Diferencia entre revisiones de «Sotileza»

Contenido eliminado Contenido añadido
Lingrey (Discusión | contribs.)
Lingrey (Discusión | contribs.)
Línea 3074:
 
Y así salió aquella vez Cleto de la bodega, mustio y pesaroso, cuando creyó haber estado a medio jeme de salir triunfante y coronado.
 
 
 
== Capítulo XXI ==
 
<center> Varios asuntos y Muergo de gala </center>
 
 
Injuriar fuera la perspicacia del lector, por roma que la supongamos (y no supondré yo tal cosa), declararle aquí, en son de noticia importante, que pae Polinar llamó a su casa al matrimonio de la bodega de la calle Alta para hablarle del asunto que le había encomendado Cleto. El pobre fraile, con el trabajo que le daba el sermón que traía entre cejas, y el miedo que le infundían las hembras de Mocejón, tomó aquel partido para perder menos tiempo y no verse en un trance que tan de lumbre temía.
 
Cumplió su cometido con poco entusiasmo, y hasta con la advertencia de que él ni entraba ni salía, y la condición de que, si el asunto cuajaba, no supieran ni las moscas del aire que su lengua se había movido ni para aquello poco que decía por servir al obcecado muchacho.
 
-Cleto es buena persona -dijo al último-. Tendría bien por un lado para ayudar a la casa. No daría guerra en ella; pero la darían otros, sólo por verle allí tan en paz... Ya sabéis de quién hablo. ¿Te acuerdas, Miguel? ¿Te acuerdas, Sidora?... ¡Qué gente, cuerno!; ¡qué gente!... Por otra parte, aunque la muchacha es guapa y honrada de veras, y por ello sólo merece un marqués, como los marqueses no buscan marineras para casarse con ellas, Silda, más tarde o más temprano, tendrá que apechugar con un callealtero del oficio; y este callealtero, greña y palote más o menos, allá se irá en pelaje y en literaturas con el hijo de Mocejón después de limpio y trasquilado... ¿Entendéis lo que digo?... Pues conociendo la voluntad de la interesada, pésense allá en familia las verdes con las maduras de este particular... y al cuerno, hijos; que yo ni entro ni salgo... ¡Y Dios me librará de ello, jinojo!
 
Las mismas verdes y las propias maduras que el padre Apolinar, veían en el asunto tía Sidora y su marido, con la única diferencia de que la primera para todo lo malo hallaba un remedio; y al segundo, hasta lo mejor llegaba a parecerle muy malo en cuanto se metía a comparar el oro bruñido de Sotileza con el cobre roñoso del hombre que la pretendía. Verdad que para tío Mechelín no había nacido galán en el mundo, ni nacería tan pronto, que en buena justicia la mereciera.
 
Sotileza había comprendido, por todo lo que le dijo Cleto, después del recado que le dio la criada del padre Apolinar, que en casa de éste se había tratado el mismo punto que acababa de ventilarse en la bodega. De modo que, a media palabra que la dijo tía Sidora después de convenir con su marido en que era hasta deber de conciencia consultar, sin perder un instante, la voluntad de la interesada, le salió ésta al encuentro para referir lo que le había sucedido con Cleto.
 
-Mejor pa nosotros -dijo tía Sidora-, que un trabajo nos quitas con saberlo ya.
 
-¡Uva! -confirmó tío Mechelín, golpeando el suelo maquinalmente con uno de sus pies.
 
Silda callaba y cosía. Tía Sidora añadió, después de un ratito de silencio:
 
-Conque tú dirás, hijuca.
 
-¿Qué quiere usté que diga?
 
-Lo que te paezca, sobre el caso.
 
-Por sabido se calla.
 
-Poco decir es.
 
-Y la metá sobra.
 
-Quisiera yo, hijuca, que te pusieras en los casos... Hoy na te falta, gracias a Dios; pero mañana o el otro... ya ves tú..., semos mortales, y viejos además, y con poca salú..., has de verte sola..., ¡y puede que muy luego!... La casta es mala... ¡mala!..., no puede ser peor; pero él es un venturao, noble como el pan... Con una miaja de aseo y bien vestido, campará mucho, porque es buen mozo de por sí... No te lo empondero tanto pa metértelo por los ojos, sino porque éste es un caso de que se pongan las cosas en su punto, pa que al resolver no te engañes.
 
-¡Uva! -dijo Mechelín cambiando de pie para golpear el suelo.
 
Como Sotileza no daba lumbres, tía Sidora, algo picada por ello, añadió en seguida:
 
-¡Pero hijuca, respóndenos algo, por el amor de Dios, pa que uno sepa los tus sentimientos! Si temes engañarte por ti mesma, ¿quieres que pidamos consejo, pinto el caso, a don Andrés?
 
-¡Ni se lo miente siquiera! -saltó la moza inmediatamente-. No hace falta ese consejo, ni el de naide tampoco; que bien sé yo lo que me conviene.
 
-Pos eso queremos saber, hijuca: lo que te conviene a ti a la hora presente.
 
-¡Uva!
 
-Me conviene que me dejen en paz sobre esos particulares; que no me hablen más de ellos; porque no me hace falta, porque ca uno se entiende, y lengua me sobra pa decir: «esto quiero» cuando sea de menester. Así estoy a gusto..., y Dios dirá mañana. ¿Me entienden ahora?
 
Y así quedó, por entonces, aquel asunto.
 
Con bastante más calor se ventilaba otro bien distinto en todas las tertulias y cocinas de la calle, desde la noche anterior. Este asunto era el del regateo propuesto por el Cabildo de Abajo, y aceptado por aclamación a claustro pleno en la taberna del tío Sevilla. En aquellos tiempos, todavía los mareantes santanderinos no habían pensado siquiera en meterse en otras aventuras que las del oficio; y un empeño de tal naturaleza removía en ambos Cabildos el entusiasmo de la gente moza, y calentaba la sangre en los entumecidos cuerpos de los veteranos. Porque no se trataba de un lance particular entre dos lanchas rivales, sino de un suceso que revestía toda la solemnidad de los grandes conflictos entre dos pueblos limítrofes. No eran unos cuantos remeros del Cabildo de Abajo que desafiaban a otros tantos del Cabildo de Arriba, ni se trataba tampoco de ganar, en concurso libre, un premio ofrecido por un particular o por el Ayuntamiento, lances en que caben amaños para repartir la ganga entre los competidores, y apenas se siente al amor propio; esto era muy distinto: era un Cabildo en masa desafiando al otro Cabildo, nada menos que para el día de los santos patronos del retador, patronos, a la vez, del Obispado, fiesta solemnísima en Santander; a la pleamar de la tarde, cosa de las tres y media; con el Muelle atestado de curiosos: y se regateaba una onza, sacada de la entraña misma del tesoro de los contendientes; y los mareantes de Abajo eran vanidosos porque eran muchos, comparados con los de Arriba... En fin, que particularmente para éstos, el suceso venía a ser una verdadera cuestión internacional; y por tanto, no es de extrañar que anduvieran interesados en ella hasta los gatos y los perros de la calle Alta.
 
Con este motivo, la bodega de tío Mechelín se vio por las noches más concurrida que de ordinario; pues como no le gustaba ni le sentaba bien salir a la taberna, donde se hablaba mucho del caso, los camaradas que le querían de veras, y no eran pocos, iban de vez en cuando a remozarle los ánimos con los dichos de la taberna, o a pedirle su autorizado parecer, siempre que se necesitaba.
 
Todo esto contrariaba grandemente a Andrés, porque le alejaba de aquellos sitios en la ocasión en que más sentía la necesidad de frecuentarlos hasta conseguir siquiera un cuarto de hora de libertad para advertir a Silda, tan celosa de su honra cuando se trataba de él, lo expuesta que la tenía en boca del salvaje Muergo. En esto no faltaba a la palabra empeñada, porque cuando la empeñó no contaba con lo que oyó después a aquel animal. Y aunque en opinión de Silda faltara, ¿qué? Si le estaba engañando, tonto fuera él en guardarla tan inmerecidas consideraciones; si Muergo mentía, hasta deber de conciencia era advertírselo a ella. Pero aquel ir y venir de gentes extrañas, con lo que ya se había dicho de él por sus visitas a la bodega... y la actitud de su padre, tan distinta de las de otras veces; lo que le advertía, lo que le vigilaba...; las amenazas de Luisa, que podían cumplirse a la hora menos pensada...; y entre tantas contrariedades, espoleado a la vez por los ímpetus de su carácter impaciente y fogoso, discurría las cosas más absurdas, llegaba a veces con sus proyectos a las lejanías más peligrosas. Y era lo peor que ni siquiera se asombraba de ello. Todo se sabía: pensamientos apretados en la mollera de Andrés, resolución descabellada.
 
En cambio, Cleto se congratulaba, a su modo, en aquel inusitado crecimiento de tertulianos en la bodega, porque así pasaba él más inadvertido en ella. Entraba como uno de tantos, y Sotileza no tenía pretexto siquiera para tacharle de porfiado. Observar sin que le observaran; ver sin ser visto, como quien dice. Esto se lograba allí a la sazón y esto le convenía desde que pae Polinar le había dicho que tenía de su parte la voluntad de los dos viejos. ¡Qué bien le supo la noticia! Con lo que él le había dicho a Sotileza y lo que ellos la añadirían, su negocio podía llegar a arreglarse a la hora menos pensada. Entretanto, mucho ojo y mucha prudencia. Y así se conducía, con el pechazo repleto de esperanzas.
 
Muergo volvió a la bodega dos noches después de aquel su altercado con Andrés. Con el clavo que este lance le dejó adentro, la cuestión pendiente entre ambos Cabildos y media juma de aguardiente que llevaba, armó en la tertulia un alboroto, y su tío le prohibió volver a poner allí los pies mientras duraran aquellas excepcionales circunstancias, por obra de las cuales andaban los ánimos muy vidriosos en uno y en otro Cabildo.
 
El de Arriba preguntó al de Abajo, que era el retador, hasta dónde quería el regateo, y desde dónde: él a todo se allanaba.
 
Respondió el de Abajo que hasta la Peña de los Ratones, desde la escalerilla de los Bolados, según costumbre.
 
En aquel mismo día comenzaron los preparativos Arriba y Abajo. Por de pronto, rasca que rasca los pantoques y branques de las lanchas, hasta dejarlos más lisos que la misma seda; y después, afirma bancos, bozas y toletes, y luego carena por lo fino, hasta que no pase una gota de agua; y venga alquitrán que cubra y no pese; y pinta los costados, y dale, por último, sebo a los pantoques, o jabón, si se teme que el sebo se agarre demasiado.
 
La lancha de Arriba se pintó de blanco con cinta roja; la de Abajo, de azul con cinta blanca. Cleto y Colo formaban parte de la tripulación escogida para la primera; Cole y Guarín, de la segunda. Muergo se quedó sin plaza, porque no era de fiar en lance tan delicado, no por falta de empuje, sino por su brutal informalidad. Sintió a su modo el desaire; pero se consoló pensando en que ese día estrenaba vestido, con zapatos y todo, y con el propósito de dar un tiento al palo ensebado, después del regateo.
 
Y así fue llegando el 30 de agosto, con regocijo de tantas gentes, y trasudores del padre Apolinar, que apenas pegó los ojos en toda la última semana, empeñado en meter en la memoria todo lo que había borrajeado durante tres meses cumplidos.
 
Al amanecer, ya estaba Muergo en la Rampa Larga refregándose la cabezona y las patazas con el agua del mar. Después, dejando que éstas se fueran secando por sí solas, mientras iba de vuelta a su casa para ponerse el vestido nuevo, pasábase el gorro por la cara y se peinaba la greña con los dedos.
 
Una hora más tarde, cumpliendo regocijadísimo los deseos y el encargo de Sotileza, subía hacia la calle Alta, reventando en su atavío flamante y resbalándose a cada paso en las aceras, porque no se amañaba con aquellos zapatos de suela algo convexa y muy bruñida, que acababa de estrenar.
 
Increíble parecía a los que le miraban el relieve que adquiría su fealdad envuelta en paño fino y en camisa limpia. ¡Qué relucir de pellejo!; ¡qué caer de melena por debajo de la ancha gorra con borla de cordoncillo!; ¡qué arqueo de brazos!; ¡qué sonreír de gusto!..., y ¡qué andares aquéllos!
 
Sotileza se santiguó tres veces en cuanto le tuvo delante, y juntó después las manos y abrió mucho los ojos, como si se asombrara de que pudieran llegar a tal extremo las humoradas de la naturaleza.
 
-Aguántate así, Muergo -le dijo entusiasmada-. Deja que te arrepare un poco desde lejos. ¡Bendito sea el Señor!
 
-¿Te gusto, puño? -exclamó el otro, parándose esparrancado en mitad de la salita-. ¿Te paizco bien con esta empavesá? ¡Ju, ju!... ¿Ónde está mi tío?
 
-Están a misa los dos... No te marches hasta que vuelvan... Quiero que te vean así.
 
-¡Ni falta que hacen, puño!... Pa que me güelvan a echar... Por ti vine yo, Sotileza..., porque te lo ofrecí; y, más a más, tengo que decirte una cosa que me jurga mucho acá entro, ¡puño!
 
-Pues mira -respondió la moza en ademán resuelto-, si llegas a hablarme de cosa que yo no te pregunte, te planto en metá de la calle y no vuelves a entrar aquí. ¿Lo oyes bien?
 
-¡Puño! ¿También tú?... Pero si tengo un pensar, ¿qué mal hay en echarle juera?
 
-Cuando venga el caso.
 
-Es que agora viene, ¡puño!
 
-¡Te digo que no..., y no seas burro!... ¡Madre de Dios!, ¡qué arte de vestirse!... ¡Ven acá, animal!
 
Muergo avanzó dos pasos hacia Sotileza. Ésta, después de mirarle de arriba abajo, le deshizo el nudo mal hecho de la corbata de seda negra, volvió a hacerle como era debido; estiró los fuelles de la pechera de la camisa y arregló sobre ella las largas puntas colgantes del pañuelo de marga de seda. Muergo le dejaba hacer, sin atreverse a respirar siquiera. Sentía en el pecho la impresión de aquellos dulces manoseos, y temblaba de pies a cabeza.
 
-¡Qué bardal de pelos! -exclamó la moza después que acabó con la corbata-. ¿Por qué no te han esquilado un poco, arlotón? ¿No hay siquiera un peine en todo el Cabildo de Abajo?
 
Y en esto le arrancó la gorra de la cabeza, y comenzó a encresparle la melena con los dedos.
 
-¡Virgen María, si esto es un monte cerrao! Espera que le arregle un poco antes de meter el peine.
 
Y al mismo tiempo que esto decía, Sotileza hundía las manos en la espesura.
 
Muergo lanzaba de su pecho rugidos sordos, y Sotileza, lejos de amedrentarse con ellos, tira de aquí y desbroza de allá, cuanto más roncaba él, con mayor ansia hundía ella sus dedos en la escabrosidad. De pronto lanzó Muergo un verdadero bramido.
 
-¿Te duele? -preguntó Sotileza sin cejar en su empeño.
 
-¡No, puño! -contestó el bárbaro, bajando más la cabeza-. ¡Jálame más..., más!..., ¡que me gusta mucho!... ¡Más juerte, Sotileza!; ¡puño!... Así, así... ¡Jala más!..., ¡más entodía!... ¡Ayyy!...
 
Sotileza dio entonces un salto hacia atrás, porque sintió las manazas de Muergo alrededor de su talle.
 
-¡Eso no! -le gritó al mismo tiempo.
 
-¡Eso sí, puño! -bramó el monstruo-. ¿Pos qué te pensabas?...
 
Y avanzó hacia ella, trémulo y erizado, indómito, espantoso.
 
En el rincón de la salita había una vara con que tía Sidora había sacudido la lana de su colchón unos días antes. Sotileza se abalanzó a ella; y antes que Muergo llegara a tocarle en el pelo de la ropa, ya tenía encima de su alma dos varazos que le arrancaron sendas blasfemias. Muergo se detuvo allí, pero rugiendo y anheloso. Sotileza le sacudió otro par de verdascazos.
 
-¡Atrás!..., ¡más atrás!... -le gritó al mismo tiempo, fiera y resuelta.
 
Muergo retrocedió tres pasos.
 
-¡Más atrás! -insistió Sotileza esgrimiendo la vara-. ¡Allí..., contra la paré!...
 
Y sólo cuando Muergo arrimó a ella las espaldas, dejó Sotileza su actitud amenazante. Muergo jadeaba, y Sotileza poco menos. Ésta le habló entonces así, como si quisiera clavarle al muro con sus palabras:
 
-Ése es tu lugar, y éste el mío. ¿Lo entiendes bien? Pues el día en que vuelvas, a quivocarte, será la última vez que te mire a la cara. ¿Te conformas?
 
-¡Sí, puño! -respondió el otro, como bramaría una fiera acurrucada en el rincón de la jaula.
 
-Toma ahora la gorra -díjole entonces Sotileza con gran serenidad, después de haberla alzado del suelo.
 
Muergo alargó la mano.
 
-Amáñate primero un poco los pelos -le advirtió la resuelta moza, sacudiendo entretanto muy cariñosamente el polvo de la gorra.
 
Muergo obedeció sin chistar.
 
-Baja ahora la cabeza.
 
Muergo obedeció también. Entonces Sotileza, con sus propias manos, le puso la gorra como debía ponerse.
 
-No la toques -le dijo después de enderezarse el otro, en cuyo pecho se oían zumbidos, como de lejanas rompientes-. ¿Estás contento?
 
-Pos mírame tú como otras veces -respondió Muergo-. ¡Así..., así!... ¡Ay, puño, qué salú da eso!
 
Sotileza se echó a reír, y en seguida dijo:
 
-Cuéntame ahora lo que tenías que contarme.
 
Muergo, despertando con estas palabras del estupor en que le había hundido la reciente escena, se disponía a referir a Sotileza el encuentro que tuvo con Andrés en las inmediaciones de la Zanguina; pero entraron en la bodega tía Sidora y su marido, que volvían de misa, y el relato quedó sin hacerse.
 
-¡Alabado sea el Santísimo Nombre de Dios! -exclamó la marinera contemplando a su sobrino-. ¡En los días de su vida discurrió el mesmo Satanás estampa como la que tienes hoy!
 
-¡Vaya, que paeces un gabarrón empavesao! -añadió tío Mechelín haciéndose cruces.
 
Con esto y lo que le había pasado poco antes, acabósele la paciencia a Muergo; el cual, con dos reniegos y una interjección brutal por toda despedida, largóse de allí resuelto a no parar hasta Miranda, en cuya ermita ondeaba, desde el amanecer, la bandera del Cabildo de San Martín de Abajo, y clamoreaba el sonoro esquilón, recreándose en todo ello los ojos y los oídos de los devotos mareantes que, paso a paso, iban acercándose allá por los atajos del breve y hondo valle intermedio.
 
