Diferencia entre revisiones de «Pago Chico»

Contenido eliminado Contenido añadido
Lingrey (Discusión | contribs.)
New page: Pago Chico de Roberto Payró {{enobras|LinG}} == Capítulo I == <center> '''La escena y los actores''' </center> Fortín en tiempo de la guerra de indios, Pago Chico había ido...
 
Lingrey (Discusión | contribs.)
Línea 880:
 
Se fue a ver a su novia.
 
 
 
== Capítulo VI ==
 
<center>'''Ladrillo de maquina'''</center>
 
 
 
La llamada «crisis de progreso» llegó hasta Pago Chico, provocando una especulación en tierras, bastante grande en relación a la importancia del pueblo.
 
La villa, hoy con honores nominales de «ciudad», cambió rápidamente de aspecto; pero la liquidación final de la aventura dejó a la mitad de los habitantes en la calle, cuando, después del 89, los pesos comenzaron a andar a caballo o a esconderse como los peludos.
 
Pero antes de esta semicatástrofe, no pasaba domingo ni día de fiesta sin diez o doce remates de sola. res, quintas y chacras, y un terreno cualquiera solía tener en un solo mes cuatro o cinco propietarios sucesivos, dejando apreciable ganancia a todos los vendedores.
 
Como consecuencia de esta embriaguez por el juego mal disimulado y de la intermitente abundancia de dinero, cundía la edificación, no quedaba prójimo sin amontonar ladrillos, levantábanse barrios enteros, y los albañiles acudían de todas partes al olor del trabajo bien remunerado.
 
Las «autoridades» de Pago Chico habían formado, naturalmente, sociedad para la compra-venta de tierras, la adquisición por testaferros de «sobrantes» municipales, tramitación y logro de «indemnizaciones» por solares no ubicados, y otras operaciones no menos honestas y lucrativas.
 
Estos negocios necesitan una rápida explicación, aunque no afecten al fondo de la verídica historia que narramos.
 
Ya se ha visto que el plano del pueblo estaba topográficamente muy mal aplicado y tanto que en medio de las manzanas, entre solar y solar, quedaba a veces una fracción de terreno sin dueño: esta fracción era el «sobrante».
 
Como es muy de temer que esta explicación no se entienda, apelamos a las rayas. Toda manzana pagochiquense era un cuadrilátero de ciento cincuenta varas de lado, dividido cada uno en cuatro solares de treinta y siete y inedia varas de frente por setenta y cinco de fondo, así:
 
A 371/2 371/2 371/2 371/2 B=150 varas.
 
Pero cuando, por mala demarcación, la línea resultaba de más de 150 varas -equivocados al situarse los puntos A y B-, era forzoso que entre un solar y otro solar quedara una diferencia, posiblemente ubicable en cualquier punto, pero ubicada siempre (por un resto de pudor administrativo) entre solar y solar.
 
A 371/2 371/2 371/2 371/2 B=165 varas.
 
Las quince varas de diferencia -sobrante- eran adjudicadas al precio primitivo de los solares, diez veces inferior al corriente -a la persona que hacía la denuncia. Como ésta era siempre un hombre de influencia, el sobrante se ubicaba donde más daño hacía, es decir, entre las dos propiedades más valiosas, siempre que no fueran de otro influyente... Para no destrozar sus edificios, las víctimas pagaban a peso de oro, un terreno que había pagado ya, pero cuyo exceso de superficie no ignoraban probablemente: a un engaño hay otro engaño, a un pícaro, otro mayor, como afirma el proverbio.
 
Este error topográfico, provocaba el inverso, que otra línea explicará sin más vueltas:
 
A 371/2 371/2 371/2 371/2 B=150 varas.
 
En la «cuadra» faltaba un solar, aunque existiera o pudiese forjarse un título de propiedad. El dueño del título sin terreno, reclamaba (naturalmente si era situacionista por que la reclamación no «cuajaba» de otro modo) y como no era posible estirar la cuadra ni hacer parir las vacas, indemnizábasele con otro lote municipal, diez o veinte veces más valioso, en cualquier otra parte, y tanto mejor ubicado cuanto mayor era la influencia del reclamante. ¡Estancias se obtuvieron por este sistema! y si Ferreiro llegó a diputado fue sólo a costa de muchos sobrantes y muchas indemnizaciones que supo aprovechar para sí, indicar a otros o repartir entre los «personajes» que le interesaban o podían serle útiles al día siguiente, y esto fuera de las suculentas «comisiones» con que sabía untar la mano de los empleados municipales, de intendente abajo. Como que hasta don Máximo recibía infaliblemente su propina.
 
Esto hubiera bastado a cualquier gobierno aprovechador.
 
Pero, deseosos de ensanchar su campo de acción, los señores del pueblo resolvieron un buen día dedicarse también a la industria y establecer una fábrica de «ladrillo de máquina» que había de darles resultados. Asistimos a la reunión en que quedaron sentadas las bases de la empresa.
 
Celébrase ésta en casa del juez de Paz don Pedro Machado, con asistencia del intendente Municipal don Domingo Luna, del comisario Barraba, del doctor Carbonero y del famoso escribano Ferreiro, cuyas fechorías habían de conducirlo más tarde a ser todo un personaje provincial y hasta nacional, como veremos más adelante, porque es cierto aquello de que «todo andará bien si el palito no se quiebra».
 
Es de noche.
 
Una chinita desarrapada ceba y acarrea el mate amargo, y en la mesa del comedor, como adorno característico se alza un porrón de ginebra rodeado de copas.
 
-Machado, masticando el pucho de cigarro negro, expone con vehemencia lo lucrativo que a su parecer resultará el negocio, las ventajas que reportará a los asociados, las grandes cantidades de ladrillos que se podrá producir y vender...
 
-Nos ganaríamos una punt'e pesos; pero hay och' hornos en el pueblo y nos van a hacer la competencia... Para hacernos la guerra son capaces de vender perdiendo, y nosotros también tendremos que perder. Nos sacarían la chicha y eso no nos hace cuenta...
 
Largo rato se debatió la cuestión, entroles miedo a los presuntos fabricantes, y ya iban a abandonar la empresa por demasiado aleatoria, cuando el escribano ladino, que había estado meditando sin tomar parte en la discusión, electrizó de nuevo a sus socios y discípulos de siempre con una idea genial que cortaba el nudo gordiano:
 
-¿Cuánto tiempo tardará en instalarse completamente la fábrica y poder trabajar? -preguntó don Domingo Luna, al más interiorizado en el asunto.
 
-Seis meses.
 
-¿Y para que venga la maquinaria de Europa?
 
-Mes y medio, cuando mucho, si la pedimos por telégrafo.
 
-Entonces... entonces ¡hay que prohibir la edificación por un año!...
 
Todos se levantaron como movidos por un resorte, lanzando suspiros y exclamaciones de satisfacción. A nadie se le ocurrió objetar aquello podía ser arbitrario: ninguno de ellos gobernaba con semejantes escrúpulos. Barraba palmoteó a Ferreiro en el hombro. Machado se echó al coleto, con los ojos brillantes de codicia, una copa de ginebra; el doctor Carbonero se restregó las manos, alzando y levantando la cabeza sonriente, y don Domingo hizo un movimiento tan brusco e intempestivo que derramó el mate sobre los guiñapos de la china cebadora.
 
El plan de Ferreiro era muy sencillo:
 
Como la delineación del pueblo había sido pésima desde un principio, y como los improvisados «ingenieros» -ni agrimensores siquiera-, municipales habían hecho las calles en forma de dientes de sierra, como si sólo trabajaran beodos, nada más natural que presentar al concejo y hacerle aprobar una ordenanza prohibiendo la edificación mientras no se trazara el nuevo, definitivo y esta vez matemático plano de la futura ciudad.
 
Entre tanto, podría instalarse tranquilamente la fábrica; los horneros, presuntos competidores, «reventarían» por falta de trabajo, y ya libres de temores y al abrigo de toda contingencia, comenzarían a producir «ladrillo de máquina», iniciando la «era del ladrillo de máquina» demarcadora de un nuevo y colosal progreso pagochiquense.
 
Y así se hizo, como se dijo.
 
Los harneros fueron emigrando poco a poco; la maquinaria llegó; la fabricación iniciose con un resultado desastroso, porque nadie entendía aquellos complicados aparatos tragadores de barro, estiércol y paja; (la casa europea había aprovechado la coyuntura para deshacerse de un viejo «clavo» únicamente bueno para Sud América u otro país bárbaro); gritó La Pampa; comentó el pueblo aquel escándalo, y protestó de él enviando anónimos al gobernador y a los periódicos de la capital... Y cuando, después de encontrar obreros diestros en Buenos Aires, comenzaron a levantarse altas pirámides de ladrillos tersos y rojos, como diciendo «compradme» Ferreiro se encaró cierto día con el «digno y progresista intendente de Pago Chico», según El Justiciero.
 
-¡Hombre, don Domingo! Se me acaba de ocurrir una cosa!
 
-¡Vamos a ver qué se le ocurre! -exclamó Luna-, Estoy a su servicio.
 
-Que usted me podría comprar las acciones de la fábrica de ladrillos.
 
-¡Qué! ¿Ya no le gusta el negocio?
 
-¡Al contrario! ¡Me gusta de alma! Pero ando un poco necesitado de plata para completar lo que me cuesta una chacrita que acabo de comprar, y naturalmente, no voy a vender las acciones a algún extraño que vaya a meter las narices en nuestros asuntos!...
 
-¡Pues, natural! ¿Y, cuánto quiere?
 
-Entre nosotros no podemos ser exigentes, ni pensar en ganancias. Se las doy por lo que me costaron.
 
-¡Arreglao! -exclamó el otro muy satisfecho.
 
Cobró el uno, pagó el otro, y el escribano quedó fuera de la sociedad anónima de los ladrillos de máquina.
 
Véase ahora la tontería de Ferreiro:
 
Un mes más tarde producíase la catástrofe financiera en que hasta los obreros desaparecieron del país, porque el metal valía cuatro veces más que su valor fiduciario, y don Domingo Luna, echo un puerco espín, exclamaba.
 
-¡A este Ferreiro no hay por dónde agarrarlo! ¡Mi ha fregao lindo!... Y decir que p'a esto largué la ordenanza de la prohibición que inventó el muy canalla, aguantando los chaguarazos de los diarios, y todo! ¡Pucha con el hombre!... ¡Si quisiera ser mi socio, pero no a mañas libres, sino derecho viejo! ¡La pucha con el platal que debemos hacer!...
 
Una vez se atrevió a increpar al escribano, quien, sonriéndose, le dijo:
 
-Mire, viejo: yo no he perdido un real en esta crisis. Al contrario, estoy más rico que antes. Y ¿sabe por qué?... Porque en la especulación es como en el juego de la brasa: el que se queda con ella, al último, es el que se quema, como el último mono es el que se ahoga.
 
-Pero, yo soy su amigo, don...
 
-En la especulación, lo mismo que en el juego, no hay amigos, sino enemigos. Pero, pierda cuidado: la bromita le cuesta muy poco, al fin y al cabo, y aquí estoy para hacer que se desquite. Compre certificados del Banco de la Provincia: yo sé lo que le digo. Dentro de pocos meses habrá duplicado o triplicado el capital.
 
Y fue, en efecto, un gran negocio para don Domingo, quien perdonó gustoso en vista de ello que lo hubieran hecho comulgar con los malhadados ladrillos de máquina...
 
 
 
 
== Capítulo VII ==
 
<center>'''Beneficencia pagochiquense'''</center>
 
 
 
De las sociedades de beneficencia formadas por señoras que había en Pago Chico, la más reciente era la de las «Hermanas de los Pobres», fundada bajo los auspicios de la augusta y respetable logia «Hijos de Hirám» que le prestaba toda su cooperación. La primera en fecha era la sociedad «Damas de Benefícencia», naturalmente ultra católica y archiaristocrática, como se puede -¡y vaya si se puede!- serlo en Pago Chico.
 
