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Antes de proseguir, evoquemos la doliente imagen de Luisa Villaamil, muerta aunque no olvidada, en los días de esta humana crónica. Pero retrocediendo algunos años, la cogeremos viva. Vámonos, pues, al 68, que marca el mayor trastorno político de España en el siglo presente, y señaló además graves sucesos en los azarosos anales de la familia Villaamil.

Contaba Luisa cuatro años más que su hermana Abelarda, y era algo menos insignificante que ella. Ninguna de las dos se podía llamar bonita; pero la mayor tenía en su mirada algo de ángel, un poco más de gracia, la boca más fresca, el cuello y hombros más llenos, y por fin, la aventajaba ligeramente en la voz, acento y manera de expresarse. Las escasas seducciones de entrambas no las realzaba una selecta educación. Se habían instruido en tres o cuatro provincias distintas, cambiando de colegio a cada triquitraque, y sus conocimientos, aun en lo elemental, eran imperfectísimos. Luisa llegó a saber un francés macarrónico que apenas le consentía interpretar, sobando mucho el Diccionario, la primera página del Telémaco, y Abelarda llegó a farfullar dos o tres polkas, martirizando las teclas del piano. De cuatro niñas y un varón, frutos del vientre de doña Pura, sólo se lograron aquellas dos; las demás crías perecieron a poco de nacer. A principios de 1868, desempeñaba Villaamil el cargo de Jefe Económico en una capital de provincia de tercera clase, ciudad arqueológica, de corto y no muy brillante vecindario, famosa por su catedral y por la abundante cosecha de desportillados pucheros e informes pedruscos romanos que al primer azadonazo salían del terruño. En aquel pueblo de pesca pasó la familia de Villaamil la temporada triunfal de su vida, porque allí doña Pura y su hermana daban el tono a las costumbres elegantes, y hacían lucidísimo papel, figurando en primera línea en el escalafón social. Cayó entonces en la oficina de Villaamil un empleadillo joven y guapo, de la clase de aspirantes con cinco mil reales, engendro reciente del caciquismo. Cómo fue a parar allí Víctor Cadalso, es cosa que no nos importa saber. Era andaluz, había estudiado parte de la carrera en Granada, se vino a Madrid sin blanca, y aquí, después de mil alternativas, encontró un padrinazgo de momio, que lo lanzó de un manotazo a la vida burocrática, como se puede lanzar una pelota. A poco de entrar en las oficinas de aquella provincia, hízose muy de notar, y como tenía atractivos personales, lenguaje vivo y gracioso, buenas trazas para vestirse y desenvueltos modales, no tardó en obtener la simpatía y agasajo de la familia del jefe, en cuya sala (no hay manera de decir salones), bastante concurrida los domingos y fiestas de guardar, fue desde la primera noche astro refulgente. Nadie le igualaba en el donaire, generalmente equívoco, de la conversación, en improvisar pasatiempos ingeniosos, en dar sesiones de magnetismo, prestidigitación o nigromancia casera. Recitaba versos imitando a los actores más célebres, bailaba bien, contaba todos los cuentos de Manolito Gázquez, y sabía, como nadie, entretener a las señoras y embobar a las niñas. Era el lión de la ciudad, el número uno de los chicos elegantes, espejo de todos en finura, garbo y ropa. La alta sociedad se reunía alternativamente en la casa de Villaamil, en la del Brigadier gobernador militar, cuya esposa era una jamona de muchas campanillas, en la de cierto personaje, que era el cacique, agente electoral y déspota de la comarca; pero la casa en que había más refinamientos sociales era la de Villaamil, y las señoras de Villaamil las más encumbradas y vanagloriosas. La esposa del cacique tenía hijas casaderas, la Brigadiera no las tenía de ninguna edad, el Gobernador era célibe; de modo que las del Jefe Económico, las cacicas, la Gobernadora militar y la Alcaldesa, boticaria por añadidura, componían todo el mujerío distinguido de la localidad. Eran las dueñas del cotarro elegante, las que recibían incienso de aquella espiritada juventud masculina, con chaquet y hongo, las que asombraban al pueblo presentándose en los Toros (dos veces al año) con mantilla blanca, las que pedían para los pobres en la catedral el Jueves Santo, las que visitaban al Obispo, las que daban el tono y recibían constantemente el homenaje tácito de la imitación. En aquellos tiempos le quedaban aún a Milagros algunos vestigios de su hermosa voz, mucha afinación y todo el compás. Todavía, haciéndose muy de rogar, casi casi a la fuerza, se acercaba al piano, y soltando las rebañaduras de su arte, les largaba allí un par de cavatinas, que hacían furor. Los palmoteos se oían desde la cercana plaza de la Constitución, y las alabanzas duraban toda la noche, amenizando el baile y los juegos de prendas.

