Diferencia entre revisiones de «El hombre mediocre (1926)/Capítulo VII»

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Los gobernantes no crean tal estado de cosas y de espíritus: lo representan. Cuando las naciones dan en bajíos, alguna facción se apodera del engranaje constituido o reformado por hombres geniales. Florecen legisladores, pululan archivistas, cuéntanse los funcionarios por legiones: las leyes se multiplican, sin reforzar por ello su eficacia. Las ciencias conviértense en mecanismos oficiales, en institutos y academias donde jamás brota el genio y al talento mismo se le impide que brille: su presencia humillaría con la fuerza del contraste. Las artes tórnanse industrias patrocinadas por el Estado, reaccionario en sus gustos y adverso a toda previsión de nuevos ritmos o de nuevas formas; la imaginación de artistas y poetas parece aguzarse en descubrir las grietas del presupuesto y filtrarse por ellas. En tales épocas los astros no surgen. Huelgan: la sociedad no los necesita; bástale su cohorte de funcionarios. El nivel de los gobernantes desciende hasta marcar el cero; la mediocracia es una confabulación de los ceros contra las unidades. Cien políticos torpes juntos, no valen un estadista genial. Sumad diez ceros, cien, mil, todos los de las matemáticas y no tendréis cantidad alguna, siquiera negativa. Los políticos sin ideal marcan el cero absoluto en el termómetro de la historia, conservándose limpios de infamia y de virtud, equidistantes de Nerón y de Marco Aurelio.
 
Una apatía conservadora caracteriza a esos períodos; entibiase la ansiedad de las cosas elevadas, prosperando a su contra el afán de los suntuosos formulismos. Los gobernantes que no piensan parecen prudentes; los que nada hacen titúlanse reposados; los que no roban resultan ejemplares. El concepto del mérito se torna negativo: las sombras son preferibles a los hombres. Se busca lo originariamente mediocre o lo mediocrizado por la senilidad. En vez de héroes, genios o santos, se reclama discretos administradores. Pero el estadista, el filósofo, el poeta, los que realizan, predican y cantan alguna parte de un ideal están ausentes. Nada tienen que hacer. es solo un simple recordar en tiempos que no pueden dejar pasar
 
La tiranía del clima es absoluta: nivelarse o sucumbir. La regla conoce pocas expresiones en la historia. Las mediocracias negaron siempre las virtudes, las bellezas, las grandezas, dieron el veneno a Sócrates, el leño a Cristo, el puñal a César, el destierro a Dante, la cárcel a Galileo, el fuego a Bruno; y mientras escarnecían a esos hombres ejemplares, aplastándolos con su saña o armando contra ellos algún brazo enloquecido, ofrecían su servidumbre a gobernantes imbéciles o ponían su hombro para sostener las más torpes tiranías. A un precio: que éstas garantizaran a las clases hartas la tranquilidad necesaria para usufructuar sus privilegios.
 
En esas épocas del lenocinio la autoridad es fácil de ejercitar: las cortes se pueblan de serviles, de retóricos que parlotean pane lucrando, de aspirantes a algún bajalato, de pulchinelas en cuyas conciencias está siempre colgando el albarán ignominioso. Las mediocracias apuntálanse en los apetitos de los que ansían vivir de ellas y en el miedo de los que temen perder la pitanza. La indignidad civil es ley en esos climas. Todo hombre declina su personalidad al convertirse en funcionario: no lleva visible la cadena al pie, como el esclavo, pero la arrastra ocultamente, amarrada en su intestino. Ciudadanos de una patria son los capaces de vivir por su esfuerzo, sin la cebada oficial. Cuando todo se sacrifica a ésta, sobreponiendo los apetitos a las aspiraciones, el sentido moral se degrada y la decadencia se aproxima. En vano se busca remedios en la glorificación del pasado. De ese atafagamiento los pueblos no despiertan loando lo que fue, sino sembrando el porvenir.
 
 
===='''<center>II. LA PATRIA </center>====