Diferencia entre revisiones de «Cánovas/01»

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m Despiezator(Ed.Ex.Lady):generando el capítulo
 
copio texto íntegro para arreglarlo y ver a través del historial la diferencia exacta.
Línea 13:
Ved ahora la cáfila de amigos que me salieron al encuentro en el Prado y sus aguaduchos: Luis Blanc, Moreno Rodríguez, Serafín de San José, Telesforo del Portillo (Sebo), Patricio Calleja, Mateo Nuevo, Fructuoso Manrique, David Montero, Dorita, Niembro, Emigdio Santamaría, Díaz Quintero, María de la Cabeza, Delfina Gay, y el imponderable don Florestán de Calabria, que se presentó ante mí con flamantes apariencias de limpieza y elegancia. Apartados del grueso de la concurrencia, que paladeaba el agua fresca con azucarillos y aguardiente, echamos un parrafito. Díjome que a femeniles influencias debía un empleíto escribientil en el Círculo Popular Alfonsino, y que desde que se puso en contacto con las personas decentes había empezado a echar buen pelo, como lo demostraba su ropa.
 
A mis anhelos de conocer el paradero de Leona la Brava, contestó que estaba en París. ¿Fue quizás con el hinchado figurón de los monumentales sombreros? No; el tal no gozaba ya la privanza de la dama de Mula; con su fatuidad chisteriforme habíase retirado, dejando el puesto a un protector nuevo, caballero separado de su mujer, regordete, calvoroto, afeitado el rostro y muy pulido de vestimenta, íntimo amigo de don Francisco Cárdenas, de don Manuel Orovio, y asistente pegajoso a la tertulia del Conde de Cheste. Noté en don Florestán cierto pudor para revelarme el nombre de aquel sujeto; sin duda quería guardar el incógnito de uno de los hombres de pro que le habían protegido. No insistí, seguro de descifrar el acertijo en cuanto Leona volviera de su excursión parisiense. ¡Y que no vendría poco ilustrada en todo género de novelerías y elegancias! Terminó el pendolista sus referencias diciéndome con cierta vanagloria: «Fíjese usted, don Tito; el amigo de doña Leonarda es de los que tienen más metimiento en el palacio Basilewski, donde reside la que fue nuestra Soberana, quien como usted sabe abdicó ya en su hijo don Alfonsito».
 
Quedé con don Genaro en que me avisaría puntualmente la fecha de la rentrée de La Brava, y ya no volví a verle hasta mediados de Octubre. En tanto, los amigos cuyo trato frecuentaba yo por aquellos días, me confirmaron en la idea de que la sociedad española quería cambiar de postura, como los enfermos largo tiempo encarnados sin encontrar alivio. Notaba yo la lenta pero continua inclinación de las voluntades hacia un ideal que a primera vista deslumbraba, desviándose de los ideales pálidos ya y marchitos. Dábame en la nariz el olor del aceite con que los más sagaces querían engrasar la bisagra histórica, y a mi oído llegaba el crujir de los impacientes y el retemblido del aparato con que se hacen los dobleces de la vida de un pueblo.
 
En la última decena de Octubre tuve conocimiento del regreso de Leonarda y de su domicilio, calle del Saúco, a espaldas del Ministerio de la Guerra. Juzgando indiscreto visitarla sin previa petición de venia, eché por delante un recadito con el de Calabria, y por el mismo conducto recibí un pase para penetrar en la gruta de la ninfa. Era la casa linda, coquetona, mejor apañada y dispuesta que la de la calle de Lope para un vivir descuidado y placentero. En el carácter de Leona no advertí mudanza: era la misma mujer afable, cariñosa y sugestiva que descubrí en el tempestuoso ambiente del Cantón Cartaginés. En su habla encontré notorio progreso, pues no se daba reposo en la tarea de perfeccionar su léxico. Apenas abrió la boca, me saltó al oído el decir exquisito, que revelaba un trato frecuente con personas de cepa moderada. Con estos refinamientos se confundía un gracioso empleo de galicismos de buen tono, y el desaprensivo chapurrar de términos franceses, entreverados con lo más corriente de nuestro lenguaje.
 
