al tordillo y le apretó la cincha, como si con ello apresurara el momento de la separación.
 
Mientras armaba un cigarrillo negro con que Viacaba lo había obsequiado, el francés habló de la sequía y del triste estado de las haciendas. Llegaba de lejos, y toda la campaña que había recorrido presentaba el mismo aspecto de desolación: pastos resecos como yesca, lagunones sin agua, bañados lisos y duros como piedra, arroyos tan bajos que casi todos se podían pasar de un salto; las haciendas vacunas estaban flacas como esqueletos; las ovejas muy desmejoradas y con una sarna más pertinaz que nunca; las yeguas con huesos y pellejo...
 
-La suerte que aquí no lo vamos pasando tan mal tuavía -exclamó Viacaba con cierta satisfacción.
 
Pero alzó bruscamente la cabeza, alarmado, cuando el extranjero dijo que en muchas partes había visto grandes torbellinos de polvo que el viento arrancaba de la tierra desnuda de vegetación.
 
-¡Las polvaredas! -murmuró con acento medroso-. ¡Por lo visto, ya principian!...
 
Y se quedó profundamente pensativo, evocando aquella terrible calamidad, no sufrida desde muchos años, pero que en otro tiempo pasara por allí sembrando el estrago y la devastación, dejando la inmensa pampa despoblada de animales y como muerta y enterrada ella misma bajo cenicienta y móvil capa de polvo...
 
La voz atiplada y agria del viajero, salpicada con notas discordantes, aumentaba aquella impresión, y la de antipatía y desconfianza que irresistiblemente provocara en todos.
 
Ya con el sol algo bajo, el francés se despidió haciendo zalemas y protestas de vivo agradecimiento. Viacaba lo acompañó hasta la tranquera mientras los demás habitantes lo miraban marcharse, en fila bajo el alero... El tordillo, descansado ya, emprendió la marcha con paso más brioso, y cuando iba a lanzarlo al galope, el jinete oyó que el paisano le gritaba desde la tranquera:
 
-¡Cuidao con el pucho!
 
-¡Oui! ¡oui! -gritó el otro sin comprender.
 
Un momento después, Isabel, que volvía con el inacabable mate amargo, formuló el pensamiento de todos:
 
-¡No me gusta nadita esi hombre!
 
-Cosa güena no ha'eser -refunfuñó afirmativamente Matilde, recogiendo el recado para ir a ensillar.
 
-Parece medio... «cantimple» -zumbó Pancho, el más tolerante, después de Viacaba.
 
Y aunque pasaron largo rato en silencio, aquella visita debió continuar preocupándolos, porque Serapio no dijo a quién se refería cuando observó:
 
-Ahí va por el «fachinal».
 
-Efectivamente, el bulto, ya apenas perceptible, del hombre y el caballo, se alejaba rápidamente e iba a internarse en un alto pajonal que, en dirección a Pago Chico, ocupaba una vasta extensión de terreno.
 
-¡Cantimple decís! -objetó Joaquín, que se había quedado rumiando las palabras de Pancho- Pues a mí lo que me parece es un pájaro de mal agüero, con ese pico 'e lechuzón desplumao de la cabeza... Con tal de que no nos haiga echan algún «daño»...
 
-¡Dejáte de agüerías, Joaquín! -exclamó Viacaba- Los gringos «saben» tener unas caras... ¡fierazas! Pero ¿y de áhi? ¿Han de ser brujos por eso?...
 
Viacaba era supersticioso también, pero la edad y la experiencia atenuaban un tanto esa superstición.
 
Los peones salieron al campo y tomaron para el oeste, donde estaba el grupo de la hacienda, seguidos por Joaquín. Al este, pasando el arroyuelo, sólo había algunas yeguas y la tropilla de zainos.
 
Las dos mujeres, Viacaba y Pancho, se quedaron bajo el alero, sin ganas de moverse en la atmósfera asfixiante. El sol se acercaba al ocaso, y su luz iba enrojeciéndose por momentos.
 
Al oscurecer, cuando volvieron los otros, llamados por la hora de la comida, el cielo era al oeste un inmenso manto de púrpura reflejado al oriente en un tenue velo, purpúreo también. Y delante de ese velo una columna recta, de vapores terrosos, se alzaba del pajonal, como girando sobre sí misma.
 
-¡No digo! ¡Si ya principian las polvaredas! -exclamó Viacaba, que la vio al ir con los suyos a la cocina.
 
-¿Cómo había podido equivocarse aquel hombre de campo, nacido en plena pampa, conocedor de todos sus fenómenos, confidente de todos sus secretos? ¿Miró mal? ¿O la evocación terrible de las polvaredas, la obsesión de tamaña calamidad, le había paralizado el cerebro?
 
