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Caramurú: Novela histórica original. La vida por un capricho. Episodio de la conquista del Río de la Plata

Alejandro Magariños Cervantes


Advertencia

Aunque esta no sea una novela histórica ni tenga las pretensiones de tal, sus personajes no pueden considerarse absolutamente como hijos de la imaginación.

Nos daremos por muy felices, no obstante, si a favor de una fábula que interese agradablemente al lector y excite sus nobles sentimientos, conseguimos bosquejar algunos rasgos del país, de la época y de los personajes que figuran en este libro.


A. Magariños Cervantes,

Madrid-1848.


Capítulo I

El rapto


Lóbrega y pavorosa noche extiende sus alas sobre el mundo, como una inmensa lápida mortuoria. No se descubre una sola estrella al través de su ennegrecido velo: la luna, yace oculta bajo un pabellón de nubes, y solo lanza a intervalos un rayo de luz tibio y desmayado, que brilla y se apaga al punto, cual fuego fatuo que se levanta del seno de las tumbas. Do quiera la luz es absorbida por la sombra, y se diría que a la voz del genio de las tinieblas los astros huyen y se esconden espantados de tanta densa oscuridad.

El pampero, ese viento terrible que, naciendo, en las nevadas cimas de los Andes donde no se ha estampado la planta del hombre, recorre los desiertos de la Pampa argentina, cruza el Plata, y va a espirar en los confines del Brasil o en las inmensidades del Atlántico, arrancando de raíz en su tránsito árboles que cuentan siglos, haciendo salir de madre, los ríos, y derribando cuanto intenta detenerle... el pampero brama ahora, abriéndose paso por entre el tupido ramaje de vírgenes bosques tan antiguos como el mundo, y se oye en lontananza, más profundo y violento a medida que se acerca, el grito que exhalan los corpulentos molles, los espinosos guariyús y férreos ñandúbays, al caer tronchados por su poderosa mano.

Y en verdad que no le falta espacio donde ejercer su saña; si pudieran nuestros lectores trasladarse con el pensamiento a las floridas riberas del Uruguay, sin duda les encantaría el bellísimo paisaje que presenta el lugar donde comienza nuestra historia, ora le contemplasen a la radiosa claridad del sol, ora iluminado por el rocío de plata que vierte la luna del cielo americano.

Figuraos una dilatada planicie cortada al horizonte por una cadena de montañas, e interrumpida apenas en el centro por una que otra pequeña eminencia, o sea cuchilla, como las llaman en el país: a la derecha, un gran río, y a la izquierda una selva impenetrable. Colocad en medio de aquel desierto, solitaria y aislada, a unos quinientos pasos del río y media legua de la selva, una gran casa de material edificada sobre una de las citadas cuchillas, y flanqueada por largos galpones de madera y de varios ranchos, o sean chozas de barro y paja, parecidas a las de algunos pueblos de la Mancha y de Castilla, y acaso os forméis una idea aproximada de la localidad adonde deseáramos conduciros; es decir, a una Estancia, a una posesión rural sita en la provincia de Paisandú, a seis leguas de la población de su nombre, villa y cabeza de departamento.

No cumple a nuestro objeto entrar ahora en detalles sobre lo que entendemos por Estancia. En la serie de cuadros característicos y locales que nos proponemos reseñar, nos sobrarán ocasiones de describirla con la detención que merece. Entre tanto, conténtense nuestros lectores con la anterior ligera indicación, indispensable para la perfecta inteligencia de los hechos que vamos narrando.

A poca distancia de la casa de que hablábamos no ha mucho tiempo, elévase como avanzado centinela un ombú, árbol gigantesco, de enorme tronco y pobladas ramas, que brota espontáneamente en nuestras interminables soledades, aislado y sin compañeros, y que sirve de punto de reunión a los habitantes de la Estancia, a los viajeros y a los gauchos estantes y transeúntes de la provincia.

Ahora bien; en esta noche tan lóbrega y tempestuosa, a favor del resplandor fugitivo que de vez en cuando vertía la luna, hubiérase podido distinguir un hombre montado en un brioso corcel, que seguía a galope la estrecha senda que, conducía desde el río a la Estancia.

A los primeros amagos, al rumor lejano que precede a la venida del pampero; el desconocido trató de guarecerse bajo el ombú.

El viento cada vez mayor, apenas le dio tiempo para echar pie a tierra y acostarse cuan largo era al pie del árbol acción que instintivamente imitó su caballo.

Entonces; a merced de los fugitivos resplandores de que hemos hecho mención, se dibujaban en la sombra los rasgos de su fisonomía y de su caprichoso traje.

Era un joven como de veintiocho años; alto, de tez morena y vigorosa musculatura. Cubría su espaciosa frente un sombrero portugués de copa redonda y ancha ala, adornado con algunas plumas de pavo real, entre las que se distinguía un ramito de flores silvestres ya marchito y atado en la cinta del sombrero con otra de seda. Abundantes cabellos negros, tersos y relucientes, flotaban sobre sus robustas espaldas, en agradable desorden: su larga y poblada barba, que le llegaba hasta el pecho, caía sobre la botonadura de plata de su poncho, especie de capa cerrada que se mete por la cabeza; sus ojos rasgados y brillantes, coronados por espesas cejas que se unían en forma de herradura, tenían una indefinible expresión de arrogancia y de orgullo, templada por cierto aire regio e imponente que subyugaba o predisponía a su favor. La nariz aguileña, la boca grande, pero muy delgados los labios, revelando la desdeñosa altivez del que se cree superior a cuanto le rodea.

Cuando el viento levantaba el halda de su poncho, distinguíase debajo de él una chaqueta de grana bordada con trencilla negra: un pañuelo de espumilla formaba el chiripá, liado por la cintara a guisa de saya, recogidas las puntas entre los muslos para poder montar a caballo, y sujeto al cuerpo por un tirador, especie de canana de piel de gamuza, de la cual pendía un enorme puñal de vaina y cabo de plata: anchos calzoncillos, de finísimo lienzo, adornados en los extremos con un gran fleco o crivao, resguardaban sus piernas, y descendiendo hasta los tobillos, ocultaban a medias unas espuelas de plata colosales, y las blanquecinas botas de potro formadas con la piel sobada de este animal. Dichas botas, partidas en la punta, dejaban al descubrimiento los dedos de los pies para asegurarse mejor en los estribos, de forma triangular y tan pequeños, que apenas daban cabida al dedo principal.

Basta esta descripción para conocer que es un gaucho el héroe de nuestra historia, porque solo ellos visten de esa manera.

-¿Y qué es un gaucho? preguntarán algunos de nuestros lectores, que probablemente no habrán oído en su vida pronunciar ese nombre.

-Un gaucho es un hombre que se ha criado vagando de estancia en estancia, que vive y tiene todos los hábitos, inclinaciones e ideas de la vida nómada y salvaje, amalgamadas con las de la civilización. Espíritu indómito, audaz, lleno de ignorancia, preocupaciones, pero valiente hasta el heroísmo, carácter excéntrico y original que no conoce más leyes que su capricho, ni anhela más felicidad que su independencia; que desprecia al hombre de las ciudades y cifra su ventura en los azares, en los peligros, en las violentas emociones de su existencia errante y vagabunda. Eslabón que une al hombre civilizado con el salvaje, sin ser una cosa ni otra, como ha dicho perfectamente el Sr. Aguilar en una nota que puso al pie de un fragmento de una de nuestras leyendas, titulada Celiar.

Decíamos, pues, que el personaje, cuyo nombre ignoramos aun, se había guarecido bajo el ombú, buscando un refugio a los furores del pampero.

Allí permaneció largo rato, mientras el viento, bramando cada vez con más ímpetu, vino a estrellarse en las cimbradoras ramas del árbol protector, que se inclinaron hasta tocar el suelo, irgiéndose y humillándose alternativamente, no sin perder en las furiosas embestidas del huracán sus más lozanas hojas.

El gigante de los aires y el gigante de las selvas luchaban cuerpo a cuerpo como dos vigorosos atletas, hasta que, fatigado el primero, escapose de los brazos de su rival, y tendió su vuelo en otra dirección, lanzando un prolongado alarido, semejante al estruendo de las embravecidas olas, cuando se azotan contra un banco de piedra enmedio del Océano.

El gancho alzó tranquilamente la cabeza, y, al través del ramaje, miró al firmamento. Un escuadrón de negras y apiñadas nubes volaba delante del pampero, dejando despejado el espacio por donde aquel cruzaba; volvían a relucir las estrellas, y la luna asomaba su disco amarillento, ceñido de una aureola encarnada. De modo que la mitad del cielo ofrecía el aspecto de una plácida noche de verano, y la otra mitad el de la más fría y nebulosa noche de invierno.

Púsose de pie el desconocido, ató su caballo a las ramas del ombú, se levantó las espuelas para que no sonasen las cadenillas y la estrella de los espigones al rodar por la yerba doblose el poncho sobre los hombros, desenvainó el puñal, y paseando la vista en torno suyo, encaminose paso a paso a la casa, que, como hemos dicho, quedaba a poca distancia del ombú.

Detúvose delante de una ventana baja, defendida por anchos barrotes de madera, y apoyado contra el muro, remedó por dos veces el lúgubre acento del aguará, pequeño animal de nuestros bosques, que solo de noche hace oír su voz, triste y melancólica, como la postrer plegaria de un moribundo.

Nadie respondió a esta señal; pero, en cambio, un oído muy atento habría percibido a intervalos el casi imperceptible ruido de un pasador de hierro que alguna mano muy trémula descorría: luego la ventana se fue abriendo poco a poco, y una mujer, bella como la esperanza, graciosa como la primera imagen de amor que cruza por la frente de un adolescente, asomó tímida y ruborosa su infantil cabeza, y con voz entrecortada y apenas inteligible, murmuró:

-Todavía no...

La ventana volvió a cerrarse lentamente, y trascurrieron dos horas mortales de angustia e incertidumbre para el desconocido. Por vez tercera, el doliente clamor del aguará fue a resonar en los oídos de la hermosa y a recordarle el cumplimiento de una promesa que acaso se olvidaba o se arrepentía de haber hecho.

Esta vez se abrió del todo la ventana, y se entabló a media voz el siguiente diálogo entre la dama y el galán:

-¡Valor alma mía!... Ha llegado el momento solemne...

-Todavía es temprano.

-No, que va a despuntar el alba.

La joven como si luchase con encontrados sentimientos, fijó irresoluta sus bellos ojos en los de su amante.

-Vamos, ¿qué dices? continuó este.

-¡Ay, tengo miedo!...

-¿Ahora te arrepientes? ¿Y de qué tienes miedo?

-No sé... pero me parece que no todos duermen... van a sorprendernos, Amaro; más vale que lo dejemos para mañana.

-¡Mañana! ¡Imposible, imposible! repitió el gaucho con acento sombrío; mañana vendrá tu padre a buscarte. Lia, es preciso que me sigas ahora mismo.

-Mira, repuso la niña medio turbada por el modo imperativo con que se le exigía una obediencia que no estaba acostumbrada a prestar a nadie: mira, no he podido ganar al esclavo que debía favorecer mi evasión, y...

-¡y bien!... exclamó Amaro, centelleándole los ojos de ira.

-No tengo por donde salir, contestó Lia humildemente, fascinada por aquella terrible mirada y dejando caer una lágrima sobre la mano de su amante, que tenía cogida entre las suyas.

-¿No es más que eso? preguntó este trocando en alegría su enojo; ¿si tuvieras por donde salir, me seguirías?...

-Sí, murmuró ella volviendo atrás la vista como para cerciorarse que nadie los observaba.

-¡Pues sal!

Al decir estas palabras apoyó el gaucho su hercúlea diestra, sobre un extremo de los barrotes de madera que hacían las veces de reja, y los clavos que lo sujetaban al marco saltaron cual menudas astillas.

Lia, más blanca que un cadáver, retrocedió al medio del aposento, y haciéndole una señal para que huyese, apagó la luz, e inmóvil, roto el aliento y desencajada la faz, esperó que se abriese la puerta que comunicaba a la habitación inmediata y acudiesen en tropel los que dormían en ella, despertados por aquel ruido extraño y alarmante en las altas horas de la noche.

Pero fuese efecto del letargo profundo en que yacían, o lo que parece más probable, que lo atribuyesen entre sueños a alguna ráfaga perdida del huracán que momentos antes se había desencadenado, nadie se levantó a inquirir su causa.

Después de algunos instantes, Lia, sacando fuerzas de flaqueza, se acercó de nuevo a la ventana, y tornó a suplicar a Amaro, que había permanecido tranquilo en su puesto, resuelto a partirle el corazón de una puñalada al primero que se acercase que difiriese su fuga hasta el día siguiente.

Sardónica risa resbaló por los delgados labios del gaucho; sus dientes rechinaron de rabia e indignación, y en vez de poner un beso de despedida, como solía, en la pura frente que su amada le presentaba, frenético la cogió bruscamente de un brazo, y con resuelta y amenazadora voz, le dijo:

-¡Me sigues ahora mismo, o te mato!

Lia vio resplandecer a dos pulgadas de su pecho la acerada hoja del puñal que hasta entonces Amaro había tenido oculto bajo el poncho, y acobarda y trémula, inclinose llorando sobre el hombro de su amante, que la cogió velozmente por la cintura, y la arrancó de su hogar con la misma facilidad el vendaval la hoja seca de una rosa.

Lia perdió el conocimiento.

El raptor llevola en brazos desmayada hasta el pie del ombú, montó con ella a caballo, partió a galope hacia el monte cercano, y a poco se perdió entre su lóbrego ramaje.


Capítulo II

Puñaladas


Al anochecer del siguiente día en que acaecieron los sucesos narrados en el capítulo anterior, se encaminaba el personaje, que por ahora conocemos con el nombre de Amaro, al vecino pueblo de Paysandú.

A una bala de cañón del pueblo, había, allá por los años de 1823, una pulpería, o lo que es lo mismo, un ventorrillo o taberna sui generis, donde se expendía detestable vino, aguardiente, miel, tortas, flores de maíz, tasajo ahumado y otros comestibles.

A pesar de la mala calidad de sus artículos de consumo, ninguna pulpería en todo el departamento gozaba de una popularidad tan envidiable. Allí se reunían por la mañana y al caer la tarde, a echar un trago, todos los gauchos de diez leguas a la redonda. Hablaban de las próximas carreras, hacían apuestas, se concertaban para una batida de tigres o de guanacos (venados), improvisaban los palladores (cantores) tocando la guitarra, y si había en la reunión algún forastero, se le obligaba a contar sus trabajos, fatigas y peregrinaciones por media América enterita, errante de pago en pago y de tapera (cala derribada en medio del campo) en galpón, perseguido por la tierra y por el cielo, pensando solo en sus aparceros y en su china (querida).

Con las indicaciones que hemos hecho sobre el carácter de los gauchos, fácil es suponer cuán frecuentes serían las disputas, y el resultado que tendrían. A la menor palabra indiscreta, a la menor alusión que lastimara su nimia susceptibilidad, los puñales salían a relucir y no volvían a la vaina sino teñidos con la sangre de uno de los contendientes. Los espectadores, tranquilos o impasibles, se levantaban de los cráneos de caballo que les servían de asiento, y formando un ancho círculo en torno de los dos combatientes, les dejaban acuchillarse a su sabor hasta que corría la sangre. Entonces se interponían y les obligaban a darse las manos, a menos que alguno hubiese muerto, lo que rara vez acontecía, porque existen ciertas reglas de nobleza entre aquella gente desalmada, que les veda matar a su contrario por causas triviales. Les basta únicamente con señalarlo, marcarlo en la jeta, como ellos dicen, para que aprenda en adelante, a que pingo echa el pial.

Amaro, que se dirigía al pueblo, tenía forzosamente que pasar por delante de la pulpería, en cuya tranquera se veían atados más de cuarenta caballos; tal vez estaba muy lejos a su pensamiento el detenerse, pero oyó al acercarse ciertas palabras de una conversación muy interesante para él; contuvo el galope de su alazán, escuchó un momento, y confirmándose en sus dudas, apeose, se caló el sombrero hasta las cejas, y entró en la pulpería.

La discusión versaba sobre el rapto verificado la noche antes. Un hombre de faz torva, cejijunto, de mirar oblicuo y voz áspera e imperativa, apoyado negligentemente sobre el mostrador, con un vaso de aguardiente en la mano y un enorme cigarro en la boca, se dirigía, medio ebrio y con aire de perdonavidas a un grupo que le rodeaba y parecía escucharle con marcadas muestras de deferencia.

