Diferencia entre revisiones de «Caramurú»

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Veamos ahora de qué medio se valió Amaro para arrancar a los charrúas su famoso parejero, y si los peligros a que se expuso valían los cien mil patacones que debían recompensar su audacia.
 
 
== Capítulo IX ==
 
Añang
 
 
El tubichá recibió a Amaro con las más ardientes muestras de aprecio y deferencia, e hizo con él lo que no hacía con nadie: se puso de pie, y se sacó el triple rodete de plumas, símbolo de su dignidad, que cubría su cabeza, acción que llenó de escándalo a los viejos caciques.
 
Su descontento se aumentó al ver que Tapalquem les ordenaba retirarse para hablar a solas con el huinca.
 
-¿Qué queréis, señor? ¿Puedo seros útil en algo? preguntole no bien se alejaron aquellos, con la afabilidad del que desea que lo ocupen.
 
-Sí; vengo a pedirte prestado tu célebre parejero por ocho días.
 
-¿Daiman? preguntó el mulato con angustia.
 
-Daiman.
 
-¡Ah! Pedidme todos mis demás caballos, dinero, mujeres, todo lo que queráis... pero ese caballo... ¡ira de Dios!... ese caballo no puedo dároslo.
 
-Entonces nada he dicho y me retiro.
 
Amaro se encaminó a la puerta con la sonrisa del desprecio en los labios y el fuego de la indignación en los airados ojos.
 
-Oid, le dijo Tapalquem.
 
Volviose el jefe de los montoneros, y le miró frente a frente con toda la arrogancia de que él era capaz, o inmóvil, esperó dos minutos a que hablase.
 
-Aun cuando yo quisiera prestarme a vuestros deseos, sería exponeros a una muerte casi segura permitir que os llevaseis a Daiman, pues...
 
El gaucho, sin aguardar a que concluyese la frase, le volvió las espaldas, y pisó el umbral.
 
-¡Caramurú! gritó el cacique apretando y mordiéndose los puños hasta hacerse sangre; si otro hombre fuera el que se atreviese a inferirme tal agravio, le mandaría cortar la lengua y arrojársela a mis ñanduses.
 
El jefe de los montoneros por única respuesta se atusó el bigote, y le miró con la calma insultante del que desprecia las amenazas de un inferior suyo, y ni siquiera le hace el honor de contestarle.
 
-Aunque mi poder es ilimitado, continuó Tapalquem, los charrúas no verían tranquilos que un cristiano se llevase su mejor caballo, el caballo de su tubichá, al vencedor de los más célebres parejeros del Río de la Plata...
 
El gaucho meneó la cabeza impaciente.
 
-¡Oíd, con mil rayos! se me ocurre un medio que tal vez surta el efecto apetecido. Deseo serviros a todo trance.
 
Esta promesa desarrugó la faz sombría de Amaro, que se adelantó al medio de la tienda dispuesto a escucharle.
 
-Permaneced aquí hasta las dos de la mañana.
 
-¿Me llevaré a Daiman?
 
-Lo espero.
 
-¿Sí, o no?
 
-Hombre, sí; suceda lo que Dios o el diablo quiera.
 
-No esperaba menos de tu generosidad, repuso el gaucho, radiante el rostro de alegría y tendiéndole afectuosamente la mano.
 
-Os debo la vida, y quiero probaros lo que os he repetido mil veces. Soy vuestro en cuerpo y alma.
 
El mulato se acercó a la puerta de la tienda, y tocó un silbato que llevaba al cuello.
 
Un indio se presentó.
 
-Que venga al momento Yictabicay, dijo.
 
Y volviéndose a Amaro, añadió:
 
-Por fortuna entendéis el idioma de estos bárbaros, y vais a convenceros de que obro con toda lealtad.
 
Una india vieja y de deforme aspecto, cuya pequeña estatura estaba compensaba por una obesidad monstruosa, apareció en el umbral y se detuvo hasta que el tubichá, con un gesto imperativo, la indicó que pasara adelante.
 
Era esta la hechicera de la tribu. Venía cubierta con una grosera manta de lana, y traía al cuello un collar de dientes humanos: cerdosos y enmarañados cabellos coronaban su aplastada frente; sus pequeños ojos de fuina, desnudos de párpados, desaparecían en sus órbitas amoratadas, hundidas y cavernosas; su gruesa nariz, chata como la del tigre, y sus abultados labios prolongándose hasta cerca de las mandíbulas, carnosas y vueltas hacia afuera, dejaban entrever unos dientes largos, puntiagudos y separados. La piel de un gato montés servíale de delantal, y en sus sienes, muñecas y tobillos ostentaba con orgullo una triple sarta de cascabeles, petrificaciones y cuentas de colores que producían un ruido agradable aunque monótono siempre que se movía. Por último, faltábanle, como a muchos de sus compatriotas, en los dedos de los pies y de las manos algunas falanges, pues los charrúas acostumbraban cortarse una cada vez que se les moría algún deudo o persona muy estimada.
 
-Te he mandado llamar Yictabicay, dijo el cacique, para que hoy mismo anuncies que has visto a Añang, que lo has visto, ¿entiendes? y que esta noche vendrá.
 
La india miró a hurtadillas al cristiano, y movió la cabeza con gravedad.
 
-Ahora te irás al monte, y no volverás hasta bien entrada la noche. Ya sabes tu obligación; tenlo preparado todo. Yo iré a tu tienda, y te avisaré cuándo has de anunciar la llegada de Añang. Toma.
 
El cacique sacó dos cartuchos de pólvora, y se los dio, prometiéndole un buen premio si le servía con la fidelidad y el acierto que otras veces.
 
-¿Me darás aguardiente, mucho, mucho? preguntó la india con estúpido alborozo.
 
-Lo suficiente para que te emborraches cuatro días.
 
La hechicera exhaló un aullido de alegría, y haciendo contorsiones y gestos, dio una vuelta por la tienda, ejecutando una pantomima cuya significación comprendió Amaro perfectamente. Representaba el espanto que se apoderaba de ella a la vista del espíritu maligno; y salió, tarareando una canción en renglones cortos más bien que versos, cuyo estribillo era:
 
::¡Anoche, anoche he visto a Añang!
::Añang va a venir: ¡ay del que agarre!
 
Los indios acudían en tumulto y corrían tras ella al oír este cántico, precursor generalmente de alguna calamidad.
 
-¿Habéis oído? se decían unos a otros llenos de congoja. ¿Habéis oído a Yictabicay? Anoche vino Añang, y hoy volverá. ¿Cuál será la causa?
 
En breve la tribu entera se puso en conmoción, y la embaucadora se vio rodeada de un enjambre de hombres, niños y mujeres, cuyas facciones, horribles en su estado natural, descompuestas ahora por el terror y la curiosidad, parecían de demonios más bien que de seres humanos.
 
La vieja estrechada por la multitud, tomó la palabra y les dijo con misterioso acento, y como horrorizada de lo mismo que contaba:
 
-Anoche, hijos míos; anoche Añang vino a mi tienda, y tomando por las cuatro puntas el cuero en que dormía, me hizo voltear por el aire como una bola.
 
Una exclamación general de espanto cubrió la voz de la oradora.
 
-Por fin, me arrojó furioso contra el suelo, y poniéndome el pie en la garganta, me dijo:
 
-Tú no velas por tu tribu, Yictabicay. Los enemigos la amenazan. ¡Mañana nos veremos!
 
Y desapareció, dejando en la tierra donde apoyó su planta una faja de fuego, y en el aire un olor de azufre que mareaba.
 
Levantose entre los salvajes un sordo murmullo que, aumentándose por grados como los mugidos de un volcán a medida que se aproxima la lava al cráter, estalló en un solo grito:
 
-¡Tú eres adivina; dinos la causa de su venida!
 
-Todavía la ignoro...
 
-¡Mentira!
 
-Voy al bosque a consultar a los espíritus...
 
-¡Mentira! La causa es la llegada del huinca, dijo uno de los caciques, antiguo rival de Tapalquem, y que no desperdiciaba ninguna ocasión para desconceptuarle.
 
-¡Sí, sí! repitieron en coro otras cien voces, iluminados los que la proferían por una suposición que, según sus creencias, tenía todos los visos de la realidad.
 
-¡Que muera el huinca; que muera! gritaron otros sin hacer caso de las amonestaciones de la hechicera y dirigiéndose a la tienda del Tubichá, capitaneados por el cacique, causa de aquel motín.
 
A los gritos de ¡muera el huinca y los que le defiendan! los dos caudillos que hablaban muy tranquilos concertando los medios de llevar a cabo su arriesgado intento, se pusieron de pie, resuelto el uno a vender cara su vida, y el otro a sucumbir primero que ver menoscabada en lo más mínimo su autoridad.
 
Tapalquem se armó de un acerado machete, y colocándose en la puerta se preparó a arengar a su grey rebelde, mientras Amaro, cediendo a sus ruegos, se retiraba a un lado para no excitar más el encono de los indios con su presencia.
 
-¿Qué queréis? preguntó aquel con voz tremenda y amenazadora; ¿qué significan esos gritos insidiosos? ¡Locos, ladrones, hijos del diablo! ¿Cómo os atrevéis a venir así a la tienda de vuestro Tubichá?
 
-¡Muera el huinca! ¡Muera el huinca! tornaron a repetir los salvajes.
 
-¡Ea, retiraos!
 
-Tapalquem, dijo el cacique, que de motu-propio, y con la idea de destronar al mulato se había puesto al frente de la rebelión; entréganos al cristiano para que le matemos, a fin de aplacar a Añang...
 
-Ven a sacarle de aquí si te atreves, Bagüal, respondió Tapalquem blandiendo el machete.
 
-¡Ea, muchachos, adelante! gritó el indio precipitándose al umbral, seguido únicamente de veinte o treinta de los más fanáticos; los restantes, intimidados por el conocido valor y el aspecto imponente de su jefe, permanecieron quietos.
 
El mulato levantó el brazo y dejó caer su terrible machete.
 
La ensangrentada cabeza del cacique rebelde rodó por el suelo separada de su tronco.
 
Y rápido como una flecha, antes que los sublevados se recobrasen del pánico que semejante rasgo de audacia los infundiera, precipitose en medio de ellos, descargando mandobles a derecha e izquierda; lo cual aunque no duró arriba de diez minutos, fue el tiempo suficiente para bajar un hombro a este, hendir el cráneo a aquel, abrir el pocho a uno, tronchar un brazo a otro y herir a ocho o diez.
 
Los amotinados se dispersaron como una bandada de torcaces al avistar a un carancho, o como un enjambre de gaviotas disputándose la sangre de un toro recién muerto, al aproximarse el desollador que viene a descuartizarle.
 