No era, no, el torbellino de polvo que Una corriente giratoria alza y retuerce en el aire, como columna salomónica, desde el campo reseco, para pasearla después en caprichosa danza de un lado a otro y luego dejarla caer, de golpe, disuelta, desvanecida en la atmósfera como fantástica creación de pesadilla. No. La columna estaba fija en el mismo punto e iba elevándose y ensanchándose en la atmósfera tranquila y caldeada que doraban y enrojecían los últimos parpadantes fulgores del sol.
 
Y el astro acabó de hundirse. Las oladas de púrpura que lo seguían, cubriendo el occidente, se derramaron también tras él, poco a poco, a manera del agua que desaparece lenta en una hendidura. Y para anunciar la noche que llegaba, comenzaron a revolotear tenues brisas mensajeras de paz, que crecían y se multiplicaban por momentos...
 
Era ya oscuro, y, sin embargo, la columna seguía viéndose en el pajonal vagamente luminosa, como si fuera la misma que guió a los israelitas en el desierto...
 
Entretanto, la familia Viacaba comía en la cocina, rodeando el fogón, más animada y conversadora, pues el airecillo, tibio aún, iba haciendo reaccionar a todos de su enervamiento, a medida que cobraba fuerzas y agitaba con más decisión las alas.
 
La conversación, interrumpida a ratos, seguía, persistente, rodando alrededor de la visita del francés, el acontecimiento del día. Y no había una frase simpática para él.
 
-¡Vaya al diablo el ñacurutú ese! ¡Nunca he visto animal más feo! -insistió Joaquín, supersticiosamente-. Y cómo miraba, con esos ojos descoloridos, a pesar de todos sus «vulevús»... A mí me parecía...
 
-El Malo ¿no? -interrumpió Matilde, el santiagueño- ¡A mí también! Dicen que's ansí; «payo», di ojos claritos y nariz de pico'e loro. No me le fijé en las patas porque traiba botas... Pero ha de haber tenido pesuña no más.
 
Como eco terrible de estas palabras, la voz angustiosa de Panchita, que acababa de ir al pozo en busca de agua fresca, sonó en el patio como un grito de alarma y de terror:
 
-¡Quemazón!... ¡Quemazón!... ¡Quemazón en el fachinal!...
 
-¡No decía yo! -murmuró Joaquín, precipitándose afuera con los demás...
 
La columna amenazadora que había comenzado por elevarse, ensanchándose e iluminándose con vagas vislumbres, llegó a semejar inmenso tronco de copa pequeña, redonda y blanquecina; luego, cuando el viento sopló con cierta violencia, desvaneciose de pronto; en seguida, en la sombra creciente, hubiérase dicho que el árbol acababa de desplomarse, ardiendo de punta a punta, porque, a partir del mismo sitio, apareció chisporroteando una línea de fuego, brasas y llamitas fugaces que se reflejaban en los vapores suspendidos sobre el suelo. Inmediatamente después, la línea roja y resplandeciente al ras de la tierra, se extendió, se extendió más, abareó un espacio enorme, en el este, de donde llegaba el viento, como si quisiera ocupar todo el horizonte. Desde el rancho veíanse vagar por el pajonal reflejos luminosos, anaranjados o amarillentos, que contrastaban con la noche negra y armonizaban con la raya purpúrea de la quemazón, mientras en el cielo un gran parche rojizo parecía seguir la marcha del desastre. Y el viento, entre tanto, sacudía alegremente la alta hierba, seca y sonora, murmurando y riendo como el niño que escapa después de haber hecho una travesura. Y el susurro musical llenaba el aire de coros indecisos... En el albardón, junto a «las casas», dominando el campo, Panchita e Isabel asistían con espanto al espectáculo amenazador y terrible del incendio. Los hombres, después de ensillar apresuradamente, se habían precipitado a todo galope hacia el pajonal, atinando sólo a lo más visible del peligro, tan azorados que no podían cordinar las ideas...
 
El viento, cansado de reír, se entretenía en combinar curiosos y devastadores fuegos de artificio. Llegaba al incendio, levantaba nubes de humo y semilleros de chispas; enredaba el humo en las matas cercanas, iluminadas por el fuego, fingiéndolas incendiadas también, y esparcía las chispas como un ramillete, o las hacía formar haces de espigas de oro; luego las dejaba apagarse o caer sobre el pasto en lluvia finísima y devastadora... O de un soplido apagaba bruscamente la inmensa línea roja, y luego, como arrepentido de abandonar tan pronto su diversión, reavivábala de otro soplo hasta hacerla llamear e incendiar también el cielo... Al sitio en que estaban las mujeres llegaban bocanadas de horno, hálitos de fragua, un fragor atenuado, como de lejanísimas descargas graneadáis de fusilería, y un olor acre de paja quemada, dilución de las densas masas de humo que corrían al ras del suelo.
 
