Diferencia entre revisiones de «La organización nacional»

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Señores, la obra más característica que quisiéramos realizar, que por lo menos vamos a ensayar, consiste en poner junto a aquella afirmación genérica de liberalismo a que antes me refería (y que incluye en sí, naturalmente, todos los principios del socialismo y del sindicalismo en lo que éstos tienen de no negativos, sino de constructores), el principio de la organización de España. Nos es tan esencial y tan necesario como ese principio de ética y de derecho que se llama liberalismo al afirmar y el imponer todas aquellas labores, y todas aquellas exigencias que traiga consigo la organización mínima de las funciones nacionales, que está completamente por realizar. Es decir, que para nosotros es tan necesario como la justicia en los gobernantes la competencia entre ellos y en los administradores; y en esto estamos completamente por empezar. ¿A quién se va a encargar de la organización de los servicios? Todo lo que no sea esto, señores, es retórica, son palabras. Una nación no se hace sólo con un verso, con un razonamiento o con un párrafo que le ocurre a un orador; es la labor de todos los días, de todos los instantes; la labor sobre la cual hay que extender como un calor, como un amor que haga fructificar a su tiempo la semilla y la acompañe en su expansión. Y esto ¿dónde está preparado? ¿Cómo es posible que en el estado actual de los partidos políticos se pueda encontrar amparo para esas delicadísimas, oscuras, nobles labores de competencia? Los Ministerios, como las Universidades, no crean competentes. Hay en ellas, naturalmente, algunos, muy pocos. Pero esos mismos que hay no pueden dar a la nación todo el rendimiento, todas las posibilidades que dentro llevan. Ya sé yo que hay hombre como Flores de Lemus en el Ministerio de Hacienda, como Gonzçalez Hontoria en el Ministerio de Estado, como Castillejo, Acuña en el Ministerio de Instrucción Pública, y algunos más que no cito, que han hecho y hacen esa labor sin pensar en el elogio; esa labor en que no se da la cara a la multitud, y, por tanto, no se corre el riesgo, siempre grato, de recibir el aplauso. A estos hombres y a otros que con ellos vengan de habrá de prestar su calor y su entusiasmo la Liga de Educación Política.
Junto ''con aquel impulso genérico del liberalismo, es el ansia por la organización de España lo que lleva nuestros esfuerzos a agruparse''. No se debe olvidar que formamos parte de una generación iniciada en la vida a la hora del desastre postrero, cuando los últimos valores morales se quebraron en el aire, hiriéndonos con su caída. Nuestra mocedad se ha deslizado en un ambiente ruinoso y sórdido. No hemos tenido maestros ni se nos ha enseñado la disciplina de la esperanza. Hemos visto en torno, año tras año, la miseria cruel del campesino, la tribulación del urbano, el fracaso sucesivo de todas las instituciones, sin que llegara hasta nosotros rumor alguno de reviviscencia. Sólo viniendo a tiempos más próximos parecen notarse ciertos impulsos de resurgimiento en algunos parajes de la raza, en algunos grupos, en algunos medrosos ensayos. Sin embargo, los Poderes públicos permanecen tan ajenos a aquel dolor y mengua como a estos comienzos de vida. Diríase que la España oficial, en todas sus manifestaciones, es un personaje aparecido, de otra edad y condición, que no entiende el vocabulario ni los gestos del presente. Cuanto hace o dice tiene el dejo de lo inactual y la ineficacia de los exangües fantasmas.
 
Este principio de la competencia es, no se me oculta, de grande sutileza. Comprendo que para decidir quién es competente es menester emplear unos aparatos de una finura tal, sobre todo de una finura moral tan exquisita, que es muy difícil lograrlos hoy por hoy en España. ¿Qué inconveniente va a tener el señor conde de Romanones en buscarse unos competentes domésticos?
No creemos que sea una vanidad la resolución de dedicar buena porción de nuestras energías — cuyos estrechos límites nos son harto conocidos — a impedir que los españoles futuros se encuentren, como nosotros, con una nación volatilizada. Por otra parte, no nos sentimos de temperamento fatalista: al contrario, pensamos que los pueblos renacen y se constituyen cuando tienen de ello la indómita voluntad. Todavía más: cuando una parte de ese pueblo se niega reciamente a fenecer. El brillo histórico, la supremacía, acaso dependan de factores extraños al querer. Pero ahora no se trata de semejantes ornamentos. Nuestra preocupación nacional es incompatible con cualquier nacionalismo. Nos avergonzaría desear una España imperante, tanto como no querer imperiosamente una España en buena salud, nada más que una España vertebrada y en pie.
 
Las Universidades dan títulos. Si se escoge un hombre que posea un montón de títulos, que transporte a lomo una carga de títulos, ya tenemos un competente. No, señor; es preciso que de una vez para siempre recusemos todas esas competencias, fundadas en organismos que no han podido darlas, porque no las tenían.
 
Nos encontramos como con unos restos carcomidos de esa época restauradora, que va en naufragio, con dos partidos políticos, el partido conservador y el partido liberal, que, por lo visto, aspiran a que sea eterna esa época y a que no rinda ese pleito en homenaje a la ley de la historia que es el morir, como los individuos, las épocas alguna vez.
 
Pareció un momento como si ese par de alas anquilosadas fueran a desaparecer; hubo un momento en que esas alas estaban rotas, y ahora parece que se las quiere remendar.
 
La posición de la juventud que actualmente entra en política, naturalmente tiene que ser la de aplicar en este caso concreto frente a esos partidos -si se obstinan demasiado en perdurar- aquella decisión que yo antes proponía de muerte a la Restauración. Ellos son la Restauración; por consiguiente, con esos partidos absolutamente nada. Son el enemigo máximo, el que ha dejado morir a España; son los representantes de la inercia, del convencionalismo. Cada día que perduren sobre el haz de la tierra se aleja un día más el resurgimiento de la vitalidad nacional.
 
Para este acto de incorporarse, necesita la España vivaz una ideología política muy clara y plenamente actual. Tenemos que adquirir un pensamiento firme de lo que es el Estado, de qué puede pedírsele y qué no debe esperarse de él. Pero no basta con un principio político evidente. La organización nacional es una labor concretísima; no consiste en un problema genérico, sino en cien cuestiones de detalle: en esta institución y aquella comarca, este pueblo y aquella persona, esta ley y aquel artículo. La organización nacional nos parece justo lo contrario de la retórica. No puede fundarse más que en la competencia.
 
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