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Sitiado aquel villorrio que con sus fosos y trincheras motivaba una detención de la columna, los oficiales realistas instaláronse en una estancia de la vecindad, donde se resignaban con los malos tiempos dos mujeres.
 
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Dos mujeres solas a quienes repudiaban aristocráticos desdenes, pues no obstante su fortuna considerable eran mulatas.
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Una, la mayor, desahuciada de ilusiones por su soltería, blasonaba de santurrona. La otra, fogosa morena, relegábase no sin esfuerzo a aquella vida de clausura, hollando con frecuencia el polvo hostil de la aldea donde su pulido zapato pisoteaba a la vez miserias fidalgas y nobles corazones.
 
Nadie como ella gustaba el mejor chocolate de Santa Cruz, ni compraba a los traficantes con mayor liberalidad tapetes y otros tejidos. Su sala era la única alfombrada, reforzando más aquel lujo una cornucopia que reverberaba como un altar. Con voluptuosidad pomposa recostábase en su coche ajando espumillas y rielando aguas de gro para mecerse en pacíficas vectaciones al vaivén de las sopandas con una ardiente rosa en la trenza y en los labios una sonrisa incitada al negro fuego del linaje africano. Bailaba admirablemente y en el minué, su danza favorita, sacaba el pie con más donaire que ninguna.
 
En la amorosa palpitación de sus narigales, en su desenvoltura un tanto mórbida, en su encanto excesivo y anterior, insolentábase la belleza de la mujer que ha pecado, malquistándola con la sociedad que la proscribió tanto por sus conquistas como por su lujo; pero su patriotismo la reconciliaba con los más en el cariño sino en la estima. Los insurgentes recurrían a su mesa y a sus cofres con desenfado fraternal, seguros de remediarse. Sus esclavos, instruidos por oficiales patriotas, compartían la suerte de la montonera; y ella en persona se dio una vez de moquetes con cierta vecina que comadreaba su realismo, vistiendo hábito de la Purísima y peinándose a la izquierda.
 
A extramuros del lugarcillo en que cincuenta insurrectos bajo las órdenes de un mayor convaleciente repelían los ataques de dos batallones, ella confortaba secretamente la resistencia con sus socorros y su entusiasmo. Aposentaba, es verdad, a los realistas, y aun les coqueteaba un poco para tranquilizarlos más, espiando, no obstante todos sus movimientos.
 
La magnificencia del hospedaje habíale captado sus simpatías. Aquellas sobrecamas de seda franjeadas con agallones de plata; aquella mesa ante cuya suntuosidad argentina turnábanse dos esclavas, no más que para manejar un abano mosqueador; aquellas tertulias un tanto libres en las que, cortejando a la joven, pulsaban sentimentales vihuelas; aquellos obsequios, aquella confianza como señoril, corroboraron un tácito acuerdo.
 
¿Por qué no, después de todo? Desclasificada, aunque opulenta, apenas les pagaría así sus distinciones. Y con hidalguía ingenua despojáronse de toda precaución.
 
Cierto que a veces, altivándose en un descuido, pinchaba su mordacidad tal cual agudeza, o refrescábase con un abanico entre cuyo varillaje de oro había escrito una estrofa de la marcha de la patria, mariposeándoles al rostro aquel haz de versos prohibidos. Mas estos incidentes, raros por otra parte, no destruían la concordia.
 
Entretanto la aldea, a despecho de todas las conjeturas, no pactaba. Preservándose tras zanjones y trincheras, su guarnición rehacíase con mayor tenacidad a cada asalto, artillada a la ligera con un cañón de a lomo y una carroñada antigua.
 
Aquel armamento de la insurrección colaboraba en su obra con las más singulares piezas. Desde el tronco horadado y reforzado con abrazaderas de torzal a guisa de zunchos, hasta el cilindro de estaño que sólo tiraba de cuarto en cuarto de hora para no fundirse, la montonera utilizaba toda suerte de sacres bastardos, sin excluir ni los falconetes de la Conquista.
 
