Diferencia entre revisiones de «El ahogado»

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<div class=Parrafo></div>El bote, que se deslizaba lentamente, impulsado por el rítmico vaivén del remo, doblaba en ese instante el pequeño promontorio que separaba la minúscula caleta de la Ensenada de los Pescadores. Era una hermosa y fría mañana de julio. El sol muy inclinado al septentrión ascendía en un cielo azul de un brillo y suavidad de raso. Como hálito de fresca boca de muje, su resplandor, de una tibieza sutil, acariciaba oblicuamente, empañando con una vaho de tenue neblina del terso cristal de las aguas. En la playa de la ensenada, las chalupas pescadoras descansaban en su lecho de arena ostentando la graciosa y curva línea de sus proas. Más allá, al abrigo de los vientos reinantes, estaba el caserío. Sebastián clavó con avidez los ojos sobre una pequeña eminencia, donde se alzaba una rústica casita cuya techumbre de zinc y muros de ladrillos rojos acusaban en sus poseedores cierto bienestar. En la puerta de la habitación apareció una blanca y esbelta figura de mujer. El pescador la contempló un instante, frunciendo el ceño, hosca la mirada y, de pronto, con un brusco movimientodel remotorció el rumbo y navegó en línea recta hacia el sur. Durante algún tiempo cingló con brioso esfuerzo; el barquichuelo parecía volar sobre la bruñida sabana líquida y muy luego el promontorio, el caserío y la ensenada quedaron muy lejos, a muchos cables por la popa. Entonces soltó el remo y se sentó en uno de los bancos. Su actitud era meditabunda. En su rostro tostado que la rizada y oscura barba encuadraba en un marco de ébano, brillaban los ojos de color verde pálido con expresión inquieta y obsesionadora. Todo su traje consistía en una vieja gorra marinera, un pantalón de pana y una rayada camiseta que modelaba su airoso busto lleno de vigor y juventud.
<div class=Parrafo></div>El bote, entregado a la corriente, derivaba a lo largo de la costa erizada de arrecifes, donde el suave oleaje se quebraba blandamente. Sebastián, recogido en sí mismo, fijaba en aquellos parajes, para él tan familiares, una mirada de intensa melancolía. Y de pronto la vieja historia de sus amores surgió en su espíritu viva y palpitante, como si datara sólo de ayer. Ella empezó cuando Magdalena era una chicuela débil, de aspecto enfermizo. Él, por el contrario, era ya crecido y su cuerpo sano y membrudo tenía la fortaleza y flexibilidad de un mástil. El contacto diario de las comunes tareas había ido transformando aquel afecto fraternal en un amor apasionado y ardiente. Como hijos de ambos pobres pescadores, su mutuo cariño no encontró diferencia de fortunas obstáculos ni entorpecimientos. Fue, pues, sin oposición, novio oficialde Magdalena, quien era toda una mujer. Ni sombra quedaba en ella de la jovencilla esmirriada, a quien tenía que proteger a cada paso de las bromas de sus compañeros. La transformación había sido completa. Alta, de formas armoniosas, consu bellos rostro y sus grandes ojososcuros, era la joya de la caleta. Entonces, fue cuando aquella herencia inesperada, recaída en la madre de su novia, vino a modificar en parte este estado de las cosas. Experimentó una corazonada de mal augurio, cuando le dieron la noticia. Los hecho vinieron a confirmar bien pronto aquel mal presagio. El ajuar de Magdalena se transformó completamente. Los burdos zuecos fueron reeplazados por botines de charol y los trajes de percal cedieron el campo a las costosas telas de lana. Este cambio debíase en gran parte a la vanidad materna, que quería a toda costa hacer de la zafia pescadorcilla una señorita de pueblo. De aquí partieron los primeros tropiezos para el proyectado matrimonio. A juicio de la futura suegra, éste no debía efectuarse hasta que Sebastián no fuese propietario de una chalupa que reemplazase su misérrimo cachucho, el cual, según ella, era un viejo cascarón y no valiá tres cuartillos.
<div class=Parrafo></div>El mozo no pudo menos que someterse a esta exigencia; mas, con el entusiasmo del amor y la juventud, creyó que muy pronto se encontraría en estado de satisfacerla.
<div class=Parrafo></div>El bote, arrastrado por la corriente, presentaba a proa a la costa y Sebastián vio de improviso el la azul lejanía destacarse los masteleros de los buques anclados en el puerto. Cortó aquel panorama el hilo de los recuerdos, reanudándose en seguida la historia en la época en que apareció el otro. Un día irrumpió en compañía de unos cunatos calaveras en la Ensenada de los Pescadores. Decíase marinero licenciado de un buque de guerra y mostrábase muy orgulloso de sus aventuras y de sus viajes. Con su fiero aspecto de sus perdonavidas, impúsose por el temor en aquellas pacíficas y sencillas gentes. Muy luego diose en cortejar a Magdalena, mas la joven, a quien repugnaba la aguardentosa figura del valentón, contestó a sus galanteos con el más soberano desprecio.
<div class=Parrafo></div>Un suspiro se escapó del pecho del pescador. Entornó los ojos, y un episodio grabado profundamente en su memoria, se presentó a su imaginación.