 
 
 
 
== Capítulo XXII ==
 
<center> Los de Arriba y los de Abajo </center>
 
 
El Sardinero, en cuyas soledades se alzó en breves días un edificio, uno solo, destinado a fonda y hospedería, había vuelto a quedarse desierto y abandonado de todos, por obra de un lamentable suceso ocurrido en sus playas. Pasaban veranos y solamente algún entoldado carro del país, que servía de vehículo y de tienda de campaña a tal o cual necesitado de los tónicos vapuleos de las olas, se veía por allí de tarde en cuando; los bailes campestres, tan afamados después acá, andaban a la sazón a salto de romería, y ni siquiera cuajaban en todas ellas; comenzaba a no ser de mal tono entre las familias pudientes lo que en las mismas ha llegado a vicio de veranear en la aldea; un viaje a Madrid era empresa de tres días, y se contaban por los dedos los santanderinos que conocían de vista la capital de Francia; nos visitaban durante media semana los distinguidos herpéticos de Ontaneda, o lo menos vulgar entre los reumáticos de las Caldas o de Viesgo, al fin de sus temporadas, amén de unas cuantas familias «del interior» que por inexcusable necesidad venían a remojar sus lamparones en las playas de San Martín; y por lo tocante a la gente menuda, que no tenía vapores al Astillero, ni trenes a Boo, ni tranvías urbanos, ni sociedades de baile por lo fino, ni otras recreaciones que tanto abundan ahora; ni estaban absorbidos los pensamientos de los unos por los arduos problemas sociales, ni se desvelaban las otras con los cuidados de remendar en usos y atavío a las señoras de copete, merendaba en el Verdoso o en Pronillo, o triscaba tan guapamente en el Reganche o en los prados de San Roque, con variantes de paseo en los mercados del Muelle, cuando el tiempo no permitía lucir al aire libre los trapillos domingueros.
 
Quiero decir con todo esto y lo que me callo, por no repetir lo que bien dicho tengo en no sé cuántos libros y ocasiones, que si entre los mareantes de acá, el suceso de una regata, en los tiempos a que voy refiriéndome causaba todavía las apuntadas impresiones, en la población terrestre también despertaba no poco interés, particularmente si, como acontecía en este caso, era muy señalado el día, y la salsilla agregada por el Municipio daba al espectáculo cierta apariencia de fiesta marítima. Cada Cabildo tenía sus partidarios en la ciudad; y en lides de aquella naturaleza, bien recio demostraba sus inclinaciones cada partidario.
 
Ello fue que, aunque había romería en los prados de Miranda, y el sol calentaba bien, a las dos de la tarde ya estaba a pie firme la primera hilada de curiosos sobre la misma arista del Muelle, desde el Merlón inclusive, hasta cerca de la Capitanía del Puerto. Poco después se formó la segunda fila; y en seguida la tercera, y la cuarta, y la quinta, siempre empujando las de atrás a las precedentes y culebreando, entre todos, los muchachos, y nunca perdiendo su aplomo la primera, ni zambulléndose en la bahía un espectador. Cómo se obra este milagro, nadie lo sabe; pero el milagro es aquí un hecho a cada instante.
 
Detrás de las cortinas tendidas sobre las barandas de los balcones, comenzaban ya las damas a colocarse en apretados racimos, dando la preferencia las de casa a las invitadas de fuera. En el fondo, rostros barbudos. Después iban desapareciendo poco a poco las cortinas, y aparecían, en su lugar, sombrillas y paraguas de todos los imaginables colores; con lo cual, cada balcón ofrecía el aspecto de una maceta enorme con flores colosales.
 
En el Muelle, entre la última fila de curiosos y las casas, buscando agujeros o rendijas por donde colarse, la atolondrada familia del boticario de Villalón; explicando el intríngulis de la regata, que jamás habían visto, a sus respectivas y emperifolladas esposas, el castizo hatinero de Medina del Campo, o el reseco magistrado de Valladolid; risoteando con su novio la repullada sirvienta, y contoneándose los almibarados pollos, no tan encanijados como la crema de ahora, mientras lanzan pedazos de corazón a los balcones, con flechas de miradas mortecinas. De tarde en cuando, cohetes al aire desde el Círculo de recreo y trasera de la Capitanía.
 
De pronto, la música de la caridad resonando a lo lejos; después más cerca, y luego más cerca todavía... hasta que los menos torpes de oído pueden notar que vienen tocando un pasodoble, con bríos muy intermitentes. Las masas se revuelven hacia la escalerilla de los Bolados, a poca distancia del Merlón, y por ella bajan los músicos imberbes; y después, de lancha en lancha, de bote en bote y como Dios y su agilidad les dan a entender, llegan a encaramarse en el puente de un quechemarín que tiene por bauprés una percha ensebada: la cucaña del Ayuntamiento. Y vuelta a soplar allí los pobres muchachos... Y más cohetes desde allí también.
 
Las lanchas y los botes que rodean al quechemarín y se prolongan en ancha faja hacia el norte y hacia el sur, con otras lanchas y otros botes que hay enfrente, llenos de gente también, forman espaciosa calle, a uno de cuyos extremos, el de la escalerilla, están fondeadas dos lanchas en una misma línea, paralela al Muelle; y al opuesto, otra que tiene a proa una bandera con los colores de la matrícula de Santander, tremolando en un corto listón de pino. Aquella bandera será la credencial del triunfo, cuando la coja la lancha que primero vuelva de la Peña de los Ratones, distante de ella tres millas al sur de la bahía.
 
Sopla una ligera brisa del Nordeste; y aprovechándola, voltejean en el fondo de este animado y pintoresco cuadro los esquifes de lujo con todas sus lonas y perejiles al aire. No faltan el Céfiro, regido diestramente por Andrés, a quien acompañan sus amigos; pero no Tolín, que está en el balcón de su casa muy arrimadito a la hija del comerciante don Silverio Trigueras. A media distancia, entre la lancha de la bandera del premio y el quechemarín de la percha ensebada, está, en primera fila, la barquía de Mechelín con toda la gente de la bodega y algunos agregados, los más de ellos por cuestión de amistad, y los menos para ayudar con el remo al veterano de Arriba. Pachuca, con su saya nueva, y Sotileza, hecha un espanto de buena moza, ocupan el lugar preferente; es decir, el centro de la banda que da al callejón despejado. Por una cruel disposición de la casualidad, la familia de Mocejón, puerca, regañona y solitaria, está con su roñosa barquía, dos botes más atrás que la de Mechelín.
 
De pronto se alza entre las gentes embarcadas y las de tierra un rumor que apaga los tristes jipidos de la música, y aparece como una exhalación, por el sur de la Monja, y entre remolinos de espuma, una lancha blanca con cinta roja, cargada de remeros (ocho por banda), en pelo y con una ceñida camiseta blanca con rayas horizontales, por todo vestido de cintura arriba; casi al mismo tiempo, y en rumbo contrario, aparece otra azul con faja blanca, por delante del Merlón, a rema ligera también y tripulada de idéntico modo. Ambos van gobernadas a remo por el patrón respectivo, de pie sobre el panel de popa.
 
Las dos se cruzan como dos centellas, enfrente de la escalerilla, entre el alegre vocerío de los tripulantes; y se deslizan y vuelan, y marcan sus rumbos de gaviotas gallardas curvas de blanca y hervorosa estela. Cualesquiera de las dos sería capaz de escribir así con la quilla el nombre de su Cabildo. Después, la rema es despacio: picadas no más con la pala del remo..., y vuelta a volar en seguida para quedarse pronto con las alas tendidas al aire, meciéndose al blando vaivén de las aguas removidas. En estas evoluciones parecen corceles fogosos trabajados por sus jinetes para domar sus impaciencias antes de entrar en la arena del torneo. Y algo hay de esto en los hermosos escarceos de las lanchas antes del regateo, puesto que lo hacen los remeros para ir entrando en calor. ¡Entrar en calor así! ¡Y con la mitad de ello tendría sobrado un forzudo ganapán para no menearse en cuatro días!
 
En fin, la marea está en su punto; suena la música otra vez; bajan a las dos lanchas de respeto, inmediatas a la escalerilla, personas de ambos pelajes, es decir, el marino y el terrestre; entran de popa en el callejón las dos lanchas del regateo; atrácase cada una de ellas a otra de las del Jurado; sujétanlas allí sendos jueces, llamados señores de tierra, mientras las tripulaciones se ponen en orden y se aperciben a la liza; hácese la convenida señal... ¡y allá va eso!
 
La del Cabildo de Arriba, es decir, la blanca, va por la derecha. A la segunda estropada, está delante de la barquía de Mechelín; y entonces, entre el crujir de estrobos y toletes, rechinar de remos sobre las bozas, el murmullo del torbellino revuelto por las lanchas y el gritar de los remeros, sobresale la voz de Cleto, que rema a proa, lanzando al aire estas palabras resonantes:
 
-¡Por ti, Sotileza!
 
Y Sotileza le vio tender su fornido tronco hacia atrás, y, con la fuerza de sus brazos, arquear el grueso remo de palma, como si fuera un acero toledano.
 
Nada respondió la rozagante callealtera con los labios, porque la emoción sentida con el lance le embargaba el uso de la lengua; y algo hubiera dicho de muy buena gana, ya que no por Cleto solo, aunque no dejó de estimar su cortesía, por el pedazo de honra cabildera que en el empeño se jugaba: pero, en cambio, el viejo Mechelín, vuelto al calor de sus entusiasmos por el fuego de aquellas cosas, agitó la gorra dominguera en el aire, y gritó con la voz de sus mejores tiempos:
 
-¡Hurra por ti, valiente..., y por todos los de allá arriba!
 
Y las dos lanchas pasan como si misterioso huracán las impeliera; y rebasan en tres segundos de la bandera de honor, que las saluda flameando; y las dos estelas se confunden en una sola; y las puntas de los remos enemigos se tocan algunas veces; y caen y se alzan las palas de éstos sin cesar, y tan a tiempo, como si un solo brazo las moviera; y los troncos de los remeros se doblan y se yerguen con ritmo inalterado: de modo que hombres, remos y lanchas componen, a los ojos deslumbrados del espectador, un solo cuerpo regido por una sola voluntad.
 
Y así van alejándose, sin que el ojo más sutil pueda notar medio palmo de ventaja en ninguna de las dos. En ocasiones tales, suele decidir el resultado de la lucha una estrategema: algo como zancadilla a tiempo; una atracada de sorpresa, por ejemplo, cuando no se puede cortar el rumbo, en buena ley, a la más animosa; pero en este caso se juega limpio y a cartas descubiertas.
 
A medio camino, ya se las ve más apartadas entre sí, ganando espacio a la derecha, porque el descenso de la marea comenzará pronto, y hay que contar con la deriva que las apartaría del rumbo conveniente si ahora enfilaran la peña por la proa. Dos minutos después, la simple vista no puede apreciar la diferencia entre sus colores; y un poco más allá, son dos bultos descoloridos, casi informes, y apenas se distingue el aleteo de los remos sino por el centellear del sol en los chorros de líquidos cristales que al levantarse destilan de sus palas.
 
Al fin desaparece una lancha detrás del islote, y en seguida la otra... y vuelven ambas a aparecer por el este del peñasco, conservando la primera la misma ventaja que al ocultarse las dos. Pero ¿cuál de ellas es la que viene delante? Muchos espectadores dudan: los que miran con catalejos de atalaya o con gemelos de teatro, sostienen que la callealtera; y, según sus dictámenes, su ventaja es tal, que tiene ya ganada la partida sólo con no aflojar la rema, aunque la otra redoble sus esfuerzos.
 
Poco a poco van tomando forma los dos bultos y aumentando los tamaños y apreciándose movimientos y colores... Ya pueden los ojos más inexpertos medir la distancia que separa a las dos lanchas; y cuando la callealtera está sobre el banco del Bergamín, tiene la azul a más de cable y medio por la proa.
 
Ninguna de ellas ceja, sin embargo, en sus esfuerzos; en ambas se boga con el mismo coraje que al principio.
 
Ya que una sola ha de vencer, que se estime por los maestros los méritos de la menos afortunada.
 
La callealtera avanza como un rayo, y llega a la boca del ancho canal; y desde allí, con los remos en banda ya, regida por su diestro patrón, se atraca a la lancha de la bandera. Arrebátala Cleto de un tirón, entre los ¡hurras! y el palmoteo de la gente; y sin perder su arrancada, la vencedora llega hasta la barquía de Mechelín; y allí Cleto, desencajado, reluciente de sudor, como todos sus camaradas, dice con su recia voz, trémula por el entusiasmo:
 
-¡Tórnala tú, Sotileza!... ¡pa que la claves tú mesma con las tus manucas!
 
Y con aplauso de todos, compañeros y circunstantes, entrega la bandera, que en aquel momento era la honra del Cabildo de Arriba, a la hermosa callealtera, que la amarra con sus propias manos, como Cleto lo pedía, al pico del tajamar de la lancha triunfadora. Muchos cohetes en el Círculo de Recreo y en la Capitanía, y muchos trompetazos y cohetes también en el quechemarín.
 
Mientras tía Sidora y su marido, locos de alegría, abrazan a Cleto, y también a Colo, que se arrima allí para recibir los aplausos de Pachuca entusiasmada, se alza un coro de maldiciones en la barquía de Mocejón por la «desvergonzada» hazaña de su hijo, y llega hasta cerca de la boca del canal, para torcer el rumbo en seguida y desaparecer por detrás del Merlón, la lancha azul del Cabildo de Abajo.
 
La callealtera había recorrido seis millas en veinticinco minutos.
 
Cuando terminó esta primera parte de la fiesta, ya estaban sobre el puente del quechemarín, en cueros vivos, salvo la zona cubierta por un pintoresco taparrabos, los contendientes de la cucaña.
 
Muergo era uno de ellos, y andaba dado a los demonios porque acababa de presenciar desde allí el episodio de la barquía cuando más le estaba requemando la derrota de la lancha de su Cabildo. Pensaba vengarse de Cleto ofreciendo a Sotileza la bandera de la cucaña.
 
Por verle las gentes asomar al palo, se oyó una exclamación de asombro avanzar en oleadas desde la muchedumbre del Muelle hasta la que circundaba al quechemarín. Parecía un bárbaro australiano, o un salvaje de la Polinesia.
 
A los dos pasos sobre la percha, se le fueron los pies; perdió el equilibrio, y cayó al agua dando tumbos y pernadas en el aire. Entonces se le tuvo por algo así como un chimpancé, derribado por una bala desde la copa de un árbol de los bosques vírgenes del África. Resoplando en el agua verdosa, buceando y revolviéndose en ella como si fuera su natural elemento, un ballenato pintiparado. A todo se parecía menos a un hombre de raza europea. Y como él tomaba el bureo por aplausos a sus donaires, en cada tentativa de asalto a la cucaña hacía mayores barbaridades.
 
Desde las primeras, estaba Sotileza con grandes deseos de marcharse de allí; y como a tía Sidora le pasaba lo mismo y a tío Mechelín no le divertía gran cosa, armáronse los remos de la barquía, y fuese ésta poquito a poco hacia la calle Alta.
 
El lector y yo nos apartaremos también de aquel espectáculo que, con Muergo y sin ellos, cansa muy pronto a los más pacientes espectadores.
 
 
 
== Capítulo XXIII ==
 
<center> Las hembras de Mocejón </center>
 
 
Por la noche rebosaba de parroquianos la Zanguina, y apenas cabían los sobrantes en los arcos de afuera. Los ochavos de la cucaña se habían partido entre los que luchaban por ellos; y así y todo, fue necesario una trampa, consentida por quien pudo no pasarla, para llegar sin zambullida hasta el extremo de la percha. Muergo, que no halló los zapatos al retirarse, después de rascar malamente el sebo que se le había agarrado al pellejo durante la brega y a pesar de los remojones, se había propuesto invertir su ganancia correspondiente en darse un regodeo de estómago y en un moquero blanco para regalar a Sotileza. Porque aunque de pronto le costó un berrinche la pérdida de los zapatos, considerando después que éstos de nada habrían de servirle, puesto que no se amañaba a andar con ellos, acabó por darlos al olvido. Así es que mientras el Cabildo entero se agitaba en su derredor comentando a gritos el suceso de la tarde, él, calladito y descuidado, atiborraba el cuerpo de fritanga y pan del día, con largas intermitencias de lo tinto, especialmente cuando el diablo le amontonaba en la memoria el suceso aquél de la bandera después de la regata; los verdascazos de por la mañana, cuando soñaba con cosa bien distinta, y hasta su encuentro nocturno con Andrés, cuyo relato no había podido hacer a Sotileza... ¡Andrés!... ¡Bien de veces le vio él aquella misma tarde rondando la barquía callealtera con su bote! ¡Y qué ojos echaba el tunante a algo de lo que había en ella! Para matar este gusanillo, latigazo doble; y así iba capeando el temporal tan guapamente.
 
En un grupo de los de afuera departía el padre Apolinar, muy sulfurado.
 
Tomando lenguas de unos y de otros, había llegado a saber que su panegírico de los Santos Mártires de la Calahorra no había gustado cosa mayor al Cabildo, y hasta que, en opinión de algún escrupuloso, el sermón no valía.
 
Esta indignidad traía desconcertado al santo varón.
 
-¡Cuerno con los doctores de suerte! -exclamaba el fraile-. Pues ¿a qué estarán acostumbrados, jinojo?
 
-Tocante a eso, pae Polinar -le respondió un patrón de lancha, muy mesurado en el decir-, y sin ofensas de naide, solamente dende el año cuarenta y nueve, en que nusotros solos hicimos esa capilla, por habérsenos echado de la Puntida pa labrar allí esas casonas que hay ahora; solamente dende esos tiempos, sin contar los de atrás, se han dicho cosas de primera, motivao a los Santos Mártiles, por hombres de mucha palabra y fino saber...; la verdá por avante, pae Polinar, sin agravio de nenguno.
 
-¡Cosas de primera!, ¡cosas de primera, jinojo!... ¡Vaya unas cosas! Punto más, tilde menos, siempre las mismas. Que les cortaron la cabeza en Calahorra, que los verdugos las echaron al Ebro..., y mucho de ¡oh! por aquí, ¡ah! por el otro lado... y chanfaina al último, ¡jinojo!... Chanfaina y no más que chanfaina. ¿Sabías tú lo del barco de piedra?
 
-¿Quién será capaz de no saberlo aquí, pae Polinar?
 
-Claro, hombre, claro. Pero ¿como yo lo conté?... ¿Cómo venía el barco?..., ¿qué rumbos tomaba?..., ¿qué tiempos y qué mares le combatían?..., ¿cómo abocó a este puerto?..., ¿por qué no abocó a otro antes?... ¿Os han contado algo de ello nunca esos picos de oro, con traza y con arte?; ¿lo sabían, por si acaso, como lo sé yo?... ¿Sabía el Cabildo mismo aquello de la peña de los Mártires..., la Horadada, que llaman otros?
 
-Algo se sabía de eso, pae Polinar.
 