Entonces el mulato, para contrarrestar el daño que los descontentos podían ocasionarle entre los que se habían conservado neutrales, hizo a estos una corta arenga, manifestándoles que el huinca era nada menos que delegado del gobierno de Montevideo, el cual pensaba enviarles, celebrada la paz, doscientas pipas de aguardiente, cien fardos de paños y bayetas, y cincuenta cajas de bisutería.
 
No recibirían con tanto placer los fabricantes catalanes una ley en favor de la tan cacareada cuestión de aranceles, como los charrúas las halagüeñas palabras de Tapalquem. A trueque de embriagarse diariamente por espacio de un par de semanas, renovar sus raídos ponchos y chamales, y tener alhajas ricas para sus mujeres y queridas, no les parecía ya tan temible la cólera de Añang. Así fue que se alejaron dando vivas al huinca y al gran Tubichá que lo mandaba.
 
-Vamos, por ahora todo se ha acabado felizmente, dijo Tapalquem entrando en la tienda: me he deshecho de ese tunante que no hacía más que intrigar y tenderme ocultos lazos pero, ¡ay! Amaro, nuestro negocio se complica. Conociendo vuestra valentía excuso preveniros que, si nos sale mal, nos asesinan estos bárbaros al momento.
 
-Moriremos matando, contestó el gaucho con la más glacial indiferencia.
 
La noche desplomó sus sombras sobre el mundo. Los indios se retiraron a sus tiendas, excepto los que estaban de guardia y los que cuidaban del potrero.
 
El campamento quedó en profundo silencio. Todos dormían, menos Amaro, Tapalquem y la hechicera.
 
A las dos de la mañana se ocultó la luna: los cien jinetes que recorrían el campo fueron reemplazados por otros, que se dividieron en cuatro pelotones tomando cada uno, según la costumbre de los salvajes, una dirección contraria, al Norte, al Sur, al Oriente y al Occidente, para reunirse luego en un punto dado.
 
No bien sintió el Tubichá que se alejaban, dijo al proscripto:
 
-Llegó el momento decisivo. ¡Ahora!
 
Amaro desnudó el puñal, estrechó la mano de su compañero, y salió marchando de puntillas, prestando el oído a cada paso, deteniéndose y resguardándose a espaldas de las tiendas al menor rumor que percibía.
 
Detrás de él caminaba el mulato, armado con su machete y mirando a todas partes.
 
Aunque la tienda de Yictabicay distaba cincuenta pasos, tardaron media hora en llegar a ella. Entraron.
 
Tendió el gaucho la mano temiendo caer en la oscuridad, y tropezó con otra mano que le arrastraba al fondo de la tienda. Sintió que le quitaban el sombrero, el poncho y el chiripá; que lo envolvían las piernas y brazos con largas tiras de cuero de lobo, que le echaban encima un manteo, formado con dos pieles de tigre con un cinturón de colas de mono y de yegua, y que le acomodaban en la cabeza un enorme cucurucho de piel de carnero, del cual pendía una especie de antifaz o careta, también de cuero, que le ocultaba enteramente el rostro.
 
-En verdad, debo parecer el mismo diablo, pensaba él a medida que le iban endosando las distintas piezas de aquel peregrino traje.
 
Cuando la vieja, ayudada de Tapalquem, concluyó su tocado, el del cacique y el suyo propio, comenzó a exhalar unos quejidos tan lúgubres y lastimeros, que toda la tribu despertó azorada.
 
De repente un resplandor brillante iluminó la tienda, y una bocanada de negro humo se escapó por sus hendiduras, arrojando fuera al genio de mal, al terrible Añang.
 
Los salvajes, al verle, lanzaron un espantoso grito, y cayeron de hinojos, hiriendo el suelo con la frente.
 
-¡Déjanos! ¡Déjanos! ¡Vete, vete; llévate lo que quieras o a quien quieras, y déjanos en paz! murmuraban temblando de miedo, y sin atreverse a abrir los ojos.
 
El gaucho, imitando el rugido de la pantera, cruzó lentamente por en medio de ellos, seguido del Tubichá y de Yictabicay; el primero ladraba como un perro, y la segunda mugía como un toro.
 
Los tres se encaminaron al potrero.
 
Los indios que guardaban los caballos, al verlos que se dirigían hacia allí, echaron a correr con la pasmosa celeridad que presta el espanto.
 
Adelantose el mulato, y llamó a su parejero.
 
El corcel, después de vacilar un momento, se le acercó reconociendo su voz.
 
Su amo le cogió la cabeza y lo besó con el trasporte de un amante a su querida; luego le pasó dos veces la mano por sus largas y ondeantes crines, le palmoteó suavemente, y por fin, no sin soltar más de un suspiro, púsole el freno que llevaba oculto debajo de su disfraz de demonio.
 
Amaro tomó las riendas y parte de la crin con la siniestra mano, apoyó la diestra en el anca, y de un brinco se encaramó encima del noble animal.
 
-¡Adiós, Daiman, adiós! murmuró Tapalquem con las lágrimas en los ojos. ¡Adiós, Amaro! Solo por vos podía yo hacer este sacrificio...
 
-Gracias. Conserva este recuerdo mío, más bien que como precio de tu inestimable caballo, como una débil muestra de mi aprecio y gratitud, dijo el jefe de los montoneros dándole su puñal de vaina de plata y cabo de oro, que había comprado en Paysandú con el dinero de Abreu: -Adiós. Si alguna vez me necesitas, acude a mí.
 
Y cerré piernas a su indómito alazán, que partió como un rayo, tomando el mismo rumbo que traía la columna de salvajes que vigilaba aquella parte del campo, y que acudía alarmada por los gritos lejanos que se oían del campamento.
 
-¡Añang, Añang! exclamaron los indios, huyendo en dispersión no bien le divisaron, mientras él seguía tranquilamente su camino, y Tapalquem y la hechicera se escondían en un pajonal cercano para volver a sus tiendas cuando todos durmiesen.
 
 
 
== Capítulo X ==
 
Vértigo
 
 
El rey del día brillaba en medio del zenit, lanzando a plomo sus ardientes rayos; no se movían las hojas de los árboles, ni murmuraba el césped, ni gorjeaban los pajarillos, ni el zéfiro más leve rizaba las tranquilas aguas de los dormidos arroyuelos.
 
Los rebaños tendidos sobre la yerba parecían aguardar a que pasasen aquellas horas de abrumante calor; solo interrumpía el majestuoso silencio de vez en cuando el áspero zumbido del mangangá, el rechinante y monótono canto de las chicharras, el vuelo de una perdiz, el mugido de un toro acosado por las picaduras de los tábanos, el silbido de una serpiente, el grito de las viscachas, o el relincho de alguna yegua salvaje que cruzaba a escape por las empinadas lomas, perseguida por ocho o diez potros, tendida al viento la crin, encendidos los ojos, las narices humeantes, bañada en sudor, cubierta la boca de blanquísima espuma, despidiendo coces y dentelladas a los que osaban acercarse a ella y detenerla, clavándole los dientes en las ancas o en el cuello ensangrentadlo...
 
Las incultas florecillas se inclinaban lánguidamente sobre su tallo o se adherían a la seca tierra; los arbustos encogían sus hojas, mustias y cubiertas por una capa do finísimo polvo, y los cardales, doblando sus floridos penachos, los escondían entre el follaje, cual si temieran que el sol marchitara sus brillantes colores.
 
Anchas nubes de peregrina forma, esmaltadas de oro y plata, ora agrupadas e inmóviles en el confín del horizonte, ora dispersas y resbalando perezosamente por la azulada esfera, se detenían ondeando como lágrimas de metal en la cumbre de los montes. Diríase que eran monstruos aéreos, cuyas ardientes bocas, al arrojar su aliento de fuego, producían la atmósfera tibia y recargada de electricidad que se respiraba a la sazón.
 
Y aunque la brisa no agitaba sus alas, aunque no se movía ni una hoja siquiera, venían por momentos ráfagas impregnadas de los más suaves perfumes. Emanación purísima de las selvas vírgenes del Nuevo Mundo, en la que se confundía el aroma de las rosas, violetas y claveles, con la esencia de los nardos, jazmines y diamelas, mezcladas con la del ambiente de mil gomas y resinas olorosas, de mil plantas aromáticas, de mil arbustos y vegetales, cuya exquisita fragancia embriagaba los sentidos y extasiaba el alma...
 
Muelle abandono, lánguido y dulcísimo desmayo se infiltra en las venas del viajero que recorre en tal estación y a tales horas aquellas risueñas campiñas, donde Dios estampó su planta para volar al cielo después de formado el mundo.
 
Sujeto, pues, a la fatal influencia de tantas causas, que conspiraban de consuno a evocar los recuerdos más gratos de su vida, Amaro volvía a entrar en los bosques del Uruguay, después de una semana de ausencia, pensando en Lia, pensando en el tesoro de gracias y de amor que encerraba aquel ángel en sus catorce primaveras.
 
Engolfado en tan agradables pensamientos, se internó en la selva: la algarabía de una bandada de papagayos, oculta entre el frondoso ramaje de un naranjo, le despertó de su meditación.
 
Al fijar la vista en el árbol, notó, por casualidad, una doble cruz hecha recientemente en su tronco, señal infalible de que allí se escondía algún secreto que le convenía aclarar...
 
Acercó su caballo, separó las ramas, y en efecto, halló entre ellas una carta clavada en una de las púas de que están cubiertos dichos árboles.
 
La carta no tenía sobre, pero iba dirigida a él, y en términos misteriosos, que no comprendería nadie a menos de estar iniciado en las costumbres y usos de los gauchos, se le citaba para ese mismo día y en el mismo paraje a las cuatro de la tarde.
 
Acostumbrado a recibir frecuentemente tales misivas, ninguna sorpresa causó a nuestro protagonista la presente, aunque no dejó de inquietarle en las actuales circunstancias, pues sospechó con razón que sería algún mensaje de los parientes de Lia.
 
-No puede ser otra cosa, ¡voto a brios! se dijo después de un buen rato; en fin, allá lo veremos... y apresuró su marcha cuanto la densidad de la selva permitía, anheloso de llegar cuanto antes a la presencia de su amada.
 
Nada tenía de extraño que le asaltase semejante reflexión. Es una costumbre tradicional entre nuestros campesinos, cuando se quiere hablar a alguno que anda oculto llamar a un vaqueano, a un buscador, y encargarle que ponga en su conocimiento lo que se desea que legue a su noticia.
 
El vaqueano se ingenia de modo que al cabo de un plazo más o menos largo sabe con toda seguridad dónde se halla el fugitivo; pero como no es fácil encontrarle, ni prudente internarse en bosques que cuentan leguas de extensión, le deja una carta en un árbol con una señal que lo indique, y acude diariamente a saber el resultado.
 