Lenta a la distancia, rápida en realidad, la línea de fuego se extendía, aparentaba formar un arco de círculo cuyo centro fuera el albardón, e iba acercándose a las casas cual si estrechase un sitio que les hubiera puesto de repente con maravillosa táctica. Entre el rancho y el incendio, el campo estaba iluminado, y sombras enormes se movían y fluctuaban vagamente en él: las rechonchas de las anchas matas de paja y las alargadas de los jinetes que andaban agitados junto a la quemazón.
 
Un tropel, un redoble de alarma estalló de repente en el silencio rumoroso, haciendo retemblar el suelo; era la tropilla, eran las manadas que huían despavoridas hacia el oeste, martillando con sus cascos la tierra seca y sonora. Y una sombra informe pasó, envuelta en nubes de polvo, lanzando al paso reflejos de ancas y de cabezas desgreñadas al viento... Y el furioso redoble fue disminuyendo hasta perderse en la noche...
 
-¡La caballada! -gritó con angustia Isabel, sacudiendo un instante su marasmo.
 
-¡Virgen santa! ¡Quién sabe si la volveremos a ver! -murmuró la madre.
 
Y atrás rumores más sordos, confusos e indescifrables, poblaban, entretanto, la pampa y llegaban hasta ellas arrastrados por el viento abrasador, saturado de humo y cargado de cenizas aún calientes...
 
Viacaba, sus hijos y los peones, desalados, habían creído llegar a tiempo de sofocar el incendio. Pero cuando estuvieron a poco más de una cuadra, una agonía les oprimió el corazón: el alto pastizal, tupido y seco, los matorrales entretejidos y bravos, la cortadera amarillenta ya que ocultaba a un hombre de pie, ardían en una enorme extensión, hasta donde alcanzaba la vista, entre chisporroteos y llamaradas, estallando como millares de petardos incendiados por series sucesivas. Llegábanles soplos tan ardientes como el fuego mismo, y unos a otros se veían las caras sudorosas, completamente negras de hollín, en que les relampagueaban los ojos. Los caballos, con las orejas tendidas casi en línea horizontal hacia el incendio, resoplaban y sacudían la cabeza, negándose a avanzar más.
 
A menos de una cuadra envolviéronlos el humo y las chispas, y parecían avanzar en las nubes entre una constelación de estrellas fugaces. La acre humareda los cegaba, aunque estuviesen tan hechos a los humazos del fogón, y los soplos abrasadores les hacían volver el rostro con el cabello y la barba medio chamuscados... Sobre sus cabezas cerníase un instante la paja voladora, ardiendo, y luego seguía su vuelo, a difundir a saltos el desastre, arrebatada por el vendaval... No se oían casi, con el fragor del estallar de las pajas, y tenían que gritar para comunicarse.
 
-...¡Contra-fuego! -oyose vociferar a Viacaba, que echó pie a tierra. El principio de la frase se había perdido en el estrépito...
 
Tras el velo de llamas que ante sus ojos tendía la inmensa fogarata, la noche tomaba insólitas negruras. Parecía que el oscuro cielo, sin luna, continuara descendiendo, descendiendo, más negro cada vez, hasta llegar al incendio mismo, sólo que en su parte inferior las apretadas y rojas estrellas se apagaban sucesivamente, dejando en un momento lóbrega y vacía aquella parte de inmensidad. El horizonte se había acercado hasta pocos pasos de ellas, y creían hallarse al borde de un inmensurable abismo... La luz misma parecía rechazada hacia adelante por el viento furioso que soplaba de aquel antro...
 
A la voz de Viacaba, todos se apearon. Una seña les hizo acercar, y oyeron este grito:
 
-¡Aquí no! ¡Sería pior! ¡A la orilla del fachinal!...
 
Desanduvieron un trecho, teniendo del cabestro a los espantados caballos que volvían la cabeza hacia el fuego con ojos de brasa, resollaban y roncaban violentamente, hacían bruscos movimientos para desasirse y escapar, y tiritaban cubiertos de sudor, mientras por los flancos les corrían arrugas como de agua rizada por la brisa...
 
Y así, envueltos en rojas luces de Bengala, hombres y animales salieron a la orilla del pajonal, donde comenzaba el pasto bajo, marchito y seco también. Serapio mancó los caballos y los ató a las matas, bastante más lejos. Luego se incorporó a los demás.
 
Viacaba y Pancho incendiaban rápidamente la hierba baja, en un ancho de poco más de una vara, siguiendo una línea más o menos paralela a la quemazón. Joaquín y Matilde, tras ellas, dejaban arder bien el pasto, y luego lo apagaban azotándolo con escobas de la paja más verde, hasta que se incendiaban, o con las jergas del recado, sin mojarlas, porque el agua estaba demasiado lejos. Serapio los imitó...
 
En aquella hoguera parecían fundidores junto a un río de metal incandescente; jadeaban, sudaban; sus caras negras, encendidas y lustrosas, se hinchaban, se abotargaban, perdían sus líneas, mientras los ojos les relampagueaban y por las mejillas y la frente les corrían hilos de tinta...
 
