Diferencia entre revisiones de «Yerba santa»

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dando :) un mejor formato
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:Agobiado por ellas pueda reposar mí cuerpo, cansado y joven, bajo los toñuces, en el cementerio del pueblo. Rezad por mí, ¡oh viejos y mozos del campo cristiano!, mientras yo os dedico las últimas flores de mi espíritu y mientras voy, por la doliente ruta llena de asaltos y celadas, con el cuerpo cubierto de heridas, hacia el punto invisible, cercano, inevitable y definitivo, hacia la tumba donde pondréis las simbólicas flores albas, secas y finas, de los algodoneros...
 
 
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==I==
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–Oye, Manuel –le preguntamos un día–, ¿dónde está tu papá?...
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Y seguíamos haciendo surcos en el jardín.
 
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==II==
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Se crió a nuestro lado como un hermano mayor. Le queríamos porque nos hacía buquecitos, gallos de papel, balsas con los viejos maderos que arrojaba el mar, y hondas de cáñamo. Por las tardes íbamos juntos a pescar y a la caída del sol volvíamos con las cestas de las cuales pendían por las agallas rojas, las plateadas mojarrillas, las chitas de vientres blancos, y a veces ciertos peces raros, deformes y babosos.
 
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Volvimos a casa, al atardecer, cuando el sol hundía enorme y rojo en el horizonte, con algunas tórtolas, algunos gorriones y una que otra ave marina que por curiosidad se aventuraba hasta aquellas arboledas tranquilas, bajo cuyas frondas acechaba la muerte.
 
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==III==
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Manuel era bueno como el pan de semana santa. Ensortijado cabello, amplia frente de marfil, dulce mirar en los ojos morenos de pupilas húmedas y sombreadas bajo las pródigas cejas. Sobre sus labios carnosos apuntaba una sombra difuminada y azul. Perenne sonrisa, al par alegre y melancólica, vagaba entre sus párpados y las comisuras de sus labios bien dibujados. Una melancolía fresca, jovial, sin amargura, pensativa y dulce, envolvía todo su cuerpo esbelto y magro, flexible y de gratos movimientos. Gustaba del mar, del campo, de las noches de luna azules y consteladas, y de los cuentos de las abuelas. Alborozado en la alegría, mudo en el dolor, pródigo en sus dineros, en sus afectos tierno, fuerte en su voluntad, terrible en su cólera, definitivo en sus resoluciones, y en su porte y decir leal y franco.
 
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==IV==
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Una tarde llegó Manuel a casa muy preocupado. Así llegó el segundo y lo mismo fue el tercero día. Nadie pudo conocer el motivo de su tristeza. Por la noche, fuimos al muelle a ver la luna sobre el mar. En un carrito conducido por los sirvientes, llegamos a la explanada sobre la cual eleva el faro su ojo ciclópeo y amarillo, cuyas miradas se quebraban en las aguas agitadas y sollozantes. Mientras conversaban las personas mayores, Manuel descendió por la escala del embarcadero y sobre el último descanso se puso a cantar con la guitarra.
 
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Los versos eran de Manuel. Enmudecieron todos. Y aquella noche oí desde mi cuarto sus sollozos de angustia.
 
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==V==
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Manuel estaba muy enfermo y mi padre quiso mandarlo a Ica, a casa de la señora Eufemia, su madre. El tren salía a las ocho. Mis hermanos se levantaron temprano y en la casa había la agitación confusa de un día de viaje. Una criada arreglaba la maleta de Manuel mientras se servía el desayuno. Ponía mi madre carne fría en las hogazas y humeaba el té en las jícaras. Terminado el desayuno, durante el cual Manuel no habló una palabra, mi padre le dijo:
 
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A poco el convoy se perdía, sobre los rieles, en las curvas brillantes, hacia el desierto amarillo y radiante, camino de Ica.
 
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==VI==
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Llegó el lunes de Semana Santa y nosotros, según la vieja costumbre, fuimos llevados a Ica por mi madre. Nos alojamos en casa de “la abuelita”. El tren había llegado de noche y después de cenar nos acostamos. Jamás olvidaré el amanecer de aquel Lunes Santo. Al abrir los ojos, en el estrecho cuarto, vi, iluminando la extensión, sobre una vieja puerta cerrada, por cuyas rendijas la luz de la mañana entraba a chorros, una ventana de barrotes de madera tallados, entre los cuales jugueteaba el extendido brazo de una vid alegre, fresca e inquieta. Un vocerío de gorriones poblaba el jardín cercano, y vibraban las voces familiares, y el mugir de las vacas y el sonar de baldes y cacharros…
 