Ornamento de esta sociedad fue, desde que en ella se introdujo, Víctor Cadalso, artista social digno de teatro mejor, y no con las facultades marchitas como las de Milagros, sino en la plenitud de su poder y lozanía. Por esto sucedió lo que debía suceder, que Luisa se prendó del aspirante repentina y locamente, desde la primera noche que se vieron, con ese amor explosivo en que los corazones parece que están llenos de pólvora cuando los traspasa la inflamada flecha. Esto suele ocurrir en las clases populares y en las sociedades primitivas, y pasa también alguna vez en el seno del vulgo infatuado y sin malicia, cuando cae en él, como rayo enviado del Cielo, un ser revestido de apariencias de superioridad. La pasión súbita de Luisa Villaamil fue tan semejante a la de Julieta, que al día siguiente de hablarle por primera vez, no habría vacilado en huir con Víctor de la casa paterna, si él se lo hubiera propuesto. Siguieron al flechazo unos amoríos furibundos. Luisa perdió el sueño y el apetito. Había carteo dos o tres veces al día y telégrafos a todas horas. Por las noches espiaban la coyuntura de verse a solas, aunque fuese breves momentos. La enamorada chica contaba sus tristezas y sus alegrones a la luna, a las estrellas, al gato, al jilguero, a Dios y a la Virgen. Hallábase dispuesta, si la ley de su amor se lo exigía, a cualquier género de heroicidad, al martirio. Doña Pura no tardó en contrariar aquellos amores, porque soñaba con el ayudante del Brigadier para yerno; y Villaamil, que empezó a columbrar en el carácter de Víctor algo que no le agradaba, hubo de gestionar con el cacique para que le trasladasen a otra provincia. Los amantes, guiados por la perspicacia defensiva que el amor, como todo gran sentimiento lleva en sí, olfatearon el peligro, y ante el enemigo se juraron fidelidad eterna, resolviendo ser dos en uno, y antes morir que separarse, con todo lo demás que en estos apretados lances se acostumbra. El delirio les extraviaba, y la oposición les precipitó a estrechar de tal modo sus lazos, que nadie fuera poderoso a desatarlos. En resolución, que el amor se salió con la suya, como suele. Trinaron los señores de Villaamil; pero, pensándolo bien, ¿qué remedio quedaba más que arreglar aquel desavío como se pudiese?

Luisa era toda sensibilidad, afecto y mimo; un ser desequilibrado, incapaz de apreciar con sentido real las cosas de la vida. Vibraban en ella el dolor y la alegría con morbosa intensidad. Tenía a Víctor por el más cabal de los hombres, se extasiaba en su guapeza, y era completamente ciega para ver las jorobas de su carácter. Los seres y las acciones eran como hechuras de su propia imaginación, y de aquí su fama de escaso mundo y discernimiento. Fue padrino del bodorrio el cacique, y su regalo sacarle a Víctor una credencial de ocho mil, lo que agradecieron mucho D. Ramón y su mujer, pues una vez incorporado Cadalso a la familia, no había más remedio que empujarle y hacer de él un hombre. A poco estalló la Revolución, y Villaamil, por deber aquel destino a un íntimo de González Bravo, quedó cesante. Víctor tuvo aldabas y atrapó un ascenso en Madrid. Toda la familia se vino por acá, y entonces empezaron de nuevo las escaseces, porque Pura había tenido siempre el arte de no ahorrar un céntimo, y una gracia especial para que la paga de primero de mes hallase la bolsa más limpia que una patena.

Volviendo a Luisa, sépase que, comido el pan de la boda, seguía embelesada con su marido, y que este no era un modelo. La infeliz niña vivía en ascuas, agrandando cavilosamente los motivos de su pena; le vigilaba sin descanso, temerosa de que él partiese en dos su cariño o se lo llevase todo entero fuera de casa. Entonces empezaron las desavenencias entre suegros y yerno, enconadas por enojosas cuestiones de interés. Luisa pasaba las horas devorada por ansias y sobresaltos sin fin, espiando a su marido, siguiéndole y contándole los pasos de noche. Y el truhán, con aquella labia que Dios le dio, sabía desarmarla con una palabrita de miel. Bastaba una sonrisa suya para que la esposa se creyese feliz, y un monosílabo adusto para que se tuviera por inconsolable. En Marzo del 69 vino al mundo Luisito, quedando la madre tan desmejorada y endeble, que desde entonces pudieron los que constantemente la veían, augurar su cercano fin. El niño nació raquítico, expresión viva de las ansias y aniquilamiento de su madre. Pusiéronle ama, sin ninguna esperanza de que viviera, y estuvo todo el primer año si se va o no se va. Y por cierto que trajo suerte a la familia, pues a los seis días de nacido, dieron al abuelo un destino con ascenso, en Madrid, y de este modo pudo doña Pura bandearse en aquel golfo de trampas, imprevisión y despilfarro. Víctor se enmendó algo. Cuando ya su mujer no tenía remedio, mostrose con ella cariñoso y solícito. Padecía la infeliz accesos de angustiosa tristeza o de alegría febril, cuyo término era siempre un ataque de hemoptisis. En el último período de su enfermedad, el cariño a su marido se le recrudeció en términos que parecía haber perdido la razón, y cuando él no estaba presente, llamábale a gritos. Por una de esas perversiones del sentimiento que no se explican sin un desorden cerebral, su hijo llegó a serle indiferente; trataba a sus padres y a su hermana con esquiva sequedad. Toda la atención de su alma era para el ingrato, para él todos sus acentos de amor, y sus ojos habían eliminado cuantas hermosuras existen en el mundo moral y físico, quedándose tan sólo con las que su exaltada pasión fantaseaba en él.