¡Sacrificio inútil! El fuego se burlaba de antemano del obstáculo, que le querían oponer, levantándole una trinchera de vacío: reíase de ellos en complicidad con el viento, en cuyas alas enviaba sus emisarios y sus propagandistas más allá de los hombres y de su ciclópeo esfuerzo impotente.
 
Y el tropel que espantara a las mujeres llegó de pronto hasta allí como un lejano trémolo de timbales entre los chasquidos del incendio... Viacaba levantó la azorada cabeza, y con ojos saltones, enloquecidos, gritó:
 
-¡Serapio! ¡Matilde! ¡La hacienda! ¡La hacienda!...
 
Y abarcando, al fin, la magnitud del desastre, abandonaron la quemazón casual y la que ellos mismos hacían, corriendo frenéticos hacia los caballos.
 
Los caballos no estaban allí. Aguijoneados por el pavor, habían conseguido arrancar las matas, y roncando, despavoridos, dementes, trabados por las maneas, a grandes saltos enajenados, tropezando ciegos, allá iban, trémulos, vacilantes, chorreando sudor, hacia el oeste, hacia la salvación, hacia la vida...
 
Lograron alcanzarlos y, montados, salieron de carrera en distintas direcciones, como si obedeciesen a un plan preestablecido. Sin embargo, no lo tenían... ¿Dónde llevar la hacienda, en caso de que aún no se hubiese dispersado y perdido en las tinieblas de la pampa? ¿Dónde proporcionarle un refugio inmune? ¿Por dónde hacerlas escapar del tremendo estrago?...
 
...Las mujeres, petrificadas de pavor y de angustia, seguían como sonámbulos en el albardón, con los ojos fijos en el incendio, que continuaba avanzando, avanzando a cada minuto con mayor rapidez e intensidad, y no sólo hacia las casas, sino hacia la derecha, hacia la izquierda, al norte, al sur, para separarlas bien del mundo por aquel lado y luego replegarse, cortándoles la retirada, envolviéndolas en su línea infranqueable. Y el redoble del triunfo, la diana sin clarines se oía cada vez más cerca, más cerca, como estallidos de risas y gritos de voces ásperas y discordantes... El calor era tan intenso, que a cada instante las infelices se creían a punto de desfallecer y caer semiasfixiadas.
 
El fuego llegó al arroyo... La esperanza les dilató un momento el pecho... Pero el incendio se burló del caprichoso zanjón, cubierto previamente de paja voladora por su cómplice el viento. Lo traspuso redoblando sus chasquidos, llegó a la otra orilla, avanzó hasta lamer la tranquera y los sauces que le daban sombra, y, regocijado, siguio su carrera hacia el oeste, dejando más grande la noche'tras de sí, llevándola hasta los mismos pies de las mujeres que, atontadas, siguieron mirando cómo se extinguían una a una las fugaces estrellas de la quemazón en la noche de abismo que creara a su paso...
 
Más allá, hacia la derecha, por donde brillaba la Cruz del Sur, también la paja sirvió de puente volante a la invasión devastadora. El arroyo ardió todo en un segundo. Y desde la otra orilla, de las matas altas de albardón, el viento arrebataba cardúmenes de chispas que iban a caer a los pies de las mujeres... Algunas llegaban hasta el mismo rancho y se extinguían entre las pajas del techo, sin fuerza para incendiarlas... Ellas, en su angustia suprema, no advertían el nuevo peligro. Y chispas y pajas abrasadas continuaban su vuelo, más compactas cada vez...
 
-¡Mama! ¡mama!...
 
El grito desgarrador de Isabel anunciaba el coronamiento de la catástrofe: el techo central ardía con gran humareda en un círculo de una vara de diámetro.
 
-¡Agua! ¡agua! -gritó la madre, arrancada a su estupor.
 
Ambas corrieron al bebedero de los caballos, junto al pozo; una llenó un balde, otra una jarra; precipitáronse al fuego; sus fuerzas no alcanzaron a lanzar el agua hasta allí...
 
-¡Traé vos el agua! -tartamudeó la madre.
 
Y como pudo, valiéndose de un banco, lastimándose manos y rodillas, trabada por los vestidos, trepó al techo gritando desesperadamente, como si alguien pudiera oírla en aquella desolación:
 
-¡Viacaba!... ¡Pancho!... ¡Joaquín!...
 
Isabel le llevaba jarras y baldes de agua, de carrera, jadeantes, bañada en sudor. Ella, febril, casi sin saber lo que hacía echábase de bruces sobre el techo, tendía los brazos trémulos, alzaba el agua con esfuerzo automático, e iba a verterla en la hoguera cada vez más ancha... Y mientras hacían esta abrumadora y lenta maniobra, el viento continuaba acribillando el rancho con sus flechas incendiarias... Un momento después el techo ardía por diversos puntos...
 
-¡Baje, mama, baje! Se va a abrasar viva!...
 
