Diferencia entre revisiones de «El virrey de la adivinanza»

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Pero por más que interrogamos al setentón nada pudimos sacar en limpio, porque él estaba a obscuras en punto a la adivinanza. Echámonos a tomar lenguas, tarea que nos produjo el resultado que verá el lector, si tiene la paciencia de hacernos compañía hasta el fin de este relato.
 
 
 
=== I ===
 
¡Fortuna te dé dios!
 
 
Cuentan que el asturiano D. Fernando de Abascal era en sus verdes años un hidalgo segundón, sin más bienes que su gallarda figura y una rancia ejecutoria que probaba siete ascendencias de sangre azul, sin mezcla de moro ni judío. Viéndose un día sin blanca y aguijado por la necesidad, entró como dependiente de mostrador en una a la sazón famosa hostería de Madrid contigua a la Puerta del Sol, hasta que su buena estrella le deparó conocimiento con un bravo alférez del real ejército, apellidado Valleriestra, constante parroquiano de la casa, quien brindó a Fernandico una plaza en el regimiento de Mallorca. El mancebo asió la ocasión por el único pelo de la calva, y después de gruesas penurias y dos años de soldadesca, consiguió plantarse la jineta; y tras un gentil sablazo, recibido y devuelto en el campo de batalla de 1775, pasó sin más examen a oficial. A contar de aquí, empezó la fortuna a sonreír a don Fernando, tanto que en menos de un lustro ascendió a capitán como una loma.
 
Una tarde en que a inmediaciones de uno de los sitios reales disciplinaba su compañía, acertó a pasar la carroza en que iba de paseo su majestad, y por uno de esos caprichos frecuentes no sólo en los monarcas, sino en los gobernantes republicanos, hizo parar el carruaje para ver evolucionar a los soldados. En seguida mandó llamar al capitán, le preguntó su nombre, y sin más requilorio le ordenó regresar al cuartel y constituirse en arresto.
 
Dábase de calabazadas nuestro protagonista, inquiriendo en su magín la causa que podría haberlo hecho incurrir en el real desagrado; pero cuanto más se devanaba el caletre, más se perdía en extravagantes conjeturas. Sus camaradas huían de él como de un apestado; que cualidad de las almas mezquinas es abandonar al amigo en la hora de la desgracia, viniendo por ende a aumentar su zozobra el aislamiento a que se veía condenado.
 
Pero como no queremos hacer participar al lector de la misma angustia, diremos de una vez que todo ello era una amable chanza del monarca, quien vuelto a Madrid llamó a su secretario, y abocándose con él:
 
-¿Sabes -le interrogó- si está vacante el mando de algún regimiento?
 
-Vuestra majestad no ha nombrado aún el jefe que ha de mandar, en la campaña del Rosellón, el regimiento de las Órdenes militares.
 
-Pues extiende un nombramiento de coronel para el capitán D. José Fernando de Abascal, y confiérele ese mando.
 
Y su majestad salió dejando cariacontecido a su ministro.
 
Caprichos de esta naturaleza eran sobrado frecuentes en Carlos IV. Paseando una tarde en coche, se encontró detenido por el Viático que marchaba a casa de un moribundo. El rey hizo subir en su carroza al sacerdote, y cirio en mano acompañó al Sacramento hasta el lecho del enfermo. Era éste un abogado en agraz que, restablecido de su enfermedad, fue destinado por Carlos IV a la Audiencia del Cuzco, en donde el zumbón y epigramático pueblo lo bautizó con el apodo del oidor del Tabardillo. Sigamos con Abascal.
 
Veinticuatro horas después salía de su arresto, rodeado de las felicitaciones de los mismos que poco antes le huían cobardemente. Solicitó luego una entrevista con su majestad, en la que tras de darle las gracias por sus mercedes, se avanzó a significarle la curiosidad que lo aquejaba de saber lo que motivara su castigo.
 
El rey, sonriendo con aire paternal, le dijo:
 
-¡Ideas, coronel, ideas!
 
Terminada la campaña de Rosellón, en que halló gloriosamente tumba de soldado el comandante en jefe del ejército D. Luis de Carbajal y Vargas, conde de la Unión y natural de Lima, fue Abascal ascendido a brigadier y trasladado a América con el carácter de presidente de la Real Audiencia de Guadalajara.
 
Algunos años permaneció en México D. Fernando, sorprendiéndose cada día más del empeño que el rey se tomaba en el adelanto de su carrera. Claro es también que Abascal prestaba importantísimos servicios a la corona. Baste decir que al ser trasladado al Perú con el título de virrey, hizo su entrada en Lima, por retiro del Excmo. Sr. D. Gabriel de Avilés, a fines de julio de 1806, anunciándose como mariscal de campo, y que seis años después fue nombrado marqués de la Concordia, en memoria de un regimiento que fundó con este nombre para calmar la tempestad revolucionaria y del que, por más honrarlo, se declaró coronel.
 
Abascal fue, hagámosle justicia, esclarecido militar, hábil político y acertado administrador.
 
Murió en Madrid en 1821, a los setenta y siete años de edad, invistiendo la alta clase de capitán general.
 
Sus armas de familia eran: escudo en cruz; dos cuarteles en gules con castillo de plata, y dos en oro, con un lobo de sable pasante.