-¡Algo, algo! Saber algo es lo mismo que no saber nada en cosas tan importantes, ¡cuerno! Pues ahora ya lo sabéis con todos sus pelos y señales. Ya sabéis que ese arco admirable que forma la peña fue hecho por el barco milagroso al tropezar con ella y pasarla de parte a parte. Y ¿por quién lo sabéis?..., ¿lo sabéis por la boca de esos predicadores de rasolís? Pues lo sabéis por habérmelo oído a mí esta mañana; a mí, a este pobre fraile del convento de Ajo, que, con enseñaros tanto en un sermón de tres meses de fatiga y más de quince textos en latín de lo mejor, no llegó a daros gusto... ¡Margaritas a puercos..., hijo; margaritas a puercos! Pero más tarde os veréis en otra; y éste será el mejor castigo que merecen, ¡cuerno!, las habladurías de esos fanfarrias... Y no digo más, ¡jinojo!, porque os pica mucho el ajo de esta tarde, y no quiero que penséis que me alegro de ello, por tomarlo a castigo de Dios...; que bien pudiera, ¡cuerno!, que bien pudiera tomarlo por esa banda sin pecado de vanidad. ¡Uf!... ¡Lenguas, lenguas; linguae corruptae; carne mísera, carne concupiscente!... ¡Y adiós, muchachos, que me voy a mis quehaceres!... Por supuesto, no hay que advertir que lo uno no quita lo otro. La puerta del padre Apolinar no se cerrará por eso a nadie. ¡Pero cuidado con que llaméis a ella en todos los días de vuestra vida, para asuntos de la Cátedra del Espíritu Santo!..., porque entonces no responderé aunque me la echéis abajo..., ¡aunque me la echéis abajo, cuerno!
 
Y se fue pae Polinar menos enfadado de lo que él mismo creía.
 
Entretanto no se podía parar en la calle Alta. Cánticos en la taberna, diálogos de balcones y ventanas, jolgorios en las aceras y bailoteos en medio del arroyo. Todo aquel vecindario estaba desquiciado de alegría..., todo, menos la familia de Mocejón, que, encerrada en su caverna, no cesaba de maldecir a Cleto por la afrenta que había echado a la casa haciendo lo que hizo con la «moscona de abajo» después del regateo... Y para mayor rescoldera de las dos furias, el lance se comentaba en la calle con aplauso general, porque en la calle no había pizca de vergüenza, y era voz corriente que ninguna moza era más merecedora que Sotileza de lo que con ella se hizo, por ocurrencia gallardísima de Cleto; y hasta se había hablado de si apareaban o no; de sí había o no había mutuos y trascendentales propósitos entre ambos, y de que, si no los había, debiera de haberlos... Y mucho de ello se había escuchado desde el quinto piso; y por no oírlo, se habían cerrado las puertas del balcón y se habían tapiado hasta las rendijas, prefiriéndose por las hembras de Mocejón este recurso al de dar rienda suelta a sus iras venenosas en ocasión tan comprometida para ellas. Porque voluntad y lengua y arte, les sobraba para alborotar en medio cuarto de hora toda la calle. ¡Lo habían hecho tantas veces!... Pero faltaba la ocasión, la disculpa; un poco, no más, de motivo, de apariencia de él tan sólo; y en cuanto le tuvieran, y le tendrían porque tras él andaban sin descanso..., ¡oh, entonces, entonces, las pagaría todas juntas la tal y la cual de la bodega de abajo, y aprendería lo que ignoraba el mal hijo, el infame hermano, el indecente, el animal, el sinvergüenza, el lichonazo de Cleto!
 
Y no cerraban boca, mientras Mocejón zumbaba como un tábano en el rincón de la sala, y el acribillado mozo saboreaba en la taberna de tío Sevilla, ajeno enteramente al hervidero de entusiasmo que le circundaba, y en plácido reposo, los dulcísimos recuerdos de su última proeza.
 
En la bodega de Mechelín no cabía la gente cuando llegó Andrés. Porque Andrés creyó muy de necesidad darse una vueltecita por allí para felicitar al veterano y echar unos parrafejos con la familia, en ocasión tan señalada. Tía Sidora reventaba en el pellejo; su marido parecía haber arrojado veinte años de encima de cada espalda. Sotileza, después de las emociones de la tarde, se hallaba ya en su acostumbrado nivel.
 
El remozado pescador, por remate de largos comentarios del regateo, llegó a decir a Andrés:
 
-¡Mire usté, hombre, que fue advertencia bien ocurría la de ese demonio de muchacho!... Ya lo vería usté, que no andaba muy lejos... Hablo relative a la bandera que entregó a Sotileza pa que ella misma la amarrara a la lancha. ¡Dígote que no lo creyera en él!... Y que me gustó el auto, ¿por qué se ha de negar?... Y tamién a ti, Sidora, que hasta pucheros hacías de puro satisfecha...; y al mesmo angeluco de Dios éste, que bien se le bajó el color y le temblaron las manucas...; ¡y a toa la gente de la calle, hombre, que se hace lenguas sobre el caso!
 
-¿Querrá usté creer, don Andrés -añadió tía Sidora-, que anda el muchacho, a la presente, como si hubiera cometío con nosotros un pecao mortal? ¡Seré venturao de Dios esa criatura!... ¡Vea usté! Otros, en su caso, meterían la ocurrencia por los ojos.
 
-¡Uva! -confirmó tío Mechelín.
 
¡Preguntarle a Andrés si había notado el suceso, cuando no perdió el detalle más insignificante de él!... ¡Encarecerle la ocurrencia de Cleto, y los merecimientos de Cleto, y hasta el agradecimiento de Sotileza, cuando lo tenía todo junto, hecho un bodoque, atravesado en la garganta algunas horas hacía! Pero ¿cómo había de sospechar el honradote matrimonio, aunque hubiera sabido lo de la arboleda de Ambojo y lo que a esto se siguió en la bodega, que un mozo de las condiciones aparentes de Andrés podía dar en la manía de no sufrir con paciencia ni que las moscas, sin permiso de él, se enredaran en las ondas del pelo de Sotileza? Algo mejor lo sabía ésta; y por saberlo, con una ojeada rápida leyó en la cara de Andrés el mal efecto que le estaban causando las alabanzas a la galantería del pobre Cleto. Por eso trató de echar la conversación hacia otra parte; pero no pudo conseguirlo. Tío Mechelín, ayudado de su mujer y de los tertulianos, entre los cuales se hallaban Pachuca y Colo, insistía en su tema; y como todo lo veía entonces de color de rosa, y a todos los quería alegres y satisfechos a su lado, acabó sus congratulaciones y jaculatorias diciendo:
 
-¡Mañana va a ser domingo tamién pa ti, Sotileza! Ya que tanto te gusta la deversión, vas a venirte conmigo en la barquía a media mañana. A poco más de media tarde estaremos de vuelta.
 
-Hay mucha costura sin remate -respondió Sotileza.
 
-No puede ser por mañana -dijo tía Sidora-, porque tengo yo que estar en la Plaza todo el día. Otra vez irá. ¿Nordá, hijuca?
 
-¡Por vida del incomeniente! -exclamó Mechelín-. Otro día puede que no esté yo de tanto humor como estaré mañana. Pero, en fin, haré por estarlo. ¿Nordá, saleruco de Dios?
 
Cuando salió Andrés de la bodega, muy poco después de esta conversación, mientras iba calle abajo hacia la Catedral, jurara que llevaba en cada oído un importuno moscardón que le iba zumbando sin cesar unas mismas palabras. Algo más allá, estas palabras, que le sonaban en los oídos, eran gérmenes de pensamientos que se le revolvían en la cabeza; andando, andando, estos pensamientos engendraron propósitos; y estos propósitos llenáronle de recuerdos la memoria; y estos recuerdos produjeron luchas violentísimas, y las luchas, serios razonamientos; y los razonamientos, sofismas deslumbradores; y los sofismas, propósitos otra vez; y estos propósitos, tumultos y oleadas en el pecho.
 
Así llegó a casa, y así pasó la noche, y así despertó al otro día, y así fue al escritorio; y por eso engañó a Tolín a media mañana y, por segunda vez en su vida, con otro pretexto mal forjado, para faltar a todos sus deberes.
 
Al abocar, un cuarto de hora más tarde, a la calle Alta por la cuesta del Hospital, no sin haber pasado antes por la pescadería y visto desde lejos a tía Sidora bajo su toldo de lona, Carpia, que salía de su casa, retrocedió de pronto; metióse en el portal, echó escalera arriba y se puso en acecho en la meseta del segundo tramo. Desde allí, procurando no ser vista, vio entrar a Andrés en la bodega. En seguida subió volando al quinto piso; habló breves palabras con su madre, y volvió a salir a la escalera; bajó hasta el portal sin hacer ruido; y de puntillas, conteniendo hasta la respiración, como un zorro al asaltar un gallinero, se acercó a la puerta de la bodega. Estirando el pescuezo, pero cuidando mucho de no asomar la cabeza al hueco de la puerta, abierta de par en par, conoció por los rumores que llegaban a su oído sutil, que los «sinvergüenzas» no estaban enfrente del carrejo, sino al otro extremo de la salita. Escuchó más, y oyó palabras sueltas, que le sonaron a recriminaciones de Sotileza y a excusas y lamentaciones apasionadas de Andrés... Por más que aguzaba el oído, bien aguzado de suyo, no podía coger una frase entera que la pusiera en la verdad de lo que pasaba allí.
 
-¿Y qué me importa a mí la verdá de lo que pueda pasar entre ellos? -se dijo, cayendo en la cuenta de lo inútil de su curiosidad-. Lo que importa es que se crea lo peor; y eso es lo que va a creerse ahora mismo.
 
Y en seguida hundió la cabeza desgreñada en el vano; miró a la cerradura de la puerta, arrimada a la pared del carrejo; vio que la llave, como presumía, estaba por la parte de afuera, lo cual simplificaba mucho su trabajo; avanzó dos pasos callandito, muy callandito; alargó el brazo, y trajo la puerta hacia sí, con mucho cuidado para que no rechinaran las bisagras; comenzó a trancar poco a poco, muy poco a poco, mientras adentro crecía el rumor de la conversación, y cuando hubo corrido así todo el pasador de la cerradura, quitó la llave y la guardó en el bolsillo de su refajo. En seguida salió del portal a la acera; llamó a su madre desde allí; y tan pronto como la Sargüeta respondió en el balcón, dijo con sereno acento, y como si se tratara de un asunto corriente y de todos los días:
 
-¡Ahora!
 
Aquí, unos cuantos compases de silencio. Poca gente por la calle; algunas marineras remendando bragas en los balcones, o asomadas a tal cual ventana de entresuelo, o murmurando en un portal. Carpia está a la parte de afuera del de su casa, arrimada a la pared, con los brazos cruzados. Chicuelos sucios revolcándose acá y allá. De pronto se oye la voz de la Sargüeta:
 
-¡Carpia!
 
-¡Ñora!
 
-¿Qué haces?
 
-Lo que usté no piensa.
 
-Súbete a casa con mil rayos.
 
-No me da la gana.
 
-Ya te he dicho que no te pares nunca onde estás... ¡y bien sabes tú por qué!... ¡Güena casa tienes pa recreo sin estorbar a naide!... ¡Arriba te digo otra vez!...
 
-¡Caraspia, que no me da la gana! ¿Lo oye?
 
-¡Que subas, Carpia, y no me acabes la paciencia!... ¡Que na tienes que hacer en onde estás!
 
-Tengo que hacer mucho, madre, ¡mucho!..., ¡más de lo que a usté se le fegura, caraspia!... Estoy guardando la honra de la escalera, ¡sí!, y la honra de toa la vecindá. ¡Ha de saberse dende hoy quién es ca uno!..., ¡por qué está la mi cara abrasá de las santimperies, y por qué están otras tan blancas y tan repolidas! ¡Caraspia, que esto no se puede aguantar! ¡A los mesmos ojos de uno!... ¡a la mesma luz del megodía! ¿Es esto vergüenza, madre? ¿Es esto vergüenza?... Pus pa sacársela a la cara estoy aquí ahora..., ¡pa que se acabe esto de una vez, se queden las gentes de honor en sus casas, y vayan las enmundicias a la barreúra! Pa eso... ¡La mosconaza!, ¡la indecenteee!...
 
-Pero, mujer, ¿qué es ello?, ¿qué está pasando, Carpia?
 
-¡Que el c... tintas y la señorona, solos, los probes de Dios, están en la bodega a puerta cerrá!... ¡y que esta casa, de portal de arriba, no es de esos tratos, caraspia!
 
Aquí ya se acercan los chicuelos a la hija de la Sargüeta; se detienen los transeúntes; se abren los balcones que estaban cerrados, y se ponen de codos sobre las barandillas mujeres que antes estaban sentadas entre puertas.
 
Y replica la Sargüeta desde el balcón, a su hija, que se contonea en la acera delante del portal:
 
-¿Y esto te pasma?... ¿Y por eso te sofocas, inocente de Dios? ¡Pos bien a la vista estaba! ¡Delante de los ojos lo tenías! Pero con too y con eso, guarda el sofoco, que pueden angunas que nos escuchan pedirte cuenta de lo que digas... ¡Porque aquí no habría gente de mal vivir si no hubiera sinvergüenzas que las taparan, ¡puñales!... Y delante de la cara de Dios, tan bribona es la que se vende por un pingajo, como la que la empondera..., y de estas encubridoras hay aquí muchas, ¡puñales!... ¡Y ésas son las que sonsacan a los hijos de familia pa meterlos en esas perdiciones y afrentar a las gentes de bien! ¡Ésas, ésas!, ¡y por lo que chumpan!, ¡y lo que se les pega!.., ¡y lo que las vale!... ¡Así estoy yo sin hijo!... ¡así me le engañaron!..., ¡bribonas!..., ¡que él no se alcordaba de ella!, ¡bien en paz vivía en su casa!... (De pronto se fija la Sargüeta en una vecina de enfrente, que la estaba mirando.) ¿Qué se te pierde aquí, pendejona?... ¿Te pica lo que digo?... ¿Te resquema la conciencia?
 
-¡Calla, infamadora, deslenguada! -dice la aludida, que ni se acordaba de entrar en pelea, pero que no la rehúsa, ya que se le pone tan a mano-. ¿Qué se me ha de perder a mí en tu casa si no es la salú, con sólo mirar hacia ella?
 
Carpia desde abajo:
 
-¡Déjela, madre, déjela, que con ésa se mancha hasta la basura que se la tire a la cara!
 
-¡Dejarla yo! -exclamó la Sargüeta, deshaciéndose el nudo del pañuelo de la cabeza para volver a hacerle con las manos trémulas por la ira-. ¡Dejarla yo!.., sin pelos en el moño la dejaría, ¡puñales!, si la tuviera más cerca.
 
-¿A mí, tú? -dice la de enfrente comenzando a ponerse nerviosa-. ¡Lambionaza!... ¡bocico de chumpagüevos!
 
-¡A ti, sí, chismosona!..., ¡cubijera!... ¡Y también a esa otra lambe-caras que te está prevocando contra mí!
 
La «otra lambe-caras», desde su balcón:
 
-¡Echa, echa solimán por esa bocaza de demonio, coliebra!..., ¡escandalosa!..., ¡borrachona!...
 
Carpia, desde abajo, sin que se callen las de arriba:
 
-«¡Escandalosa!»... Pregúntela, madre, por qué la carenó el pellejo la otra noche el su marido... Y si no se atreve a cantarlo, que lo cante la brujona de la su vecina, que la corre los cubijos por lo que se le pega al gañote, ¡caraspia!
 
La «brujona» del entresuelo, sin que callen las anteriores:
 
-¿Yo cubijera de naide? ¡Desvergonzaona!..., ¡cancaneá!... ¡envidiosa!... ¿Te lo ha dicho ella por si acaso?
 
-Me lo ha dicho quien lo ha visto con sus mesmos ojos... y no me dejará mentirosa a la hora presente..., porque oyéndolo está bien cerca de aquí, asomá a la ventana, por más señas... ¡Caraspia, no te hagas la disimulá, que too el mundo sabe que por ti hablo!
 
La de la ventana, entre el vocerío de todas las anteriores:
 
-Pa que yo te dijera esas cosas, juera menester que me rebajara a cruzar palabra contigo y alcordarme de espantajos indecentes como esa otra... Y tú, perra lambiona, ¿por qué tiras de la lengua a denguno, cuando eres un talego de maldaes, como la madre que te parió? ¡Desgorbernás..., que dormís las cafeteras en el balcón por falta de cama!..., ¡porconazas!...
 
El «espantajo indecente»:
 
-¡Qué más quisieras tú, desollaona, descamisá, que yo te consintiera tomar en boca el mi nombre!
 
La de la ventana:
 
-¡Puáa! ¡Allá va el nombre tuyo ahora mesmo!... ¡Abaja a recogerle en la basura de la calle, que la está manchandoooo!...
 
Y por aquí corta la muestra del paño de los procedimientos por medio de los cuales van las hembras de Mocejón enzarzando reñidoras en la pelea, y a la vez subdividiéndola en otras muchas y por otros tantos motivos diferentes entre sí; de modo que en menos de un cuarto de hora está toda la calle, como diría don Quijote, lo mismo que si se hubiera trasladado a ella la discordia del campo de Agramante, pues «allí se pelea por la espada, aquí por el jaez, acullá por el águila, acá por el yelmo, y todos pelean y todos no se entienden». Se grita a gañote suelto, y se vomitan vocablos cuya crudeza no puede representarse por signos de ninguna especie, porque no los hay que pinten su dejo de carácter, aguardentoso, desgarrado y maloliente a la vez. Todas las reñidoras gritan a un tiempo, y ya no se trata de responder a una agresión asquerosa con otra más desharrapada, sino de expeler, a toda fuerza de pulmón, cuantas injurias, cuantas torpezas, cuantas hediondeces se le vayan ocurriendo a cada furia de aquéllas. Para el buen éxito de estos propósitos no hasta la voz humana, por recia que sea, en medio de la infernal barahúnda, y se acude al auxilio de la gimnástica, porque la simple mímica vulgar no alcanzaría tampoco. Por eso patea una mujer aquí, puesta en jarras; y allí se revuelve otra, y ata y desata diez veces seguidas el pañuelo de su cabeza; y otra se alza y se baja más allá, con los ojos encandilados y las venas del pescuezo reventando; quién se golpea desaforadamente las caderas con los puños cerrados, o se azota el trasero con las manos abiertas; otra echa el tronco fuera de la balaustrada, y con las greñas sobre los ojos y el jubón desatado, esgrime los dos brazos al aire; y otras, en fin, como las hembras de Mocejón, lo hacen todo ello en un instante, y mucho más todavía, sin dar paz ni sosiego a sus gargantas, ni punto de reposo a sus lenguas maldicientes.
 
No era nuevo este espectáculo en la calle Alta; y por no serlo, los transeúntes le daban escasa importancia al advertirle, pero al preguntar por el motivo al primer espectador arrimado a una pared, o esparrancado en medio de la acera, oían mencionar la supuesta engatada de la bodega de Mechelín, que para eso estaba allí Carpia, más atenta a propagar estos rumores por la calle que a defender su terreno en la batalla, especialmente desde que ésta había llegado al ardor y al movimiento deseados; y los transeúntes y los curiosos de todas especies iban arrimándose y arrimándose, uno a uno y poco a poco, hasta formar espeso y ancho grupo delante de la puerta; y continuando las preguntas, se declaraban nombres y apellidos, y se aguzaba la curiosidad y sobrevenían los comentarios de rigor.
 
De vez en cuando la puerta de la bodega retemblaba, sacudida por adentro; y entonces en la boca de Carpia había sangrientos dicharachos para los pícaros que fingían de aquel modo estar encerrados juntos contra su voluntad.
 