La desgraciada bajó por fin. Como alegre fogarata, el rancho ardía por las cuatro puntas iluminando el patio hasta la tranquera con sus sauces descabellados, sacudidos por el viento, hasta el corral en que se revolvían, se atropellaban y se trepaban unas sobre otras las ovejas, balando lastimeramente, tratando de derribar el fuerte cerco... Y aquella siniestra y formidable iluminación desvanecía, borraba totalmente la otra, ya en el horizonte...
 
Los hombres vieron desde lejos aquella antorcha y regresaron uno tras otro, llenos de desesperación.
 
Nada había que hacer... Apenas, y con gran peligro, consiguieron sacar algunos objetos de la formidable hornalla... Las cumbreras se desplomaron con gran ruido, el alero desapareció, y a la luz roja no se veía ya más que las paredes ennegrecidas... Sentados en el suelo, anonadados por la impotencia y la desesperación, lanzaban de vez en cuando lamentables exclamaciones. Y la visita del extranjero volvía a su exaltada imaginación con caracteres diabólicos y aterradores.
 
-¡Ah, el gringo, el gringo!...
 
-Él no más nos ha tráido esta calamidá...
 
-Nos ha hecho «daño»...
 
-¡Seguro que tiró el pucho en el fachinal, indino!...
 
-¡No, patrón!; era el Malo, si era Mandinga!... ¡Tan cierto como que éstas son cruces!...
 
Y su infantil superstición iba a convertirse en hecho comprobado, al día siguiente, cuando en Pago Chico, donde fueron a refugiar su desnudez, les dijeron que allí no había llegado francés alguno, y luego a difundirse pasando de boca en boca como acontecimiento histórico, aunque el comisario averiguara y publicara que un hombre de la filiación del presunto incendiario estuvo aquella tarde en el vecino pueblo del Sauce donde, a la madrugada, tomó la galera del Azul...
 
Pero el alba se extendió descolorida y triste sobre el campo. Hombres y mujeres, acercados por la desgracia, formaban un grupo silencioso e inmóvil. Lo que ayer fuera bienestar y abundancia era miseria ya...
 
La pampa, a las primeras luces indecisas, mostróseles cubierta por inmenso tapiz de funerario pano negro, que se extendía hasta el horizonte, en todo rumbo, y el viento, fuerte aún, levantó nubes de hollín y los envolvió en impalpable polvo de cenizas...
 
 
 
== Capítulo XX ==
 
<center>'''¡Guerra a Silvestre!'''</center>
 
También acabó Silvestre por incomodar a los situacionistas que resolvieron castigarlo, igual que a Viera.
 
A este propósito hicieron que fuera a establecerse a Pago Chico, habilitado por ellos, un farmacéutico diplomado, cierto italiano Barrucchi, venido del país amigo a hacer fortuna rápidamente, así, sin otra condición, rápidamente.
 
La competencia fastidió mucho al criollo en un principio, como que hasta fue denunciado al Consejo de Higiene por ejercicio ilegal de la profesión. Pero estaba atrincherado tras de su regente, a quien hizo pasar una temporadita en el Pago, con pret, plus y otras regalías inherentes a la actividad del servicio.
 
-Al gringo l'enseñan -decía-, pero nada le ha'e valer. ¡A la larga no hay cotejo!
 
Y para dominar del todo la situación, halló manera de ¿cómo diremos? untar la mano al inspector enviado de La Plata.
 
«Untar la mano» es frase grosera, bien; pero ¿qué decir entonces, del hecho de untarla, y de dejársela untar?...
 
Nada. Punto. Y sigamos adelante con los faroles.
 
No se durmió Silvestre sobre los laureles de su primera defensa victoriosa, sino que atisbó, vichó, bombeó, supo cuanto hacía el italiano, le tendió lazos, le analizó preparaciones en que había substituido sustancias, publicó los resultados, formuló denuncias, y de perseguido convirtiose pronto en perseguidor, porque en aquella delicada materia se inmiscuía alguien más que los cabecillas pagochiquenses, y el Consejo de Higiene, no desdeñoso de multas, solía enviar inspectores cuando era a golpe seguro, y entre tantos alguno habría reacio a los ungüentos de marras.
 
Y apareció muy luego otro inspector.
 
Barrucchi escapó difícilmente a las consecuencias con que lo amenazaba una grave trocatinta de frascos y rótulos en el armarito de los alcaloides, nada menos, falta que hasta nuevo aviso debe atribuirse a negligencia suya, nunca a perversidad de Silvestre, incapaz, por su parte de jugar a sabiendas con la vida de sus convecinos, e imposibilitado de penetrar en la plaza enemiga.
 
La misma grosería del error fue lo que salvó a Barrucchi, provisto de auténticos diplomas de una facultad italiana, y de un certificado de reválida en toda regla, otorgado por la de Buenos Aires. Insistimos en que Silvestre no tuvo arte ni parte en el suceso. Barrucchi probablemente tampoco, puesto que nadie lo hizo responsable, ni siquiera lo amonestó por su descuido, ni por su aterradora confusión de consonantes en ina.
 
