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paz. Buscó oro y encontró papas. Domó la tierra al ritmo de la yunta de bueyes. Sometió los cauces sembrando molinos. Penetró la tierra y la horadó hasta las entrañas buscando el metal amarillo. Construyó casas y las llenó de corredores y blasones inventados. Erigió iglesias, conventos y cadalsos. Invadió los valles con la cuadrícula. “Acometió la más grande empresa de ciudades llevada a cabo por un pueblo, una nación o un imperio en toda la historia. Transformó y humanizó el territorio a través de la construcción de obras públicas y espacio urbano contribuyendo a dotar a amplios territorios de su actual configuración, a través de un rico proceso de organización, hecho de superposiciones y de adiciones. Esto ha dejado el terreno sembrado de hitos, que son testigos innumerables y valiosos de los distintos momentos históricos atravesados. Frecuentemente útiles todavía, contribuyen a la construcción de la memoria histórica colectiva y al enriquecimiento del patrimonio.”[1]

Nuestro Santiago del Nuevo Extremo fue obra de la visión y la necesidad de arraigo de los conquistadores, de la voluntad de hacer hogar y encender lumbre de sus mujeres y del “sueño de un orden” del Alarife Gamboa.

La emigración de estos primeros siglos coloniales (XVI y XVII) tiene en Chile un alto componente extremeño, pero, en contra de lo que se suele pensar y decir, la componente castellana era tanto o más importante que aquella. Fue la nacionalidad íntima de Pedro de Valdivia – de Zalamea o Castuera o Villanueva; en cualquier caso, del Valle de la Serena en la Baja Extremadura –y de parte de sus lugartenientes que venían con el desde Los Tercios de Flandes y el hecho que bautizara la nueva ciudad como Santiago del Nuevo Extremo, lo que tiñó a Chile con un tinte extremeño más anecdótico que cierto. En el Chile incipiente, entre extremeños y castellanos, “tanto monta, monta tanto...”

A partir de finales del siglo XVII y durante todo el XVIII y el XIX, una nueva sangre peninsular se suma a los anteriores: los vascos.[2]

Bueno, sumarse, lo que se dice sumarse; no. Siempre estuvieron. Desde el comienzo. Venían de Azcoitia, de Azpeitia, de Bergara y de Tolosa. De Durango, cuna de Fray Juan de Zumárraga, primer Arzobispo de México y de Mauricio Zabala, fundador de Montevideo. De Bermeo, de Lekeitio y de Bilbao. Pero, hasta entonces, habían sido escasos. Hombres solos. Hombres de mar muchos de ellos; de ida y vuelta.

Entre aquellos vascos de la primera oleada, como olvidar a Don Alonso de

Ercilla y Zúñiga, nacido en Madrid, es cierto, pero con casa blasonada en los Altos de Bermeo, con vista al peñón de Itzaro; la Torre de Ercilla. Don Alonso le dio nobleza fundacional a este país del fin del mundo. Si el Poema del Mío Cid es el Acta Fundacional de España, la Chanson de Roland, de Francia y Los Niebelungos de los pueblos germanos, La Araucana es nuestra Partida de

  1. Catálogo de la Exposición “El Sueño de un Orden”, CEHOPU / CEDEX, Madrid
  2. Legarraga Raddatz, Patricio y Otondo Duferrena, Agustín. Emigración a Chile del Valle de Baztán en el siglo XX. Legarraga Raddats, Patricio. Emigración a Chile desde Iparralde en los siglos XIX y XX
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