El lector honrado comprenderá sin esfuerzo la situación de aquellos infelices. Sotileza, en el calor del hondísimo disgusto que la produjo la llegada súbita de Andrés, desalentado, confuso y balbuciente, señal de lo descabellado de su resolución, atenta sólo a reprocharle con palabras duras su temerario proceder, no oyó el poquísimo ruido que hizo la puerta de la bodega al ser cerrada por Carpia; o le atribuyó, si llegó a fijarse en él, a causas bien diferentes de la verdadera; y por lo que toca a Andrés, ni un cañonazo le hubiera distraído del aturdimiento en que le puso la resuelta actitud de Sotileza. Tampoco le llamaron la atención las primeras y, para ella, confusas voces de Carpia dirigiéndose a su madre, pues acostumbrada la tenían las mujeres del quinto piso a oírlas dialogar harto más recio desde el balcón a la calle; pero cuando empezó a encresparse la pelamesa, y el vocerío fue más resonante, la misma gravedad de la situación en que se veía la pobre muchacha excitó su curiosidad; y dejando interrumpidas sus duras recriminaciones a Andrés, que no hallaba réplicas en sus labios, apartóse de él para observar lo que acontecía afuera, desde la misma salita. En cuanto vio la puerta cerrada al otro extremo del carrejo, se lanzó hasta ella; y al enterarse de que estaba sin llave y corrido el pasador de la cerradura, exclamó con espanto, llevando sus manos cruzadas y convulsas hasta cerca de la boca:
 
-¡Virgen de las Angustias!..., ¡lo que han hecho conmigo!
 
Después miró por el ojo de la cerradura y vio a Carpia junto a la puerta de la calle, y en derredor de ella, algunos curiosos que la interrogaban y miraban después hacia la bodega. Sintió un frío mortal en el corazón, y le faltaron alientos hasta para llamar a Andrés, que, aturdido e inmóvil, la contemplaba desde la salita. Al fin le llamó con una seña. Andrés se acercó. Sotileza, con el color de la muerte en la cara, desencajados los hermosos ojos y temblando de pies a cabeza, le dijo:
 
-¿Oyes bien el vocerío?... Pues mira ahora lo que se ve por aquí.
 
Andrés miró un instante por la cerradura, y no dijo después una palabra ni se atrevió a poner sus ojos en los de Sotileza, mientras ésta le interpelaba así, entre angustiada e iracunda:
 
-¿Sabes tú lo que es esto? ¿Sabes por qué está cerrada esta puerta?
 
Andrés no supo qué responder. Sotileza continuó:
 
-Pues todo esto se ha hecho para acabar con la honra mía. ¡Mira, mira cómo me la pisotean en la calle! ¡Virgen de la Soledá!... ¡Y tú tienes la culpa de ello, Andrés!..., ¡tú la tienes!... ¿Ves como ya salió lo que yo temía? ¿Estás contento ahora?
 
-Pero ¿dónde está la llave? -preguntó Andrés en un rugido, trocado de repente su abatimiento en desesperación.
 
-¡Ónde está la llave!... ¿No lo barruntas? En las manos o en la faltriquera de esa bribona que nos ha trancao..., ¡porque andaba hace mucho detrás de algo como esto para perdición mía! Y te vería entrar aquí; y para que tú y yo seamos bien vistos al salir de la bodega juntos, habrán armao esa riña ella y su madre... porque tienen esas cosas por oficio. ¿Te vas enterando, Andrés? ¿Te vas enterando bien de todo el daño que hoy me has hecho?
 
Andrés, por única respuesta a estas sentidas exclamaciones de la desventurada muchacha, se abalanzó a la puerta; y en vano añadió a la fuerza de sus brazos la que le prestaba la desesperación, para hacer saltar la cerradura. Después golpeó los ennegrecidos tablones con sus puños de hierro. Nada adelantó.
 
-¡Dame una palanca, Silda..., un palo..., cualquier cosa! -gritó en seguida-. ¡Yo necesito abrir esta puerta ahora mismo, porque tengo que ahogar a alguno entre mis manos!
 
-No te apures -le dijo Sotileza, con acento de amarga resignación-, ya se abrirá ella a su debido tiempo, que para eso la cerraron.
 
Andrés dejó la puerta y corrió a la salita, acordándose de la ventana que había en ella. Pero la ventana tenía una gruesa reja de hierro. No había que pensar en moverla. Vio la vara con que Sotileza había sacudido el polvo a Muergo el día antes, y trató de arrancar la cerradura apalancando con un extremo de aquélla contra el tablero de la puerta; pero la cerradura estaba sujeta con gruesos clavos remachados por afuera. Metió la vara por debajo de la puerta y tiró hacia arriba; y la vara se rompió al instante. Metió después sus propios dedos, puesto de rodillas; tiró con todas sus fuerzas... y nada; ni siquiera una astilla de aquellas tablas de empedernido roble.
 
Entretanto, crecía el alboroto afuera y espesaba el grupo de mirones enfrente del portal; y Sotileza, febril y desasosegada, aplicaba a menudo la vista y el oído al ojo de la cerradura, y se enteraba de todo. Veía la ansiedad por el escándalo pintada en los rostros vueltos hacia la bodega, y oía las palabras infamantes que contra su honor vomitaba la boca infernal de la sardinera; y en cada instante que corría sin poder salir de aquella cárcel afrentosa, sentía en la cara el dolor de una nueva espina de las que iba clavándole allí el azote de la vergüenza. ¡Qué diría la honrada y cariñosa marinera si al volver de la plaza encontraba la calle de aquel modo, y se enteraba de lo que ocurría antes de que ella pudiera relatarle la verdad! ¡Y el viejo marinero! ¡Virgen María!..., ¡qué golpe para el infeliz, cuando volviera por la tarde tan ufano y gozoso!
 
Estas consideraciones eran las que principalmente atormentaban a la desdichada Silda; y en la vehemencia de su deseo de salir cuanto antes a ventilar el pleito de su honra delante de la vecindad, lanzábase también a golpear la puerta, y a proferir amenazas, y a desahogar su desesperación a voces por todos sus resquicios.
 
En cuanto Andrés se convenció de que no había modo de salir de allí por la fuerza, cayó otra vez en un profundo abatimiento, que le acobardaba hasta el extremo de taparse los oídos para no sentir la barahúnda de afuera y de suplicar a Silda que no le abrumara más con el peso de sus justísimas reconvenciones. Entonces veía con perfecta claridad lo insensato y criminal del empeño en que estaba metido, y el alcance espantoso que en derredor de sí iba a tener su insensatez imperdonable.
 
En uno de estos momentos, sentado él, con los codos sobre las rodillas y la cabeza entre las manos, y Sotileza en medio de la sala, con los puños sobre las caderas, la vista perdida en el cúmulo de sus pensamientos, la boca entreabierta, la faz descolorida y el alto pecho jadeante, dijo de pronto Andrés, alzando la hermosa cabeza:
 
-Silda, el que la hace, la paga; y si esto es ley hasta en asuntos de poco más o menos, en pleitos de la honra debe serlo con mayor motivo. Yo estoy manchándote ahora la buena fama...
 
-¿Qué quieres decirme? -preguntóle duramente Sotileza, saliendo de sus penosas abstracciones.
 
-Que las manchas que caigan en tu honra por culpa mía, yo las lavaré, como las lavan los hombres de bien.
 
Mordióse los labios Sotileza, y clavando sus empañados ojos en Andrés, díjole al punto:
 
-¡Lavar tú las manchas de la mi honra!... ¡Harto harás con limpiar allá abajo las que ahora mismo están cayendo encima de la tuya!
 
-¡Eso no es responder en justicia, Sotileza!
 
-Pero es hablar con la verdad de lo que siento. ¡Ay, Andrés!, si contabas con esa idea pa reparar tan poco en hacerme este mal tan grande, ¡qué lástima que no me lo alvirtieras!
 
-¿Por qué, Silda?
 
-Porque pudiste habérmelo excusao con decirte yo que nunca tomaría el remedio que me ofreces.
 
-¿Qué no lo tomarías nunca?
 
-Nunca.
 
-Y ¿por qué?
 
-Porque..., porque no.
 
-Pues ¿qué más puedes pedirme, Sotileza!... ¿Qué es lo que quieres?
 
-De ti nada, Andrés..., ni de naide. Lo que quiero ahora -dijo Sotileza, volviéndose erguida, impaciente y convulsa hacia la embocadura del carrejo- es que se abra aquella puerta..., ¡que pueda yo salir cuanto antes a la calle a mirar a la gente cara a cara! Eso es lo que yo necesito, Andrés; eso es lo que quiero: porque a cada momento que paso en este calabozo sin salida, se me abrasa algo en las entrañas.
 
-Y ¿qué piensas hacer cuando salgamos? -preguntó Andrés, abatido de nuevo al considerar este trance de prueba.
 
-Eso no se pregunta a una mujer como yo -dijo Sotileza, que por momentos iba embraveciéndose-. Pero ¿por ónde salgo, Dios mío?... ¡Y yo quiero salir!... ¡Yo me ahogo en estas estrechuras!... ¡Virgen María..., qué pesaúmbre!
 
Andrés, condolido de la situación de la desesperada moza, salió de la salita resuelto a hacer otra tentativa en la puerta de la bodega. Al acercarse a ella tropezaron sus pies con un objeto que resonó al deslizarse sobre las tablas del suelo. Recogióle, y vio que era una llave. ¿Quién la había puesto allí?... Y ¿qué más daba?
 
Tal miedo tenía Andrés a la salida en medio de la tempestad que continuaba rugiendo en la calle, que estuvo dudando si ocultaría el hallazgo a Sotileza.
 
-¿Qué haces, Andrés? -le preguntó ésta, que le observaba desde la salita.
 
Andrés corrió hacia ella y le mostró la llave, diciendo dónde la había encontrado. Sotileza lanzó un rugido de alegría feroz.
 
-¡Ah!..., ¡la infame! -dijo en seguida-. ¡La echó por debajo de la puerta!... ¡Justo!, pa que abramos por dentro y se crea lo que ella quiere... ¡Pues veremos si te vale el amaño, bribonaza!...
 
Todo esto lo decía Sotileza temblorosa de emoción, mientras se abalanzaba a la llave y la reconocía con una ojeada abrasadora, después de arrancársela a Andrés de la mano.
 
Éste, olvidado un momento de la situación comprometidísima en que se hallaba, contempló con asombro la transformación que iba obrándose en aquella criatura incomprensible para él. Ya no era la mujer de aspecto frío, de serena razón y armoniosa palabra; no era la discreta muchacha, que apagaba fogosos y amañados razonamientos con el hielo de una reflexión maciza; ni la provocadora belleza que levantaba tempestades en pechos endurecidos, con el centelleo de una sola mirada; ni la gallarda hermosura que para ser una dama distinguida, en opinión del ofuscado Andrés, sólo le faltaba cambiar de vestidura y de morada; ni, por último, la doncella pudorosa que lloraba, momentos antes, por los riesgos que corría su buena fama. Ya era la mujer bravía: ya enseñaba la veta de la vagabunda del Muelle-Anaos y de las playas de Baja-mar; ya en sus ojos había ramos sanguinolentos, y en su voz, tan armoniosa y grata de ordinario, dejos de sardinera, como los que a la sazón llenaban todos los ámbitos de la calle.
 
Así la vio apartarse de él como una exhalación, llegar a la puerta, abrirla con mano temblorosa, salir al portal y lanzarse en medio del grupo que obstruía la acera inmediata. Ni fuerzas hallaba él, en tanto, en sus piernas para sostenerle derecho el cuerpo desmayado. Pero consideró que una actitud así era el mejor testimonio de su imaginada delincuencia; y se rehízo súbitamente y salió de su escondrijo detrás de Sotileza, resuelto a todo, aunque sin otro plan que el de ampararla.
 
Por asomar al portal, Sotileza vio la estampa de la aborrecida Carpia entre lo más espeso del grupo. Ni titubeó siquiera. Se lanzó a ella con el coraje de una fiera perseguida, apartando a la gente, que no trataba de cerrarla el paso; y echándola ambas manos sobre los hombros, la dijo clavándole en los ojos el acero de su mirada:
 
-¡Alza esa cabeza de podre, y mírame cara a cara! ¿Me ves, pícara? ¿Me ves bien, infame? ¿Me ves a tu gusto ahora?
 
Carpia, con ser lo que era, no se atrevía en aquel momento ni a protestar contra las sacudidas que daba Sotileza a su cara para ponerla más enfrente de la suya. ¡Tan fascinada la tenían el fiero mirar y la actitud resuelta de aquella herida leona, si es que no influía también en su desusado encogimiento el peso de su pecado!
 
Sotileza, exaltándose a medida que se amilanaba la otra, añadió, sin dejarla escapar de sus manos:
 
-¿Y has pensao que hasta que una zarrapastrona como tú quiera deshonrar a una mujer de bien como yo, para que se salga con la suya? ¿Cuándo lo soñaste, infame? Me celaste la puerta como zorra traidora, y cuando vistes entrar en mi casa a un hombre honrado, que entra en ella todos los días por delante de la cara de Dios, nos encerrastes allá, pensando que al salir los dos con la llave que echastes por debajo de la puerta, ibas a afrentarme delante de la vecindá que habéis amontonado aquí tú y la bribona de tu madre, con un escándalo de esos que sabéis armar cuando vos da la gana... ¡Pues ya estoy aquí!; ¡ya me tienes en la calle! ¿Y qué? ¿Piensas que hay en ella alguno, por dejao de la mano de Dios que esté, que se atreva a pensar de mí lo que tú quieres?
 
Según iba gritando Sotileza, calmábanse las riñas como por encanto; todas las miradas convergían hacia ella, y todos los ánimos quedaron suspensos de sus palabras y ademanes. La Sargüeta se retiró de su balcón precipitadamente, como se esconde un reptil en su agujero al percibir ruidos cercanos; y Carpia pensó que se le caía el mundo encima al verse en medio de aquella silenciosa multitud, a solas con su implacable enemigo, y tan cargada de iniquidades.
 
-¿Veislo? -continuó Sotileza, sin soltar a Carpia y mirando con valentía a corrillos y balcones-. ¡Ni tan siquiera se atreve a negar la maldá que la echo en cara! ¡Estará la infame bien abandoná de Dios! Mira, ¡envidiosa y desalmada!, salí de la prisión en que me tuvistes, con ánimo de arrastrarte por los suelos: ¡tan ciega me tenía la ira! Pero ahora veo que para castigo tuyo, a más del que te está dando la conciencia, sobra con esto:
 
Y la escupió en la cara. En seguida, con un fuerte empellón, la apartó de sí.
 
Apenas había en la calle quien no tuviera algún agravio que vengar de la lengua de aquella desdichada; y por eso, cuando en un arrebato de furia, al verse afrentada de tal modo, trató de lanzarse sobre la impávida Sotileza, un coro de denuestos la amedrentó, y una oleada de gente la arrebató más de diez varas calle arriba. Una mozuela se acercó entonces a la triunfante Silda, y la dijo en voz muy alta:
 
-Yo la vi, desde allí enfrente, trancar la puerta de la bodega.
 
-Y yo echar la llave por debajo, a media güelta que dio endenantes con desimulo -añadió un vejete con la moquita colgando-. Primero lo dijera yo, porque soy hombre de verdá; pero de perro villano hay que guardarse mucho, mientras esté sin cadena.
 
-¡Si no podía engañarme yo..., porque no podía ser otra cosa! -exclamó Sotileza congratulándose de aquellos dos testimonios inesperados-. Pero bueno es que alguno lo haya visto... ¡y quiera Dios que vos atreváis a decirlo bien recio en otra parte, si por ello vos pregunta quien puede castigar estas infamias con la ley!
 
No podía más la infeliz: un sollozo ahogó la voz en su garganta: llevóse ambas manos a los ojos, y corrió a esconder su desconsuelo en el rincón más apartado de la bodega. Mares de llanto vertió allí, rodeada de la compasión cariñosa de Pachuca y otras convecinas, que la dejaban llorar, porque sólo llorando podía aliviarse un corazón repleto de pesadumbres tan amargas.
 
¿Y Andrés? ¡Qué papel el suyo... y qué castigo de su ligereza! No pasó del portal. Desde allí observó que la curiosidad de todos estaba saciándose en lo que hacía y decía Sotileza, y que para nada se acordaba de él; y en cuanto se revolvió el grupo que tenía enfrente para arrollar a Carpia, y se llevó detrás todas las miradas de la gente de la calle, convencido además de que ningún riesgo material corría ya la víctima de sus imprudencias, salió del portal y se fue deslizando, como a la disimulada, acera abajo, hasta llegar a la cuesta del Hospital, donde respiró con desahogo, dio dos recias patadas en el suelo, apretó los puños y aceleró su marcha, como si le persiguieran garfios acerados para detenerle.
 
Bajando a la Ribera, por el Puente, vio a tía Sidora, que subía por la calle de Somorrostro con otra marinera, detenerse de pronto para dar una risotada de aquellas suyas, con temblores de pecho y de barriga. Aquella risotada fue un azote para la cara de Andrés, y una tenaza para su conciencia. Apretó el paso más todavía, y así anduvo, sin saber por dónde, hasta la hora de comer; y entonces se metió en su casa, sin atreverse a medir con la imaginación toda la resonancia que podía llegar a tener aquel suceso, cuyos detalles, estampados a fuego en su memoria, le enrojecían el rostro de vergüenza.
 
 
 
 
 
== Capítulo XXIV ==
 
<center> Frutos de aquel escándalo </center>
 
 
¡Si tuvo resonancia el caso! ¡Cómo no había de tenerla con aquel aparato, a aquellas horas, siendo Andrés quien era, y su cómplice tan afamada en el barrio, y aun fuera del barrio, y la ciudad tan pequeña todavía! Se supo todo, todo, y muchísimo más; porque la imaginación del vulgo es fecundísima en supuestos, y la frescura de las gentes imperturbable en acreditarlos con grandes visos de verdad; y se dijo... ¿quién es capaz de saber lo que se dijo, y cómo fue rodando la bola de nieve, y creciendo, creciendo, hasta que pudieron verla los más ciegos y percibir los más sordos sus crujidos?
 
Don Pedro Colindres frecuentaba muchos centros cuya miga era el tufillo alquitranado. Allí toda la concurrencia de tertulianos era de gentes de su profesión; y entre estas gentes andaba, con más calor que entre otras, rodando lo cierto y lo imaginado sobre el fresquísimo suceso de la calle Alta. Nadie fue tan imprudente que relatara la historia con pelos y señales al padre del protagonista de ella; pero el capitán, con los desperdicios de tantas conversaciones sobre el mismo tema, cortadas de pronto al acercarse él a los relatantes, fue poco a poco acumulando recelos que, con los precedentes que ya tenía, imbuidos por su mujer, llegaron a producirle muy serias inquietudes. La capitana las tuvo insoportables antes que él; porque las amigas que se le acercaron, recién atiborradas de aquellas noticias, fueron menos prudentes que los amigos del capitán, y dejáronla, con el escozor de las presunciones, a dos dedos de la verdad. Lo poco que faltaba hasta dar con ella lo llevaba escrito Andrés en su azoramiento nervioso, en su aire distraído, en su desazón alarmante.
 