El que anda oculto, toma sus medidas por si tratan de hacerle alguna mala partida, y se presenta o no, según le parece. Rara vez los buscadores van de mala fe; es decir, con ánimo de entregarle a sus enemigos sin salir del monte; pero si tal acontece y se descuida, ya puede contarse entre los difuntos.
 
Son tan diestros, emplean tales precauciones los gauchos, la naturaleza y sus conocimientos especiales les favorecen tanto, que es casi imposible sorprenderlos.
 
Cerca ya de su guarida, encontró Amaro, a algunos de sus montoneros, que salían a proveerse de víveres; esto es, a enlazar por lo pronto la primera vaca alzada o no que les presentase, llevarla al pie de una cuchilla y matarla, y después arrear al bosque las que se pudiera.
 
El gaucho se alegró de esta circunstancia. Así, dejando el caballo, y yéndose a pie hasta los ranchos, evitaba los ladridos de los perros, y podría sorprender agradablemente a Lia, como deseaba.
 
Sus cálculos le salieron exactos; llegó, y entró en su rancho sin ser sentido. Lia estaba acostada en la hamaca.
 
Dormía la encantadora joven con la calma de la virtud y el abandono de la inocencia. El deshabillé de muselina con que estaba vestida se le había desabrochado, y dejaba ver, sobre la graciosa tabla de su pecho de marfil, medio ocultas entre los encajes de su camisa de batista, dos ligeras ondulaciones, nacaradas y tersas como dos manzanas de bruñido jaspe: uno de sus pies, cruzado sobre el otro, asomaba por la revuelta falda hasta más arriba del tobillo; pie tan mono, tan bien hecho, tan bien ajustado en su elegante botín de seda, que era muy difícil, por no decir imposible, detener la imaginación donde el vestido detenía a los ojos, a la mitad de la media...
 
Favorecidas por aquella postura voluptuosa, sus acabadas formas que envidiarían una georgiana, destacábanse en la curva de su flotante lecho. La mente adivinaba sin trabajo la artística perfección de sus encantos.
 
-¡Oh! era imposible contemplarla y no sentir en el acto hervir la sangre en las hinchadas venas, agolparse con violencia al corazón: del corazón saltar a la cabeza, de la cabeza refluir otra vez al corazón, y derramarse en seguida por todo el cuerpo como gotas de bronce derretido.
 
Tal fue el sentimiento galvánico que sintió Amaro al acercarse a la hamaca; al verla con la cabeza inclinada a un lado, apoyada la mejilla en una mano, los negros bucles de su rizada cabellera esparcidos en desorden sobre sus blancas espaldas; sonriente, pudorosa, tímida, inundado el rostro de inefable gozo y bañado por ese ligero tinte de rosa con que los espíritus vitales del sueño colorean el semblante de los niños y de las hermosas.
 
Tal fue la impresión fulmínea que sintió, al ver que entreabría sus rosados labios, y llamándole por su nombre le tendía los brazos con amorosa inquietud.
 
Lia soñaba, y soñaba con Amaro, con el ídolo de su alma.
 
Inclinose éste para recoger los sonidos confusos e incoherentes que se escapaban de su boca, y pudo percibir entre otras frases sin conexión ni enlace, las siguientes:
 
-¡Ven!... ¡Ven!... ¡Te adoro, ingrato!... ¡Soy tuya... toda tuya!... ¡Ah, no... sí!... ¡No me olvidarás?... ¿Nunca, nunca?...
 
Amaro, sin advertirlo, se había aproximado tanto a ella, que la respiración de ambos se confundía: la bella somnámbula hizo un movimiento para variar de posición, y sus labios rozaron suavemente a los labios de su amante.
 
El caminante que, próximo a sucumbir en los arenales de la Arabia, devorado por la sed, encuentra una fuente donde aplacarla, no se precipita a ella con más ansia que el gaucho a la boca de la joven.
 
Lia despertó... y fuese efecto del suelo amoroso que todavía la dominaba, o de su inocencia que no la permitía sondear la profundidad del abismo que se abría a sus plantas, ora de su vehemente pasión, ya del gozo de volver a verle, o bien de la incontrarrestable fascinación que él ejercía en sus sentidos y en su alilla, o lo que parece más natural de todas estas causas reunidas, Lia, la pura y candorosa niña, en vez de rechazarle, se incorporó en la hamaca, lo atrajo cariñosamente a sí, y rodeó su cuello con sus desnudos brazos.
 
A la dulce presión de su cuerpo, al suave contacto de sus mejillas, Amaro cerró los ojos, próximo a desfallecer bajo el peso de su dicha. Zumbáronle los oídos, dilatáronse las arterias de su frente, latiendo aceleradas como las cuerdas del arpa en el momento que estallan, no pudiendo resistir las violentas pulsaciones del rápido tañedor: vacilaron sus rodillas, y poco faltó para que perdiese el conocimiento.
 
Pero aquella primera emoción, demasiado intensa para que durase mucho, pasó como un relámpago. Sus ojos se abrieron, y la luz volvió a iluminar su avara pupila; sus oídos tornaron a escuchar el tiernísimo acento de su amada; lúbricas y voluptuosas imágenes brotaron en su cerebro abrasado; sus músculos y sus nervios adquirieron doble rigidez, doble vigor del que tenían en su estado natural.
 
Un minuto más, y la aureola celeste de la virgen se convertía en el letrero infamante de la mujer, arrojada de su elevado pedestal, del trono de luz en que Dios la colocara, al fango del envilecimiento. ¡Centella divina apagada en el cieno; flor picada por un gusano antes de abrirse; pura gota de rocío que pudo ser perla y se trocó en asqueroso insecto, brillante caído del solio del Eterno, y recogido por los impíos para adornar la diadema de Satanás!
 
Ya el ángel custodio de Lia, se alejaba de la cabecera de su lecho, cubriéndose el rostro con sus áureas alas, y ya vertiendo raudales de llanto, finalizada su misión en la tierra, las abría para ir a implorar del Altísimo el perdón de la culpable.
 
Empero todavía ella no lo era, todavía estaban blancas todas las blancas páginas del libro de su vida...
 
Aviso, inspiración del cielo fue sin duda la que la impulsó a desasirse de los brazos de su amante en aquel momento solemne, y a rechazarle con súbita energía saltando velozmente de la hamaca, trémula y agitada, cual si hubiese tocado un áspid escondido entre sus traidoras plumas.
 
Tan rápido y simultáneo fue este hábil movimiento estratégico, que el burlado amante, aunque quiso, no pudo evitar que se pusiera de pie, si bien consiguió asegurarla de un brazo.
 
Pugnó Lia para que la soltase, y en esta corta lucha, estando desabrochado el deshabillé, dejó escapar un medallón de oro sujeto al cuello por una cadena de pelo.
 
La presteza con que la joven se apresuró a esconderlo excitó la curiosidad y los celos del gaucho.
 
-¿De quién es ese retrato? le preguntó con voz ahogada por la cólera, oprimiendo su delicado brazo entre sus dedos de acero, sin advertir, ¡tan ciego estaba! la dolorosa contracción que desfiguraba las facciones de Lia.
 
-Me haces daño, Amaro, respondió esta, queriendo en vano dar una expresión agradable a su fisonomía y una inflexión dulce a su angustiado acento.
 
-¿De quién es ese retrato? volvió a preguntar el gaucho soltando el brazo y asegurándola por la cintura.
 
Lia bajó los ojos, y no respondió.
 
-¡Dámelo!
 
-¿No me le das?
 
-¡No!
 
-¡Ah, pérfida, te comprendo! exclamó aquel rechazándola furioso; ese retrato es el de mi rival, de ese miserable a quién amas, a pesar de todas tus falaces protestas y mentidos juramentos. Anda, corre y entrégale tu corazón cobarde; para dármelo a mí sería preciso que rebosase de amor y nobleza. Y tú, nacida entre esa gente imbécil que cuando mira a su patria esclava, en vez de imitar nuestro ejemplo, se prosterna y presenta las espaldas al azote y el cuello a la cuchilla de sus verdugos con tal que la dejen vegetar vilmente en las ciudades; tú, educada entre el lujo y los placeres, acostumbrada a cifrar tu ventura en un vestido de moda o en una joya, no puedes, no, comprender mi sublime pasión. No puedes, no, valorar el sacrificio inmenso que te hago robando el tiempo a mi patria para consagrártelo a ti!... ¡Loco he sido en poner mi cariño en un ser tan... no sé cómo calificarte! ¡Loco he sido en presumir que abrigaba tu alma el candor y la pureza de tu semblante!...
 
-¡No más, no más! exclamó Lia sacando el retrato y dándoselo; mira, y desengáñate.
 
Cogió rápidamente el gaucho la imagen que le ofrecía, y la acercó a sus ojos, contemplándola con la avidez de un avaro, que encuentra el talego de oro que creía perdido.
 
-Mira esa venerable frente, esos blancos cabellos, continuaba entre tanto Lia, enjugándose las lágrimas que las injurias y sarcasmos del irritado galán la hicieran verter; obsérvalo bien, y dime si es así el retrato de un amante.
 
El gaucho no la escuchaba; fija la vista en la imagen, analizaba una a una sus facciones, y parecía reluchar con una espantosa pesadilla; sus manos temblaban, se contraían sus labios, y una palidez mortal borraba hasta las últimas huellas del encendido carmín con que no ha mucho la fiebre del amor animara su semblante.
 
Convencido que no se engañaba, miró a Lia de hito en hito, y sus sospechas se trasformaron en evidencia. Con todo, quiso persuadirse de que tal vez se engañaba, y la interrogó con la ansiedad del que desearía ignorar lo mismo que pregunta.
 
-¿De quién es este retrato?
 
-De mi padre.
 
-¿De tu padre?
 
-Sí.
 
-¡Dios eterno! lo había adivinado, exclamó el proscripto golpeándose la frente con su pesada mano. ¡Ah! ¿Por qué no me lo has dicho desde un principio?
 
-El temor... un capricho... ¿qué se yo? quería que ignorases el nombre de mi familia, contestó la joven.
 
Amaro, inquieto y agitado clavó la vista en el suelo, presa de dos sentimientos que con igual violencia, despedazaban su alma; pero era esta demasiado fuerte, demasiado para que durase mucho tiempo su incertidumbre.
 
-¡Sí, es necesario, murmuró; Lia, luz de mis ojos! perdóname, y abrázame: abrázame sin temor porque pronto debemos separamos, tal vez para siempre.
 
El dolor prestaba un colorido tan grave, el heroico sacrificio que voluntariamente se imponía sublimaba tanto al que pronunciaba aquellas palabras, que la joven se arrojó en sus brazos sin vacilar.
 
