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habitantes y que los 30 años consignados no representan el “peak” de la
habitantes y que los 30 años consignados no representan el “peak” de la inmigración... pues, no deja de ser, máxime si la opinión que Europa tenía del país, según escrito del Embajador de España en Chile en la época, Juan Servet, era desfavorable por la escasa “calidad de sus tierras y riquezas y al carácter poco hospitalario de sus habitantes”.
inmigración... pues, no deja de ser, máxime si la opinión que Europa tenía del país, según escrito del Embajador de España en Chile en la época, Juan Servet, era desfavorable por la escasa “calidad de sus tierras y riquezas y al carácter poco hospitalario de sus habitantes”.


Desde la creación de la Agencia General de Colonización e Inmigración de Chile en 1882 y mientras la gestión de la inmigración dependió directamente de la Administración – vale decir hasta los primero años del nuevo siglo – esta incentivaba la venida de emigrantes anticipándoles el 75 % del costo del pasaje, les otorgaba préstamos, que hoy denominaríamos “blandos”, para hacer frente a los gastos de instalación, les garantizaba alojamiento gratuito en los puertos de desembarque y la entrega de 70 hectáreas de tierra a cada jefe de familia, así como 30 hectáreas más a cada hijo varón, mayor de edad. Esto último, señal inequívoca de que el Gobierno chileno buscaba hacer productivas las enormes extensiones de tierra baldía con que contaba el país. Pero, señal también, de que las tierras eran identificadas por algún burócrata, desde un despacho situado en la capital, sin tener en cuenta la calidad de estas, la topografía, el acceso a agua de regadío y, en fin, todos aquellos detalles que hacen que resulte asombroso que se asigne una cantidad fija de tierra a los potenciales colonos, sin considerar que en un país con cuatro mil kilómetros de largo, sin duda, no son equivalentes las tierras desérticas del extremo norte, las fertilísimas del centro del país, las escarpadas tierras cordilleranas o la tundra del extremo sur.
Desde la creación de la Agencia General de Colonización e Inmigración de
Chile en 1882 y mientras la gestión de la inmigración dependió directamente de la Administración – vale decir hasta los primero años del nuevo siglo – esta incentivaba la venida de emigrantes anticipándoles el 75 % del costo del pasaje, les otorgaba préstamos, que hoy denominaríamos “blandos”, para hacer frente a los gastos de instalación, les garantizaba alojamiento gratuito en los puertos de desembarque y la entrega de 70 hectáreas de tierra a cada jefe de familia, así como 30 hectáreas más a cada hijo varón, mayor de edad. Esto último, señal inequívoca de que el Gobierno chileno buscaba hacer productivas las enormes extensiones de tierra baldía con que contaba el país. Pero, señal también, de que las tierras eran identificadas por algún burócrata, desde un despacho situado en la capital, sin tener en cuenta la calidad de estas, la topografía, el acceso a agua de regadío y, en fin, todos aquellos detalles que hacen que resulte asombroso que se asigne una cantidad fija de tierra a los potenciales colonos, sin considerar que en un país con cuatro mil kilómetros de largo, sin duda, no son equivalentes las tierras desérticas del extremo norte, las fertilísimas del centro del país, las escarpadas tierras cordilleranas o la tundra del extremo sur.


En consecuencia, no todo era “miel sobre hojuelas”, ni la perita tan dulce como la pintaban. La travesía era larga y dura. Los alojamientos en los puertos de desembarque, según testimonios recogidos por la Embajada de España en Chile de los propios inmigrantes, dejaban bastante que desear. Las tierras que se entregaban no rendían lo que, en principio, se podía esperar de ellas. Estaban situadas en lugares ignotos, de difícil acceso y con mala comunicación respecto de los centros de acopio.
En consecuencia, no todo era “miel sobre hojuelas”, ni la perita tan dulce como la pintaban. La travesía era larga y dura. Los alojamientos en los puertos de desembarque, según testimonios recogidos por la Embajada de España en Chile de los propios inmigrantes, dejaban bastante que desear. Las tierras que se entregaban no rendían lo que, en principio, se podía esperar de ellas. Estaban situadas en lugares ignotos, de difícil acceso y con mala comunicación respecto de los centros de acopio.