Apenas cambiamos las primeras cláusulas de afecto y remembranzas, Leona me soltó en nervioso estilo el relato de sus impresiones de París, juzgando con criterio justo todo lo que había visto, sin dejarse llevar del prurito de la admiración ni columpiarse en los espasmos de la hipérbole, como es uso y costumbre de los que llevan a la gran Lutecia todo el bagaje de sus almas provincianas. El buen gusto apuntaba ya en mi dulce amiga, anunciando la deliciosa ecuanimidad de la mujer de mundo. «Vivíamos en la Rue Richepanse, muy cerquita de la Magdalena y a poca distancia de la Plaza de la Concordia -me dijo-. Nos retirábamos tarde, porque casi todas las noches íbamos al teatro. A media mañana nos levantábamos, y yo empleaba largo rato en mi toilette, que allí, Tito mío, hay que mirar bien cómo sale una a la calle. Almorzábamos, unas veces en el Café Anglais, que es lo mejor de París; otras veces en Vefour, en las arcadas de una plaza que llaman Palais Royal. Por probar de todo, y para que yo me enterara bien de lo que es aquel gran pueblo en lo tocante a comistrajes, íbamos algunos días a unos restauranes baratitos, pero la mar de buenos, que llaman Bullones o Duvales».
 
A su caballero daba Leona el nombre de Alejandro, que a mi parecer era denominación familiar convenida entre ellos, pues según mis barruntos, el tal personaje figuró después en la Historia no muy lucidamente con nombre bien distinto. «Después de almorzar -continuó diciendo La Brava-, mi Alejandrito me dejaba en el Hotel y se iba a sus negocios, que no eran otros que la conspiración alfonsina. Largas horas pasaba en el Palacio de la Reina; visitaba al marqués de Molins, a Salaverría, al Duque de Sexto, a don Martín Belda y a otros que yo no recuerdo, todos ellos metidos en esa contradanza del alfonsismo. Cansábame yo de estar encerrada en el Hotel, y algunas tardes cogía mi sombrero y mi sombrilla y me marchaba a pasear por los bulevares, llegándome hasta la Puerta de San Denis o un poquito más allá. Yo podía decir lo que dicen que dijo Cúchares cuando le preguntaron si se había divertido en París de Francia: aqueyo es mu aburrío. To er zanto día está uno olivarej arriba, olivarej abajo... Y no te creas, Tito, que era Leona costal de paja para los franchutes. Olivares arriba y abajo me seguían dos, tres y a veces hasta cinco moscones haciéndome el amor, y diciéndome cosas que yo entendía muy bien sin saber una palabrita de aquel habla. Pero, dándome la mar de pisto y con muchísima dignidad, seguía mi camino sin hacerles caso y me metía en la fonda».
 
No volví a ver a Leona hasta una noche de Noviembre, en el teatro Real, a donde la llevaba con frecuencia su afición a la ópera, nueva señal de adelanto en su carrera de cultura. Después de buscar a Leonarda por las regiones paradisíacas la encontré en delantera de palco por asientos, localidad que abonada tenía con dos amigas guapas, elegantonas y de la propia marca social. En los entreactos picoteaban las tres pasando revista con picante estilo a la concurrencia de damas, y señalando indiscretamente a sus editores responsables, confundidos en la turbamulta de gente distinguida, conservadora y alfonsina. Sobre la negrura de los fraques se destacaban las calvas, relucientes algunas como bolas de billar. La ópera de aquella noche era Roberto el Diablo, cantada por Rosina Penco, el tenor Nicolini y el bajo David. Poco pude hablar con mi amiga en aquella ocasión porque de improviso llegaron al palco unos pollastres esmirriados, en traje de etiqueta, que entablaron voluble conversación con las tres damas, acosándolas con bromas de mal gusto y cuchufletas impertinentes. Me retiré a mi localidad del Paraíso un tanto mohíno y desconsolado.
 
Más dichoso fuí la noche del estreno de Aída, hacia el 10 o el 12 de Diciembre, porque tuve la precaución de tomar anticipadamente la delantera de palco por asientos inmediata a las que ocupaban las tres ninfas. Sentado junto a mi amiga pude charlar con ella cuanto me dio la gana. «Esta noche -me dijo Leona- tenemos el teatro au grand complet. Sabrás, Titín salado, que hace tres semanas me da lecciones un profesor de francés, a quien conocerás el día que vuelvas por casa. Como los temas se me salen de la boca sin pensarlo, te pregunto: ¿Tienes el cordón azul de la sobrina del hermano de mi jardinero? Mi respuesta fue: No tengo el cordón de la bella hermana del sacristán; pero tengo la inmensa satisfacción de contemplar de cerca tus negros ojos y de admirar los blancos dientes que asoman entre esos labios de coral cuando iluminas el teatro con tu sonrisa.
 
