Diferencia entre revisiones de «Entre naranjos/Primera parte/V»

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<p>–Pero, beb&eacute;, &iquest;cu&aacute;ndo llegamos a la isla?... Me fatiga estar en este banco lejos de ti, viendo esos bracitos m&iacute;os c&oacute;mo se cansan de tanto darle a los remos. &iexcl;Un beso..., aunque te enfades! Eso te refrescar&aacute;. </p>
<p>Las primeras lluvias del invierno ca&iacute;an con insistencia sobre la comarca. El cielo gris, cargado de nubes, parec&iacute;a tocar la copa de los &aacute;rboles. La tierra rojiza de los campos oscurec&iacute;ase bajo el continuo chaparr&oacute;n; los caminos hondos y tortuosos, entre las tapias y setos de los huertos, convert&iacute;anse en barrancos; paraliz&aacute;base la vida laboriosa del cultivo, y los pobres naranjos, tristes y llorosos, encog&iacute;anse bajo el diluvio, como protestando contra aquel camino brusco en el pa&iacute;s del sol. </p>
<p>Y poni&eacute;ndose en pie, Leonora dio dos pasos en la blanca barca, imprimi&eacute;ndole un fuerte balanceo, y bes&oacute; varias veces a Rafael, que, soltando los remos, se defend&iacute;a entre risas. </p>
<p>El r&iacute;o crec&iacute;a. Las aguas, rojas y gelatinosas, como arcilla l&iacute;quida, chocaban contra las pilastras de los puentes, hirviendo como montones removidos de hojas secas. Los habitantes de las casas inmediatas al J&uacute;car segu&iacute;an con mirada ansiosa el curso del r&iacute;o y plantaban en la orilla ca&ntilde;as y palos para convencerse de la subida de su nivel. </p>
<p>–&iexcl;Loca! As&iacute; no llegaremos nunca. Con descansos como &eacute;stos se hace poco camino, y yo te he prometido llevarte a la isla. </p>
<p>–&iquest;Munta?... –preguntaban los que viv&iacute;an en el interior. </p>
<p>Volvi&oacute; a encorvarse sobre los remos, bogando por el centro del r&iacute;o, sobre las aguas que temblaban reflejando la luna, como si quisiera que la arboleda de ambas orillas gozase por igual en la contemplaci&oacute;n de la amorosa escapatoria. </p>
<p>–S&iacute; que munta –contestaban lo ribere&ntilde;os. </p>
<p>Hab&iacute;a un capricho de la artista, un deseo repetido en sus visitas a la casa azul, unas veces por la tarde, en presencia de do&ntilde;a Pepa y la doncella, y todas las noches pasando por la brecha de la cerca, donde ya le esperaban en la oscuridad los desnudos brazos de Leonora, aquella boca fresca que se adher&iacute;a con furor a la suya como si quisiera absorberlo. </p>
<p>El agua sub&iacute;a con lentitud, amenazando a la ciudad que audazmente hab&iacute;a echado ra&iacute;ces en medio de su cauce. </p>
<p>Llevaba m&aacute;s de una semana de dulce embriaguez. Jam&aacute;s hab&iacute;a cre&iacute;do que la vida fuese tan hermosa. Viv&iacute;a en una dulce inconsciencia. La ciudad no exist&iacute;a para &eacute;l. Le parec&iacute;an fantasmas todos los que le rodeaban; su madre y Remedios eran como seres invisibles, a cuyas palabras contestaba sin tomarse el trabajo de levantar la cabeza para verlas. </p>
<p>Pero a pesar del peligro, los vecinos no iban m&aacute;s all&aacute; de una alarmada curiosidad. Nadie sent&iacute;a miedo ni abandonaba su casa para pasar los puentes buscando un refugio en tierra firme. &iquest;Para qu&eacute;? Aquella inundaci&oacute;n ser&iacute;a como todas. Era inevitable de cuando en cuando la c&oacute;lera del r&iacute;o; hasta hab&iacute;a que agradecerla, pues constitu&iacute;a diversi&oacute;n inesperada, una agradable paralizaci&oacute;n de trabajo. La confianza moruna daba tranquilidad a la gente. Lo mismo hab&iacute;a hecho en tiempos de sus padres, de sus abuelos y tatarabuelos, y nunca se llev&oacute; la poblaci&oacute;n: algunas casas, la vez que m&aacute;s. &iquest;Y hab&iacute;a de sobrevenir ahora la cat&aacute;strofe?... El r&iacute;o era el amigo de Alcira; se guardaban el afecto de un matrimonio que, entre besos y bofetadas, llevasen seis o siete siglos de vida com&uacute;n. Adem&aacute;s, para la gente menuda, estaba all&iacute; el padre San Bernardo, tan poderoso como Dios en todo lo que tocase a Alcira, y &uacute;nico capaz de domar aquel monstruo que desarrollaba sus ondulantes anillos de olas rojizas. </p>
<p>Pasaba los d&iacute;as agitado por el vehemente deseo de que llegase pronto la noche, que terminase la cena en familia, para subir a su cuarto y salir despu&eacute;s cautelosamente apenas quedaba silenciosa la casa con la calma del sue&ntilde;o. </p>
<p>Llov&iacute;a d&iacute;a y noche, y, sin embargo, la ciudad, por su animaci&oacute;n, parec&iacute;a estar de fiesta. Los muchachos, emancipados de la escuela por el mal tiempo, iban a los puentes a arrojar ramas para apreciar la velocidad de la corriente o descend&iacute;an por las callejuelas vecinas al r&iacute;o para colocar se&ntilde;ales, aguardando que la l&aacute;mina de agua, ensanch&aacute;ndose, llegase hasta ellas. </p>
<p>No adivinaba la extra&ntilde;eza que esta conducta deb&iacute;a producir en su madre al ver cerrado su cuarto toda la ma&ntilde;ana mientras &eacute;l dorm&iacute;a con la fatiga de una noche de amor. No se fijaba en el rostro ce&ntilde;udo de do&ntilde;a Bernarda, cansada ya de preguntarle si estaba enfermo y de o&iacute;r la misma respuesta: </p>
<p>La gente de los caf&eacute;s se deslizaba por las calles al abrigo de los grandes aleros, cuyas canales rotas vomitaban chorros como brazos, y despu&eacute;s de mirar el r&iacute;o, bajo el d&eacute;bil abrigo de sus paraguas, volv&iacute;an muy ufanos par&aacute;ndose en todas las casas para dar su opini&oacute;n sobre la crecida. </p>
<p>–No, mam&aacute;; es que trabajo de noche: un estudio importante. </p>
<p>Era una de pareceres, discusiones ardorosas y diversas profec&iacute;as, que agitaban la ciudad de un extremo a otro con el calor y la vehemencia de la sangre meridional.. Se disputaba, se enfriaban amistades por si en media hora el r&iacute;o hab&iacute;a subido cuatro dedos o uno solo, y faltaba poco por venir a las manos por si esta riada era m&aacute;s importante que la anterior. </p>
<p>La madre ten&iacute;a que contenerse para no gritar: &laquo;&iexcl;Mentira!&raquo; Por dos noches hab&iacute;a subido a su cuarto, encontrado cerrada la puerta y oscuro el ojo de la cerradura. Su hijo no estaba all&iacute;. Lo vigilaba, y todos los d&iacute;as, poco antes del amanecer, escuchaba c&oacute;mo abr&iacute;a suavemente la puerta de la calle y sub&iacute;a las escaleras quedamente, tal vez descalzo. </p>
<p>Y, mientras tanto, el cielo llorando incesantemente por sus innumerables ojos; el r&iacute;o, hinch&aacute;ndose de rugiente c&oacute;lera, lamiendo con sus lenguas rojas la entrada de las calles bajas, asom&aacute;base a los huertos de las orillas y penetraba por entre los naranjos, despu&eacute;s de abrir agujeros en los setos y en las tapias. </p>
<p>La austera se&ntilde;ora callaba, amontonando en silencio su indignaci&oacute;n, lament&aacute;ndose ante don Andr&eacute;s de aquel reto&ntilde;amiento de locura que trastornaba sus planes. El consejero vigilaba al joven por medio de sus numerosos devotos, que le segu&iacute;an cautelosamente por la noche hasta la casa azul. </p>
<p>La &uacute;nica preocupaci&oacute;n era si llover&iacute;a al mismo tiempo en las monta&ntilde;as de Cuenca. Si bajaba agua de all&aacute;, la inundaci&oacute;n ser&iacute;a cosa seria. Y los curiosos hac&iacute;an esfuerzos al anochecer por adivinar el color de las aguas, temiendo verlas negruzcas, se&ntilde;al cierta de que ven&iacute;an de la otra provincia. </p>
<p>–&iexcl;Qu&eacute; esc&aacute;ndalo! –exclamaba do&ntilde;a Bernarda–. &iexcl;De noche tambi&eacute;n! &iexcl;Acabar&aacute; por traerla a esta casa! Pero &iquest;es que esa boba de do&ntilde;a Pepita no ve nada de esto? </p>
<p>Cerca de dos d&iacute;as duraba aquel diluvio. Cerr&oacute; la noche, y en la oscuridad sonaba l&uacute;gubre el mugido del r&iacute;o. Sobre su negra superficie reflej&aacute;banse, como inquietos pescados de fuego, las luces de las casas ribere&ntilde;as y los farolillos de los curiosos que examinaban las orillas. </p>
<p>Y Rafael, insensible al ambiente de indignaci&oacute;n que se formaba en torno de &eacute;l; sin dignarse siquiera dirigir una palabra, una mirada a la pobre Remedios, que, cabizbaja como una cabrita enfurru&ntilde;ada, parec&iacute;a llorar el recuerdo de aquellos paseos regocijados bajo la vigilancia de do&ntilde;a Bernarda. </p>
<p>En las calles bajas, el agua, al extenderse, se colaba por debajo de las puertas. Las mujeres y los chicos refugi&aacute;banse en los graneros, y los hombres, remangados de piernas, chapoteaban en el l&iacute;quido fangoso, poniendo en salvo los aperos de labranza o tirando de alg&uacute;n borriquillo que retroced&iacute;a asustado, meti&eacute;ndose cada vez m&aacute;s en el agua. </p>
<p>El diputado no ve&iacute;a nada fuera de la casa azul; le cegaba su felicidad. Lo &uacute;nico que le molestaba era tener que ocultarla, no poder hacer p&uacute;blica su dicha para que se enterasen de ella todos los admiradores. </p>
<p>Toda aquella gente de los arrabales, al verse en las tinieblas de la noche, con la casa inundada, perdi&oacute; la calma burlona de que hab&iacute;a hecho alarde durante el d&iacute;a. La dominaba el pavor de lo sobrenatural y buscaba con infantil ansiedad una protecci&oacute;n, un poder fuerte que atajase el peligro. Tal vez esta riada era la definitiva. &iquest;Qui&eacute;n sabe si ser&iacute;an ellos los destinados a perecer con las &uacute;ltimas ruinas de la ciudad?... Las mujeres gritaban asustadas al ver las m&iacute;seras callejuelas convertidas en acequias: </p>
<p>Hubiera querido transportarse de un golpe a la decadencia romana, donde los amores de los poderosos tomaban la majestad de la p&uacute;blica adoraci&oacute;n. </p>
<p>–&iexcl;El pare San Bernat!... &iexcl;Que traguen al pare San Bernat! </p>
<p>–&iexcl;Qu&eacute; me importa lo que murmuren! –dec&iacute;a una noche en la alcoba de Leonora, adonde sub&iacute;a cautelosamente todas las noches–. Mira si te quiero, que desear&iacute;a ver a toda esa gente prest&aacute;ndote adoraci&oacute;n. Quisiera poder cogerte en brazos as&iacute; como est&aacute;s, casi desnuda, y en pleno mediod&iacute;a presentarme en el puente del Arrabal, ante la muchedumbre embobada por tu belleza: &laquo;&iquest;Soy o no soy vuestro jefe? Pues si lo soy, adorad a esta mujer que es mi alma y sin la cual no puedo vivir. El afecto que me teng&aacute;is a m&iacute; partidlo para que tambi&eacute;n sea de ella.&raquo; Y lo har&iacute;a, a ser posible, tal como lo digo. </p>
<p>Los hombres se miraban con inquietud. Nadie pod&iacute;a arreglar aquello como el glorioso patr&oacute;n. Ya era hora de buscarle, cual otras veces, para que hiciese el milagro. </p>
<p>–Loco..., nene adorable –dec&iacute;a ella, cubri&eacute;ndole la cara de besos, acariciando la negra barba con su boca suave y estremecedora. </p>
<p>Hab&iacute;a que ir al Ayuntamiento; obligar a los se&ntilde;ores de viso, gente algo descre&iacute;da, a que sacasen el santo para consuelo de los pobres. </p>
<p>Y en una de estas entrevistas, donde las palabras se interrump&iacute;an con repentinos impulsos de pasi&oacute;n y las frases se cortaban con un salto de bestia en celo, ahog&aacute;ndose entre las bocas juntas y los pechos oprimidos por el abrazo, fue cuando Leonora manifest&oacute; su capricho. </p>
<p>En un momento se form&oacute; un verdadero ej&eacute;rcito. Sal&iacute;an de las l&oacute;bregas callejuelas chapoteando en el agua como ranas, vociferando el grito de guerra: &iexcl;San Bernat! &iexcl;San Bernat! Los hombres, remangados de piernas y brazos o desnudos, sin otra concesi&oacute;n al pudor que la faja, esa prenda que jam&aacute;s se despega de la piel del labriego; las mujeres, con las faldas a la cabeza, hundiendo en el barro sus tostadas y enjutas piernas de bestias de trabajo; todos mojados de cabeza a pies, con las ropas mustias y colgantes adheridas a la carne. Al frente del inmenso grupo iban unos mocetones con hachas de viento, cuyas llamas se enroscaban crepitantes bajo la lluvia, paseando sus reflejos de incendio sobre la vociferante multitud. </p>
<p>–Me ahogo aqu&iacute; dentro. Me repugna acariciarte entre cuatro paredes, junto a una cama vulgar, como un amante de moment&aacute;neo capricho. Esto es indigno de ti. Eres el Amor que vino a buscarme en la m&aacute;s hermosa de las noches. Al aire libre me gustas m&aacute;s; el amor es fresco y puro en medio del campo. Te veo m&aacute;s hermoso y yo me siento m&aacute;s joven. </p>