Frenético estrechola él contra su pecho, apoyó su rostro en su espalda alabastrina, dejándola húmeda con sus lágrimas; y como ella correspondiese a sus transportes con otros iguales, la apartó suavemente, y salió con paso acelerado en busca del incógnito de la carta, cual si temiese si permanecía allí un momento más, ofuscarse, perder el juicio y sucumbir de nuevo, ceder otra vez, sin advertirlo, al delirio, a la embriaguez, al vértigo de su mutua pasión volcánica, y, ¿cómo no temerlo, si él la fascinaba y ella le enloquecía?
 
Hay impresiones que son como la pólvora, que la menor chispa enciende: nacen y crecen contra nuestra voluntad, nos arrastran al borde de un abismo y nos precipitan en él, sin que la mayor parte de las veces nos sea dado conocerlo hasta que rodamos en sus profundidades insondables. ¡Ay! la llama del amor más puro esconde siempre un destello terrenal engendrado por la arcilla de que fuimos formados; y ese destello se convierte en devorante hoguera que lo absorbe todo, desde que el espíritu vencido en tenaz pelea y rechazado do quier por los sentidos, se oculta, huye, desaparece, se anonada por un instante, avergonzado acaso de su derrota.
 
 
== Capítulo XI ==
 
El Cambueta
 
 
Conforme anunciara a su hija en la carta de que dimos cuenta en el capítulo VI, D. Carlos Niser había venido a la Estancia acompañado de su esposa y del conde. Llegó cuatro días después del rapto de Lia.
 
En su impaciencia por abrazarla, no había querido detenerse en Paysandú, ni ver a su cuñado, que le habría informado de la catástrofe.
 
El más impenetrable misterio envolvía aun la desaparición de la joven: en la Estancia nada se sabía. Doña Eugenia había indagado en vano dónde se ocultaba. Estaba persuadida que ella había huido de la estancia solo con el objeto de substraerse a su compromiso con el conde; y ni siquiera se le pasaba por la imaginación que estuviese apasionada de otro hombre.
 
Los gauchos que presenciaron la escena con el enchalecador, constantes en su sistema de no traicionar jamás a un compañero suyo, nada habían declarado: y como por otra parte estaban en la falsa creencia de que Amaro en aquellos días no se hallaba en la provincia, pues él había tenido la precaución de esparcir antes la voz de que partía para la Rioja, y no le habían visto por espacio de tres semanas, no dieron grande importancia a las palabras del muerto, y luego, si hemos de hablar con franqueza, todos y cada uno en particular temían su venganza. En el poco tiempo que conocían a Amaro, bajo el supuesto nombre de Calibar, habían cedido sin advertirlo a la influencia y prestigio que ejercen siempre los hombres superiores sobre los ánimos vulgares, cualquiera que sea la situación en que la suerte los coloque.
 
El pulpero tampoco declaró nada, por la misma razón, y por otra concluyente para él. El crédito del establecimiento estaba basado en su reserva y circunspección. El día que por causa suya prendiesen a alguno, todos sus parroquianos le abandonarían, y, ¡ay de él, si los parientes o amigos del agraviado le encontraban lejos de la ciudad, en alguna encrucijada o camino solitario!
 
Las pesquisas, pues, de doña Eugenia y de su esposo fueron de todo punto inútiles. En vano sus emisarios recorrieron todas las Estancias circunvecinas y pueblos del departamento. Nada pudieron indagar, nadie les dio la menor noticia por la cual pudiesen seguir el rastro de la fugitiva. Doña Eugenia estaba inconsolable.
 
Entre tanto llegó D. Carlos a la Estancia, y, figuraos cuál sería su dolor al no encontrar allí a su hija idolatrada.
 
Su hermana le abrazó llorando, y se lo dijo sin rodeos, puesto que no había medio de ocultarle la verdad.
 
Momento terrible fue aquel para todos los de la familia. El anciano se dejó caer sobre un sillón, pálido como la muerte, el rostro desencajado, inmóvil, trabada la voz, sin acertar a quejarse ni a prorrumpir en llanto. Sus apretados dientes no permitían que saliesen los ahogados suspiros que exhalaba su alma, y sus yertas pupilas se negaban a dar libre curso a las lágrimas de fuego que en ancho raudal brotaban de su corazón despedazado. Doña Petra por el contrario, en vez de imitar su ejemplo y el de su cuñada, montó en cólera, se desató en injurias e improperios contra Lia, y no encontrando en el diccionario de la maledicencia voces bastantes duras para calificar su conducta, llegó hasta maldecirla: mientras el conde, pensativo y silencioso, con los brazos cruzados, inclinada la cabeza sobre el pecho y los ojos fijos en tierra, parecía reflexionar sobre lo que probablemente ninguno de los circunstantes se acordaba a la sazón, porque la angustia de aquellos y la ira de esta no se lo consentían. Parecía reflexionar, y reflexionaba en efecto, sobre las causas que motivaran la evasión de su futura esposa, y un fatal presentimiento le decía no que ella no le amaba, de eso estaba convencido desde mucho tiempo atrás, sino que otro hombre más feliz conquistara su cariño durante su ausencia, y puestos ambos de acuerdo, la habría seguido desde Montevideo con ánimo de robarla en la primera coyuntura favorable...
 
A las imprecaciones de su esposa, cada vez más furibundas, D. Carlos volvió de su enajenación, e informándose apresuradamente de los resortes que se habían puesto en juego para descubrir el paradero de Lia, meneó la cabeza en señal de desaprobación, ordenó que le ensillasen otro caballo, y no bien estuvo pronto, sin descansar del largo viaje que acababa de hacer, ni decir a dónde se encaminaba, partió solo en busca del tío Chirino (a) Cambueta , que residía a cuatro leguas de allí en una Estancia de un amigo suyo.
 
¿Y quién era el tío Chirino, o más bien Cambueta, por cuyo sobrenombre le conocían generalmente? ¿Era acaso adivino?... Poco menos... ¡Era vaqueano!
 
Para explicaros carísimos lectores y amadísimas lectoras, todo lo que esta palabra significa, necesitaríamos algo más que los estrechos límites de un capítulo. El vaqueano es un tipo especialísimo de nuestras provincias, que desarrollaremos en otra novela de menores dimensiones que la presente, y que formará parte de los cuadros característicos y locales que nos proponemos reseñar, como ya hemos tenido el honor de preveniros antes.
 
Ahora nos bastará saber que el personaje que nos ocupa era un hombre que conocía palmo a palmo todo el territorio de la Banda Oriental y a los gauchos de todos sus departamentos. Buscaba a las personas que se lo indicaban donde quiera que estuviesen, mediante una retribución más o menos crecida, según la distancia y el tiempo que necesitaba invertir para conseguirlo, y siempre, si no habían muerto o emigrado a otro país, en un plazo más o menos largo descubría su paradero, por más recóndito e ignorado que este fuese.
 
Era el único que en Paysandú sabía que los montoneros ocultos en el bosque habían venido de Tacuarembó y Salto y que Caramurú se hallaba entre ellos.
 
D. Carlos llegó al caer la tarde a la Estancia donde vivía, y preguntando al capataz si estaba en su rancho, supo con gran disgusto que no había venido aun de la pulpería que acostumbraba frecuentar, y que era la misma donde acaeció la muerte del enchalecador.
 
Esperole con creciente impaciencia por más de tres horas, y cuando juzgaba que ya no vendría, un canto gutural y prolongado que resonó a lo lejos, y galope lejano de caballos, le anunciaron que volvía acompañado de algunos peones y aparceros , unos completamente ebrios y otros alegres nada más.
 
El deber de historiadores concienzudos e imparciales nos obliga a declarar que el Cambueta pertenecía a los segundos, pues la dignidad de su grave ministerio le impedía embriagarse nunca en público, lo cual no obstaba en manera alguna para que cuando se veía solo en su rancho, en las altas horas de la noche, tomase sus trancas muy decentes al son de la guitarra de los cielitos, canciones populares que cantaba con una voz de búfalo capaz de ahuyentar a los mismos diablos.
 
-Chirino, vengo a verte, le dijo D. Carlos apenas pasó el dintel, para un asunto de grande importancia. Deseo hablarte a solas.
 
El Cambueta se inclinó en señal de asentimiento, y juntos se encaminaron al rancho.
 
-Vamos, Sr. de Niser, ¿qué queréis? le preguntó no bien llegaron, fingiendo el muy tuno que ignoraba el objeto de su visita.
 
-Mi hija ha desaparecido hace cuatro días de la Estancia de la Cruz alta.
 
-¿Sí?... ¡Vaya un desastre! exclamó el vaqueano abriendo tamaños ojos; ¿conque ha desaparecido?...
 
¡Dios nos asista!
 
-Sí, amigo mío, y deseo que averigües dónde se halla.
 
-Dificilillo es, Sr. D. Carlos.
 
-Vamos, te recompensaré generosamente.
 
-He oído decir que se han practicado infructuosamente las más exquisitas diligencias, contestó el Cambueta deseando magnificar el servicio que se le exigía, para aumentar su precio.
 
-Te daré diez onzas de oro si descubres dónde se oculta y me traes cuatro renglones de ella.
 
El vaqueano lanzó con desdén un ¡schs! sobrado expresivo, cuya significación comprendió azás su interlocutor.
 
-Serán veinte.
 
El Cambueta se alzó de hombros.
 
-¡Treinta, cuarenta, cincuenta!... murmuró D. Carlos.
 
El tío Chirino se puso a tararear a media voz una de sus canciones favoritas:
 
::Arrorró mi ñato,
::Arrorró mi sol,
::Vamos a la yerra,
::Trae mi redomón.
 
Tanta avaricia exasperó al abogado, que no comprendía cómo, por un servicio al parecer insignificante, no se contentaba con la respetable suma que le ofrecía.
 
-¡Y bien! exclamó: ¿qué significa esa estúpida cantinela?
 
-Significa, señor mío, que por cincuenta onzas no puedo comprometer mi reputación.
 
-¿Pues cuánto quieres?
 
-Lo menos cien.
 
-Las tendrás.
 
-Vengan cincuenta por lo pronto.
 
-¡Tunante! ¿Dudas de mí?... gritó D. Carlos, ofendido de semejante desconfianza.
 
-Yo no dudo, señor; pero estoy acostumbrado a que me paguen adelantado.
 
-¿Y si no me cumples tu palabra?
 
-En ese caso, muy extraordinario a la verdad, os devolvería íntegro el dinero que me hubieseis anticipado.
 
Niser había traído un bolsillo abundantemente provisto pero que no alcanzaba en mucho a la cantidad pedida, sacose, pues, un magnífico alfiler de brillantes que llevaba en la camisa, y reunido al bolsillo se lo ofreció como prenda o fianza de la deuda que contraía.
 
-El vaqueano, con gran sorpresa suya, en vez de tomarlos, soltó una carcajada, y los rechazó con la mano. El taimado aparentaba burlarse del buen viejo, después de haberle marcado el alto precio en que estimaba sus servicios.
 