Los dos cañones que disputaban al godo el acceso de la población, hallábanse en un mal momento, sin embargo. Sobrábales pólvora, pero carecían de plomo; y los maturrangos, según todos los indicios, tentarían pronto la suerte con un nuevo ataque. Era sin duda el peor fracaso, pues no se conseguía una onza de aquel metal en toda la comarca. ¡Cuando la protectora no había podido contratarlo en ninguna parte!...
 
Nada era que los chapetones expugnasen el lugar y que los defensores purgaran con la muerte su patriotismo; mas el asedio relacionábase con la montonera, que necesitando esa diversión del enemigo para obstar mejor su avance, remitioles el encargo de extremar su resistencia. Para mayor desgracia, engañándolos el día anterior una contramarcha del enemigo, cargaron con piedras el cañoncito y éste reventó.
 
La carroñada restante, que carecía de cureña, asentábase sobre una barricada de troncos, amarrada por los muñones a un tala y servida por el jefe de la plaza en persona. De aquel mismo árbol, los artilleros, carecidos de tabacos, cosechaban la hojarasca, prendiéndola en ahilados cigarrillos.
 
Demostraban todos una clara despreocupación, charlando algunos a la sombra del ramaje que apacentaba como en perfecta soledad tórtolas y jilgueros; historiaban otros las peripecias de la pasada invasión, cuando desde esa atalaya familiar desafiaban la muerte escudriñando los movimientos del enemigo; o los primeros días de la patria y sus angustias, cuando el realista pisaba el ejido disputado; así como el delirante regocijo, cuando a los ojos del vigía roseaban bajo la polvareda, como un monte de durazneros, las casacas y morriones carmesíes del Escuadrón de Salteños...
 
Poco más allá, una pareja desguazaba dos maderos para entrampar con un torniquete la entrada de la fortificación.
 
Dos muchachos ejercitábanse en la flecha, una china cebaba mate algo más lejos. Sólo comprimía vagamente aquella quietud, la transitiva silueta de dos centinelas que al otro lado del foso intervalaban su paseo con pausas metódicas, para explorar por los resquicios de espinosa fajina en los cuales bisbisaba soñolencias una brisa de estío.
 
Fijándose bien, entonces, presenciábase en los grupos cosas singulares. Aquí un chico sin camisa, sobre cuyo moreno lomo dorábase cálidamente en pátina el sudor, cicatrizaba al sol un fresco balazo; allá el jefe de la plaza, ensalmador y artillero a la vez, bizmaba la pierna de una moza someramente disfrazada de hombre. Una sombría inedia estragaba los rostros; la angustia los entristecía, contrastando con tan desenfadada intrepidez.
 
En verdad no era para engordar aquel régimen. La lealtad del pueblito, equiparándolo a los mejores ante la patria, lo indisponía por de contado con el rey; y bien que siempre fiaran en su valor, nadie le compensaba sus sacrificios. La montonera invernaba en sus campos, el realista hurtaba en sus ganados; y al retirarse, éste le endosaba sus heridos, aquélla lo heredaba con sus inválidos.
 
Sobre ser muy sangriento, ese último sitio había ocasionado una miseria horrosa. Almorzaban de cada tres días dos, y para cenar no alcanzaba. Ya no se veía criatura con pañales blancos; negros eran todos, pues vendaron con aquéllos a los heridos, y las madres supliéronlos con sus mantos. La muerte, como a sabiendas, escogía lo mejor de entre los jóvenes; y disminuida así la tropa, las guardias durísimas tocaban por igual a hombres y mujeres. Éstas elaboraban con mañosa economía puches de afrecho como postrer recurso. Cien charquis podridos que digerían por decirlo así a bala en el constante riesgo, saciaban el hambre menos que medianamente. Musitando canciones se sazonaba el mate insípido, mate de enfermo, decían, pues a falta de yerba sancochaban en él tomillos campestres. Dos o tres chicos mamaban en perras. Vivaqueábase asando marlos a falta de mazorcas; por la moneda obsidional circulaban granos de ají.
 