-¡Ay juna! decía el valentón, a quien en vez de su nombre patronímico daban el de Enchalecador, aludiendo sin duda al oficio que desempeñaba en el ejército del célebre Artigas, caudillo americano, que acostumbraba a hacer coser a sus prisioneros españoles dentro de la piel de un novillo recién muerto, dejándoles solamente fuera la cabeza y exponiéndolos encima de una cuchilla a los ardientes rayos del sol, hasta que morían de hambre y de sed: suplicio atroz que el implacable guerrillero llamaba enchalecar, y a los que, lo practicaban enchalecadores:-¡Ay juna! decía el valentón: han de saber ustedes que anoche, ¡vive el diablo!... han robado de la Estancia de la Cruz alta, ¡vaya un lance! a aquella niña, ¡hide p!... que vino de Montevideo... ¡ja, ja, ja! hace tres meses, enferma... ¡crach!... a tomar las aguas del Uruguay...

-¿Y no se sabe quien ha sido el robador? preguntó una de los circunstantes.

-¡Ca! respondió otro, reforzando su exclamación con una doble interjección que la pluma se resiste a trazar.

-¡Pues sepa usted, so bruto, continuó el orador, que a mí nada se me escapa, ¡mal rayo! y ando a la pista de ese tunante morao, y ruin!

-¿Le conocéis acaso?...

-Sí, contestó el enchalecador; ¡buena alhaja! Y sé... ¡voto va! donde se oculta.

Al oír estas palabras, Amaro, que hacía dos minutos que había entrado y colocádose a su espalda en un grasiento banquillo con honores de mesa, se estremeció y perdió el color, no sabemos si de ira o de temor de verse descubierto.

-Vamos, aparcero, exclamaron algunos de los interlocutores; eso lo decís por alabaros. ¿Cómo en tan poco tiempo habéis podido averiguarlo?

-¿Cómo? ¡Bah! ¿Os habéis olvidado, sonsos, que yo tengo quien me lo cuente todo?

Los gauchos se miraron unos a otros con ojos espantados: el enchalecador tenía en la comarca fama de brujo, y más de una vieja aseguraba haberle visto en las altas horas de la noche hablando con el diablo en la puerta del cementerio.

Demás está decir que él, como todos los embaucadores de profesión, sabía explotar hábilmente esta creencia popular, a la que prestaba todos los visos de la realidad la manera cómo se manejaba para saber los sucesos antes que nadie; lo cual, a fuerza de repetir una y otra vez, había impresionado de tal modo la imaginación crédula y supersticiosa de sus iguales, que no había uno solo que no le tuviese por adivino y hechicero.

-Sí, debe saberlo, murmuró uno de ellos al oído de su compañero; tiene pacto con el diablo.

-Pues harías bien en contárnoslo, dijo este último en voz alta; así nos proporcionaréis ocasión de ganar la magnífica recompensa que ha ofrecido el comandante de Paysandú, que según parece es pariente de la pueblera, al que descubra su paradero, porque en cuanto al raptor, se ignora todavía quién es.

-¡Oigalé! Eso es lo que tú quisieras, ñandú, para engordar a mis costillas, ¡ay mi cielo! tienes todavía la leche sobre los labios para engañar, ¡tararira rira rira! a un reyuno tan maestrazo como yo...

-Pero, en fin, repuso otro, decinos al menos el nombre del robador.

-Así como así, continuó el interpelado, presentando el vaso al pulpero para que se lo de aguardiente llenase por la décima o duodécima vez, poco importa, ¡Satanás! que os lo diga, porque ninguno de vosotros, ¡quia! es capaz de atravesar el caballo para cortarle el paso si le encontrase en su camino... ¡Pafs!

-¿Pues quién es? preguntaron todos llenos de admiración.

-¿No recordáis aquel alarife, ¡buen mandria! que vino, ¡puñalaa!... de... de... ¿qué sé yo?... ¡de los infiernos!... Naide sabe qué burro lo ha pario, diantre, ni qué viento lo trajo por acá!...

-¿Calibar?... exclamaron todos con vivísimo interés, que al punto se trocó e. manifiesta incredulidad: ¡eh! no puede ser, hace más de quince días que partió para la Rioja.

Calibar no era otro que Amaro; ya explicaremos en lugar oportuno su verdadero nombre y el origen de la creencia de que no se hallaba entonces en Paysandú.

-¡Ira de Dios! gritó el perdonavidas, descargando un fiero puñetazo sobre el mostrador, echando mano al puñal y sacudiendo su cerdosa y encrespada cabellera: ¡repito que ha sido él, Calibar, ¡traidorazo!... el robador de esa hembra! ¡Yo, yo le he visto, mal rayo!... yo le he visto con estos ojos que se han de comer la tierra..., ¡ach! ¿Y quién es el quiebra que se atreve a dudar de la veracidad de mis palabras?...

-¡Yo! contestó a su espalda una voz varonil y resuelta.

Volviose rápidamente el enchalecador cual autómata tocado por un invisible resorte, y se encontró solo, frente a frente con el personaje que acababa de nombrar, porque sus demás compañeros retrocedieron a una prudente distancia apenas, le vieron apoyar la mano sobre el pomo de su montante.

Amaro se había echado atrás el sombrero, y sus negras pupilas, brillantes como dos brasas encendidas, chispeaban con el resplandor rojizo y fascinante de los ojos del surucucú; un ligero temblor nervioso hacía vacilar su mano y entreabría sus labios como para dejar salir el aliento de fuego que se escapaba de sus pulmones abrasados, y a una palidez mortal sucedíase alternativamente el carmín de la ira, que coloreaba su tez morena, y derramaba un barniz satánico sobre su imponente y avasalladora fisonomía...

Solo el enchalecador, entre todos los que allí estaban, le miró con rostro sereno, y acabando tranquilamente de apurar su vaso, le puso con mucha flema sobre el mostrador, añadiendo en seguida con la misma calma:

-Voy a matarte.

-Lo mismo iba a decirte, respondió Amaro con insultante menosprecio; veamos si eres tan valiente en obras como en palabras, defiéndete bien, porque es preciso que uno de los dos no salga de aquí sino para ir al campo santo.

Ambos contrarios se sacaron el poncho y se lo arrollaron en el brazo izquierdo; las dos puntas de sus pies se tocaron, y al mismo tiempo brillaron en el aire como dos relámpagos, describiendo círculos y espirales, dos largas hojas de acero tan afiladas como navajas de afeitar.

Diestros ambos, y animados por el mismo ardiente deseo de exterminarse, engendrado en el matón por la envidia y mengua que empezó a sufrir su fama de valiente desde la llegada de su rival, y en éste por la necesidad de enterrar en la tumba su secreto, puesto que por su desgracia aquel hombre había llegado a sorprenderlo, lucharon por espacio de media hora con igual maestría y fortuna. En vano era inclinarse, amagar al brazo y tirar al pecho, hacer falsos ataques a un punto reiteradas veces, y caer de repente sobre otro con la velocidad del rayo; en vano clavar una rodilla en tierra para herir al contrario por debajo, o retroceder intencionalmente, girar como una rueda, serpear como un buscapié, cambiar a cada momento de posición como una ardilla... ¡en vano!... En vano dejar correr el puñal a lo largo de la hoja buscando los dedos o la muñeca. En vano asestarse sin parar quince o veinte golpes seguidos para fatigar la vista del contrario, y deslumbrarlo en las rápidas evoluciones del acero más veloz que el pensamiento... ¡todo era inútil!... Siempre el hierro rechazaba al hierro, despidiendo azuladas chispas, siempre el poncho recibía el golpe mortal, y el tajo no llegaba a la piel, gracias a la celeridad y presencia de ánimo de los combatientes. Parecía que tenían una armadura oculta, o que una mano invisible, en el momento crítico, desviaba las certeras y al parecer inevitables puñaladas que uno y otro se dirigían...

Una circunstancia casual vino a decidir la lucha cuando menos se esperaba, ya por el igual valor y destreza de los gauchos, ya por la llegada de varios celadores que acudieron del pueblo, prevenidos sin duda por alguno: la hoja del puñal del enchalecador saltó en el mismo instante que Amaro le asestaba un golpe al corazón; el desgraciado arrojó el mango de su arma inutilizada, y se llevó las dos manos juntas al pecho como para resguardarse, pero el hierro de su enemigo iba dirigido con tal fuerza, que le atravesó ambas palmas y asomó por la espalda. -¡Me ha muerto! ¡Voto al!... fueron las únicas palabras que pronunció al caer sin vida, partido el corazón en dos pedazos.

Amaro, blandiendo el puñal ensangrentado, tendió la vista en torno suyo, y divisó a los celadores que, defendían la puerta con sus sables desenvainados.

-¡Dese preso el asesino! dijo el sargento tendiendo su espada a la altura de su pecho, y haciendo seña a los que allí se encontraban para que lo sujetasen por detrás.

Los gauchos se alzaron de hombros, y ninguno se movió. Aun cuando hubiera sido su padre o su hermano el muerto, muerto lealmente, según sus reglas, no habrían prestado su apoyo a la justicia para prender al matador.

-¡Paso! gritó Amaro, atropellando audazmente al sargento, e hiriéndole en la cara, lo mismo a un soldado que tuvo la imprudencia o el arrojo de cogerle por el cuello del poncho; ¡paso, canalla imbécil!

Y mientras se rehacían los agentes de protección y seguridad pública a la voz del sargento, avergonzados de retroceder ante un hombre solo, cortaba él las riendas a su caballo, no teniendo tiempo para desatarlas, montaba y partía a escape con dirección al río.

A poco resonó en sus oídos el rumor de la tropa que galopaba tras él.

El fugitivo se encontraba en el declive de una cuchilla, y pasaba junto a unos espesos sarandíes y guayacanes que se extendían a lo largo del camino.

La luna no había asomado aun.

Picó espuelas a su cabalgadura, y al pasar junto a los árboles, sin pararse, se agarró con las manos y encaramose en las ramas de uno de ellos, descargando con los pies un golpe en las ancas de su potro, y gritándole con voz vibrante ¡jahá! ¡jahá! palabra guaraní, que significa ¡vamos! ¡vamos! y cuya importancia en la presente ocasión comprendió el inteligente animal a las mil maravillas, porqué redobló su carrera y se perdió muy pronto de vista.

Diez minutos después vio Amaro desde las ramas del guayacán, cruzar a los ocho soldados que iban en su persecución.

-Bien, se dijo, bajándose del árbol, y tomando una senda extraviada, que conducía a la villa; mientras ellos persiguen a mi caballo creyendo que yo voy encima tengo tiempo de sobra para llegar al pueblo y hablar con el Sr. de Abreu, ya que es indispensable que sea esta noche, porque mañana y en estos días estarán ya en acecho los esbirros y me atraparían sin remedio. En cuanto a mi caballo nada tengo que temer, está aquerenciado y es parejero, con lo que quería significar que en cualquier parte que soltase su cordel, aunque fuese a doscientas leguas de distancia, se volvería al paraje donde se había criado o cobrado afición con el trascurso de los años, lo que ejecutaría en menos tiempo que otro cualquiera, por ser parejero, es decir, adiestrado desde pequeño a la carrera y acostumbrado a salvar grandes distancias en pocos minutos.

Embebido en tales ideas, llegó al pueblo a las nueve de la noche, y entró por la parte opuesta al sitio de la catástrofe. Oyó por las calles hablar del suceso, y ni siquiera se le ocurrió la idea de retroceder. Detúvose en la plaza, y llamó a una soberbia casa cuya fachada indicaba la riqueza de su dueño.

Allí residía el acaudalado propietario y comerciante brasileño, D. Nereo Abreu de Itapeby, el cual no bien supo su venida, abandonó al punto su escogida tertulia compuesta de las primeras personas del pueblo por su posición política y fortuna, para encerrarse con él en su gabinete, con él, oscuro y humilde gaucho, cuya vida era un misterio y que en el corto espacio de veinticuatro horas había robado una mujer contra su voluntad y muerto a un hombre.

¿Qué vínculos podían unir a estos dos seres, colocados el uno en la primera y el otro en la última grada de la escala social?... Francamente, este capítulo es ya muy extenso, y solo podremos aclarar tus dudas, lector carísimo, en el siguiente, cuyo título estamos seguros te agradaría muchísimo ver en tu poder de otro modo que en letras de molde, como, por ejemplo convertido en buenas doblas mejicanas o en billetes del banco de San Fernando, magüer sufriesen estos un descuento de veinte por ciento, como sucedió en el año de gracia de 1848.


Capítulo III

¡¡¡Cien mil patacones!!!


En un espacioso gabinete, alhajado con exquisita elegancia, tendido muellemente en una cómoda butaca el Sr. de Abreu, y a poca distancia Amaro, sentado con las piernas cruzadas, como los turcos, sobre una magnífica piel de jaguar prepáranse a interrogarse mutuamente, previos los cumplimientos y frases de costumbre entre antiguos amigos que no se han visto en algunos años.

La postura del opulento brasileño revelaba la indolencia habitual de los ricos, y característica de los que habitan en aquel hermoso pedazo del Edén americano, que riega el Amazonas y fecundiza el sol de los trópicos; y la del gaucho, la insolente arrogancia del bárbaro que desprecia las comodidades y el lujo de la civilización, y que no sacrifica sus hábitos ni aun en el seno de otra sociedad diversa de la suya.

Y sin embargo, a pesar de esta circunstancia, que parecía marcar el origen de cada uno y establecer entre ellosdiferencias radicales, la persona menos fisonomista, a poco que se fijase, habría notado en su semblante rasgos marcadísimos que estaban indicando ocultas y misteriosas afinidades.

Diferenciábanse únicamente en la estatura, en la edad, en la manera de expresarse; el brasilero era más joven y delicado: los áridos vientos del Norte no habían calcinado su rostro ni desarrollado su enfermiza complexión largos viajes a caballo, luengos días y menguadas noches pasadas en vela y a la intemperie, y a veces los rudos aunque cortos trabajos de una Estancia; pero su fisonomía, fuese efecto de la casualidad o de otro motivo que todavía ignorarnos, sin tener la misma expresión altiva y amenazadora que la de Amaro, vista aisladamente, y salvo las modificaciones producidas en la de aquel por las causas mencionadas, ofrecía tantas semejanzas con la del gaucho, que cualquiera los hubiera creído hermanos, o cuando menos parientes.

El comerciante sacó una petaca de esa finísima paja llamada jipi-japa que con tan singular destreza tejen los peruanos y chilenos, y ofreció un habano a su compañeros.

Amaro cogió tres; encendió uno, y puso los restantes a su lado, para irlos tomando a medida que se le concluyese el que tenía en la boca.

-Ante todas cosas, Amaro, dijo D. Nereo dando principio a la conversación, quiero que me expliques qué diablos has hecho en Minas para andar oculto y con otro nombre, y porque no has venido a verme cuando hace más de un mes que estoy aquí, y cuando te necesitaba y podías prestarme un señalado servicio.

-Señor, contestó Amaro: la razón de haber salido de Minas es muy sencilla: vuestros compatriotas, como no ignoráis, hace tiempo que se han apoderado de nuestro territorio, y como tengo enemigos muy poderosos desde aquel desgraciado asunto del que me salvó vuestro tío, el Sr. de Niser, el nuevo comandante me ha perseguido a instigación suya, y...

-Te ha parecido conveniente tomar las de villadiego y con un nombre supuesto buscar refugio en otra provincia donde no te conociesen?...

-No me quedaba otro recurso, estoy calificado de montonero, y ya sabéis cuán inexorables son vuestros paisanos con los que no se pliegan a su dominación.

-¿Acaso formarías tu parte de la gavilla de ese demonio a quien llaman Caramurú, de ese gaucho, mestizo, mulato o indio, que tan implacable odio nos ha jurado, y que según dicen ha sido últimamente muerto en una celada con todos los suyos en el departamento de Tacuarembó, teatro de sus crímenes?

-Caramurú no ha muerto, Sr. D. Nereo, respondió el gaucho con aspecto sombrío: la traición ha podido arrojarle de aquel Departamento; pero a Dios gracias vive todavía, y mientras él viva siempre tendrán vuestros compatriotas quien les dispute su presa: ¡está resuelto a hacerles una guerra de exterminio hasta morir.