Pero sus negocios, que hasta entonces habían sido regulares, se resintieron con la divulgación de aquel hecho, cuidadosamente propalado a todos los vientos del cuadrante por Silvestre y los suyos. Sin embargo, el azar, ya que no la buena reputación y limpia fama, vino a favorecerlo. La farmacia, asegurada en una nueva compañía contra incendios que buscaba clientela en Pago Chico, por una suma mucho mayor que su capital verdadero, ardió casualmente a los pocos días, sin que bastara para extinguir el incendio la guardia de cuatro vigilantes con machete en mano, puesta por Barraba en las cuatro esquinas de la casa.
 
Hay quien dice, todavía, que el incendio no fue intencional.
 
La compañía de seguros pagó inmediatamente al boticario y al dueño del edificio, pues le convenía acreditarse para hacer una buena ponchada de fuertes primas en ese partido y los inmediatos, y sólo pidió a uno y otro un recibo bombástico y la autorización de hacer con él cuanto reclamo quisiera.
 
La casa comenzó a reconstruirse con gran prisa, y todo el mundo creyó que Barrucchi restablecería su farmacia en muchos mejores condiciones ya que contaba con un capital relativamente respetable. Tal era, en efecto, su intención; pero una frase que corrió como un reguero de pólvora de punta a punta del pueblo, le hizo variar de propósito y retirarse con los honores de la guerra, es decir, con los pesos del seguro.
 
-Non e niente, demientra no se brushe l'arquibio.
 
Esto era lo que se oía de la mañana a la noche hasta en los últimos rincones de Pago Chico, y las extrañas palabras eran repetidas ora con acento de indignación, ora entre carcajadas más mortíferas aún. Y todo el mundo se contaba inacabable, infatigablemente, durante días, semanas, meses enteros, la maquiavélica invención de Silvestre, aderezada hasta con la jerga propia del personaje y del caso:
 
Barrucchi, a quien la noche del incendio corrió a avisarse al Club que ardía la botica, se limitó a contestar tranquilamente, encogiéndose de hombros:
 
-¡Eh, no importa, mientras no se queme el aljibe!...
 
El pobre Tartarín tuvo que ir a Argel por una copla; Barrucchi tuvo que irse de Pago Chico por una frase.
 
También es verdad que Barrucchi no era del pueblo y que la frase brotó del cerebro de Silvestre. Si hubiese sido pagochiquense, quizá se le perdona, pues es fama que hasta los perros dicen, amparando a los vecinos:
 
-¡No lo muerdan, qu'es del barrio!
 
Los hombres también, y si no, véase enseguida como lo prueba, con elegante demostración, la cajita misteriosa de Ferreiro.
 
 
 
== Capítulo XXI ==
 
<center>'''Altruismo'''</center>
 
 
 
Entre las espesas sombras de la noche, en grupos charlatanes de tres o cuatro personas, numerosos vecinos de Pago Chico se encaminaban lentamente a la estación del ferrocarril. Se habían reunido con ese objeto en el Club del Progreso, en el café y en la confitería de Cármine, y al acercarse la hora fueron destacándose poco a poco, para no llamar demasiado la atención ni dar pie a que los opositores hicieran alguna de las suyas.
 
Llegaba en tren expreso, costeado naturalmente por el gobierno, el diputado Cisneros con la misión de reconstruir el comité, y era preciso hacerle una calurosa acogida a pesar de lo intempestivo de la hora. La estación estaba completamente a oscuras; sólo por la puerta de la habitación del jefe, filtraba una raya de luz, y allá en el fondo el Buffet -en funciones para las circunstancias-, abría sobre andén desierto, el abanico luminoso de su entrada. Allí fueron sentándose a medida que llegaban, el doctor Carbonero, el escribano Ferreiro, el intendente Luna, el juez de paz Machado, el concejal Bermúdez y varios otros, sin que faltaran el comisario Barraba y su escribiente Benito, ni aún don Másimo, el portero de la Municipalidad, muy extrañado de no tener que disparar bombas de estruendo en tan solemne emergencia. No hubo francachela; los tiempos estaban malos, y nadie quería cargar con el mochuelo del coperío, aunque sólo hubiera en la estación una veintena de personas. Cada cual, si quería, «tomaba algo»... y pagaba.
 
La espera fue larga. El expreso se había retrasado en no sabemos qué estación y el jefe aun no tenía noticias de su llegada... Poco a poco, todos fueron a pasearse en la oscuridad del andén, luego instintivamente agrupáronse a la puerta de Buffet, y conversaban mirando inquietos al norte por descubrir entre las sombras el ojo encendido del tren en marcha.
 
-¿A que no sabe abrir esta cajita? -dijo de pronto el escribano Ferreiro, presentando un objeto al Intendente Luna.
 