<p>–&iexcl;San Bernat! &iexcl;San Bernat!... &iexcl;V&iacute;tol el pare San Bernat! </p>
<p>Y recordando las expediciones r&iacute;o abajo, que tantas veces le hab&iacute;a relatado Rafael en sus conversaciones de amigo, aquella isleta con sus cortinas de juncos y los sauces inclin&aacute;ndose sobre el agua y el ruise&ntilde;or cantando oculto, le preguntaba, ansiosa: </p>
<p>Pasaban por las calles con el estr&eacute;pito y la violencia de un pueblo amotinado, bajo el continuo gotear del cielo y los chorros de los aleros. Abr&iacute;anse puertas y ventanas, uni&eacute;ndose nuevas voces a la delirante aclamaci&oacute;n, y en cada bocacalle, un grupo de gente engrosaba la negra avalancha. </p>
<p>–&iquest;Qu&eacute; noche me llevas? Es un capricho, una locura; pero &iquest;para qu&eacute; existe el amor sino para hacer alegres disparates que endulcen la vida?... Ll&eacute;vame en tu barca; ella, que te condujo aqu&iacute;, nos trasladar&aacute; a esa isla encantada; nos amaremos toda una noche al aire libre. </p>
<p>Iban todos al Ayuntamiento, furiosos y amenazantes, como si solicitaran algo que pod&iacute;an negarles, y entre la muchedumbre ve&iacute;anse escopetas, viejos trabucos y antiguas pistolas de arz&oacute;n, enormes como arcabuces. Parec&iacute;a que iban a matar al r&iacute;o. </p>
<p>Y Rafael, se sent&iacute;a halagado por la idea de pasear su amor r&iacute;o abajo, al trav&eacute;s de la campi&ntilde;a dormida, desamarr&oacute; su barca a medianoche bajo el puente del Arrabal, llev&aacute;ndola hasta un ca&ntilde;ar inmediato al huerto de Leonora. </p>
<p>El alcalde, como todos los del ayuntamiento, aguardaba a la puerta de la casa de la ciudad. Hab&iacute;an llegado corriendo, seguidos de alguaciles y gentes de la ronda, para hacer frente al mot&iacute;n. </p>
<p>Una hora despu&eacute;s atravesaban la brecha cogidos del brazo riendo de aquella escapatoria de colegiales traviesos, estrech&aacute;ndose el uno contra el otro, turbando con besos ruidosos e insolentes el majestuoso silencio del campo. </p>
<p>–&iquest;Qu&eacute; voleu? –preguntaba el alcalde a la muchedumbre. </p>
<p>Se embarcaron, y la lancha, impulsada por la corriente, guiada por los remos de Rafael, comenz&oacute; a descender el J&uacute;car, arrullada por el susurro de las aguas al deslizarse por las altas riberas de barro cubiertas de ca&ntilde;averales que se inclinaban formando misteriosos escondrijos. </p>
<p>&iexcl;Qu&eacute; hab&iacute;an de querer! El &uacute;nico remedio, la salvaci&oacute;n; llevar al santo omnipotente a la orilla del r&iacute;o para que le metiera miedo con su presencia; lo que ven&iacute;an haciendo siglos y siglos sus ascendientes, gracias a lo cual a&uacute;n exist&iacute;a la ciudad. </p>
<p>Leonora palmoteaba de alegr&iacute;a. Se echaba sobre la nuca la blonda con que hab&iacute;a cubierto su cabeza, desabrochaba su ligero gab&aacute;n de viaje y aspiraba con delicia el airecillo h&uacute;medo y algo pegajoso que rizaba la superficie del r&iacute;o. Su mano se estremec&iacute;a acariciando el agua. </p>
<p>Algunos vecinos, que eran mal mirados por la gente del campo a causa de su incredulidad, sonre&iacute;an. &iquest;No ser&iacute;a mejor desalojar las casas cercanas al r&iacute;o? Una tempestad de protestas segu&iacute;a a esta proposici&oacute;n. &iexcl;Fuera! &iexcl;Quer&iacute;an que saliese el santo! &iexcl;Qu&eacute; hiciera el milagro, como siempre! </p>
<p>&iexcl;Qu&eacute; hermosa resultaba la escapatoria! Solos y errantes, como si el mundo no existiera, como si toda la Naturaleza fuese para ellos; pasando por cerca de las alquer&iacute;as dormidas, dejando atr&aacute;s la ciudad, sin que nadie se diera cuenta de aquel amor que, en su entusiasmo, se desbordaba, saliendo del misterioso escondrijo para tener por testigo el cielo y el campo. Leonora hubiese querido que la noche no terminase nunca; que aquella luna menguante, que parec&iacute;a partida de un sablazo, se detuviera eternamente en el cielo para envolverlos en su luz difusa y mortecina; que el r&iacute;o no tuviese fin y la barca flotase y flotase, hasta que, anonadados ellos de tanto amar, exhalasen el resto de su vida en un beso tenue como un suspiro. </p>
<p>Y acud&iacute;a a la memoria de la gente sencilla el recuerdo de los prodigios aprendidos en la ni&ntilde;ez sobre las faldas de la madre; las veces que en otros siglos hab&iacute;a bastado asomar a San Bernardo a un callej&oacute;n de la orilla para que inmediatamente el r&iacute;o se fuera hacia abajo, desapareciendo como el agua de un c&aacute;ntaro que se rompe. </p>
<p>–&iexcl;Si supieras cu&aacute;nto te agradezco este paseo!... Rafael, estoy contenta. Nunca he tenido una noche como &eacute;sta... Pero &iquest;d&oacute;nde est&aacute; tu isla? &iquest;Nos hemos extraviado, como en la noche de la inundaci&oacute;n? </p>
<p>El alcalde, fiel a la dinast&iacute;a de los Brull, estaba perplejo. Le atemorizaba el populacho y quer&iacute;a acceder, como de costumbre; pero era grave falta no consultar al quefe. Por fortuna, cuando la gran masa negra comenzaba a revolverse, indignada por su silencio, y sal&iacute;an de ella silbidos y gritos hostiles, lleg&oacute; Rafael. </p>
<p>No; llegaron a la isla donde muchas veces hab&iacute;a pasado las tardes Rafael, oculto en los matorrales, aislado por el agua, so&ntilde;ando con ser uno de aquellos aventureros de las praderas v&iacute;rgenes o de los inmensos r&iacute;os americanos cuyas peripecias segu&iacute;a en las novelas de Fenimore Cooper y Mayne Reid. </p>
<p>Do&ntilde;a Bernarda le hab&iacute;a hecho salir al primer asomo de la popular manifestaci&oacute;n. En aquellas circunstancias era cuando se luc&iacute;a su marido, dando disposiciones que de nada serv&iacute;an. Pero al volver el r&iacute;o a su normalidad y desaparecer el peligro, el popular reba&ntilde;o admiraba sus sacrificios, llam&aacute;ndole el padre de los pobres. Si el milagroso santo hab&iacute;a de salir, que fuese Rafael quien concediera el permiso. Las elecciones de diputados estaban pr&oacute;ximas: la inundaci&oacute;n no pod&iacute;a llegar con m&aacute;s oportunidad. Nada de imprudencias ni de darle un susto; pero deb&iacute;a hacer algo, para que la gente hablase de &eacute;l como hablaba de su padre en tales casos. </p>
<p>Un peque&ntilde;o r&iacute;o tributario se un&iacute;a al J&uacute;car, desembocando mansamente bajo una aglomeraci&oacute;n de ca&ntilde;as y &aacute;rboles: un arco triunfal de follaje. Y en la confluencia de las dos corrientes emerg&iacute;a la isla, una peque&ntilde;a porci&oacute;n de terreno casi a ras del agua, pero fresca, verde y perfumada como un ramillete acu&aacute;tico, con espesos haces de juncos, sobre los cuales zumbaban de d&iacute;a los insectos de oro, y unos cuantos sauces que inclinaban sobre el agua sus finas cabelleras, formando b&oacute;vedas sombr&iacute;as, bajo las cuales se deslizaba la barca.. </p>
<p>Por eso, Rafael, despu&eacute;s de hacerse explicar por los m&aacute;s exaltados el deseo de la manifestaci&oacute;n, orden&oacute; con majestuoso adem&aacute;s: </p>
<p>Los dos amantes entraron en la oscuridad. La cortina de ramas les ocultaba el r&iacute;o; la luna apenas si pod&iacute;a filtrar algunas l&aacute;grimas de luz por entre las cabelleras de los sauces. </p>
<p>–Concedido: que saquen a San Bernat. </p>
<p>Leonora se sinti&oacute; intimidada por aquel ambiente de cueva l&oacute;brego y h&uacute;medo. Invisibles animales ca&iacute;an en el agua con sordo chapoteo al sentir la proa de la barca cabeceando sobre el barro de la ribera. La artista se agarraba nerviosamente al brazo de su amante. </p>
<p>Entre un estr&eacute;pito de aplausos y vivas a Brull, la negra avalancha se dirigi&oacute; a la iglesia. </p>
<p>–No tengas miedo –murmur&oacute; Rafael–. Ap&oacute;yate y salta... Poco a poco. &iquest;No quer&iacute;as o&iacute;r el ruise&ntilde;or? Ah&iacute; lo tenemos; escucha. </p>
<p>Hab&iacute;a que hablar con el cura para sacar el santo; y el buen p&aacute;rroco, bondadoso, obeso y un tanto socarr&oacute;n, se resist&iacute;a siempre a acceder a lo que &eacute;l llamaba una mojiganga tradicional. Le complac&iacute;a poco salir en procesi&oacute;n, bajo un paraguas, la sotana remangada, perdiendo a cada paso los zapatos en el barro. Adem&aacute;s, cualquier d&iacute;a, despu&eacute;s de sacar en rogativa a San Bernardo, el r&iacute;o se llevaba media ciudad, &laquo;&iquest;y en qu&eacute; postura –como dec&iacute;a &eacute;l– quedaba la religi&oacute;n por culpa de aquella turba de vociferadores?&raquo; </p>
<p>Era verdad. En uno de los sauces, al otro lado de la isla, lanzaba sus trinos, sus vertiginosas cascadas de notas, deteni&eacute;ndose en lo m&aacute;s vehemente del torbellino musical para fijar un quejido dulce e interminable como un hilo de oro que se extend&iacute;a en el silencio de la noche sobre el r&iacute;o, que parec&iacute;a aplaudirle con un sordo murmullo. </p>
<p>Rafael y sus ac&oacute;litos del Ayuntamiento se esforzaban por convencer al cura; pero &eacute;ste s&oacute;lo contestaba a su petici&oacute;n preguntando si ven&iacute;a agua de Cuenca. </p>
<p>Los amantes avanzaban sobre los juncos encorv&aacute;ndose, titubeando antes de dar un paso, temiendo el chasquido de las ramas bajo sus pies. La continua humedad hab&iacute;a cubierto la isla de una vegetaci&oacute;n exuberante. Leonora hac&iacute;a esfuerzos por contener su risa de ni&ntilde;a al sentirse con los pies apresados por las mara&ntilde;as de juncos y recibir las rudas caricias de las ramas que se encorvaban al paso de Rafael, y recobrando su elasticidad le golpeaban el rostro. </p>
<p>–Creo que s&iacute; –dijo el alcalde–. Ya ve usted que esto aumenta el peligro y se hace m&aacute;s precisa la salida del santo. </p>
<p>Ped&iacute;a auxilio con pagada voz, y Rafael, riendo tambi&eacute;n, le tend&iacute;a la mano, arrastr&aacute;ndola hasta el pie del &aacute;rbol donde cantaba el ruise&ntilde;or. </p>
<p>–Pues si viene agua de all&aacute; –contest&oacute; el p&aacute;rroco–, lo mejor es dejarla pasar y que San Bernardo se quede en su casa. Estas cosas de santos se han de tocar con mucha discreci&oacute;n, cr&eacute;anme ustedes... Y, si no, acu&eacute;rdense de aquella riada en la que el agua iba por encima de los puentes. Sacamos al santo y poco falt&oacute; para que el r&iacute;o se lo llevara agua abajo. </p>
<p>Call&oacute; el p&aacute;jaro, adivinando la presencia de los amantes. Oy&oacute;, sin duda, el ruido de sus cuerpos al caer al pie del &aacute;rbol, las palabras tenues murmuradas al o&iacute;do. </p>
<p>La muchedumbre, inquieta por la tardanza, gritaba contra el cura. Era una escena extra&ntilde;a ver al hombre de la Iglesia protestando en nombre del buen sentido, pretendiendo luchar contra las preocupaciones amontonadas por varios siglos de fanatismo. </p>
<p>Reinaba el gran silencio de la naturaleza dormida, ese silencio compuesto de mil ruidos que se armonizan y funden en la majestuosa calma: susurro del agua, rumor de las hojas, misteriosas vibraciones de seres ocultos, imperceptibles, que se arrastran bajo el follaje o abren pacientemente tortuosas galer&iacute;as en el tronco que cruje. </p>
<p>–Puesto que ustedes lo quieren, sea –dijo por fin–. Saquen al santo, y que Dios se apiade de nosotros. </p>
<p>El ruise&ntilde;or volvi&oacute; a cantar con timidez, como un artista que teme ser interrumpido. Lanz&oacute; algunas notas sueltas con angustiosos intervalos, como entrecortados suspiros de amor; despu&eacute;s fue enardeci&eacute;ndose poco a poco, adquiriendo confianza, y comenz&oacute; a cantar acompa&ntilde;ado por el murmullo de las hojas agitadas por la blanda brisa. </p>
<p>Una aclamaci&oacute;n inmensa de la muchedumbre que llenaba la plaza de la Iglesia salud&oacute; la noticia. Segu&iacute;a cayendo la lluvia, y sobre las apretadas filas de cabezas cubiertas con faldas, mantas y alg&uacute;n que otro paraguas, pasaban las rojizas llamas de los hachones, ti&ntilde;endo de escarlata las mojadas caras. </p>