-Veo que eres su amigo, repuso el comerciante, disgustado de semejante respuesta, y en verdad, lo siento, Amaro, porque si te echan el guante, nadie en la tierra podrá salvarte del anatema que pesa sobre todos los que siguen sus banderas...

-Sea en buen hora, añadió el gaucho con arrogancia; ¡moriremos si Dios así lo quiere; pero moriremos libres! ¡No hemos arrojado a los godos, para dejar que los portugueses ni nadie venga a esclavizarnos otra vez!

Conviene advertir que por aquella época, en 1816, el gobierno portugués, al cual estaba el Brasil sujeto entonces a pretexto de sostener los derechos de Fernando VII, e impedir que la propaganda revolucionaria penetrase en sus colonias, pero en realidad, con el plausible objeto de apoderarse del territorio comprendido entre las cabeceras del Cuarehim, el Atlántico y la margen izquierda del Plata, que hoy forma la República Oriental del Uruguay, había invadido nuestras fronteras con un ejército que se apoderó en breve de todo el país. Divididos y extenuados los patriotas, es decir, los jefes americanos que habían arrojado a los españoles, encontráronse impotentes para resistirles en batallas campales, y se organizaron en guerrillas, haciendo cada uno por su cuenta y riesgo la guerra de montonera, llamada así, porque sus fuerzas se componían de pequeñas divisiones de caballería, sin disciplina, sin armas casi, sin sueldo ni retribución de ninguna clase, formadas en un día para disolverse al siguiente, y sin más ley que la voluntad del caudillo que las regía.

El gobierno portugués y más tarde el Brasilero emplearon inútilmente para exterminarlas cuantos medios estaban a su alcance: la persecución, el soborno, la intriga, la traición... los gauchos, cuyos instintos bélicos e ingénito amor a la independencia había despertado la lucha con la madre patria, seguían espontáneamente al primero que se levantaba contra los rabudos, como calificaban a los lusitanos victoriosos; y estos, en justa represalia, fusilaban en el acto y sin forma de proceso a cuantos montoneros caían en sus manos.

Se ve por esta ligera explicación cuán poderosas razones asistían a Amaro para haber emigrado del teatro, de sus hazañas, no a causa del desgraciado asunto de que nos ocuparemos a su debido tiempo, sino porque él, aparentando ser un simple partidario del célebre montonero, era nada menos que el mismo Caramurú, cuya biografía había hecho en pocas palabras el Sr. de Itapeby.

El motivo de no conocerle este por ese nombre, a pesar de ser antiguos amigos, consistía en que se lo habían dado posteriormente los invasores al comenzar la lucha, a consecuencia de muchas y horrorosas crueldades que le atribuyeron, y que él aceptó por suyas sin haberlas cometido, lo mismo que el odioso epíteto con que le calificaban, y que no podía simbolizar mejor la guerra de exterminio que se propuso hacerles desde un principio, pues Caramurú significa el hombre de la cara de fuego, o lo que es lo mismo, Satanás, y tuvo origen en uno de los caudillos lusitanos en los primeros tiempos de la conquista del Brasil, a quien por sus inauditos crímenes dieron los indígenas ese nombre.

Retirado en el departamento de Paysandú, donde nadie, a excepción de Abreu, le conocía personalmente, los bosques que se extienden a lo largo del Uruguay le ofrecieron un asilo impenetrable; estaba acostumbrado a vivir en las selvas, y únicamente salía de ellas para asistir a las carreras, a las trillas a las gerras, a las festividades religiosas de los pueblos, o par reunirse en las pulperías con sus iguales...

-Y ahora, ¿qué piensas hacer? le preguntó el comerciante, ya enterado de los graves motivos que le obligaran a alejarse de Minas, o mejor dicho de Tacuarembó.

-Ahora pienso irme a Catamarca pero necesito dinero, y por eso se me ha ocurrido haceros esta visita.

¡A Catamarca!... ¡Diablo!... exclamó apresuradamente el Sr. de Itapeby incorporándose en su muelle asiento; hombre, ¿estás loco? ¿No te he dicho que ahora te necesito?...

Señor, respondió Amaro con la gravedad de un hombre que no acostumbra repetir dos veces las cosas: ya os he manifestado que tengo que irme, y me iré...

-¿Pero por qué?

-Porque he muerto a un hombre.

El comerciante se levantó del sillón, y dio dos vueltas por el gabinete:-¡Amaro, Amaro! exclamó paseándose cada vez más agitado; ¡ya van dos con esta! Acuérdate de lo que tuvimos que trabajar mi tío y yo para salvarte la vez primera...

-¿Qué queréis? repuso el gaucho con la misma indiferencia que si se tratase de enlazar un potro salvaje, o de otra cosa insignificante. Ese hombre me espiaba hace días, y llegó a sorprender un secreto que nadie me arrancará sino con la vida; ¡era preciso que él o yo dejase de existir! Le he muerto lealmente y cara a cara... No tiene de qué quejarse.

-Lo mismo decías del otro: le he muerto cara a cara... ¡Insensato! ¿No temes que la espada de la justicia caiga al fin sobre ti?

-¡Tal día hizo un año! respondió Amaro con desdén, atusándose los bigotes y haciendo girar sobre la piel de jaguar la estrella de sus grandes espuelas de plata.

-¡Y ahora que tanta falta me hacía! continuó Abreu hablando para sí y juntando manos en señal de profunda tristeza.

Pues hablad, con mil... santos! contestó el gaucho.

D. Nereo, por toda repuesta, volvió a arrellenarse en su cómodo sillón, y permaneció algunos minutos abismado en sus reflexiones. Su huésped inclinó a un lado la cabeza, apoyó en el muslo el codo, y la sien en la palma de la mano; bostezó dos o tres veces, y para despertar de su meditación, que ya empezaba a fastidiarle, a su protector, amigo o lo que fuese, se puso a silbar, imitando el silbido suave y armonioso de los monos cuando llaman a sus hijuelos.

El comerciante, que sin duda estaba acostumbrado a sus extravagancias, comprendió lo que significaba aquel extraño modo de traerle a la cuestión.

-Ya es inútil todo, murmuró: ¿cuánto necesitas para tu viaje?

-Una letra de diez mil pesos, pagadera a la vista.

-¿Qué dices? preguntó D. Nereo creyendo no haber oído bien.

-Una letra de diez mil pesos, pagadera a la vista, repitió el demandante acentuando las palabras.

El comerciante le contempló fijamente, un buen rato juzgando que se burlaba; pero sus ojos tropezaron con la mirada fría y desdeñosa del gaucho, y conoció que hablaba de veras.

-Es mucho dinero, no puedo dártelo, contestó con timidez.

-Ved, señor, que os lo pagaré, dijo Amaro poniéndose de pie y con un metal de voz en el que iba envuelta una terrible amenaza.

Abreu vaciló.

-Vamos, ¿me los prestáis, o no? preguntó el amante de Lia acariciando el pomo de su puñal.

-Hombre, si... yo quisiera servirte... Ya ves... pero ¡qué diablo!... Tengo una apuesta de cien mil patacones, y aunque yo no pago sino la mitad, es indudable que la perderemos... Mas... está empeñada la palabra... y un hidalgo, el hijo del noble conde de Itapeby, no se desdice jamás... replicó D. Nereo con voz entrecortada, por el miedo, casi tartamudeando.

-Sí, he oído hablar de eso, y tenéis razón, murmuró Amaro: este año, como el pasado, perderéis vuestros vintenes tontamente.

-Detesto a ese orgulloso estanciero, por lo mismo que la suerte le favorece tanto. ¡Todas las carreras Me las gana!... Nadie ha podido sacar la oreja hasta ahora a su renombrado Atahualpa. No sé qué daría para humillar su orgullosa fatuidad. Mira, yo te aguardaba en esta ocasión con ansia, para que me hicieses un favor en cambio de los muchos que te he prodigado en otro tiempo...

Hablad, señor, repuso fríamente el gaucho previendo lo que iba a decirle.

-Si tú quieres, podemos ganar la carrera.

-¡Imposible! Vuestro parejero es muy inferior al contrario.

-Pero...

El hijo del noble conde se detuvo con cierto embarazo e indecisión, que hicieron asomar a los labios de Amaro su habitual irónica sonrisa.

-¿Pero qué?

-Pero si quieres, tú, que eres el primer jinete del Río de la Plata, tú que sabes todos los ardiles que en ocasiones semejantes deciden la victoria a favor no del mejor parejero, sino del mejor corredor, tú podrías fácilmente calzarle...

-¡Eh! exclamó Amaro interrumpiéndole entre ofendido e indignado; yo sé matar, ¡pero no sé robar!. Eso es una estafa infame, y me admira que siendo tan rico como sois, y conociéndome como me conocéis, me la propongáis.

No era fingido el enojo del gaucho: esta acción se mira entro ellos como una de esas raterías bajas y mezquinas que en la sociedad deshonran y llenan para siempre de ignominia al que las ejecuta. Explicaremos lo que significa.

Nuestros parejeros corren cuando van juntos, echándose el uno sobre el otro; el jinete que obra de mala fe, y tiene la destreza suficiente para hacerlo sin que lo noten, mete una de sus piernas en los encuentros del corcel de su contrario, y al llegar cerca de la meta, vuelve el pie y le golpea con el talón en el costado o en los encuentros, y mientras el animal, al sentir el golpe, se aparta a un lado, se encalabrina o retrocede, él pisa triunfante la raya, señalada por los jueces como término de la carrera.

La circunstancia de galopar juntos, la facilidad de esconder la pierna entre los pliegues del chiripá, y sobre todo, la habilidad del corredor en el momento decisivo, hacen poco menos que imposible el justificar luego si ha habido calzada o no.

Solo el amor propio humillado, el odio y la envidia; amor propio, odio o envidia que no se comprenderán sino recordando lo que sufren las personas dominadas por una manía cuando se ven imposibilitadas de satisfacerla, pueden explicar el proceder tan poco digno de un hombre como Abreu, heredero, aunque segundón, de un apellido ilustre y de una fortuna colosal.

-De todos modos, continuó éste, deseando dar otro giro a la conversación, vista la negativa terminante de su protegido; es una necedad que hablemos de eso.

-¡Y tanto!...

-Necedad, y más que necedad, porque aunque tú quisieras, no podrías asistir a las carreras.

-¿Quién os ha dicho eso? preguntó el gaucho en tono de burla, inclinando a un lado la cabeza, y jugando con la botonadura de plata de su poncho.

-Sería una locura, añadió el comerciante con hipócrita recelo, venir tú mismo a ponerte en manos de tus enemigos.

-Vaya, hagamos un convenio, respondió Amaro sonriéndose; puesto que tenéis perdidos los cien mil patacones, ofrecedme, o más bien firmadme, ahora mismo un documento que importe el valor de esa suma, y me comprometo a haceros ganar la carrera legalmente, como Dios y nuestros estatutos mandan.

El comerciante se sonrió a su vez; creía que el gaucho trataba de burlarse de él.

-Eso es imposible, dijo, después de reflexionar un instante; no hay en todas estas provincias un caballo capaz de competir con el de mi adversario.

Amaro, con aquel acento irresistible, e imperativo ante al cual se humillaba todo, contestó con lacónica aspereza:

-Hay uno, Uno solamente.

Aquel hombre fascinaba, la incredulidad de Abreu, se desvaneció al punto.

-En efecto, murmuró golpeándose la frente y evocando confusamente sus recuerdos; he oído hablar de un parejero muy superior a Atahualpa... según dicen; -pero pertenece a los indios... no sé a qué tribu... ¡Ah! sí... ya recuerdo... a la de los Tapes.

-No; os es infiel la memoria, o estáis mal informado, Sr. de Itapeby, dijo el gaucho gravemente; pertenece a otra tribu aun más feroz que esa.

-Entonces, repuso D. Nereo con doble amargura que antes, tú te burlas. Por valiente que seas, sería más que insensatez ir tú solo a sacarlo de manos de esos caribes.

-¿Me daréis los cien mil patacones?

-¡Dios eterno, Dios eterno! exclamó el comerciante asombrado; ¡sería capaz de dejarse matar antes que recoger una palabra indiscreta!

-Vamos. ¿os decidís? Si o no, repitió Amaro impaciente.

-Pero...

-No hay pero.

-Te matarán...

-Eso no es cuenta vuestra.

-Hombre...

-Por última vez, Sr. de Itapeby: ¿sí o no?

-¡Sí!

-Bien: desde hoy podéis doblar la parada sin miedo: el triunfo es vuestro, a menos que yo... me quede por allá, lo que no será muy difícil, refunfuñó Amaro entre dientes.

El comerciante no cabía en sí de gozo:

-Te juro, bajo mi palabra de honor, exclamó, que si ganamos la carrera, son tuyos los cien mil patacones de mis contrarios.

-¿Y vuestro socio?

-Mi socio fiará lo que yo le diga.

-Firmadme, pues, el documento...

-¡Oh, eso no!...Te entregaré el valor de la apuesta en el mismo momento que los jueces declaren la derrota de Atahualpa.

-Basta: dentro de ocho días estaré de vuelta; voy a traeros el único parejero de estas provincias capaz de proporcionaros el triunfo que anheláis; pero si después de conseguirlo os olvidáis de vuestra promesa...

Los ojos del gaucho se animaron con un resplandor sombrío, y un relámpago de cólera desprendiéndose de sus negros párpados, cruzó por sus enarcadas cejas y dilató su espaciosa frente.

El brasileño retrocedió preguntándole con voz temblorosa:

-¿Qué me harías?

Nada, contestó Amaro sacando el puñal, y con un leve tajo haciéndose una cruz en la yema del dedo pulgar de la mano derecha, cruz sangrienta que besó, uniendo el índex con el dedo herido: nada, os mataré donde quiera que os encuentre, de noche o de día, dormido o despierto, en la ciudad o en el campo, solo o acompañado. Ahora vengan esos cinco.

Tendiole el comerciante su trémula mano más pálido que la vera, escapándosele un ¡ay! sofocado, al sentir crujir sus huesos entre los férreos dedos de su pacífico amigo.

-Hacedme ensillar vuestro mejor caballo, y por lo pronto facilitadme veinte gateadas, añadió Amaro preparándose a partir.

Abreu, pensativo y silencioso, salió, y a poco volvió con un cartucho de oro en la mano, y se lo entregó diciéndole:

-El caballo te espera en la puerta falsa del jardín.

-Gracias, contestó el futuro vencedor de Atahualpa echando el dinero en uno de los bolsillos de su tirador de piel de gamuza, y encendiendo el tercer habano.

-Adiós, dijo por despedida; cien mil patacones, ¿eh?

-¡Cien mil patacones! repitió maquinalmente el Sr. de Itapeby, todavía azorado por el extraño juramento y la aterradora amenaza del feroz gaucho.


Capítulo IV

Lia Niser


Tiempo es ya de que informemos a nuestros lectores de la joven robada, y de las relaciones que mediaban entro ella y su raptor.

Lia era hija de un rico y distinguido abogado oriental, y había nacido y educádose en Montevideo, en aquella hermosa ciudad que se levanta en la ribera izquierda del Plata, como un mburucuyá silvestre a la clara margen de un riachuelo.

Rayando apenas en esa edad, dichosa en que la infancia se confunde con la pubertad, y la fisonomía refleja la candidez del adolescente y los hechizos de la mujer, su belleza a los trece años, sin haberse desarrollado del todo, producía esa magnética influencia, ese vago e indefinible embeleso que atrae las miradas de los hombres y les obliga a volver involuntariamente la cabeza, si pasa por delante de ellos, para seguirla con la vista como a una aparición ideal, como al trasunto de la mujer que se han forjado en sus ensueños de amor y de poesía.

Imposible nos sería decir a punto fijo en qué consistía este prestigio, prestigio que se escapaba al ojo más perspicaz al querer analizarlo, semejante a un fluido inmaterial. No se limitaba a una parte determinada de su físico o de su alma; estaba derramado en todo su ser; lo mismo en su cutis sonrosado y trasparente, aunque moreno, que en sus ojos pardos, expresivos y voluptuosos, como en su aéreo talle más flexible que las ramas del sarandí, lo mismo en su reluciente cabello, sedoso, negro y ondeado, en sus manos tornátiles y reducidos pies dignos del cincel de Phidias, como en su boca de ángel que semejaba el temprano capullo de una rosa, entreabierto con el rocío de la noche y esponjándose con los primeros rayos del sol.

