Diferencia entre revisiones de «Nazarín/Tercera parte/V»

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{{encabezado|[[Nazarín]]<br><br>Tercera Parte Capítulo V|[[Benito Pérez Galdós]]}}
 
'''Tercera Parte'''
 
== '''V''' ==
 
—Puedes ir tú, yo te espero aquí.
 
-No se convencerá por lo que yo le hable. Yendo usted en persona y parlándoselo bien, es seguro que no se pierde. En usted tiene fe, pues con lo poquito que le oyó explicar de su enfermedad, ya se tiene por curada, y no le entra más el arrechucho. Conque volvamos, si le parece bien.
 
—Déjame, déjame que lo piense.
 
—Y con eso sabremos si al fin se ha muerto la nena o vive.
 
—Me da el corazón que vive.
 
—Pues volvamos, señor..., para verlo.
 
—No; vas tú, y le dices a tu amiga... En fin, mañana lo determinaré.
 
En una corraliza hallaron albergue, después de procurarse cena con los pocos cuartos que les produjo la postulación de aquel día, y como al amanecer del siguiente emprendiera Nazarín la marcha por el mismo derrotero que desde Móstoles traía, le dijo Ándara:
 
—Pero ¿usted sabe adónde vamos?
 
—¿Adónde?
 
—A mi pueblo, ¡mal ajo!
 
—Te he dicho que no pronuncies más delante de mí ninguna fea palabra. Si una sola vez reincides, no te permito acompañarme. Bueno, ¿hacia dónde dices que caminamos?
 
—Hacia Polvoranca, que es mi pueblo, señor; y yo, la verdad, no quisiera ir a mi tierra, donde tengo parientes, algunos en buena posición, y mi hermana está casada con el del fielato. No se crea usted que Polvoranca es cualesquiera cosa, que allá tenemos gente muy rica, y los hay con seis pares... de mulas, quiere decirse.
 
—Comprendo que te sonrojes de entrar en tu patria —replicó el peregrino—. ¡Ahí tienes! Si fueras buena, a todas partes podrías ir sin sonrojarte. No iremos, pues, y encaminémonos por este otro lado, que para nuestro objeto es lo mismo.
 
Anduvieron todo aquel día, sin más ocurrencia digna de mencionarse que la deserción del perro que acompañaba a Nazarín desde Carabanchel. Bien porque el animal tuviese también parentela honrada en Polvoranca, bien porque no gustase de salir de su terreno, que era la zona de Madrid en un corto radio, ello es que al caer de la tarde se despidió como un criado descontento, tomando soleta para la Villa y Corte, en busca de major acomodo. Después de hacer noche en campo raso, al pie de un fresno, los caminantes avistaron nuevamente a Móstoles, adonde Ándara guiaba, sin que don Nazario se enterase del rumbo.
 
—¡Calle! ¿Ya estamos otra vez en el poblachón de tus amigas? Pues mira, hija, yo no entro. Ve tú y entérate de cómo está la niña, y de paso le dices de mi parte a esa pobre Beatriz lo que ya sabes, que no haga caso de las solicitudes del vicio, y que si quiere peregrinar y hacer vida humilde, no necesita de mí para nada... Anda, hija, anda. En aquella noria vieja, que allí se ve entre dos árboles raquíticos, y que esterá como a un cuarto de legua del pueblo, te espero. No tardes.
 
Fuese a la noria despacio, bebió un poco de agua, descansó, y no habían pasado dos horas desde que se alejó la andariega, cuando Nazarín la vio volver y no sola, sino acompañada de otra que tal, en quien, cuando se aproximaron, reconoció a la Beatriz. Seguíanlas algunos chicos del pueblo. Antes de llegar adonde el mendigo las esperaba, las dos mozas y los rapaces prorrumpieron en gritos de alborozo.
 
—¿No sabe?... ¡La niña buena! ¡Viva el santo Nazarín! ¡Vivaaa!... La niña buena..., buena del todo. Habla, come, y parece resucitada.
 
—Hijas, no seáis locas. Para darme la buena noticia no es precise alborotar tanto.
 
—¡Sí que alborotamos! —gritaba Ándara, dando brincos.
 
—Queremos que lo sepan las pájaros del aire, los peces del río, y hasta las lagartos que corren entre las piedras —dijo la Beatriz radiante de júbilo, con las ojos echando lumbre.
 