Cuando, apenas cerrada la noche, entró en casa en este mismo estado en que, con extrañeza, le habían visto a la hora de sentarse a la mesa, le llamó su padre al gabinete donde acababa de tener una larga conferencia con su mujer. Andrés acudió al llamamiento sin intentar siquiera el disimulo del martirio moral en que se hallaba. Entró, pues, en el gabinete como entra un reo animoso en la capilla: con la agonía en su espíritu; pero no indócil ni desesperado.
 
Don Pedro Colindres, al verle así, notó que se trocaba su indignación en honda pena, y le dijo:
 
-En buena justicia, no podrás tenerme, Andrés, por padre duro de entrañas; no podrás decir que te he esclavizado a mis caprichos de hombre intratable; que no te he dado toda la libertad que me has pedido; que no he puesto de mi parte todo cuanto me ha sido posible para ganar tu sumisión con el cariño, y no con durezas; porque no he querido en ti el temor, sino el respeto, y, en todo lo que fuera compatible con el que me debes, la confianza.
 
-Es la pura verdad -respondió Andrés.
 
-Pues en testimonio de que así lo crees y de que no eres desagradecido, vas a declarar aquí mismo, ahora mismo, lo que te pasa, lo que te ha pasado esta mañana.
 
Andrés sintió su cuerpo bañado en un sudor frío y mortal, faltáronle las fuerzas con que había contado, y se dejó caer en una silla junto a la cual estaba de pie. Alarmóse su madre al verle tan pálido, y se lanzó a él de un brinco desde el sofá en que se hallaba sentada. El capitán se acercó también, pero no alarmado, porque conocía mejor que su mujer la causa del desfallecimiento de su hijo.
 
-¿Qué te sucede, Andrés?..., ¡hijo mío! -exclamaba la capitana cogiéndole la cabeza entre sus manos.
 
-Nada -respondió Andrés, enderezándose y queriendo sonreír con un gran esfuerzo de su voluntad.
 
-Pues claro que no es nada -observó don Pedro para tranquilizar a su mujer.
 
Después, encorvando su cuerpo hasta interponerse entre ella y su hijo, habló a éste así, dulcificando cuanto pudo la natural rudeza de su acento:
 
-Bien conozco que es duro el trance en que te pongo con mi exigencia; pero, ¡qué demonio!, temporales más fuertes corremos los hombres, con el ánimo encogido, eso sí, pero con la cara serena... Ya ves, hay que dar ejemplo... Conque un poco de voluntad, y pecho al agua, hijo... ¿Tienes algún reparo en hablar delante de tu madre... de ciertas cosas que habrá de por medio?... ¿Quieres que se marche de aquí?... ¿Tienes más confianza con ella y quieres que me marche yo?... Con franqueza, hombre, ¡lo que tú quieras!..., ¡lo que quieras hijo, con tal de que nos saques luego de estas ansias que nos ahogan!...
 
-No quiero que se marche nadie -respondió Andrés-, porque nada de lo que tengo que decir es para afrentarme con ello por lo que fue en sí, aunque, por el modo de ser, se lo haya parecido a algunos.
 
-Pues ya te estamos oyendo -dijo el capitán-. Conque, habla; pero sin ocultarnos ni una pizca de la verdad.
 
Aquí comenzó Andrés a relatar el caso con la mayor exactitud, y hasta con exornaciones de su cosecha, para darle más colorido de interés, con el sano fin de que resaltara, en el mayor bulto posible, la iniquidad de las hembras de Mocejón.
 
La capitana se tapaba los ojos con las manos al describir su hijo los alaridos de las reñidoras y la avidez de los curiosos mientras él estaba encerrado en la bodega, y cuando salió hasta el portal detrás de Sotileza, hecha una tempestad, y más tarde se lanzó a la calle viendo centellas sus ojos y pisando lumbre sus pies.
 
-¡Qué vergüenza, Virgen Santísima, para ti... y para todos nosotros, Andrés! -exclamó la capitana al acabar su hijo el relato.
 
El capitán lanzó un taco embreado, aunque a media vela; y mirando con duro ceño a su hijo, le habló así:
 
-No está mal hecha la historia; y lo digo porque, con sólo oírtela, hubiera jurado yo que se me iba pintando de almagre toda la cara. Pero falta lo más interesante de ella, y espero que nos lo cuentes con la misma exactitud con que nos has contado lo demás.
 
-Pues no queda nada por referir -dijo Andrés con bien poca sinceridad.
 
-¡Vaya si queda! -exclamó su padre-. Ahora tienes que decirnos a qué ibas tú a la bodega esa de la calle Alta.
 
-Pues iba -respondió Andrés muy vacilante y desconcertado- a recoger unos aparejos que...
 
-¡Mentira, Andrés, mentira!... -le interrumpió su padre con voz y ademanes muy airados-. Por eso sólo, que pudo hacerse a otra hora cualquiera del día o de la noche, no faltas tú, como faltaste esta mañana, a tus deberes en el escritorio. ¡Confiésanos la verdad, Andrés!
 
-Ya la he confesado.
 
-¡Te repito que mientes!
 
-Pero ¿qué quieren ustedes que les diga yo? -preguntó Andrés con un acento en que se confundían la contrariedad, harto manifiesta, y el enojo muy mal disimulado.
 
-La verdad, nada más que la verdad -insistió su padre-. ¿Qué intenciones te llevaban a esa casa a tales horas?
 
-Las que me han llevado tantísimas veces -respondió Andrés de mala gana.
 
-Me lo voy sospechando -dijo con voz terrible el capitán-. Pero, cuando menos, en esas otras veces había en la casa alguien más que esa mujer; tú no faltabas a tus deberes..., te podía disculpar la fuerza de tus aficiones... Ahora no hay nada que te disculpe, Andrés, nada; nada de cuanto el suceso arroja de sí: todo ello te condena... Y si te callas, ¿qué es lo que debemos creer?...
 
Andrés permaneció unos instantes con la cabeza inclinada, la mirada indecisa y retorciéndose, con mano nerviosa, una de las guías de su bigote. Después se alzó de la silla y comenzó a dar cortos y agitados paseos por el gabinete. Estando así, su madre no apartaba de él los ojos anhelantes, y el capitán insistió en su pregunta:
 
-¿Qué es lo que debemos creer, Andrés?
 
Este, acosado de nuevo en un callejón sin salida, respondió seca y brutalmente.
 
-Lo que a ustedes les parezca.
 
-¿Lo ves, Pedro, lo ves? ¿Ves cómo salió lo que yo me temía? -exclamó al punto la capitana-. ¡Ya han dado sus frutos aquellas malas compañías! ¡Ya nos lo echaron a perder! ¡Dime ahora que veo visiones y que soy una madre impertinente!
 
-¡Déjame en paz con doscientos mil demonios, Andrea, que éste no es momento de ventilar esas cosas! -replicó a su mujer el capitán, con voz huracanada; y en seguida, volviéndose hacia Andrés, le dijo temblando de ira-: La única respuesta que cuadraba a eso que acabas de decirme, era un bofetón que te dejara sin muelas en la boca, ¡mentecato! Pero todo se andará, si en que se ande te empeñas. Yo te lo aseguro... ¿Qué es lo que buscas con esas respuestas, después de lo que te ha sucedido? ¿Quieres matar, pisoteando el cariño de tus padres, el bochorno que te da el acordarte de lo que has hecho, o tratas de engañarnos con la misma verdad? Pues entiende que yo te cojo por la palabra y que creo lo que me parece, y que esto a mí me parece es lo peor de lo que yo puedo creer. ¿Lo entiendes bien?
 
-Sí, señor -respondió Andrés, insensible y sombrío.
 
-Corriente -añadió su padre, apretando los puños y mordiéndose los labios de ira-. Pues ahora nos queda otro punto que ventilar aquí, y de mayor importancia que todos los demás.
 
La pobre Andrea no cesaba un punto de pasear su mirada angustiada de la cara de su marido a la cara de Andrés.
 
-En el lance de esta mañana no has sido tú solo el corrido de vergüenza, ni el único que está dando pábulo a las zumbas de todo aquel barrio y de media ciudad. Considerando eso..., porque tú lo habrás considerado bien, ¿qué ideas te pasan ahora por la cabeza?; ¿con qué aparejo piensas dar la proa al temporal?
 
-Con el que sea necesario -respondió sin vacilaciones Andrés.
 
-¡Eso no es responder bastante!
 
-Pues yo no puedo responder más.
 
-¡No pongas a prueba mi paciencia, Andrés!
 
-¡Pues tenga usted algo de caridad conmigo!
 
Andrea miró entonces a su marido con una expresión en que iban bien recomendados los deseos de Andrés.
 
-¡Caridad! -respondió el capitán sin hacer gran caso de las miradas de su mujer-. ¿Pues la tienes tú con tu padre? ¿No presumes que cada respuesta de las tuyas es una puñalada para nosotros?... ¡Y no te dejaré ya de la mano, no, aunque pongas el grito en el cielo; porque mucho más me duelen a mí los golpes de las palabras tuyas! Con ellas me has demostrado que mi pregunta te ha llegado a lo vivo, y a dar en lo vivo tiraba yo, Andrés. Y eso vivo es muy grave; y se conoce en lo que tiemblas y por lo que te callas, más que por lo que dices... ¡Habla, hijo; pero por derecho y claro, sin embustes ni rodeos! Tu madre y yo tenemos que conocer la extensión de esas aventuras, el rumbo de tus intenciones. ¡Mira que tememos que sean muy malas; porque, si fueran buenas, ya nos lo hubieras dicho!
 
Decirle a Andrés que eran muy malas sus intenciones en el supuesto de que se enderezaran a lavar las manchas arrojadas por él mismo en el honor de Sotileza, era sacar de quicio al fogoso muchacho. No cruzaba por sus mientes, maduro y sazonado por lo menos, el pensamiento que su padre se temía; y no cruzaba así, porque la misma Sotileza se le había desdeñado al conocerle en momentos bien críticos para la pobre muchacha. Pero ¿por qué, en el supuesto de que existiera, se le maltrataba de tal modo? ¿Por qué el honor de la huérfana de Mules, capaz de aquel noble desinterés, no había de ser tan digno de respeto como el de la más empingorotada señorona?
 
Y estas consideraciones, hechas en un instante por Andrés, desconcertáronle en tales términos, que las dio traducidas en las palabras que dijo para responder a los mandatos y advertencias de su padre.
 
La capitana tuvo que interponerse entre su marido y Andrés para evitar que el primero cumpliera la amenaza que había hecho antes al segundo.
 
No era don Pedro Colindres hombre capaz de tener en poco la honra ajena sólo por verla en hábitos humildes; pero la respuesta de Andrés, por lo descosida, por lo irrespetuosa, por lo desatinada, en fin, le había hecho creer que sólo se trataba allí de un antojillo pueril, de una muchacha peligrosa, de una llamarada de pasión que era preciso apagar a todo trance y sin pérdida de un solo momento. Y por si la sospecha no llevaba bastante peso por sí sola, la reforzó la capitana, que se había quedado atónita con las declaraciones de su hijo, con estas palabras que salieron vibrantes de su boca:
 
-Y después de oír esto, Pedro, ¿no caes en la cuenta de lo demás? ¿No se ve bien claro que lo del encierro en la bodega y lo del escándalo en la calle no ha sido otra cosa que un amaño de esa pícara para atrapar a este inocente?
 
-¡Es falso ese supuesto! -respondió iracundo el fogoso mozo, olvidado del respeto que debía a su madre, por la gran injusticia que se cometía con la honrada callealtera.
 
-¡Hasta eso, Andrés, hasta eso! -increpóle su padre lanzando rayos por los ojos-. ¡Hasta el cariño y el respeto a tu madre pisoteas por salirte con la tuya! ¡Hasta ese extremo te han corrompido el corazón! ¡Hasta ese punto te han cegado los ojos!
 
-¡Yo no pisoteo esas cosas, padre! -respondió medio sofocado Andrés-. Pero no soy una peña dura, y me duelen mucho ciertos golpes. ¡Que no me los den!
 
-Y los que tú nos estás dando a nosotros ahora, hijo del alma, ¿piensas que no duelen? -díjole su madre con el llanto en los ojos.
 
-¡Bah! -exclamó don Pedro Colindres con feroz ironía-. ¿Qué importan esos golpes? Yo ya soy casco arrumbado; tú, caminando vas a ello... Días antes, días después, ¿qué más da?... Y con nosotros bien cumplido tiene. Lo que ahora importa es que él no pase una mala desazón, y que no pierda sueño la señora marquesa del pingajo... ¡Ira de Dios!... Esto no se puede sufrir, y yo no contaba con ello..., porque ni tu madre ni yo lo merecemos, Andrés, ¡ingrato!, ¡mal hijo!
 
-¡Señor! -murmuró roncamente Andrés, sofocado bajo el efecto de estas palabras que caían en su corazón como gotas de plomo derretido.
 
-Pedro, ¡por el amor de Dios!, cálmate un poco -díjole la capitana llorando-, que él hablará y nos dirá lo que queremos. ¿No es verdad, Andrés, que vas a decir... lo que debe decirse..., porque tú no has dicho nada con serenidad hasta ahora?
 
-Tras de lo que nos ha confesado -interrumpió el capitán sin dar tregua a sus iras-, nada puede decirme que no sea una nueva insensatez, o una mentira que yo no he de tragarle...
 
-Ya usted lo oyó -dijo Andrés a su madre-, estoy de más aquí; porque si se me pregunta, yo no he de dejar de responder conforme a lo que siento.
 
-Pues por eso -saltó el capitán, llegando a los últimos límites de su exasperación-, porque conozco la mala calidad de lo que sientes, no quiero oírte una palabra más; por eso estás aquí de sobra; por eso quiero que te me quites de delante... y que no vuelva a verte yo enfrente de mí mientras no vengas pensando de otro modo... ¿Lo entiendes?, ¡mentecato!, ¡desagradecido!
 
-No lo olvidaré -contestó Andrés con sequedad.
 
Y salió del gabinete apresuradamente.
 
Don Pedro Colindres se quedó en él dando vueltas de un lado para otro, como tigre en su jaula. La capitana le seguía en sus desconcertados movimientos, con los ojos llenos de lágrimas, y algunas reflexiones entre los labios, que no llegaron a salir de ellos. Así pasó un buen rato. De pronto dijo el capitán, sin dejar de moverse:
 
-Dame el sombrero, Andrea.
 
-¿Adónde quieres ir?
 
-A la calle Alta ahora mismo. Es necesario estudiar ese punto sobre el terreno, y no desperdiciar instante ni noticia para conjurar el mal, cueste lo que cueste.
 
A la capitana le pareció bien la idea; casi tanto como otra que se le había puesto a ella entre cejas desde las primeras respuestas de Andrés.
 
No había llegado al portal don Pedro Colindres, cuando su mujer estaba ya poniéndose la mantilla apresuradamente. Minutos después iba caminando hacia casa de don Venancio Liencres.
 
Andrés había salido a la calle rato hacía.
 
 
 
== Capítulo XXV ==
 
<center> Otras consecuencias </center>
 
 
En poquísimas horas, ¡cómo había cambiado de aspecto el interior de la bodega de tío Mechelín! ¡Qué cuadro tan triste el que ofrecía mientras don Pedro Colindres enderezaba sus pasos hacia ella! Silda, desfallecida, cansada de llorar y sin lágrimas ya en sus ojos enrojecidos, sentada en un taburete, apoyaba su hermoso busto contra la cómoda por el palo frontero al dormitorio, cuyas cortinillas estaban recogidas hacia los respectivos extremos de la barra. No daba otras señales de vida que algún entrecortado suspiro que quería devorar, y no podía, en el fondo mismo de su pecho, y las miradas tristes que de vez en cuando dirigía al lecho de la alcoba sobre el cual yacía vestido el viejo marinero. Tía Sidora, sentada a media distancia entre los dos, padeciendo por las penas de ellos tanto como por las suyas propias, sólo dejaba de consolar a Sotileza para acudir con sus palabras, de mal forjados alientos, a levantar los abatidos ánimos de su marido. Y, entretanto, ¡cómo se le deslizaban gota a gota primero, y después hilo a hilo, las lágrimas por la noblota faz abajo!...
 
Conocíalo Mechelín en el temblar de la voz de su pobre compañera, porque la luz del candil no daba para tanto; y queriendo pagarla sus esfuerzos con algo que se los evitara, decía desde su lecho, con el ritmo triste de los agonizantes:
 
-¡Cosa de na, mujer; cosa de na!... Sólo que anda uno tan apurao de casco, tan resentío de fondos, que el tocar en una amayuela le hace una avería en ellos... Hazte tú bien el cargo... Venía uno de la mar con un poco de risa en el ánimo, porque le duraba a uno entoavía el acopio de la de ayer... y hasta pensaba uno ir tirando con ello... esta semana siquiera. Después, Dios diría... Y remando así, oye uno este decir y el otro en metá de la calle; y pregunta uno, y va subiendo mucho más...; y entra uno en casa con el agua a media bodega, y encuentra aquí el sospiro y allá las lágrimas; y acaba uno de irse a pique sin poderlo remediar... ¡porque no está uno avezao a eso, y no es uno de peña viva!... Pero güelve el hombre a flote otra vez; y aunque saque una costilla quebrantá... u la boca muy amarga..., esto pasa; los tiempos lo curan... de un modo u de otro, y a remar otra vez, Sidora... Y éste es el caso; porque yo no estoy pior que ayer, aunque a ti te paezca cosa diferente: estoy un poco desguarnío, motivao a lo que sabéis; me pedía el cuerpo una miaja de descanso, y he querío dársela. Y no hay más.
 
-¿Y te paece poco, Miguel..., te paece poco? -replicábale su mujer.
 
-Poco, Sidora, poco -tornaba a decir el marinero-; y menos me paeciera entoavía, si ese angeluco de Dios no penara tanto y considerara que no tiene faltas de qué avergonzarse, ni siquiera señal de culpa en lo que ha pasao.
 
-Eso la digo, Miguel, eso la digo yo; y a ello me responde que de qué sirve la verdá si no hay quien la crea.
 
-¡Dios que la ha visto, hijuca; Dios que la ha visto! -exclamó entonces Mechelín desde su cama-. Y con ese testigo a tu favor, ¿qué importa el mundo entero en contra tuya?
 
-Pos ni ese enemigo tiene, Miguel; porque aquí ha visto entrar la calle entera a condolerse de su mal y a poner a las causantes en el punto que merecen... Pero ¡válgame el Santísimo Nombre de Jesús!..., ¿de qué mal diantres estarán hechas esas almas de Satanás?..., ¿por qué serán tan negras?..., ¿qué recreo sacarán de causar tantos males a criaturas que no los merecen? ¿Cómo pueden vivir una hora con una entraña tan corrompía?...
 
-¡Ésas, ésas! -exclamó Silda entonces, reanimándose un instante con el aguijón de sus punzantes recuerdos-. ¡Ésas son las que me han clavao un puñal aquí..., aquí, en metá del corazón!... ¿Y no habrá justicia que las castigue en el mundo antes que Dios las dé allá lo que merecen?...
 