Era una cajita oblonga, en forma de ataúd, en uno de cuyos extremos asomaba un botón a modo de resorte; un juguete-chasco de lo más infantil, pues oprimiendo el botón aparecía una aguja que pinchaba al curioso, con tanta mayor fuerza cuanto mayor había sido su confianza en sí mismo y el apretón consiguiente. Luna la tomó, la examinó deliberadamente, vio el resorte cuya evidencia debería haberlo hecho recelar sin embargo, y exclamó:
 
-¡Mire qué gracia!...
 
Soberbio fue el golpe de pulgar que dio al botón apenas había dicho estas palabras, y soberbio el pinchazo que recibió en mitad de la yema del dedo... Estuvo a punto de soltar uno de los ternos más sonoros de su colección; pero se contuvo a tiempo, y lejos de protestar, fingió seguir examinando la cajita.
 
-No doy ni mañana -dijo por fin.
 
-A ver emprieste, compadre -solicitó Barraba tendiendo la mano, con los ojos brillantes de curiosidad.
 
Los demás habían estrechado el corro, deseando ver el misterio que encerraba el cabalístico estuche, y las conversaciones se interrumpieron.
 
Barraba cayó en la trampa, y a su grueso pulgar asomó una gotita de sangre como un pequeño rubí. Pero puso buena cara, y aparentó seguir maniobrando con la cajita.
 
-¡Traiga amigo, traiga! ¡Si usté es muy mulita p'a estas cosas! -exclamó al cabo de un instante el juez de paz Machado.- ¿No sabe que p'a qu'el amor no tuerza, más vale maña que juerza? -A ver traiga p'acá.
 
Barraba no tuvo inconveniente...
 
Nuevo pinchazo... Nuevo esfuerzo heroico para no lanzar un grito. Aquellos espartanos eran todos capaces de dejarse devorar el vientre, con tal de que enseguida, se lo devoraran a los amigos y compañeros.
 
Y después de Machado, la cajita pasó a Bermúdez, a Carbonero, a los demás -hasta a don Másimo, que fue el último en pincharse.
 
Aquel Sterne, imitado ahora por quienes, con sólo imitarlo son puestos a la cabeza de no sabemos cuántas literaturas, nos ofrecería aquí una sabrosa disquisición, llena de longanimidad y de sincero enternecimiento ante la flaqueza humana. Se explicaría el hecho y trataría de explicarlo a los demás, por aquello de que «tout comprendre c'est tout pardonner».
 
Pero desgraciadamente no habla Sterne, ni el hecho, produciéndose en Francia bajo tan rudimentarias formas, ha dado tema a los grandes modistos literarios. Ello vendrá.
 
Mientras no viene, y por si no viene, el lector hará bien si saca por su propia cuenta el caracú del hueso que le ofrecemos, y que más peca por sobra que por falta de médula, pues allá en la pobre y silenciosa estación de Pago Chico -microcosmos sintetizado-, y entre aquel reducidísimo compendio de la humanidad, no hubo un solo ejemplar, un solo individuo que no pasara por la prueba, ni uno que no se mostrara a la altura de las circunstancias. El mismo don Másimo -el último mono- se dirigió humildemente al escribano:
 
-¿No quiere emprestármela hasta mañana, señor Ferreiro?
 
-¿Para qué don Máximo?
 
-Va mostrársela a la Goya, no más.
 
Su altruismo no le permitía gozar tan solo de las delicias de la aguja, pues los otros veinte no contaban ya: Habían contribuido a chasquearlo y se reían de él, como si fuese el único burlado.
 
Entre tanto y en silencio, había ido aproximándose el tren. Un silbido agudo y un repentino y fuerte resplandor, les hizo dar un salto y volverse hacia la vía. El diputado Cisneros, de pie en la plataforma, con el tren aún en movimiento, comenzó a dirigirles la palabra:
 
«Este brillante recibimiento me demuestra cuánto es vuestro altruismo y vuestra abnegación. Siempre dispuestos a sacrificaros por el bien de los demás, a luchar sin tregua ni descanso por evitar el sufrimiento ajeno, venís en horas de combate a retemplar mi espíritu, para el holocausto fraternal a que estoy dispuesto tanto como vosotros mismos».
 
Y siguió así, mientras don Máximo se devanaba los sesos por hallar modo de pasarle la cajita sin faltarle a las debidas consideraciones. Pero no lo halló por demasiado humilde, y tuvo que consolarse con la idea de embromar a la Goya...
 
 
 
== Capítulo XXII ==
 
<center>'''Libertad de sufragio'''</center>
 
 
 
Cierta noche, poco antes de unas elecciones, el Club del Progreso estaba muy concurrido y animado.
 
En las dos mesas de billar, la de carambola y la de casino, se hacían partidas de cuatro, con numerosa y dicharachera barra. Las mesitas de juego estaban rodeadas de aficionados al truco, al mus y al siete y medio, sin que en un extremo del salón faltaran los infalibles franceses, con el vicecónsul Petitjean a la cabeza, engolfados en su sempiterna partida de «manille».
 