<p>Embriag&aacute;base a s&iacute; mismo con su voz; sent&iacute;ase arrastrado por el v&eacute;rtigo de sus trinos; parec&iacute;a v&eacute;rsele en la oscuridad hinchado, jadeante, ardiente, con la fiebre de su entusiasmo musical. Entregado a s&iacute; mismo, arrebatado por la propia belleza de su voz, no o&iacute;a nada, no percib&iacute;a el incesante crujir de la maleza, como si en la sombra se desarrollase una lucha, los bruscos movimientos de los juncos, agitados por misteriosos espasmos; hasta que un doble gemido brutal, profundo, como arrancado de las entra&ntilde;as de alguien que se sintiera morir, hizo enmudecer asustado al pobre p&aacute;jaro. </p>
<p>Sonre&iacute;a la gente bajo aquel temporal con la confianza del &eacute;xito, goz&aacute;ndose por adelantado con el terror del r&iacute;o apenas entrase en &eacute;l la bendita imagen. &iquest;Qu&eacute; no podr&iacute;a San Bernardo? Su historia portentosa, como un romance de moros y cristianos, inflamaba todas las imaginaciones. Era un santo de la tierra: el hijo segundo del rey moro de Carlet. Por su talento, su cortes&iacute;a y su hermosura, obtuvo tanto &eacute;xito en la Corte del rey de Valencia, que lleg&oacute; a ser su primer ministro; y cuando su se&ntilde;or tuvo que entrar en tratos con el rey de Arag&oacute;n, envi&oacute; a Barcelona a San Bernardo que a la saz&oacute;n s&oacute;lo se llamaba el pr&iacute;ncipe Hamete. </p>
<p>Un largo espacio de silencio. Abajo despertaban los dos amantes estrechamente abrazados, en el &eacute;xtasis todav&iacute;a de aquel canto de amor. </p>
<p>En su viaje, llega una noche a las puertas del monasterio de Poblet. Los c&aacute;nticos de los cistercienses, difundi&eacute;ndose m&iacute;sticos y vagarosos, en la calma de la noche, al trav&eacute;s de las ojivas, conmueven el alma del joven sarraceno, que se siente atra&iacute;do a la religi&oacute;n de los enemigos por el encanto de la poes&iacute;a. Se bautiza, toma el blanco h&aacute;bito de San Bernardo de Clairvaux, y vuelve alg&uacute;n tiempo despu&eacute;s al reino de Valencia para predicar el cristianismo. Le respeta la tolerancia con que los monarcas sarracenos acog&iacute;an todas las doctrinas religiosas, y convierte a sus dos hermanas moras, que toman los nombres de Gracia y Mar&iacute;a, e inflamadas de santo entusiasmo, quieren acompa&ntilde;ar al hermano en sus predicaciones. </p>
<p>Leonora apoyaba su despeinada cabeza en el hombro de Rafael. Acariciaba su cuello con la anhelante y fatigada respiraci&oacute;n que agitaba su pecho. Murmuraba junto a sus o&iacute;dos frases incoherentes en las que a&uacute;n vibraba la emoci&oacute;n. </p>
<p>Pero el viejo rey de Carlet hab&iacute;a muerto. En el mando del peque&ntilde;o estado feudatario, especie de jefatura de cabila militar, le hab&iacute;a sucedido su primog&eacute;nito, el arrogante Almanzor, un moro brutal y orgulloso, que se afrenta de que individuos de su familia vayan por los caminos, rotos y miserables, predicando una religi&oacute;n de mendigos, y con unos cuantos jinetes sale en persecuci&oacute;n de sus hermanos. Los encuentra junto a Alcira, ocultos en la orilla del r&iacute;o; con un rev&eacute;s de su espada corta el cuello a las dos hermanas, y San Bernardo es crucificado y le taladran la frente con un clavo enorme. As&iacute; pereci&oacute; el santo patr&oacute;n adorado con fervor por los peque&ntilde;os, el pr&iacute;ncipe hermoso convertido en vagabundo y pordiosero, sacrificio que halagaba a los m&aacute;s pobres de sus devotos. </p>
<p>&iquest;Qu&eacute; feliz se sent&iacute;a all&iacute;! Todo llega para el amor. Muchas veces, en su &eacute;poca de resistencia, al contemplar por la noche desde su balc&oacute;n aquel r&iacute;o que serpenteaba a trav&eacute;s de la campi&ntilde;a dormida, hab&iacute;a pensado con delicia en un paseo por el inmenso jard&iacute;n del brazo de Rafael, en deslizarse por el J&uacute;car, llegando hasta la isla. </p>
<p>La muchedumbre recordaba esta historia, repetida de generaci&oacute;n en generaci&oacute;n, sin m&aacute;s cr&eacute;dito que las tradiciones ni otros documentos justificantes que la fe popular, y daba vivas al padre San Bernardo, convencida de que era el primer ministro de Dios, como lo hab&iacute;a sido del rey moro de Valencia. </p>
<p>–Mi amor es ya antiguo –murmuraba al o&iacute;do de Rafael–. &iquest;Crees t&uacute; que s&oacute;lo te quiero desde la otra noche? Te adoro hace mucho tiempo, mucho... Pero &iexcl;no vaya usted a ponerse por esto orgulloso, se&ntilde;orito m&iacute;o!... No s&eacute; c&oacute;mo comenz&oacute;; creo que fue cuando estabas en Madrid. Al verte de nuevo, comprend&iacute; que estaba perdida. Si me resist&iacute;, es porque estaba en mi sana raz&oacute;n, porque ve&iacute;a claro. Ahora estoy loca y lo he echado todo a rodar. Dios sea con nosotros... Pero aunque venga lo que venga, qui&eacute;reme mucho, Rafael; j&uacute;rame que me querr&aacute;s. Ser&iacute;a una crueldad huir despu&eacute;s de haberme despertado. </p>
<p>Se organizaba r&aacute;pidamente la procesi&oacute;n. Por las estrechas calles de la isla corr&iacute;a la lluvia, formando arroyos, y descalzos o hundiendo sus zapatos en el agua, llegaban hombres con hachones y trabucos, mujeres guardando sus peque&ntilde;uelos bajo la hinchada tienda que formaban las sayas subidas a la cabeza. Present&aacute;banse los m&uacute;sicos con las piernas desnudas, levita de uniforme y emplumado chac&oacute;, semejantes a esos jefes ind&iacute;genas que adornan su desnudez con casacas y tricornios de desecho. </p>
<p>Y se apretaba con cierto terror contra el pecho de Rafael, hund&iacute;a las manos en el cabello del joven, echaba atr&aacute;s su cabeza para pasear su boca &aacute;vida por toda la cara, bes&aacute;ndole en los ojos, en la frente, en la boca, mordi&eacute;ndole la nariz y la barba suavemente, pero con una vehemencia cari&ntilde;osa que arrancaba ligeros gritos a Rafael. </p>
<p>Frente a la iglesia brillaban como un incendio los grupos de hachones, y al trav&eacute;s del gran hueco de la puerta ve&iacute;anse, cual lejanas constelaciones, los cirios de los altares. </p>
<p>–&iexcl;Loca! –murmuraba, sonriendo–. &iexcl;Qu&eacute; me haces da&ntilde;o! </p>
<p>Casi todo el vecindario estaba en la plaza, a pesar de la lluvia, cada vez m&aacute;s fuerte. Muchos miraban al negro espacio con expresi&oacute;n burlona. &iexcl;Qu&eacute; chasco iban a llevarse! Hac&iacute;a bien en aprovechar la ocasi&oacute;n soltando tanta agua; ya cesar&iacute;a de chorrear tan pronto como saliese San Bernardo. </p>
<p>Leonora lo miraba fijamente con aquellos ojazos que brillaban en la sombra con el fulgor de una fiera en celo. </p>
<p>La procesi&oacute;n comenzaba a extender su doble cadena de llamas entre el apretado gent&iacute;o. </p>
<p>–Te devorar&iacute;a –murmuraba con voz grave que parec&iacute;a un rugido lejano–. Siento impulsos de comerte, mi cielo, mi rey, mi dios... &iquest;Qu&eacute; me has dado, ni&ntilde;o m&iacute;o? &iquest;C&oacute;mo has podido enloquecerme, haci&eacute;ndome sentir lo que nunca hab&iacute;a sentido? </p>
<p>–&iexcl;V&iacute;tol el pare San Bernat! –gritaban a la vez un sinn&uacute;mero de voces roncas. </p>
<p>Y de nuevo ca&iacute;a sobre &eacute;l, agarrando su cabeza, oprimi&eacute;ndola con furia sobre su robusto y firme pecho, en cuyas desnudeces, se perd&iacute;a la anhelante boca de Rafael, pose&iacute;do tambi&eacute;n de avidez rabiosa. </p>
<p>–&iexcl;V&iacute;tol les chermanetes! –a&ntilde;ad&iacute;an otros, corrigiendo la falta de galanter&iacute;a de los m&aacute;s entusiastas. </p>
<p>–Ya no canta el ruise&ntilde;or –murmuraba el joven. </p>
<p>Porque las hermanitas, las santas m&aacute;rtires Gracia y Mar&iacute;a, tambi&eacute;n figuraban en la procesi&oacute;n. San Bernardo no iba solo a ninguna parte. Era cosa sabida hasta por los ni&ntilde;os que no hab&iacute;a fuerza en el mundo capaz de arrancar al santo de su altar si antes no sal&iacute;an las hermanas. Juntas todas las caballer&iacute;as de los huertos y tirando un a&ntilde;o, no conseguir&iacute;an moverle de su pedestal. Era &eacute;ste uno de sus milagros acreditados por la tradici&oacute;n. Le inspiraban las mujeres poca confianza –seg&uacute;n dec&iacute;an los comendadores alegres–, y, no queriendo perder de vista a sus hermanas, para salir &eacute;l de su altar hab&iacute;an de ir &eacute;stas delante. </p>
<p>–&iexcl;Ambicioso! –dec&iacute;a riendo quedamente la artista–. &iquest;Ya quieres o&iacute;rlo de nuevo?... </p>
<p>Asomaron a la puerta de la iglesia las santas hermanas, balance&aacute;ndose en su peana sobre las cabezas de los devotos. </p>
<p>Callaban los dos, estrechamente abrazados, formando un solo cuerpo, trastornados por el ambiente de inefable poes&iacute;a con el que los rodeaba la noche primaveral. </p>
<p>–&iexcl;V&iacute;tol les chermanetes! </p>
<p>Otra vez comenzaron a resonar entre las altas ramas las notas sueltas, los lamentos tiernos del solitario p&aacute;jaro, llamando al Amor invisible. Y familiarizado con los extra&ntilde;os rumores que aquella noche poblaban la isla y que llegaban de nuevo hasta &eacute;l como bocanadas de lejano incendio, se lanz&oacute; en una carrera loca de trinos, cual si se sintiera espoleado por la voluptuosidad de la noche, cayendo del &aacute;rbol su envoltura de pluma como un saco vac&iacute;o, despu&eacute;s de haber derramado su tesoro de notas. </p>
<p>Y las pobres chermanetes, goteando por todos los pliegues de sus vestiduras, avanzaban en aquella atm&oacute;sfera casi l&iacute;quida, oscura, tempestuosa, cortada a trechos por el crudo resplandor de los hachones. </p>
<p>Rafael se estremeci&oacute; en los brazos de su amante como si despertase. </p>
<p>Los m&uacute;sicos probaban los instrumentos, prepar&aacute;ndose a soplar la Marcha Real. En el hueco iluminado de la puerta se marc&oacute; algo que brillaba sobre las cabezas como un &iacute;dolo de oro. Avanzaba pesadamente, con fatigoso cabeceo, como movido por las olas de un mar irritado. La multitud lanz&oacute; un rugido. La m&uacute;sica rompi&oacute; a tocar. </p>
<p>–Debe de ser tarde. &iquest;Cu&aacute;ntas horas estamos aqu&iacute;? </p>
<p>–&iexcl;V&iacute;tol el pare San Bernat! </p>
<p>–S&iacute;; muy tarde –contest&oacute; Leonora con tristeza–. Las horas de placer van siempre al galope. </p>
<p>Pero las m&uacute;sicas y las aclamaciones quedaron ahogadas por un estr&eacute;pito horripilante, como si la isla se abriera en mil pedazos, arrastrando la ciudad al centro de la tierra. La plaza se llen&oacute; de rel&aacute;mpagos. Era una verdadera batalla: descargas cerradas, arcabuzazos sueltos, tiros que parec&iacute;an ca&ntilde;onazos. Todas las armas del vecindario saludaban la salida del santo. Los viejos trabucos, cargados hasta la boca, tronaban con fogonazos que quitaban la vista, chamuscando a los m&aacute;s cercanos; dispar&aacute;banse los pistolones de arz&oacute;n entre las piernas de los fieles, repet&iacute;an sus secas detonaciones las escopetas de fabricaci&oacute;n moderna, y la muchedumbre, aficionada a correr la p&oacute;lvora, arremolin&aacute;base, gesticulante y ronca, enardecida por el excitante humo mezclado con la humedad de la lluvia y por la presencia de aquella imagen de bronce, cuya cara, redonda y bondadosa de frailecillo sano, parec&iacute;a adquirir palpitaciones de vida a la luz de las antorchas. </p>
<p>La oscuridad era densa; hab&iacute;a desaparecido la luna. Cogidos de la mano, gui&aacute;ndose a tientas, llegaron a la barca, y el chapoteo de los remos comenz&oacute; a sonar r&iacute;o arriba sobre la negra corriente. </p>
<p>Ocho hombres forzudos y casi en cueros encorv&aacute;banse bajo el peso del santo. Las oleadas de gente estrell&aacute;banse contra ellos, haciendo vacilar las andas. Dos atletas despechugados, admiradores del santo, marchaban a ambos lados conteniendo al gent&iacute;o. </p>
<p>El ruise&ntilde;or cantaba en el sauce melanc&oacute;licamente, como saludando una ilusi&oacute;n que se aleja. </p>
<p>Las mujeres, sofocadas por la aglomeraci&oacute;n, empujadas y golpeadas por el vaiv&eacute;n, romp&iacute;an a llorar con la vista fija en el santo, agitadas por un sollozo hist&eacute;rico. </p>
<p>–Mira mi vida –dijo Leonora–. El pobrecito nos despide. Oye c&oacute;mo nos dice adi&oacute;s. </p>
<p>–&iexcl;Ay Pare San Bernat! &iexcl;Pare San Bernat, salveumos! </p>
<p>Y s&uacute;bitamente en su fatigado desaliento, anonadada y muelle por la noche de amor, sinti&oacute; la llama del arte estremeci&eacute;ndola de pies a cabeza. </p>