Las «Hermanas de los Pobres» se instituyeron «para llenar un vacío» según dijo La Pampa, y la verdad es que en un principio hicieron gran acopio de ropas y artículos de utilidad, cuyo reparto se practicó no sin acierto entre pobres de veras sin distinción de nacionalidades, religiones ni otras pequeñeces. Distribuían también un poco de dinero, prefiriendo, sin embargo, socorrer a los indigentes con alimentos y objetos dándoles vales para carnicerías, lecherías, panaderías, boticas, todas de masones comprometidos a hacer una importante rebaja. La sociedad prosperó con gran detrimento de la otra, que ni tenía su actividad ni usaba de los mismos medios de acción, ni aprovechaba útilmente sus recursos. Se hablaba muy mal de esta última. «Las Damas de Beneficencia» no servían ni para Dios ni para el Diablo según la opinión general. Es decir, esa opinión estaba conteste en que servía, pero no a las viudas, ni a los huérfanos, ni a los pobres, ni a los inválidos y enfermos, sino a su digna presidenta misia Gertrudis, la esposa del tesorero municipal, quien hallaba medio de ayudarse a sí misma, no ayudando a los demás, con los recursos que le llovían de todas partes. Pero, eso sí, la contabilidad de la asociación era llevada «secundum arte», limpia y con buena letra, como que de ello cuidaba el mismo tesorero, esposo fiel y servicial.
 
Tendrían o no tendrían razón de ser las hablillas circulantes, viviría o no viviría misia Gertrudis de lo que se daba -con bastante generosidad- para los pobres; esquilmaría o no esquilmaría el óbolo común; el hecho es que estrenaba anualmente dos o tres vestidos de seda que hacían poner rojas y verdes y amarillas de envidia a la comisaria, a la valuadora, a la misma intendenta; que de cuando en cuando compraba un nuevo solarcito en las afueras del pueblo; que en su casa no faltaba nunca una copa de oporto de regular arriba, para obsequiar las visitas de cierta distinción, y que no se comía mal ni mucho menos en los almuerzos que ella y el tesorero daban a sus amigos, enemigos más bien.
 
Porque si no nos equivocamos, en todo el pueblo no había una persona que no hablara pestes de la tesoreril pareja, hasta entre las que más la festejaban. Claro está, entonces, que «la calumnia fue creciendo, fue creciendo» y no tardó mucho en llegar a los propios oídos de la mismísima misia Gertrudis, en alas de la voz pública representada esta vez por una vieja pagochiquense, infatigable en la tarea de llevar y traer chismes y habladurías. Doña Dolores, digna esposa del escribano Martín Martínez y enemiga a muerte de misia Gertrudis, la despellejaba implacablemente, pero fingía ser su amiga, y hasta puede que lo fuera en el instante en que conversaba con ella.
 
Un día, pues, no resistió el deseo imperioso de contar a la interesada cuanto se decía en el pueblo, unas veces en voz baja, otras veces a gritos.
 
-Usted que es una señora decente, esposa nada menos que del tesorero municipal, no debe dejar que hablen esas cosas de usted, y darles una lección.
 
Misia Gertrudis la escuchaba furiosa, no interrumpiéndola sino con dicterios dirigidos indistintamente a todos los notables de Pago Chico. La presidenta no dejó de rabiar desde entonces. Loca de ira y de indignación llegó hasta jurar que presentaría su renuncia -cuya sola enunciación la hacía estremecer- y declaraba a voz en cuello que lo único que no podía soportar era la ingratitud, la injusticia de que se la hacía víctima inmaculada y dolorosa.
 
-¡Calumniarme a mí, a mí!... ¡A ver si hay una sola de esas hijas de una... tal por cual, que sea capaz de «alministrar» tan bien como yo! ¡Que vengan, que vengan a examinar mis libros!...
 
Y ostentaba los modelos de caligrafía pacientemente ejecutados por su marido; pero allá en el fondo, su conciencia hacía un balance que nunca se habría atrevido a presentar, ni a esas ni a otras damas cualesquiera, y le imponía la visión, como implacable libro diario, de los kilos de carne, de yerba, de azúcar, de arroz, de fideos y los litros de leche, de vino, de aguardiente, de aceite de petróleo que debía a los pobres. E imaginábase que entre ellos se arguía la figura odiosa y acusadora de su colega la presidenta de las «Hermanas de los Pobres», esa «masona» que solamente por vil espíritu sectario, por hacer daño a la iglesia y a los católicos y a Dios mismo, llevaba sus libros peor escritos sí, pero con arreglo a la verdad.
 
Una mañana míster Kitcher, el acopiador de frutos del país, un inglés que nunca se ocupó de saber lo que ocurría en el pueblo, le envió un donativo de bastante importancia para el objeto, sin sospechar que aquel dinero pudiera extraviarse antes de llegar a su verdadero destino.
 
Misia Gertrudis había notado aquel día, no sin pena, que el bolsón de terciopelo cerrado por un cordón de seda, en que guardaba «aparte» el dinero de los pobres, estaba completamente vacío, sin el más mínimo resto de limosna. Es de imaginar, pues, con cuánta satisfacción recibió la de míster Kitcher, y el buen humor con que se hubiera puesto a coser la bata -que proyectaba lucir en la próxima función que a beneficio de la sociedad iba a dar en el circo la compañía acrobática, del celebérrimo Tomate IV- si se hubiera podido apartar de la imaginación el recuerdo de las comprometedoras hablillas y el encono cada vez mayor que sentía hacia las «Hermanas de los Pobres», sobre quienes hacía llover las maldiciones de más grueso calibre. Así es que apenas se sentó y sin advertirlo, se puso a murmurar dicterios enardeciéndose cada vez con el propio rumor y la propia ponzoña de sus rezongos.
 
-Aquí le manda esto el sastre -díjole la chinita Liberata, cuando apenas había dado dos puntadas.
 
Era la cuenta de una compostura de ropa de su marido y del arreglo de la levita negra para el «Te Deum» del nueve.
 
-A ver, dame... ¡Ah, sí, ya sé! -exclamó misia Gertrudis, tomando el papel qué Liberata le presentaba y devolviéndoselo acto continuo-. Decile que vuelva el sábado... Ahora estoy muy ocupada.
 
Pero en ese instante recordó la ofrenda de míster Kitcher, cuyo dinero tenía aún en el bolsillo, e iluminada por súbita inspiración -¡lo que puede la costumbre!- bolsiquió por la manera, asió el bolsón de terciopelo, e inmovilizó a la chinita que ya iba a salir, gritándole:
 
-Esperate.
 
Muy grave, con una gravedad que imponía como siempre, respeto, añadió:
 
-No le digas nada. Tomá...
 
Y sacando los cuatro pesos que importaba la cuenta, los dio a Liberata que corrió a entregárselos al cobrador del sastre, mientras la señora, reanudando el hilo de sus pensamientos y el curso de sus imprecaciones murmuraba indignadísima entre dientes:
 
-¡Pícaras! ¡Sinvergüenzas! Sospechar de que robo, yo, yo! Quisieran que estuvieran un momento en mi lugar, para ver las cochinadas que harían...
 
Pero se arrepintió de haber invocado tan peligrosos testigos, y paseando la mirada recelosa por el cuarto, tanteose el vestido, a ver si el bolsón de terciopelo continuaba en su sitio para seguir socorriendo a los pobres acreedores.
 
 
 
== Capítulo VIII ==
 
<center>'''Poncho de verano'''</center>
 
 
 
Desde meses atrás no se hablaba en Pago Chico sino de los robos de hacienda, las cuatrerías más o menos importantes, desde un animalito hasta un rodeo entero, de que eran víctima todos los criadores del partido, salvo, naturalmente, los que formaban parte del gobierno de la comuna, los bien colocados en la política oficial, y los secuaces más en evidencia de unos y otros.
 
La célebre botica de Silvestre era, como es lógico, centro obligado de todo el comentario, ardoroso e indignado si los hay, pues ya no se trataba únicamente de principios patrióticos: entraba en juego y de mala manera, el bolsillo de cada cual.
 
Por la tarde y por la noche toda la «oposición» desfilaba frente a los globos de colores del escaparate y de la reluciente balanza del mostrador, para ir a la trastienda para echar un cuarto a espadas con el fogoso farmacéutico, acerca de los sucesos del día.
 
-A don Melitón le robaron anoche, de junto a las mismas casas, un padrillo fino, cortando tres alambrados.
 
-A Méndez le llevaron un puntita de cincuenta ovejas lincoln.
 
-Fernández se encontró esta mañana con quince novillos menos, en la tropa que estaba preparando.
 
-El comisario Barraba salió de madrugada con dos vigilantes y el cabo, a hacer una recorrida...
 
Aquí estallaban risas sofocadas, expresivos encogimientos de hombros, guiños maliciosos y acusadores.
 
-El mismo ha'e ser el jefe de la cuadrilla -murmuraba Silvestre, afectando frialdad.
 
-¡Hum! -apoyaba Viera, el director de «La Pampa», meneando la cabeza con desaliento-. Cosas peores se han visto, y él no es muy trigo limpio que digamos...
 
-¡Él! -gritaba don Ignacio, caudillo opositor... todavía-. Es un peine que ni caspa deja. ¡Y cómo está pelechando el hombre! No hace mucho se compró la casa en que vive; aura ha alquirido una quinta junto al arroyo... ¿De ande saca p'a tanta misa? Negocios no se le conocen, la suvención de la municipalidá no es cosa, y los cinco o seis vigilantes que se come y no aparecen más que en las planillas, no dan p'a esos milagros... ¡Él ha de mojar no más en los a-bi-ge-á-tos!
 
Los otros grupos de independientes y opositores, explanaban el mismo tema y compartían la misma opinión: el gran cuatrero, pudiera o no pudiera probársele, era indudablemente el comisario Barraba, quién sabe si con la complicidad de otros funcionarios, pero, en cualquier caso, con su tolerancia... 'La corrupción del poder -como decía «La Pampa» es tan contagiosa, que cuando invade a un cuerpo, no deja un solo miembro libre, y luego sigue transmitiéndose alrededor, de tal manera, que todos vienen a quedar infestados, si se descuidan».
 
-Así te diera yo a vos alguna coima, y veríamos -refunfuñaba el señor comisario, para sus grandes bigotes.
 
Entretanto, el escándalo y la indignación pública iban subiendo de punto. Ya no era únicamente «La Pampa» la que revelaba y consideraba los robos de hacienda, pintando a Pago Chico como una cueva de ladrones; los periódicos de la capital, informados por parte interesada, comenzaron también a poner el grito en el cielo, espantados de que tales cosas ocurrieran en «la primera provincia argentina», mientras el gobierno, llamado a velar por los intereses generales, se hacía el sueco al clamor creciente de los despojados, convirtiéndose en encubridor y fomentador de bandoleros.
 
Aunque la superioridad continuara sin inmutarse, sorda como una tapia y muda como una piedra, Barraba comenzó a sentir sus recelos...
 
-¡Hay que hacer algo! -se decía, multiplicando sus inútiles salidas en persecución de cuatreros y vagabundos, incomodado por las irónicas sonrisas y los ademanes burlescos con que ya se le atrevían los vecinos al verlo pasar...
 
-Si -peroraba don Ignacio una noche en la botica-, cuatrero es cualquiera, cuatreros somos todos, ¿cómo lo h'e negar? Los mismos piones que tengo, mañana s'irán y me robarán hacienda; pero mientras estén en mi casa no, porque les parecería demasiado ruindá. El vecino roba al vecino en cuantito se mesturan los animales, o a gatas tienen ocasión. Roba el que pasa sin mal'intención por su campo, si tiene hambre y está solo y le da gana de comerse una lengua'e vaca o un lindo asau de cordero... Le roba el paisano haragán que vive «con permiso» en el ranchujo que alza en un rincón de su campo, y que con cuatro o cinco vacas tiene carne toda la vida, y con una majadita de cuarenta o cincuenta ovejas vende casi más lana y más cueros que usté... ¿Y sabe p'a qué tiene animales? ¡Bah! ¡si le dan trabajo!... ¡tiene p'al derecho a la marca y las señales [81] con que se apropea de todo lo orejano que le cai cerca!... Le roba el alcalde, que ya comienza a ser autoridá, y no tiene miedo que lo castiguen... Y por lo consiguiente, las demás autoridades...
 
-¡Pero esto es Sierra Morena! -clamó el doctor Pérez y Cucto, exagerando aún su acento español-. Y el gobierno de la provincia debería...
 
-Ya l'he dicho -interrumpió don Ignacio-, que el gobierno no tiene coluna más fuerte que el cuatrero, ya sea de profesión, ya por pura bolada de aficionau. Los cuatreros son sus primeros partidarios; ésos son los que eligen los electores, los diputados, los municipales; ésos son los que sostienen, junto con los vigilantes, a la autoridá del pago, y de áhi el mismo gobierno. Y p'a pagarles, el gobierno los deja vivir ¡es natural! En tiempo de elección les hace dar plata, pero como no puede estar dándoles el año entero, los contempla cuando comienzan a robar otra vez...
 