¿Y qué diremos de la gracia inimitable de su andar voluptuoso y reposado? ¿Qué del timbre argentino de su voz armónica que se insinuaba en el alma y la hacía estremecerse de gozo y de embriaguez. ¿Qué de la expresión purísima y al par seductora de su mirada infantil, que si evocaba algún recuerdo amoroso alejaba de la mente todo pensamiento mundano, toda idea que tendiese a despojarla de su aureola divina?

Ángel en forma de mujer, al verla en el mes de abril cruzar los sábados a la tarde por la magnífica calle, que hoy llaman Veinticinco de mayo, vestida de celeste y blanco, dulces colores de nuestra bandera, para dirigirse a la quinta de las Albacas, y volver con las primeras sombras del crepúsculo, deshojando por el camino los ramilletes de preciosas flores con que la habían abrumado sus numerosos adoradores, al verla subir y bajar por las pintorescas serrezuelas y quebradas que rodean a la ciudad, cualquiera hubiera creído, no que hollaba la tierra con su planta, sino que flotaba en el aire y se remontaba al cielo.

No era su belleza lo que más encantaba, no. Envolvíala una nube de idealismo, un perfume de castidad, suavísimo como el hálito aromado que se escapaba de sus labios de clavel, puro como el carmín de sus mejillas, más tersas que la piel del armiño o las hojas del jacarandá.

Su familia, los amigos de su casa, y hasta los extraños, la idolatraban. Su padre especialmente, que había visto morir uno tras otro a todos sus demás hijos, la quería con una especie de delirio. Los menores deseos de Lia eran para él órdenes que ejecutaba antes que los expresase; y acaso por esta circunstancia, su madre, injusta en demasía como suelen ser algunas madres, por espíritu de contradicción o envidia, nutría contra su hija sino resentimientos de severidad, que no bastaban a respirar el respeto, el cariño y las continuas demostraciones de aprecio que la prodigaba ella.

Pero aunque D. Carlos Niser amase tanto a su hija, no por eso dejaba siempre de plegarse en último resultado a las caprichosas exigencias y al despotismo de su esposa. El buen anciano tenía un carácter harto débil, y la Sra. Petra, su consorte, era un demonio con faldas. Fea, murmuradora, intrigante, irascible, taimada, envidiosa, vengativa y maniática.

Lia tenía una afición loca por los bailes, y su madre la llevaba a todos. En vano trataba de oponerse D. Carlos, manifestando que su salud y delicada complexión no podían soportar aquellas continuas noches de cansancio y locura. La colmilluda señora se reía con una risa especial suya, propia, característica, y le contestaba que no fuese aprensivo y necio, que se marchase a ojear sus mamotretos, a embrollar y a volver blanco lo negro, como buen abogado, y la dejase en paz, porque ella sabía demasiado bien lo que convenía a su queridita niña.

No es creíble que esta excelente señora llevase su perversidad hasta el extremo de allanar a su hija el camino de la muerte; pero sí estamos autorizados para pensar que su loca pasión al juego la cegaba, y deseosa de satisfacerla, acudía con ansia a todas partes, llevando consigo a Lia, más que por complacerla, por vanidad y por tener un pretexto que la disculpase a los ojos de su marido, que por hábito e ideas no asistía a ninguna tertulia y abominaba el juego.

Los temores del anciano no eran infundados. Lia, en cuyas venas corría la sangre andaluza mezclada con la americana, se moría por el baile, y como todas las criollas, era insaciable, y siempre estaba pronta a tender su preciosa mano al primer pisaverde que se le acercaba. Joven, hermosa, instruida, con natural ingenio, de carácter festivo y benévolo, rica y única heredera... ¿la dejarían alguna vez consumirse de tedio solitaria y olvidada en su silla?

¡Nunca! porque ella sabía todos los bailes antiguos y modernos, y los bailaba con una particular. En la sociedad escogida, contradanza, rigodones, gavotas, minuets, valses: en los de menos etiqueta o mejor dicho en los muy íntimos, entre sus deudos, o amigas por extravagancia, boleras, cielitos, mediacañas, y algunos otros inventados por el genio alegre de los americanos de todas las zonas aficionados a solazarse con amenos ejercicios corporales más de lo que sería conveniente.

Agradábanle sobre todo a Lia las boleras y el vals, y era digno de verse y admirarse su gracia y perfección en una y otra danza.

El erguido coronilla, de nuestros valles no inclina con más languidez su enhiesto tallo, el tímido caycobé no se repliega y esconde más pronto sus hojas al sentir el roce de una mano extraña, ni la serpiente de cascabel, persiguiendo al escuerzo, que se le escapa entre los raquíticos arbustos y tupida maleza de los pantanos, ondea, salta, vaga y gira con más velocidad; ni el indolente quetzal, en cuyas plumas se reflejan los colores del iris, entreabre sus alas con más abandono y se deja caer muellemente sobre la copa de los tamarindos en flor, como Lia resbalando sobre la alfombra, semejante a una ondina.

Entre el turbio vapor de ancha laguna.

Entonces no era la virgen pudorosa e inocente; era la amorosa odalisca, la ardiente bayadera del Indo, sedienta de placer, ebria de voluptuosidad y delirio. Sus bellos ojos, ora se cerraban a medias, ora se animaban de repente lanzando vívidos destellos; su pecho se levantaba y bajaba acelerado, se entreabrían sus labios purpúreos cual si mendigasen un ósculo de amor, y sus brazos, siguiendo las rápidas ondulaciones de su cuerpo, parecían invitar a algún amante invisible a arrojarse en ellos... hasta que rendida por la fatiga, trémula y palpitante, se detenía al estruendo de los aplausos en medio del salón, inclinando la frente con encantadora modestia, y se encaminaba paso a paso a su asiento sin alzar la cabeza, fingiendo no apercibirse del murmullo de admiración, de los elogios y de los bravos que resonaban a su alrededor.

Esa famosa bailarina a quien el público de Madrid tributa hoy tan espléndidas y merecidas ovaciones en el teatro de la Cruz; esa sílfide andaluza, que apenas aparece arranca tan estrepitosos aplausos y provoca con su gracia inimitable tan férvidas y espontáneas demostraciones de entusiasmo; la ideal, la bella, la encantadora Nena no es acogida por sus admiradores con más delirio y alborozo que Lia por la numerosa y escogida concurrencia que se agolpaba en torno de ella no bien se presentaba en cualquier reunión, suplicándola que la embelesase con alguno de sus bailes favoritos, en cambio de las flores y guirnaldas que llevaban de antemano para tapizar la alfombra donde estampase sus alados pies.

Triunfos eran estos que debían halagar el amor propio de la mujer menos vanidosa, y sin embargo, Lia no lo era. Más que los aplausos de los hombres, buscaba un desahogo a su naturaleza ardiente, ávida de transportes, amiga del bullicio y del movimiento. Cándida paloma del Edén, peregrino en la tierra, que devoraba el espacio con la vista, y recordando sus perdidos jardines, necesitaba, para poder vivir en nuestro mundo prosaico animación, luz, aromas y armonías.

Pero está escrito que todo placer esconde en sí un germen de dolor; una espina envenenada que primero punza y luego convierte en cancerosa llaga la herida que ocasiona. Lia, cuya complexión era muy delicada, no pudo resistir a las violentas y repetidas emociones del baile. Empezó a resentirse del pecho, y juzgando que sería una ligera indisposición, en vez de declararlo a su madre, temerosa de que la privase de su diversión favorita, continuó bailando todas las noches con el mismo ardor, hasta que la fiebre vino a revelar el peligro que la amenazaba.

Consultados al punto los médicos, declararon que estaba afectada del pecho, y que presentándose su enfermedad con síntomas alarmantes, era indispensable enviarla sin pérdida de tiempo a tomar las aguas del Uruguay, aguas que no solo tienen una virtud particular para trasmutar en piedra cuanto se arroja en ellas, si que también para curar sin el auxilio de otras medicinas varias enfermedades que no nos place, y otras muchas que no queremos enumerar.

Por desgracia en aquella época el padre de Lia estaba empeñado en un pleito de grande importancia que debía fallarse en breve, y no podía, por ningún pretexto, ausentarse de la capital.

En cuanto a la Sra. Petra, hablarla de salir de Montevideo era lo suficiente para granjearse su enemistad. ¡Ella! ¿Cambiar su residencia por la de una Estancia? Figuraos la espantosa catadura de una de vuestras elegantes madrileñas, si la propusierais en el mes de enero irse a encerrar en un cortijo de Extremadura. Seguramente que os enviaría en sus adentros a los infiernos, o cuando menos juzgaría que os chanceabais, que estabais locos, o que os habéis excedido algo en el almuerzo o la comida.

Aquella cariñosa madre, protestando que la enfermedad de su hija era ocasionada por una cosa muy natural en las personas de su sexo al llegar a la pubertad, se negó rotundamente a acompañarla, y D. Carlos, siempre complaciente y bonachón, por evitarse disgustos con su amable mitad, cuyo genio no era el más a propósito para las lides parlamentarias, porque al instante apelaba a las vías de hecho, expidió un chasque a una hermana suya que se hallaba en Paysandú casada con el comandante de aquel punto, para que, no bien recibiese su carta viniera a llevarse a Lia a la Estancia de su esposo, la cual, como saben nuestros lectores solo distaba seis leguas de aquella ciudad.

La hermana, que profesaba a D. Carlos un verdadero afecto fraternal, aunque de opiniones políticas contrarias a las suyas, se puso en marcha el mismo día que recibió su misiva, y antes de dos semanas se encontraba de vuelta en la Estancia con su encantadora sobrina, que salió llorando de Montevideo, como llora un niño mimado cuando le arrebatan de las manos el arma con que puede inadvertidamente poner término a sus días.

Lloraba la pobre niña de tan buena gana, y se asomaba con tanta frecuencia a mirar desde la portezuela del coche, que volaba como una exhalación, las pardas torres de la Matriz y los mil blancos edificios que se extienden en anfiteatro a lo largo de la costa, que su tía doña Eugenia, enternecida de su dolor, no pudo menos de preguntarle:

-Vamos, Lia, ¿por qué lloras de esa manera? ¿Acaso has dejado allí una parte de tu corazón?

-No, señora, contestó ella con una candidez infantil, que no estaba exenta, de coquetería: ¿había de querer a nadie estando comprometida? ¿No sabéis que dentro de poco voy a casarme?

-Es verdad... no me acordaba. ¿Y cuando vendrá tu futuro?

-No sé: papá me dijo el otro día que dentro de dos meses.

-¿Conque serás condesa?

-Sí, de Itapeby.

-Vamos, cuéntame eso, repuso doña Eugenia, fingiendo que nada sabía, a fin de que la inconsolable joven se distrajese refiriéndole lo que estaba cansada de saber, pero que juzgaba, como mujer de experiencia, que produciría en su imaginación el efecto de un tónico bastante eficaz para secar las lágrimas en sus ojos y hacer asomar la sonrisa a sus labios, pues siempre las que están próximas a trocar la guirnalda de azahar por otra de mirtos, aunque aparenten lo contrario, hablan y oyen hablar con placer de su futuro enlace, salvo en los casos en que éste se realiza contra su voluntad.

-El año pasado, dijo Lia, vino a Montevideo mandando la división Río-Grandense el conde D. Álvaro Abreu de Itapeby, pariente cercano de mi madre, y se hospedó en casa.

-Eso lo sé; adelante.

-A los pocos días, sin haberme dicho una palabra, pero con anuencia de mi madre, me pidió en casamiento, para más adelante, porque...pues...

-Comprendo, contestó la tía sonriéndose del embarazo de su sobrina. Lia continuó:

-Mi padre, manifestándose agradecido al favor que nos dispensaba el conde, le insinuó que no pensaba contrariar nunca mi voluntad, y que si entonces, cuando estuviese, en estado de casarme, era yo gustosa, él no se opondría.

-¿Cómo? ¡Pues Petra me había escrito lo contrario!

-Escuchad: con este motivo, luego que se retiró D. Álvaro, trabó mi madre un acalorado debate con papá, que contra su costumbre se mantuvo firme, y no quiso ceder. ¡Mi madre se incomodó mucho, muchísimo!... y estuvieron algunos días sin hablarse.

-Hija, ignoraba esos detalles, exclamó doña Eugenia, con creciente curiosidad; ¡oh! Carlos es un babieca, un pobre hombre, y su mujer le maneja como a un chiquillo... Continúa, continúa...

-Una noche, al volver del teatro, mi madre me llamó a su cuarto, y después de besarme y acariciarme, cosa que nunca hacía, y repetirme en un largo y enfadoso sermón, ininteligible para mí, que la dicha se cifraba en las riquezas, que la mujer había nacido para ser la compañera del hombre, y que solo anhelaba mi bien y mi felicidad, me preguntó si me casaría con el conde.

Aquí se detuvo la candorosa Lia, quién sabe si de rubor o despecho, y se volvió para mirar por última vez la ciudad que se perdía en el horizonte lejano, bañada por la luz crepuscular. El carruaje bajaba la empinada cuesta del Cerrito.

-Y bien, ¿qué respondiste? dijo su compañera, conociendo por el ligero sonrosado que asomaba en las mejillas de la narradora, que había llegado al punto difícil, al nudo gordiano de la cuestión.

-¿Yo? preguntó Lia con aturdimiento; ¿qué había de responder? Dije primero que no; y como mi madre, sin poder contenerse, levantase la mano para darme una bofetada, respondí en seguida más que deprisa: sí, sí, sí.

Doña Eugenia soltó una estrepitosa carcajada, y Lia imitó su ejemplo.

-Pero, mujer, añadió la primera cuando hubo pasado aquella mutua explosión de hilaridad; ¿acaso es feo el conde?

-No, no es feo: al contrario, es un arrogante mozo.

-¿Y entonces?

-No sé, repuso la futura esposa, empujando con desdén hacia adelante el labio inferior, y encogiéndose de hombros; no sé... pero no me gusta.

-Pues yo conozco a su hermano D. Nereo, que vive en nuestro pueblo, y te aseguro que es un joven recomendable bajo todos conceptos. Vamos, picarilla: tú tienes algunos amoríos; algún maniquí de rizadas melenas y voz melosa y enflautada te ha engatusado...

-¡Ya, ya! repitió Lia en tono de burla golpeando con su piececito en la portezuela del coche; me fastidian, me empalagan, me revientan los hombres de esa clase. ¡Jesús y qué tontos son! ¡Dios me libre de ellos!

-¿Será entonces algún poeta llorón y meditabundo, cuya sensibilidad, a prueba de caramelo, haya simpatizado la tuya?

-Ídem, contestó ella volviendo pausadamente la cabeza con aire de reina.

-¿Será por ventura alguno de los altos magnates que no ha mucho han llegado de Río de Janeiro?

-Ídem, ídem, murmuró la joven con más desdén todavía

-¡Ah, ya caigo!... continuó doña Eugenia, cada vez más deseosa de arrancarle su secreto. ¿Será algún joven patriota perseguido, uno de esos locos, estúpidos, ambiciosos que pretenden con un puñado de bandidos contrarrestar el poder colosal de nuestro amado monarca D. Juan VI?

-No, tampoco, replicó tristemente la interesante enferma, como si la ofendiese a su pesar la manera de expresarse de su tía: y no os canséis, señora, porque os juro por lo más sagrado que haya; que no he amado a nadie todavía.

-¿Y vas a casarte?

-Tantas cosas me ha dicho mi madre, y la tengo tanto miedo, que me resigno a ser tal vez desgraciada el resto de mi vida para evitar a mi querido y buen padre los males que le amenazan. D. Álvaro es muy poderoso, y sería capaz de todo por vengarse...

La conversación iba tomando un sesgo triste y enojoso, que no cuadraba con el objeto que se propusiera doña Eugenia al entablarla; y para cortarla, nada le pareció más oportuno que volver al tema que habían dejado.

-Pero no me has explicado aun cómo mi hermano otorgó su consentimiento.

-Mi madre hizo de modo que me interrogase un día, estando ella en acecho en la pieza inmediata, y yo repetí como una cotorra lo que me había enseñado. Papá, se mostró satisfecho, y en consecuencia, empeñó su palabra a D. Álvaro de que le otorgaría mi mano, no bien estuviese en disposición de casarme.

-Y el galán, ¿qué tal? ¿Se mostró digno de esta prueba de aprecio y confianza que le dabas?

-Así, así... cuatro meses después partió para la corte con una misión especial del gobernador.

-¿Y ha escrito recientemente diciendo que volvería dentro de dos meses?

-Sí.