<p>Otras sacaban a los chiquillos de entre los pliegues de sus faldas, y levant&aacute;ndolos sobre sus cabezas, buscaban los brazos de los dos poderosos atletas. </p>
<p>Ven&iacute;a a su memoria el himno que en Los maestros cantores entona el buen pueblo de Nuremberg al ver en el estrado del certamen a Hans Sachs, su cantor popular, bondadoso y dulce como el Padre Eterno. Era la canci&oacute;n que el poeta menestral, el amigo de Alberto Durero, escribi&oacute; en honor de Lutero al iniciarse la gran revoluci&oacute;n; y la artista, puesta en pie en la popa, saludando con su sonrisa al ruise&ntilde;or, comenz&oacute; a cantar: </p>
<p>–&iexcl;Ag&aacute;rralo! &iexcl;Qu'l bese! </p>
<p>&nbsp; </p>
<p>Y el atleta, por encima de la gente, agarraba al chiquillo con una mano que parec&iacute;a una garra. Lo as&iacute;a del primer sitio que encontraba, elev&aacute;ndolo hasta el nivel del santo para que besase el bronce, y lo devolv&iacute;a como una pelota a los brazos de su madre. Todo con rapidez, autom&aacute;ticamente, dejando un chiquillo para coger otro, con la regularidad de una m&aacute;quina en funci&oacute;n. Muchas veces el impulso era demasiado rudo; chocaban las cabezas de los ni&ntilde;os con sordo ruido, aplast&aacute;banse las tiernas narices contra los pliegues del met&aacute;lico h&aacute;bito, pero el fervor de la muchedumbre parec&iacute;a contagiar a los peque&ntilde;os; eran los futuros adoradores del fraile moro, y rasc&aacute;ndose los chichones con las tiernas manecitas, se tragaban las l&aacute;grimas y volv&iacute;an a adherirse a las faldas de sus madres. </p>
<p>Sorgiam, che spunta il dolce albor, </p>
<p>Detr&aacute;s del glorioso santo marchaban Rafael y los se&ntilde;ores del Ayuntamiento con gruesos blandones: el cura, bufando al sentir las primeras caricias de la lluvia, bajo el gran paraguas de seda roja con que le cubr&iacute;a el sacrist&aacute;n, y la muchedumbre de hortelanos confundidos con los m&uacute;sicos, que, m&aacute;s atentos a mirar d&oacute;nde pon&iacute;an los pies que a los instrumentos, entonaban una marcha desacorde y rara. Segu&iacute;an los tiros, las aclamaciones delirantes a San Bernardo y sus hermanas, y rodeada de un nimbo rojo por el resplandor de las antorchas, saludada en cada esquina por una descarga cerrada, iba navegando la imagen sobre aquel oleaje de cabezas azotado por la lluvia, que, a la luz de los cirios, tomaba la transparencia de hilos de cristal. Y en torno del santo los brazos de los atletas, siempre en movimiento, subiendo y bajando chiquillos que babeaban el mojado bronce del padre San Bernardo. En balcones y ventanas aglomer&aacute;banse las mujeres con las cabeza resguardada por las faldas. El paso del santo provocaba profundos suspiros, dolorosas exclamaciones de s&uacute;plica. Era un coro de desesperaci&oacute;n y de esperanza. </p>
<p>Cantar escolto in mezco ai fior </p>
<p>–&iexcl;Salveumos, pare San Bernat!... &iexcl;Salveumos!... </p>
<p>Voluttuoso un usignol </p>
<p>La procesi&oacute;n lleg&oacute; al r&iacute;o, pasando y repasando el puente del Arrabal. Reflej&aacute;ronse las inquietas llamas en las olas l&oacute;bregas del r&iacute;o, cada vez m&aacute;s mugientes y aterradoras. El agua todav&iacute;a no llegaba al pretil, como otras veces. &iexcl;Milagro! All&iacute; estaba San Bernardo que le pondr&iacute;a freno. Despu&eacute;s la procesi&oacute;n se meti&oacute; en las lenguas del r&iacute;o que inundaban los callejones. Era un espect&aacute;culo extra&ntilde;o ver toda aquella gente, empujada por la fe, descendiendo por las callejuelas convertidas en barrancos. Los devotos, levantando un hach&oacute;n sobre sus cabezas, entraban sin vacilar agua adelante, hasta que el espeso l&iacute;quido les llegaba cerca de los hombros. Hab&iacute;a que acompa&ntilde;ar al santo. </p>
<p>Spiegando a noi l'amante vol! </p>
<p>Un viejo temblaba de fiebre. Hab&iacute;a cogido unas tercianas en los arrozales, y sosteniendo el hach&oacute;n con sus manos tr&eacute;mulas, vacilaba antes de meterse en el r&iacute;o. </p>
<p>&nbsp; </p>
<p>–Entre, ag&uuml;elo –gritaban con fe las mujeres–. El pare San Bernat el curar&aacute;. </p>
<p>Su voz, ardorosa y fuerte, parec&iacute;a hacer temblar la negra superficie del r&iacute;o; parec&iacute;a hacer temblar la negra superficie del r&iacute;o; se extend&iacute;a en ondas armoniosas por los campos, perd&iacute;ase en la frondosidad de la lejana isla, desde donde contestaba como un suspiro lejano el trino del ruise&ntilde;or. Imitaba, esforz&aacute;ndose, la majestuosa sonoridad del coro wagneriano; remedaba con murmullos a flor de labio el rumoroso acompa&ntilde;amiento de la orquesta, y Rafael bat&iacute;a el agua con sus remos al comp&aacute;s de la melod&iacute;a piadosa y entusi&aacute;stica con que el gran maestro hab&iacute;a interpretado el fervor de la poes&iacute;a popular saludando la aparici&oacute;n de la Reforma. </p>
<p>Hab&iacute;a que aprovechar las ocasiones. Puesto el santo a hacer milagros, se acordar&iacute;a tambi&eacute;n de &eacute;l. </p>
<p>Iban r&iacute;o arriba, luchando contra la corriente. Rafael se doblaba sobre los remos, moviendo sus brazos nerviosos como resortes de acero. Llevaba la barca por cerca de la orilla, donde la corriente era menos viva y las ramas rozaban las cabezas de los amantes, mojando la cara de la artista con el roc&iacute;o depositado en sus hojas. Muchas veces se hund&iacute;a la barca en una de aquellas b&oacute;vedas de verdura, abri&eacute;ndose paso lentamente entre las plantas acu&aacute;ticas; y el follaje temblaba con el impulso armonioso de aquella voz vibrante y poderosa como gigantesca campana de plata. </p>
<p>Y el viejo, temblando bajo sus ropas mojadas, se meti&oacute; resueltamente en el agua dando diente con diente. </p>
<p>A&uacute;n no llegaba el d&iacute;a, no spuntaba il dolce albor de la canci&oacute;n de Hans Sachs, pero se adivinaba que de un momento a otro comenzar&iacute;a a clarear en el cielo la faja sonrosada del amanecer. </p>
<p>La imagen iba entrando con lentitud en los callejones inundados. Los robustos ga&ntilde;anes, encorvados bajo el peso de las andas, se hund&iacute;an en el agua; s&oacute;lo pod&iacute;an avanzar ayudados por un grupo de fieles que se cog&iacute;an a la peana por todos lados. Era una confusa mara&ntilde;a de brazos nervudos y desnudos saliendo del agua para sostener el santo; un p&oacute;lipo humano que parec&iacute;a flotar en la roja corriente sosteniendo la imagen sobre sus lomos. </p>
<p>Rafael hac&iacute;a esfuerzos para llegar cuanto antes, animado por la voz de Leonora, que marcaba el comp&aacute;s de los remos. Su canto sonoro parec&iacute;a despertar la campi&ntilde;a. En una alquer&iacute;a se iluminaba una ventana. Rafael crey&oacute; varias veces o&iacute;r en la ribera, a lo largo de los ca&ntilde;averales, ruido de ca&ntilde;as tronchadas, pasos cautelosos de gente que los segu&iacute;a. </p>
<p>Detr&aacute;s iban el cura y los mandones a horcajadas sobre algunos entusiastas, que, para mayor lustre de la fiesta, se prestaban a hacer de caballer&iacute;as, llevando ante las narices el cirio de los jinetes. </p>
<p>–Calla, alma m&iacute;a. No cantes; te van a conocer. Adivinar&aacute;n qui&eacute;n eres. </p>
<p>El cura, asustado al sentir el fr&iacute;o del agua cerca de la espalda, daba &oacute;rdenes para que el santo volviera atr&aacute;s. Ya estaba al final de la callejuela, en el mismo r&iacute;o; se notaban los esfuerzos desesperados, el recular forzado de aquellos entusiastas, que comenzaban a sufrir el impulso de la corriente. Cre&iacute;an que cuanto m&aacute;s entrase el santo en el r&iacute;o, m&aacute;s pronto bajar&iacute;an las aguas. Por fin, el instinto de conservaci&oacute;n les hizo retroceder, y salieron de una callejuela para entrar en otra, repitiendo la misma ceremonia. De pronto ces&oacute; de llover. </p>
<p>Llegaron al ribazo donde hab&iacute;an embarcado. Leonora salt&oacute; a tierra; quer&iacute;a ir sola hasta su casa; se separar&iacute;an all&iacute;. Y la despedida fue dulce, lenta, interminable. </p>
<p>Una aclamaci&oacute;n inmensa, un grito de alegr&iacute;a y triunfo sacudi&oacute; a la muchedumbre. </p>
<p>–Adi&iexcloacute;V&iacutes, amor;tol elun parebeso; Sanhasta Bernat!ma&ntilde;ana...; no, hasta luego. </p>
<p>Se alejaba algunos pasos ribazo arriba y volv&iacute;a de repente buscando los brazos de su amante. </p>
<p>&iquest;Y a&uacute;n dudaban de su inmenso poder los vecinos de los pueblos inmediatos?... All&iacute; estaba la prueba. Dos d&iacute;as de lluvia incesante, y de repente no m&aacute;s agua; hab&iacute;a bastado que el santo saliera a la calle. </p>
<p>–Otro, pr&iacute;ncipe m&iacute;o... El &uacute;ltimo. </p>
<p>E inflamadas por el agradecimiento, las mujeres lloraban, abalanz&aacute;ndose a las andas del santo, besando en ellas lo primero que encontraban, los barrotes de los porteadores o los adornos de la peana, y toda la f&aacute;brica de madera y bronce sacud&iacute;ase como una barquilla entre el oleaje de cabezas vociferantes, de brazos extendidos y tr&eacute;mulos por el entusiasmo. </p>
<p>Era la eterna despedida del amor; arrancarse con nervioso impulso de los brazos para volver al momento con la angustia de la separaci&oacute;n. </p>
<p>A&uacute;n anduvo la procesi&oacute;n m&aacute;s de una hora por las inmediaciones del r&iacute;o, hasta que el cura, que chorreaba por todas las puntas de su sotana y llevaba cansados m&aacute;s de doce feligreses convertidos voluntariamente en cabalgaduras, se neg&oacute; a pasar adelante. Por voluntad de aquella gente, el paseo de San Bernardo hubiese durado hasta el amanecer; pero lo que respond&iacute;a el cura: </p>
<p>Comenzaba a clarear el d&iacute;a. No cantaba la alondra, como en el jard&iacute;n de Verona, anunciando el alba a los amantes de Shakespeare; pero comenzaba a o&iacute;rse el chirrido lejano de los carros en los caminos de la campi&ntilde;a y una canci&oacute;n perezosa y so&ntilde;olienta entonada por una voz infantil. </p>
<p>–&iexcl;Lo que al santo le tocaba hacer ya lo hab&iacute;a hecho! &iquest;A casa! </p>
<p>–Adi&oacute;s, Rafael... Ahora s&iacute; que es el &uacute;ltimo. Nos van a sorprender. </p>
<p>Rafael, dejando el cirial a uno de los suyos, se qued&oacute; en el puente entre un grupo de conocedores del pa&iacute;s, que lamentaban los da&ntilde;os de la inundaci&oacute;n. Llegaban a cada instante, no se sab&iacute;a c&oacute;mo, noticias alarmantes de los da&ntilde;os causados por el r&iacute;o. Tal molino estaba aislado por las aguas, y sus habitantes, refugiados en el tejado, disparaban las escopetas pidiendo auxilio. Muchos huertos hab&iacute;an desaparecido bajo las aguas. Las pocas barcas que hab&iacute;a en la ciudad iban como pod&iacute;an por aquel inmenso lago salvando familias, expuestas a estrellarse contra los obst&aacute;culos sumergidos, teniendo que librarse con desesperados golpes de remo de la veloz corriente. </p>
<p>Y recogi&eacute;ndose el abrigo, subi&oacute; de un salto el ribazo, salud&aacute;ndole por &uacute;ltima vez con el pa&ntilde;uelo. Rafael rem&oacute; r&iacute;o arriba hacia la ciudad. Aquel viaje a solas, cansado y luchando contra la corriente, fue lo peor de la noche. </p>
<p>Y a pesar del peligro, la gente hablaba con una relativa tranquilidad. Estaban habituados a aquella cat&aacute;strofe casi anual, la inundaci&oacute;n era un mal inevitable de su vida, y la acog&iacute;an con resignaci&oacute;n. Adem&aacute;s, hablaban de los telegramas recibidos por el alcalde con expresi&oacute;n de esperanza. Al amanecer tendr&iacute;an auxilio. Llegar&iacute;a el gobernador de Valencia con los marineros de guerra y se llenar&iacute;a de barcas la laguna. No quedaban m&aacute;s que unas cuantas horas de espera. Lo importante era que no subiese el nivel del agua. </p>
<p>Cuando amarr&oacute; su barca cerca del puente era ya de d&iacute;a. Se abr&iacute;an las ventanas de las casas vecinas al r&iacute;o; pasaban por el puente los carros cargados de vituallas para el mercado y las filas de hortelanas con grandes cestas a la cabeza. Toda aquella gente miraba con inter&eacute;s al diputado. Vendr&iacute;a de pasar la noche pescando. Se lo dec&iacute;an unos a otros, a pesar de que en la barca no se ve&iacute;a ning&uacute;n &uacute;til de pesca. Envidiaban a la gente rica que puede dormir de d&iacute;a y entretener su tiempo como mejor le parece. </p>
