Diferencia entre revisiones de «El crimen de lord Arthur Saville»

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Cuando despertó lord Arthur, estaba ya muy avan­zada la mañana y el sol de mediodía se filtraba a través de las cortinas de seda marfileña de su dormitorio. Se levantó y fue a mirar por el ventanal. Una vaga neblina de calor flotaba sobre la gran ciudad y los tejados de las casas pare­cían de plata oxidada. Por el césped culotembloroso de la pla­za de abajo se perseguían unos niños como mariposas blancas, y las aceras estaban llenas de gentes que se diri­gían al parque.
 
Nunca le pareció la vida tan hermosa ni tan alejada de él la maldad. En aquel momento su ayuda de cámara le trajo una taza de chocolate sobre una bandeja. Después de bebérsela, levantó una pesada cortina color albaricoque y pasó al cuarto de baño. La luz entraba suavemente des­de lo alto a través de unas delgadas hojas de ónice trans­parente y el agua en la pila de mármol tenía el brillo apa­gado de la piedra lunar.
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Muchos, en su caso, hubiesen preferido el sendero florido del amor a la cuesta escarpada del deber; pero lord Arthur era demasiado escrupuloso para colocar el placer por encima de sus principios. En su amor no había una simple atracción sensual: Sybil simbolizaba para él cuanto hay de bueno y de noble en el mundo. Durante un mo­mento sintió una repugnancia instintiva contra la tarea que el destino le obligaba a realizar; pero en seguida se desvanecía aquella impresión. Su corazón le dijo que aquello no era un crimen, sino un sacrificio; su razón le recordó que no le quedaba ninguna otra salida. Era preciso elegir entre vivir para él o vivir para los demás y, por te­rrible que fuera en realidad aquella tarea que le estaba im­puesta, sabía que no debía permitir que el egoísmo ven­ciera al amor. Más tarde o más temprano cada uno de nosotros está obligado a resolver ese mismo problema, ya que a cada uno de nosotros se le plantea la misma cues­tión. A lord Arthur se le presentó muy pronto en la vida, antes de que corrompiese su carácter el cinismo calcula­dor en la edad madura, o antes de que le corroyese el co­razón el egoísmo frívolo o elegante de nuestra época; y él no vaciló en cumplir su deber. Afortunadamente para él, no era un simple soñador o un diletante ocioso. De ser­lo, habría dudado, como Hamlet, permitiendo que la irre­solución destruyese su propósito. Pero era un hombre esencialmente práctico. Para él la vida representaba acción antes que pensamiento. Poseía ese don tan raro entre no­sotros que se llama sentido común.
 
Las sensaciones crueles y violentas de la noche an­terior se habían borrado ahora por completo y pensaba, casi con un sentimiento de vergüenza, en su loca camina­ta de calle en calle, en su terrible agonía emotiva. La mis­ma sinceridad de su sufrimiento lo hacía ahora pasar por inexistente ante sus ojos. Se preguntaba cómo había podi­do ser tan loco para indignarse y desbarrar contra lo inevi­table. La única cuestión que ahora parecía turbarle era có­mo llevaría a cabo su obra, pues no era tan obcecado que negase el hecho de que el crimen, como las religiones pa­ganas, exige una víctima y un sacerdote. Como lord Arthur no era un genio, no tenía enemigos y, por otro la­do, comprendía que no era ocasión de satisfacer un rencor u un odio personales; la misión de la que estaba encarga­do era de una grave y elevada solemnidad. Por consiguien­te, hizo una lista de sus amigos y parientes en una hoja de un libro de notas y, después de un minucioso examen, se decidió en favor de lady Clementina Beauchamp, una estimable dama, ya de edad, que vivía en la calle Curzon y era prima segunda suya por parte de su madre. Tuvo siem­pre un gran afecto por lady Clem, como la llamaba todo el mundo; y como él era rico por su casa, pues entró en po­sesión de toda la fortuna de lord Rugby al llegar a su ma­yoría de edad, estaba descartada la sospecha de que le tra­jese ningún despreciable beneficio económico la muerte de aquella pariente. Realmente, cuanto más reflexionaba en ello, más veía en lady Clem la persona que le convenía escoger; y pensando que todo aplazamiento era una mala acción con respecto a Sybil, decidió ocuparse inmediata­mente de los preparativos.
 