-Os conozco, Sr. D. Carlos, y sé quién sois; había querido únicamente experimentaros. Nada, me daréis lo que os parezca justo. Ahora, oíd mis condiciones, y juradme por vuestro honor que una vez aceptadas no faltaréis a ellas.
 
-Te lo prometo.
 
-En primer lugar guardaréis el más profundo secreto acerca de la comisión que me habéis dado.
 
-¿Por qué?
 
-Ahí está el busilis.
 
-Risible es tu pretensión, cuando nadie ignora, que ganas la vida de ese modo.
 
-Es una precaución... ya veis... podría fracasar... y ante todas cosas conviene poner a cubierto el honor del pabellón.
 
Sonriose el abogado de la astucia del Cambueta, recordando involuntariamente las advertencias que en casos idénticos, por vía de precaución, solía él hacer a sus clientes.
 
-En segundo lugar, continuó aquel, es de absoluta necesidad que por ningún pretexto, ni ahora ni más tarde, intervenga la justicia en este asunto.
 
-Concedido.
 
-En tercer lugar, seguiréis ciegamente mis instrucciones al pie de la letra y sin pedirme explicaciones acerca de ellas.
 
-Bien.
 
-Y por fin, me concederéis diez días, contados desde esta noche, para practicar las diligencias necesarias y poderos dar una respuesta definitiva.
 
D. Carlos accedió a todo, encargando al vaqueano que evacuase su comisión lo más pronto posible.
 
Este, que había presenciado el combate a muerte con el enchalecador y oído sus palabras, estaba convencido de que Amaro y no otro era el raptor de Lia: toda la dificultad estribaba en verle y arrancarle diestramente su secreto.
 
 
Escribió la carta, y la puso en el paraje indicado; por tres días acudió en vano, a ver si la habían recogido; al cuarto no la encontró; el jefe de los montoneros había vuelto de su excursión al campamento de los charrúas, y ya sabemos la impresión que causara en él dicha misiva, y el modo cómo salió de la habitación de su amada con ánimo de apersonarse con el portador o autor de ella.
 
El gaucho, media hora antes de llegar al paraje convenido, ató su caballo a las ramas de un árbol, y marchó a pie, no en línea recta, sino describiendo un ángulo; cerca ya del naranjo, trepó encima de un corpulento seibo, que dominaba aquella localidad, y tendió la vista alrededor, luego dio una vuelta en torno del árbol donde le esperaba el vaqueano, prestando el oído por si distinguía rumor de hombres y caballos, y examinando con ojos de lince la tierra para cerciorarse por las huellas de que solo aquel había entrado en el bosque.
 
Persuadido de que no le armaban ningún lazo, se aproximó cautelosamente al naranjo: apartaba con tal tino las ramas y pisaba tan suavemente, que, a ser de noche, se le hubiere tomado por un espíritu de la selva. Sus botas de potro resbalaban sobre la yerba sin producir el más leve rumor.
 
Apartó el ramaje con la diestra mano armada de su puñal, cubriéndose con la siniestra el rostro que, a excepción de los ojos, desaparecía bajo el halda del poncho, Y con voz vibrante y avasalladora, gritó al Cambueta:
 
-¡Vuélvete!
 
El vaqueano obedeció esta orden cual maniquí movido por una cuerda. El paso no era para menos; Le iba en ello la vida.
 
Amaro sacó un pañuelo, le vendó los ojos, le arrebató las pistolas de que iba provisto, le cogió de la mano y se lo llevó a unos quinientos pasos de allí.
 
-Siéntate, le dijo, y explícame en pocas palabras el objeto de esta cita.
 
-¿No os acordáis ya de mí, señor? preguntó el tío Chirino, acomodándose lo mejor que pudo sobre un montón de hojas secas, obedeciendo al impulso que le comunicaba la mano de su acompañante.
 
Hasta entonces el gaucho no se había fijado en él; el timbre de su voz le hizo contemplarle con detenimiento. Súbito recuerdo vino a desvanecer sus dudas.
 
-¡Voto al diablo! exclamó arrancándole la venda: tú eres el Cambueta. No te había conocido.
 
-Gracias, Sr. Amaro; más vale tarde que nunca.
 
-Dime, continuó este con visible recelo, ¿alguien más que tú sabe que yo estoy en este departamento?
 
-Nadie; os lo aseguro: yo mismo lo ignoraría a no haberos reconocido en la soberbia puñalada con que despachasteis a ese maldito brujo en la pulpería a que asisto diariamente. ¡Oh! cuando os vi luchar con él os reconocí, porque nadie se le atrevía por acá, y era necesario ser tan valiente y diestro como vos para osar combatirle frente a frente y cuerpo a cuerpo. Al fin pagó las muchas muertes que debía ese malévolo.
 
-Chirino, no insultes a los muertos, respondió Amaro con grave melancolía; ¡ya no existe!... ¡Dios haya tenido piedad de su alma!
 
-Francamente, señor; no merece que se le tenga compasión...
 
-Basta... Explícame el objeto que te obliga a solicitarme.
 
-¿Lo ignoráis? preguntó el vaqueano con una sonrisa maligna y burlona que no dejó de desagradar a su interpelante, el cual ni aun en broma consentía que nadie se le riese en sus barbas.
 
-Mira, le dijo, te prevengo que contestes lisa y llanamente a lo que te pregunte, sin interpretar lo que te diga ni comentar mis razones. ¿Has oído?
 
Pronunció el gaucho estas palabras mirando de arriba abajo con ceño y menosprecio al zumbón, recordándole así la distancia inmensa que mediaba entre ambos.
 
-¡Eh!... si tomáis a mal una chanza insignificante, repuso el tío Chirino un tanto cortado, me callaré como un perro, quiero decir, no hablaré hasta que me interroguéis.
 
-Eso es lo que deseo.
 
-Podéis empezar.
 
-¿Quién te envía?
 
-El Sr. D. Carlos Niser.
 
-¡Niser! ¡El Sr. D. Carlos Niser! repitió Amaro con amargo acento de tristeza y reconcentrada pena ¿Acaso sabe él?...
 
El gaucho se detuvo acordándose de repente que el vaqueano no estaba iniciado en su secreto, y que él iba a revelárselo antes de tiempo con sus imprudentes preguntas. Conociolo aquel y se apresuró a sacarle de su error, diciéndole con la seguridad e impavidez que acostumbraba en casos tales.
 
-No os aflijáis; ignora completamente que la señorita Lia ha sido robada por vos y se halla en el fondo del bosque en vuestro propio rancho.
 
-¿Y tú, cómo lo sabes? preguntó el gaucho sorprendido por aquella brusca insinuación.
 
-Por una casualidad... que sería muy larga de contaros... y ahora estamos los dos deprisa... pero estad persuadido que solo el enchalecador y yo hemos podido sorprender vuestro secreto.
 
-Pronto se habrá remediado el mal que involuntariamente la he ocasionado, murmuró el noble cuanto infortunado amante. Continúa:
 
-¿Qué he de continuar?
 
-La narración de lo que te pasó con don Carlos.
 
-¡Eh! Estuvo a verme hace cuatro días, y a ofrecerme hasta doscientas onzas si se descubría el paradero de su hija y le llevaba cuatro renglones escritos pos ella.
 
-¿Y qué pretende?
 
-¿Qué sé yo? Me dijo que solo anhelaba saber que estaba buena y que no corría ningún peligro. ¡Oh, la quiere mucho el buen viejo! Lloraba al hablar de ella, y me repitió más de cien veces que a trueque de saber eso la perdonaría su locura y los pesares que le ocasionaba, correspondiendo tan mal al cariño con que siempre la había distinguido.
 
-Escucha: nada exigirás al Sr. de Niser por tu trabajo...
 
El vaqueano tosió, cual si quisiera por este modo indirecto preguntar quién se encargaba de pagarle, pues los tiempos no estaban para servir gratis, o para fiar, que en último resultado la mayor parte de las veces viene a ser lo mismo.
 
-Yo me encargo de satisfacer esa deuda, continuó el gaucho clavando en él su fascinante mirada de águila; yo me encargo de pagarte, ¿entiendes? Y si llegó a saber que has recibido un solo centavo del Sr. de Niser, te estaqueo apenas caigas en mis manos.
 
-¡Oh! descuidad, señor; descuidad replicó el tío Cambueta apresuradamente; la echaré de generoso, y nada, nada tomaré.
 
-Le dirás que has visto a su hija, que está buena, y le llevarás la carta que desea. Por más súplicas que te haga, no le descubrirás nuestra guarida... Cambueta, sé que eres leal, y sobre todo amante de tu patria; confío que no me traicionarás.
 
-Moriría primero.
 
-Mañana a las doce de la noche acompañarás a D. Carlos a las tapias del cementerio: yo estaré allí aguardándoos. Es un paraje solitario y respetado del valgo. Allí nadie irá a interrumpirnos. Le dirás que un antiguo amigo suyo, que te ha ayudado eficazmente en tus investigaciones, desea hablarle; pero por Dios que no pronuncien tus labios el nombre maldecido que me han obligado a aceptar los intrusos: para él yo no soy Caramurú; soy únicamente Amaro. Ahora monta a caballo y ven conmigo.
 
El vaqueano retrocedió hacia el naranjo, tomó su alazán, y volvió al mismo punto a incorporarse con Amaro, que saltó en ancas y marchó con él en busca de su parejero, que había dejado atado bastante lejos del lugar de la cita, temiendo ser sentido por los que acompañasen al Cambueta, caso que este procediese de mala fe.
 
Poco después de anochecer llegaron a los ranchos. Lia estaba sentada a la puerta del suyo, pensativa y triste, vacilante, dudosa, reluchando a un tiempo con su amor y la voz de su conciencia, que le ordenaba exigir de la caballerosidad de Amaro que la devolviese a su familia...
 
Su amante mandó que trajesen luz, y entró seguido del vaqueano.
 
Una pequeñuela, hija de uno de los montoneros, corrió y trajo una especie de hacha formada con pequeñas ramas atadas en un haz e impregnadas del sebo de los animales que mataban diariamente.
 
Amaro abrió el pequeño escritorio y rogó a Lia que escribiese lo siguiente:
 
«Querido papá: Estoy buena, y pronto espero abrazaros: creed, por lo que más améis en la tierra, que todavía soy digna de llamarme hija vuestra. Perdonadme.»
 
«Lia.»
 
El gaucho dobló esta carta, llamó a cuatro de sus montoneros, y ordenándoles que acompañasen al vaqueano hasta la salida del bosque, le entregó el billete y le apretó la mano, diciéndole con efusión:
 
-¡Hasta mañana a las doce!
 
