Diferencia entre revisiones de «Orlando furioso, Canto 19»

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1 Nadie puede saber de quien sea amado
cuando goza en lo más alto la rueda,
pues todo amigo, bueno o falso, al lado
muestra una misma cara amable y leda.
Luego, si muda en triste aquel estado,
huye el adulador, y sólo queda
el que de corazón amaba fuerte
y ama a su señor aun tras la muerte.

2 Si, como el rostro, el corazón se viera,
el que grande en la corte humilla al resto
y aquel que apenas por favor prospera,
cambiarían sin duda suerte y puesto:
éste elevado a lo más alto fuera,
aquél con el más ruin fuera depuesto.
Mas vuelvo al fiel Medoro y su cuidado,
que ha en vida y muerte a su señor amado.

3 Procura en la espesura más preñada
el mozo desdichado de escaparse;
mas el traer la espalda así cargada,
malogra cuanto intenta por salvarse.
No conoce el lugar, yerra la estrada,
y vuelve entre las zarzas a enredarse.
Lejos de él, a lugar seguro viene
aquel que libre las espaldas tiene;

4 mas, cuando estar a salvo ya consigue,
no escucha por atrás pasos ni ruido,
y al ver que su Medoro no lo sigue
siente que ha el propio corazón perdido.
«¡Oh --dice--, a cuánto el miedo nos obligue!
¡Oh, cómo descuidado y torpe he sido,
que sin ti, mi Medoro, aquí he llegado
y no sé cuándo o dónde te he dejado!»

5 Y así otra vez por la revuelta vía
de la intricada selva se desplaza;
y allá de donde mismo provenía
de su muerte otra vez vuelve a la traza.
Caballos oye y gritos todavía
y la voz enemiga que amenaza;
y al fin ve a su Medoro, y ve al pipiolo
estar entre caballos a pie solo.

6 Entre ciento a caballo lo confina
Zerbín, que rige y grita que sea preso.
Se vuelve el infeliz como bobina
y huye, cuanto puede, aquel exceso:
rebasa fresno y olmo, haya y encina
mas nunca arroja aquel amado peso.
Lo apoya, al fin sin fuerzas, sobre el prado,
mas gira entorno de él siempre a su lado;

7 como osa, a la que algún montero aguja
en el espacio de su oscura roca,
su cría protege y con incierta puja
a un tiempo la piedad e ira toca:
a abrir las garras el furor la empuja,
la empuja a ensangrentar la fiera boca;
la ablanda en cambio amor, y la retira
hacia su cría más pese a la ira.

8 Cloridán, sin saber cómo lo ayude,
con él a dar la vida se dispone,
mas antes que la vida en muerte mude,
a dar muerte a más de uno se propone;
y oculto, toma flecha, al arco acude,
y tal tino al lanzar la flecha pone
que a un escocés le horada la cabeza
y lo hace desmontar con ligereza.

9 Se vuelven los demás a aquella punta
de donde procedió el dardo homicida.
En tanto a otro el sarraceno apunta,
porque otro escocés más pierda la vida;
y, al fin, mientras a todos les pregunta,
quién tira el arco y de matarlos cuida,
llega la flecha, el cuello le traspasa,
y así de la pregunta apenas pasa.

10 No sufre más al emboscado moro
Zerbín, que lleva de ellos la tenencia,
y con ira y furor va hacia a Medoro
diciendo: «Tú tendrás la penitencia.»
Echando mano a aquel cabello de oro,
arrastrólo hacia sí con gran violencia;
mas, cuando vio cuán bello era aquel gesto,
sintió piedad, y refrenó su arresto.

11 Entonces él con habla compungida
le dijo: «Por tu Dios, gran caballero,
tanta crueldad no muestres que me impida
dar entierro a mi rey con desafuero.
No pienses que esto es ansiar la vida,
que sólo esta merced te ruego y quiero:
tanto a mi vida, y no por más, me aferro,
cuanto es precisa para darle entierro.

12 »Y si quieres dar pasto a fiera y ave,
por no ser menos que el feroz Creonte,
mi cuerpo ten, mas deja antes que acabe
de dar entierro al buen hijo de Almonte.»
Así Medoro hablaba con tan suave
discurso que ablandar podría un monte;
y tanto el pecho de Zerbín traspasa,
que de ternura y de piedad lo abrasa.

13 En aquel punto un escocés villano,
que no atendía a aquel piadoso celo,
hirió, pese a Zerbín, con lanza en mano
el delicado pecho del mozuelo.
Airó a Zerbín aquel acto inhumano
y más, cuando caer vio por el suelo
el cuerpo tan exangüe, lacio y muerto,
que no dudó al pensar que estaba muerto.