-Ya para entonces estarás restablecida y más hermosa que ahora, dijo doña Eugenia con dulzura al notar la sombría nube de tristeza que se difundió en el rostro de la pobre niña.

-¡Ah, querida tía! exclamó ésta tomando sus manos y estrechándolas con efusión; ¡plegue al cielo que se dilate ese momento cuanto sea posible!...

El carruaje se detuvo para mudar caballos, y la conversación se interrumpió. Por lo tanto, mientras se cambia el tiro, nosotros, que también estamos fatigados, suspenderemos nuestra narración imitando su ejemplo.


Capítulo V

El yacaré


Trasladada con su tía a la Estancia nuestra joven enferma, solo se ocupó en restablecerse lo más pronto posible para volver cuanto antes a la capital. Acostumbrada a vivir en el seno de los placeres, el campo, por más que la agradase, debía serle muy pronto insoportable.

Sin más sociedad que la de doña Eugenia y la mujer del capataz, los dos en el último tercio de su vida, y por consiguiente incapaces de adaptarse a sus ideas, a sus sentimientos y a su manera de ver y concebir las cosas, no era extraño que echase de menos a cada instante a sus jóvenes y bulliciosas amigas, a los festivos tertulianos que frecuentaban su casa.

Mediaba además otra circunstancia para que fuese más grande este vacío. Las dos señoras, que frisaban ya en los cuarenta y cinco abriles, eran frenéticas realistas, pertenecían al partido de los intrusos, e intolerantes hasta el exceso, no consentían que prevaleciese sobre el particular otra opinión que la suya, y Lia, hija de un hombre que se había distinguido entre los más decididos patriotas en la lucha contra España, simpatizaba ardientemente con los pocos orientales que, fieles a sus principios, se negaban a plegarse al yugo de los usurpadores, y rechazan con desdén las riquezas, las distinciones y honores que les brindaban en cambio de su apostasía.

El marido de doña Eugenia pertenecía al número de los que desde un principio, traicionando a sus amigos y abandonando vilmente al partido que los había sacado del polvo y dádoles importancia personal y valor político, se adhirieron al nuevo gobierno... Vileza que la corte de Río de Janeiro recompensó generosamente, como todos los gobiernos débiles y menguados, confiriéndole el mando, o sea la comandancia general del departamento de Paysandú. Los camaleones políticos en todas partes y en todos tiempos... el buen juicio del lector completará el período.

Ya hemos visto en el anterior capítulo cómo su esposa calificaba a los patriotas, sin acordarse que su propio hermano lo era. El diccionario de la maledicencia se agotaba en sus labios cuando se hablaba de ellos.

Lia, con su carácter franco, con su ingenuidad de niña, cuyo corazón simpático e imaginación de fuego se entusiasmaba por todo lo que era bello y noble en sí, no podía oír tranquila que se calumniase en su presencia a aquellos heroicos proscriptos, que, seguidos de un puñado de valientes, desnudos, sin armas, sin recursos, perseguidos en todas direcciones, sin más amparo que su fortaleza, sin más aliados que la desesperación, sin más esperanza que encontrar una muerte gloriosa en las lanzas de sus opresores, cuando no en un cadalso convertido en el lecho de su gloria, todavía hacían estremecer los desiertos y las ciudades, las montañas y las llanuras, los ríos y los bosques con su formidable grito de guerra:

-¡Libertad o muerte!

Las hazañas de los intrépidos guerrilleros llegaban en alas de la fama hasta la capital, magnificadas por la distancia, y engrandecidas por el misterio que los rodeaba. Tan pronto era un destacamento de mil hombres batidos por cien, como una división prisionera y pasada toda a cuchillo, o la toma de un pueblo, ora la sorpresa de un campamento. Luego, los vencedores desaparecían como por encanto, y no se volvía a hablar de ellos hasta que un nuevo rastro de valor, que rayaba en fabuloso, venía a esparcir la alarma y a poner en movimiento las numerosas tropas lusitanas y brasileñas desparramadas por todo el territorio y dueñas únicamente del suelo que pisaban.

Acaso creerán algunos que mentimos o exageramos; pero llegaron a infundirles tal espanto las partidas de montoneros, que huían de ellos los usurpadores al solo amago. Por regla general, no aceptaban el combate sino veinte contra uno.

De esta manera las filas de los patriotas se fueron engrosando, y a no ser por la mala inteligencia, y rivalidades de los jefes, es indudable que hubieran acabado con los intrusos, sin necesidad de refuerzo que más tarde les envió Buenos Aires.

Los hombres, egoístas y mezquinos por lo común, o si se quiere, más expuestos a comprometerse, guardaban una prudente reserva, esperando ver más despejado el horizonte; no así el bello sexo, que acogía con el mayor entusiasmo las noticias favorables a los rebeldes, las propalaba, mantenía correspondencia con ellos, y los proclamaba en voz alta beneméritos de la patria.

Entre estos caudillos, modelo casi todos de audacia y heroísmo, Amaro, bajo el nombre de Caramurú, ocupaba tal vez el primer lugar. Su fama se había extendido, no solo por los departamentos de Tacuarembó y Salto, teatro de sus primeros hechos de armas, si que también por las dos riberas del Plata y estados limítrofes.

Los rumores que circulaban acerca de él eran muy extraños y contradictorios. Unos decían que era indio, otros mestizo o mulato, y no faltaba quien asegurase que era bastardo y que pertenecía a una distinguida familia de Río Grande; pero lo cierto es que todos ignoraban su verdadero origen, y solo sabían que era un gaucho, en toda la extensión de la palabra, que había despreciado por tres veces el grado de general y una crecida suma de dinero, que le prometió el gobierno portugués con tal que se sometiese, y que no pudiendo conseguirlo, había puesto a precio su cabeza ofreciendo cien contos de reis al que se lo entregase muerto o vivo.

Lia había oído hablar muchas veces de aquel hombre extraordinario, y muchas veces se había llenado de entusiasmo y admiración al escuchar las cosas inauditas que se contaban de su arrojo, de su presencia de ánimo, de su indomable fiereza, de su desinterés, y del juramento que hiciera de sacrificar su vida en aras de la patria, o libertarla de sus opresores. Su viva imaginación se lo pintaba con los más halagüeños colores, y estaba persuadida que le conocería en cualquier parte que le viese y le distinguiría entre mil personas antes que le dijeran su nombre. Lisonjera ilusión que la realidad debía desvanecer muy pronto...

Como el médico le tenía recomendado el ejercicio por la mañana, se levantaba muy temprano, y se iba a pasear con un libro en la mano por las márgenes del río, que quedaba a unas quinientas varas de la casa.

Una vez, distraída con una novela que le interesaba en extremo, se alejó más que de costumbre, y sintiéndose fatigada, se sentó en el tronco de uno de los sauces que crecían a las orillas, y continuó su lectura sin acordarse de la prevención que la habían hecho de no encaminarse nunca por aquel lado, cubierto de tupidas enredaderas, juncos altísimos y espesos cañaverales.

Cuando más engolfada estaba, oyó a poca distancia un ruido seco y áspero, acompañado de un quejido lastimero que erizó sus cabellos y heló la sangre en sus venas. Estallaban las cañas huecas y se doblaban los crujientes juncos como si rodara por encima de ellos una pesada mole de bronce.

Lia, pálida y temblorosa, trayendo a la memoria las aterradoras palabras de precaución que había olvidado, dejó caer de las manos el libro, y clavó sus espantados ojos en el paraje de donde parecía venir el ruido, que iba en aumento.

Poco duró su incertidumbre; un grito desgarrador se escapó de su pecho, y sin saber lo que hacía, echó a correr, no para la estancia, sino en dirección a la selva.

Un enorme yacaré, anfibio, de la misma forma que el cocodrilo y tan feroz como él, seguía sus huellas, ora gimiendo como un niño, ora exhalando un sordo rugido, semejante al rechinamiento de una sierra cuando tropieza con un clavo a otro cuerpo que no puede partir.

Este ruido, indicio de la cólera del animal cuando se le escapa su presa, es ocasionado por el choque de sus mandíbulas, armadas de una triple hilera de dientes, tan afilados como los del tiburón.

A los clamores de Lia, un hombre que parecía venir de selva cerró espuelas a su caballo, y gritándole: «¡Corred a derecha e izquierda... serpeando!» sacó sin pararse un pañuelo, y se lo ató por los ojos a su corcel, como acostumbran los picadores cuando su rocín, no sabemos si de hambre o de flaqueza, se empeña en retroceder ante el toro.

La aparición, y sobre todo, la advertencia del desconocido, no pudo ser más oportuna. El yacaré ganaba terreno por instantes, y la joven, oyendo cada vez más cerca el rumor de sus escamas al arrastrarse por el suelo, y el chasquido de su gruesa cola que se movía a un lado y a otro como la pala de una canoa, sentía que se le agolpaba la sangre al corazón, que inundaba su frente un sudor frío, y que una rigidez mortal paralizaba sus miembros y derramaba en todo su cuerpo el hielo de la muerte.

-¡Corred a derecha e izquierda... serpeando! repitió por segunda vez el desconocido, ya a cincuenta pasos, y haciendo girar por encima de su cabeza el arma de los gauchos, cuando quieren matar a un animal o a un hombre sin bajarse del caballo; la terrible bola perdida.

Lia, al verle, hizo un postrer esfuerzo, y obedeció instintivamente a aquella voz vibrante y poderosa, que le infundía nuevo aliento, resonando en sus oídos como el eco de un ángel que bajase del cielo para salvarla.

Y la salvó en efecto, porque el yacaré, como todos los animales de su especie, corre con bastante rapidez en línea recta, pero teniendo que volver el cuerpo, es tardo y se le burla con facilidad variando al huir de dirección.

No obstante, Lia estaba tan fatigada, que probablemente habría sido víctima al fin del espantoso reptil, a no interponerse entre ella y él su libertador.

Pasó este a escape, y sin detenerse se inclinó y descargó un tremendo golpe en la Cabeza del yacaré; pero la férrea bola, en vez de herirle en una de las concavidades de la frente, como pensó el gaucho, chocó en el capacete del cuello, y rechazada, resbaló a lo largo del espinazo.

Al mismo tiempo el caballo, volviéndose de pronto, olfateó al caimán, y acometido de un temblor nervioso, se replegó sobre sus cuartos traseros, crispadas las piernas delanteras, enhiesto el cuello, erguidas las orejas, erizada la crin, y aspirando y despidiendo el aire con un ardiente y prolongado resoplido, insensible a la espuela y aun a los golpes de bola que le descargaba el jinete, cual si hubiera echado raíces en la tierra.

El yacaré, que estriba hambriento, fijó en él sus pequeños ojos de serpiente inyectados de sangre, se incorporó velozmente, y le clavó en el pecho sus dos garras, armada cada una de cinco puñales, porque no merecen otro nombre las aceradas púas que las defienden.

Caballo y caballero rodaron sobre la yerba: Lia dio un grito, alzó las manos al cielo, y cayó desmayada.

Entonces tuvo lugar una de aquellas escenas horrorosas que solo se ven en los bosques de América.

El caballo quedó muerto en el acto, y a esto debieron su salvación Lia y el desconocido. El terrible anfibio le había abierto en el pecho una ancha puerta, por donde salía un raudal de sangre, que él bebía ávidamente sin reparar en los dos desgraciados que, tendidos a veinte pasos, sin conocimiento el uno y atontecido el otro por la caída, habrían podido pasar de su letargo a la eternidad sin oponerle la menor resistencia.

Cuando el reptil se hartó de beber, metió su larga y aplastada cabeza por el pecho del caballo para devorarle las entrañas. El gaucho se levantó, y conceptuando inútil la bola perdida, vista la imposibilidad de herirle en la cabeza, se le fue acercando cautelosamente, y con mano firme y certera le escondió en la juntura de una de las patas delanteras la hoja de su puñal hasta el pomo, revolviéndosela dentro el breve instante que tardó el yacaré en sacar la cabeza de los encuentros del caballo.

El agresor, impasible y sereno, retrocedió dos pasos, y volvió a esgrimir la bola perdida.

Esta vez el golpe fue más certero: la metálica esfera se hundió toda en una de las concavidades de la frente, y los sesos del animal asomaron al través de la rasgada concha.

Iba el valiente gaucho a ultimarle con nuevos golpes, cuando el reptil comenzó a dar vueltas, desatentado y furioso, escarbando la tierra y arrojando sangre por la boca; de repente se detuvo, dio un rugido, acompañado de un fuerte sacudimiento, y agitándose con las ansias de la muerte, cayó de espaldas, encogió las patas, y expiró. Tenía partido el corazón.

El vencedor corrió donde estaba Lia desmayada, la tomó en sus brazos, y la contempló algunos minutos con el embeleso de una joven madre que acaba de salvar a su primer hijo de una enfermedad mortal.

Un pensamiento indigno del desconocido cruzó por su frente.

-¡Qué bella es! murmuró; intenciones me dan de llevármela...

Y giró la vista a su alrededor, como para cerciorarse de que estaban solos y podía impunemente realizar su intento.

-¡Pero es tan joven, continuó, tan delicada... y su aire, su traje, todo indica que pertenece a otra clase muy distinta de la mía...y sin embargo!...

El gaucho la seguía mirando irresoluto y dudoso; por fin, se dijo:

-No, ¡sería una infamia!

Lia abrió los ojos, y al verse en los brazos de un hombre, al tropezar con sus miradas fascinantes y abrasadoras, por un involuntario impulso de pudor se cubrió el rostro con las manos, y trató de ponerse de pie.

Comprendió él su deseo, y se apresuró a satisfacerlo. Lia le dio las gracias, y después de informarse muy minuciosamente de los pormenores que ignoraba y preguntarle si estaba herido, le suplicó la acompañase a la estancia, por que deseaba presentarlo a su familia.

-Gracias, hermosa niña; mil gracias, contestó él tristemente; y si de algún modo queréis recompensarme el corto servicio que he tenido la suerte de haceros, guardad el más profundo silencio acerca de nuestra aventura.

-¿Por qué? preguntó Lia sorprendida.

-Por dos razones: la primera, porque os privarán en adelante de salir sola; y la segunda, porque no me conviene llamar aquí la atención de nadie.

-¿Seríais acaso uno de esos valientes que andan errantes y perseguidos por su noble amor al suelo que les vio nacer?

-Tal vez, respondió el interpelado, sonriéndose del calor y entusiasmo con que se expresaba la joven republicana.

-Pues entonces...

-¿Que?

-Veo que, tenéis razón; seguiré vuestro consejo.

-¿Y no vendréis a verme alguna vez?

-¿Por qué no? repuso Lia con afabilidad.

Me habéis salvado la vida, y no soy ingrata... Además, el motivo que os obliga a ocultaros es un título que os hace más digno de mi aprecio...

Un relámpago de alegría iluminó el semblante varonil y melancólico del proscripto.

-¡Ah! exclamó; que no sea en esta, sino en otra parte del río. Este es un paraje muy peligroso, y no sé cómo os habéis atrevido...

-Me lo habían dicho, contestó Lia moviendo la cabeza pero lo olvidé distraída con la lectura.

Y dándose un golpecito en la frente, sacó del seno un pequeño reloj del tamaño de medio duro embutido de perlas, y añadió con el infantil candor y ligereza de una niña:

-Ya son las diez y me estarán aguardando para almorzar... Con que hasta mañana, ¿eh?... No vaya a venir alguno y nos encuentre juntos.

El gaucho la acompañó en silencio, y cuando llegaron a los últimos cañaverales, se detuvo y estrechó y besó la mano que Lia le tendió con una sonrisa angelical y un afectuoso:

-Adiós: hasta mañana a las seis.

-¡Adiós! respondió él, y siguió mirándola hasta que se perdió de vista en el pequeño declive que formaba la cuchilla sobre que estaba edificada la casa de la Estancia.

-¡Qué hermosa, qué ingenua, qué inocente es! decía él al retirarse, mientras ella por su parte añadía:

-¡Qué gallarda presencia y qué aspecto tan agradable tiene! ¡Qué valiente es! ¡Cuánto me gusta!... De buena gana le trocaría por mi insulso conde...

Y en verdad que no iba desacertada, porque Amaro, pues no era otro el personaje que ha figurado en todo este capítulo, aunque gaucho, valía mil veces mas, física y moralmente; que el egregio y elegante D. Álvaro Abreu de Itapeby.