-Tamién se tratará de eso, hijuca; que por onde cogelas hay, según es cuenta -repuso tía Sidora-. Y si la nuestra mano no bastara para ese fin, otras habrá de más alcance y bien interesás en ello. Ya se te ha dicho. Alcuérdate de que no has sido tú sola la ofendía.
 
-¡Uva, uva! -dijo tío Mechelín.
 
-Porque me acuerdo de ello se me dobla la pena -replicó Silda con una intención que estaba muy lejos de conocer tía Sidora y su marido.
 
-Verdá es -dijo aquélla- que respective a ese otro particular, no pudo la mancha haber caído en paño que más estimáramos... ¡Cómo ha de ser, hijuca!..., un mal nunca viene solo... Pero Dios está en los cielos, y hará que esa persona no se ofenda con los que no están culpaos en su daño. Él vino por su pie, naide le llamó; y el recao que traía, bien pudo traerle en ocasión de menos riesgo... ¡Riesgo digo yo! ¿Cómo había de recelársele tan siquiera ese corazón de oro?... Y tocante a las gentes de su casa, tamién se pondrán en la razón pa no creer que los pagamos con afrentar los favores que han sembrao aquí. ¿No te haces tú ese cargo, hijuca?...
 
Sotileza se mordió los labios y cerró los ojos, apretando mucho los párpados, como si la atormentaran internas visiones siniestras. Tío Mechelín lanzó un quejido angustioso y se revolvió en su lecho.
 
-¿Quieres que te cambie el reparo, Miguel? -preguntóle tía Sidora, acercándose presurosa a la cabecera de la cama.
 
-No hay pa qué te canses en ello por ahora -respondió Mechelín tras un profundo suspiro; y añadió por lo bajo, aproximando lo más que pudo la cabeza a su mujer-: Trabaja por aliviar la pena a ese angeluco de Dios, y no te alcuerdes de mí, que con la melecina de este descanso estoy tan guapamente.
 
Pero a Silda, aunque los agradecía mucho, la mortificaban ya los consuelos de aquella especie. ¡Había oído tantos desde el mediodía! Conociólo tía Sidora; calló y volvió a reinar el silencio en la bodega.
 
Así estaba el cuadro cuando se oyeron golpes a la puerta, que estaba atrancada por dentro. Salió a abrir la marinera, después de secarse los ojos con el delantal, y se halló frente a frente con don Pedro Colindres, cuya actitud airada espantó a la pobre mujer. Temiéndose lo más malo, de buena gana le hubiera pedido un poco de caridad para el desconsuelo y los dolores de aquella casa; pero no se atrevió a tanto; y don Pedro, tras brevísimas y secas palabras, entró en la salita precediendo a tía Sidora. Sotileza, al verle delante, con la sangre helada en sus venas, se levantó repentinamente; y tío Mechelín, al conocer la voz del capitán, se arrojó de la cama al suelo. Pero le engañó la voluntad y sólo pudo llegar hasta la puerta de la alcoba, a cuyo marco se agarró para no desplomarse.
 
-¿Qué es eso, Miguel? -preguntóle Colindres, sorprendido con la aparición del pobre marinero, tan pálido, desfallecido y desencajado.
 
-Poca cosa, señor don Pedro; poca cosa -respondió con angustia, aunque tratando de sonreír, el interrogado-. Quería yo recibirle a usté con los honores que aquí se le deben, y me falló el aparejo..., vamos, que me equivoqué.
 
Y como el pobre hombre se desfalleciera más al hablar así, el mismo capitán le cogió en sus brazos, y, ayudado de las dos mujeres, le volvió a la cama.
 
-Ya soy hombre otra vez, señor don Pedro -dijo Mechelín un momento después de hallarse tendido sobre el lecho-. Está visto que en dándole al cuerpo esta melecina, no pide cosa mayor... por la presente.
 
Cuando se volvió el capitán hacia las dos mujeres, que habían salido de la alcoba, observó que lloraban en silencio. El corazón del viejo marino, aunque envuelto en corteza ruda, era, como se sabe, blando y compasivo. No hay, pues, que extrañar que el padre de Andrés, al llegar el momento de soltar aquellas tempestades que le batían el cerebro al salir de su casa, no supiera por dónde empezar, ni cómo arreglarse para exponer la razón de su presencia en medio de aquel triste cuadro.
 
Al fin, y queriendo mostrarse más entero de lo que estaba, dijo a las angustiadas mujeres:
 
-¿Qué mil demonios está pasando aquí?... Vamos a ver... Porque lo de Miguel no es para tanto moquiteo.
 
-¡Ay, señor! -respondió la marinera entre sollozos abogados-, ¡eso, después de lo otro!...
 
-Y ¿cuál es lo otro, mujer?
 
-¡Lo otro!... Pos pensaba yo que por ello sólo venía usté.
 
-¡Uva! -dijo tío Miguel desde su cama.
 
Al capitán se le amontonaron en la cabeza todos los recuerdos de su reciente entrevista con Andrés; y la mala sangre que las imprudencias de éste le habían hecho, le obligó, retoñando de pronto, a decir con mucha exaltación:
 
-Es verdad, Sidora: por ello sólo he venido aquí. ¿Te parece bastante motivo para el viaje?
 
-Y sobrao, con más de la mitá, señor -respondió la pobre mujer acoquinada.
 
Silda, que no podía tenerse de pie, volvió a sentarse en el mismo rincón en que la vimos antes.
 
El capitán, encarándose a ella, la dijo con cierta sequedad:
 
-Es preciso que yo sepa, de tu misma boca, lo que ha pasado aquí esta mañana. ¿Tienes ánimos para referirlo, pero sin quitar un ápice de la verdad, ni añadir una tilde que la desfigure?
 
-Sí, señor -respondió con entereza la interrogada.
 
-Por supuesto, Miguel -añadió don Pedro Colindres volviéndose hacia la alcoba-, en el supuesto de que el relato no sirva de cebo a tus males; porque, aunque el caso apura, no es puñalada de pícaro. Yo volveré a otra hora...
 
-No, señor don Pedro -se apresuro a responder Mechelín-, no hay pa qué molestarle a usté más; porque, apuramente, relate es ése que hasta me engorda el oírle. Y no se espante de ello; que consiste en que, cuanto más me repiten el caso, más me voy haciendo a él y menos que daña acá dentro... Cuenta, cuenta, saleruco de Dios, sin reparo de na, pa que se entere el señor don Pedro.
 
-Y bien puede usté creer al venturao -añadió tía Sidora-; que, por gusto de él, no se hablara de otra cosa en todo el santo día de Dios en esta casa.
 
Con estas manifestaciones y la buena y bien notoria voluntad de Silda, comenzó ésta a referir el suceso con los mismos pormenores que le había referido Andrés en su casa.
 
-Exactamente -dijo el capitán, apenas acabó Sotileza su relato-. Lo mismo que yo sabía hasta donde tú lo has dejado. Pero, después acá, ¿qué más ha ocurrido?
 
-Señor..., yo a punto fijo no lo sé, y no puedo responderle más.
 
-A lo que paece, y por lo que cuentan los vecinos que aquí van entrando -dijo tía Sidora-, el mal enemigo que lo regolvió dende abajo, se vio a pique de que le arrastraran las gentes por el moño. Porque antes de que esta venturá saliera de su cárcel, ya ellas habían contreminao la calle entera con injurias y maldaes... ¡Si no medran de otra cosa, señor! Después, la de abajo subió y se encerró en casa con la otra, sin atreverse a abrir las puertas del balcón, porque habían sembrao muchos agravios, y, por malas que sean, tenía que pesarles la obra en la concencia..., siquiera por el miedo... Luego llegaron de la mar el padre y el hijo: aticuenta que la noche y el día; y rifieren que hubo en la casa una tempestá, porque al uno, arrimao a las pícaras con la mala entención, too le paecía poco, y al otro venturao se le partía el corazón y se le caía la cara de vergüenza. Creo que maltrató a la hermana y estuvo en poco que no le alcanzaran golpes a su madre. Aquí ha bajao... no sé cuantas veces: de aquella entrá no pasa; y allí se está arrimao a la pared, con las manos en las faldriqueras, el ojo airao y la greña caída. No dice jus ni muste, por más que se le anima pa que vea que no se le cobran a él pecaos de su casta..., y se güelve como entró... Hay quien dice que se puede hacer bueno, con testigos, lo que esos demonios de mujeres dijeron y traficaron pa perdición de esta casa; y que no deben quedar tantas maldaes sin castigo... Y esto es too lo que le podemos decir a usté, señor don Pedro, por lo que nos cuentan de lo que ha pasao en estas horas que llevamos arrinconaos en esta soledá tan triste... Tocante al pobre Miguel, ya se puede usté hacer cargo: es viejo, está muy achacoso; encontróse con esto al llegar a casa..., ¡él, que había salido de ella hecho unas tarrañuelas!... y cayó desplomao; vamos, desplomao como una paré vieja... De modo que no es de asombrarse naide porque a esta desventurá y a mí se nos escape la lágrima de tarde en cuando. ¡Han visto tan pocas las paredes de esta casa, señor don Pedro!
 
No le faltaba mucho a éste para contribuir con una más a las ya vertidas allí, cuando acabó su relato entre sollozos la tribulada marinera, porque bien tenía su hijo a quien salir en muchas de sus corazonadas de carácter; pero sorteó bien el apuro, y resuelto a cumplir su propósito de examinar bien aquel terreno, ya que estaba sobre él y podía, con un poco de prudencia hacerlo sin molestar a nadie, continuó sus investigaciones así:
 
-No es eso precisamente lo que yo trataba de averiguar, Sidora, aunque me alegre de saberlo.
 
-Usté dirá, señor.
 
-Quería yo que me dijerais qué impresión os ha causado el suceso...
 
-Pues bien a la vista está, señor.
 
-No es eso tampoco..., no he hecho yo la pregunta bien. ¿Qué propósitos tenéis después de lo ocurrido?; ¿a quién echáis la culpa?...
 
-¡La culpa!... ¿A quién se la hemos de echar? A quien la tiene: a esas pícaras de arriba... Bien claro lo ha dicho tamién esta desgraciá...
 
-Ya, ya; ya me he enterado. Pero suele suceder, cuando se examinan en familia casos como ese de que tratamos, que unos dicen que «si no hubiera sido por esto, no hubiera acontecido lo otro»; y que «si tú», y que «si yo», y que «si el de más allá»...; en fin, ya me entiendes. Luego viene el ajuste de cuenta, digámoslo así, y lo que debe Juan, y lo que debe Pedro...; y lo que debiera suceder..., y lo que sucederá..., y lo que espera.... y lo que se teme...
 
-¡Lo que se espera!..., ¡lo que se teme! -repetía la pobre mujer mirando de hito en hito al capitán.
 
-¡Díselo, Sidora, díselo, que ahora es la ocasión! -voceó desde su cama Mechelín.
 
-¿Y qué es lo que ha de decirme? -preguntó don Pedro Colindres, volviéndose con fruncido ceño hasta la alcoba.
 
-Pus lo que ella sabe y ahora viene al caso -respondió el marinero-. ¡Anda, Sidora, ya que le tienes tan a mano! ¡Anímate, mujer, que él güeno es de por suyo!
 
-Sí, hijo, sí. ¿Por qué no he de decirlo? -contestó tía Sidora-. No es ello ningún pecao mortal.
 
El capitán estaba en ascuas, y Sotileza como una escultura de hielo, en un rincón de la cómoda.
 
-Sepa usté, señor don Pedro -dijo tía Sidora-, que juera de las amarguras del caso, por lo que es en sí, aquí no hay otro pío que nos atormente que el no saber lo que nos espera por lo relative a don Andrés.
 
-¡A ver, a ver! -murmuró el capitán acomodándose mejor en la silla para redoblar su atención. Si la hubiera fijado un poco en la cara de Sotileza en aquel momento, ¡qué sonrisa de hieles hubiera visto en su boca, y qué centella de ira en sus ojos!
 
-El señor don Andrés -continuó tía Sidora- entraba aquí como en su mesma casa, porque debíamos abrírsela de par en par. Él merecía que se hiciera eso con él en los mismos palacios de la reina de España; y por merecerlo tanto, aquí no tenía más que corazones que se gozaban en verle tan parcialote y campechano con personas que no eran quién ni siquiera pa limpiarle las suelas de los zapatos. Bien sabe usté, señor, que si hoy tenemos pan que llevar a la boca, al corazón de él y a la caridá de su familia lo debemos. Por no causarle una pesaúmbre, y por no dársela a sus padres, ca uno de nosotros hubiera arrancao peñas con los dientes, si peñas con los dientes hubiera habido que arrancar pa ello... Pero hay almas de Satanás, señor, que enferman con la salú de su vecino..., y ya sabe usté lo acontecío esta mañana... El golpe iba a la honra de esta desdichá; pero alcanzó la metá de él a don Andrés, que estaba en casa entonces, como pudo estar otro cualquiera. Por lo que a nosotros nos duele, sacamos el dolor que tendrá él, y la pena y los enojos de toda su familia... Justo y natural es que así sea; pero, ¡por el amor de Dios, señor don Pedro!, mire las cosas con buena entraña, y quítenos la metá de la pesaúmbre que nos ahoga perdonando la que le dimos, sin más parte en ello que la que tomó el demonio por nosotros.
 
-¡Uva, señor don Pedro, uva! -añadió Mechelín desde allá dentro-. ¡Eso pedimos, eso queremos..., que no es cosa mayor en ley de josticia y buena voluntá!
 
-¿Y eso es todo cuanto se os ocurre? -preguntó el capitán, respirando con más desahogo que antes-. ¿Eso es todo cuanto deseáis; por lo que a mí toca.... por lo que pueda importarme ese suceso..., por la parte que de él ha alcanzado a mi hijo?
 
-¿Y le paece a usté poco? -exclamaron casi al mismo tiempo tía Sidora y su marido.
 
El capitán soltó, allá en los profundos de su pechazo, una interjección de las más gordas, por ciertos amargores de conciencia que comenzara a sentir enfrente del candoroso desinterés de aquel honrado matrimonio; y para disimularlos mejor, habló así:
 
-Eso se da por entendido, Sidora: en mi casa no hay nadie tan inconsiderado que, por mucho que le duela lo acontecido..., ¡y mira que nos duele bien!, trate de haceros responsables de daños que no habéis causado... Pero se me había figurado a mí que podríais desear, y sería muy natural que lo desearais, otra cosa muy distinta, algo... como, por ejemplo, el castigo de esas dos bribonas por medio de la justicia humana; y que os ayudara yo en el empeño, por poder más que vosotros.
 
-¡Uva, uva! -sonó la voz de Mechelín dentro de la alcoba.
 
-Tamién se ha tratado algo de eso, señor -dijo tía Sidora muy reanimada con la actitud que iba tomando el capitán-. Pero hubo sus mases y sus menos sobre el particular. Hay quien dice que es mejor dejarlo así, porque esas cosas tocantes a la honra no conviene manosearlas mucho; y hay quien piensa que castigando a las causantes se pone la verdá más a la vista.
 
-¡Uva, uva!...
 
-Por las trazas -dijo el capitán-, ¿tú estás por que eso se lleve adelante, Miguel?
 
-Sí, señor -respondió éste-, ¡y a toa vela!
 
-¿Y tú, muchacha? -preguntó don Pedro a Sotileza-; tú, que eres la más interesada.
 
-¡También! -respondió con bravura la interpelada.
 
-Pos si creéis que eso conviene -añadió tía Sidora, antes que se consultara su voluntad-, que no quede por mí. No soy vengativa, señor; pero la verdá es que no se puede hacer vida con sosiego onde están esas mujeres, y que si ahora se quedan triunfantes con esa maldá, como se han quedao siempre, yo no sé lo que pasará mañana aquí.
 
-Pues se hará lo posible por que se lleven esta vez su merecido -concluyó el capitán, a quien se le antojaba que el castigo de las hembras de Mocejón también desembarazaría de ciertos estorbos la situación de Andrés ante la opinión pública.
 
Poco después de esto se levantó para marcharse. Sotileza se levantó también; y venciendo con un visible esfuerzo de voluntad repugnancias que la combatían, le dijo así, sin apartarse de la cómoda sobre cuya meseta se apoyaba con una mano:
 
-Señor don Pedro, por nada de lo que se ha tratado aquí, ha venido usté a esta casa.
 
-¿Qué dices, muchacha? -exclamó el capitán mirándola con asombro.
 
-La pura verdá -respondió Silda con valentía-. Y por ser la verdá, la digo sin ánimo de ofender a naide con ella... y por que quiero que vaya usté seguro de llevar por la paz lo que pensó llevarse de aquí por la guerra.
 
-¡Hijuca! -exclamó asustada tía Sidora.
 
Mechelín se incorporó sobre la cama, y don Pedro Colindres no disimuló cosa mayor la zozobra en que le ponían aquellas terminantes afirmaciones de Sotileza. Esta continuó:
 
-Quiero que usté sepa, oído de mi mesma boca, que nunca me dejé tentar de la cubicia, ni me marearon los humos de señorío; que estimo a Andrés por lo que vale, pero no por lo que él pueda valerme a mí; y que si para poner ahora a salvo la buena fama, no hubiera otro remedio que el que me diera llevándome a ser señora a su lado, con la honra en pleito me quedara, antes que echarme encima una cruz de tanto peso.
 
-¡Por vida del mismo pateta! -respondió el capitán mirando a la valiente moza con un gesto que tanto tenía de agrio como de dulce-, que no sé adónde quieres ir a parar por ese camino.
 
-Pensé que sobraba la mitá de lo dicho para ser bien entendida de usté -replicó Sotileza.
 
-Pues figúrate que no he comprendido pizca de tus intenciones, y que quiero que me las pongas en la palma de la mano.
 
Sotileza continuó:
 
-Conozco bien a Andrés, porque le llevo tratao muchos años; y por eso, y por algo que me dijo esta mañana al verme aquí agonizando de vergüenza, y por el aire que usté traía al entrar en esta casa, bien puedo yo creer que haya repetido a su padre lo que yo no quise dejar sin la respuesta que cuadraba.
 
Don Pedro Colindres, interpretando las últimas palabras de Silda en un sentido bien poco honroso para Andrés, se picó del honorcillo y repuso con dureza:
 
-Pues si él te dijo lo que yo presumo, ¿qué más podías desear tú? ¿En esas estamos ahora, después de tantos pujos de humildad?
 
Con esto fue Sotileza quien se sintió herida en el amor propio; y para acabar primero y a su gusto aquella porfía que la molestaba, pero que debía sostener, porque le interesaba, concluyó así:
 
-Yo no he dicho ahora cosa que desmienta lo que dije antes. Pensé que era sobrado hablar así para que usté sólo me entendiera; pero ya que me salió mal la cuenta, le diré más claro. De caridá vivo aquí, y con estos cuatro trapucos valgo lo poco en que me tienen las gentes. Vestida de sedas y cargada de diamantes, sería una tarasca y se me irían los pies en los suelos relucientes. Malo para los que tuvieran que aguantarme, y peor para mí, que me vería fuera de mis quicios. A esa pobreza estoy hecha, y en ella me encuentro bien, sin desear cosa mejor. Esto no es virtú, señor don Pedro, es que yo soy de esa madera. Por eso dije a Andrés lo que él bien sabe; y necesito que usté me conozca, porque no quiero responder más de mis faltas..., ni tampoco que se me gane la delantera en casos como el presente; que por humilde que una sea, no dejan de doler los gofetones que se le den por humos que nunca se tuvieron. Con esto ya lleva usté más de lo que venía buscando, y yo me quedo con un cuidao de menos... Y perdóneme ahora la libertá con que le hablo, siquiera porque el sosiego de todos lo pide así.
 