Todos apoyaron. El doctor Pérez y Cueto se había quedado meditabundo. De pronto alzó la cabeza y dijo con énfasis, recalcando mucho las palabras:
 
-Esa especie de connaturalización con el cuatrerismo, que lo convierte casi en una tendencia espontánea y general, debe tener y tiene sin duda su explicación sociológica. Pero ¿cuál? ¿Será el atavismo? ¿Se tratará en este caso de una reaparición, modificada ya, de los hábitos de los conquistadores y primeros pobladores, acostumbrados a considerar suyo cuanto les rodeaba, por el derecho de las armas y hasta por derecho divino?... La herencia moral de este país, no es, indudablemente, ni el respeto a la propiedad ni el amor al trabajo...
 
Profundo silencio acogió estas palabras que nadie había comprendido bien, y el doctor Pérez y Cueto dio las buenas noches y salió, para correr a repetírselas a Viera, deseoso de que no se perdiesen...
 
Poco después entró en la trastienda Tortorano, el talabartero, restregándose las manos y riendo, como portador de una noticia chistosa.
 
-¿Qué hay? ¿Qué hay? -le preguntaron en coro.
 
-¡Barraba ha salido con una partida, a recorrer!... -exclamó Tortorano-. Y hace un rato gritaba en la confitería de Cármine que de esta hecha no vuelve sin un cuatrero, ¡muerto o vivo!...
 
Todos se echaron a reír a carcajadas, festejando con chistes, dicharachos y palabrotas la declaración del comisario...
 
Y sin embargo, éste supo cumplir su palabra...
 
Cuando ya regresaba, al amanecer, con las manos vacías -¿y a quién tomar, en efecto, si no se tomaba a sí mismo?- después de haber pernoctado en una estancia lejana, Barraba vio un hombre que se movía a pie, en el campo, cargado con un bulto voluminoso y lejos de toda habitación. El individuo iba hundiéndose en la niebla, todavía espesa, de una hondonada, junto al arroyo medio oculto por las grandes matas de cortadera. Barraba, entrando en sospechas, espoleó el caballo para reunírsele. ¡Su buena estrella!...
 
Cuando lo alcanzó no pudo ni quiso retener un sonoro terno, mitad de cólera, mitad de alegría:
 
-¡Ah, ca... nejo! ¡Al fin cáiste!...
 
El hombre iba cargado con un hermoso costillar bien gordo y un cuero de vaca recién desollado: iba sin duda a esconderlo en alguna cueva de las barrancas del arroyo, pues, ya de día claro, no era prudente andar con aquella carga, a vista y paciencia de quien acertara a pasar por allí... Al oír el vozarrón del comisario que se le echaba encima a rienda suelta, tiró cuero y costillar y trató de correr a ocultarse entre un alto fachinal que allí cerca entretejía su impenetrable espesura. Pero Barraba, más listo, le cortó el paso con una hábil evolución.
 
-¡Ah, eras vos! -exclamó al ver enfrente a Segundo, pobre paisano viejo, cargado de familia, que se ganaba miserablemente la vida haciendo pequeños trabajos sueltos-. ¿Con qu'eras vos, indino, canalla, hijuna!... ¡Tomá, tomá, sinvergüenza, ladrón, bandido!
 
Y haciendo girar el caballo en estrecho círculo alrededor de Segundo, descargole una lluvia de rebencazos por la cabeza, por la espalda, por el pecho, por la cara... Bañado en sangre, tembloroso y humilde, el otro apenas atinaba a murmurar:
 
-Señor comisario... señor comisario...
 
Los vigilantes se reunieron al turbulento grupo y quisieron «mojar» también, dando algunos lazasos al matrero, tomado infragante. Pero Barraba, celoso de sus funciones de verdugo, los hizo apartar y siguió azotando hasta que se le cansó, «más que la mano el rebenque».
 
Segundo había quedado en tierra, y resollaba fuerte, angustiosamente, pero sin quejarse. Tenía el cuerpo cruzado de rayas rojas en todas direcciones, la mejilla derecha cortada por la lonja, y de las narices le brotaba un caño de sangre...
 
-¡A ver! ¡Llevenló en ancas! Tenemos que llegar temprano p'a darles una buena lección! ¡Lleven el cuero también! -gritó el comisario.
 
Y apretando las piernas a su caballo enardecido por la brega, tomó a todo galope en dirección a Pago Chico, que no estaba lejos ya.
 
Segundo, bamboleándose en la grupa del caballo de un vigilante, con una nube en los ojos, la cabeza trastornada y los miembros molidos, balbucía:
 
-¡Por la virgen santa!... ¡Por la virgen santa!
 
El agente, fastidiado por aquella dolorosa y continua letanía, volviose por fin colérico:
 
-¿De qué te quejás? ¡Tenés lo que merecés y nada más! ¿A qué andás robando animales?...
 
Segundo hizo un esfuerzo:
 
-¡Era la primera vez -murmuró-, la primera! Encontré esa vaquillona muerta... Mandinga me tentó... la «cuerié»... Pero es la primera vez, por estas... -y poniendo las manos en cruz, se las besaba...
 
-¡Ya t'entenderás con el juez!... ¡Lo qu'es a mí, maní...! ¡No me vengás con agachadas, ché!
 
El sol comenzaba materialmente a rajar la tierra cuando llegaron a la comisaría, bañados en sudor hombres y caballos. La naturaleza entera parecía jadear bajo los rayos de plomo y el viento del norte, cargado de arena quemaba como el hálito de la boca de un horno. Las hojas de los árboles, achicharradas, crujían al agitarse, como pedazos de papel. Pago Chico entero estaba metido en su casa. El comisario, en la oficina, se refrescaba con una pantalla, en mangas de camisa, tomando mate amargo que asentaba con un traguito de ginebra, «p'al calor». Había llegado mucho antes que su escolta, montada en inservibles matungos patrias, más inservibles aún con aquella temperatura tórrida.
 
-¡Ahí está el preso! -le anunció el asistente, cuadrándosele.
 
-¡Bueno! ¡Que le pongan el cuero de poncho, y lo hagan pasear por la plaza hasta nueva orden -gritó Barraba.
 
La plaza era, como es sabido, un inmenso terreno de dos manzanas, sin un árbol, sin una planta, sin una matita de pasto, en que el sol derramaba torrentes de fuego, como si quisiera convertir en ladrillo aquella tierra plana e igual, desolada y estéril.
 
El comisario salió en mangas de camisa, con el mate en la mano, a presenciar el cumplimiento de su orden.
 
El cuero, fresco y blando, fue desdoblado; con un cuchillo hízosele en el centro un tajo de unos treinta y cinco centímetros de largo... Segundo fue conducido al patio, donde se ejecutaba esta operación; casi no podía tenerse en pie... Lo obligaron a meter la cabeza por el boquete del cuero, y uno de los agentes alisó con cuidado los pliegues, ajustándolos al cuerpo.
 
-¡Lindo poncho fresco... de verano! -exclamó Barraba, chanceándose alegre y amablemente.
 
Los que estaban en el patio -y sobre todo el escribiente Benito, aquel que «era más bruto que un par de botas»- festejaron el chiste del superior, riendo con más o menos estrépito... según la jerarquía.
 
Segundo callaba, sin darse cuenta aún de lo que iba a suceder. Por delante y por detrás, el improvisado poncho llegábale a los pies; a ambos lados, partiendo de los hombros, se abría como una especie de esclavina.
 
-¡Bueno, marche! -mandó el comisario-. ¡Y con centinela a la vista! ¡Que no se pare; y si se para, dele lazaso no más!
 
El viejo salió tropezando, seguido por un vigilante. Cruzaron la calle, entraron en la plaza y comenzó el paseo... En los primeros momentos, las cosas no anduvieron demasiado mal. Uno que otro vecino, asomado por casualidad, y viendo el insólito aspecto del hombre vestido con tan extraño poncho, se apresuró a inquirir de qué se trataba. La noticia cundió. Entreabriéronse puertas y ventanas, dejáronse ver cabezas de hombres, mujeres y niños; un rato después comenzaron a formarse grupos en las aceras con sombra, y a volar comentarios de unos a otros:
 
-Es Segundo.
 
-¡Pobre! ¿Y qué ha hecho?
 
-Parece que lo han pillau robando animales...
 
-¿Él? ¡Bah! ¡No es capaz!
 
-¡Un viejo infeliz!
 
-¡Qué quiere, amigo! ¡La soga se corta por lo más delgao!
 
Pago Chico entero no tardó en hallarse reunido alrededor de la plaza, y el gentío era aún más numeroso que el día de la fracasada ascensión del globo acrostático. No quedó un perro en su casa, y en el ámbito asoleado zurrií un zumbido de colmena.
 
El paseo de Segundo continuaba hacía ya una hora. El desdichado intentó detenerse una o dos veces, pero el activo rebenque hizo desvanecer sus ilusiones de descanso... El sudor corría por su rostro, mezclado con la sangre coagulada que disolvía, flaqueábanle las piernas, y comenzaba a ¡sentirse estrecho en el poncho de cuero, poco antes tan holgado. Éste, en efecto, secándose rápidamente con el sol -harto rápidamente, pues para ello se había cuidado de poner el pelo hacia adentro-, iba poco a poco oprimiéndolo por todas partes, como un ajustado «retobo», hasta obligarlo a acortar el paso. Y su interminable viaje seguía, en medio de aquella atmósfera de fuego, bajo las miradas de la multitud, que empezaba a indignarse y a dejar oír murmullos irritados... Ya se habían relevado tres agentes, muertos de calor, pero la marcha continuaba, implacable, y el poncho seguía estrechándose, estrechándose, impidiendo todo movimiento que no fuese el cada vez más corto de los pies del triste torturado, haciéndole crujir los huesos.
 
-¡Basta! ¡Basta! -gritaron algunas voces.
 
-¡Basta! ¡Basta! -repetían algunas otras de vez en cuando.
 
El gentío, sobrecogido, olvidaba el calor. Segundo había pedido agua muchas veces, con voz apagada y balbuciente de moribundo. Un vecino, más caritativo y menos temeroso que los demás, le dio de beber. Al relevarse el centinela, el comisario ordenó al que iba a hacer la nueva guardia:
 
-¡Que nadie se acerque al preso!
 
Al martirio del cuero que ya amenazaba descoyuntarlo, agregose entonces la tortura de la sed...
 
Varias personas caracterizadas se presentaron a Barraba, pidiéndole que hiciera cesar el suplicio. Barraba se echó a reír.
 
-¿De qué se queja? Tiene poncho fresco... de verano!... ¡Dejen, que así aprenderá a carnear ajeno!...
 
-Pero, señor comisario... -le suplicaron.
 
-¡Bueno! ¿Y áura salimos con esas?... ¿Y no andan ustedes mismos diciendo que hay que darles un «castigo ejemplar» a los cuatreros?...
 
-Segundo es un infeliz, y...
 
-¡No hay infeliz que valga!
 
-¡Y creemos que el juez!...
 
-¡Basta! ¡Callensé la boca! ¡Aquí mando yo, caray! ¿Por quién me han tomau, y qué se piensan?...
 
Cuando los postulantes salieron, Segundo rodaba desmayado entre el polvo, tieso como un tronco seco, rígido, aprensado en los tenaces y rudos pliegues rectos del cuero, que le penetraba en las carnes. Había soportado el atroz suplicio sin lanzar un ay, mientras tuvo fuerzas para mantenerse en pie...
 
Hubo que sacarle el poncho cortándolo con cuchillo. De la plaza se le llevó casi agonizante al hospital.
 
Barraba reía con los suyos en la oficina:
 
-¡Poncho de verano! ¡Qué gracioso!... Miren que poncho de verano...
 
 
<center> [[Imagen:Separador1.jpg]] </center>
 
 
Párrafo del editorial aparecido al día siguiente en El Justiciero, periódico oficial de Pago Chico.
 
«El comisario Barraba ha satisfecho ampliamente la vindicta pública y merece el aplauso de todas las personas honradas, pues la terrible y merecida lección que acaba de dar a los cuatreros hará que cesen para siempre los robos de hacienda, aunque algunos la tachen de cruel y arbitraria, amigos como son de la impunidad. ¡Siempre que extirpe un vicio vergonzoso y perjudicial, una aparente arbitrariedad es evidente buena acción!»
 
Dos meses después Segundo estaba en Sierra Chica, su familia en la miseria y el señor comisario se compraba otra casa...
 