Capítulo VI

Amor virgen


Esa noche por la vez primera de su vida huyó el sueño de los párpados de Lia. Extraños pensamientos se levantaban en su pecho; experimentaba el desasosiego y la inquietud febril que se apoderan de nosotros cuando un objeto nos preocupa fuertemente el ánimo. La imagen del desconocido la perseguía vagando en torno de ella: cerraba los ojos para no verla, y la sentía aproximarse y resbalar como un céfiro suave por sus sienes palpitantes...

Recordaba su aspecto melancólico y lleno de majestad, sus facciones varoniles, la expresión arrogante y avasalladora de su mirada, la proscripción que pesaba sobre él, y cada vez le encontraba más interesante; cada vez su ardorosa imaginación se empeñaba en rasgar con más ansia el misterioso velo que le envolvía.

-¿Quién era? ¿Qué esperaba? ¿Cuáles serían sus proyectos?

He aquí lo que ella se preguntaba mil veces sin hallar una respuesta satisfactoria a sus dudas; he aquí el enigma que se proponía, sin acertar a descifrarlo.

Y era que Lia, sin saberlo, había encontrado al hombre de sus ensueños, al tipo que reflejaba sus delirios e ilusiones de mujer; hombre antes que todo gallardo, intrépido, valiente, con aires de rey destronado, y perseguido por una noble causa, ¿qué más se necesitaba para insinuarse en el corazón y electrizar la fantasía de una tierna niña, entusiasta por las ideas democráticas, y harto propensa, como la generalidad de las mujeres, a impresionarse por todo lo que se presentaba a sus ojos con el irresistible prestigio de una verdadera superioridad física y moral?

¿Qué extraño era esto? Su alma, como la cuerda de un instrumento sonoro, que solo aguarda el arco que ha de hacerla vibrar, estaba predispuesta de antemano a favor de Amaro, y para comprenderlo solo esperaba una mirada suya que encendiese el fuego que en ella se escondía, un acento que sacudiese la fibras de su corazón, modulando suavemente su nombre.

Y lo mismo le sucedía al proscripto: habían nacido el uno para el otro; su alma era una sola, que la Providencia en sus juicios impenetrables había dividido en el cielo para que volviesen a unirse en la tierra. Amaro no había amado a mujer alguna antes de conocer a Lia.

Por eso cuando la vio en sus brazos, la primera idea que se le ocurrió, el primer indomable y vehementísimo deseo que le asaltó, fue llevársela al fondo de los bosques, y allí de grado o por fuerza, conquistar su cariño sin abusar de su debilidad. Encerraba demasiada nobleza el alma del gaucho, y le conmovían demasiado los pocos años, la hermosura y la inocencia de Lia para cometer tal infamia.

¡Ah, no lo acuséis por su conducta, al parecer tan poco caballeresca! Vosotros, con vuestros hábitos e ideas europeas, difícilmente comprenderéis la primitiva espontaneidad del hombre de los desiertos, cuya enérgica voluntad no se ha plegado jamás a la de nadie; al hombre que obedece ciegamente a sus instintos, y que marcha de frente al fin que se propone, y se estrella contra los obstáculos o los anonada, sin buscar para ello extraviadas sendas o largos rodeos, como hacernos nosotros los hijos de la civilización.

Fue necesaria toda la nobleza de que era susceptible Amaro, y toda la juventud e inocencia de Lia, para que aquel no se dejase arrebatar de su primer impulso. Acción sobrehumana en el gaucho, y mucho más en el montonero, acostumbrado a imponer la ley a cuantos le rodeaban. Veamos ahora si tuvo motivos para arrepentirse de su noble proceder.

A la mañana siguiente, Lia, fiel a su palabra, acudió a la cita en el paraje convenido.

Aquella parte, como toda la margen del río, estaba cubierta de árboles y de un basto pajonal, que se extendía a la derecha de un radio de cuatro mil varas.

Difícilmente se concebiría una localidad más a propósito para una discusión erótica, o llámese de contrabando; al través de los árboles se veía desde lejos a los que cruzaban por los alrededores o venían de la Estancia, los cuales necesitaban trasponer la cuchilla, y en tanto el galán, la dama, o los dos juntos si así les conviniese, podían resguardarse de sus impertinentes miradas en el pajonal, aunque al entrar buscasen refugio en sus pantorrillas o brazos alguna araña descomunal, más negra que el hollín, algún alacrán, lagarto, gato de monte, perro cimarrón, tábano venenoso, hormiga ídem, víbora de coral, u otro inofensivo animalito por el estilo, de tantos como Dios crió en la tierra americana sin duda para que sus habitantes aprendan prácticamente la historia natural.

Pero estos pequeños percances y otros que no mencionamos por no fastidiar al lector con digresiones inútiles, eran flores para Amaro, como para el protagonista de cierta comedia los silbidos arrullos, y los vituperios alabanzas. Lo que aquel buscaba era la seguridad de Lia, y que nadie pudiese sorprenderlos. ¿Qué importaba lo demás?... Él era quién había de esconderse en el pajonal, y ya sabría precaverse de las picaduras de los insectos y de las mordeduras de los cuadrúpedos y reptiles.

Cuando Lia llegó, encontrole apoyado contra el tronco de un tala, siguiendo con la vista la corriente de las cristalinas aguas, y tan abismado en sus tristes pensamientos, que no se apercibió de su aproximación.

-¡Amigo mío!... dijo la joven con timidez.

El gaucho alzó rápidamente la cabeza, y se descubrió, preguntándola como había pasado la noche.

-No muy bien, contestó; me he desvelado pensando en el yacaré. ¿Y vos?

Amaro se sonrió; pero guardó silencio.

-¿No queréis contestarme? Bien, añadió Lia, interpretando a su favor la sonrisa del proscripto.

-Pues yo tampoco he dormido... dijo este después de un instante.

-¿Pensando en el yacaré?... Preguntó la joven encendida como una grana, temiendo y deseando que le respondiese lo que confusamente preveía.

-No: en un ángel que Dios me enviaba para librarme de la muerte.

Al pronunciar Amaro estas palabras, clavaba sus centelleantes ojos en los de Lia que inclinaba los suyos teñida la frente de púdico rubor y sin poder soportar la fulgurante radiación de su mirada.

Los dos bajo la impresión de una misma agradable idea, permanecieron en silencio algunos minutos. Por fin Lia se atrevió a romperle: su corazón latía con violencia.

-Amigo mío, le dijo con un timbre de voz que revelaba su profunda emoción, ¿podré saber a quién tengo la dicha de deberle la vida?

Amaro la miró enternecido.

¡Ah! os interesáis por el desventurado proscripto, exclamó: tal vez cuando sepáis su nombre os cause horror...

-No: ¿por qué?...

-Porque mis enemigos, mis cobardes enemigos me han calumniado atribuyéndome los crímenes más atroces... ¡Villanos!... ¿No habéis oído nunca hablar de un indio, de un mestizo o mulato, renegado de nuestra santa religión, que tala los campos, incendia los pueblos, pasa a cuchillo a los prisioneros, no respeta el pudor de las mujeres, y hasta se atreve a profanar los templos y a poner sus impías manos en los ungidos del Señor?...

-Pero por Dios, ¿quién sois? tornó a preguntar la joven con doble interés y curiosidad.

-¿Me juráis no huir de mí cuando os lo diga?

-¡Sí!

El gaucho se acercó a ella, giró la vista en torno suyo, y casi al oído, con voz apagada, murmuró:

-¡Me llamo Amaro, y los intrusos me apellidan...Satanás!

¡¡¡Caramurú!!! exclamó Lia con un grito de sorpresa, que Amaro creyó producido por el espanto; pero su recelo se desvaneció al punto, al ver la inefable delectación que bañó el rostro de la joven.

Lia, ebria de gozo, le miraba de arriba abajo con avidez, como si dudase de lo que veía. Aquel hombre, vivía en su imaginación hacía tiempo, y le profesaba ella ese afecto vago y misterioso que suelen inspirar los genios a sus admiradores.

Amaro, no sabiendo a que atribuir aquel escrupuloso examen, dijo sonriéndose.

-Sin duda, con los rumores que circulan acerca de mí estaríais persuadida que era un demonio en figura de hombre.

-Al contrario, muchas veces al oír hablar de vos me formé una idea que la realidad confirma, y me admiro únicamente de no haberos conocido desde el principio...

-¿Y ahora tendré derecho a preguntaros vuestro nombre? añadió el gaucho.

-Me llamo Lia, contestó ella, callando intencionalmente su apellido. Presentía que Amaro iba en breve a ser dueño de su corazón, y no quería que llegase a saber que estaba comprometida, y que este corazón tan puro y virginal ya no le pertenecía.

Un nuevo horizonte de felicidad se descorría ante sus ojos, y fuese admiración, entusiasmo, gratitud o amor, el deseo de conquistar su aprecio y cariño se despertaba en su alma, vehemente e irresistible. Hasta entonces había visto, sin comprenderlas, las miradas abrasadoras de los hombres, y escuchado sus alabanzas con la más completa indiferencia. Ahora las tiernas miradas del proscripto la llenaban de una dulce agitación, y sus lisonjeras palabras dilataban su pecho y henchían su alma de placer.

La hora de separarse llegó pronto, más pronto de lo que ellos desearan.

Para los dichosos, el tiempo no corre, sino que vuela, Amaro estrechó dulcemente la mano de Lia, y creyendo inútil encargarle la mayor reserva sobre el secreto que acababa de confiar a su amor, se contentó con rogarla que no faltase al día siguiente. -No, no faltaré, contestó ella, retirando la mano que su libertador se olvidaba de soltar.

Amaro tomó el camino de la selva y ella el de la Estancia; pero a los pocos pasos volvieron ambos a un tiempo la cabeza, y se saludaron con la sonrisa en los labios, casualidad que se verificó más de una vez, y que solo se explica por ese magnetismo, o sea doble vista del amor, que adivina los movimientos e ideas de la persona amada aun cuando estén separados por largas distancias.

-Ella me amará, se dijo Amaro al sorprender una de aquellas miradas furtivas de la hermosa, que se alejaba repitiéndose llena de rubor y orgullo:

-¡Él me ama!...

Lia, con el instinto propio de las mujeres, había conocido, a pesar de su inexperiencia, lo que su futuro amante no había hecho más que vislumbrar. Él vacilaba apelando al porvenir: ella medía de una ojeada el tesoro de pasión que escondía el pecho del proscripto, y se decía apoderándose de él:

-¡Ya es mío!

De este modo continuaron viéndose por espacio de tres semanas: al cabo de este tiempo Amaro declaró su amor a Lia, y oyó de sus labios la ingenua confesión de que era correspondido, y que antes de conocerle por ningún hombre había sentido lo que por él.

Entonces mediaron explicaciones muy dolorosas para ambos. Lia le declaró, firme en su plan de ocultar la verdad, que era hija de un comerciante de Guadalupe; y como él, al saber que era amado, le manifestase su intención de ir a verle para pedirla en matrimonio, la pobre niña, arrepintiéndose demasiado tarde de su mentira, pensó descubrir la verdad para disuadirle de su intento.

-Has de saber, le dijo bañada en llanto, que mi padre ha empeñado su palabra de honor y ha ofrecido mi mano a otro hombre...

-¡Dime su nombre, su nombre!... repitió el gaucho con reconcentrada ira.

Lia leyó en sus ojos la sentencia de muerte del desgraciado cuyo nombre pronunciaran sus labios.

-Es un primo mío, contestó fríamente, y harías muy mal en matarle, porque yo no le quiero.

-Pero te casarás o te casarán con él, continuó Amaro en el mismo tono.

¡Jamás!... ¡Tuya, o de Dios!... replicó Lia con un acento tan veraz y arrojándole una mirada tan llena de ternura y sublime resignación, que su amante no pudo menos de creerla.

Otros quince días trascurrieron, como quince minutos. Lia guardó su secreto, y Amaro, empeñado en dar cima A sus planes de preparar una sublevación general en el Departamento, lo esperó todo del porvenir y del sincero afecto de su amada. Sus ilusiones no debían durar mucho.

Una mañana se presentó Lia llorosa y abatida: la tarde anterior había recibido una carta de su padre en que le anunciaba que estaría en la Estancia dentro de cuatro días, para llevársela a Montevideo, ya que felizmente se hallaba restablecida del todo. Y no era esto lo peor, sino que añadía a renglón seguido que D. Álvaro, el odioso conde, había vuelto de Río de Janeiro y tendría el gusto de acompañarle, junto con su madre, que solo por esta circunstancia había podido resolverse a salir de la capital. Lia estrujó la carta entre sus manos, la rasgó en mil pedazos, y maldijo la hora y el momento en que se había tomado aquella resolución.

-¿Qué tienes, alma mía? le dijo tiernamente Amaro al verla tan triste.

-¡Ay! ha llegado el momento de separarnos, respondió ella deshaciéndose en lágrimas.

-¿Separarnos?... ¡Jamás! replicó su amante con fiereza; ¿quién, quién en el mundo puede separarnos?

-Mi padre, que vendrá dentro de cuatro días.

-¡Ah, tu padre!...

El proscripto inclinó la cabeza sobre el pecho como abrumado por el tropel de ideas que afluían en torbellino a su mente. Los, rizos de su larga cabellera, agitados por el viento de la mañana, ondeaban sobre su rostro como un espeso velo que recatase su mortal angustia, mientras ella con palabras entrecortadas por el llanto, procuraba en vano disipar su pena.

-¡Amor mío! le decía... créeme por lo que más ames en la tierra... ni nada ni nadie me harán ser infiel a mis juramentos... Mi corazón, mi vida, mi alma son tuyos... y antes que pertenecer a otro, dejaría de existir... ¡Sin ti nada quiero... ni la gloria eterna!

Amaro, al oírla, se estremeció, semejante a un corcel guerrero cuando escucha el estrépito de los tambores, atabales y clarines que dan la señal de acometer, y alzando rápidamente la cabeza, se echó atrás con ambas manos sus ondeantes cabellos, y exclamó:

-Lia, ¿me amas?

-¿Si te amo?... ¡No!... ¡Te adoro, te idolatro! contestó ella con toda la vehemencia y pasión de que es susceptible una mujer locamente enamorada.

-Pues si me amas, añadió él acentuando las palabras, ¡es preciso que lo abandones todo por mí!

-Te seguiré, respondió la inexperta niña sin saber lo que decía; pero apercibiéndose al punto de la gravedad de su compromiso, añadió sollozando:

-¡Ah! ¡no puedo... no puedo, no!... Mi padre... mi pobre padre se moriría de pena!

-Tienes razón, contestó fríamente el gaucho en ademán de retirarse, y enternecido a su pesar por las lágrimas de Lia; tienes razón. Al fin yo no soy otra cosa que un despreciable gaucho sin Dios ni ley, como decís vosotros los de la ciudad, y tú eres rica, hermosa y de elevada cuna... ¡Conmigo serías muy desgraciada! ¿Que podría yo brindarte, en cambio de la felicidad que me sacrificarías?...

¡Nada!... Nada, Lia; solo un nombre, infamado, y la miseria, los azares, los contratiempos y penalidades de mi borrascosa existencia... ¡Adiós! ¡Él te haga tan dichosa como yo deseo! Si alguna vez oyes decir que he muerto, no derrames ni una lágrima por mi memoria. Olvida para siempre al desventurado proscripto. ¡Adiós!

-¡No, no te irás! exclamó Lia asegurándole de un brazo.

Amaro volvió el rostro, y entonces Lia pudo notar dos gruesas lágrimas que rodaban a lo largo de sus mejillas. Aquel hombre terrible, a quien llamaban sus enemigos Satanás, acaso por la vez primera sentía humedecidos sus ojos el llanto.

-¡Adiós! tornó a repetir, insensible a los ruegos de su amante.

-Te seguiré, ingrato; te seguiré... haré lo que quieras, dijo Lia estrechándole ciega entre sus brazos.

-Reflexiónalo bien.

-La infamia, el deshonor, la muerte, ¡todo lo acepto por ti!

Los labios del gaucho estamparon el primer beso en la púdica frente de su amada.

-No: de hoy en adelante, eres mi esposa; no faltará quien bendiga nuestro enlace: yo conquistaré gloria y riquezas para ti. Algún día se ha de eclipsar la negra estrella que me persigue: entre tanto el desierto es grande, y en él encontrarás siempre una choza donde guarecerte y servidores fieles que te acaten como a su reina. ¿Ves ese dilatado bosque que se pierde de vista, donde nadie se atreve a penetrar temiendo a las fieras que en él se esconden? Pues allí, allí hay más de cuatrocientos montoneros, que solo esperan una palabra mía para alzar el estandarte de la rebelión en este punto; pero todavía no ha sonado la hora de recomenzar la lucha... Somos muy pocos y no tenemos ni armas, ni pólvora, ni balas... Allí vivirás hasta que caiga el odiado pendón portugués de los muros de Paysandú, y ondee en su lugar la bandera azul y blanca.