-Cállate la boca, Tito, que no estamos solos -me contestó La Brava-. Mejor será que eches tus miradas por esta sala espléndida. En aquel palco tienes a la Campo Alange con su hija Luisa, que esta noche se lleva en el Real la palma de la hermosura. En la platea del proscenio, debajo del palco de los ministros, verás a la Medinaceli. Buena mujer, verdad. ¿Te gusta? ¡Ah, pillo!... Más arriba, en los entresuelos, está la Fernán Núñez y su hija Rosarito, très gentille, con otras chicas muy guapas. Sigue mirando. ¿No ves a la baronesa de Hortega con su palco lleno de señorones?
 
-Sí. Y en el palco de al lado la de Navalcarazo.
 
-Pardon, moncher Tit. No es la de Navalcarazo, sino la de Híjar... Allí tienes a Robles, el empresario del teatro, un caballero alto, moreno... En la platea de abajo la Montúfar, guapa, carnosa. Tras ella el Marqués de Bedmar, Heredia Spínola y otro alfonsino vejancón que no recuerdo cómo se llama. En aquella platea, mira, Sardoal, Ricardo Álava y unas señoras que no conozco. En el palco de al lado la Perijaa con la Acapulco.
 
-Y luego sigue la de Ahumada...
 
-Pardon, mon ami. Me sé de memoria a todo el señorío de Madrid, lo que llamamos gens du monde. Esa que dices tú es la Folleville, con la Belvís de la Jara, la Campoalegre y Pepito Montiel... Vuelve tus ojos al entresuelo y verás a la Villavieja con el Marqués de Yébenes, el neo más rabioso que hay en todo el universo mundo».
 
Cambiando bruscamente de cháchara, sin dejar de prodigar los pardones a cada instante, me quitó Leona los gemelos para mirar a las butacas. «En el pasillo central, allí, al extremo, de espaldas a la orquesta, tienes al caballero más pomposo y elegantón que hay en el teatro -me dijo-. Es Monsieur le Marquís du Bacalaó. A él se acerca en este momento mi Alejandrito. Reconócelo por la calva, que es de las que hacen época en la historia del poco pelo. Sé lo que le está diciendo. Cosa muy interesante. En el segundo entreacto te lo contaré, pues el primero pronto se acabará... ¿No ves en otro grupo a Ramón de Navarrete? ¡Oh, le grand critique de société, por mal nombre Asmodeo! Dicen que es más viejo que la Cuesta de la Vega, pero está muy espigadito todavía.
 
-Ya, ya. También andan por ahí don Ignacio Escobar, y Jove y Hevia.
 
-Ahora entra Ramón Correa con Cruzada Villamil... A callar, a callar, que empieza el segundo acto... Esta ópera me va gustando mucho. Hoy leí el libreto y sé que pasa en el Egipto, donde están las Pirámides. ¿Saldrán aquí esas Pirámides? Me gustaría verlas».
 
Terminado el acto segundo con el grandioso concertante que sigue a la marcha de las trompetas, Leona se dispuso a comunicarme las interesantes novedades políticas que, según ella, conocía mejor que nadie en Madrid. Recatando su rostro tras el abanico, me dijo con afectada reserva: «Has de saber, querido Tito, que don Alfonso ha dado un Manifiesto a la Nación, escrito en un Colegio no sé si de Inglaterra o de Alemania. Hasta ahora no se ha hecho público ese documento, que dice cosas muy bonitas.
 
-¿Lo has leído tú?
 
-Pardon. No lo he leído. Pero mi Alejandro, que recibió un fajo de ellos para repartirlos, me ha contado todo lo que trae. Cosa buena. Como que está escrito por Cánovas, voilà.
 
-Sí, sí. Dirá... ya se sabe... todo lo que es de rigor cuando los Reyes destronados quieren que se les franqueen los caminos o los atajos de la restauración.
 
-Dice... que seamos buenos... Pardon... no es eso... Dice que viene a reinar por haber abdicado su mamá, que a todos abrirá de par en par las puertas de la legalidad, o como si dijéramos, que todos entrarán al comedero para llenar el buche, passez moi le mot... Y pone más, Tito; escucha: que si al igual de sus antecesores será siempre buen católico, como hijo del siglo ha de ser verdaderamente liberal.
 
-Dos ideas son esas, ma cherie, que rabian de verse juntas. ¿Liberal y católico? ¡Pero si el Papa ha dicho que el liberalismo es pecado! Como no sea que el Príncipe Alfonso haya descubierto el secreto para introducir el alma de Pío IX en el cuerpo de Espartero...».
 
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