—Que es milagro, ¡contro!
 
—¡Silencio!
 
—No será milagro, padre Nazarín; pero usted es muy bueno, y el Señor le concede todo lo que le pide.
 
—No me habléis de milagros ni me llaméis santo, porque me meteré, avergonzado y corrido, donde jamás volváis a verme.
 
Los muchachos alborotaban no menos que las mujeres, llenando el aire de graciosos chillidos.
 
—Si entra el señor en el pueblo, le llevan en volandas. Creen que la niña estaba muerta y que él, con sólo ponerle la mano en la frente, la volvió a la vida.
 
—¡Jesús qué disparate! ¡Cuánto me alegro de no haber ido allá! En fin, alabemos la infinita misericordia del Señor... Y la Fabiana, ¡qué contenta estará!
 
—Loca, señor, loca de alegría. Dice que si usted no entra en su casa, la niña se muere. Y yo también lo creo. ¿Y sabe usted lo que hacen las viejas del pueblo? Entran en nuestra casucha, y nos piden, por favor, que las dejemos sentar en la misma banqueta en que el bendito de Dios se sentó.
 
—¡Vaya un desatino! ¡Qué simplicidad! ¡Qué inocencia!
Reparó entonces don Nazario que Beatriz iba descalza, con falda negra, pañuelo corto cruzado en el busto, un morral a la espalda, en la cabeza otro pañuelo liado en redondo.
 
—¿Vas de viaje, mujer? —le preguntó; y no es de extrañar que la tutease, pues esta era en él añeja costumbre, hablando con gente del pueblo.
 
—Viene con nosotros —afirmó Ándara, con desenfado—. Ya ve, señor. No tiene más que dos caminos: el que usted sabe, allá, con la Seve, y este.
 
—Pues que emprenda solita su campaña piadosa. Idos las dos juntas y dejadme a mí.
 
—Eso, nunca —respondió la de Móstoles—, pues no es bien que usted vaya solo. Hay mucha gente mala en este mundo. Llevándonos a nosotras, no tenga ningún cuidado, que ya sabremos defenderle.
 
—No, si yo no tengo cuidado, ni temo nada.
 
—¿Pero en qué le estorbamos? ¡Vaya con el señor!... —dijo la de Polvoranca, con cierto mimo—. Y si se nos llena el cuerpo de demonios, ¿quién nos los echa? ¿Y quién nos enseña las cosas buenas, lo del alma, de la gloria divina, de la misericordia y de la pobreza? ¡Esta y yo solas! ¡Apañadas estábamos! ¡Mire que!... ¡Vaya, que quererle una tanto, sin malicia, todo por bien, y darle a una este pago!... Malas semos, pero si nos deja atrás, ¿qué va a ser de nosotras?
 
Beatriz nada decía, y se limpiaba las lágrimas con su pañuelo. Quedóse un rato meditabundo el buen Nazarín, haciendo rayas en el suelo con su palo, y, por fin, les dijo:
 
—Si me prometéis ser buenas y obedecerme en todo lo que os mande, venid.
 
Despedidos los chicuelos mostolenses, para lo cual fue preciso darles los poquísimos ochiavos de la colecta de aquel día, emprendieron los tres penitentes su marcha, tomando un senderillo que hay a la derecha del camino real, conforme vamos a Navalcarnero. La tarde fue bochornosa; levantóse a la noche un fuerte viento que les daba de cara, pues iban hacia el Oeste; brillaron relámpagos espantosos, seguidos de formidables truenos, y descargó una violentísima lluvia que les puso perdidos. Felizmente, les deparó la suerte unas ruinas de antigua cabaña, y allí se guarecieron del furioso temporal. Ándara reunió leña y hojarasca.
 
Beatriz, que, como mujer precavida, llevaba mixtos, prendió una hermosa hoguera, a la cual se arrimaron los tres para secar sus ropas. Resueltos a pasar allí la noche, pues no era probable encontraran sitio más cómodo y seguro, Nazarín les dio la primera conferencia sobre la Doctrina, que las pobres ignoraban o habían olvidado. Más de media hora las tuvo pendientes de su palabra persuasiva, sin retóricas ociosas, hablándoles de los principios del mundo, del pecado original, con todas sus consecuencias lamentables, hasta que la infinita misericordia de Dios dispuso sacar al Hombre del cautiverio del mal por medio de la redención. Estas nociones elementales las explicaba el ermitaño andante con lenguaje sencillo, dándoles más claridad a veces con la forma de ejemplos, y ellas le oían embobadas, sobre todo Beatriz, que no perdía sílaba, y todo se lo asimilaba fácilmente, grabándolo en su memoria. Después rezaron el rosario y letanías, y repitieron varias oraciones que el buen maestro quería que aprendiesen de corrido.
 