Una vez resuelta Lia, concertaron el modo de llevar a cabo su evasión, la cual no podía verificarse sino de noche, porque antes de llegar al bosque tenían que atravesar un gran trecho ocupado por los rebaños de la Estancia, y podían ser detenidos o vistos por los peones que los guardaban; y a Amaro en aquella circunstancia le interesaba, como había indicado antes, no despertar la más leve sospecha, y mucho menos dar margen con una imprudencia semejante a que entrasen en la selva buscando a Lia y descubriesen a sus amigos.

Convinieron, pues, en que ella ganaría al esclavo que cuidaba de las puertas, para que cerrase una en falso a fin de que pudiese salir a media noche, al oír la señal acordada que era el canto de Aguará, y aplazaron su ejecución para dos días después.

Pero no bien se separó Lia de Amaro, no bien la fría calma de la reflexión sucedió al vértigo febril de las pasiones, y se vio libre de la avasalladora e incontrastable fascinación que aquel hombre ejercía en todo su ser, Lia retrocedió ante las consecuencias de su extravío, se arrepintió de su debilidad, recordó enternecida la desesperación de su buen padre que tanto la quería, y después de una obstinada lucha entre su amor y su deber, en la que triunfó por fin éste, se propuso engañar a su amante con plausibles pretextos hasta la llegada de D. Carlos...

Hemos visto en el capítulo primero cómo la agreste impetuosidad del gaucho desbarató sus planes, y cómo, a pesar de sus buenos deseos, a pesar de su heroica resistencia hasta el último momento, fue robada de la Estancia de su tía y conducida... ¿donde?... el título del siguiente capítulo os lo está diciendo.


Capítulo VII

La guarida de Amaro


El brillante lucero precursor de la mañana, como la primera centella de un volcán que ilumina la cúspide de la montaña que le sirve de base, trepaba de cuchilla en cuchilla, dejando en pos de sí un rastro luminoso, cuando Lia y su raptor penetraban en el bosque.

El fresco ambiente de la noche y el rápido movimiento del caballo despertaron a la hermosa de su letargo. Los latidos de su corazón se confundían con los de su amante, y más de una vez los cabellos de este, flotando a merced del viento, rozaban sus mejillas y garganta.

Amaro la llamaba por su nombre, la estrechaba contra su pecho, y prodigándole las más tiernas expresiones de cariño, procuraba hacerla volver en sí. ¡Empeño inútil! Lia, aunque despierta, permanecía con los ojos cerrados sin responder a sus apasionadas palabras.

Encontrábase en una de esas mil situaciones en que la razón es impotente para hacernos superiores al sentimiento que nos domina, por más que pretendamos vencerlo, conociendo el perjuicio y los males que va a ocasionarnos. Lia, arrancada violentamente de su hogar, obligada contra su voluntad a sellar con el baldón de la infamia las venerables canas de su padre, hubiera deseado tener la entereza suficiente para echar en cara a Amaro su desleal proceder, y rogarle que la dejase libre o la matase, pues prefería la muerte a envenenar la existencia del autor de sus días, y exponerle además a la venganza de D. Álvaro, y acaso, acaso verse luego abandonada por el mismo que deshojaría la flor de su honestidad en cuanto quisiera, porque ella, inexperta y candorosa niña, que le amaba con todas las fuerzas de su alma, ni sabría ni podría resistirle; pero una voz más fuerte se levantaba de su pecho en favor del proscripto.

-Él te ama, le decía; él te adora; su conducta es hija de su violenta pasión, de los celos y de la certidumbre de perderte. Confía en su palabra: no será tan vil que abuse de tu debilidad y de tus pocos años. Serás su esposa, no su concubina, y cuando luzcan días mejores, tu padre que tanto te quiere, te perdonará el haberte unido sin su consentimiento al primero de los libertadores de su patria.

Así raciocinaba Lia, sujeta ya a la fascinadora influencia de su raptor, cuyas dulces protestas escuchaba en tanto con el mismo embeleso que Eva las palabras de la serpiente. ¡Ay! ¡Es tan difícil a una mujer amante y amada no perdonar los arrebatos que su beldad inspira! ¡Es tan difícil en los primeros albores de la vida, cuando la felicidad nos ha sonreído desde la cuna, no verlo todo al través de un prisma encantador!

¿Cómo comprenderá un alma virgen, que no ha bebido aun en la amarga copa de la experiencia, que tras ese cielo de purísimo azul, que admiran sus ojos, se oculta la tempestad y el rayo? ¿Cómo querrá creer que las aves de rapiña, o aleves cazadores, acechan a esos hermosos e inofensivos pajarillos, que, saltando de rama en rama, la encantan con sus gorjeos? ¿Cómo le asaltará la idea de que bajo ese manto de verdura que cubre el suelo bordado de mil flores, a cual más bella y fragante, se arrastran ponzoñosos reptiles o inmundos insectos, que se nutren y forman su veneno de ellas? ¿Cómo se imaginará, en fin, que el caudaloso río, que corre impetuoso a confundirse con el mar, agotado por los ardores del estío, se convertirá en fétido pantano?

Los fugaces temores de Lia se desvanecieron, y si no la alegría, la confianza volvió a su pecho. Si algún triste recuerdo involuntario, si alguna idea fatigosa, si algún fatal presentimiento venían a intervalos a preocupar su espíritu, ante la radiante llama de su amor, recuerdos tristes, ideas penosas, fatales presentimientos, depurábanse variando de forma y de color, como varían de forma y de color en el laboratorio de un alquimista varios fragmentos de metal, reducidos al estado de fusión, y trocados en una sola masa compacta y brillante.

La marcha más lenta del caballo, que en breve caminó al paso, y el ruido de las ramas, indicaron a Lia que entraban en el bosque.

-No había en él senda alguna: el corcel, guiado por el instinto, se abría camino por entre los arbustos, enredaderas y plantas parásitas que ligan unos árboles con otros, y forman un muro de verdura bastante espeso para que no se distingan dos personas a una vara de distancia.

A medida que adelantaban, la selva se hacía más impenetrable, el caballo retrocedía frecuentemente; tomaba a la derecha, luego a la izquierda, metía la cabeza entre los matorrales, husmeaba la yerba, y así, variando a cada momento de dirección, anduvo como dos leguas, hasta que llegó a una especie de pradera en medio del bosque, formada recientemente por el incendio de los árboles y de la maleza, cuyas cenizas cubrían todavía el suelo como una capa de menuda arena.

El caballo tomó el trote lleno de alegría, y Amaro respiró tranquilo. Hasta entonces el sobresalto de tropezar con alguna de las muchas fieras que también tenían allí su guarida, le habían hecho temblar más de una vez, no por él, sino por su compañera, que ignorante del riesgo que corría, continuaba con los ojos cerrados, como si estuviese desmayada.

Un prolongado y confuso alarido, tan lúgubre como espantoso, resonó a lo lejos, semejante al estruendo de una gigantesca mole que se desploma de una montaña, rodando de roca en roca, y rompiéndose en pedazos al chocar contra ellas. Diríase, enmedio de la soledad y pavoroso silencio que allí reinaba, que se había abierto la tierra, y los demonios, presididos por Satanás, acudían en tropel a celebrar algún diabólico festín.

Mil voces, o más bien aullidos distintos, formaban una algarabía verdaderamente infernal. Lia, trémula y azorada, se abrazó fuertemente al cuello de su amante, encomendándose a todos los santos del cielo.

Amaro se sonrió, y tomando el galope, la dijo:

-No te asustes, ángel mío; son los mastines de mis montoneros que me han sentido... ya están aquí; míralos.

Un centenar de perros, la mayor parte barcinos, y algunos casi tan grandes como los de Terranova, aunque más flacos y desnudos del abundante vellón que adorna a aquellos, salían a su encuentro aullando y ladrando a la vez.

Silbó el gaucho tres veces, llamó a algunos por su nombre, y reconociéndole ellos, cesó al punto su atronador clamoreo, y se le acercaron en tumulto meneando la cola y dando saltos de alegría.

-¡Míralos, alma mía, añadió Amaro riendo del pueril temor de Lia, que temblaba como una hoja; míralos qué bonitos son!

-Serán muy bonitos, pero me dan miedo, contestó ella sin volver la cabeza y siempre abrazada a su cuello.

En efecto, aquellos animales, aunque domesticados, además de ser muy feos, tienen algo de selvático y feroz que impone, debido sin duda al oficio que desempeñan cerca de sus amos. Son sus guardadores, sus centinelas de noche y de día: sin su auxilio sería imposible vivir en nuestros bosques. Al menor descuido, los salvajes, un tigre u otro animal cualquiera sorprenderían al que osase internarse en ellos. No así cuando una buena traílla defiende la localidad que ocupan los que por su oficio, como los leñadores, o por necesidad, como los que andan ocultos, escogen para fijar su residencia a veces por largos años.

A los ladridos de los perros salieron de sus ranchos unos cuatrocientos gauchos blancos, negros, indios y mestizos acompañados de algunas mujeres.

Eran los montoneros de Amaro, los emigrados de Tacuarembó y Salto.

La mayor parte estaban casi desnudos: apenas un claripá de jerga o un raído vichará cubría sus miembros ennegrecidos por el sol y por la pólvora; pero en su porte altivo, en su arrogante mirada, en la satisfacción que demostraban al inclinarse delante de su jefe, se conocía que eran voluntarios y que soportaban con gusto las penalidades y la miseria a trueque de alcanzar con su constancia más tarde o más temprano el premio de sus afanes, el triunfo de la noble causa que defendían con tanto arrojo como tenacidad.

Lia contemplaba con asombro aquellos rostros varoniles, tostados por el sol y por los cierzos, aquellas miradas fijas e imponentes, aquellas crinadas cabelleras, aquellas anchas espaldas y levantados pechos, señalados algunos por el sable y las balas de los iberos y lusitanos, o por las flechas y las lanzas de los infieles, y se admiraba interiormente del respeto y del gozo con que recibían a su amante. Mucho debía valer este, en muy alto concepto de esforzado debían tenerle, muy grande, muy legítima y digna debía ser su fama, para que tales hombres reconociesen su superioridad, le prestasen obediencia, abandonasen sus hogares por seguirle, y aceptasen la proscripción, el exterminio que pesaba sobre los que militaban bajo las banderas de los montoneros.

Amaro se apeó, entregó el caballo al que estaba más inmediato, atravesó en silencio por medio de ellos, y se dirigió con su amada a un rancho que quedaba en el centro y que sobresalía entre los cuarenta o cincuenta que formaban aquella errante colonia, como descuella el camalote entre las algas y plantas marinas que las corrientes y remolinos arrancan del fondo de un río.

Este rancho estaba adornado con todo el lujo que el desierto permitía, y sin embargo, no había allí nada que recordase a la elegante montevidiana la esplendidez de la casa paterna. Las paredes eran de barro y cañas; el techo de forma angular, de una paja larga y compacta, llamada lolora: la puerta se componía del cuero seco de un novillo. No cubrían el suelo ricos tapices de Persia, sino frescas hojas de laurel, yerba mora y salsafrás entremezcladas con el aromático trébol y la odorosa gramilla. En vez de cuadros, flores silvestres colocadas en toscos jarrones de tierra. Un grueso tronco, cubierto con la piel de un leopardo, servía de mesa; el de una palmera de sofá, y otros menores de butacas, todos resguardados por magníficas y variadas pieles. En fin, una preciosa hamaca, tejida con las plumas, de las aves más estimadas por su brillo y hermoso colorido, arrollada y pendiente a falta de clavos, de la cornamenta de un venado, ofrecía un cómodo lecho al que quisiera extenderla de una pared a otro para descansar en ella.

Lia inventarió de una ojeada el menaje de su nueva habitación, y fuese por la novedad, o bien por que su imaginación revistiese con un barniz de magnificencia la poética sencillez de aquella morada, no hizo gesto alguno por el cual se pudiese inferir que algo la desagradaba; pero cuando notó, encima de lo que llamaremos mesa, varios libros, un costurero pequeño, un escritorio, un estuche para la boca y otros utensilios de señora, comprados en Paysandú por Amaro, se sintió agradablemente conmovida por esta delicada previsión de su amante, y le dio las gracias con una de esas miradas que solo pueden lanzar los ojos de una mujer bella y enamorada.

-Lia, ahora que nadie puede separarnos, dijo su amante, aprovechando la favorable disposición de ánimo en que se encontraba ella, quiero no disculparme, sino pedirte perdón por mi brutal arrebato.

La joven no contestó.

-Sí, perdóname, mi encanto, porque solo el amor, el ardiente ¡ciego amor que te profeso, pudo prestarme fuerzas para amenazarte de ese modo. ¿Crees tú, por ventura, que si me hubieras dicho no, amándote, como te amo, ángel mío, crees tú que hubiera sido capaz de asesinarte?

-¡Quién sabe! murmuró Lia: antes me habías dicho que quisieras verme primero muerta que en brazos de otro.

-Pero... considera...

-No, Amaro; has sido injusto; has dudado de mí: no me has creído bastante fuerte para resistir a la voluntad de mis padres, y por eso...

-¡No! exclamó él interrumpiéndola: me habías empeñado solemnemente tu palabra y creí, acostumbrado como estoy a que nadie me falte nunca, a ella, creí que tenía ya sobre ti los derechos de un esposo.

-¿Qué dices? preguntó Lia palideciendo.

Amaro la vio apoyarse sobre la mesa, y notó la palidez que oscurecía el carmín de sus mejillas. Comprendió el alcance de la frase que acababa de soltar, y como la había dicho sin segunda intención, procuró enmendar su falta, añadiendo con veraz y rendido acento:

-Ahora y siempre liaré lo que tú quieras. Manda, dispone, ordena... pídeme hasta la vida, y me atravesaré el pecho a tus pies por oírte decir: -« ¡Estoy contenta!»

Tan apasionada protesta, pronunciada con la vehemencia de un amante que anhela justificarse, bastó para que la bella ofendida le absolviese generosamente de su anterior indiscreta alusión.

-Te perdono, Amaro, y acepto con gusto el porvenir, bueno o adverso, que a tu lado me reserve el destino... Solo espero de tu lealtad que un sacerdote bendiga nuestra unión.

-Será mañana mismo si quieres...

-¿Dónde?

-Aquí.

-¡Ah, no! repuso Lia como recelosa y turbada por la precipitación de su amante; es preciso que sea en una ciudad, en un pueblo, en un paraje donde todos lo sepan y llegue a noticia de mi familia.

-Procuraré complacerte, respondió el gaucho vacilando.

-Empéñame tu palabra de honor, júrame que así lo harás, añadió Lia llena de angustia.

Amaro, haciendo un penoso esfuerzo, contestó con voz pausada y grave:

-¡Te lo juro!...

Y sin aguardar respuesta, cubriose el rostro con el poncho, y salió del rancho para devorar sin testigos su aguda pena.

Imaginábase el desgraciado que Lia no le amaba, o si le amaba era muy tibiamente, cuando desconfiaba de él y se empeñaba con sus pueriles temores en levantar una barrera que en largo tiempo no podría él salvar, y acaso moriría antes de conseguirlo.

Juzgando a Lia por sus propias ideas, con su despreocupación y soberano desprecio a la opinión ajena, no alcanzaba a comprender sus fundados escrúpulos.

-Si me amase, se decía, todo lo olvidaría por mí, me lo sacrificaría todo. Yo sería para ella cuanto existe en el mundo...

Dominado por este pensamiento, resolvió inquirir si eran ciertas o no sus dudas, y para ello, aprovechando la circunstancia de tener que ir a Paysandú con el objeto de solicitar de Abreu algunos fondos, se valió de un ardid, al que muchas veces apelan los amantes que desean experimentar la constancia de su adorada; fingiéndose indiferentes, y alejándose de ellas el tiempo necesario para poner a prueba su fidelidad. La ausencia es la piedra de toque de los enamorados.

Esa misma tarde pasó a su antigua morada, convertida ahora en retrete de Lia, y después de informarse si había descansado y si necesitaba algo, le insinuó que se veía obligado a ausentarse por algunos días.