No se desesperaba del triunfo, sin embargo; y la falta de plomo, antes constreñía a inventar nuevos recursos. Una especie de alegría feroz germinaba del padecimiento mismo. Aquella mañana, el campamento pudo endulzar el almuerzo con mistoles recogidos campo afuera por dos voluntarios, de unos árboles que en plena zona de fuego frutaban sus guindas carnosas. Y a pesar de esa abnegación en la cual arraigaba con mayor pujanza la fraternidad del peligro; de esa miseria que nivelaba todos los orgullos; de ese trance que sembraba en los espíritus su desolación mortal, la ojeriza linajuda seguía rehusando toda consideración a la huésped de los realistas.
 
Con reticencias en las que escocía la suspición, aquilataban sus actos y criticaban su conducta.
 
¡Maíz y charqui averiado para los patriotas, mientras banqueteaba hasta hartarse con los godos! Una noticia, un socorro de cuando en cuando, paliaban ante los necios la abominación de su conducta; pero a ellos no, no los embromaba con semejantes melindres. ¡Mulata y desleal, todo era uno!
 
¿Bonito, no? De tertulia con los maturrangos noche a noche, correspondiendo a sus galanes sabía Dios qué requiebros en horas de amorosa disipación...
 
¿Si era tan patriota, por qué no le cuadraban las penurias, allá a su lado, dependiendo como todos del heroico azar, privándose como todos de sangre y sustento por la patria?
 
Los que sabían, forzados a callar, soportaban cada vez menos la injusticia. Aquellas fiestas, reblandeciendo a la oficialidad con banquetes y malas noches, lo retardaban todo; y en ese retardo consistía el éxito.
 
Pero ya se abusaba demasiado del silencio; y la falta de plomo, complicada por el accidente del otro cañón, fomentaba con el fracaso la malquerencia.
 
Entonces escribieron a la patriota, expresándole rudamente la ocurrencia y las calumnias. La agraciaban hasta con el mote de pindonga, la mulateaban, denigrándola como a una perra aquellos hambrientos exasperados. Conceptuaban que era el momento de obrar.
 
 
La tarde estival languideciendo en la angustia eléctrica de su bochorno, cuajaba al sur los cúmulos de una tormenta. Sobre la seda verdácea del poniente, flameada de oro rosa, desgranábase empapado en la luz un bucle de bruma. Humeaba tranquilo el vivac realista. La defensa patriota subordinábase a su triste guardia en un murmullo de charlas decrecientes.
 
Por detrás de un tapial que integraba la trinchera, rechinó en eso el casquijo bajo las pisadas de un caballo. Tan despacio transitaba, que no hubo de preocuparlos sino, cuando ya encima, relinchó. Y la china que acondicionaba su mate, soltó en un hipo de asombro estas palabras:
 
—¡... La Aguedita!
 
Ella, en efecto, que estaba allí, linda como nunca sobre su palafrén negro, repantigándose en la jamuga forrada de terciopelo carmesí, encantándolos con su lujo de amazona.
 
Un disuasivo ademán prohibió toda bulla. Dos palabras los informaron del asunto.
 
¿Quejáronse de ella porque tardaba en venir? ¿La tildaron de mulatilla y de traidora? ¿Qué podría compararse, sin embargo, con su patriotismo y su lealtad? ¿Los pelucones esos?... ¿Esos de los pergaminos?...
 
Ahí holgaban sus godos, borrachos perdidos. Los embaucó a su guisa, escanciándoles a rodo el licor en fraudulentos brindis; aprobando a riesgo de náusea los avances con que la codiciaban. ¡Asquerosos! ¡Malditos! ¡El aguante que se requería para no escupirles al rostro con la saliva del desprecio la acritud del odio!
 
El raso naranja de su traje envolvíala en una especie de lóbrega llama. Relucía en su cintura un alfanje enastado en marfil. Jadeaba un poco aún en la plenitud de su voluntad orgullosa; y el alcohol libado en la francachela, tanto como el reflejo de la tarde, ruborizábanla con cálido bermejor. Y sus ojazos ligeramente oblicuos, su voluptuosa nariz, su boca cruelmente carnal, exaltándose en aquel ardor que circulaba el tenebroso vellón de su cabellera con una abundancia casi animal de hembra y de heroína, inspiraban una pasión, mezcla de brama y de coraje, que cautivaba por igual a hombres y mujeres.
 