<p>Y se consultaron las se&ntilde;ales puestas en el r&iacute;o, promovi&eacute;ndose terribles discusiones. Rafael vi&oacute; que a&uacute;n segu&iacute;a subiendo, aunque con lentitud. </p>
<p>Rafael salt&oacute; a tierra, molestado por la curiosidad de los grupos. Pronto estar&iacute;a enterada su madre. </p>
<p>Los hortelanos no quer&iacute;an convencerse. &iquest;C&oacute;mo hab&iacute;a de crecer el r&iacute;o despu&eacute;s de entrar en &eacute;l el pare San Bernat? No, se&ntilde;or; no sub&iacute;a; eran mentiras para desacreditar al santo. Y un mocet&oacute;n de ojos feroces hablaba de vaciarle el vientre de una cuchillada a cierto burl&oacute;n que aseguraba que el r&iacute;o subir&iacute;a s&oacute;lo por el gusto de dejar malparado al milagroso fraile. </p>
<p>Al subir al puente, con paso tardo y perezoso, muertos los brazos por sus esfuerzos de remero, oy&oacute; que le llamaban. </p>
<p>Rafael se acerc&oacute; al grupo, y a la luz de una linterna reconoci&oacute; al barbero Cupido, un maldito guas&oacute;n de rizadas patillas y nariz aguile&ntilde;a, que ten&iacute;a el gusto en burlarse de la dura y salvaje fe de la gente sencilla. </p>
<p>Don Andr&eacute;s estaba all&iacute;, mir&aacute;ndolo con sus ojillos de color de aceite, que brillaban entre las arrugas con expresi&oacute;n de autoridad. </p>
<p>Brull conoc&iacute;a mucho al barbero. Rea una de sus admiraciones de adolescente. El miedo a su madre fu&eacute; lo &uacute;nico que le impidi&oacute; de muchacho el frecuentar aquella barber&iacute;a, refugio de la gente m&aacute;s alegre de la ciudad, nido de murmuraciones y francachelas, escuela de guitarreos y romanzas amorosas que pon&iacute;an en conmoci&oacute;n a toda la calle. Adem&aacute;s, aquel Cupido era el exc&eacute;ntrico de la ciudad, el bohemio despreocupado y mordaz, a quien todo se toleraba; el hombre que se permit&iacute;a tener cosas y hablar mal de todo el mundo sin que la gente se indignase. Era el &uacute;nico que pod&iacute;a burlarse de la tiran&iacute;a de los Brull, sin que esto le impidiese la entrada en el </p>
<p>–Me has dado la gran noche, Rafael. S&eacute; d&oacute;nde has estado. Vi anoche c&oacute;mo te embarcabas con esa mujer, y no han faltado amigos que os han seguido para saber ad&oacute;nde ibais. Hab&eacute;is estado en la isla toda la noche; esa mujer cantaba sus cosas como una loca... Pero, &iexcl;redi&oacute;s!, &iquest;Es que os divert&iacute;s as&iacute; m&aacute;s, paseando a cielo abierto vuestro enredo, para que todo Cristo se entere? </p>
<p>Casino del partido, donde los j&oacute;venes admiraban sus chistes y sus trajes estramb&oacute;ticos. </p>
<p>Y el viejo se indignaba de veras, como libertino r&uacute;stico y ducho que adoptaba toda clase de precauciones para no comprometerse en sus debilidades con la chiquiller&iacute;a de los almacenes de naranja. Sent&iacute;a furor y tal vez envidia al ver aquella pareja sin miedo a la murmuraci&oacute;n, inconsciente ante el peligro, burl&aacute;ndose de toda prudencia, ostentando su pasi&oacute;n con la insolencia de la dicha. </p>
<p>Rafael lo quer&iacute;a, aunque su trato con &eacute;l no fuese muy &iacute;ntimo. Entre la gente solemne y conservadora que lo rodeaba, aparec&iacute;asele el barbero como el &uacute;nico hombre con quien pod&iacute;a hablar. Casi era un artista. Iba a Valencia en invierno para o&iacute;r las &oacute;peras que elogiaban los diarios, y en un rinc&oacute;n de su tienda ten&iacute;a montones de novelas y peri&oacute;dicos ilustrados, reblandecidos por la humedad y con las hojas gastadas por el continuo roce de los parroquianos. </p>
<p>–Adem&aacute;s, tu madre lo sabe todo. Estas noches ha sorprendido tus escapatorias, ha visto que no estabas en tu cuarto. La vas a matar de un disgusto. </p>
<p>Trataba poco a Rafael, adivinando que su madre no hab&iacute;a de ver con buenos ojos esta amistad, pero mostraba cierto aprecio por el joven; lo tuteaba por haberlo conocido de ni&ntilde;o, y dec&iacute;a de &eacute;l en todas partes: </p>
<p>Y con la severidad de un padre, hablaba de la desesperaci&oacute;n de do&ntilde;a Bernarda; el porvenir de la casa en peligro; el compromiso con don Mat&iacute;as, la palabra dada, la hija esperando la prometida boda. </p>
<p>–Es el mejor de la familia; el &uacute;nico Brull que tiene m&aacute;s talento que malicia. </p>
<p>Rafael callaba, caminando como un aut&oacute;mata, irritado por aquella charla que le tra&iacute;a a la memoria todas las obligaciones molestas de su vida. Sent&iacute;a el enojo del que se ve despertado por un criado torpe en mitas de un dulce sue&ntilde;o. A&uacute;n llevaba en sus labios la huella de los besos de Leonora; todo su cuerpo estaba impregnado de su dulce calor; &iexcl;y aquel viejo ven&iacute;a a hablarle del deber, de la familia, del qu&eacute; dir&iacute;an, sin acordarse para nada del amor! &iexcl;Como si el amor no fuese nada en la vida! Aquello era un complot contra su dicha y sent&iacute;a que un impulso de lucha y de revuelta agitaba su voluntad. </p>
<p>No ocurr&iacute;a suceso en Alcira que &eacute;l ignorase; todas las debilidades y ridiculeces de los personajes de la ciudad las hac&iacute;a p&uacute;blicas en su barber&iacute;a, para regocijo de los de la c&aacute;scara amarga que se reun&iacute;an all&iacute; a leer los &oacute;rganos del partido. Los se&ntilde;ores del Ayuntamiento tem&iacute;an al barbero m&aacute;s que a diez peri&oacute;dicos, y cuando en alguno de los discursos que los grandes hombres del partido conservador pronunciaban en Madrid le&iacute;an algo sobre la hidra revolucionaria o el foco de la anarqu&iacute;a, se imaginaban una barber&iacute;a como la de Cupido, pero mucho m&aacute;s grande, esparciendo por toda la naci&oacute;n una atm&oacute;sfera venenosa de burlas crueles y perversas insolencias. </p>
<p>Hab&iacute;an llegado frente a la gran casa de los Brull. Rafael buscaba con su llave la cerradura. </p>
<p>No ocurr&iacute;a en la ciudad suceso que no tuviese por indispensable testigo al barbero. Bien pod&iacute;a desarrollarse en lo &uacute;ltimo del Arrabal o en alg&uacute;n huerto; era indispensable que a los pocos minutos apareciese all&iacute; Cupido para enterarse de todo, prestar socorro al que lo necesitara, intervenir entre los contendientes y relatar despu&eacute;s con mil detalles todo lo ocurrido. </p>
<p>–Y bien –dijo el viejo, irritado–: &iquest;qu&eacute; dices t&uacute; a todo esto? &iquest;Qu&eacute; piensas hacer? Contesta; pareces mudo. </p>
<p>Gozaba de libertad para seguir llevando esta vida. A los parroquianos los serv&iacute;an dos mancebos tan locos como su maestro; dos chicuelos a lo que Cupido pagaba con lecciones de guitarra y una comida mejor o peor, seg&uacute;n los ingresos, repartidos entre los tres fraternalmente. Y si el maestro asombraba a la ciudad saliendo a paseo en pleno invierno con traje de hilo blanco, ellos, por no quedar a la zaga, afeit&aacute;banse la cabeza y las cejas y asomaban tras la vidriera sus testas como bolas de billar, con gran alborozo de la ciudad, que acud&iacute;a a ver los chinos de Cupido. </p>
<p>–Yo –repuso el joven con energ&iacute;a– , yo har&eacute; lo que mejor me parezca. </p>
<p>Una inundaci&oacute;n era para el barbero un gran d&iacute;a. Cerraba la tienda y se establec&iacute;a en el puente, sin cuidarse del mal tiempo, perorando ante un gran grupo, asustando a los pobres hortelanos con sus exageraciones y mentiras, dando noticias que, seg&uacute;n &eacute;l, acababa de remitirle el gobernador por tel&eacute;grafo, y con arreglo a las cuales antes de dos horas no quedar&iacute;a en la ciudad piedra sobre piedra, y hasta el milagroso San Bernardo ir&iacute;a a parar al mar. </p>
<p>Don Andr&eacute;s se estremeci&oacute;. &iexcl;Ay, c&oacute;mo le hab&iacute;an cambiado a su Rafael!... Aquella chispa agresiva, arrogante, belicosa, que brillaba en sus ojos, no la hab&iacute;a visto nunca. </p>
<p>Cuando Rafael le encontr&oacute; en el puente, despu&eacute;s de la procesi&oacute;n, estaba pr&oacute;ximo a venir a las manos con unos cuantos r&uacute;sticos, indignados por sus impiedades. </p>
<p>–Rafael, &iquest;as&iacute; me contestas? &iexcl;A m&iacute;, que te he visto nacer! &iexcl;A m&iacute; que te quiero como te quer&iacute;a tu padre! </p>
<p>Separ&aacute;ndose de los grupos, hablaron los dos de los peligros de la inundaci&oacute;n. Cupido se mostraba, como siempre, bien enterado. Le hab&iacute;a dicho que el r&iacute;o se llevaba agua abajo a un pobre viejo sorprendido en el huerto. No ser&iacute;a &eacute;sta la &uacute;nica desgracia. Caballos y cerdos hab&iacute;an pasado muchos bajo el puente en plena tarde, flotando entre los rojos remolinos con el vientre hinchado como un odre y las patas tiesas. </p>
<p>–Soy ya mayor de edad. No quiero tolerar m&aacute;s esta comedia de ser personaje en la calle y un chiquillo en casa. Gu&aacute;rdese los consejos para cuando se los pida. Buenos d&iacute;as. </p>
<p>El barbero hablaba con gravedad, con cierto aire de tristeza. Rafael le o&iacute;a, mir&aacute;ndole ansiosamente, como si deseara que hablase de algo que no se atrev&iacute;a a indicar. Por fin se decidi&oacute;. </p>
<p>Al subir la escalera vio en el primer rellano, en la penumbra de la casa cerrada, sin otra luz que la de las rendijas de las ventanas, a su madre, erguida, ce&ntilde;uda, tempestuosa, como una imagen de la justicia. </p>
<p>–Y en la casa azul, en ese huerto de do&ntilde;a Pepita, adonde t&uacute; vas algunas veces, &iquest;no ocurrir&aacute; algo? </p>
<p>Pero Rafael no vacil&oacute;. Sigui&oacute; subiendo los pelda&ntilde;os, sin recatarse, sin temblar cual otras veces, como el se&ntilde;or que ha estado ausente mucho tiempo y entra arrogante en la casa que es suya. </p>
<p>–La casa es fuerte –contest&oacute; el barbero– y no es &eacute;sta la primera inundaci&oacute;n que aguanta... Pero est&aacute; cerca del r&iacute;o, y el huerto ser&aacute; un lago a estas horas; de seguro que el agua llega al primer piso. La pobre sobrina de do&ntilde;a Pepa tendr&aacute; un buen susto... &iexcl;Mira que venir de tan lejos, de sitios tan hermosos, para ver estas cosas!... </p>
<p>–&iexcl;Si fu&eacute;ramos all&aacute;!... &iquest;Qu&eacute; te parece, Cupido? </p>
<p>–&iexcl;Ir all&aacute;!... &iquest;Y c&oacute;mo? </p>
<p>Pero la proposici&oacute;n, por su audacia, forzosamente hab&iacute;a de agradar a un hombre como el barbero, el cual acab&oacute; riendo, como si la aventura fuese graciosa. </p>
<p>–Es verdad; podr&iacute;amos ir. Tendr&iacute;a chiste que la c&eacute;lebre diva nos viera llegar como unos venecianos, para darle una serenata en medio de sus susto... Casi estoy por ir a casa y traerme la guitarra... </p>
<p>–No, Cupido del demonio; fuera guitarras. &iexcl;Qu&eacute; cosas se te ocurren! Lo que importa es prestar auxilio a esas se&ntilde;oras. Ya ves: &iexcl;si ocurriera una desgracia!... </p>
<p>El barbero, atajado en su proyecto novelesco, fijo sus ojos maliciosos en Rafael. </p>
<p>–T&uacute; te interesas tambi&eacute;n por la ilustre artista. &iexcl;Ah pillo! Tambi&eacute;n te ha dado golpe por guapa... Pero ya recuerdo; t&uacute; la has visto; me lo dijo ella. </p>
<p>–&iexcl;Ella!... &iquest;Ella te ha hablado de m&iacute;? </p>
<p>–Algo sin importancia. Me dijo que te hab&iacute;a visto en la ermita una tarde. </p>
<p>Y Cupido se call&oacute; lo dem&aacute;s. No dijo que Leonora, al nombrarle, hab&iacute;a dicho que le parec&iacute;a un muchacho tonto. </p>
<p>Rafael mostr&aacute;ndose entusiasmado por la noticia. &iexcl;Hab&iacute;a hablado de &eacute;l! &iexcl;No olvidaba aquel encuentro de penoso recuerdo!... &iquest;Qu&eacute; hac&iacute;a a&uacute;n all&iacute;, inm&oacute;vil en el puente, cuando all&aacute; abajo estar&iacute;an necesitando la presencia de un hombre? </p>
<p>–Oye, Cupido: ah&iacute; tengo mi barca; ya sabes, la barca que mi padre encarg&oacute; a Valencia para regal&aacute;rmela. Costillaje de acero, madera magn&iacute;fica, m&aacute;s segura que un nav&iacute;o. T&uacute; entiendes el r&iacute;o...; m&aacute;s de una vez te he visto remar; yo no soy manco... &iquest;Vamos? </p>
<p>–Andando –dijo el barbero con resoluci&oacute;n. </p>