Verdaderamente daba Sotileza a don Pedro Colindres mucho más de lo que éste había ido a buscar a la bodega de la calle Alta; pero el capitán no debía confesarlo allí, porque entendía que la confesión no realzaría gran cosa la calidad de los pensamientos generadores de aquel paso. Por eso dijo a Sotileza, por todo comentario a sus declaraciones:
 
-Aunque aplaudo esa honrada modestia que tan bien te está, quiero que sepas que esta vez has pecado conmigo de maliciosa... Y no hablemos más del asunto, si os parece. Olvídese todo; contad conmigo siempre, y aún mejor que nunca...; y cuídate mucho, Miguel. Adiós, Sidora... Adiós, guapa moza.
 
Y salió de allí don Pedro Colindres, bien convencido de que si en su casa continuaba agitándose la cola del escándalo de marras, no sería por obra de la familia de Mechelín. Esto simplificaba mucho el conflicto que le había lanzado a él a la calle; y por creerlo así, volvía al lado de la capitana bastante más tranquilo que cuando se había apartado de ella.
 
Entretanto, Silda, acudiendo al hechizo que tenía su voz para el asombrado matrimonio, se despachaba a su gusto, dando a sus palabras dirigidas al capitán el sentido más apartado de su verdadera significación.
 
¿Se dejaron engañar los pobres viejos? Parecía que sí, pues no debió tomarse por señal de lo contrario la postración en que volvió a caer el dolorido marinero, apenas le dejaron solo las mujeres para disponer la una un nuevo reparo, y prepararle la otra una escudilla de caldo con vino de la Nava; ni la extraña expresión que había quedado estampada en la faz de tía Sidora. Con las emociones de la inesperada escena, se podían explicar ambas cosas, sin tomarlas por señales de una nueva pesadumbre.
 
 
 
 
 
== Capítulo XXVI ==
 
<center> Más consecuencias </center>
 
 
Andrés salió de su casa, porque necesitaba el aire y los ruidos y el movimiento de la calle para no ahogarse en la estrechez de su gabinete, y no volverse loco en la batalla de sus cavilaciones. Además, su padre le había arrojado de ella y condenado a no volver a verle mientras que en su cabeza germinaran los mismos pensamientos que habían producido aquella tempestad en el seno de la familia; y Andrés, que por gustar entonces los primeros amargores de las contrariedades de la vida, tomaba los sucesos en el valor de todo su aparato, ni hallaba fuerzas en su voluntad para imprimir nuevo rumbo a sus ideas, ni desparpajo bastante en su juvenil entusiasmo para desarmar la cólera de su padre con una mentira. Salió, pues, de casa para cambiar de ambiente y de lugares, para huir de lo que más cerca le perseguía, y para pedir al acaso de los ruidos, de las multitudes y de los misterios de la noche, un dictamen o, cuando menos, una tregua que no podían darle ni la soledad de su cuarto, ni la pesadumbre de aquellos muros, para él caldeados por la cólera de su familia.
 
Por eso andaba y andaba, sin derrotero fijo; y, para colmo de sus contrariedades, la noche, con cuyo rocío contaba para refrescar el horno de sus ideas, era de Sur en calma, negra y bochornosa; pesaba el ambiente tibio, y hasta en la luz de los faroles públicos hallaba el errabundo mozo la tortura del calor que enardecía la sangre de sus venas. ¡Y él, que iba anhelando los fríos hiperbóreos y el ruido de una tempestad! ¡Hasta los elementos parecían conjurados en su daño! Y lo creía de buena fe.
 
Dejó las calles del centro porque se asfixiaba en ellas, y enderezó sus pasos hacia los suburbios.
 
Cuando llegó a los gigantes plátanos de Becedo, se acordó de que a dos pasos de allí vivía el padre Apolinar. Tuvo grandes tentaciones de subir a su casa para referirle cuanto le ocurría... Pero ¿qué adelantaría con ello? ¿Qué sabía el pobre fraile de las cosas que le pasaban a él? ¿Qué prestigio era el suyo ante un hombre como don Pedro Colindres, para calmar sus arrebatos y reducirle a la razón?... ¡A la razón! Pero ¿sabía el mismo Andrés por dónde comenzar la defensa de su pleito, ni si el pleito era defendible, ni si era pleito siquiera? ¿De qué se trataba, en sustancia? De un supuesto que él intentaba imponer a su familia como deber de la honra, y de una tenaz resistencia de su padre a reconocerlo así. ¿Cabían mediadores serios en una porfía semejante? Y aunque cupieran, ¿era creíble que se prestara nadie a sostener la causa del hijo contra la autoridad de los padres irritados? Y aunque se prestara, ¿cómo habían de darse éstos por vencidos, si el declararlo así era la humillación y desprestigio de los derechos indiscutibles que tenían como dueños y señores suyos? Además, bien considerada su actual situación, ni siquiera procedía directamente de este desacuerdo, sino del altercado que produjo; de su propia obstinación en no declarar lo que su padre pretendía, y de las durezas con que éste le reprochó su rebeldía inusitada. Este era el caso; y para su resolución definitiva, no veía otro agente que el tiempo, cuya marcha fatal e inalterable borra las grandes impresiones del ánimo, apacigua las batallas del cerebro, cambia la faz de las cosas y enquicia el humano discurso. Por entonces no estaba el pobre mozo más que para sentir y padecer.
 
Rendido, al cabo, de dar vueltas en aquel paseo, sentóse en el banco más retirado y sombrío. Pero allí le asaltaron, con furia implacable, los recuerdos de la calle Alta. ¿Qué habría pasado en la pobre bodega desde que él había bajado a la ciudad después del gran escándalo? ¿Qué efecto habría causado éste en los honradísimos viejos, al volver cada cual de sus quehaceres? ¡Qué pensarían de él! ¡Qué les habría dicho Silda!... ¡Y las palabras de ésta, tan crudas, hallándose los dos en lo más imponente del conflicto!...
 
Y eslabonando con este recuerdo el de todo cuanto le había pasado desde entonces, y la consideración de lo que le estaba pasando, embravecióse más y más la tempestad de su cabeza; pensó volverse loco bajo el fragor de aquella lucha de ideas incongruentes y de conclusiones desesperantes, y se levantó nervioso y agitado; y volvió a moverse de un lado para otro; y anduvo, y anduvo, sin saber por dónde, hasta que, al cabo de una hora bien corrida, notó que se hallaba al otro extremo de la ciudad y a dos pasos de la Zanguina. Bullían los mareantes de Abajo en derredor de ella; y por esta sola razón, trató de apartarse de allí. Le espantaban las gentes conocidas. Pero ¿adónde iba ya? Miró su saboneta de oro, y vio que marcaba las diez y media. A las diez acostumbraba él a retirarse a casa todas las noches. Ya estaría su madre echándole en falta, y quizá muerta de angustia recordando de qué modo había salido a la calle... Pero ¡volver a casa en la situación de ánimo en que se hallaba él, y tener que presentarse delante de su padre, que le había arrojado de allí con prohibición terminante de no acercarse mientras siguiera pensando del modo que pensaba!... ¡Y al día siguiente, vuelta a lo mismo; y además el presidio del escritorio, donde ya se sabría todo lo que le pasaba!... ¡Qué infernal complicación de contrariedades para el fogoso y alucinado muchacho!
 
Mientras su discurso recorría vertiginosamente estos espacios, con grandes señales de optar por lo menos cuerdo, sintió un golpecito en la espalda y una voz que le decía:
 
-¡Varada en peña, don Andrés!
 
Volvióse éste sobrecogido, pensando que alguien se entretenía en leerle los pensamientos, si es que no había estado él pensando a gritos, y conoció al bueno de Reñales, patrón de lancha de los más formales y sesudos del Cabildo de Abajo.
 
-¿Por qué me lo dice usted? -le preguntó Andrés.
 
-¿No veo cómo anda por aquí esta probe gente, como rebaño a la vista del lobo?
 
-Y ¿por qué es eso?
 
-Pensé que usté lo sabía, don Andrés... Pos es motivao a la leva.
 
-Era de esperar ya... Y ¿qué tal es?
 
-Pos, hijo, una barredera... No la recuerdo mayor. Esta tarde se nos ha notificado por la Comandancia... No queda un mozo en los dos Cabildos... Del de Abajo, solamente, van cuatro de segunda campaña por no haber número bastante de los de primera ¡conque fegúrese usté!
 
-Triste es eso, Reñales; pero son cargas del oficio.
 
-¡Güeno está el oficio, don Andrés!... Dos días hace que no vamos a la mar.
 
-Pues ¿cómo así?
 
-¿No ve usté el cariz del tiempo?
 
-Bien en calma está.
 
-Sí; pero calma traidora... ¿Quién se fía de ella, don Andrés?
 
-Tres días van así ya, y nada ha sucedido.
 
-Ya lo veo... Pero eso es bueno pa sabido.
 
-El viento al Sur no tiene malicia ahora: es viento de la estación.
 
-Ya nos hacemos cargo; y algo por eso, y mucho por lo que apura la necesidá, pensamos salir mañana. ¡Buenos ánimos llevará esta probe gente con el galernazo que les ha venío de arriba!...
 
Andrés se quedó pensativo unos instantes, y preguntó en seguida al patrón:
 
-¿Dice usted que mañana irán las lanchas a la mar?
 
-Si Dios quiere y el tiempo no empeora.
 
-¿A qué va la de usted, tío Reñales?
 
-A merluza.
 
-Me alegro, porque voy a ir en ella.
 
-¿Usted, don Andrés?
 
-Yo, sí. ¿Qué tiene de particular?
 
-De particular, no es cosa mayor, que abonao es usté pa ello, y la mar bien le conoce.
 
-Pues, entonces...
 
-Decíalo yo porque podía usté aguardar a mejor ocasión.
 
-¿Qué mejor ocasión que ésta?
 
-Mejores las hay, don Andrés, mejores: siempre que está el tiempo al Nordeste.
 
-Pues yo le prefiero al Sur cuando es estacional, como ahora.
 
-Es un gusto como otro, don Andrés; aunque no verá usté un solo mareante que le tenga igual. Yo cumplo al respetive con decir lo que me paece.
 
-Y yo lo agradezco por el buen deseo... Conque no hay más que hablar.
 
-¿Por supuesto, que querrá usté que le vayan a avisar a casa?
 
-¡De ningún modo! No hay necesidad de alborotar el barrio. Yo estaré aquí, o en la Rampa, a la hora conveniente; y si no estoy, se larga usted sin esperarme. Entretanto, quédese esto entre los dos, y no diga usted una palabra de los propósitos que tengo... Pudiera no ir; y no hay necesidad de que se atribuya el caso a lo que no es.
 
-¡Je, je!... Vamos, eso es decir que no está usté muy seguro de que a última hora...
 
-Justamente... Pudiera no estar tan animoso entonces...
 
-Y recela que se le tenga por encogío...
 
-Eso es.
 
-Pus no lo creería quien le conozca, don Andrés.
 
-¡Quién sabe!... Por si acaso, punto en boca, y lo dicho...
 
-Nunca supo hablar la mía pa descubrir secretos.
 
-Hasta mañana, Reñales.
 
-Si Dios quiere, don Andrés.
 
No le había salido a éste muy errada la cuenta al discurrir que para verse libre, de cualquier modo, de apuros como el suyo, no había otro remedio que entregarse a los decretos de la ciega casualidad. La que le llevó a la Zanguina y le acercó al prudente Reñales en el momento crítico de resolver, por su propio consejo, el único conflicto verdaderamente serio en que se había visto aquella noche, poniéndole entre los labios la golosina de un envejecido y vehemente deseo, dio al traste con todas sus vacilaciones y le arrojó en las marañas de un nuevo desatino.
 
¡Volver a casa después de haberle echado de ella su padre tan sin motivo ni razón! ¡Que penara, que penara un poco por su dureza inoportuna! Eso le enseñaría a no ser tan injusto y tan violento otra vez. En cuanto a su madre... ¿Pero qué había puesto ella para defender al hijo atribulado? ¿No había puesto su haz correspondiente en la hoguera de las cóleras del padre, calumniando las generosas intenciones de la inocente Silda? Pues que penara también un poco..., que mucho más estaba penando él... Mas aunque por ahorrar esas penas a sus padres se decidiera a tornar aquella noche al abandonado hogar, ¿qué resolvería esta abnegación de su parte, quedando la discordia en pie y recrudeciéndose de nuevo al día siguiente, quizá entre el suplicio de insoportables mediadores?... Nada, nada: oído de piedra a las voces de su corazón, que le aconsejaban cosa muy distinta... ¡y adelante con su proyecto! Éste lo resolvía todo a la vez. Una mala noche pronto se pasaría; y, en cambio, al día siguiente, ni caras indigestas, ni palabras impertinentes, ni miradas burlonas; y en vez del hormigueo de las calles, y el tufo de las muchedumbres, y el polvo de las basuras, y el tormento de la conversación, la inmensidad del espacio, la grandeza del mar, el aire salino, el columpio de las ondas y el olvido de la tierra, infestada de la peste de los hombres. Entretanto, las horas corrían, cambiaríanse los pareceres..., y el que pasa un punto, pasa un mundo.
 
De este modo iba formando Andrés en su voluntad la resolución que le había inspirado su casual encuentro con Reñales, y hasta creyendo de buena fe que podía ser providencia lo que parecía casualidad, cuando lo cierto era que se había agarrado a aquel asidero como pudo agarrarse a las alas de una mosca, para caer del lado a que se inclinaba en el momento de resolverse, o a volver a su casa, como era lo cuerdo y conveniente, o a declararse en abierta rebelión contra todos sus deberes, que era lo descabellado. Pero ya sabemos lo que son apreturas de esa especie en cabezas juveniles como la de Andrés, y no hay que maravillarse de que optara por lo peor en la necesidad de elegir entre dos cosas que le parecían rematadamente malas.
 
Y tan firme llegó a ser su repentino propósito, que para evitar, en lo posible, todo riesgo de que se malograra, apenas se despidió de Reñales, se alejó de las inmediaciones de la Zanguina, para discurrir a su gusto sin excitar la curiosidad de nadie. Porque le quedaba otro punto, muy interesante, por dilucidar. ¿Dónde y cómo iba a pasar las horas que faltaban hasta la madrugada del día siguiente? No había que pensar en fondas ni paraderos, donde el menor de los riesgos era el ser él muy conocido de fondistas y mesoneros; ni tampoco en la casa de ningún amigo... Pasarse tantas horas recorriendo calles, tras de ser excesivamente penoso, era muy expuesto a llamar la atención más de lo conveniente... Sin dudas ni vacilaciones, optó por la Zanguina.
 
En la Zanguina, dentro de muy poco rato, no quedaría un marinero, porque, aunque muchos de ellos acostumbraban a dormir allí, esto acontecía en lo más penoso de las costeras; y en aquella ocasión llevaban ya dos días sin salir a la mar. Estando sola la Zanguina, llegaría en el momento de ir a cerrarse sus puertas, y no antes, porque, echándole de menos en su casa, no sería extraño que alguien fuera allí a preguntar por él. Le diría al tabernero, muy conocido suyo, todo lo que había de decirle para que no le chocara su pretensión de pasar así la noche, tumbado sobre un banco, hasta la hora de salir a la mar en la lancha de Reñales... Y comenzó a ponerlo por obra antes que se le enfriaran los propósitos.
 
Con grandes precauciones, porque el sitio era de los más poblados de la ciudad, observó, a la mayor distancia posible, cómo fueron retirándose poco a poco hasta los parroquianos más pegajosos del afamado establecimiento; y en cuanto vio señales de que iban a entornarse sus puertas, acercóse allá y expuso sus intenciones al tabernero. No le chocaron a éste cosa mayor, porque sabía dónde llegaba la pasión del hijo del capitán Bitadura por las costumbres de la gente marinera.
 
-¡Pero no me diga, don Andrés, que se va a pasar aquí la noche encima de un banco duro! -le dijo el tabernero-. Le arreglaré un poco de mullida con la metá de mi cama...
 
-Nada de eso -respondió Andrés-. Si me acuesto sobre mullida, no despertaré a la hora que necesito.
 
-Si de toas maneras he de abrir yo la taberna antes que den el apuya.
 
-No importa. Yo me entiendo. Ponme en la mesa del último cajón de allá un pedazo de queso, otro de pan, un vaso de vino y una vela, y no te cuides de mí sino para despertarme mañana a tiempo, si es que no me he despertado yo...
 
El tabernero empezó a complacerle encendiendo una vela de sebo; la encajó después en una palmatoria de hoja de lata, y fuese con ella al departamento indicado por Andrés. Caminando éste detrás de la luz, vio un bulto en la oscuridad del fondo de los primeros cajones de la fila. El bulto roncaba que era un espanto.
 
-¿Quién duerme ahí? -preguntó Andrés.
 
-Es Muergo -respondió el hombre de la vela-. Entendimos que se volvía loco de rabia cuando supo que le alcanzaba la leva... Juraba y perjuraba que primero se echaba a la mar que consentir en que le llevaran al servicio... Dimpués tomó una cafetera de aguardiente; pensamos que acababa aquí con medio Cabildo; rindióle al cabo el sueño y se quedó como usté le ve ahora... Juera del alma, don Andrés, es una pura bestia.
 
¡Y Andrés envidiaba en aquel instante hasta la suerte de Muergo!
 
Minutos después, el aturdido mozo, en el rincón más oscuro del más apartado cuchitril de la Zanguina, reponía las fuerzas del cuerpo quebrantado con las míseras provisiones que el tabernero había puesto sobre la bisunta mesa, mientras aspiraba oleadas de aquella atmósfera pestilente, y sentía en las profundidades de su cabeza el estruendo de la batalla que estaban librando allí sus no domadas ideas.
 
Algo más tarde, cansado de meditar y de temer, estiró las piernas sobre el banco en que se sentaba; apoyó el tronco contra la pared; cruzó los brazos sobre el pecho, y quiso facilitarle su conquista al sueño, que tanto necesitaba, apagando la luz, que es enemiga del reposo; pero desistió de su propósito, porque no se atrevía a quedarse a oscuras y solo con sus alborotados pensamientos.
 
 
 
 
 
== Capítulo XXVII ==
 
<center> Otra consecuencia que era de temerse </center>
 
 
Por rara casualidad estaba don Venancio Liencres en casa cuando llegó a sus puertas la capitana preguntando por él, precisamente por él. Cierto que se hallaba ya con el sombrero puesto para salir a perorar un rato en el senado del Círculo de Recreo, donde a la sazón se agitaba entre los senadores no sé qué punto de trascendencia para las harinas castellanas, las obras del ferrocarril y los cueros de Buenos Aires; pero, en fin, estaba en casa, y recibió a la madre de Andrés sin visible disgusto y a solas, como ella quería.
 
