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Atalaya de la vida humana
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En esto se llegó la hora de comer y, puesta la mesa, servimos la vianda, según era costumbre, teniendo yo siempre los ojos puestos en las manos de mi amo, para ejecutarle los pensamientos. Mas cuanto en esto velaba, se desvelaba mi enemigo Soto en destruirme; pues, cuando más no pudo, compró a puro dinero su venganza. Hízose amigo con un criado, paje y tal como él, pues el interese lo corrompió contra mí. Prometióle unas gentiles medias de punto que tenía hechas, y dijo que se las daría si cuando alguna vez pudiese, sirviendo a la mesa hurtase alguna pieza de plata della y la llevase a esconder abajo en mi despensilla, sin que yo lo sintiese. Que haría en esto dos cosas: la primera, ganaría las medias que por ello le ofrecía; y lo segundo, él y sus compañeros volverían en su antigua privanza, derribándome a mí della. No le pareció mal a el mozo y, hallándose aquel día con la ocasión de bajar abajo, se llevó en las manos un trincheo, el cual escondió, alzando el tabladillo, en las cuadernas. Después de levantada la mesa, queriendo recoger la plata para limpiarla, hallándolo menos, hice diligencia buscándolo y, como no lo hallase, di noticia de cómo me faltaba, para que se hiciese diligencia en buscarlo por los criados de la popa. El capitán y mi amo creyeron a los principios la verdad; mas, como era testimonio levantado por mi enemigo Soto, luego pasó la palabra, que le oyeron decir que yo con la privanza lo habría hurtado y quería dar a los otros la culpa por quedarme con él.
 
Ayudóle a ello el mozo agresor y, dando de aquí principio a su sospecha, me apercibió mi amo muchas veces que dijese la verdad, antes que llegase a malas el negocio; mas, como estaba libre, no pude satisfacer con otra cosa que palabras buenas. El traidor del paje dijo que me visitasen la despensilla, que no era posible sino que allí lo tendría escondido. Porque, no habiendo salido fuera de la popa, se habría de hallar en mi aposento. Parecióles a todos bien y, bajando abajo, habiéndolo todo trasegado, buscaron adonde lo había metido y sacándolo dijeron que ya lo hallaron y que lo había yo allí escondido, porque otra persona no era posible haberlo hecho. Pues como esto trujese consigo aparencia de verdad y a mí me cogieron en la negativa, confirmaron por cierta la sospecha, cargándome de culpa. El capitán mandó al mozo del alguacil que me diese cincuenta palos, de los cuales me libró mi amo, rogando por mí que se me perdonase, por ser la primera; y me advirtió que, si en otra me cogían, lo pagaría todo junto.
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Nunca más alcé cabeza ni en mí entró alegría, no por lo pasado, sino temiendo lo por venir. Que quien aquélla me hizo, para mayor mal me guardaba cuando de aquél escapase. Y recelándome dello, supliqué con mucha instancia que me relevasen de aquel cargo, que yo quería luego entregar a otro las cosas dél y tendría por mejor que me volviesen a herrar en mi banco. Creyeron que todo había sido y nacido de deseo que tenía de volver a servir a mi amo el cómitre y, cuanto más lo suplicaba, más instaban en que por el mismo caso, aunque me pesase, había de asistir allí toda mi vida. «Pobre de mí -dije-, ya no sé qué hacer ni cómo poderme guardar de traidores.» Hacía cuanto podía y era en mi mano, velando con cien ojos encima de cada niñería, y nada bastó; que ya se iba haciendo tiempo de levantarme y era necesario caer primero.
 
Una tarde que mi amo vino de fuera, lo salí a recebir como siempre a la escalerilla. Dile la mano, subió arriba, quitéle la capa, la espada y el sombrero. Dile su ropa y montera de damasco verde, que la tenía siempre a punto. Bajé lo demás abajo, poniendo en su lugar cada cosa. Esa misma noche, sin saber cómo, quién o por qué modo, porque, si no fue obra del demonio, nunca pude colegir lo que fuese, que derribando el sombrero de donde lo había colgado, lo hallé sin trencellín, el cual tenía unas piezas de oro; él se despareció en los aires, que, cuando a la mañana lo vi sin él y de aquella manera, quedé asombrado. Hice cuantas diligencias pude buscándolo y ninguna fue de provecho. No pareció ni dél hubo rastro ni memoria. Cuando a mi amo se lo dije, dijo:
 
 
 
 
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-Ya os conozco, ladrón, y sé quién sois y por qué lo hacéis. Pues desengañaos, que ha de parecer el trencellín y no habéis de salir con vuestras pretensiones. Bien pensáis que dende que faltó el trincheo no he visto vuestros malos hígados y que andáis rodeando cómo no servirme. Pues habéislo de hacer, aunque os pese por los ojos, y habéis de llevar cada día mil palos, y más que para siempre no habéis de tener en galera otro amo. Que, cuando yo no lo fuere, os han de poner adonde merecen vuestras bellaquerías y mal trato. Pues el bueno que con vos he usado no ha sido parte para que dejéis de ser el que siempre; y sois Guzmán de Alfarache, que basta.