<p>Buscaron una antorcha, ayudados por varios mocetones, trajeron la barca de Rafael hasta una escalerilla de la ribera. </p>
<p>El r&iacute;o mug&iacute;a con sordo hervor en torno del bote, pugnando por arrebatarlo. Los robustos brazos tiraban con fuerza de la cuerda, manteni&eacute;ndolo junto a la orilla. </p>
<p>Arriba, en el puente, entre los grupos, corr&iacute;a la noticia de la expedici&oacute;n, pero agrandada y desfigurada por los curiosos. Se trataba de salvar a una pobre familia refugiada en la techumbre de su casa, m&iacute;sera gente que iba a perecer de un momento a otro. Lo hab&iacute;a sabido Rafael, y all&aacute; iba a salvarlos exponiendo su vida, &eacute;l, tan rico, tan poderoso. &iexcl;Qu&eacute; hombres todos los de la familia Brull!... &iquest;Y a&uacute;n hab&iacute;a quien hablara contra ellos? &iexcl;Qu&eacute; coraz&oacute;n! Y los pobres huertanos segu&iacute;an el movimiento de la antorcha encendida en la proa del bote, que arrojaba sobre las aguas una gran mancha sangrienta; contemplaban con adoraci&oacute;n a Rafael, encorvado en la popa para sujetar bien el tim&oacute;n. De la oscuridad part&iacute;an ruegos y proposiciones en voz suplicante. Eran fieles entusiastas que quer&iacute;an acompa&ntilde;ar al quefe; ahogarse con &eacute;l si era preciso. </p>
<p>Cupido protestaba. No; para aquella empresa, cuanto menos gente, mejor; la barca hab&iacute;a de estar ligera; &eacute;l se bastaba para los remos y don Rafael para el tim&oacute;n. </p>
<p>–&iexcl;Solteu! &iexcl;Solteu! –orden&oacute; el hijo de do&ntilde;a Bernarda. </p>
<p>Y soltando la cuerda los mocetones, la barca, despu&eacute;s de algunos cabeceos, parti&oacute; como una flecha, arrastrada por la corriente. </p>
<p>Encajonado el brazo del r&iacute;o entre la ciudad vieja y la nueva, las aguas, altas y veloces, arrastraban el bote como una rama. El barbero s&oacute;lo hab&iacute;a de mover los remos, para desviar la barca de la orilla. Los obst&aacute;culos sumergidos produc&iacute;an grandes remolinos, que sacud&iacute;an a la embarcaci&oacute;n, y a la luz de la antorcha, que ensangrentaba las ondas gelatinosas, ve&iacute;an pasar troncos de &aacute;rboles, cad&aacute;veres de animales, objetos informes que apenas si asomaban una punta negra en la superficie y hac&iacute;an pensar en ahogados cubiertos de barro flotando entre dos aguas. Arrastrados por la vertiginosa corriente, respirando el vaho fangoso del r&iacute;o como si mascasen tierra, sacudidos a cada momento por los remolinos, Rafael se cre&iacute;a en plena pesadilla; comenzaba a sentirse arrepentido de su audacia.. De las casas inmediatas al r&iacute;o part&iacute;an gritos. Se iluminaban las ventanas. En sus huecos, algunas sombras saludando con brazos que parec&iacute;an aspas aquella llama roja que resbalaba sobre el r&iacute;o, marcando la l&iacute;nea negra de la barca y las siluetas de los dos hombres encogidos en sus asientos. Hab&iacute;a corrido la noticia de la expedici&oacute;n por toda la ciudad, y la gente gritaba saludando el r&aacute;pido paso </p>
<p>de la barca: &laquo;&iexcl;Viva don Rafael!&raquo; &laquo;&iexcl;Viva Brull!&raquo; </p>
<p>Y el h&eacute;roe que causaba admiraci&oacute;n exponiendo su vida por salvar una familia pobre, hundido en la oscuridad, en aquella atm&oacute;sfera pegajosa y pesada de tumba, pensaba &uacute;nicamente en la casa azul, donde iba a penetrar por fin, pero de un modo extra&ntilde;o y novelesco. </p>
<p>De cuando en cuando, un crujido, un salto de la barca, le volv&iacute;an a la realidad. </p>
<p>–&iexcl;Ese tim&oacute;n! –gritaba Cupido, que no separaba sus ojos de las aguas–. &iexcl;Atenci&oacute;n, Rafaelito! Evita los choques. </p>
<p>Y en verdad que el bote era bueno, pues otro, sin sus s&oacute;lidas maderas y su costillaje de acero, se hubiera abierto en uno de los encontronazos con los sumergidos obst&aacute;culos. </p>
<p>Daban r&aacute;pidamente la vuelta a la ciudad. Ya no se ve&iacute;an casas con ventanas iluminadas. Altos ribazos coronados por tapias, inabordables riberas de barro y ca&ntilde;averales sumergidos; un poco m&aacute;s all&aacute;, el r&iacute;o libre, la confluencia de los dos brazos que abarcaban la antigua ciudad y un&iacute;an sus corrientes extendi&eacute;ndose como inmenso lago. </p>
<p>Los dos hombres iban a la ventura. Carec&iacute;an, para guiarse, de las se&ntilde;ales normales. Hab&iacute;an desaparecido las riberas, y en la oscuridad, m&aacute;s all&aacute; del c&iacute;rculo rojo de la antorcha, s&oacute;lo se ve&iacute;a agua y m&aacute;s agua, una inmensa s&aacute;bana que se desarrollaba en incesante movimiento, arrastr&aacute;ndolos en sus ondulaciones. De cuando en cuando, a ras de la l&iacute;quida superficie, surg&iacute;a una mancha negra; las crestas de los ca&ntilde;averales inundados; las copas de los &aacute;rboles; vegetaciones extra&ntilde;as y monstruosas que parec&iacute;an enroscarse en la sombra. </p>
<p>El silencio era absoluto. El r&iacute;o, libre de la opresi&oacute;n d la ciudad, no mug&iacute;a ya; se agitaba y arremolinaba en silencio, borrando todos los vestigios de la tierra. Los dos hombres se cre&iacute;an dos n&aacute;ufragos abandonados en un mar sin l&iacute;mites, en una noche eterna, sin otra compa&ntilde;&iacute;a que la llama rojiza que serpenteaba en la proa y aquellas vegetaciones sumergidas que aparec&iacute;an y desaparec&iacute;an como los objetos vistos desde un tren a gran velocidad. </p>
<p>–Boga, Cupido –dijo Rafael–. La corriente es muy fuerte; a&uacute;n estamos en el r&iacute;o. Vamos hacia la derecha, a ver si nos metemos en los huertos. </p>
<p>El barbero se encorv&oacute; sobre los remos, y la barca, siempre impelida por la corriente, comenz&oacute; a torcer su proa con lentitud, buscando aquella vegetaci&oacute;n que asomaba a flor de agua como los sargazos del Oc&eacute;ano. </p>
<p>La barca comenz&oacute; a tropezar con obst&aacute;culos invisibles. Eran capas crujientes que parec&iacute;an aprisionarla por debajo, invisibles telara&ntilde;as que se agarraban a la quilla y se abr&iacute;an trabajosamente despu&eacute;s de muchos golpes de remo. Continuaba el lago oscuro y sin l&iacute;mites, pero la corriente era menos ruda, m&aacute;s dulces las ondulaciones, y los dos tripulantes sent&iacute;an la sensaci&oacute;n del que navega en aguas muertas. </p>
<p>La luz de la antorcha marcaba sobre la superficie, aqu&iacute; y all&aacute;, gigantescos hongos oscuros, grandes paraguas, c&uacute;pulas barnizadas que brillaban reflejando la roja llama. Eran naranjos sumergidos. Estaban en los huertos. Pero &iquest;en cu&aacute;les? &iquest;C&oacute;mo guiarse en la oscuridad? De cuando en cuando chocaba la barca con alg&uacute;n barco invisible; conmov&iacute;ase el bote como si fuese a estallar, y hab&iacute;a que retroceder, dar un rodeo, buscando otro paso. </p>
<p>Desliz&aacute;banse lentamente, por temor a los choques; iban de un lado a otro, evitando los obst&aacute;culos, y acabaron por desorientarse, no sabiendo ya a qu&eacute; lado estaba el r&iacute;o. Por todas partes oscuridad y agua. Los naranjos sumergidos, todos iguales, formando sobre la corriente complicados callejones, un d&eacute;dalo en el que se enredaban cada vez m&aacute;s, vagando sin direcci&oacute;n. </p>
<p>Cupido sudaba moviendo sin cesar los remos. La barca arrastr&aacute;base pesadamente en aquella agua fangosa, llena de mara&ntilde;as vegetales que se agarraban a la quilla. </p>
<p>–Esto es peor que el r&iacute;o –murmuraba–. Rafael, t&uacute; que vas de frente, &iquest;no ves ninguna luz? </p>
<p>–Nada. </p>
<p>El rojo reflejo de la antorcha chocaba en las enormes bolas de hojas que asomaban sobre el agua o se hund&iacute;an en el espacio, ahogado por las h&uacute;medas y pesadas tinieblas. </p>
<p>As&iacute; vagaron algunas horas por la campi&ntilde;a inundada. El barbero no pod&iacute;a m&aacute;s; hab&iacute;a entregado los remos a Rafael, que tambi&eacute;n desfallec&iacute;a de fatiga. </p>
<p>&iquest;Cu&aacute;nto tiempo hab&iacute;a pasado? &iquest;Iban a quedarse all&iacute; para siempre? Y embotado su pensamiento por la fatiga y el v&eacute;rtigo de la desorientaci&oacute;n, cre&iacute;an que la noche no iba a terminar nunca, que se apagar&iacute;a la antorcha y la barca se convertir&iacute;a en negro ata&uacute;d, sobre el cual flotar&iacute;an eternamente sus cad&aacute;veres. </p>
<p>Rafael, que iba de espaldas a la proa, vi&oacute; una luz a la izquierda. La dejaban atr&aacute;s, se alejaban de ella; tal vez estaba all&iacute; la casa tan penosamente buscada. </p>
<p>–Puede que sea –afirm&oacute; Cupido–. Sin duda hemos pasado cerca sin verla, y vamos abajo, hacia el mar... Y aunque no sea la casa azul, &iquest;qu&eacute;? Lo importante es que all&iacute; hay alguien, y vale m&aacute;s eso que errar en la oscuridad. Dame los remos, Rafael. Si no es la casa de do&ntilde;a pepa, al menos sabremos d&oacute;nde estamos. </p>
<p>Vir&oacute; la barca, y por entre el d&eacute;dalo de &aacute;rboles sumergidos fu&eacute; poco a poco desliz&aacute;ndose hacia la luz. Chocaron con varios obst&aacute;culos, cerca tal vez de huertos, tapias arruinadas y sumergidas, y la luz iba agrand&aacute;ndose, era ya un gran cuadro rojizo en el que se agitaban negras siluetas. Marc&aacute;base sobre las aguas una mancha dorada e inquieta. </p>
<p>La luz de la barca comenz&oacute; a trazar en la oscuridad el contorno de una casa ancha y de techo bajo que parec&iacute;a flotar sobre las aguas. Era el piso superior de un edificio invadido por la inundaci&oacute;n. El piso bajo estaba sumergido; faltaba poco para que el agua llegase a las habitaciones superiores. Los balcones y ventanas pod&iacute;an servir de embarcaderos en aquel lago inmenso. </p>
<p>–Me parece que hemos acertado –dijo el barbero. </p>
<p>Una voz sonora y ardiente, vos de mujer, en la que vibraba una intensa dulzura, rasg&oacute; el silencio. </p>
<p>–&iexcl;Ah de la barca!... &iexcl;Aqu&iacute;, aqu&iacute;! </p>
<p>Aquella voz no revelaba temor, no temblaba de emoci&oacute;n. </p>
<p>–&iquest;No lo dije?... –exclam&oacute; el barbero–. Ya tenemos lo que busc&aacute;bamos. &iexcl;Do&ntilde;a Leonor!... &iexcl;Soy yo! </p>
<p>Una carcajada sonora anim&oacute; con sus interminables ondas la t&eacute;trica oscuridad. </p>
<p>–&iexcl;Si es Cupido! &iexcl;El amigo Cupido! Lo conozco en la voz. T&iacute;a, t&iacute;a; no llores m&aacute;s, ni te asustes, ni reces; aqu&iacute; viene el dios del Amor en una barquilla de n&aacute;car a prestarnos auxilio. </p>
<p>Rafael se sent&iacute;a intimidado por aquella voz ligeramente burlona, que parec&iacute;a poblar la oscuridad de mariposa de brillantes colores. </p>
<p>Distingu&iacute;a perfectamente su arrogante silueta en el cuadro luminoso del balc&oacute;n, entre las otras figuras negras que iban y ven&iacute;an, curiosas y alborozadas por el inesperado arribo. </p>
<p>Se aproximaron al balc&oacute;n. Puestos en pie tocaban los hierros del antepecho; y el barbero, erguido en la proa, buscaba el punto m&aacute;s fuerte para amarrar la barca. </p>
<p>Leonora, apoyando en la balaustrada su pecho soberbio, inclinaba la cabeza, brillando a la luz de la antorcha el casco de oro de su opulenta cabellera. Buscaba conocer en la oscuridad aquel otro tripulante que permanec&iacute;a sentado y encogido junto al tim&oacute;n. </p>
<p>–Pero &iexcl;qu&eacute; buen amigo es este Cupido!... Gracias, muchas gracias. Esta es una atenci&oacute;n de las que no se olvidan... Pero &iquest;qui&eacute;n viene con usted?... </p>
<p>El barbero ataba ya la barca a los hierros cuando Leonora le hizo esta pregunta. </p>
<p>–Es don Rafael Brull –contest&oacute; con lentitud–. Un se&ntilde;or al que creo ha visto usted otra vez. A &eacute;l debe agradecer la visita. La barca es suya, y &eacute;l es quien me meti&oacute; en la aventura. </p>
<p>–Gracias, caballero –dijo Leonora, saludando con una mano que al moverse lanz&oacute; rel&aacute;mpagos azules y rojos de todos los dedos, cubiertos de sortijas–. Repito lo mismo que dije a nuestro amigo. Pase usted adelante y perdone el extra&ntilde;o modo con que le hago entrar en la casa. </p>
<p>Rafael estaba en pie y saludaba con torpes movimientos de cabeza, agarrado a los hierros del balc&oacute;n. Salt&oacute; Cupido dentro de la casa y le sigui&oacute; el joven, esforz&aacute;ndose por mostrar una gallarda soltura. </p>