Allí, anegada en llanto, y en el secreto de la confesión, declaró Andrea a don Venancio todo lo que les estaba pasando con su hijo. Temía que en las respuestas dadas por éste a su padre se envolviera un propósito de casamiento con la tarasca callealtera. Y esto no podía suceder, porque sería la perdición de él, la vergüenza de toda su familia y el escándalo del pueblo. El capitán estaba ya dando los pasos necesarios para enterarse mejor de la magnitud del peligro; pero esto no bastaba: era preciso que don Venancio mismo, que tantos títulos reunía para merecer el respeto del desatinado mozo, le hablara al alma, le amonestara, se le impusiera, y que por Dios, y que por los santos... Y lágrima que va, y sollozo viene. Y don Venancio no salía de su asombro, sino para considerar lo mucho que podía valer la fuerza de su palabra, cuando a ella seguía acudiendo la capitana en los conflictos más graves de su vida.
 
Excusado es decir que la tranquilizó con un discurso, prometiéndola que todo se arreglaría del mejor modo posible. La capitana llegó a su casa antes que su marido, y don Venancio Liencres entró en el senado con el talante de los grandes hombres satisfechos de llevar entre los cascos el hervor de un gran problema.
 
Cuando volvió para cenar, rodeado de su familia, ni su señora pudo resistir un solo momento más la curiosidad de saber a qué había ido la capitana a tales horas y de tal modo a su casa, ni él dominar el deseo de declararlo todo en aquel instante solemne, con el santo fin de que se viera lo que llegarían a ser jóvenes tan irreflexivos como Andrés, sin hombres de maduro seso y legítima autoridad que los volvieran a la senda de sus deberes.
 
Y precisamente ocurrió el relato de lo más grave de la aventura de la calle Alta en los momentos en que Luisa, dejando caer el tenedor desde la altura de su boca, declaraba que no quería cenar más. Siguió la historia con comentarios del mismo narrador, gestos y monosílabos de asco de su señora y aspavientos de Tolín...; y Luisa, cuya inapetencia continuaba y cuya alteración de semblante descubría una violenta agitación nerviosa, rompió dos platos de una sola puñada. Enseguida se retiró a su cuarto, manifestando antes que si no se contaran en la mesa historias tan indecorosas como aquélla, no se trastornarían los nervios de nadie, ni se perderían por completo las ganas de cenar.
 
Convino su augusta madre en que no era del mejor tono hablar de «lances tan apestosos» delante de señoras tan principales, y mandó disponer una taza de salvia para su hija. La cual, encerrada ya en su cuarto, dijo a su madre, después de tomar dos sorbos de la pócima, que ya se sentía bien y que no apetecía otra cosa que el descanso de la cama.
 
Alegróse mucho de saberlo don Venancio, y como ya llevaba un buen rato de perorar con Tolín, que no acababa de asombrarse del suceso, túvosele por bastante ventilado por entonces; bostezó don Venancio; recogió su señora y guardó en el aparador los postres sobrantes, y, con las «buenas noches» de costumbre, se encerró cada cual en su agujero.
 
Despojándose estaba Tolín de su tuina doméstica, tras de haber dado largo recreo a sus ojos en la contemplación de los cuadros de la pared, cuando sintió un golpecito a la puerta, y la voz muy queda de su hermana, que por la rendijilla le preguntaba:
 
-¿Se puede?
 
Apresuróse Tolín a abrir, y entró Luisa de puntillas, con la palmatoria sin luz en una mano y el índice de la otra sobre los labios. Iba muy pálida, bastante ojerosa y no poco trémula de manos y de voz. Cerró cuidadosamente la puerta por dentro y dijo a su hermano, que la contemplaba atónito, señalándole una silla junto a la mesa, sobre la cual continuaba la cartera atestada de dibujos y acuarelas:
 
-Siéntate ahí.
 
-¿Pero qué te pasa, mujer? -preguntóla Tolín, volviendo a vestirse la tuina y con los ojos muy azorados.
 
-Ya lo sabrás -respondió muy bajito la interpelada-. Pero no alces la voz ni hagas ruido, porque no hay necesidad de que sepa nadie que te he hecho yo esta visita.
 
Tolín se sentó, y Luisa se quedó de pie delante de él, sin querer aprovechar la silla que su hermano puso a su lado, ofreciéndosela con insistencia.
 
-No quiero sentarme -dijo Luisa-; hablo mejor así, de arriba abajo, tal como estamos... Cara a cara, puede que no fuera yo tan valiente contigo como necesito serlo ahora... En fin, hombre, dejemos estas boberías... ¡Ay, Dios mío de mi alma!... Mira, Tolín, si llego a meterme en la cama con este escozor que siento por acá dentro, si no me aventuro a desahogarme un poco contigo, creo que me da algo esta noche..., que me muero, vamos, lo mismo que te lo digo... ¡lo mismo, Tolín!
 
Tolín, cada vez más consumido por la curiosidad de saber qué le pasaba a su hermana, insistió de nuevo con ella para que acabara de explicarse.
 
-A eso voy -dijo Luisa, con más deseos que valor para hacerlo-. ¿Tú has oído bien la historia que contó papá en la mesa?
 
-Sí que la he oído.
 
-¿La has oído?...
 
-Te repito que sí.
 
-Me alegro, Tolín, me alegro de que la hayas oído bien. ¿Y qué te parece?
 
-¡Mire usted ahora con qué coplas salimos! -exclamó Tolín muy contrariado.
 
-Pues ¿con qué coplas he de salirte, hombre? -preguntóle candorosamente su hermana.
 
-Pues con las tuyas, ¡canario!
 
-¡Pero si las mías empiezan por ahí, bobo!
 
Tolín se encogió de hombros y volvió un momento la cabeza hacia otra parte.
 
-Como siempre, Luisa, como siempre -añadió un instante después-. Maldito si se pueden atar dos caminos con todos los aspavientos tuyos. En fin, di lo que te dé la gana; ya veremos lo que sale.
 
Luisa miró a su hermano con un gesto que no era un himno a la perspicacia del mozo aquél, y le dijo:
 
-Quiero saber yo lo que te parece a ti esa indecencia de historia.
 
-Pues me parece muy mal, Luisa, ¡muy mal!... Tan indecente como a ti... ¿Lo quieres más claro?
 
-Eso es lo que yo quería saber, Tolín; eso mismo..., precisamente lo mismo.
 
-Entonces, ya estás servida...
 
-¡Un hombre que se viste de señor; que es hijo de buenos padres; que se tutea con nosotros; que está colocado en el escritorio de papá, manoseando sus caudales; que come en esta mesa tan a menudo!... ¡Un hombre así, encerrado en una bodega asquerosa, con una sardinera tarasca, y salir luego de allí los dos, corridos de vergüenza, entre la rechifla de las mujeronas y de los borrachos de toda la calle!... ¡Y a más, a más, cuando le apuran un poco, decir a su padre y a su madre que es muy capaz de casarse con ella!... ¿Tú has visto algo como esto en parte alguna, Tolín?... ¿Lo has leído siquiera en ningún libro, por muy descaradote y puerco que sea?... Vamos, hombre, dilo con franqueza...
 
-No, Luisa, no... No he visto nada como ello. ¿Y qué?
 
-Que eso no debe de quedar así.
 
-Ya has oído que papá piensa tomar cartas en el asunto.
 
-No basta que papá las tome; tienes que tomarlas tú también.
 
-¡Yo!
 
-Sí, tú; y desde mañana, Tolín.
 
-Pero ¿qué diablos me va a mi ni que...?
 
-¿Que qué te va a ti? ¿No eres su amigo tú... y de la infancia, Tolín, que es todo lo amigo que se puede ser de una persona?... ¿No estás con él en el escritorio? ¿No estáis abocados a ser socios y jefes de la casa de papá el día menos pensado?...
 
-Lo menos veinte veces te he oído decir esas mismas cosas por pecadillos de Andrés de bien escasa importancia.
 
-Pero éstos son pecados gordos, hijo, ¡muy gordos! Y te lo vuelvo a repetir, porque ahora va de veras.
 
-Pues déjalo que vaya, que en buenas manos está el pandero.
 
-Es que yo quiero ponerle en las tuyas.
 
-¿Y sabes tú si yo sabría tocarle?
 
-Lo que no se sabe, se aprende, cuando el caso lo pide, y aquí lo pide... ¡y mucho!
 
-Pero, trastuela del demonio..., ¡mira que cualquiera que te escuchara y te viera tan exigente y tan nerviosa por un asunto que, después de todo, no te importa media avellana!... ¿eres procuradora de Andrés, o qué?...
 
-A nadie le importa lo que soy, Tolín; pero quiero que esa... pingonada no se haga, y no se hará, ¿lo entiendes?
 
-Y si se hiciera, ¿qué?
 
-¡Virgen del Carmen!... ¡Ni en broma lo digas, Tolín!
 
Aquí le temblaban los labios, pálidos, a Luisa, y Tolín se la quedó mirando, con una expresión muy distinta de la que hasta entonces se había visto en su cara.
 
-¿Sabes, Luisa -la dijo, sin dejar de mirarla así-, que con eso que te oigo, y recordando lo que te tengo oído, bastante parecido a ello, voy entrando en aprensiones?...
 
-¿Aprensiones de qué, Tolín? -repuso Luisa, dispuesta, no solamente a oír todo lo que quisiera decirle su hermano sobre la calidad de sus aprensiones, sino también a tirarle de la lengua para que hablara cuanto antes-. Vamos, con franqueza.
 
-Aprensiones -continuó Tolín- de que algo más que la amistad es lo que te mueve a interesarte tanto por Andrés.
 
-¡Bien has tardado en caer en ello, inocente de Dios! -exclamó Luisa, lanzando las palabras de su pecho con tal ansia, que parecía que con ello le desahogaba de un peso insoportable.
 
-¡Y lo confiesas con esa frescura, Luisa! -dijo el otro haciéndose cruces.
 
-¿Y por qué no he de confesarlo, Tolín? ¿A quién ofendo con ello? ¿Qué hay en Andrés que no merezca estos malos ratos que estoy pasando por él? ¿No es guapo? ¿No es un mozo como unas perlas? ¿No es bueno y noble como un pedazo de pan? ¿No es fuerte y valeroso como un Cid? ¿No tiene, por tener de todo, tan buena posición como el mejor de los mequetrefes que me pasean a mí la calle, con tanto gusto tuyo? ¿No le tratamos y le estimamos de toda la vida?... Y siendo esto verdad, ¿por qué no he de... quererle yo; sí, señor, de quererle como le quiero tantos años hace?...
 
-¿Pero es posible, Luisa, que tú, tan fría con todos los que te tratan, tan dura de corazón con todos los que te miran, seas capaz de querer a nadie con ese fuego?...
 
-Bajo la nieve hay volcanes, Tolín; no sé quién lo dijo por alguien como yo; pero dijo con ello una gran verdad, según lo que a mí me pasa ahora...
 
-Pues, hija mía, para una vez que te quemaste..., ¡no hay duda que fue bien a tiempo!
 
-¿Por qué lo dices, Tolín?
 
-Bien a la vista lo tienes, Luisa. ¡Te quemas por quien ni siquiera repara en ello!
 
-Pues ahora reparará.
 
-¡Ahora!
 
-Ahora, sí... porque hasta ahora no ha sido necesario.
 
-¡Luisa! ¡Tú no estás en tus cabales! ¡A un hombre, quizá mal entretenido con una pescadora soez, ir a...!
 
-No hay tal entretenimiento, si es verdad lo que se ha contado.
 
-¡Y se quiere casar con ella!... Tú misma lo temías...
 
-Pues lo dije... por oírte... Pero aunque sea verdad, y aunque también lo sea que está mal entretenido, por eso mismo hay que abrirle los ojos, para que vea lo que nunca se atrevió a mirar, porque es humilde...
 
-¿Serías capaz de intentar eso, Luisa..., de perder la cabeza hasta ese extremo?
 
-Yo no sé, Tolín, de lo que sería capaz en el trance en que yo me veo... Pero de todos modos, como no he de ser yo quien dé ese paso..., sino tú...
 
-¡Yo!... ¡Yo ir a ofrecer mi propia hermana!...
 
-¡Qué ofrecer ni qué calabaza, hombre! Con esa manera de llamar las cosas, no hay decencia posible en nada. Pero si tú vas, y, con la confianza que tienes con él, empiezas por afearle lo que ha hecho y lo que piensa hacer... y le hablas de lo que él vale..., de la consideración que debe a su familia y a sus amigos..., de lo bien que le estaría una novia de entre lo principal del pueblo..., y poco a poco, te vas cayendo, cayendo hacia acá; y, sin decir lo que yo pienso, le haces comprender que bien podría llegar a pensarlo..., y, en fin, todo lo que se te vaya ocurriendo...
 
-Luisa, ¡Luisilla de los demonios! Pero ¿cómo te estimas en tan poco..., y por quién me tomas?
 
-¡Ah, grandísimo desalmado! ¡Ahí te quería esperar yo! ¿Por quién me tomabas tú a mí cuando me hacías la rosca para que le contara esas mismas letanías del hijo de mi padre a mi amiga Angustias? Entonces, el papel que me dabas era de lo más honroso... «Una hermana mirando por el bien de su hermano... ¡uf!, eso parte el corazón de puro gusto... Así como quien no quiere la cosa, la vas enterando de lo juicioso que soy, del arte que tengo para el escritorio..., de lo tierno que soy de entraña..., de lo que yo me desvivo por cierta mujer..., de que me paso las noches en un suspiro...»
 
-¡Luisa, canario! -dijo entonces Tolín revolviéndose en su asiento, como si le estuvieran clavando un par de banderillas. Pero Luisa, sin hacer caso maldito de la interrupción antes bien, gozándose en el desasosiego de su hermano, continuó remedándole así:
 
-«Pero como es tan corto de genio, antes se morirá de hipocondría que decir a esa mujer, cuando está delante de ella: por ahí te pudras.»
 
-¡Luisa!
 
-Y por cierto, grandísimo desagradecido, que bien luego y con buen arte despaché tu comisión; y bien te allané el camino..., y bien poco te costó después llegar hasta donde has llegado a la hora presente, que casi nada te falta ya para conseguir lo que deseabas, porque hasta el erizo de su padre, don Silverio Trigueras, está hecho unas mieles contigo. ¡Y ahora resulta que he estado yo haciendo un papel de los más feos... y que...!
 
-¡Por vida del ocho de bastos, Luisa!... ¡Déjame hablar, o te saco al carrejo... y grito para que nos oigan!...
 
-Eso faltaba, ¡egoistón!... ¡mal hermano!... ¿Y qué es lo que tú puedes responder a esto que yo te digo?
 
-Que aunque todo ello fuera la pura verdad...
 
-¡Y más de otro tanto que no he querido decir!...
 
-Que aunque todo ello y lo que te has callado fuera la pura verdad, son los dos casos muy diferentes.
 
-¡Diferentes! ¿Por dónde? ¿Por qué?
 
-Porque tú eres una señorita.
 
-Justo. Y tú todo un caballero... ¡Y es una mala vergüenza que un caballero como tú, porque las mujeres están obligadas, por el bien parecer, a tragarse todo cuanto sientan por un hombre, y a no dárselo a entender ni siquiera con una mala mirada, ayude a su propia hermana a salir del ahogo en que se ve, despertando un poco la atención, con cuatro palabras al caso, de un hombre que es, además, un amigo de la mayor intimidad!... ¡Bah! Pero que a un caballero que tiene obligación, por ser hombre, de ser valiente y arrojado y de ajustar todas sus cuentas por sí mismo, le arregle una señorita un negocio de esa clase..., no tiene nada de particular; es una hazaña de rechupete... y hasta obra de misericordia ... ¿No le parece a usted el don escrúpulo de Mari?... ¡Caramba! ¡No sé lo que te diría ahora, si pudiera yo gritar todo lo que necesito!...
 
-Corriente. Pues lo doy por gritado, y déjame en paz.
 
-Así, hijo, así..., ¡así se sale luego del paso! ¡Y tenga usted hermanos para eso, y desvívese usted por ellos..., y... ¡Virgen de los Dolores!...
 
Aquí rompió a llorar la hermana de Tolín, como si el alma se le saliera por la boca. Tolín trató de consolarla como mejor pudo; pero aquel antojo estaba a prueba de reflexiones más poderosas que las insulsas vaguedades que se le ocurrían al hijo de don Venancio Liencres. De pronto dejó Luisa de llorar, y dijo resueltamente a su hermano:
 
-Pues ten entendido que, si no llegas a hacer lo que te encargo, voy a hacerlo yo... ¡yo, por mí misma! Y seré capaz hasta de confesárselo a su madre y a su padre... y al cura de la parroquia, si me apuras... Y hasta sabrá la hija de don Silverio Trigueras el pago que tú das a lo que la tonta de tu hermana hizo por ti.
 
Tolín estaba en ascuas; creía a su hermana muy abonada para cumplir lo que ofrecía, y al mismo tiempo le asustaba lo peliagudo de la empresa que le encomendaba. Sus deseos no eran malos; pero su irresolución le encogía. Habló a Luisa nuevamente en este sentido, suplicándola que le dejara buscar el modo y la ocasión a gusto de él, porque todo se arreglaría con el tiempo.
 
-No, no -insistió la otra-. No hay un instante que perder. Mañana mismo vas a dar el primer paso...
 
-Pero atiende a razones...
 
-Mira: en cuanto venga al escritorio, le llamas aparte, y solos allí los dos..., comienzas a hablarle, y después..., ¡caramba!, si fuera yo, bien pronto se lo diría como deben decirse esas cosas...
 
-Y aunque todo saliera como tú deseas, tarambana del mismo diablo, ¿sabes tú la cara que pondría mamá?
 
-Eso corre de mi cuenta, Tolín. ¡Pues podía desaprobarlo! ¡Un partido tan hermoso para mí!... Tú no te apures por eso, y cuídate de lo otro.
 
-En fin -dijo el abrumado mozo, acaso para verse libre por entonces de un asedio tan tenaz-, haré todo lo posible por complacerte.
 
-Es que hay que hacer -insistió Luisa sin cejar un punto- no solamente lo posible, sino todo lo necesario... Y si esto se hace o no se hace, he de saberlo yo mañana por la noche, cuando venga Andrés aquí; porque tú harás, discretamente, que venga sin falta..., ¿lo entiendes bien?... ¡Sin falta!
 
No había escape para Tolín, porque sabía muy bien que, en un carácter como el de su hermana, todo estruendo era creíble como se le metiera el antojo entre los cascos. Comprendió que hasta para evitar campanadas más ruidosas era de necesidad cumplir con empeño la peliaguda comisión, y a cumplirla así se obligó con su hermana.
 
Luego que ésta se convenció de que la promesa de Tolín no era un vano recurso para salir del paso, trocáronse sus denuestos en arrullos; encendió su bujía, se despidió con un fervientísimo «adiós», abrió la puerta con mucho cuidado, y, de puntillas, y más bien deslizándose que pisando, llegó en un instante a su dormitorio y se encerró en él, si no libre de inquietudes, con el ánimo más reposado después del desahogo que acababa de dar a su berrinche.
 
En cambio, Tolín, que se había levantado de la mesa con el espíritu hecho una balsa de aceite, no pudo atrapar el sueño hasta bien cerca de la madrugada. ¡El demonio de la chiquilla!...