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Y uno traía uvas “pintas”; y otro en el regazo, mangos, y otro rosquitas mantecadas. ¡Qué olor de monturas, de menesteres de trabajo! ¡Qué ropas tan buenas las de aquella cama tibia y amorosa! ¡Qué mañana tan hermosa donde todo era tan bueno, dulce y tranquilo! Vestidos de prisa, salimos todos. El cuarto daba a una enramada cubierta de parrales, entre cuyas hojas pendían maduros los racimos ubérrimos. Los sarmientos acariciaban los muros con sus retorcidos tentáculos. Al fondo, ya en el corral, un floripondio con sus invertidas ánforas, perfumaba; y junto al pozo de enladrillado broquel, sobre el guano oliente y blando, atada por una pata, la vaca, enorme y panzuda, de grandes ubres henchidas, se dejaba ordeñar tranquila. El blanco chorro caía al compás de la mano experta de un mocetón en un balde de zinc produciendo un ruido característico y levantando espuma. Y un vapor de cosa caliente, de leche pura, que tenía algo de la vida aún cálida, salía del balde y acariciaba la ubre, como una nube de incienso. Me ofrecieron un jarro, harto de espuma. ¡Oh, el exquisito beber la dulce leche con calor de madre, con sabor de cosa sublime! Después mi abuela nos llevó al jardín, al pequeño jardín obra de sus manos sarmentosas. Sobre restos de botellas que antes sirvieran para guardar el agua y las lejías y los ponches de agraz de navidad, ella había puesto tierra nueva e improvisado macetas. Tenía allí violetas, la flor más rara en la aldea; ñorbos, que sobre el enrejado de cañas nacían, crecían y morían; raquíticos y elegantes chirimoyos de perfumadas hojas; aristocráticos mangos, de finos tallos infantiles y transparentes, y paltos verdes que conservaban aún la roja enorme semilla, pegada al tronco incipiente; y agua de lavanda y romero florecido y balsámico; y albahacas verdes, coposas y enanas; y, ya liberado del tiesto, en plena tierra, en un rincón del jardín, un jazminillo de la India… Tantas cosas, tan bellas que están muertas como la buena abuelita y como el pobre Manuel y como mis ilusiones de esos días y como estas mañanas de sol, que yo no he vuelto a ver nunca y como todo lo que es bello, y juvenil; y que pasa, y que no vuelve más…
 
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==VII==
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Recuerdo vagamente, como se recuerda un sueño, el día de Jueves Santo. Era el día del Señor de Luren, el patrón de mi pueblo. Durante muchas semanas antes, empezaban a llegar a Ica las ofrendas de todos los pueblos comarcanos; de los hacendados espléndidos de ése y de otros valles. Los ricos hombres de Cañete solían llevar, en persona, haciendo luengas caminatas, el presente de sus corazones agradecidos al Señor. Caballeros en potros briosos, brillantes, ricamente aperados, llegaban los señores dueños de grandes haciendas; y desfilaban por las calles montados en caballos “de paso” de grácil andar femenino: larga y peinada crin, vibrantes ijares, ceñida cincha, negro y lustroso pellón, riendas lujosas de plata; e iban con sendos sombreros de ala curva y extensa; y ponchos de finos pliegues y pañuelo al cuello con anillo de oro, y espuelas alegres y de argentino sonar; y cabriolaban las caballerías levantando nubes de polvo con gran asombro y desconcierto de la bulliciosa chiquillería, mientras los fieles enlutados, cruzaban la caldeada acera, llevando flores, o zahumadores de filigrana, o cirios gruesos y decorados o ramos grandes de albahaca. Sonaban a muerto las campanas, chirriaban a ratos las matracas, y oíase el singular sonsonete de los vendedores que ayuntados, de dos en dos, cargaban ''balaes'' tejidos con carrizo, forrados en pellejo de cabritillo, y anunciaban su apetitosa mercancía en tono musical:
 
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El día de la procesión, las gentes más distinguidas del lugar la presidían. A las nueve de la noche, con extraordinaria pompa salía el cortejo de la Iglesia, en cuya plaza y alrededores esperaba el pueblo, para acompañarlo. Salían las ''andas'', con sus santos y santas; pomposos sus trajes de oro y plata relumbraban a las luces amarillas de los cirios. Las señoritas iban delante, rodeando a “la cruz alta”; hacía calle el pueblo en dos hileras; cada persona llevaba en la mano un cirio encendido, en cuyo cuello se ataba una especie de abanico, para protegerle del viento. Grandes ramos de albahacas olorosas y flores de toda clase, traídas muchas de ellas desde comarcas lejanas, eran arrojadas al paso del Señor de Luren, que pasaba en hombros de gentes creyentes y distinguidas, envuelto en las nubes aromáticas de sahumerio que hacían en sus sahumadores de plata las niñitas y las damas que iban delante; las luces, el sahumerio, el perfume suave y exquisito de las albahacas, el singular olor de los cirios que ardían, la marcha cadenciosa y lamentable de la música, que desde la capital era enviada especialmente y el contrito silencio de las gentes, daban a ese desfile religioso, admirable, amado y único, un aspecto imponente y majestuoso.
 
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==VIII==
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Faltaban pocos días para que mi madre nos llevase, de vuelta, a Pisco. Nosotros deseábamos quedarnos. Ica era nuestra tierra, allí habíamos nacido, allí teníamos parientes y amigos, chacras donde pasear, haciendas lejanas a donde había de irse a caballo. Por fin allí estaba “San Miguel”, la antigua hacienda de nuestro abuelo, que aunque nosotros jamás poseímos, nos era amada, como un cofre antiguo, en el cual hubiera puesto sus manos alguna anciana querida.
 
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Yo me quedé dormido en el regazo tibio de mi buena madre.
 
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==IX==
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Al día siguiente volvimos a la ciudad, llegamos a las seis de la tarde. Dejamos los caballos y notó mi madre que ninguno de los parientes sonreía siquiera y si lo hacía era venciendo un gesto sombrío.