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Un relato que narra la historia de tres jòvenes en la ciudad de Chihuahua. Todo transcurre por espacio de una noche con un final inesperado |
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Era todo un arte eso de untarse el mus en el pelo. Sencillamente me gustaba mucho más que la gelatina. Fijar el cabello siempre fue una de mis prioridades antes de salir a dar el rol por las noches a la Zona Dorada. Generalmente prefería la espuma, pués el olor era muy agradable al olfato y su aplicación resultaba muy simple. Esos días de juventud fueron una verdadera odisea de triunfos y derrotas. Quién sabe por qué, siempre de los siempres, cuando mis pensamientos echan a volar a los tiempos en que llegué a Chihuahua Capital a trabajar en la maquila, aparecen en mi mente las imágenes distorsionadas de Raúl y Javier. Ellos no compartían el mismo departamento que yo ocupaba, sin embargo sí éramos del mismo módulo de viviendas, uno que estaba por el Fraccionamiento Universidad. Entonces, de vez en cuando, decidíamos juntarnos para tirar desmadre juntos. Y fue precisamente esa noche cuando nos íbamos a ver por última vez. Probablemente, aunque no me di cuenta hasta ahora que lo escribo, instintivamente me esmeré en hacer un estado pétreo de mi greña, muy a la Clark Kent. Me encantaría poder volver a estar frente aquel espejo tan sucio por las moscas. Hubo tanto que hacer en esos años que ahora deploro los minutos perdidos. Pero. Sin embargo. El espejo, en mis recuerdos, continúa firme, exacto. La camisa la había dejado extendida sobre la cama desde la mañana, cuando salí al trabajo. Nunca le di más de la importancia necesaria a los acontecimientos, por lo que puedo mencionar que la noche de verano en la que sucedió lo que estoy contando, no fue precisamente una fecha esperada de tiempo atrás.
Claro que sería una pérdida total de tiempo el que me dedicara a escribir un ensayo completo delineando la caracterología del maquilero chihuahuense. Resultaría, a final de cuentas, infructuoso. Conforme acaricio las teclas de la máquina Lettera modelo noventa y cinco, pretendo atisbar diversos factores que por obviedad fisiológica, aunque sea lamentable, escapan a la memoria. Me reservo muchos de los detalles íntimos que sin intención o malicia, conocí de estas dos personas, a quienes donde quiera que se encuentren, les deseo lo mejor en la vida. El caso es que al terminar de aplicarme la espuma en el cabello, tomé el peine que había comprado apenas unos días antes y definí la forma que debería adoptar el peinado: hacia atrás y bien comprimido. Después me daría cuenta que aquello infundía cierto aire de crapulencia en la impresión de los demás, algo así como si uno fuera un mafioso o un malandro, de esos cholos que abundan en esa ciudad, tan grande y tan pequeña a la vez. Vacilé entre si debía tomar alguna chamarra, en caso de que el clima, en determinado momento, se mostrara agresivo para con los noctámbulos. No estaría por demás destacar, como ya lo he mencionado, que no era una ocasión esperada, sino una noche como cualquier otra. Una noche más en la que salíamos a andar de cabrones, sin temor a la vida ni lo que pudiera pasar al siguiente minuto, o incluso al siguiente segundo.
Salir a dar el rol era algo acostumbrado de cada fin de semana. Podríamos decir que lo más usual era que lo hiciéramos los sábados, justo cuando había más pollitas y las chavas de la universidad o del tec caían por allí en parvada. Entonces, se presentaban las oportunidades más asequibles, en cuanto a posibilidades de dormir calientito se referían. Aunque debo confesar que a mis diecinueve años, yo sólamente había logrado llevarme a la cama a tres mujeres, tomando en cuenta que una de ellas, de tan borracha, ni siquiera me hizo segunda en el asunto, por lo que muy desilusionado tuve que abandonar el cuartucho del hotel donde se hospedaba, pués según me acuerdo era regiomontana y venía de visita. De todo aquello me acordaba aquella ocasión de verano, cuando ya la fría tarde que nos había demorado en la maquila, caía lóbrega, cediéndole su espacio a la oscuridad. Fui indulgente conmigo mismo y decidí embrocarme la chamarra color negro que había comprado unos meses antes en los pasitos. Su aroma a cuero de imitación me reconfortaba y me hacía sentir parte de un mundo etéreo, siempre propenso a lo novedoso.
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