Villaamil, que conocía la incorrecta vida de su yerno fuera de casa, empezó a tomarle aborrecimiento; Pura, más conciliadora, dejábase engatusar por las traidoras palabras de Cadalso, y a condición de que este tratara con piedad y buenos modos a la pobre enferma, se daba por satisfecha y perdonaba lo demás. Por fin, la demencia, que no otro nombre merece, de la infortunada Luisa, tuvo fatal término en una noche de San Juan. Murió llorando de gratitud porque su marido la besaba ardientemente y le decía palabras amorosas. Aquella mañana había sufrido un ataque de perturbación mental más fuerte que los anteriores, y se arrojó del lecho pidiendo un cuchillo para matar a Luis. Juraba que no era hijo suyo, y que Víctor le había traído a la casa en una cesta, debajo de la capa. Fue aquel día de acerbo dolor para toda la familia, singularmente para el buen Villaamil que, sin ruidoso duelo exterior, mudo y con los ojos casi secos, se desquició y desplomó interiormente, quedándose como ruina lamentable, sin esperanza, sin ilusión ninguna de la vida; y desde entonces se le secó el cuerpo hasta momificarse, y fue tomando su cara aquel aspecto de ferocidad famélica que le asemejaba a un tigre anciano e inútil.


La necesidad de un sueldo que permitiese economías, le lanzó a colocarse en Ultramar. Fue con un regular destino, de los que proporcionan buenas obvenciones, y regresó a los dos años con algunos ahorros, que se deshicieron pronto como granos de sal en la mar sin fondo de la administración de doña Pura. Emprendió segundo viaje con mejor empleo; pero tuvo no sé qué cuestiones con el Intendente, y volvió para acá en los aciagos días de los cantonales. El Gobierno presidido por Serrano después del 3 de Enero del 74, le mandó a Filipinas, donde se las prometía muy felices; pero una cruel disentería le obligó a embarcarse para España sin ahorros, y con el propósito firme de desempeñar la portería de un Ministerio antes que pasar otra vez el charco. No le fue difícil volver a Hacienda, y vivió tres años tranquilo, con poco sueldo, siendo respetado por la Restauración, hasta que en hora fatídica le atizaron un cese como una casa. Y el tremendo anatema cayó sobre él cuando sólo le faltaban dos meses para jubilarse con los cuatro quintos del sueldo regulador, que era el de Jefe de la Administración de tercera. Acudió al Ministro, llamó a distintas puertas; todas las intercesiones fueron solicitadas sin éxito. Poco a poco sucedió a la molesta escasez la indigencia descarnada y aterradora; los recursos se concluían, y se agotaron también los medios extraordinarios y arbitristas de sostener a la familia.


Llegó por último la etapa dolorosísima para un hombre delicado como Villaamil, de tener que llamar a la puerta de la amistad implorando socorro o anticipo. Había él prestado en mejor tiempo servicios de tal naturaleza a algunos que se los agradecieron y a otros que no. ¿Por qué no había de apelar al mismo sistema? Sobre todo, no podía discutirse si estas postulaciones eran o no decorosas. El que se quema no se pone a considerar si es conveniente o no sacudir los dedos. El decoro era ya nombre vano, como la inscripción impresa en la etiqueta de una botella vacía. Poco a poco se gasta la vergüenza, como se gasta el diente de una lima, y las mejillas pierden la costumbre de colorearse. El desgraciado cesante llegó a adquirir maestría terrible en el arte de escribir cartas invocando a la amistad. Las redactaba con amplificaciones patéticas, y en un estilo que parecía oficial, algo parecido a los preámbulos de las leyes en que se anuncia al país aumento de contribución, verbigracia: «Es muy sensible para el Gobierno tener que pedir nuevos sacrificios al contribuyente...». Tal era el patrón, aunque el texto fuera otro.


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