<p>Realmente no se di&oacute; cuenta de c&oacute;mo entr&oacute;. Eran demasiadas emociones en una noche: primero, la vertiginosa marcha por el r&iacute;o a trav&eacute;s de la ciudad entre r&aacute;pidas corrientes y remolinos, creyendo a cada momento verse tragado por aquel barro l&iacute;quido sembrado de inmundicias; despu&eacute;s, la confusi&oacute;n, el esfuerzo desesperado; el bogar sin rumbo por las tortuosidades de la campi&ntilde;a inundada; y ahora, de repente, el piso firme bajo sus pies, un techo, luz, calor y la proximidad de aquella mujer que parec&iacute;a embriagarle con su perfume, y cuyos ojos no pod&iacute;a mirar de frente, dominado por una invencible timidez. </p>
<p>–Pase usted, caballero –le dec&iacute;a–. Necesitan reponerse despu&eacute;s de esta locura. Est&aacute;n ustedes mojados... &iexcl;Pobres! &iexcl;C&oacute;mo van!... &iexcl;Beppa!... &iexcl;T&iacute;a!... Pero pase usted. </p>
<p>Y casi lo empujaba con cierta superioridad maternal, como una mujer bondadosa que cuida a su hijo despu&eacute;s de una travesura que la llena de orgullo. </p>
<p>Las habitaciones estaban en desorden. Ropas por todas partes; montones de muebles r&uacute;sticos que contrastaban con los otros alineados junto a las paredes. Eran los objetos del piso bajo, el menaje de los hortelanos, subido al comenzar la inundaci&oacute;n. Un labrador viejo, su mujer tr&eacute;mula de espanto y unos cuantos chicuelos que se ocultaban por los rincones, se hab&iacute;an refugiado arriba, con las se&ntilde;oras, al ver que el agua penetraba en la modesta casa. </p>
<p>Entr&oacute; Rafael en el comedor, y all&iacute; vi&oacute; a do&ntilde;a pepita, la pobre vieja, apelotonada en una silla, con las arrugas de su cara mojadas de l&aacute;grimas y las dos manos en un rosario. En vano Cupido pretend&iacute;a distraerla haciendo chistes sobre la inundaci&oacute;n. </p>
<p>–Mira, t&iacute;a: este caballero es el hijo de tu amiga Bernarda. Ha venido embarcado para prestarnos auxilio. Es muy bueno, &iquest;verdad? </p>
<p>La vieja parec&iacute;a imb&eacute;cil por el terror. Miraba con ojos sin expresi&oacute;n a los reci&eacute;n llegados, como si hubieran estado all&iacute; toda su vida. Por fin pareci&oacute; enterarse de lo que le dec&iacute;an. </p>
<p>–&iexcl;Es Rafael! –exclam&oacute; admirada–. Rafaelito..., &iquest;y has venido con este tiempo?... &iquest;Y si te ahogas? &iquest;Qu&eacute; dir&aacute; tu madre?... &iexcl;Qu&eacute; locura, Se&ntilde;or! </p>
<p>Pero no era locura; y si lo era, resultaba muy dulce. Se lo dec&iacute;an a Rafael aquellos ojos claros, luminosos, con reflejos de oro, que le acariciaron con su contacto aterciopelado tantas veces como os&oacute; levantar la vista. Leonora se fijaba en &eacute;l; lo examinaba a la luz de la l&aacute;mpara de la habitaci&oacute;n, como si buscase la diferencia con aquel otro muchacho que hab&iacute;a conocido en el paseo a la ermita. </p>
<p>La vieja, reanimada por la presencia de los dos hombres, se enteraba del peligro. Ya no sub&iacute;a el agua; hasta pod&iacute;a afirmarse que comenzaba a descender lentamente. Y la vieja, con un supremo esfuerzo de voluntad, se decidi&oacute; a abandonar su silla para ver la inundaci&oacute;n. </p>
<p>–&iexcl;Cu&aacute;nta agua, Dios y Se&ntilde;or nuestro!... &iexcl;Qu&eacute; desgracias se contar&aacute;n ma&ntilde;ana! Esto debe de ser castigo de Dios..., un aviso por nuestros muchos pecados. </p>
<p>Mientras los dos hombres o&iacute;an a la vieja, Leonora iba de una parte a otra, dando prisa a su doncella y a la hortelana. </p>
<p>Aquellos se&ntilde;ores no pod&iacute;an estar as&iacute;, con las ropas impregnadas de humedad, cansados y desfallecidos por una noche de lucha. &iexcl;Pobrecitos! &iexcl;Bastaba verlos! Y colocaba sobre la mesa galletas, pasteles, una botella de ron, todo lo que pod&iacute;a encontrar en la despensa, y hasta un paquete de cigarrillos rusos con boquilla dorada, que la hortelana miraba con esc&aacute;ndalo. </p>
<p>–D&eacute;jalos, t&iacute;a –dec&iacute;a a la pobre vieja–. No los entretengas ahora. Que coman y beban un poco. Necesitan entrar en calor... Dispensen ustedes si les ofrezco tan poca cosa. &iquest;Qu&eacute; les dar&eacute;, Dios m&iacute;o, qu&eacute; les dar&eacute;? </p>
<p>Y mientras los dos hombres se ve&iacute;an impulsados por un cari&ntilde;o un tanto desp&oacute;tico, a sentarse a la mesa, Leonora, seguida de su doncella, entraba en la habitaci&oacute;n inmediata, poni&eacute;ndola en revoluci&oacute;n con un retint&iacute;n de llaves y ruidoso abrir de cofres. </p>
<p>Rafael, emocionado, apenas si pudo sorber unas cuantas gotas de ron, mientras el barbero mascaba a dos carrillos, beb&iacute;a copa tras copa, y con la cara cada vez m&aacute;s roja, hablaba y hablaba con la boca llena de pastas. </p>
<p>Apareci&oacute; Leonora, seguida de la doncella, que llevaba en los brazos un l&iacute;o de ropas. </p>
<p>–Ya comprender&aacute;n ustedes que aqu&iacute; no hay trajes de hombre. Pero en la guerra se vive como se puede, y aqu&iacute; estamos sitiados. </p>
<p>Rafael admiraba los hoyuelos que una risa graciosa trazaba en aquellas mejillas; la luminosa dentadura que parec&iacute;a temblar en su estuche de rosa. </p>
<p>–A ver, Cupido, fuera pronto ese traje; no quiero que por m&iacute; pille usted una pulmon&iacute;a que prive a la ciudad de su principal regocijo. Aqu&iacute; tiene usted para cubrirse mientras secamos sus ropas. </p>
<p>Y ofrec&iacute;a al barbero una bata magn&iacute;fica de peluche azul, con grandes cascadas de encajes en el pecho y las mangas. </p>
<p>Cupido se retorc&iacute;a de risa en su asiento. Pero &iexcl;qu&eacute; gracioso era aquello!... &iquest;Iba &eacute;l a vestirse con tal preciosidad? &iquest;Y sus patillas?... &iexcl;C&oacute;mo reir&iacute;an los de Alcira si lo viesen! Y halagado por la extravagancia del disfraz, se apresur&oacute; a meterse en la inmediata habitaci&oacute;n para ponerse la bata. </p>
<p>–Para usted –dijo Leonora a Rafael con maternal sonrisa– s&oacute;lo he encontrado esta capa de pieles. Vamos, qu&iacute;tese usted esa chaqueta, que est&aacute; chorreando. </p>
<p>El joven se resisti&oacute;, ruboroso y avergonzado como una doncella. Estaba bien as&iacute;: no le ocurrir&iacute;a nada; otras veces se hab&iacute;a mojado m&aacute;s. </p>
<p>Leonora, siempre sonriente, parec&iacute;a impaciente. Bien sab&iacute;an en la casa que ella no admit&iacute;a r&eacute;plicas. </p>
<p>–Vamos, Rafael; no sea usted tonto. Habr&aacute; que tratarle como a un ni&ntilde;o. </p>
<p>Y cogi&eacute;ndolo por una manga, como si se tratara de un chiquit&iacute;n, comenz&oacute; a tirarle de la chaqueta. </p>
<p>El joven, en su turbaci&oacute;n, no sab&iacute;a lo que le pasaba. Le parec&iacute;a marchar por un horizonte sin fin, con m&aacute;s velocidad que horas antes se deslizaba por el r&iacute;o. O&iacute;a su nombre en la boca de aquella mujer; se ve&iacute;a agasajado en una casa cuya entrada no sab&iacute;a antes c&oacute;mo franquear, y ella, Leonora, le llamaba ni&ntilde;o y le trataba como a tal, como si la intimidad datase desde el principio de su vida. &iquest;Qu&eacute; mujer era aqu&eacute;lla? Estaba en un mundo nuevo, y las mujeres de la ciudad, aquellas que &eacute;l trataba en las tertulias caseras, le parec&iacute;an seres de otra raza, viviendo lejos, muy lejos, en otro extremo de la Tierra , de la que le separaba la inmensa s&aacute;bana de agua. </p>
<p>–Vamos, se&ntilde;or testarudo; habr&aacute; que tratarle a usted como a un beb&eacute;. </p>
<p>Le hablaba a poca distancia de su rostro; sent&iacute;a en sus mejillas el aleteo de aquella boca, su respiraci&oacute;n tibia, que le cosquilleaba con intensos estremecimientos. Y, al mismo tiempo, sus manos firmes y &aacute;giles le empujaban cari&ntilde;osamente, quit&aacute;ndole con rapidez la chaqueta el chaleco. </p>
<p>Sinti&oacute; sobre sus hombros la caliente caricia de la capa de pieles. Una preciosidad: un manto suave como la seda, grueso, tupido y ligero, como fabricado con plumas de fant&aacute;sticas aves. Era de pieles de zorro azul, y a pesar de la estatura de Rafael, sus bordes rozaban el suelo. El joven comprendi&oacute; que le hab&iacute;a echado sobre los hombros unos cuantos miles de francos, y t&iacute;mido, con temblorosa mano, recog&iacute;a borde, temeroso de pisarlo. </p>
<p>Leonora re&iacute;a de su timidez. </p>
<p>–No se encoja usted; no importa que lo estropee. &iexcl;Parece que lleva usted un velo sagrado, por el respeto con que lo trata! No vale la pena. Yo s&oacute;lo uso esta capa en los viajes. Me la regal&oacute; un gran duque en San Petersburgo. </p>
<p>Y para asegurar m&aacute;s su desprecio por el rico manto, emboz&oacute; al joven en &eacute;l, golpeando sus hombros para que se amoldara m&aacute;s a su cuerpo. </p>
<p>Lentamente volv&iacute;an a la sala donde estaba el balc&oacute;n, mientras en el comedor sonaban carcajadas saludando la aparici&oacute;n del barbero envuelto en su lujosa bata. Cupido sacaba partido de la situaci&oacute;n para provocar la risa, y recogi&eacute;ndose la cola y atus&aacute;ndose las patillas, braceaba cual una tiple en una romanza dram&aacute;tica, cantando de falsete. </p>
<p>Los hortelanos re&iacute;an como locos, olvidando el agua que llenaba su casa; Beppa, abr&iacute;a desmesuradamente sus ojos, admirada por la figura, las contorsiones de aquel se&ntilde;or y la gracia con que estropeaba los versos italianos, y hasta la pobre do&ntilde;a Pepa se retorc&iacute;a en su silla, admirando al barbero, que, seg&uacute;n ella, era el m&aacute;s gracioso de todos los demonios. </p>
<p>Estaba Rafael en el balc&oacute;n, junto a Leonora, con la mirada perdida en la oscuridad, arrullado por la m&uacute;sica de aquella voz que con marcado inter&eacute;s le hac&iacute;a preguntas sobre el desesperado viaje por el r&iacute;o. </p>
<p>La figura de aquella capa que lo envolv&iacute;a d&aacute;bale la sensaci&oacute;n de una epidermis satinada y tibia. Parec&iacute;ale que a&uacute;n quedaba en aquella suavidad algo del calor de los hombros desnudos; cre&iacute;a estar envuelto en la piel de Leonora, y el perfume de su cuerpo, que sent&iacute;a junto a &eacute;l, aumentaba esta ilusi&oacute;n. </p>
<p>Rafael, con voz entrecortada, contestaba a sus preguntas. </p>
<p>–Lo que usted ha hecho –dec&iacute;a la artista– merece honda gratitud. Es un arranque, caballeresco, digno de otros tiempos. Lohengrin llegando en su barquilla para salvar a Elsa. S&oacute;lo falta el cisne..., a no ser que el barbero se contente con este papel... Hablando en serio: no cre&iacute;a que aqu&iacute; hubiese un hombre capaz de portarse as&iacute;. </p>
<p>–&iquest;Y si usted hubiese muerto?... –exclam&oacute; el joven para justificar su aventura. </p>
<p>–&iexcl;Morir!... Le confieso a usted que al principio tuve alg&uacute;n miedo; no de morir, que yo le temo poco a la muerte. Estoy algo cansada de la vida; ya se convencer&aacute; usted de ello cuando me conozca m&aacute;s. Pero morir ahogada en el barro, sofocada por esa agua que huele tan mal, no me hace gracia. &iexcl;Si al menos fuese el agua verde y transparente de los lagos suizos!... Yo busco la belleza hasta en la muerte; me preocupo de la &uacute;ltima postura, como los romanos, y tem&iacute;a perecer aqu&iacute; como una rata sitiada en la alcantarilla... Y, sin embargo, &iexcl;si supiera usted que he re&iacute;do viendo el terror de mi t&iacute;a y de esas pobres gentes que nos sirven!... Ahora el agua no sube ya, la casa es fuerte; no hay m&aacute;s molestias que de verse sitiados, y espero el d&iacute;a para ver. Debe de ser muy hermoso el espect&aacute;culo de toda esa campi&ntilde;a convertida en un lago. &iquest;Verdad, Rafael? </p>
<p>–Usted habr&aacute; visto cosas m&aacute;s interesantes –dijo el joven. </p>
<p>–No digo que no; pero a m&iacute; lo que m&aacute;s me impresiona es la sensaci&oacute;n del momento. </p>
<p>Y call&oacute;, mostrando en su repentina seriedad la molestia que le causaba la ligera alusi&oacute;n al pasado. </p>
<p>Quedaron los dos en silencio un buen rato, hasta que Leonora reanud&oacute; la conversaci&oacute;n. </p>
<p>–La verdad es que si el agua sigue subiendo, a usted le hubi&eacute;ramos agradecido la vida... Vamos a ver, con franqueza: &iquest;por qu&eacute; ha venido usted? &iquest;Qu&eacute; buen esp&iacute;ritu le ha hecho acordarse de m&iacute;, a quien apenas conoce? </p>