14 Y tanto de desdén e ira se enciende
que grita «He de vengar tal felonía»,
y con airado ceño el rostro tiende
contra el que cometió la villanía;
mas, tomando ventaja, el otro emprende
presto la huida por la selva umbría.
Cloridán, que a Medoro ve por tierra,
sale del bosque a descubierta guerra.

15 Y arroja el arco, y con airada vena
la espada entre el tropel sin orden gira,
más por morir que por pensar que pena
pueda infligir que iguale a tanta ira.
Su propia sangre colorar la arena
entre tantas espadas allí mira,
y, cuando siente ya que desfallece,
junto a Medoro al fin se desvanece.

16 Sigue el tropel a su caudillo a coro,
al que abrasan las iras y las penas
tras que dejase a uno y otro moro,
el uno muerto y vivo el otro apenas.
Yació gran tiempo el infeliz Medoro,
vertiendo tanta sangre de sus venas,
que allí sin duda fin su vida hallara,
si no llega a pasar quien lo ayudara.

17 Topóle por azar una doncella,
envuelta en pobre y pastoral vestido,
mas de porte real y de faz bella,
de honesto gesto y uso distinguido.
Es tanto el tiempo que no os hablo de ella,
que apenas conocerla habréis podido:
Angélica, sabed, que era quien iba,
del gran Kan del Catay la hija altiva.

18 Después que había el anillo recobrado
del que antes la privó Brunelo, iba
crecida en la soberbia en tanto grado
que al mundo entero se mostraba esquiva.
Va sola, y odiaría que a su lado
fuese el guerrero que más fama exhiba;
y aun le enoja el recuerdo de que amante
haya llamado a Orlando o Sacripante.

19 Mas es de lo que más se ha arrepentido
aquel amor que por Reinaldo trajo,
juzgando haberse mucho envilecido
porque los ojos dirigió a tan bajo.
Tanta arrogancia habiendo Amor sentido,
no quiso sufrir más ni más distrajo:
junto a Medoro, se apostó al resguardo,
y la esperó, puesto en el arco el dardo.

20 Cuando Angelica vio al muchachuelo
languidecer al borde de la muerte,
que insepulto a su rey ver por el suelo
más padecía que su propia suerte,
insólita piedad, extraño celo
sintió en el pecho entrar punzante y fuerte
que el corazón le enterneció a su paso,
y más, cuando narró Medoro el caso.

21 Y despertando en la memoria el arte
que en la India aprendió de cirugía
(que estudio es este que en aquella parte
es noble y alto y goza nombradía;
y, sin que nadie a su instrucción se aparte,
pasa de padre a hijos día a día),
prueba con hierbas que machaca y hierve,
emplasto que la vida le conserve.

22 Y se acuerda de haber en su venida
notado que allí cerca hierba nace
que, o panacea o díctamo o nutrida
hierba que ignoro, aquel efecto hace,
que la sangre restaña y de la herida
todo espasmo y mortal dolor deshace.
No muy lejos la halló, y hecha su presa,
allá donde Medoro está, regresa.

23 Mas un pastor topó mientras volvía,
que aquel bosque a caballo transitaba,
buscando una ternera que sin guía
del hato había dos días que faltaba.
Consigo lo llevó a donde vertía
Medoro tanta sangre tan sin traba,
que tendido en la arena de él teñida
a pique estaba de acabar la vida.

24 Del palafrén Angélica se baja
y otro tanto al pastor pidió que hiciera.
Luego la hierba con un ripio maja
y, entre sus manos exprimiendo entera,
la vierte en la sangrante y mortal raja
y la unta en pecho, en vientre y en cadera.
Tal efecto el licor hizo en la herida
que enfrió la sangre, y lo volvió a la vida;

25 y aun le dio fuerza con que al fin pudiese
junto al pastor subirse en la montura.
Mas no quiso partir sin que tuviese
antes su rey honesta sepultura.
Junto a él Cloridán quiso que fuese;
luego de adonde va no tiene cura.
Y por piedad hasta la humilde choza.
del buen pastor lo acompañó la moza.

26 Y no quiso hasta verlo en todo sano
partirse: tanta fue por él su estima;
tanto el corazón volvióle humano,
viéndolo ensangrentar la tierra opima.
Después, al ver cuán bello era el pagano,
royóle el corazón secreta lima,
royóle el corazón, y poco a poco
sintió de amor aquel fuego y sofoco.

27 Con hijos y mujer vivía el cabrero
en casa entre dos montes erigida,
que poco antes había por entero
dentro del bosque espeso construida.
Allí Angélica puso tanto esmero
que en poco al mozo le sanó la herida;
mas no en tan poco que en su propio pecho
otro daño mayor no fuese hecho.