 
 
== Capítulo IX ==
 
<center>'''Para barrabasadas...'''</center>
 
 
 
¡Cuánta serenata y qué golpear de puertas! Pago Chico está «desatado» y mientras en el club los patricios hacen destapar mucho vino espumante y un poco de champaña, entre risas, dicharachos y brindis, de las trastiendas de los almacenes y de los despachos de bebidas salen cantos broncos y desafinados en que se distingue algún «te l'o detto tante volte»... o acompasadas y estrepitosas vociferaciones de «morra», como martillazos secos, o la algarabía de alguna disputa nacida entre oleadas de carlón.
 
Por las calles vagan grupos de obreros con acordeón y guitarra, y de jóvenes calaveras, al uso pagochiquense, que repican los Hamadores, se cuelgan de las campanillas, hacen ronga-catonga alrededor de algún infeliz que se retira tropezando, medio chispo, y producen tal alboroto que parecen legión cuando son apenas un puñado.
 
Éstos se divierten apedreando las ventanas del Juez de Paz -sabiéndolo, en el Club- guarecidos tras de la tapia de un terreno baldío; aquéllos han atado un tarro de petróleo a la cola del perro de Silvestre, y allá va el pobre animal como una exhalación hasta el confín del pueblo, despertando a las supersticiosas comadres de los ranchos que se santiguan aterradas; los de más allá, inspirados por el hijo de Bermúdez, mozo «diablo» cuya viveza es legendaria, han puesto en práctica la genial idea de descolgar el letrero de Madama Chomblant, la partera -cuadro que representa una mujer de palo, vestida de hojalata, sacando un feto rojo de un rábano recortado en forma de rosa-, y colgarlo en la puerta del cura, que echará pestes sin saber a quién debe tal bromazo.
 
Al Club del Progreso, con motivo de tan magna fiesta, han acudido tirios y troyanos a pesar de las terribles disenciones. Hay armisticio, y el mismo comisario Barraba se ha dignado hacer acto de presencia -muy campechano- y codearse breves momentos con la oposición.
 
El Club está momentáneamente en poder de los opositores. El caso es que las cuestiones políticas le hicieron mucho daño, y la división estuvo a punto de provocar su clausura, porque nadie pagaba la cuota mensual -sobre todo entre los oficialistas, vulgo «carneros»-, y la falta de fondos no ha permitido dar una tertulia, como en años anteriores...
 
Esto no puede impedir, sin embargo, que la gente se divierta.
 
En efecto, apenas dan las doce campanadas, saludadas con sendas copas de vino (muchos no pueden realizar la proeza, por falta de estómago o por falta de cobres), y apenas el licor empieza su marcha ascendente, hacia las alturas del cráneo, Mussio se sienta al piano y la emprende con un vals saltado que pone en movimiento a los más jaranistas y bailarines. No hay mujeres, naturalmente.
 
-¡Pan con pan comida de bobos! -exclama con sarcasmo Viera, el director de «La Pampa».
 
Pero después de un par de brindis suplementarios, él también se enlaza con Silvestre, y es de ver a los dos, dando vueltas vertiginosas y llevándose por delante los muebles enfundados del salón, las sillas, el piano, los consocios mismos.
 
El piano chilla, ladra, maúlla, se queja; saltan como pistoletazos los tapones del vino espumante; un espectador lleva atronadoramente el compás con los pies, el bastón, las patas de la silla, otro tararea el vals a destiempo; el de más allá reclama un poco de silencio para lanzar un brindis de circunstancias; los jugadores de billar se asoman a la puerta que comunica con la sala de juego, risueños y enrojecidos, con el taco en la mano; los mozos y el capataz corren de un lado a otro, y en las ventanas de la calle aparece «vichando» con curiosidad y estupor, algún transeúnte retardado a quien sorprende aquella inusitada barahúnda y que mañana desprestigiará a «todo lo mejor de Pago Chico», entregado así a la más escandalosa y abyecta orgía.
 
El de los brindis llega por fin a hacerse escuchar, y apenas concluye sus votos de prosperidad, dicha y bienandanza con un «año nuevo vida nueva», lleno de modernismo, estalla la más formidable cencerrada que orejas pagochiquenses hayan oído jamás. El orador, mohíno, se desliza hacia el «buffet» para reponerse del mal rato, mientras los demás continúan cacareando, ladrando, maullando, rebuznando o echando los pulmones en alguna otra forma original.
 
En esto, como si la empujara el pampero en persona, ábrese de par en par la puerta del Club y entra desalado el oficial de policía Benito Mendoza, produciendo en los presentes, hasta en los más entusiasmados, la impresión acongojada de que acaba de ocurrir algo muy grave, alguna desgracia, algún cataclismo...
 
Como por encanto reina en el Club entero un silencio pavoroso.
 
-¡Señor comisario! -dice el oficial en voz baja, acercándose a Barraba-: El río Chico está desbordándose y amenaza inundar el pueblo. ¿Qué se hace?
 
Barraba ahoga una interjección de las suyas, parece meditar un segundo, y luego grita, perentoriamente y con voz de trueno, como un general que toma disposiciones en el momento decisivo de la batalla:
 
-¡Arme el piquete! ¡Vaya a paso de trote! ¡Mándeme el caballo! ¡Yo voy en seguida!
 
El silencio se hizo tan solemne y trágico, que todos se volvieron indignados hacia Silvestre que había oído y se sonaba ruidosamente las narices para no estallar en una carcajada.
 
-¡Revolución!
 
-¡Ataque a la comisaría!
 
-¡Invasión!
 
No se escuchaba otra cosa cuando los concurrentes comenzaron a animarse, una vez fuera el misterioso Barraba.
 
El boticario les dio la clave del enigma, pero no consiguió desarrugar los ceños. ¡Una inundación! ¡Canario!...
 
Sólo al día siguiente, cuando se vio que el Chico no salía de madre ni pensaba tal cosa, por la escasez de recursos que lo mantenía sometido a la familia, con agua apenas para regar las quintas de los prohombres oficiales, estalló del uno al otro extremo del Pago la homérica carcajada que Silvestre atajó la noche antes con el pañuelo.
 
El comisario había inaugurado bien el año nuevo, y por eso sigue diciéndose en nuestra tierra:
 
-¡Para barrabasadas, Barraba!...
 
 
 
 
== Capítulo X ==
 
<center>'''Los patos'''</center>
 
 
 
Era la tarde del 31 de diciembre. Ruiz, el tenedor de libros de una importante casa de comercio -aquel españolito capaz y relativamente instruido que acababa de llegar al pueblo, después de una escala en Buenos Aires, provisto de calurosas recomendaciones para su compatriota el doctor don Francisco Pérez y Cueto, que no tardó en procurarle la susodicha ubicación- se hallaba, como de costumbre, en la frecuentada trastienda de la botica de Silvestre, sorbiendo el mate que echaba Rufo, el nunca bien ponderado peón criollo del criollo farmacéutico.
 
Merced a su irresistible don de gentes, el boticario era ya íntimo amigo del tenedor de libros, a quien había enseñado en pocas semanas a tomar mate -como se ha visto-, a jugar al truco y a opinar sobre política, tarea esta última siempre fácil y agradable para un español. El aprendizaje de las otras dos, y sobre todo de la primera, había costado mayor esfuerzo...
 
Ruiz, a pesar de su renegrido bigote, de sus ojos negros y brillantes y de su continente resuelto, no sabía andar a caballo ni conducir un carruaje -observación que no parece venir a cuento, pero que es imprescindible, sin embargo-, de modo que, los domingos, cuando obtenía prestado el tílbury de su patrón, veíase en la obligación de buscar compañero ayudante que lo sacara de posibles apuros. Su primer invitación iba siempre enderezada a Silvestre, cuya obligada respuesta era:
 
-No puedo abandonar la botica, ¡como te suponés!...
 
Porque ya se trataban tú por tú -o tú por vos, para ser más exacto- a pesar de lo reciente de la relación.
 
Y lo curioso es que no pudiendo abandonar la botica, Silvestre andaba siempre merodeando por el barrio, a caza o en difusión de noticias, aunque Rufo no estuviera para cuidarle los potingues... Ante la voluntad negativa, Ruiz, que se pasaba allí las largas horas en que el Mayor, el Diario y la Caja no reclamaban la esgrima de su pluma, permanecía un rato en silencio, o hablando de cosas indiferentes, para terminar insinuando:
 
-¿Rufo, no podría acompañarme?
 
-¡Cómo no! ¡Que vaya no más!
 
Y casi todos los domingos ambos montaban al tílbury, empuñaba las riendas Rufo, y al trote del moro, allá iban los dos por esas calles, dando vueltas, hasta cansarse de mirar muchachas en las puertas, para salir entonces a dar largos paseos por las quintas sin árboles y las chacras sin sembrados.
 
Ahora bien, aquella tarde del 31 de diciembre, y como le consta al lector, terminado el inacabable machaqueo de la pomada mercurial, y el sempiterno lavado de frascos y botellas a gran fuerza de munición, Rufo acarreaba mate a la trastienda, en que Silvestre y Ruiz departían mano a mano.
 
-Mañana es primero de año... ¿qué piensas hacer? -preguntó de pronto el tenedor de libros.
 
-¿Yo?... ¡Ya sabés que no puedo abandonar la botica!...
 
-Pues yo pienso salir de caza, en el tílbury, así como te lo digo.
 
-¿A cazar qué?
 
-¡Patos, hombre, patos! ¿No sería excelente un guisado de patos para festejar el año nuevo?
 
-Sí, pero tenés que ir muy lejos...
 
-¡Quiá!
 
-No hay patos por aquí. Están muy perseguidos, se han puesto matrerazos y no se encuentran mas que en los lagunones del Sauce y muy arriba del río Chico...
 
-¿Que no?... ¡Pues pululan!... Deja que Rufo me acompañe, y en dos o tres horas me comprometo a traerte un par de docenas... ¡Los comeremos mañana mismo!...
 
-¡Qué vas a traer! Si no hay un pato ni p'a un remedio por aquí...
 
Ruiz medio sulfurado, se encaró entonces con Rufo, que entraba llevando el mate:
 
-¿No hemos visto centenares de patos el domingo, cuando salimos en el tílbury?
 
Rufo sonrió con sonrisa indefinible, y contestó muy afirmativo:
 
-Negriaban, sí, señor... Hasta en los charquitos...
 
-¡No puede ser! -exclamó Silvestre, incrédulo; y en seguida apeló a su sistema predilecto-: Te apuesto a que no tráis ni cinco en todo el día.
 
-¡Apostado! ¿Qué jugaremos?
 
-Que si cazás cinco patos, yo pago el vino bueno, los postres y el champán para nosotros y tres amigos más; si no cazás nada o menos de cinco, vos pagás una buena comida en lo de Cármine... ¿Te conviene?
 
-¡Va apostado!
 
Era aún temprano, el pueblo dormía, cantaban los pájaros, y el sol bajo el horizonte iluminaba ya blandamente la tierra, cuando Rufo fue a buscar a Ruiz con el tílbury tirado por el moro.
 
El criollito socarrón iba tan alegre que el látigo chasqueaba en su mano como petardos, a pesar de que el moro llevara un trote bastante ágil en el aire vivo de la mañana.
 
El tenedor de libros estaba vestido y aguardaba ya, armado hasta los dientes, con escopeta de dos cañones, cuchillo de caza, morral, cinturón y cartuchera con más de cien cartuchos cuidadosamente cargados.
 
Salieron y ya a pocas cuadras del pueblo comenzó el tiroteo: -¡Pim, pam; pim, pam!- y el caer de patos era una maravilla. Mansos, mansitos los animales se dejaban acercar bien a tiro, casi sin moverse junto a la misma orilla, y cuando uno quedaba espachurrado y flotando sobre el agua cenagosa de los pantanos, los otros parecían más sorprendidos que espantados por aquel estrépito y aquella matanza, como si nunca se les hubiese hecho un disparo... Después, convencidos de la abierta hostilidad, tendían el vuelo bajito levantando el agua con las patas, como si navegaran a hélice, e iban a detenerse poco más lejos, de tal manera que el tílbury, hábilmente dirigido por Rufo, no tardaba en dejarlos a tiro otra vez...
 
Y ¡pim, pam; pim, pam! la escopeta de Ruiz continuaba el estrago, amenazando dejar sin patos la comarca entera. Uno, dos, diez, veinte, cuarenta. ¡Cuarenta patos mató esa mañana el cazador forzudo delante del Señor, sin haber tenido siquiera que bajarse del tílbury!
 
Los ojos le brillaban de júbilo y entusiasmo.
 