Lo primero que debía hacer, indudablemente, era saldar cuentas con el quiromántico. Así, pues, se sentó ante una mesita Sheraton's colocada frente a la ventana y llenó un cheque de 105 libras, pagadero a la orden de míster Septimus Podgers; después lo metió en un sobre y ordenó a su criado que lo llevase a la calle de West­-Moon. Enseguida telefoneó a su cochera ordenando que enganchasen el cupé y se vistió para salir. Antes de marcharse de la habitación, dirigió una mirada al retrato de Sybil Merton, jurándose que, pasase lo que pasase, no le diría nunca lo que iba a hacer por amor a ella y que guardaría el secreto de su sacrificio en el fondo de su co­razón.
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De camino hacia el club de Buckingham se detuvo en una tienda de flores y envió a Sybil un cesto de narcisos de hermosos pétalos blancos y de pistilos pareci­dos a ojos de faisán. Llegado al Club, fue directamente a la biblioteca, tocó el timbre y pidió al camarero que le trajese una limonada y un tratado de toxicología. Decidió en definitiva que el veneno era el instrumento que más le convenía adoptar para su enojoso trabajo. Nada le desa­gradaba tanto como un acto de violencia personal y, ade­más, tenía especial interés en no asesinar a lady Clementi­na con algún medio que pudiese llamar la atención de la gente, pues le horrorizaba la idea de convertirse en el hombre de moda en casa de lady Windermere o de ver fi­gurar su nombre en los sueltos de los periódicos que lee el vulgo. Necesitaba también tener en cuenta a los padres de Sybil que, como pertenecían a un mundo un poco anti­cuado, podrían oponerse al matrimonio si se producía al­gún escándalo; aunque estaba seguro de que, si les contara todos los incidentes del suceso, serían los primeros en comprender los motivos que le impulsaban a obrar así. Tenía, pues, perfecta razón al decidirse por el veneno. Era inofensivo, seguro, silencioso, y actuaba sin necesidad de escenas penosas, por las cuales sentía él profunda aver­sión, como muchos ingleses.
 
Sin embargo, no conocía nada absolutamente de la ciencia de los venenos y, como el criado era, por lo visto, incapaz de encontrar algo en la biblioteca que no fuera la Ruffs-Guide o el Bailey' Magazine, examinó por si mismo los estantes llenos de libros y acabó por encontrar una edición muy bien encuadernada de la Farmacopea y un ejemplar de la Toxicología de Erskine, editada por sir Mathew Reid, presidente de la Real Academia de Medici­na y uno de los miembros más antiguos del Buckingham­ Club, para el que fue elegido por confusión con otro can­didato, contratiempo que disgustó tanto a la junta que, cuando el candidato auténtico se presentó, fue derrotado por unanimidad. Lord Arthur se quedó desconcertadísimo ante los términos técnicos empleados en los dos libros y empezaba a recriminarse por no haber prestado más atención a sus estudios en Oxford, cuando en el to­mo segundo de Erskine encontró una explicación un mago muy feliz con el acerta­disíma y muy completa de las propiedades del acónito, redactada en un inglés clarísimo. Le pareció aquél el vene­no que le convenía por todos los conceptos; era muy acti­vo, por no decir casi instantáneo; en sus efectos no causa­ba dolores y, tomado en forma de cápsula de gelatina, como recomendaba sir Mathew, era insípido al paladar. Por tanto, anotó en el puño de la camisa la dosis necesaria para ocasionar la muerte, devolvió los libros a su sitio y se encaminó por la calle de Saint-James hasta casa de Pestle y Humbey, los grandes farmacéuticos. Míster Pestle, que servia siempre personalmente a sus clientes de la aristo­cracia, se quedó muy sorprendido de su petición y, con to­no amabilísimo, murmuró algo respecto a la necesidad de una receta médica. Sin embargo, no bien lord Arthur le explicó que era para dárselo a un gran perro danés, del cual se veía obligado a desembarazarse porque presentaba síntomas de hidrofobia, habiendo intentado por dos veces morder a su cochero en una pantorrilla, pareció completa­mente satisfecho y, después de felicitar a lord Arthur por sus extraordinarios conocimientos de toxicología, confec­cionó inmediatamente la preparación.
 
Lord Arthur colocó la cápsula en una bonita bom­bonera de plata que adquirió en una tienda de la calle de Bond, tiró la basta cajita de Pestle y Humbey y se encami­nó directamente a casa de lady Clementina.