Al día siguiente, después de orar los tres de rodillas, emprendieron la marcha con buena fortuna: las dos mujeres, que se adelantaban a pedir en las aldeas o caseríos por donde pasaban, recogieron bastantes ochavos, hortalizas, zoquetes de pan y otras especies. Pensaba Nazarín que iban demasiado bien aquellas penitencias para ser tales penitencias, pues desde que salió de Madrid llovían sobre él las bienandanzas. Nadie le había tratado mal, no había tenido ningún tropiezo; le daban limosna casi siempre que la pedía, y éranle desconocidos el hambre y la sed. Y, a mayor abundamiento, gozaba de preciosa libertad, la alegría se desbordaba de su corazón y su salad se robustecía. Ni un triste dolor de muelas le había molestado desde que se echó a los caminos, y, además, ¡qué ventura no cuidarse del calzado ni de la ropa, ni inquietarse por si el sombrero era flamante o viejo, o por si iba bien o mal pergeñado! Como no se afeitaba, ni lo había hecho desde mucho antes de salir de Madrid, tenía ya la barba bastante crecida; era negra y canosa, terminada airosamente en punta. Y con el sol y el aire campesino, su tez iba tomando un color bronceado, caliente, hermoso. La fisonomía clerical habíase desvanecido por completo, y el tipo arábigo, libre ya de aquella máscara, resaltaba en toda su gallarda pureza.
 
Cortóles el paso el río Guadarrama, que con el reciente temporal venía bastante lleno; pero no les fue difícil encontrar más arriba sitio por donde vadearlo, y siguieron por una campiña menos solitaria y estéril que la de la orilla izquierda, pues de trecho en trecho veían casas, aldehuelas, tierras bien labradas, sin que faltaran árboles y bosquecillos muy amenos. A media tarde divisaron unas casonas grandes y blancas, rodeadas de verde floresta, destacándose entre ellas una gallarda torre, de ladrillo rojo, que parecía campanario de un monasterio. Acercándose más, vieron a la izquierda un caserío rastrero y pobre, del color de la tierra, con otra torrecilla, como de iglesia parroquial de aldea. Beatriz, que estaba fuerte en la geografía de la región que iban recorriendo, les dijo:
 
—Ese lugar es Sevilla la Nueva, de corto vecindario, y aquellas casas grandonas y blancas con arboleda y una torre, son la finca o estados que llaman la Coreja. Allí vive ahora su dueño, un tan don Pedro de Belmonte, rico, noble, no muy viejo, buen cazador, gran jinete, y el hombre de peor genio que hay en toda Castilla la Nueva. Quién dice que es persona muy mala, dada a todos los demonios; quién que se emborracha para olvidar penas, y, hallándose en estado peneque, pega a todo el mundo y hace mil tropelías... Tiene tanta fuerza, que un día, yendo de caza, porque un hombre que pasaba en su burra no quiso desapartarse, cogió burra y hombre, y, levantándolos en vilo, los tiró por un despeñadero... Y a un chico que le espantó unas liebres, le dio tantos palos que le sacaron de la Coreja entre cuatro, medio muerto. En Sevilla la Nueva le tienen tanto miedo, que cuando le ven venir aprietan todos a correr, santiguándose, porque una vez, no es broma, por no sé qué pendencia de unas aguas, entró mi don Pedro en el pueblo a la hora que salían de misa, y a bofetada limpia, a este quiero, a este no quiero, tumbó en el suelo a más de la mitad... En fin, señor, que me parece prudente que no nos acerquemos, porque suele andar el tal de caza por estos contornos, y fácil es que nos vea y nos dé el quién vive.
 
—¿Sabes que me pones en curiosidad —indicó Nazarín—, y que la pintura que has hecho de esa fiera más me mueve a seguir hacia allá que a retroceder?