El grupo más interesante era, en la primera mesita del salón, frente a la puerta de la sala de billares, el que formaban el intendente Luna, presidente del Concejo, varios concejales y el diputado Cisneros, de visita en Pago Chico para preparar las susodichas elecciones. Entregábanse a un animado truco de seis, conversadísimo, cuyos lances eran a cada paso motivo de griterías, risotadas, palabrotas con pretensiones de chistes y vivos comentarios de los mirones que, en círculo alrededor, trataban más de hacerse ver por el diputado que de seguir los incidentes de la brava partida.
 
Junto a ellos, sentado en un sillón, con la pierna derecha cruzada sobre la izquierda, acariciándose la bota, abrazándola casi, el comisario Barraba con el chambergo echado sobre las cejas y dejándole en sombra la mitad de la cara achinada, ancha y corta, de ralo y duro bigote negro, hablaba ora con los jugadores, ora con los mirones, lanzando frasecitas cortas y terminantes como cuadra a tan omnímoda autoridad.
 
Descontentos no había en el club más que tres o cuatro: Tortorano, Troncoso y Pedrín Pulci a caza de noticias, cuya tibieza les permitía andar por donde se les diera la real gana.
 
Los tres se hallaban cerca de la mesa del intendente y el diputado, podían oír lo que en ella se decía, y hasta replicar de vez en cuando -aunque con moderación naturalmente-, al comisario Barraba.
 
Alguien habló de las elecciones próximas y de las respectivas probabilidades de cada candidato.
 
-¡Qué eleciones ni que eleciones! -exclamo Tortorano encogiéndose de hombros-. Nosotros nunca hemos tenido eleciones de veras, y no las tendremos jamás!...
 
-La libertad de sufragio... -agregó Troncoso sarcásticamente.
 
Pero el comisario, echando hacia atrás la cabeza, tanto que casi dejaba ver el dedo de frente descubierto entre el chambergo y las cejas, lo interrumpió:
 
-¿Qué dice amigo? ¿Qué no v'haber libertá?
 
-¡Vaya comisario, nunca ha habido! -objetó Tortorano sonriendo.
 
-Sería una novedad muy grande -afirmó Troncoso retorciéndose el bigote con aire convencido.
 
-¡Y s'imagina, entonces, que y o estoy aquí p'a quitarles la libertá a los ciudadanos? ¿Y que yo, comisario, lo h'e permitir?
 
El diputado, el intendente y demás jugadores de la oligárquica mesa, levantaron la vista sorprendidos. El ruido disminuyó de pronto en el salón, como si los concurrentes se quedaran a la espectativa de un acontecimiento trascendental. Pedrín fue acercándose más al comisario...
 
-No digo eso - murmuró Troncoso mirando al suelo y preguntándose interiormente dónde iría a parar el hombre encargado en Pago Chico de asegurar el éxito de una candidatura dada, con exclusión total de la otra.
 
¿Se habría convertido de la noche a la mañana, después de tantas arbitrariedades y persecuciones?
 
-Ya tampoco digo que usted les quite la libertad. ¡No faltaba más!
 
Tortorano se encogió de hombros otra vez y se puso a armar un cigarrillo negro. Troncoso miró al comisario para ver si hablaba de veras. Pedrín, aunque no tuviera nada de cándido, intervino con una ingenuidad:
 
-Me alegro mucho de haberl'óido -dijo-. Yo ya estaba por no ir a las eleciones. Pero desde que usté garante la libertá...
 
- ¡La garanto, canejo! ¡Ya lo creo que la garanto!
 
El diputado Cisneros se incorporó en su silla, casi resuelto a llamar al orden al extraviado y demagogo funcionario policial. Las demás autoridades estaban, al oír semejantes despropósitos, que no sabían lo que les pasaba.
 
-Pues si es así... -prosiguió Pedrín-, lo que es yo, el domingo no faltaré en el atrio p'a votar por don Vicente.
 
Pero no había acabado de decirlo cuando el comisario estaba ya parado, de un salto tan violento y repentino que ni siquiera le dio tiempo para soltarse la bota. Y así en un pie:
 
-¡Pare la trilla que una yegua si ha mancau! -gritó- ¿Qué es lo que dice, amiguito?
 
-Que ya que usté garante l'eleción v'y a sufragar por los cívicos... nada más.
 
-¡Dios lo libre y lo guarde! ¡Cómo de orinarse en la cama!
 
-¿Pero no dice que habrá libertá de votar?
 
-Sí, para todos; pero libertá, libertá de votar por el candidato del gobierno!...
 
Un gran suspiro de satisfacción compuesto de seis suspiros particulares se exhaló del truco oficial.
 
Y el ruido volvió entonces, más alegre y estrepitoso que nunca...
 
 
<center>[[Imagen:Fin1.jpg]]</center>