Aquel éxito colosal lo había puesto tan nervioso que hasta marró algunos tiros, seguros sin embargo, con el apresuramiento y la avidez...
 
Cuando llegó a los cuarenta patos era aún temprano y Rufo cada vez más satisfecho, rebosándole la alegría por todos los poros, quería que continuase la hecatombe. Ruiz modestamente se negó, quizá apiadado de los inocentes palmípedos.
 
-Llevo ocho veces más de lo necesario para ganar la apuesta. ¡Ocho veces!... Silvestre va a trinar.
 
Se detuvieron a la puerta misma de la botica, y Etifo comenzó a bajar del tílbury y a introducir en el despacho el producto de la milagrosa cacería. Silvestre estaba en la trastienda, dale que le das al pildorero, preparando una de las fructíferas recetas de «agua fontis y mica panis» que extendía el Dr. Carbonero, enemigo de la farmacopea, más no de la voluntad de los clientes que no querían curarse sin remedios. Pero ante la algazara de Ruiz, que bailaba y cantaba castañeteando los dedos, en una ruidosa pírrica alrededor de los patos, no pudo menos que abandonarlo todo y precipitarse a la tienda para ver aquello...
 
En el patio se oía un desordenado repiqueteo de almirez. Con desusado celo, como si una terrible urgencia lo impulsara, Rufo machacaba febrilmente la pomada mercurial, hecha ya sin embargo. Y acompañando el redoble del mortero, sonaba algo entre regaño y risa reprimida.
 
Una carcajada homérica sacudió de pies a cabeza a Silvestre, en cuanto se vio delante del informe montón de los cuarenta patos; y sin dar tiempo a que Ruiz volviera de su asombro, habíase lanzado como una flecha, atravesado la calle y entrando como un ventarrón en la imprenta de La Pampa, en cuyo interior siguieron estallando sus inextinguibles risotadas.
 
Ruiz, perplejo, se había quedado inmóvil y aturdido, en medio de la farmacia, con la boca entreabierta y los brazos colgando frente a su botín cinegético.
 
Siguiendo a Silvestre, apareció Viera, director de La Pampa, y el administrador, y los cajistas, y luego otros más, atraídos por el ruido y el movimiento, hasta formar cola a la puerta.
 
Y el boticario «indino» continuaba en sus carcajadas, interrumpiéndose sólo para exclamar:
 
-¡Miren los patos que ha cazado Ruiz! ¡Miren los patos p'año nuevo que ha cazado Ruiz!...
 
Y el público le hacía corro, y allí en el patio el repique del almirez adquiría sonoridades de campana echada a vuelo.
 
Ruiz quería hablar, desconcertado, llorando casi con aquella burla inacabable; pero las risas, las exclamaciones y los chascarrillos no lo dejaron meter baza, ni averiguar la causa de semejante tremolina. Por fin oyó la clave del enigma:
 
-¡Son gallaretas!
 
Y aunque no supiese lo que es una gallareta, comprendiendo que había cazado gato por liebre, tomó el sombrero, abriose paso, trepó al tílbury y manejando por primera vez en su vida, puso al moro al trote largo para escapar de las risotadas, cuyo eco lo perseguía hasta volver una esquina...
 
Pasada la primera impresión y disuelto el corro, Silvestre creyó prudente reprender a Rufo, por honor de la jerarquía. Al fin Ruiz era su amigo...
 
-¿Por qué lo has dejado matar tanta gallareta?
 
-¡P'a que aprienda, pues!
 
-También hubiese aprendido si le hubieras dicho antes...
 
-¡Qu'esperanza, patrón! ¿No está viendo que se podía haber olvidau?... ¡Y lo qu'es aura, no se olvida ni a tiros!...
 
 
 
 
== Capítulo XI ==
 
<center>'''Metamorfosis'''</center>
 
 
 
Terminada la tarea de los recibos para fin de mes, don Lucas Ortega se dispuso a salir en busca de las noticias municipales y policiales, a pesar de la opinión del regente.
 
-¡No hay que descuidarse! -le había dicho éste-. Manolito nos la ha jurado y es capaz de cualquier barbaridad.
 
Don Lucas púsose el sombrero, tomó como de costumbre su bastón de estoque, y salió a las calles silenciosas de Pago Chico en plena siesta, diciéndose que él no se metía con nadie, y que mal podía nadie meterse con él. Olvidaba el pobre y manso administrador y reporter de El Justiciero una malhadada y peligrosa modalidad de su carácter: la inclinación a darse lustre.
 
Llegado muy joven de La Coruña, don Lucas no había sido siempre «periodista», como se declaraba enfáticamente. La instrucción recibida en una escuela de lugar no le dio para tanto en los primeros años. Se estrenó con toda modestia en una trastienda de almacén, despachando copas; luego ascendió a vendedor, y más tarde a habilitado; a los diez o doce años de estar en la casa, ya era socio, a los quince pudo establecerse por su cuenta, en pequeña escala... Pero de pronto, cuando ya esperaba reunir una fortunita y todo el mundo le llamaba «don Lucas» (el don le quedó para siempre) sobrevino una crisis, los deudores no pagaban, los acreedores se le echaban encima, y desde lo alto del que creyera inconmovible pedestal, rodó nuestro héroe, se encontró en la calle, y rodando, rodando, llegó por fin a Pago Chico, y encalló en la administración de El Justiciero.
 
En tan deslumbrante posición comenzó para él otra era de grandeza, no ya material y pecuniaria, sino social e intelectual, cosa que estimaba muchísimo más, aunque a veces lamentara a sus solas el sueldo escaso y tardo, y la brillante miseria.
 
Pero, eso sí, había crecido, se había agigantado en su propio concepto, y creía que también en el de los demás. Pago Chico debía considerarlo un personaje, puesto que, como periodista, tenía la facultad de opinar, de juzgar, de condenar ante el tribunal del pueblo.
 
Afable, atento, servicial, hasta servir mientras fue dependiente, y aun siendo patrón, cuando el parroquiano era considerable, no había perdido estas condiciones, como no perdió tampoco la bondad, que constituía el fondo de su carácter. Pero había cambiado de forma. Ebrio de grandeza era familiar con aquellos magnates del pago que se lo permitían; risueño y atrevido con las señoras ante las que pavoneaba su pequeña estatura; grave y taciturno con la gente de poca importancia; autoritario y altanero con la plebe; condescendientemente accesible para sus subalternos de la imprenta. Hablaba siempre «en discurso» como decía Silvestre, pero estaba tan lejos de ser malo que, a juicio de todo el mundo, era incapaz de matar una mosca.
 
No era valiente tampoco; pero la convicción de su insignificancia, persistiendo tan oculta allá en lo íntimo, que él mismo apenas la vislumbraba, a veces tenía, si no otra, la virtud de hacerlo tranquilo y confiado. De modo que aquella tarde salió tan sin preocupaciones como siempre (el estoque era un regalo del director, que le había dicho al ofrecérselo: ¡Un periodista en campaña no debe andar nunca desarmado!), a pesar de que El Justiciero acábase de publicar la siguiente «feroz caída».
 
«Escándalo.- El Morenita M. P., que con sus calaveradas y fechorías ya tiene indignado a todo el mundo de Pago Chico, promovió ayer un descomunal escándalo en «cierta casa» de los suburbios, rompiendo vasos y espejos y apaleando mujeres, hasta que por fin intervino la policía, que haría bien una vez por todas en apretarle las clavijas al mocito que se prevale de su familia para hacer cuantas atrocidades le da la gana. Sin embargo, no fue ni llevado a la comisaría siquiera, y nos extraña mucho que el comisario Barraba, después del atropello de ayer, todavía no lo haya metido a secar en un calabozo para que otra vez aprenda, no siga dando mal ejemplo y fomentando la compadrada de los demás muchachos del pueblo».
 
No extrañará esta filípica del oficialista Justiciero, si se tiene en cuenta que el director andaba otra vez en coqueterías con las autoridades para ver de sacarles mayor tajada, pues iban a necesitarlo para las elecciones. Y el suelto era justo, porque para los desmanes del joven Manuel Pérez pasaba de raya, y era una amenaza general, pues el rico e ignorante pillete se engreía y ensoberbecía con la impunidad.
 
En cuanto a don Lucas, confiaba demasiado. Él no había escrito el suelto, es verdad. Se le permitía lucubrar muy pocas veces; desde que se inclinó «ante la tumba del deplorable vecino» don Fulano, y dijo cuando la muerte de la madre de Bermúdez, china nonagenaria, que la distinguida matrona había fallecido «en la flor de su edad». Pero él, en cambio, para desquitarse, atribuíase con desparpajo singular, siempre que le era posible, cuanto artículo, suelto o noticia publicaba El Justiciero, de modo que todo el mundo acabó por creer siquiera en su colaboración.
 
Marchaba, pues, con paso deliberado, echándose para atrás, salido el vientre, la cabeza erguida, agigantada en su concepto la corta estatura, mientras bajo la espalda evolucionaban burlonamente los largos faldones de su jaquet; y no había andado dos cuadras, cuando se quedó frío, corriole un cosquilleo de la nuca a los pies, y sólo merced a un heroico esfuerzo pudo llevarse la mano trémula al bigote y erguirse casi hasta caer de espaldas... Manuelito Pérez se adelantaba rápido y colérico hacia él, con un ejemplar de El Justiciero en la mano.
 
-¿Quién ha escrito esta noticia? -preguntó el jovenzuelo con voz reconcentrada y amenazadora en cuanto estuvo a su lado.
 
Un velo pasó por los ojos de don Lucas; sintió que se le aflojaban las piernas, pero haciendo de tripas corazón:
 
-¡No sé! -contestó secamente.
 
-¡Qué no ha de saber!
 
-¡No sé!
 
-¡Usté no más será, gallego!
 
-Y si fuera... acertó, lívido, a balbucir don Lucas.
 
-¡Ahora verá!
 
Y Manuelito, echando atrás la pierna derecha, llevó la mano a la cintura. Trémulo, don Lucas retrocedió y desenvainó el virgen estoque, buscando con la vista una persona que lo auxiliase en la calle solitaria abrasada por el sol, un objeto: el hueco de una puerta en que parapetarse... Pero no tuvo tiempo para nada. Oyó una detonación seca, sintió un golpecito en el pecho y al rodar por la acera, vio como en un escenario al bajar rápidamente el telón, que Pérez corría con un revólver, en cuyo extremo flotaba una vedijita de algodón, y que algunos vecinos se asomaban alarmados. Y se desmayó.
 
La grita de los periódicos -«la prensa local»- y especialmente de El Justiciero, fue tan grande, que la policía se vio obligada a proceder, descubriendo, una semana más tarde, el escondite de Manuelito, conocido por todo el mundo desde el primer día. Y el jovenzuelo fue a dar a La Plata, con un sumario que parecía hecho por su mismo abogado defensor...
 
Ortega era, entretanto, objeto de las más entusiastas manifestaciones. El Justiciero narraba extensamente los detalles del combate, en que su administrador, heroico, había perdonado ya la vida del asesino que tenía en la punta del estoque, cuando éste, retirándose vencido, le había alevosa y traidoramente disparado un tiro de revólver. Y en seguida hablaba del sacerdocio de la prensa, de los sacrificios hechos en aras del pueblo, de la ingratitud que generalmente es la única corona de los mártires que ofrecen en holocausto por el bien público toda la generosa sangre de sus venas, y patatín y patatán... Enorme éxito, indescriptible entusiasmo. La gente se agolpaba a la imprenta.
 
Al día siguiente, y en cuanto los doctores Fillipini y Carbonero declararon que la herida no era de gravedad y que el paciente podía recibir visitas -no muchas a la vez, ni demasiado charlatanas- el pobre cuartujo de Ortega, revuelto y sórdido, quedó convertido en sitio de obligada y fervorosa peregrinación. D. Lucas había leído los diarios, se había extasiado con las ditirámbicas apologías de El Justiciero, pero nada le produjo tan intensos goces, tan férvido orgullo, como aquella continuada procesión admirativa, en que figuraban los hombres más importantes de Pago Chico, y en que ni siquiera faltaban damas..., como que un día se le apareció misia Gertrudis, la vieja esposa del tesorero municipal, presidenta de las Damas de Beneficencia...
 
¡Cuánto incienso recibió don Lucas, visitado, asistido, festejado y adulado por aquella muchedumbre, ascendido de repente a la categoría de grande hombre, de prócer, de redentor crucificado!... Nadie le demostraba compasión, sin embargo; todos se derretían de admiración respetuosa, prontos a venerarlo, a idolatrarlo. ¡Tanto valor, tanta abnegación, tanta grandeza de alma! ¡Atreverse a oponer un simple estoque a un arma de fuego, vencer al terrible enemigo, perdonarle la vida!... ¡Y todo por el pueblo!
 