<p>Rafael, enrojeci&oacute; de rubor, tembl&oacute; de cabeza a pies, como si le exigiera una confesi&oacute;n mortal. Iba a soltar la verdad, a volcar de un golpe su pensamiento, con todos los ensue&ntilde;os y las angustias de aquello d&iacute;as; pero se contuvo y se asi&oacute; a un pretexto. </p>
<p>–Mi entusiasmo por la artista –dijo con timidez–. Yo admiro mucho el talento de usted. </p>
<p>Leonora prorrumpi&oacute; en una ruidosa carcajada. </p>
<p>–Pero &iexcl;si usted no me conoce! &iquest;Si usted no me ha o&iacute;do nunca!... &iquest;Qu&eacute; sabe usted de eso que llaman mi talento? A no ser que ese parlanch&iacute;n de Cupido, hasta ignorar&iacute;an en Alcira que yo canto y soy algo conocida fuera de aqu&iacute;. </p>
<p>Rafael qued&oacute; aplastado por la r&eacute;plica; no se atrev&iacute;a a protestar. </p>
<p>–Vamos, Rafael –continu&oacute; cari&ntilde;osamente la artista–; no sea usted ni&ntilde;o ni pretenda turbarme con esas mentirillas semejantes a las que se usan para enga&ntilde;ar a la mam&aacute;. Yo s&eacute; por qu&eacute; ha venido aqu&iacute;. &iquest;Cree usted que no le han visto desde este mismo balc&oacute;n rondando la casa todas las tardes, apost&aacute;ndose en el camino, como un esp&iacute;a? Est&aacute; usted descubierto, se&ntilde;or m&iacute;o. </p>
<p>El t&iacute;mido Rafael cre&iacute;a que el balc&oacute;n iba a hundirse bajo sus pies. Temblaba de miedo, arrebuj&aacute;ndose en el manto de pieles, sin saber lo que hac&iacute;a, y protestaba con en&eacute;rgicas cabezadas, negando las afirmaciones de Leonora. </p>
<p>–&iquest;Conque no es verdad, embusterillo? –dijo &eacute;sta con c&oacute;mica indignaci&oacute;n–. &iquest;Conque niega usted que desde que nos vimos en la ermita su paseo de todas las tardes son estos alrededores?... &iexcl;Dios m&iacute;o, qu&eacute; monstruo de falsedad es este chico! &iexcl;Con qu&eacute; aplomo miente! </p>
<p>Y Rafael, vencido por aquella alegr&iacute;a franca, acab&oacute; ri&eacute;ndose, confesando con una carcajada su delito. </p>
<p>–Usted se extra&ntilde;ar&aacute; de mis actos y palabras –continu&oacute; Leonora, aproxim&aacute;ndose m&aacute;s a &eacute;l, apoyando un hombro en el suyo con un abandono fraternal, como si estuviera junto a una amiga–. Yo no soy como la mayor&iacute;a de las mujeres. &iexcl;Bueno fuera que con la vida que llevo me mostrara hip&oacute;crita!... Mi pobre t&iacute;a me cree una loca porque digo las cosas como las siento; en mi vida me han querido mucho o me han aborrecido, por esta man&iacute;a de no ocultar la verdad... &iquest;Quiere usted que se la diga?... Pues bien: usted ha venido aqu&iacute; porque me ama, o al menos cree amarme: el defecto de todos los muchachos de su edad apenas encuentran una mujer que no es igual a las otras que conocen. </p>
<p>Rafael estaba silencioso y cabizbajo; no osaba levantar la vista; sent&iacute;a en su nuca la mirada de aquellos ojos verdes, cuya pupilas parec&iacute;an registrarle el alma. </p>
<p>–A ver, levante usted esa cabeza; proteste un poquito, como antes. &iquest;Es verdad o no lo que digo? </p>
<p>–&iquest;Y si fuera...? – se atrevi&oacute; a suspirar Rafael, vi&eacute;ndose descubierto bruscamente. </p>
<p>–Como s&eacute; que es cierto, he querido provocar esta explicaci&oacute;n, para que usted no viva en el enga&ntilde;o. Despu&eacute;s de lo de esta noche, deseo que seamos amigos, amigos nada m&aacute;s: dos camaradas unidos por el agradecimiento. Pero para evitar la confusi&oacute;n hab&iacute;a que marcar nuestra respectivas situaciones. Seremos amigos, &iquest;eh?... Esta es su casa; yo le considerar&eacute; como un camarada simp&aacute;tico; con lo de esta noche ha ganado usted en mi &aacute;nimo m&aacute;s que con un continuo trato; pero va usted a prometerme que no reincidir&aacute; en esas tonter&iacute;as de admiraci&oacute;n amorosa que han sido siempre el tormento de mi vida. </p>
<p>–&iquest;Y si no puedo? –murmur&oacute; Rafael. </p>
<p>–La cantilena de siempre –dijo riendo Leonora, remedando la voz y la expresi&oacute;n del joven–. &laquo;&iquest;Y si no puedo?&raquo; &iquest;Por qu&eacute; no ha de poder usted? &iquest;Por qu&eacute; ha de ser verdad ese amor tan inmenso por una mujer que ve usted ahora por segunda vez? Esas pasiones repentinas se las inventan ustedes; no son verdad; las han aprendido en las novelas o las han o&iacute;do cantadas por nosotras en la &oacute;pera. Invenciones de poeta que los muchachos se tragan como unos bobos y quieren trasplantar a la vida, no comprendiendo que los que estamos en el secreto nos re&iacute;mos de su necedad. Conque ya lo sabe usted: a ser formal, a no ponerse pesado con miradas tiernas y frases entrecortadas. As&iacute; seremos amigos y &eacute;sta ser&aacute; su casa. </p>
<p>Se detuvo Leonora, y amenaz&aacute;ndole graciosamente con el &iacute;ndice, a&ntilde;adi&oacute;: </p>
<p>–De lo contrario, ser&eacute; todo lo ingrata y cruel que usted quiera; pero, a pesar de la hermosa acci&oacute;n d esta noche, usted no entrar&aacute; m&aacute;s aqu&iacute;. No quiero adoradores; he venido buscando reposo, amigos, tranquilidad... &iexcl;El amor..., hermosa y cruel patra&ntilde;a!... </p>
<p>Dijo estas &uacute;ltimas palabras con acento grave, y qued&oacute; inm&oacute;vil mucho rato, con la vista perdida en la inmensa s&aacute;bana de agua. </p>
<p>Ahora la miraba Rafael. Hab&iacute;a levantado la cabeza y contemplaba a Leonora, pensativa. Su hermoso rostro se te&ntilde;&iacute;a de una luz azulada que parec&iacute;a envolverla en un nimbo de idealidad. Comenzaba a amanecer, y los plomizos velos del cielo se rasgaban por la parte del mar, transparentando una claridad l&iacute;vida. </p>
<p>Leonora se estremeci&oacute;, como si sintiera fr&iacute;o, apret&aacute;ndose instintivamente contra Rafael. Pareci&oacute; sacudir con un movimiento de cabeza un tropel de penosos pensamientos, y dijo tendi&eacute;ndole una mano: </p>
<p>–&iquest;Qu&eacute; resolvemos? &iquest;Amigos o indiferentes? &iquest;Promete usted no incurrir en ni&ntilde;er&iacute;as y ser un camarada formal? </p>
<p>Rafael estrech&oacute; con avidez aquella mano suave y fuerte, sintiendo en sus dedos, como cari&ntilde;osa mordedura, el contacto de las sortijas. </p>
<p>–&iexcl;Amigo!... Me resignar&eacute;, ya que no hay otro remedio. </p>
<p>–Se resignar&aacute; usted y encontrar&aacute; dulce y tolerable eso que cree un sacrificio; usted no me conoce; pero cr&eacute;ame a m&iacute;, que me conozco bien. Aunque llegase a amarle, y esto no ser&aacute; nunca, saldr&iacute;a usted perdiendo. Yo valgo m&aacute;s como amiga que como amante. Hay en el mundo m&aacute;s de uno y de dos que lo saben bien. </p>
<p>–Ser&eacute; un amigo dispuesto a hacer por usted mucho m&aacute;s que esta noche. Tambi&eacute;n espero yo que usted llegar&aacute; conocerme. </p>
<p>–D&eacute;jese usted de promesas. &iquest;Qu&eacute; m&aacute;s ha de hacer usted por m&iacute;? El r&iacute;o no se desborda todos los d&iacute;as, ni son posibles a cada momento estas haza&ntilde;as novelescas. Me basta con lo de esta noche. No sabe usted cu&aacute;nto se lo agradezco. Ha sido un paso decisivo en mi coraz&oacute;n de amiga. &iquest;Quiere usted que siga siendo franca? Pues cuando lo encontr&eacute; all&aacute;, en la ermita, me pareci&oacute; usted uno de esos se&ntilde;oritos lugare&ntilde;os que, acostumbrados a triunfar en el pueblo, miran como de su dominio cuantas mujeres encuentran. Despu&eacute;s, al verlo rondando en esta casa, se aument&oacute; mi desprecio y mi rabia. &laquo;Pero ese se&ntilde;orit&iacute;n, &iquest;que se habr&aacute; figurado?&raquo; &iexcl;Lo que hemos re&iacute;do a costa de usted Beppa y yo! Ni siquiera me hab&iacute;a fijado en su cara y su figura; no me hab&iacute;a dado cuenta de que es usted guapo. </p>
<p>Leonora re&iacute;a recordando sus c&oacute;leras contra Rafael, y &eacute;ste, anonadado por su franqueza, sonre&iacute;a tambi&eacute;n para ocultar su turbaci&oacute;n. </p>
<p>–Pero despu&eacute;s de lo de esta noche le quiero a usted... como un buen amigo. Estoy sola; la amistad de un muchacho bueno y noble como usted, capaz del sacrificio por una mujer a la que apenas conoce, resulta grata. Adem&aacute;s, esto no compromete. Yo soy ave de paso; he venido porque estoy cansada, enferma no s&eacute; de qu&eacute;, pero profundamente quebrantada en mi esp&iacute;ritu. Necesito reposo, vida animal, sumirme en una dulce imbecilidad, olvidarlo todo, y acepto con reconocimiento su mano amiga. Despu&eacute;s, el d&iacute;a menos lo piense usted, levantar&eacute; el vuelo; la primera ma&ntilde;ana que despierte alegre y me cante dentro de la cabeza el p&aacute;jaro travieso que tantas locuras me ha aconsejado, hago las maletas y &iexcl;a mover las alas! Le escribir&eacute;, le enviar&eacute; peri&oacute;dicos que hablen de m&iacute;, y usted ver&aacute; c&oacute;mo tiene una amiga que no le olvida y le saluda desde Londres, San Petersburgo o Nueva York, cualquiera de los rincones de este mundo que muchos creen grande, y en el cual no puedo revolverme sin tropezar con el fastidio. </p>
<p>–&iexcl;Que tarde ese momento! –dijo Rafael!–. &iexcl;Que no llegue nunca! </p>
<p>–&iexcl;Loco! –exclam&oacute; Leonora–. Usted no sabe c&oacute;mo soy. Si estuviera aqu&iacute; mucho tiempo acabar&iacute;amos por re&ntilde;ir y pegarnos. En el fondo odio a los hombres: he sido siempre su m&aacute;s terrible enemiga. </p>
<p>Oyeron a sus espaldas el roce de la bata que arrastraba Cupido con grotescos contoneos: se aproximaba al balc&oacute;n do&ntilde;a Pepita para contemplar el amanecer. </p>
<p>Comenzaba a desplomarse del cielo una luz gris, cernida por el denso celaje; la inmensa s&aacute;bana de agua tomaba un color blancuzco de ajenjo. Flotaban en la corriente, como escobazos de miseria, los despojos de la inundaci&oacute;n: &aacute;rboles arrancados de cuajo, haces de ca&ntilde;as, techumbres de paja de las chozas, todo sucio, pringoso, nauseabundo. Estas almad&iacute;as del desastre se enredaban entre los naranjos y formaban barreras que poco a poco iban engros&aacute;ndose con nuevos despojos de la corriente. </p>
<p>All&aacute; lejos, en el l&iacute;mite de la laguna, mov&iacute;anse con regularidad algunos puntos negros, agitando sus patas como moscas acu&aacute;ticas en torno de las casas, que apenas asomaban sus techumbres sobre la inmensa l&aacute;mina de agua. </p>
<p>Iban a llegar a Alcira las autoridades: la presencia de Rafael era indispensable. El mismo Cupido, con repentina gravedad, le aconsejaba salir al encuentro de aquellas barcas. </p>
<p>Mientras el barbero recobraba su traje, Rafael se despoj&oacute;, con gran disgusto, de su capa de pieles. </p>
<p>Le parec&iacute;a que abandon&aacute;ndola iba a perder el calor de aquella noche de dulce intimidad, el contacto del hombro suave y carnoso que hab&iacute;a estado horas enteras apoyado en &eacute;l. </p>
<p>Mientras se ajustaba al cuerpo las prendas de su traje, ya secas, Leonora lo miraba fijamente. </p>
<p>–Quedamos entendidos, &iquest;eh? –pregunt&oacute; con lentitud–. Amigos, sin esperanza de m&aacute;s. Si rompe usted el pacto, no entrar&aacute; aqu&iacute; ni aun por el balc&oacute;n, como esta noche. </p>
<p>–S&iacute;, amigos y nada m&aacute;s –murmur&oacute; Rafael con sincero acento de tristeza, que pareci&oacute; conmover a Leonora. Sus ojos verdes se iluminaron, brill&oacute; el polvo de oro que moteaba sus pupilas, y avanz&oacute; hacia Rafael tendi&eacute;ndole la mano. </p>
<p>–Buen muchacho; as&iacute; me gusta; resignado y obediente. Por esta vez, y en premio a su cordura, habr&aacute; extraordinario. No nos despidamos as&iacute;... Como en la escena. Bese usted... </p>
<p>Y puso su mano al nivel de la boca del joven. Rafael la agarr&oacute; &aacute;vidamente y bes&oacute; y bes&oacute;, hasta que Leonora, desasi&eacute;ndose con un brusco movimiento que demostraba su extraordinario vigor, le amenaz&oacute; con su mano. </p>
<p>–&iexcl;Ah, tunante!... &iexcl;Beb&eacute; travieso! &iexcl;Qu&eacute; manera de abusar! &iexcl;Adi&oacute;s!, &iexcl;adi&oacute;s! Cupido llama... Hasta la vista. </p>
<p>Y lo empuj&oacute; al balc&oacute;n, a cuyos hierros estaba agarrado el barbero sosteniendo la barca. </p>