Detrás de ella cabalgaba en recia mula un negrito, llevando en bandolera un atabal. Y ella peroró ahora por su crédito y por la patria.
 
A vindicarse venía, acantonándose con ellos, no bien supo su extremidad. ¡Que rabiasen los maturrangos ahora! ¡Que se encopetasen los condes rotosos del lugar! ¡A morir todos si era menester por el honor de las armas patriotas! Una corazonada de triunfo la fortalecía, y para que no los jaquearan por falta de plomo, ahí les conducía con qué amunicionarse.
 
Dos defensores aligeraron a la acémila de su carga, y entonces pudieron comprobar algo magnífico. Hacinábase en aquellos cofres toda la argentería de la patriota: jarros, palanganas, mates, vastas fuentes -hasta bacines- en un montón refucilado de brillos.
 
Extasiados ante aquel don que tan inesperadamente los acaudalaba, coartó sus potencias una especie de miedo. Hambres, miserias, dolores, recrudecieron en un ansia de codicia; pero el mayor, que siendo de los nobles del lugar, zahería desbrazándose con un bostezo las iras de la mulata, vociferó a la vista del tesoro:
 
-¡Munición, munición, por Cristo padre!
 
Aquel grito fanatizó las voluntades en un delirio de patria. El tambor del negrillo acabildó al vecindario. Los artilleros diligenciaron con una olla jabonera un crisol en qué preparar cuanto antes los proyectiles. Las mujeres elogiaban entre tanto el cañón a la hermosa jefa. Verdoso como un batracio, pavorosa la boca, con una triza de hueso por mira para apuntar de noche, uno ya con el viejo tala machucado de chasponazos, dispuesto para el ataque que esperaban al aclarar.
 
El murmullo de las conversaciones agrandábase en gozosa gratitud. ¡Eso era patriotismo, y querer a sus paisanos, y saber granjearse su cariño hasta la muerte!
 
-¡Despreciando esa oficialidad -toda noble ¿qué me cuenta?- y marido seguro cuando la oprobiaban tanto por su familia, no infatuarse, y preferirlos a ellos, y dilapidar en su compañía con semejante desinterés toda su plata! ¡Y los godos lo que se recobrasen!... Le quemaban, dejuro, toda la propiedad.
 
Cuatro mozos, al oírlo, resolvieron trasladarse por la misma senda para asesinar a los huéspedes ebrios. Varias mujeres le besaron las manos. Y mientras ella, apoyando un pie en el tronco, echaba a su media rosa un negligente barulé, el jefe cortó de una orquídea que se enredaba en el árbol como un calamar, dos flores allí prosperadas al azar de los balazos, ofrecióselas con enternecida rudeza, titilando en sus ojos una lágrima que manó tal vez al humo incipiente de la fogata.
 
El arrebol del crepúsculo palidecía en una extática irrealidad. Allá lejos, por la espesura, zureaba una tórtola... En las petacas abiertas, el tesoro ya inútil para la probidad de aquellos hambrientos, esperaba la transformación que iba a despilfarrarlo horas después en granizo de muerte sobre las filas godas. Los chicos, por curiosidad, registraban con jovial despego las prendas amontonadas. Todos los vecinos acudían a la novedad pechándose junto a la olla donde la primera fundición se licuaba poco a poco.
 
Y abarcando con alborozo triunfal aquel hormigueante grupo cuyos guiñapos mezclábanse cada vez más de noche naciente; vinculada por el mismo arrebato a esa generosidad que sublimizaban augurios de muerte próxima; asentando sus pies imperativos sobre el raigón-cureña, la beldad tutelar aventajaba con todo el busto las cabezas, moldeado su seno en turgencia de proa generosa bajo el raso naranja que la tarde oxidaba con su reflejo, hasta convertir en una estatua de metal flavo su hermosura dramatizada de fatalidad.
 
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Pertenece al libro "La guerra gaucha"
 
Fecha de publicación: 1905
 
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