Diferencia entre revisiones de «Drama en una aldea»

Deshecha la revisión 636434 de 189.236.83.159 (disc.)
(Deshecha la revisión 636434 de 189.236.83.159 (disc.))
 
== - III - ==
El alcalde se sentó primero, se paseó después, había contado con alguien que pasaría aquella hora con su hija y su hermana y su ausencia no podía menos de contrariarle. Felizmente, al poco rato un criado vino a anunciarle la llegada de su sobrino y Pedro se apresuró a ir a la casa donde le aguardaba el joven. Este se llamaba Lorenzo Henares y había acabado la carrera de leyes. Hacía bastantes años que Serrano no había visto a su sobrino, que contaba veintidós, y acaso no le hubiese conocido a no saber su regreso al lugar. Lorenzo no tenía una hermosa figura, su fisonomía era franca, dulce, simpática, pero no bella, su estatura mediana, su inteligencia clara si no superior, su carácter bondadoso, su desinterés grande, su conducta intachable. Era el yerno que convenía a Pedro, tan celoso de la ventura de su hija; lo único que faltaba era que los jóvenes se comprendieran y se amasen. El alcalde habló mucho de Cecilia, enseñó a su sobrino media docena de retratos en fotografía, hechos por un artista que estuvo de paso en el lugar, le dijo que la joven era buena y sencilla y se la mostró, si no tal como era, así como él la imaginaba, porque nada era más difícil de entender y de definir que el carácter de aquella niña tan mimada, tan querida y al propio tiempo tan ignorante de los sucesos de menos importancia de este mundo. Lorenzo le escuchaba con atención y con interés. Su tío le enseñó luego la casa, el jardín en la parte en que se hallaba bien cultivado, le habló de las mejoras que pensaba introducir en él poniendo aquí una fuente nueva; haciendo allá un mirador, agrandando el gallinero y el palomar, arreglando un establo, echando abajo el edificio ruinoso que se veía a lo lejos para levantarle otra vez con el objeto de que sirviese para habitaciones de los jardineros que las tenían fuera de la posesión. Así se pasaron dos horas. Al cabo de ellas volvieron a la casa donde a los pocos minutos entraron Romualda y su sobrina. Era ya completamente de noche y el alcalde había dado la orden de que se encendiesen las luces. Al vivo resplandor de ellas se conocieron Lorenzo y Cecilia. A él le pareció la niña admirablemente hermosa, ella le encontró feo y poco simpático. Cenaron juntos; la joven no habló casi nada, el primo tampoco, porque se hallaba visiblemente turbado en su presencia. Después de cenar pasaron a la sala donde tocaron el piano Cecilia primero, Lorenzo enseguida. Era él un artista bastante notable y Cecilia al oírle ejecutar algunas piezas se reconcilió algo con su primo que tan repulsivo le había sido al pronto. A las once se retiraron a sus habitaciones donde no tardaron en dormirse Pedro y Romualda. Lorenzo se acostó para pensar en su prima, que le había hecho profunda impresión. En cuanto a Cecilia, abrió una de las puertas que daban al jardín y salió a este contemplando extasiada las bellezas de una serena noche de luna. ¿En qué pensaba? No era seguramente en Lorenzo. Al dar las doce el reloj de la parroquia, cuando comprendió que todos descansaban en su vivienda, entró de nuevo en su alcoba, sacó de un armario varias provisiones que tenía allí guardadas, las puso en una cestilla que colgó de su brazo, salió por segunda vez al jardín, entornó la puerta para que pareciese estaba cerrada, y mirando con recelo o todas partes se encaminó rápidamente hacia el ruinoso edificio donde no se veía luz ni señal ninguna de estar habitado. Cerca de allí llenó en una fuente una botella de agua clara y cristalina, sacó después una llave que llevaba oculta en su pecho, abrió la pieza, donde más adelante había de encerrarse el trigo y penetró en ella con resolución. Un hombre se dirigió hacia la joven: era alto, hermoso, con cabellos y ojos negros y poblada barba; representaba unos treinta años y su traje roto y empolvado le daba un aspecto extraño, haciéndole semejarse algo a un bandido.
 
-¿Has traído una luz? -preguntó dulcemente a la niña.
-Voy a salvar a V.. Sígame.
 
No quería tener aquella mancha sobre su conciencia; no podía delatar al que había empezado por declarar que era inocente. Le condujo a aquel ruinoso edificio, le ofreció por lecho lo único que allí había, un montón de paja, le prometió provisiones para la noche siguiente, le encerró quitando la llave que siempre estaba puesta, y se alejó preocupada y temerosa, sabiendo que faltaba a su padre al amparar al forastero, pero sin decidirse a declarar a aquel nada referente a suceso tan singular.
 
 
 
== - IV - ==