-Así estarás más tranquila, añadió, observando con encubierta avidez la impresión que sus palabras producían en su amante; conviene, por ahora, que estemos juntos lo menos posible...

-¿Y a donde vas? preguntó ella con voz trémula y húmedos los ojos, por dos lágrimas, que, a pesar de sus esfuerzos para contenerlas, enturbiaban el claro resplandor de su mirada, pugnando por escaparse de sus párpados. ¿Adónde vas?

-¡Lejos, muy lejos! replicó Amaro.

-¡Por Dios, vuelve pronto, pronto! y sobre todo, amor mío, no expongas tu vida, no vayas a desafiar los peligros únicamente por el placer de aumentar tu fama...¡Ah! Si acaso soy yo la causa de esa resolución, perdóname el mal que involuntariamente he podido ocasionarte, y no me dejes, Amaro mío, no me dejes... quédate aquí... yo te exijo.

Iba a decir de tu juramento; pero la voz expiró en su garganta, y ardientes lágrimas empaparon su rostro.

Amaro empezaba a enternecerse, y como no quería variar de resolución, manifestola en pocas palabras que un asunto indispensable le llamaba a Paysandú; pero que volvería tan pronto como lo evacuase.

Había pensado, en efecto, ver al Sr. de Itapeby y pedirle prestado algún dinero para proveer de armas y vestuario a sus montoneros. Su mala estrella quiso que, al pasar por la pulpería, oyese las palabras del enchalecador, el cual, estando en relaciones con una mestiza de la Estancia, se hallaba oculto entre unos cardales la noche del rapto, y le había conocido cuando cruzó a escape con Lia dirigiéndose al bosque.

Sobre el resultado que esto produjo, y lo que después acaeció en casa del comerciante, excusamos insistir habiéndolo consignado detenidamente en los capítulos segundo y tercero.

A ellos remitiremos al lector olvidadizo, suplicándole recuerde el pacto y las condiciones del gaucho y la formal promesa de Abreu de darle los cien mil patacones de la apuesta siempre que le trajese un parejero capaz de vencer al renombrado Atahualpa.


Capítulo VIII

El Tubichá


No ha muchos años existía en nuestro país una esforzada tribu, aunque pequeña, la más belicosa e indómita del Plata, y acaso de toda la América, inclusos los célebres araucanos.

Esta tribu era la de los charrúas, quienes figuran en primera línea desde los primeros tiempos de la conquista, y han vertido ellos solos más sangre Ibera que los ejércitos de los Incas y Moctezuma, si hemos de creer a Azara.

Por espacio de tres siglos disputaron palmo a palmo su territorio a los españoles y a sus descendientes, combatiendo con indomable constancia hasta hundirse en la tumba.

Su lucha empezó con Solís, a quién devoraron en una isla frente a la Colonia (1515), y concluyó en el primer tercio de este siglo (1833), siendo exterminados en una celada por el general Rivera, en las cabeceras del Cuarehim y del Ibirapitámini.

Encerrados en la confluencia de los dos ríos, es fama que no escaparon veinte individuos, y que fueron inmolados sin piedad hombres, niños y mujeres.

Sus depredaciones, el estado de continua alarma en que tenían a la campaña, a pesar de su reducido número, pues no llegaban a mil; su atroz perfidia con D. Bernabé Rivera, hermano del general, joven de altas esperanzas, a quien asesinaron con su comitiva, y otros muchos atentados, hicieron necesaria esta medida, inicua si se quiere, pero disculpable hasta cierto punto, tratándose de unos hombres tan crueles y tan pérfidos como los charrúas.

Su carácter dominante era un odio profundo contra los cristianos, cualquiera que fuese su procedencia, lo mismo a los españoles que a sus descendientes; pero obligados a defenderse también de otras parcialidades con quiénes estaban en perpetua guerra, solían entablar con los primeros negociaciones de paz, que rompían con insigne mala fe en cuanto pasaba el peligro.

Sus aduares eran el refugio de todos los que por sus delitos, o por huir de la esclavitud, vagaban por los bosques. El que quería ingresar en su tribu se presentaba al Tubichá, esto es, al jefe superior, al cacique de los caciques, acompañado de algún truchimán que le servía de padrino, y exponía en breves razones el motivo por el cual andaba errante, y su firme intención de separarse para siempre de los perversos y traidores cristianos, y consagrarse en cuerpo y alma al servicio de la gente más valerosa, más valiente e ilustre que existía debajo de las estrellas.

El cacique convocaba a los ancianos y les proponía la admisión del catecúmeno, el cual, si tenía la desgracia de ser rechazado por ellos, considerándole sospechoso o espía, era degollado en el acto junto con su acompañante.

Una vez admitido en la tribu, renegaba de su religión y adoptaba el traje, los ritos y las costumbres de los salvajes; se le daba otro nombre, y por vía de ensayo se le sometía a distintas pruebas, de las que no siempre salía victorioso,

Algunos de estos aventureros, dotados de una inteligencia muy superior a la de los indios, y de un temple de alma a propósito para granjearse su aprecio halagando sus ruines instintos, secundando sus planes de exterminio y vandalismo, y encendiéndoles en ferocidad si era posible, al cabo de algunos años adquirían tal prestigio y consideración entre ellos que los capitanejos los elegían para el mando supremo a la muerte del Tubichá.

En la época que abraza nuestra historia, un mulato liberto mandada la tribu de los charrúas.

Escapado de la Estancia en que trabajaba, sita en la campaña de Tucumán, por el asesinato del capataz, ideado y dirigido por él en unión con varios esclavos, a fin de apoderarse de una crecida suma de dinero, producto de la venta de cincuenta mil cueros, emigró a la Banda Oriental con sus cómplices, para de allí trasladarse al Brasil, donde esperaban gozar impunemente el fruto de su crimen.

Sorprendidos al atravesar el Yaguaron, por una partida de facinerosos, se resistieron a entregarles la ropa y las armas que aquellos les exigían, y los que no murieron peleando, se refugiaron a un monte inmediato, donde estaban acampados los charrúas.

Presos y conducidos a presencia del Tubichá, llevose éste sin hablar la mano abierta a la garganta, indicando que los degollasen.

Había entre las concubinas del cacique una Zamba, su favorita a la sazón, que conocía al mulato por haber tenido relaciones amorosas con él en una de las Estancias próximas a la suya, antes de caer prisionera con sus amos, viniendo de viaje para San Carlos.

Conociole al pasar por delante de su tienda, y ordenando a los que le conducían que se detuviesen corrió al Tubichá, bañada en llanto, y le rogó que le perdonase, porque era su hermano.

Creyola cándidamente el buen indio, y accedió a su deseo con las condiciones antedichas. Alentada ella, quiso salvar igualmente a los demás; pero no pudo conseguirlo. El mulato que era de perversa índole, audaz, desalmado, y que no carecía de talento, adquirió en breve inmensa popularidad entre los salvajes, y cuando se creyó con bastante prestigio para disputar el poder a los afamados capitanejos, de acuerdo con su antigua querida, al retirarse de una malocca, en la que fueron rechazados con pérdidas considerables y perseguidos por algunas leguas, en medio de la confusión pasó por detrás con su lanza de parte a parte al viejo cacique.

Hecha la elección del nuevo jefe, previas las formalidades de costumbre, el asesino fue proclamado Tubichá casi por unanimidad.

El nombre de Tapalquem, el del brazo de hierro, que le habían dado los indios al recibirle en sus filas, se hizo muy pronto sinónimo de todo lo más malo que imaginarse puede.

Ahora bien, Tapalquem tenía el caballo que Amaro iba a buscar, y lo que es más extraño, Tapalquem, el asesino, el incendiario, el bárbaro y feroz cacique que todo lo llevaba a sangre y fuego, aquel cuyo nombre pronunciado de noche en la cocina de una Estancia hacía estremecer y erizar los cabellos de horror a la numerosa concurrencia, que sentada en ancha rueda en torno del hogar, saboreando el líquido de aromática yerba mate, desleída con agua hirviendo en una pequeña calabaza que pasa de mano en mano, oía embelesado el relato de las increíbles aventuras, patrañas y mentiras de los que tenían la palabra... Tapalquem respetaba y quería a Amaro, y le había ofrecido por varias ocasiones el apoyo de sus ochocientos jinetes. Oferta que el orgulloso jefe de los montoneros había despreciado siempre, creyendo degradar su noble causa aliándose con aquellos beduinos, a quienes después de la victoria ni sus mismos caudillos eran capaces de impedir que se entregasen al saqueo, a la violencia, al pillaje, a la embriaguez y demás excesos que son consiguientes.

Sus relaciones databan de muy antiguo. Viajando Amaro por la provincia de Buenos Aires acompañado de otros tres gauchos, llegó una tarde a una Estancia, y como es costumbre, se acercó a la casa a pedir posada por aquella noche, en los momentos que cuatro vigorosos negros estaban amarrando a una ventana, para azotarle, a un esclavo que había osado levantar la mano contra el capataz. Audacia inaudita por la cual las leyes antes de 1810 autorizaban al amo para quitar la vida a sus siervos.

-¡Te he de matar a azotes, perro mulato decía el capataz furioso, blandiendo un enorme zurriago.

Amaro y sus compañeros descendieron de sus cabalgaduras, y entraron en el patio donde tenía lugar la escena referida.

La serenidad del esclavo contrastaba con la cólera del administrador, que, lívido de ira, descargaba sendos latigazos sobre los negros para que anduviesen más listos; y tan ciego estaba, que en vez de responder como debía a las urbanas frases con que el primero le pidió hospitalidad para él y sus amigos, contestó a gritos con palabras obscenas y en extremo ofensivas.

-¡No hay posada; idos a los infiernos! ¡Esta casa no es guarida de vagos ni de ladrones!

Los tres gauchos echaron a un tiempo mano a sus puñales, y bien cara habría pagado el insolente su grosería, si Amaro, siempre generoso y noble, no los hubiera detenido diciéndoles:

-Yo he sido el principal agraviado; dejadme que le exija la satisfacción y le imponga el castigo que merece.

El capataz se dirigió a la puerta para llamar a los peones; pero más rápido el gaucho, le cogió por el cuello de la veste y le arrojó a diez varas en medio del patio, como arroja un niño una pelota o una varilla de mimbre.

-Si levantáis la voz, le dijo clavando en él su terrible y avasalladora mirada; si dais un solo grito, os degüello lo mismo que a un ternero.

El miserable comenzó a temblar como un azogado, y tartamudeando soltó algunas palabras vagas, ininteligibles, sin enlace ni conexión; por último, pudo hablar, se arrodilló, y pidió perdón a los agraviados.

Amaro, sin responderle, se encogió de hombros, se acercó al mulato, y cortó con su puñal el maneador, que lo sujetaba a las rejas de la ventana...

-Ya eres libre, le dijo: anda y toma el primer caballo que encuentres ensillado para venirte con nosotros.

El esclavo cayó de hinojos, hiriendo el suelo con la frente, y puso sus labios en las blancas botas de potro de su libertador.

-¡Paisano! ¡paisano!... exclamó el capataz, luchando con el miedo que le infundían sus huéspedes y el temor de perder al esclavo; considerad por piedad que soy un desgraciado, que nada tengo, y me veré obligado a satisfacer su valor.

-¡Miserable! ¿Y no querías matarle a azotes?

-Es verdad; mas...

-Mas entonces, continuó Amaro con creciente indignación; te habrías escudado con las leyes, o para evitar indagaciones, habrías dicho que había muerto de enfermedad.

-Considerad que tengo cuatro hijos...

El gaucho le echó una mirada de desprecio.

-¿Cuánto vale? preguntó.

-Cuatrocientos pesos; ni un cinquiño menos... os puedo mostrar la carta de venta.

-Veamos esa carta.

Corrió el capataz a una pieza inmediata, seguido de su interlocutor, y sacó de un pequeño escritorio un legajo de papeles, los hojeó, y como tardase intencionalmente en encontrar el que buscaba, sin duda para dar tiempo a que viniesen algunos de los peones que estaban a la sazón en la matanza, Amaro se los arrebató de las manos, diciéndole con un ceño y un metal de voz que le hizo estremecer de los pies a la cabeza:

-Andad con tiento porque ya se me va acabando la paciencia.

En seguida desdobló la escritura, y le ordenó que extendiese debajo el recibo de la cantidad expresada.

El capataz vaciló; Amaro levantose tranquilamente el poncho, y llevó la mano a uno de los bolsillos del tirador; creyó el primero que iba a sacar el puñal, y exclamó hablando y escribiendo a toda prisa:

-¡Por Dios, amigo mío; por Dios! Tened más calma...voy a concluir ¿A nombre de quién pongo el traspaso?

-A nombre del propio esclavo.

Los gauchos y los negros, que desde el patio presenciaban esta cómica escena, se reían, los primeros abiertamente, y los otros en sus adentros, de la pusilanimidad de aquel hombre que tenía fama en toda la comarca por su crueldad desmedida con los esclavos sujetos a su dominio, y ahora se mostraba tan menguado, tan cobarde y rastrero.

Cuando hubo firmado, Amaro llamó al mulato, que volvía de cumplir sus órdenes, y le entregó la escritura.

El administrador, cabizbajo y contrito, los acompañó hasta la puerta donde estaban los cinco caballos, los vio montar, y no atreviéndose a reclamar de nuevo directamente el pago de los cuatrocientos pesos, comenzó a lamentarse de las muchas pérdidas que había sufrido aquel año, y dijo:

-Espero de vuestra generosidad que... si os es posible y esto no ocasiona ningún perjuicio de consideración... tan pronto como os lo permitan las circunstancias... os dignaréis remitirme... si no toda, al menos una parte de la cantidad que tendré que abonar de mis sueldos, ¡ay de mí!

El gaucho, sin mirarle a la cara, le tiró a los pies una bolsilla de cuero que había sacado en vez del arma que aquel se imaginó y partió a galope, seguido de sus compañeros.

Recogiola fríamente el administrador, figurándose que sería alguna nueva burla; pero ¿cuál sería su sorpresa al encontrarse con veintidós flamantes medallas de Carlos III, en las que se leía la encantadora leyenda de D. Félix Utroque?...

Imposibilitados por este motivo de dormir en la Estancia, hicieron noche en un villorro que distaba cuatro leguas.

Al día siguiente, antes de partir, Amaro, que se dirigía a la capital; indicó al mulato que hiciera lo que mejor le pareciese, porque era enteramente libre.

Quiso este en prueba de su gratitud quedarse a su servicio; pero el generoso gaucho le dio las gracias, diciéndole que no le necesitaba, y le aconsejó que se fuese a trabajar y procurase con su laboriosidad y buena conducta captarse la voluntad de sus futuros patrones, para que, a la vuelta de algunos años le habilitasen.

En consecuencia, su protegido enderezó el rumbo a Tucumán, donde, abusando muy pronto de su libertad, perpetró el crimen de que hemos hablado, que le obligó a huir de aquel país y le arrojó entre los charrúas, abriéndole un nuevo crimen el camino de la fortuna.

Sin entrar en los anteriores detalles no se comprendería a la verdad la ilimitada confianza del proscripto en el afecto que le profesaba Tapalquem. Un servicio de tal magnitud, bien merecía para un corazón agradecido, no el préstamo, sino el regalo del mejor caballo, por grande que fuese su valor.

No obstante, a pesar del sincero agradecimiento del cacique y de su empeño en complacerle, fue necesaria toda su buena voluntad y el arrojo e intrepidez de ambos para conseguir una cosa al parecer tan sencilla. Diremos dos palabras sobre esto, para la mejor inteligencia de lo que vamos a exponer en seguida.

Los indios, como los árabes y los tártaros y todos los pueblos nómades, aprecian en extremo sus corceles, sobre todo a los que despuntan por su belleza y agilidad.

Existen sobre este particular mil preocupaciones entre ellos, que si no temiéramos fastidiar al lector con digresiones inoportunas, las enumeraríamos, seguros de que tal vez le divertirían por lo raras y extravagantes...

La tribu que tiene buenos caballos, en su concepto no puede ser cobarde: el mejor bridón pertenece de derecho al cacique, y en él se vincula el honor y la gloria de la parcialidad que capitanea: perderlo en la batalla o de otro modo, es señal de mal agüero, presagio de calamidades y desgracias para la tribu.

Veamos ahora de qué medio se valió Amaro para arrancar a los charrúas su famoso parejero, y si los peligros a que se expuso valían los cien mil patacones que debían recompensar su audacia.