 
== Capítulo XII ==
 
Protector y protegido
 
 
Era una hermosa noche de verano: brillaba la luna llena en el zenit, y el oscuro azul del firmamento, salpicado de rutilantes estrellas, semejaba un inmenso pabellón de su bordado de plata, que algún arcángel hacía tremolar en el espacio, envolviendo al mundo con su sombra protectora. Noche de amor y poesía iluminada por el melancólico fulgor de los astros que se destacaban en el fondo del cerúleo velo como chispas refulgentes que iba dejando en su camino el carro del Hacedor al cruzar la ancha red del universo. Noche de indefinible embeleso, en la que suspiraba el alma contemplando al cielo, cual si anhelase romper los grillos que la sujetaban a la tierra, y en alas de la fe y la esperanza volar hasta el trono radiante del Altísimo...
 
Apacible calma, misterioso silencio cubrían la vasta extensión del campo solitario; calma y silencio que al perturbarse le prestaban nuevo hechizo, nueva majestad y encanto. Tal vez una ráfaga perdida pasaba murmurando por encima de los bosques y sacudía las gallardas copas de millares de árboles, que se iban inclinando unas en pos de otras, semejantes a las olas del Océano cuando la brisa las empuja suavemente y las derrama sobre la arenosa playa; acaso los tristes gemidos del ñacurutú, y de otras aves nocturnas resonaban de vez en cuando, interrumpidas por el espantoso aullar de los cimarrones , que, hambrientos, vagaban por las fragosidades de la sierra; acaso se estremecían los pajonales y ondeaba el césped bajo los ágiles pies de los hurones, que buscaban su presa a los trémulos rayos de la luna; o el pesado Anta se revolvía en el fango de algún riachuelo, dejando escapar por su pequeña trompa un áspero resoplido, indicio del placer que experimentaba; tal vez alguna aleve tribu asomaba por las empinadas lomas tendida al viento la larga cabellera, y descendía al llano haciendo retemblar el suelo bajo el sonante casco de sus veloces potros, inclinada sobre su cuello, para que a la distancia la confundiesen con alguna manada de caballos o novillos silvestres; y en fin, quizá un rumor lejano, parecido al bullente hervor de una gran caldera que rebosara y se derramase apagando las llamas que la envolviesen, anunciaban que algún río gigantesco salía de madre y se dilataba por los campos vecinos, sin estrépito ni violencia, pero imponente, arrollador, incontrastable, como el tiempo en el océano de las edades, tragando y vomitando siglos.
 
El reloj de la parroquia de Paysandú dio doce lúgubres campanadas: largo rato hacía que Amaro se paseaba por el cementerio aguardando a sus amigos.
 
La luna reflejaba sus rayos en las blancas osamentas amontonadas en un extremo de la mansión de los muertos; gemía el crecido césped de las tumbas, y los sauces y cipreses se doblaban a intervalos con doliente murmullo; fugitivas exhalaciones cruzaban allí y aquí; se oían clara y distintamente dentro de los nichos el ruido de los dientes y los chillidos de las alimañas que se nutren con los fríos despojos de los cadáveres; el eco repetía en el cóncavo suelo las pisadas y voces misteriosas, tristes ayes y quejidos parecían salir del seno de la tierra, de las losas de los sepulcros, de los árboles, del césped, de las osamentas, y hasta de los pajizos y derruidos muros.
 
Empero Amaro, a pesar que creía, como todos los gauchos, en duendes y aparecidos, paseábase impasible y tranquilo de un extremo a otro del osario. Fijaba sus ojos en el paraje donde habían enterrado al enchalecador, y se sentía capaz de volver a matarle si se levantase de nuevo de su tumba. Nada había en el mundo que le hiciera temblar; ni los vivos ni los muertos. Su alma, inaccesible al miedo, podía ser aniquilada; pero mientras permaneciese en su cuerpo, prestaría aliento a su brazo hasta para luchar como Luzbel contra su mismo Hacedor.
 
Sacole de sus meditaciones la aproximación de D. Carlos Niser, que venía acompañado del vaqueano.
 
Al verlos, saltó por las tapias del cementerio, y salió a su encuentro,
 
D. Carlos y su acompañante retrocedieron llenos de pusilánimes aprensiones; es indudable que a no estar prevenidos y a no haberles él gritado que era el que aguardaban, hubieran echado a correr, sin detenerse hasta llegar al pueblo.
 
Sr. D. Carlos, dijo Amaro, quitándose el sombrero: mi amigo Chirino ya os habrá informado del empeño que tengo en serviros.
 
-Sí, y te doy por ello las más expresivas gracias, contestó el abogado trémulo aun, y mirando en torno suyo con ojos despavoridos. La repentina aparición del gaucho, envuelto en su poncho, por la parte del camposanto donde estaban apilados los huesos y calaveras, le había asustado en términos que no le conoció, a pesar de ser la fisonomía de Amaro una de aquellas que no es posible confundir con otra alguna.
 
-Vengo a ayudaros a recobrar vuestra hija, añadió este cubriéndose, persuadido de que ya le habría reconocido.
 
-¡Ah, sí, mi hija, mi querida hija! exclamó don Carlos, -recordando de pronto el objeto de la cita que también se le había olvidado. Habla, di, ¿qué recompensa quieres?
 
-¡Recompensa! replicó el gaucho con amargura: yo no os exijo nada; tengo que pagaros una deuda de honor.
 
A estas palabras, Amaro se sacó por segunda vez el sombrero, cuyas anchas alas impedían que la luz del astro de la noche iluminasen su semblante.
 
D. Carlos, preocupado con otras ideas, la miró, y aunque le pareció que aquella cara no le era desconocida, no cayó al punto en quién era.
 
-¿Me harás el favor de decirme cómo te llamas? le preguntó; tengo idea de haberte visto en otra parte.
 
-¿No recordáis, Sr. de Niser, un viaje que hicisteis al departamento de Minas?
 
-¿Cuándo? ¿En 1810?
 
-No: en 1815.
 
-También estuve en esa época.
 
-¿Y no os acordáis, señor, de un joven de veinte años que estaba en capilla y debía ser fusilado al día siguiente por haber muerto en desafío sin testigos al único hijo del más rico y considerado propietario de aquel departamento?
 
-Sí... me acuerdo... pero confusamente.
 
-¿No os acordáis, señor, que a ruego de vuestro pariente D. Nereo, interpusisteis vuestra poderosa mediación con el comandante, a quien estaba confiado el mando de aquel pueblo, y partisteis esa misma tarde para el campamento del General Artigas, volviendo cuatro días después con el perdón que me otorgó, gracias a vos?
 
D. Carlos se acercó al gaucho, le miró con avidez y dando un grito de gozo:
 
-¡Ah, tú eres Amaro! exclamó; ¡gracias, gracias, Dios mío! Ahora recobraré a mi hija.
 
-No contento con eso, continuó el amante de Lia, que necesitaba enumerar uno a uno todos los beneficios que debía a su padre, a fin de tener fuerzas para hacerle por completo el heroico sacrificio que deseaba; no contento con eso, me disteis un cinto de onzas, cartas de recomendación para Buenos Aires, y por fin, me salvasteis por segunda vez la vida, desbaratando una celada dispuesta por mis enemigos para asesinarme al pasar el Uruguay.
 
-Es verdad... me interesaba por ti como por un hijo; pero tú, tú no has correspondido a mi afecto como debías. Ni una vez sola ha procurado verme en el espacio de ocho años.
 
-¿Habéis necesitado de mí alguna vez?
 
-No. Ahora únicamente.
 
-Pues ahora estoy aquí.
 
-Y tanto confío en ti, que solo al verte he creído que volvería a recobrar a mi hija, porque sabiendo tú dónde se oculta, por grado o por fuerza la traerás a mis brazos, aunque te costase la vida, ¿no es verdad?...
 
Al expresarse de esta manera, muy lejos estaba D. Carlos de valorar todo el alcance de sus expresiones; no hacía más que manifestar su ciega confianza en las promesas del gaucho. Sabía que ellos son esclavos de su palabra, que mueren antes de quebrantarla, sin retroceder ante sacrificio alguno, cuando se le exige su cumplimiento.
 
-Acaso nunca sepáis, Sr. de Niser, repuso dolorosamente Amaro, vos, que me acusáis de ingrato, ¡cuán caro me cuesta retribuiros vuestros beneficios!
 
-No te comprendo, respondió D. Carlos admirado.
 
-Ni es necesario que me comprendáis... decidme: ¿tenéis presente, por ventura, lo que os dije el día que recibí mi perdón?
 
-Me jurasteis que en cualquiera situación, y en cualquiera parte donde te hallases, acudirías a mí en cuanto yo te lo indicase, y fuese cual fuese el favor que te pidiera, lo ejecutarías en el acto sin vacilar.
 
-Heme aquí por lo tanto esperando vuestras órdenes.
 
-Quiero ver a mi hija, si es posible recobrarla.
 
-Pasado mañana, Dios mediante, la tendréis en vuestra casa.
 
-¿A qué hora?
 
-Después de las carreras.
 
-¡Ah, por la Virgen, no me engañes, Amaro, repitió el anciano con recelosa alegría; no me hagas consentir en tamaña ventura, que luego debe hacer más amarga la triste realidad.
 
-Os repito que pasado mañana, suceda lo que suceda, cueste lo que cueste, abrazaréis a vuestra hija.
 
El tono avasallador del jefe de los montoneros no dejaba lugar a dudas. D. Carlos cedió a la influencia que dominaba a los demás. Inútil era reflexionar: Amaro subyugaba por la fuerza del sentimiento. Convencía sin amenazar. Su porte, su ademán, su acento hablaban con más elocuencia que sus palabras.
 
-Si acaso yo mismo no os la entrego, prosiguió, salid de Paysandú, y muy cerca de sus trincheras encontraréis mi cadáver sangriento...
 
-¿Qué dices? ¡Explícame ese misterio! exclamó D. Carlos azorado.
 
-¡Nada me preguntéis; nada!... porque nada puedo deciros, respondió el gaucho con voz solemne, lenta y resignada; ¡cúmplase la voluntad de Dios!
 
Grande era la curiosidad y el ansia del amoroso padre, pero convencido como estaba de que por más instancias que hiciera al gaucho no le arrancaría una sola palabra, habiendo manifestado que nada diría, guardó silencio, y se dispuso a marchar.
 
-Hemos concluido, dijo; adiós, Amaro; descanso en ti.
 
-Dos palabras, señor, si gustáis replicó este deteniéndole del brazo.
 
-Di lo que quieras.
 
-No puedo ni está en mi mano poneros ninguna condición; pero debo preveniros que el motivo de haber abandonado vuestra hija la Estancia de su tía, no es otro que el estar comprometida con un hombre a quien no ama.
 
-¡Dios del ciclo! repitió D. Carlos: ¿y cómo ahora me libro del compromiso que tengo con el conde?
 
-¿El conde? preguntó Amaro con acento amenazador; es conde, ¿eh?
 
-Sí, conde de Itapeby.
 
