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Atalaya de la vida humana
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-Ya os conozco, ladrón, y sé quién sois y por qué lo hacéis. Pues desengañaos, que ha de parecer el trencellín y no habéis de salir con vuestras pretensiones. Bien pensáis que dende que faltó el trincheo no he visto vuestros malos hígados y que andáis rodeando cómo no servirme. Pues habéislo de hacer, aunque os pese por los ojos, y habéis de llevar cada día mil palos, y más que para siempre no habéis de tener en galera otro amo. Que, cuando yo no lo fuere, os han de poner adonde merecen vuestras bellaquerías y mal trato. Pues el bueno que con vos he usado no ha sido parte para que dejéis de ser el que siempre; y sois Guzmán de Alfarache, que basta.
 
No sé qué decirte o cómo encarecerte lo que con aquello sentí, hallándome inocente y con carga ligítima cargado. Palabra no repliqué ni la tuve, porque, aunque la dijera del Evangelio, pronunciada por mi boca no le habían de dar más crédito que a Mahoma. Callé, que palabras que no han de ser de provecho a los hombres, mejor es enmudecer la lengua y que se las diga el corazón a Dios. Dile gracias entre mí a solas, pedíle que me tuviese de su mano, como más no le ofendiese. Porque verdaderamente ya estaba tan diferente del que fui, que antes creyera dejarme hacer cien mil pedazos que cometer el más ligero crimen del mundo.
 
Cuando se hubieron hecho muchas diligencias y vieron que con alguna dellas no pareció el trencellín, mandó el capitán al mozo del alguacil me diese tantos palos, que me hiciese confesar el hurto con ellos. Arrizáronme luego. Ellos hicieron como quien pudo, y yo padecí como el que más no pudo. Mandábanme que dijese de lo que no sabía. Rezaba con el alma lo que sabía, pidiendo al cielo que aquel tormento y sangre que con los crueles azotes vertía, se juntasen con los inocentes que mi Dios por mí había derramado y me valiesen para salvarme, ya pues había de quedar allí muerto. Viéronme tal y tan para espirar, que, aunque pareciéndole a mi amo mayor mi crueldad en dejarme así azotar que la suya en mandarlo, mas, compadecido de tanta miseria, me mandó quitar. Fregáronme todo el cuerpo con sal y vinagre fuerte, que fue otro segundo mayor dolor. El capitán quisiera que me dieran otro tanto en la barriga, diciendo:
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-Mal conoce Vuestra Merced a estos ladrones, que son como raposas: hácense mortecinos y, en quitándolos de aquí, corren como unos potros y por un real se dejarán quitar el pellejo. Pues crea el perro que ha de dar el trencellín o la vida.
 
Mandóme llevar de allí a mi despensilla, donde me hacían por horas mil notificaciones que lo entregase o tuviese paciencia, porque había de morir a palos y no lo había de gozar. Mas, como nadie da lo que no tiene, no pude cumplir lo que se me mandaba. Entonces conocí qué cosa era ser forzado y cómo el amor y rostro alegre que unos y otros me hacían, era por mis gracias y chistes, empero que no me lo tenían. Y el mayor dolor que sentí en aquel desastre, no tanto era el dolor de que padecía ni ver el falso testimonio que se me levantaba, sino que juzgasen todos que de aquel castigo era merecedor y no se dolían de mí.
 
Pasados algunos días después de esta refriega, volvieron otra vez a mandarme dar el trencellín y, como no lo diese, me sacaron de la despensilla bien desflaquecido y malo. Subiéronme arriba, donde me tuvieron grande rato atado por las muñecas de los brazos y colgado en el aire. Fue un terrible tormento, donde creí espirar. Porque se me afligió el corazón de manera que apenas lo sentía en el cuerpo y me faltaba el aliento. Bajáronme de allí, no para que descansase, sino para volverme a crujía. Arrizáronme a su propósito de barriga y así me azotaron con tal crueldad, como si fuera por algún gravísimo delito. Mandáronme dar azotes de muerte; mas temiéndose ya el capitán que me quedaba poco para perder la vida y que me había de pagar al rey, si allí peligrase, tuvo a partido que se perdiese antes el trencellín que perderlo y pagarme. Mandóme quitar y que me llevasen de allí a mi corulla y en ella me curasen. Cuando estuve algo convalecido, aún les pareció que no estaban vengados, porque siempre creyeron de mí ser tanta mi maldad, que antes quería sufrir todo aquel rigor de azotes que perder el interés del hurto. Y mandaron al cómitre que ninguna me perdonase; antes que tuviese mucho cuidado en castigarme siempre los pecados veniales como si fuesen mortales. Y él, que forzoso había de complacer a su capitán, castigábame con rigor desusado, porque a mis horas no dormía y otras veces porque no recordaba. Si para socorrer alguna necesidad vendía la ración, me azotaban, tratándome siempre tan mal, que verdaderamente deseaban acabar comigo.
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Pues para tener mejor ocasión de hacerlo a su salvo, me dieron a cargo todo el trabajo de la corulla, con protesto que por cualquiera cosa que faltase a ello, sería muy bien castigado. Había de bogar en las ocasiones, como todos los más forzados. Mi banco era el postrero y el de más trabajo, a las inclemencias del tiempo, el verano por el calor y el invierno por el frío, por tener siempre la galera el pico al viento. Estaban a mi cargo los ferros, las gumenas, el dar fondo y zarpar en siendo necesario. Cuando íbamos a la vela, tenía cuidado con la orza de avante y con la orza novela. Hilaba los guardines todos, las ságulas que se gastaban en galera. Tenía cuenta con las bozas, torcer juncos, mandarlos traer a los proeles y enjugarlos para enjuncar la vela del trinquete. Entullaba los cabos quebrados, hacía cabos de rata y nuevos a las gumenas. Había de ayudar a los artilleros a bornear las piezas. Tenía cuenta de taparles los fogones, que no se llegase a ellos, y de guardar las cuñas, cucharas, lanadas y atacadores de la artillería. Y cuando faltaba oficial de cómitre o sotacómitre, me quedaba el cargo de mandar acorullar la galera y adrizalla, haciendo a los proeles que trujesen esteras y juncos para hacer fregajos y fretarla, teniéndola siempre limpia de toda immundicia; hacer estoperoles de las filastras viejas, para los que iban a dar a la banda. Que aquesta es la ínfima miseria y mayor bajeza de todas. Pues habiendo de servir con ellos para tan sucio ministerio, los había de besar antes que dárselos en las manos. Quien todo lo dicho tenía de cargo y no había sido en ello acostumbrado, imposible parecía no errar. Mas con el grande cuidado que siempre tuve, procuré acertar y con el uso ya no se me hacía tan dificultoso. Aún quisiera la fortuna derribarme de aquí, si pudiera; mas, como no puede su fuerza estenderse contra los bienes del ánimo y la contraria hace prudentes a los hombres, túveme fuerte con ella. Y como el rico y el contento siempre recelan caer, yo siempre confié levantarme, porque bajar a más no era posible.