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{{guión|tores|}} de vacas, cabras y carneros, alojados en pequeños aduares de tiendas ó casas de piedra y lodo, que no pasaban casi nunca de veinte; alguno que otro bosque de encinas, lentiscos, carrascas y mimbres; grandes arenales cubiertos de palmitos y esparto; poca tierra vegetal productiva, y esa cubierta de cardos secos; y unos cuantos olivares en Mequinez, bastantes palmeras en Marruecos, ciertos naranjales en Rabat, algunos sembrados y jardines en Fez, interrumpían sólo la constante desnudez y esterilidad del vasto territorio mauritano. Ni podían cultivarse los campos que eran capaces de producir, porque no existía siquiera la ¡dea de propiedad individual, y se tenía al sultán por dueño de todo; carecían los súbditos de la libertad de vender ó disponer del fruto de su trabajo; nadie se atrevía á gozar de sus riquezas ni á dejar á entender que las tenía; el fanatismo era tal, que sólo en Tafilete había más de dos mil hombres reputados y tenidos por xerifes ó descendientes del Profeta, que era tener abierta una fuente inagotable de rebeliones; ejercitábase el oficio de santo como otro cualquiera, desempeñándolo gente vil ó asquerosa, que no por eso era menos respetada del pueblo; las ciencias estaban reducidas á la teología, la moral y la legislación, todas ellas derivadas del texto del Alcorán, mal entendido por sus comentadores árabes, y peor explicado por los doctores y maestros marroquíes. Nadie sabía en el imperio el uso de unos globos antiguos y una esfera armilar que había en la torre de la principal mezquita de Fez; ni se conocía el modo de arreglar un reloj descompuesto de los que se guardaban en las mezquitas. Euclides y Aristóteles, traducidos al árabe en los buenos tiempos de aquella raza, eran sus
{{guion|tores|}} de vacas, cabras y carneros, alojados en pequeños aduares de tiendas ó casas de piedra y lodo, que no pasaban casi nunca de veinte; alguno que otro bosque de encinas, lentiscos, carrascas y mimbres; grandes arenales cubiertos de palmitos y esparto; poca tierra vegetal productiva, y esa cubierta de cardos secos; y unos cuantos olivares en Mequinez, bastantes palmeras en Marruecos, ciertos naranjales en Rabat, algunos sembrados y jardines en Fez, interrumpían sólo la constante desnudez y esterilidad del vasto territorio mauritano. Ni podían cultivarse los campos que eran capaces de producir, porque no existía siquiera la ¡dea de propiedad individual, y se tenía al sultán por dueño de todo; carecían los súbditos de la libertad de vender ó disponer del fruto de su trabajo; nadie se atrevía á gozar de sus riquezas ni á dejar á entender que las tenía; el fanatismo era tal, que sólo en Tafilete había más de dos mil hombres reputados y tenidos por xerifes ó descendientes del Profeta, que era tener abierta una fuente inagotable de rebeliones; ejercitábase el oficio de santo como otro cualquiera, desempeñándolo gente vil ó asquerosa, que no por eso era menos respetada del pueblo; las ciencias estaban reducidas á la teología, la moral y la legislación, todas ellas derivadas del texto del Alcorán, mal entendido por sus comentadores árabes, y peor explicado por los doctores y maestros marroquíes. Nadie sabía en el imperio el uso de unos globos antiguos y una esfera armilar que había en la torre de la principal mezquita de Fez; ni se conocía el modo de arreglar un reloj descompuesto de los que se guardaban en las mezquitas. Euclides y Aristóteles, traducidos al árabe en los buenos tiempos de aquella raza, eran sus