-El gaucho se llevó las dos manos cerradas a las sienes, cual si quisiese detener su explosión de su ira. En seguida se volvió al anciano, que le contemplaba absorto, y añadió, poseído de un vértigo infernal:
 
-No puedo devolveros a Lia si no me juráis que no violentaréis su voluntad.
 
Un relámpago iluminó a D. Carlos: las tinieblas que envolvían su mente se disiparon; vio la verdad tal como era; adivinó que su hija estaba en poder de aquel hombre, y que él la amaba y era amado de ella.
 
-¡Desgraciado! exclamó: tú la has seducido; tú eres su raptor; tú has abusado de su inexperiencia y de sus pocos años. ¡Infame!
 
El indómito gaucho, al oírse apostrofar tan duramente, por un movimiento involuntario llevó la mano al puno de su daga; pero con la misma rapidez se detuvo, hincó una rodilla, tomó el puñal por la punta y se lo presentó a D. Carlos, diciéndole:
 
-¡Sí, yo os he robado vuestra hija; soy un miserable; lavad con mi sangre vuestra afrenta!
 
-¡Tan niña y perdida para siempre! repetía el anciano, llorando y escondiendo la cabeza entre sus manos.
 
-¡Oh, no la ultrajéis; está inocente y pura como los ángeles!... Si se halla en mi poder, es contra su voluntad.
 
Entonces Amaro se puso en pie, y en breve; palabras, llenas de elocuencia y pasión, le contó la historia de sus malhadados amores. El abogado le escuchó en silencio, y antes que acábase su narración, ya estaba convencido de la inocencia de Lia.
 
-Sin embargo, murmuró, su reputación está gravemente comprometida. Si al menos pudieses casarte con ella...
 
-¡Ese es todo mi anhelo, mi única ambición, mi más dulce ensueño de felicidad! contestó el gaucho, radiante el rostro de placer.
 
D. Carlos le miró frente a frente, y con una amarga sonrisa de desprecio, le dijo con altanería:
 
-¿Y quién eres tú para enlatarte con mi familia?
 
-Ignoro quiénes son mis padres, y nada tengo, replicó Amaro humildemente, pero siento en mí algo que me anuncia que mi estirpe es tan clara como la vuestra.
 
-Pues bien, continuó el buen viejo, enternecido y cediendo sin advertirlo a la magia que ejercía el caudillo patriota sobre cuantos le rodeaban; tú eres joven y valiente, procura averiguar quiénes son tus padres, o conquistar con tu esfuerzo una posición social, adquirir un nombre que valga tanto como el que la suerte te niega, y Lia será tuya.
 
-¡De veras! ¡No me engañaréis! exclamó Amaro, anhelante, inmóvil, suspenso de la respuesta que aguardaba.
 
-¡Sí; te lo juro por mi honor, por la salvación de mi patria, lo que más amo en la tierra después de Lia!
 
-Entonces, D. Carlos... el gaucho se detuvo dudando si debía o no descubrirle aun su segundo nombre: el nombre glorioso, sinónimo de heroísmo y lealtad, que todos los orientales fieles a su patria pronunciaban con respeto y admiración.
 
-¿Entonces, qué?... preguntó Niser con ansiedad. El aire distinguido del gaucho, su manera de expresarse, el misterio que le envolvía; habían herido fuertemente su imaginación. Una vaga sospecha de quién podía ser cruzaba al mismo tiempo por su frente.
 
-Entonces, dadme la mano... contestó aquel porque soy...
 
-¿Quién?
 
-¡Caramurú!
 
-¡Abrázame, hijo mío! gritó el anciano, estrechándole contra su pecho; sí, tú mereces llamarte hijo mío; era imposible que mi Lia se hubiese enamorado de un hombre vulgar.
 
Largas explicaciones se sucedieron, y de ellas resultó que D. Carlos se convino, no en negar su consentimiento a la boda, porque entonces se expondría a la venganza de D. Álvaro, sino en dilatarla, y solo en el último trance oponerse abiertamente, hasta que, arrojados los intrusos del patrio suelo, pudiese obrar con toda libertad, sin miedo de que le calificasen de anarquista, conspirador, y le confiscasen sus cuantiosos bienes.
 
Conformes en este punto, Amaro entabló otra animada discusión con el vaqueano, mudo espectador de las anteriores escenas; y muy importante debía ser el asunto, cuando la luz del nuevo día vino a anunciarles que ya era hora de retirarse.
 
D. Carlos y su futuro yerno tornaron a abrazarse de nuevo; y como el primero se lamentase del mal éxito que podía tener la empresa de que habían hablado antes, el jefe de los montoneros le contestó con su habitual indiferencia:
 
-No tengáis recelo alguno, amigo mío; la fortuna ayuda a los audaces. ¿No es verdad, Chirino?
 
-Señor, repuso el Cambueta: con vuestra gente, y los aliados que yo me encargo de proporcionaros, no digo con mil portugueses, ¡con mil demonios somos capaces de pelear!
 
-¡Dios proteja la buena causa! dijo el anciano alzando los ojos al cielo.
 
-¡O muerte, o libertad! repitió Amaro: y cada uno de los tres personajes, pensativo y meditabundo, se encaminó por distinto sendero; el abogado a la ciudad, el vaqueano a recorrer el departamento, y Caramurú al fondo de la selva a informar a sus valientes de que había llegado el momento solemne de vencer o morir.
 
 
 
== Capítulo XIII ==
 
Las carreras
 
 
A pocas leguas de Paysandú se extiende una dilatada planicie, desnuda de árboles, pero tapizada de menuda yerba, la cual termina al Occidente por un dilatado barranco, en cuyas profundidades corre el Uruguay encajonado, y siguiendo las ondulaciones del terreno, ora se precipita en violentos remolinos azotándose contra sus bordes, ora continúa su marcha apacible, cual pintado iguana que se desliza perezosamente a la caída del crepúsculo, sobre la arena humedecida con el reflujo de las olas; o bien levanta su verdinegra espalda cubierta de hervorosa espuma, y bulle y salta, se revuelve y ondea, se esconde y reaparece, como un inmenso cetáceo que hiende los mares llevando clavado, el arpón, que cuanto más pugna por lanzar de sí más se hunde en sus entrañas, y al fin arroja su masa inerte y ensangrentada sobre los flancos del atrevido bajel que vuela en pos de ella, ensordeciendo el espacio con sus cánticos de victoria.
 
Desde las doce de la mañana, inmensa muchedumbre afluía de todas partes, atraída por las famosas carreras que debían verificarse allí a las cuatro de la tarde. Los dos propietarios más ricos y considerados de la provincia, entre quienes existía una antigua rivalidad, habían señalado aquel día para correr sus corceles. La crecida suma que se atravesaba, el nombre de los dueños de los caballos, la multitud de personas que tomaba parte a favor de cada uno, las parciales, la circunstancia de ignorarse aun cuál era el parejero que el señor de Abreu pensaba oponer al renombrado Atahualpa, vencedor en todos los años anteriores, y sobre todo, ciertos misteriosos rumores que circulaban relativos a una conspiración tramada por los patriotas, habían dado a las presentes carreras una celebridad inaudita, una celebridad americana, ya que no europea.
 
Desde los más remotos confines de la Banda Oriental, lo mismo que de las provincias del Brasil y de la República Argentina, fronterizas a las nuestras, los gauchos, los estancieros, y hasta indolentes habitantes de las ciudades, aficionados en extremo a esta clase de diversiones, habían acudido en tropel a malgastar allí alegremente, como es costumbre en América, siempre que hay ocasión, su tiempo y su dinero.
 
Además de los doscientos mil patacones de los dos capitalistas, se calculaban a esa hora en un millón de pesos fuertes las apuestas de los particulares.
 
Magnífico era el golpe de vista que ofrecía la extensa llanura, cuajada de gentes de todas edades, sexos y condiciones. Cuadro encantador que, trasladado al lienzo, mientras lo iluminaba los tibios resplandores del sol de la tarde, reflejaría una de las faces más bellas y poéticas de la vida de nuestros campos. Variados y caprichosos trajes, indómitos bridones, adornados con regia esplendidez o con salvaje pompa...
 
Los ricos chamales de seda, los graciosos sombreros de jipi-japa, salpicados de raras y preciosas flores, cuyo hermoso colorido no igualaba a su fragancia; las lujosas vestas de grana y terciopelo; los bordados ponchos con flamante botonadura de filigrana, que descendía en triples hileras desde la garganta al pecho; los puñales, incrustados de brillante pedrería, se confundían con el grosero lienzo, con la raída bayeta, con las remendadas chupas, con los abollados sombreros y grasientos cuchillos de los peones y gauchos pobres. Los briosos corceles, ostentando con marcial orgullo las argentadas estrellas y cadenillas, que, eslabonadas y pendientes en el centro de un sol de oro, esmaltado de rubíes, envolvían su cabeza como una red de nácar, y sujetaban el freno y las riendas, también de plata, hacían resaltar más el humilde arreo de los que por toda gala llevaban el lazo arrollado, sobre la grupa de su caballo, y la frente y los encuentros de éste ceñidos por una banda de lucientes plumas...
 
Crecía la muchedumbre por instantes; do quier que se volviesen los ojos la veían agolparse en distintas direcciones, unida y compacta como un mar de centauros. La tierra desaparecía bajo sus huellas, y el murmullo, las voces, los gritos, las carcajadas, de los jinetes, el movimiento, el galope y los relinchos de los caballos, formaban un ruido sordo y prolongado, que, vibrando a la distancia, imitaba el confuso rumor que precede a la erupción de los volcanes.
 
Eran ya las tres y media.
 
Lejano redoble de tambores, agudo son de clarines y cornetas, vinieron a distraer por un momento la impaciencia de los circunstantes...
 
Mil hombres de las tres armas avanzaron divididos en columnas de a cien, y se situaron a lo largo de la llanura en las posiciones más ventajosas.
 
Aquella tropa era toda la que había en el departamento, y el comandante general, temiendo la intentona de que hemos hablado antes, había dispuesto que se reuniese allí antes de empezar las carreras, con el objeto de intimidar a los revolucionarios, o castigar su audacia si se atrevían a levantar el estandarte de la rebelión.
 
A poco aparecieron Suárez y Abreu; pero solo el primero traía su caballo; el segundo, con una agitación que en vano procuraba ocultar, sacaba continuamente el reloj maldiciendo interiormente su mala estrella, y figurándose que el gaucho le jugaba una pesada burla. Sus amigos, pensativos y cabizbajos, le seguían, preguntándole a cada paso si vendría o no. Faltaban dos minutos para las cuatro, y Amaro no parecía.
 
Su rival se frotaba las manos de gozo, arrojándole sarcásticas miradas que se clavaban como punzantes flechas en el corazón de Abreu.
 