-Ahora comprendo -pensaba D. Lucas- como se repiten las hazañas peligrosas. ¡Se puede ser héroe!
 
Él lo era en su concepto. Lo fue algunos días en el de loe pagochiquenses. Porque ¡ay! nada es eterno, y la herida, tardando demasiado en cicatrizarse a causa de tantas emociones, dio tiempo para que el entusiasmo se enfriara poco a poco antes de que don Lucas pudiera tenerse en pie. Cuando salió a la calle, su aventura era ya un hecho místico, desleído en las nieblas del pasado; nadie le daba importancia, nadie hacía alusión a él.
 
Pero Ortega no lo advirtió: La embriaguez de la apoteosis había sido tan intensa, que se convirtió en megalomanía. Pálido, demacrado, se paseaba por el pueblo, pavoneándose, convertido en arco de tanto echarse atrás, haciendo pininos para erguirse y crecerse. Y miraba a todos con soberanas sonrisas protectoras o con gesto avinagrado y despectivo, según qué fuera aquel en quien se dignaba detener la vista.
 
Periodista, sacerdote, mártir, magnánimo, defensor del pueblo, víctima del deber... Sí, todo eso era muy hermoso; pero lo que más lo enorgullecía era su fama de valiente. Ser valiente en la tierra del valor ¡él!... Y se frotaba las manos y se sonreía de regocijo, convencido de su gloria.
 
Desde entonces usó revólver a la cintura, no dejándolo sino bajo la almohada, de noche, al acostarse. Hablaba alto en el taller, en la administración, en la redacción, en la calle, en el café, en el circo, haciéndose notar, demostrando que no abrigaba temor a nada ni a nadie. Cada frase suya era una sentencia, aun ante el mismo director de El Justiciero. Tenía ademanes rotundos de caballero andante pronto a lanzarse contra una cuadrilla de malandrines. El manso se había convertido en impulsivo, con el deschavetamiento del amor propio exacerbado.
 
-Es siempre malo que a un sonso se le aparezca un dijunto -solían decir algunos más avisados, al ver pasear a Ortega con el sombrero en la nuca y haciendo molinetes con el bastón.
 
Silvestre vaticinaba algún futuro desmán, refunfuñando entre dientes al vislumbrar la silueta del nobilísimo Quijote:
 
-Decile a un sonso que es guapo y lo verás matarse a golpes -uno de sus refranes favoritos, sólo que «matarse» resultaba en sus labios otra cosa.
 
Y el boticario criollo no dejaba de tener razón.
 
Ortega acostumbraba a tomar el vermouth vespertino en la confitería de Cármine, con el estanciero Gómez, el anglo-americano White, famoso por su fuerza hercúlea, el doctor Fillipini, algunas veces y otros amigos.
 
Un día que don Lucas se había retardado en la imprenta, el acopiador Fernández se acercó a la mesa, trabando conversación de negocios con Gómez. No estaban conformes en un punto... discutieron, se acaloraron, pasaron a las injurias... De pronto Fernández, ciego de ira, poniéndose de pie, alzó la mano como para dar una bofetada a su contrincante. White, más rápido, pudo evitar la realización del hecho asiendo a Fernández por los brazos, de atrás. Gómez, blandiendo una silla, se había puesto en guardia, mientras su adversario forcejeaba por desprenderse de las manos férreas de White. La actitud del grupo era realmente amenazadora; y la desgracia quiso que en ese momento entrara Ortega...
 
Ver aquello, y sin detenerse a reflexionar ni qué era, ni de parte de quién estaba la ventaja y la razón, sacar el revólver de la cintura, fue todo uno para el héroe novel que sólo soñaba batallas y victorias. Y en menos de lo que se tarda en contarlo, hubo un estampido, un poco de humo, un hombre muerto y el estupor pasó batiendo las alas, petrificando a los actores y espectadores de aquel drama que sólo había tenido desenlace, y que sería comedia a no mediar un cadáver.
 
Y cuando se vio solo en la oficina de la comisaría, preso, con un homicidio encima, la prolongada embriaguez del heroísmo se desvaneció en aquel pobre cerebro y don Lucas se echó a llorar como una criatura...
 
 
 
 
== Capítulo XII ==
 
<center>'''Con la horma del zapato'''</center>
 
 
 
«Tengo el honor y la satisfacción de comunicar a usted, por orden del señor Intendente, que desde la fecha queda suspendido y exonerado de su cargo de subdirector y segundo médico del Hospital municipal, por razones de mejor servicio, y agradeciéndole en nombre del municipio los servicios prestados. Tengo el gusto de saludarlo con toda consideración, etc., etc.»
 
Llegó esta nota a manos del doctor Fillipini al día siguiente de la elección que consagró, por su consejo, municipal a Bermúdez.
 
-¡Mascalzone! -exclamó, pensando en su protegido de un minuto.
 
Pero sin que el despecho le ofuscara el raciocinio, salió de casa en busca del firmante de la nota en primer lugar. Era éste el secretario de la Intendencia, Remigio Bustos, y podía aclararle muchos puntos, útiles para sus manejos ulteriores. Le encontró tomando café y copa en la confitería de Cármine. Haciendo un grande esfuerzo, un acto heroico, pagó la «consumación» y pidió «otra vuelta».
 
-Dígame, Bustos -preguntó por fin-; ¿por qué me destituye don Domingo?
 
-¡Hombre, no sé! -contestó el otro, paladeando su anis, y no por sutileza ni reserva política, sino por nebulosidad cerebral.
 
Viera, caracterizándolo, había publicado efectivamente, hacía poco, una parodia de la fabulilla de Samaniego:
 
:Dijo Ferreiro a Bustos
:después de olerlo:
:-Tu cabeza es hermosa
:pero sin seso.
:¡Cómo éste hay muchos
:que, aunque parecen hombres,
:sólo son... Bustos!
 
-No sabe ¡bueno! Pero dígame cómo fue -insistió Fillipini, en su jerga ítalo-argentina, seguro de que por el hilo sacaría el ovillo-. ¿No le habló nadie?
 
-Nadie.
 
-¿Le hizo escribir la nota así, sin más ni más?
 
-Sí, mientras estaban votando.
 
-¿Y nadie había ido a verlo?
 
-Nadie más que Gino, el pión de Cármine.
 
-¿Y a qué iba Gino?
 
-A nada. Le llevaba un papelito.
 
Fillipini calló, apuró su taza, pagó, salió y volvió a entrar por otra puerta, metiéndose hasta el patio y las cocinas. Allí vio a Gino, hecho una pringue, como que era el lavaplatos -el platero, ¡según los chistosos pagochiquenses- de la confitería de Cármine.
 
-¿Quién te dio el papelito que le llevaste al intendente el domingo? -preguntole en italiano.
 
-Il signor notario -contestó Gino, mirando a su egregio compatriota con los ojos azorados y los carrillos más mofletudos y rojos que de costumbre.
 
Fillipini, sin agregar palabra ni saludarlo siquiera, siguió andando y salió por el portón de los carruajes, encaminándose al Club del Progreso.
 
Allí se sentó, poniéndose a sacar un solitario, indiferente y tranquilo en apariencia, pero sin que nada escapara a sus ojos avizores. Ni aun cuando entró Ferreiro se le conmovió un músculo de la cara, blanca, impasible, rebosante de salud y de satisfacción. Pero a poco abandonó el solitario, y evolucionando lentamente entre los grupos de jugadores y desocupados, acabó por hallarse, como deseaba, mano a mano con Ferreiro.
 
Los dos zorros viejos se saludaron casi cariñosamente, en apariencia sin aludir al suceso de que eran primeros actores: pero Fillipini no tardó en lanzarse a la carga:
 
-¿No sabe? Don Domingo me ha destituido...
 
-¡No diga! ¿De veras?
 
-Sí, señor. Me ha destituido... Pero no me importa mucho, porque eso no puede quedar así...
 
-¿Pero por qué? ¿Cómo es eso?
 
-¡Pavadas! El pobre no sabe lo que hace.
 
-Diga, pues, doctor; que sí yo puedo...
 
Fillipini, sonriéndose, miró la hora en su reloj de bolsillo, muy calmoso, muy dueño de sí mismo; y luego, mirando a Ferreiro bien en los ojos, dijo con buen humor:
 
-¡Claro que puede! Usted y el doctor Carbonero se apresurarán a defenderme. Se necesita ser muy cretino para portarse así con un hombre como yo.
 
Ferreiro pulsaba al «gringo», sorprendido de tanta soltura, de tanta desfachatez, y pensando:
 
-¡Si se habrá encontrado topate con te toparías!
 
Pero quiso darse cuenta exacta de los puntos que calzaba su contrincante, y después de un segundo de silencio, le preguntó:
 
-¿Y por qué cree que Carbonero y yo lo hemos de defender?
 
El médico se echó a reír con aparente franqueza y:
 
-Porque ustedes son demasiado inteligentes para no hacerlo -contestó-. Y demasiado amigos míos -agregó inmediatamente, dorando la píldora, no sin ciertos asomos de sarcasmo.
 
-Amigos, sí... está bueno. Pero si usted pretende amenazarnos...
 
-¡Señor Ferreiro! -dijo entre carcajadas Fillipini-. Si yo no lo conociese tanto lo que me dice sería como para hacerme creer que usted ha «mojado» en esta barbaridad...
 
-¡Yooo!
 
-¡No, no lo creo, claro está que no lo creo! Al contrario: usted lo hubiera impedido, a saberlo... ¡Bah! entre bueyes no hay cornada, como se suele decir... Para mí el caso es sencillo... Ese «lavativo» de Bermúdez tiene la culpa, y me ha hecho una gran cargada después que le di el modo de hacerse municipal...
 
-¡Y por qué se lo dio! -interrumpió violentamente Ferreiro.
 
-¡Eh!... ¡Questo é un altro paio di maniche! -murmuró Fillipini con mucha socarronería.
 
Hizo una pausa, sonriente e insinuante, para continuar después:
 
-Yo soy muy necesario en el hospital, porque Carbonero no va casi nunca, y hago todo el servicio... Si se nombrara a otro... con la administración... y los gastos tan grandes... Además, que hay que nombrar a otro, desde que Carbonero no iría aunque lo mataran.
 
-¿Y de ahí?...
 
-¿A quién nombrarían? El único médico que queda es el doctor Pérez y Cueto...
 
-¿Y eso?
 
-Que nombrarlo a Pérez y Cucto, sería como meter las narices de toda la oposición en el hospital... Publicar lo que comen los enfermos, cuando comen... descubrir el estado de la farmacia... de las ropas de cama... contar lo que pasa con los cadáveres que se quedan allí días y días, y lo que hace la enfermera que se va a dormir todas las noches en su casa, y el ecónomo que poco a poco se va llevando cuanto hay... Un enemigo como Pérez vería todas estas cosas con malos ojos, las exageraría, metería un bochinche de dos mil demonios... No pensaría como yo, que el hospital está relativamente bien, porque no todo puede marchar a la perfección en un pueblo tan pobre como éste y tan atrasado... Además, que la gente que va a curarse allí es de poca importancia y no le interesa a nadie: extranjeros, personas de otros pagos... Si no fuera así, también, ya hubiera habido más de un escándalo... Pero, ya se ve, con las preocupaciones actuales que convierten la palabra «hospital» en sinónimo de «muerte», sin que nada pueda evitarlo, no hay que tomar el rábano por las hojas, ni meterse a redentor... Cualquier hombre sensato, yo el primero, tiene que considerarlo así; pero no se me negará que todo esto constituye un arma tremenda para los opositores, que si no la utilizan es porque están ciegos como topos. Las chicas se les van y las grandes se les escapan...
 
Durante este largo discurso, pronunciado con bonhomía y serenidad, como si se tratara de ajenos, el escribano observaba con desconfianza a Fillipini, diciéndole para su capote:
 
-El gringo éste es muy ladino. Si nos metemos con él, de repente nos va a salir la vaca toro. Me precipité demasiado, y las calenturas son malas consejeras.
 
-Pero, por sonsos que sean -continuó muy lentamente Fillipini-, por sonsos que sean sabrán «rumbear» en cuanto alguien les enseñe el camino; y entonces no habrá quien los ataje... ¡Chica farra se armaría si lo nombraran a Pérez y Cueto!...
 
-También es posible no nombrar a nadie. El hospital no necesita...
 
-¡Usted no dice eso seriamente, señor Ferreiro! ¡Ma! por poco que sirva el hospital tiene que tener médico, y ya sabe que Carbonero no va y no irá nunca... Yo preferiría que nombrarán a otro si no quisieran reponerme a mí. Pero, de cualquier modo, ya lamentarán haberme separado...
 
No daba el doctor Fillipini asidero para que se le replicara alzando la prima; al contrario, cuanto decía estaba muy puesto en razón, y sus verdades no le brotaban ni agrias ni amargas de la boca, aunque tras ellas hirviesen amenazas tan terribles cuantos evidentes.
 
-Lo que se había pensado -dijo sin embargo Ferreiro- era no nombrar a nadie.
 
-¡Ma! ¿y cómo dijo que no sabía nada? -preguntó con fingida candidez Fillipini.
 
-Digo... se había pensado... así en el aire para el caso de que se produjera una vacante...
 
-Capisco...
 
Y ni una objeción más. Fillipini se quedó mirando de hito en hito a Ferreiro, que al poco rato no pudo contenerse y exclamó:
 
-¡Pero también usté! ¿Por qué se metió en lo de Bermúdez, para qué nos forzó la mano sin necesidad?...
 
-¡Questo é un altro paio di maniche! -repitió el doctor-. Se lo vuelvo a decir, porque ustedes no se habían dado cuenta de dos casos: de que Bermúdez es un magnífico instrumento en la municipalidad, primero; y de que yo puedo serle muy útil o muy perjudicial, después. Era preciso que nos conociéramos, señor Ferreiro, para que ustedes no me tuvieran arrumbado en un rincón como hasta ahora. Y usted convendrá en que me he hecho conocer sin causarles perjuicio. ¿Es una buena cualidad, no es cierto? ¡Vaya! ¡Dígale al intendente que me reponga sin ruido, y tan amigos como antes o más amigos que nunca, mejor dicho!
 
-Bueno... veré... pensaré.
 
-¡Eso es! Piénselo bien, caro. Yo no quiero que se haga ninguna arbitrariedad en mi favor.
 
-¡Qué gringo éste! -murmuró Ferreiro, levantándose entre divertido y malhumorado-. Es como la garúa finita, que lo cala a uno hasta los huesos. Y se va a salir con la suya, no más -agregó, palmeándole el hombro.
 
-Piénselo, piénselo y no se apure -dijo el otro-. Para todo hay tiempo y a la corta o a larga usté se convencerá de que yo soy un buen amigo.
 
-Y yo también, doctor.
 
Se separaron. Fillipini, seguro de haber movido bien las piezas, murmuraba sin embargo.
 
-¡Eh! si pudieses ¡qué patada me darías! Pero no podrás...
 
Sin perder tiempo volvió a la confitería de Cármine, donde había un grupo de opositores tomando aperitivos, los unos sentados alrededor de las mesas, los otros de pie, junto al mostrador. Silvestre, que peroraba entre ellos, se acercó a Fillipini, como era, en parte, el deseo de éste, pues quería hallar modo de que le vieran hablar largo y tendido con algún enemigo de la situación. -Viera, si fuese posible, y lo sería, pues se hallaba presente también.
 
-¡Hola, doctor! -dijo Silvestre aproximándose con la confianza que se tomaba con cualquiera y que en este caso justificaban hasta cierto punto las relaciones de médico a farmacéutico-. Me alegro de verlo por acá. ¿Es cierto lo que me han dicho?
 
-¿Qué le han dicho? Siéntese y tome algo.
 
-Gracias -y se sentó-. Mozo, otro vermú. Pues dicen que le han quitau el empleo del hospital, ¿es cierto?
 
-Sí.
 
-¿Y por qué?
 
-Oh, esas son cosas, cosas...
 
-¡Hable, hombre, hable! Ya sabe que se me puede tener confianza. ¡Largue el rollo!
 
-¡Ma! Usted ya sabe como anda el hospital...
 
E hizo un cuadro, muy pálido, en verdad, de aquel desquicio harto conocido por Silvestre, quien, sin embargo, se hacía de nuevas al oír tales cosas de tales labios. Y terminó:
 
-Y como yo no quiero aguantar más ese desbarajuste...
 
-¿Lo han destituido?
 
-Eso es.
 
-¿Será cosa de Ferreiro y el dotor Carbonero, no?
 
-De ninguno de los dos. Es cosa de Bermúdez.
 
-¡Pero si Bermúdez ni siquiera es municipal!
 
-Pues ahí verá usted. Como ha salido electo, le ha calentado la cabeza al intendente, y éste, para tenerlo contento, me ha sacrificado cuando ya me había prometido arreglar el hospital.
 
-¡Bermúdez! tan bruto y tan...
 
-Así van los tantos... más vale un enemigo vivo que un amigo bruto... Pero todo esto tiene que saberse...
 
-¡Claro que sí! ¿Quiere que se lo diga a Viera? Él ya tiene la noticia, pero de un modo muy distinto. ¿Quiere?
 
-Llámelo, es mejor.
 
-¡Viera! ¡eh, Pampa!, una palabrita.
 
Viera se acercó, sentose a la mesa, oyó lo que el doctor quiso contarle, creyó de ello lo más verosímil, y siguió luego largo rato en amistosa charla. A la hora de comer cada cual tomó para su lado, y la vasta sala de la confitería quedó solitaria y tenebrosa, pues Cármine bajó las luces para ahorrar petróleo.
 
Fillipini, muy tranquilo, no salió de su casa, aquella noche, aguardando el desarrollo de los sucesos que con tanto cuidado acababa de preparar. Cuando despertó, al día siguiente, lo primero que hizo fue pedir los diarios que el sirviente le llevó a la cama.
 
Comenzó por la gaceta oficial, El Justiciero. De su exoneración ni una palabra, del hospital menos. Pero, ¡oh detalle significativo!, en la noticia de un banquete festejando la elección de Bermúdez y en la lista de los invitados, su nombre figuraba entre los de Luna y Ferreiro, ¡nada menos!
 
-¡E fatto! -murmuró con una sonrisa, arrojando despreciativamente el periódico para tomar La Pampa.
 
Una columna dedicaba ésta al asunto del hospital, condenando a... Bermúdez, por la destitución de Fillipini; de Fillipini que -según el artículo- era lo mejor o lo menos malo del oficialismo, un hombre así, un hombre asao, cuyas intenciones eran tan sanas como sus propósitos de reforma y administración. Bermúdez comenzaba desbarrando su carrera política, como lo había previsto La Pampa, y si lo dejaban iba a ser como un caballo metido en un almacén de loza... «El gran consejero de la situación, el señor Protocolos, podría meter en vereda a este gaznápiro» -terminaba diciendo el artículo-. La alusión a Ferreiro era visible pero no como para disgustarlo; ni el mismo Fillipini la hubiera hecho con más tino...
 
En toda esta andanza el único que rabió fue Bermúdez, quien se atrevió a encararse con Fillipini para darle un sofión. El italiano se le rió en la cara:
 
-¡Ma! ¡Usté tiene el estómago resfriao! Réchipe: sinapismos. Vaya «amigo Bermúdese» y vuelva por otra.
 
Ferreiro no aludió nunca a la escaramuza aquella, pero desde entonces tuvo siempre muy en cuenta a Fillipini, que, como es lógico, siguió de segundo médico perpetuo en el Hospital Municipal de Pago Chico.
 
 
 
== Capítulo XIII ==
 
<center> '''El caudillo'''</center>
 
 
 
Don Ignacio era el hombre de la oposición en Pago Chico. Las autoridades lo miraban como su bestia negra, y el pueblo, siempre descontento, tenía puestas en él sus esperanzas, seguíalo en todas sus empresas políticas, le daba a defender sus intereses.
 
Sin don Ignacio, Pago Chico hubiera sido un cementerio de vivos; con él, siquiera se ejercía el derecho del pataleo.
 
No era don Ignacio muy largo, pero alguno de sus correligionarios hallaba modo de lograrle préstamos y donativos, ya para sus necesidades personales, ya para lo mismo, pero bajo el pretexto de gastos de propaganda. Él se sometía refunfuñando, pues, ¿cómo ser jefe de partido si se comienza por descontentar a los partidarios? Pero apuntaba... Su viejo cuaderno de notas, tenía páginas como ésta:
 
PESOS
Prestado al gordo, que está sin trabajo ............................ 5'00
A Juan para la copa ............................ 0'20
Un letrero y una bandera para el comité ............................ 15'50
A la china Dominga para que haga venir a sus hijas a la inscripción ............................ 25'00
Una docena de bombas ............................ 6'00
 
Sumaba cuidadosamente don Ignacio estas partidas, que en tres años de oposición a todo trance habían alcanzado a formar una gruesa suma -cuatro o cinco mil pesos-, y no examinaba su cuaderno sin lanzar un suspiro y sumirse en profunda meditación.
 
-¿Quién pagará estas misas? -se decía.
 
O, conversando con sus tenientes, hablaba de la patria, de los deberes del ciudadano, de los sacrificios que hay que hacer en pro de la libertad, de la abnegación que exigen los partidos de principios, para terminar diciendo:
 
-Yo soy el pavo de la boda.
 
Silvestre, el Boticario, se encogía de hombros instruido de las alusiones de don Ignacio y considerando que de todos modos su popularidad le salía barata en estos tiempos en que no se puede ser popular sin dinero. Alguna vez le insinuó, con frase no muy atildada:
 
-El que quiera pescado, que se moje... el que le dije.
 
Acercábanse las elecciones; el gobierno de la provincia, preocupado por la importancia que iba tomando la oposición, había resuelto darle una válvula de escape, dejándola introducir algunos de los suyos en las municipalidades de campaña.
 
Pero esta resolución no era conocida y la efervescencia popular continuaba a más y mejor. En Pago Chico preparábase un miti, un metín, o cosa así, que debía tener lugar en el antiguo reñidero de gallos, único local fuera de la cancha de pelota, apropiado para la solemne circunstancia, puesto que el teatro -un galpón de cine- pertenecía a don Pedro González, gubernista, que no quería ni prestarlo ni alquilarlo a sus enemigos de causa.
 
Llegado el día, don Ignacio -que había contratado la banda a su costa, hecho embanderar el reñidero, y comprado unas docenas de bombas de estruendo-, esperó impaciente la hora de su discurso, un discurso ya mil veces repetido en todos los tonos, palabra más, palabra menos, durante sus tres años de caudillaje.
 
Cuando subió a la improvisada tribuna, rodeábalo un pueblo vibrante y entusiasta que sólo pedía correr al sacrificio, a la lucha, al atrio, a las urnas, don Ignacio, estaba radioso. Sus palabras hicieron el acostumbrado efecto arrebatador, especialmente cuando, con grandes gritos y violentos ademanes, reprodujo la frase:
 
«Los mandatarios impuros que engordan a costillas del abdomen del pueblo, no pueden continuar un día más en el poder. El gobierno local tiene que entregarse a personas honradas que no roben, a hombres sanos que no se apoderen de las rentas, a ciudadanos que sean capaces de relamberse junto al plato de caldo gordo sin tocarlo con un dedo.»
 
Los bravos, los vivas, los palmoteos estallaron como siempre, o por mejor decir, más que nunca, cubriendo la voz del orador que al fin logró dominar el bullicio, gritando:
 
-¡Conciudadanos! ¡Viva la honradez administrativa!
 
-¡¡Vivaaa!!
 
-¡Abajo los espoliadores del pueblo!
 
-¡Abajo! ¡Mueran! ¡Viva don Inacio! ¡Viva la honradez! ¡Viva el patriota!
 
¡Shuitz... pum! y música, grandes golpes de bombo, alaridos de pistón... y otra bomba y otra. ¡Qué entusiasmo, qué delirio! ¡Pra-ta-ra-trac-pum! ¡un cohete! y vivas y más vivas, una algazara, un jubileo como nunca se vio en Pago Chico, tanta que el batarás encerrado en un cajón, encrespó la pluma, golpeó los musculosos flancos con las alas y lanzó un ronco y estentóreo co-co-ro-co, como diana triunfal del vencimiento.
 
-¿Qué le ha parecido el métin, don Ignacio? -preguntábale por la noche Silvestre.
 
-¡Oh, magnífico! Me ha costado más de quinientos pesos!
 
Mentira. Gastó sólo ciento cincuenta, pero con tal habilidad...
 