Ya se disponía este a dar orden que ensillasen el corcel que montaba, que era el mismo con el que pensó primero sostener el desafío, cuando lejana vocería, estrepitosos bravos y palmadas le hicieron volver la cabeza, y divisó a Amaro que se encaminaba hacia él, seguido de la muchedumbre, la cual, viéndole venir en pelo, echado el sombrero sobre la frente, y cubierto el rostro, a excepción de los ojos, con un pañuelo de seda, adivinó que era el corredor, el único a quien aguardaban para empezar las carreras.
 
Los gauchos se agolpaban en torno suyo, y mil exclamaciones volaban de boca en boca ponderando la bella planta del corcel que montaba; los circunstantes se deshacían en elogios, y los competidores de Abreu lo miraban acercarse llenos de desconfianza y sobresalto.
 
La gallarda presencia de Daiman y su color pangaré, muy estimado y acaso el primero, en opinión de los inteligentes, hacían formar de él, al primer golpe de vista, la idea más ventajosa. Luego su pequeña cabeza, su cuello largo y enarcado, sus delgadas piernas, sus anchos encuentros, su escaso vientre, su descarnada grupa, el fuego que brillaba en sus ojos inteligentes, que al galopar se revolvían chispeando en sus grandes órbitas como dos esferas de hierro candente, pretendiendo dejar atrás a su propia sombra, calidad característica de los buenos parejeros, su poblada cola, la manera como erguía las orejas moviéndolas en dirección opuesta, la arrogancia con que apoyaba el casco en la tierra, tascaba el freno y sacudía sus ondeantes crines, que casi barrían el suelo, su impetuosidad y empeño en adelantarse a los demás... todo, todo indicaba que aquel caballo, dotado de una extraordinaria ligereza, había sido adiestrado a la carrera en el desierto, sin haber encontrado todavía quien le venciera y humillara su altivez.
 
-Podemos empezar, si os place, Sr. Suárez, dijo el comerciante con una satisfacción que contrastaba con su anterior despecho y mal humor.
 
-Cuando gustéis, Sr. de Abreu, contestó aquel con frialdad.
 
-Cancha, cancha, señores, gritaron los jueces nombrados para presidir las carreras y dirimir cualquier disputa que pudiera tener lugar.
 
Los espectadores, al oír la frase sacramental con que generalmente empiezan estas diversiones, se abrieron a derecha e izquierda, repitiendo: ¡Cancha, cancha! palabra que, pronunciada por mil voces distintas, producía en la apiñada muchedumbre el mismo efecto que la férrea quilla de un bergantín, que vuela dividiendo las movibles aguas del mar, acariciado por las nocturnas.
 
En menos de diez minutos se formó una larga calle de cincuenta varas de ancho y una legua de largo. Los jueces hicieron cuatro rayas en el suelo con intervalos de cien pasos entre cada una: los corredores de Atahualpa y Daiman se colocaron en la primera, y a una señal suya comenzaron los bareos, que consisten en lo que vamos a referir.
 
Primero marcharon ambos jinetes paso a paso hasta la segunda raya, y volvieron atrás; luego al trote hasta la tercera, y retrocedieron igualmente; después al galope hasta la cuarta, tornando a colocarse a la primera, procurando siempre cada uno detener el ímpetu de su caballo, a fin de inspirar confianza a su adversario.
 
En seguida galoparon cuatro o cinco veces desde la primera hasta la segunda, tercera y cuarta línea sucesivamente, y cuando los que presidían la carrera, viendo que pisaban juntos la última raya, gritaron ¡ahora! respondieron los jinetes ¡ahora! y se lanzaron a toda brida seguidos de los jueces y de la multitud, que se replegaba tras ellos a medida que pasaban por delante de ella devorando el espacio, cual fugitivos planetas atraídos por el sol en medio del vacío.
 
Largo trecho galoparon juntos, y la victoria se mantuvo indecisa. Los dos parejeros eran excelentes, y se temía, no sin razón, que a un tiempo pisasen la meta.
 
Inclinados ambos jinetes sobre su cuello, anhelantes les palmoteaban frenéticos y les hablaban con voz que dominaba el tumulto ocasionado por el tropel inmenso que los seguía, sin hacer uso del látigo que reservaban para el último trance.
 
Daiman y Atahualpa, bañados en sudor, arrojando por sus abiertas narices una columna de humo, y mirándose con ira, redoblaban su esfuerzo a cada palabra de sus amos, cuyas largas cabelleras, confundiéndose con sus crines, ondeaban como serpientes amenazadoras que se enroscaban silbando sobre sus cabezas.
 
Por una ilusión óptica muy fácil de comprender en la rapidez de su carrera, en medio del torbellino de polvo y la nube vaporosa que los envolvía, los rayos del sol quebrándose y repercutiéndose velozmente, les prestaban a cada momento nueva forma y colorido. La imaginación, asaltada de un vértigo fantástico, ora creía ver a la distancia dos fenómenos luminosos, dos de esas sombras colosales que al caer la tarde suele divisar con espanto el viajero que ignora su casa, en las cimas de la alta cordillera: ya dos enormes moles de granito bajando por el rápido declive de una montaña al fondo de un valle; tan pronto dos gigantescos cóndores, batiendo sus anchas alas y cerniendo su raudo vuelo al confín de la llanura, como los toros salvajes que salen del bosque con atronador mugido llevando encima dos tigres feroces, cuyas aceradas uñas les desgarraban la piel, clavada la boca en su cuello hecho trizas por sus afilados dientes...
 
No faltaban ya más que seis cuadras para llegar a la meta; la ansiedad y la expectación iban en aumento. Un silencio sepulcral, interrumpido únicamente por el pausado galopar de los caballos, se sucede a la animada conversación de los circunstantes. -Nadie habla, nadie pregunta nada, nadie levanta la voz ofreciendo juego: -todos miran, todos suspensos y ansiosos, como si se tratase del más grave e importante asunto, aguardan, latiéndoles el corazón, a que se decida el triunfo.
 
De repente Daiman pasa a su contrario y un grito, semejante al estampido de un trueno, retumba de un extremo a otro; Atahualpa, furioso, le alcanza y le pasa a su vez: habla el gaucho a su corcel, y este le deja de nuevo atrás; torna Atahualpa a alcanzarle, y torna Daiman a adelantársele. El corredor del primero apela entonces al último recurso; se incorpora, sus talones espolean los flancos del vencido, revuelve el brazo a un lado y a otro cruzándole con el látigo las ancas y el vientre. El noble corcel, indignado, levanta la cabeza, tiembla de coraje, da un bufido, y, por vez postrera, alcanza a su rival.
 
Amaro imita el ejemplo de su competidor, y cierra piernas a su caballo sin castigarle.
 
Daiman al sentirse aguijoneado eriza la crin, irgue las orejas, tiende el cuello, alza la frente arrojando llamas por los ojos, la inclina hiriéndose los encuentros con la barbada del freno, y más veloz que una bala al escaparse del tubo inflamado que la contiene, hiende los aires, porque sus pies no tocan la tierra.
 
Atahualpa hace un último esfuerzo, se agita, alarga sus crispados miembros, aspira el aire con ardientes resoplidos, sigue con la vista empapada en lágrimas las huellas de su vencedor; pero ¡ay! ¡en vano!... en el mismo momento que este pisa la meta triunfante, cae reventado él a cincuenta pasos, arrojando un río de sangre por la boca y las ventanas de la nariz.
 
Un coro de aplausos y vivas atruena la llanura; Daiman, victorioso, es aclamado hasta por sus mismos enemigos, y Amaro, olvidándose en medio de la embriaguez del triunfo de que aun no era tiempo de descubrirse, pues faltaba más de una hora para anochecer, momento convenido para dar el golpe cuando empezasen las tropas a desfilar, cediendo a la costumbre, se sacó el sombrero y el pañuelo que le ocultaba el rostro para saludar a la multitud.
 
-Quiso su mala estrella que entre los espectadores más inmediatos hubiesen varios brasileros del departamento de Tacuarembó, que le conocían muy bien por haber sido prisioneros suyos, los cuales apenas le vieron comenzaron a gritar, huyendo como si hubiesen visto al diablo;
 
-¡Caramurú! ¡Caramurú!
 
Un escuadrón de tiradores de caballería se adelantó al paraje de donde salían aquellos gritos alarmantes.
 
Amaro hizo una señal para que permaneciesen quietos a algunos gauchos que se hallaban a su lado iniciados en la rebelión por el Cambueta, volvió tranquilamente su caballo, y enderezó el rumbo hacia el barranco, en cuyas profundidades corría el Uruguay, único paraje que, defendido por la propia naturaleza, no estaba guardado por las tropas enemigas.
 
Los tiradores corrieron tras él, y su jefe le gritó que se detuviese, si no quería que le mandase hacer fuego.
 
El gaucho, con aquella sonrisa irónica que tan bien cuadraba a su fisonomía varonil, volvió la cabeza sin detenerse, y se golpeó la boca, manifestándole así el caso que hacía de sus amenazas.
 
El jefe mandó hacer fuego: doscientos tiradores, en pelotones de a cincuenta descargaron sus tercerolas contra el fugitivo por dos veces a menos de cuarenta pasos.
 
Él, siempre a escape, cada vez que oía gritar ¡fuego! daba una vuelta por debajo de la barriga del caballo, con la destreza admirable de los indios Guaycurús, de quienes había aprendido esta evolución, y tan pronto como escuchaba silbar las balas se incorporaba en su potro y continuaba impávido en su carrera.
 
Los brasileros y los espectadores juzgaban que aquella resistencia era un solo capricho del célebre guerrillero, que prefería morir a rendirse. Suponían que viéndose obligado a costear el barranco, e imposibilitado de traspasar el cordón de soldados que guarnecía la llanura, al fin, de un modo u otro, muerto o vivo, caería en sus manos.
 
Pero con gran sorpresa suya, con espanto y asombro de todos, amigos y enemigos, Amaro al llegar cerca del barranco, sonriéndose, echó el halda del poncho sobre los ojos de Daiman, le cerró piernas y se precipitó con él al río desde una altura de cuarenta pies.
 
Cuando llegaron los tiradores y la curiosa muchedumbre, creyendo encontrar solo un cadáver flotando sobre las aguas, el indómito gaucho, prendido con una mano de las crines de su parejero, y nadando con la otra, llevado por la corriente, próximo a tocar la orilla opuesta, se golpeaba otra vez la boca, gritando a los brasileros por despedida:
 
-¡Ya nos veremos las caras!...
 
Semejante rasgo de audacia dejó a todos inmóviles y petrificados, y cuando los soldados, a la voz del jefe, volvían a cargar sus tercerolas, ya él salvaba la margen del río y galopaba hacia la selva, de donde salían a galope sus audaces montoneros, alarmados por las descargas y pensando que por alguna fatal casualidad se había empezado la lucha antes de la hora convenida.