Silvestre lo miró de arriba abajo, sardónico, se encogió de hombros, clavole la vista entre ceja y ceja, y metiéndose las manos en los bolsillos del pantalón exclamó:
 
-Nuestra Señora del Triunfo nunca ha sido popular.
 
Don Ignacio se encrespó como el gallo del reñidero, y se puso rojo de ira.
 
-¡Vos te crés que lo digo de agarrau! ¿Y a mí qué m'importa la plata?... ¡Pero lo que es otro no sería tan pavo!... Ya llevo gastada una porretada de pesos, sin que nadies miagradezca.
 
Mientras esto decía el caudillo, Silvestre había tomado la guitarra -estaban en la botica- y cantaba acompañándose con grandes golpes de uña en las seis cuerdas:
 
Y ásime... gustáun... tirano
c'abra labocay... ¡no grite!
 
El jueves llegaron dos delegados gubernistas de la capital para preparar las elecciones comunales del domingo. Apenas instalados, trataron de provocar una entrevista con don Ignacio, para hacerle proposiciones. Pero Silvestre -la oposición dentro de la oposición- estaba allí oído alerta, ojo avizor, humeando como politiquero de raza la componenda en ciernes, advinándola antes de que se hubiera iniciado.
 
Viera, a todo esto, había visto oscurecerse su estrella, eclipsada por la triunfante de don Ignacio. Tampoco él quería «componendas», y así lo escribió en La Pampa. Inútilmente, porque el meeting, había dado el mando a su rival, sostenido por los envidiosos de la popularidad del periodista, y por los que sólo hacían política opositora buscando una ubicación, amén de los que don Ignacio compraba como se ha visto. No faltaron, pues, las previsiones, los vaticinios, las amenazas de perder lo hecho sin esperanza de rehacerlo más tarde...
 
Sin embargo, la entrevista tuvo lugar, don Inacio no pudo resistir a una transacción que lo llevaba de golpe y zumbido a la Municipalidad, que él creía tan verde aún, y el domingo siguiente resultó electo concejal, a pesar de los aspavientos del Silvestre, de los artículos-brulote de Viera y la agria censura de gran parte de sus partidarios del día anterior.
 
Llegado al Concejo, sus colegas gubernistas, dirigidos por los delegados de la capital -no era la primer zorra que desollaban éstos- lo designaron para intendente.
 
-En una semana se habrá desmonetizado -decían aquellos profundos políticos.
 
Pero la mayoría de los oficialistas protestaba irritada contra lo que consideraba una cruel e inmerecida derrota; en cambio, el ex intendente, un cuyano ladino, caudillejo él también, declaraba divertidísimo que aquella evolución era «de mi flor».
 
-¿No le parece una barbaridá, Paisano -así le llamaban-, que hayan hecho intendente a don Inacio?
 
El Paisano sonreía, encendiendo el negro, y luego, sacándoselo de la boca, contestaba con toda calma, y no sin algo de burla.
 
-¡Dejenló pastiar qu'engorde!
 
Y, en efecto don Ignacio comenzó a engordar en la Intendencia, haciendo en ella lo que sus antecesores, y rebañando cuanto pesito encontraba a su alcance.
 
Un día tuvo una grave explicación con Silvestre, que le echaba en cara sus procederes administrativos, muy alejados de la honradez acrisolada que exigiera en tanto discurso, en tanta proclama, en tanta profesión de fe a los pueblos en general y al de Pago Chico en particular.
 
-Mire don Inacio, ¡lo qu'est'haciendo es una vergüenza!
 
Don Ignacio lo miró de hito en hito.
 
-¿Y qu'estoy haciendo, vamos a ver?
 
-¿Quiere que le diga? ¿Quiere que le diga? ¡No me busque la lengua, canejo!
 
-Decí, decí no más.
 
-¡Está robando como los otros!
 
El caudillo estuvo a punto de pegarle, pero se dominó, tragó saliva, y cuando se creyó bastante dueño de sí mismo, dijo con tono convincente:
 
-¿Y a mí quién me paga lo qu'hecho? ¿Y la platita que mián comido?...
 
Y después de una pausa, más insinuante aún, confidencial y tierno, exclamó como quien esboza un sublime programa:
 
-¡Dejá que me desquite y verás qué honradez!...
 
 
 
 
== Capítulo XIV ==
 
<center>'''El desquite de don Inacio'''</center>
 
 
 
La historia del gobierno de don Inacio, llegado por maquiavélica combinación política a Intendente Municipal de Pago Chico, sería tan larga y tan confusa como la de cualquier semana del nebuloso y anárquico año 20. ¡Como que duró más de una semana: duró mes y medio!
 
Mes y medio lo tuvieron de pantalla los oficialistas, desprestigiando en su persona a la oposición. Todo era agasajo y tentaciones para él: a cada instante se le ofrecía un negocito, una coima o se le hacía «mojar» en algún abuso más o menos disimulado. En los primeros días don Inacio reventaba de satisfacción: parecíale que el mero hecho de mandar él había cambiado radicalmente la faz de las cosas, que el pueblo tenía cuanto deseaba y soñaba, que los pagochiquenses vivían en el mejor de los mundos...
 
Indecible es la explosión de su rabia, primero cuando Silvestre le dijo las verdaderas en su propia cara, y después cuando Viera le aplicó en La Pampa, varios cáusticos de esos que levantan ampolla. Don Ignacio quería morder, y trataba de echarse en brazos de sus noveles amigos los situacionistas, que acogían sus quejas con encogimientos de hombros y risas socarronas, contentísimos de verlo enredado en las cuartas.
 
Lo del desquite se había hecho público y notorio, gracias a la buena voluntad del farmacéutico.
 
-¿Cuándo podrá ser honrado don Inacio? -se preguntaba generalmente, como chiste de moda.
 
-¡Cuando la rana cric pelos! -replicaba alguno-. ¡Ya le ha tomado el gustito!
 
Los principistas, entretanto, trataban de demostrar que el extravío de un hombre no podía en modo alguno empañar la limpidez y el brillo de todo un programa de honestidad y de pureza. Y Ferreiro y los suyos, aprovechando la bolada, hacían lo imposible para aumentar el escándalo y el desprestigio alrededor de aquel puritano pringado hasta las cejas apenas se había metido en harina.
 
-Así son todos, -predicaban-. ¡Quién los oye! ¡Los mosquitas muertas, en cuantito pueden se alzan con el santo y la limosna!
 
Ferreiro, al aconsejar a los delegados oficialistas de la capital, primero que hicieran municipal a don Ignacio y después que le dieran la intendencia, había echado bien sus cuentas y deseaba dar un golpe maestro que las circunstancias le presentaban maravillosamente, porque, como él solía decir a sus íntimos:
 
-¡Más vale pelear de arriba que de abajo! Cuando uno tiene la sartén por el mango no hay quien se le resista.
 
Pues bien, Ferreiro, conociendo el flaco del «desquite» que aquejaba a don Ignacio, trató de hacerle pisar el palito, pero de tal modo que, al caer, no arrastrara consigo a uno siquiera de los instrumentos que le habían servido siempre en el gobierno local y sus adyacencias. El problema, aparentemente difícil, era de una sencillez bíblica. Ferreiro lo resolvió con un golpe de vista y una decisión napoleónicas.
 
La oportuna renuncia del comisario de tablada -provocada por Ferreiro bajo promesa solemne de reposición e indemnización satisfactoria-, permitió a don Ignacio reemplazarlo con un hombre de su confianza, hechura suya, «capaz de echarse al fuego por él», y más, cuando el fuego estaba agradablemente substituido por el bolsillo del contribuyente.
 
Nadie se opuso al nombramiento, ni nadie lo criticó, salvo los copartidarios del intendente, a quienes todo aquello olía a chamusquina. Bernárdez, pillete carrerista y gallero, que nunca había sido trigo limpio, comenzó en paz a ejercer sus funciones de comisario de tablada, coimeando y robando a gusto, y con prisa, como parte de «esa oposición que tiene el estómago vacío desde hace veinte años, y quiere saciar en una semana el hambre de un cuarto de siglo», -como decía El Justiciero.
 
No costó mucho a Ferreiro amontonar pruebas escritas y testimoniales de aquellas exacciones y de la participación que en ellas tenía don Ignacio, provocando con ellas un bochinche de doscientos mil demonios. Interpelación al intendente en el seno del concejo. Réplica anodina del interpelado. Iniciación por el concejo, ante la Suprema Corte de La Plata, de un juicio político contra el intendente don Ignacio Peña, acusado de abuso de autoridad, malversación de fondos, extorsión, la mar...
 
A todo esto, don Ignacio no había rescatado ni la mitad de los pesitos invertidos en la campaña, opositora, y a cualquier lado que mirara no veía sino enemigos, pues todo el mundo se le había dado vuelta. Abocado al naufragio, suspendido por la Corte, con la comisaría de la tablada intervenida por el tesorero municipal, aquel de la larga fama, dirigió los ojos angustiados hacia los cívicos, esperando hallar entre sus brazos un refugio, por lo menos la piedad y el perdón que alcanzó el hijo pródigo.
 
Nadie le hizo caso. Era la oveja sarnosa que podía contaminar y desprestigiar la majada entera. En La Pampa, Viera le dijo sin piedad:
 
-El escribano Ferreiro le aconsejará lo mejor que pueda hacer. Nosotros lo hemos declarado fuera del partido.
 
El diario publicó, en efecto, esta resolución al día siguiente.
 
Silvestre, menos cruel, lo fue mucho más en realidad, desahuciándolo en esta forma:
 
-¡Tome campo ajuera, don Inacio! ¡Agarre de una vez p'a'lau del miedo! ¡Metasé en un zapato y tapesé con otro!...
 
Don Ignacio trató de defenderse, «quiso corcovear», empezó una larga disertación, puntualizando sus principios, desarrollando sus planes de reforma, enarbolando su bandera cívica... Silvestre que lo miraba con la cabeza inclinada ora a la derecha ora a la izquierda, de tal modo que el intendente podía apenas contener su ira furiosa, le interrumpió de pronto, exclamando con su tono más burlón y agresivo:
 
-¡Ande vas conmigo a cuestas!...
 
Estuvo a punto de recibir un tremendo puñetazo que sólo evitó gracias a su agilidad. Pero era cierto. Don Ignacio no podía ya engañar a nadie ni engañarse a sí propio. Aguardábalo el ostracismo que la patria ingrata reserva a sus grandes hombres... Al día siguiente renunció.
 
La Pampa de Viera dijo que aquello era un colmo de cobardía, la negación de todo valor cívico la confesión de una falta absoluta de conciencia del valor, de las propias acciones, una mancha indeleble que caía sobre la reputación y el carácter de don Ignacio como hubiera caído sobre el partido entero, si éste no hubiera repudiado y excomulgado a tiempo a la pobre oveja descarriada, que sólo merecía desprecio en la acción pública, lástima y olvido en la vida privada, que nunca debió abandonar.
 
El artículo de El Justiciero inspirado por Ferreiro, era mucho menos contundente, y no apaleaba en el suelo al infeliz don Ignacio.
 
«Se ahorra muchos disgustos -decía-, y permite a Pago Chico volver a la marcha normal de sus instituciones, dirigida por hombres que, cuando menos, tienen la experiencia del gobierno, el conocimiento de las necesidades públicas y el tacto que se requiere para no provocar a cada momento graves incidentes y dolorosas complicaciones».
 
Como en aquel tiempo la Suprema Corte, instrumento político de primer orden para el gobierno, recibía cada mes, cuatro o cinco expedientes de conflictos municipales, y los apilaba sin piedad para años enteros si el ejecutivo interesado en la resolución de alguno de ellos no le mandaba otra cosa, el «juicio político» de don Ignacio no había prosperado aún, y mediando la renuncia de la intendencia, de acuerdo los municipales y él, pudieron retirarse los escritos y echar sobre el asunto una montaña de tierra.
 
Don Ignacio, después de esta tragedia, casi no salía de su casa. Cuando se le hallaba por la calle parecía un pollo mojado. El apabullamiento había sido completo. Sin embargo Silvestre no le perdonaba, y una tarde que lo encontró, tuvo todavía alma de decirle:
 
-Lo de la honradez ya lo sabemos, don Inacio.
 
Pero, tengo curiosidá... ¿alcanzó a desquitarse del todo?
 
El otro estuvo a punto de morderlo, y lo hubiera hecho a no ponerse Silvestre a buen recaudo, gritándole:
 
-¡Lástima que no le dejaran empezar la honradez!... ¡No queda peso con vida!...
 
 
 
== Capítulo XV ==
 
<center>'''Las memorias de Silvestre'''</center>