28 Con daño más agudo y más colmado
sintió no vista flecha abrirle el seno,
que contra ella arrojó el arquero alado
desde el rizo y mirar del agareno.
Crece el fuego en que el pecho es abrasado
y más siente que el propio el mal ajeno:
el suyo olvida, y sólo atenta quiere
sanar a aquel que la atormenta y hiere.

29 Su herida más se abre y encrudece
cuanto más sane la otra y adelgace.
Medoro sana, y ella languidece
en fiebre ardiente o fría en que amor nace.
En él día a día la beldad florece
día a día en cambio ella se deshace,
como suele la nieve intempestiva,
cuando su lumbre el sol sobre ella aviva.

30 Si no morir de su deseo quiere,
preciso es que el remedio facilite,
y juzga que en aquello que requiere
no ha de esperar que el otro a ello la invite.
De suerte que valor la lengua adquiere
no menos que la vista en el envite,
y pide al fin merced con su persona,
que él, sin saber quizás, al punto dona.

31 ¡Oh conde Orlando, oh rey de Circasía!,
vuestro valor, decidme, ¿de qué os vale?
Vuestro alto honor, decid, cuánto os gloría,
o qué merced vuestro servir avale.
Mostradme sólo una cortesía
que usase con vosotros y os regale
en galardón, en premio, en recompensa
por cuanto habéis sufrido en su defensa.

32 ¡Oh, tú, rey Agricán, si volver vivo
pudieras, qué pensaras de este arcano!
A ti a quien mostró su amor esquivo
con desprecio profundo e inhumano.
¡Oh Ferragús, oh mil que ahora no escribo,
que hicisteis pruebas mil, todas en vano,
por esta ingrata, cuánto áspero os fuera
en brazos verla hoy de este cualquiera!

33 Donó a Medoro la primera rosa
Angélica, jamás antes tocada,
jamás persona fue tan venturosa
que en tal jardín pudiera hacer entrada.
Por sancionar, por honestar la cosa
la ceremonia se ofició sagrada,
que auspicia Amor y por madrina tiene
la esposa del pastor, que a ello se aviene.

34 La boda albergó aquel humilde suelo,
la más solemne que podía hacerse,
y más de un mes allí en dulce martelo
gozaron los amantes el tenerse.
No ansiaba ella más bien que el muchachuelo,
que sólo podía de él satisfacerse;
y no por mucho que colgada al cuello
siempre estuviese de él, se hartaba de ello.

35 Fuera al cobijo de la choza o fuera,
tenía día y noche al mozo al lado,
siempre, mañana y tarde, una ribera
buscando iba, o algún bello prado;
su techo al mediodía cueva era,
quizás de no menor cómodo agrado
que aquella en que, al huir la lluvia, Dido
dio a Eneas pruebas de su amor rendido.

36 Era tanto el placer, que donde había
árbol umbroso, o fuente, o cristal puro
con cuchillo o punzón leyenda hacía,
o bien sobre el guijarro menos duro;
y así escrito en mil partes se veía,
por fuera de la casa y en el muro
«Angélica y Medoro», ambos apodos
ligados con mil nudos de mil modos.

37 Después de que juzgó que en aquel foro
ya había estado bastante, al fin aprueba
regresar al Catay, y a su Medoro
para entregarle la corona lleva.
Traía en el brazo un brazalete de oro
con ricas piedras, testimonio y prueba
del mucho amor que Orlando le tenía,
el cual por largo tiempo usado había.

38 Morgana lo había dado a Zilïante,
cuando escondido lo tenía en el lago;
el cual, después que al padre Monodante
volvió gracias a Orlando, lo dio en pago
al propio Orlando, a Orlando, el cual, amante,
de llevarlo en el brazo sufrió el trago
con la intención de darlo en el arribo
a su reina que es esta de que escribo.

39 No tanto porque amase a Orlando, cuanto
porque era rico y grande su artificio,
Angélica gustó y lo tuvo en tanto;
pues no había otro mejor según su juicio.
Conservarlo en la Ínsula del Llanto
no sé qué suerte fuera o beneficio,
allá donde desnuda un crudo uso
a aquel mostruo voraz del mar la expuso.

40 El caso es que no hallando allí otra ofrenda
que al buen pastor y a su mujer pagara
el mucho amor y el gasto de su hacienda
que hicieron desde el día en que llegara;
quitóse el brazalete y lo dio en prenda,
rogando a la mujer que lo aceptara.
Partieron, hecho tal, a la montaña
que en dos divide al sur Francia y España.

41 Detenerse en Valencia o Barcelona
algunos días era su deseo,
hasta que hubiese un barco de la zona
que a Levante zarpase al mercadeo.
Descubrieron el mar bajo Gerona,
ya habiendo descendido el Pirineo,
y, dejando a la izquierda la marina,
el dúo a Barcelona se encamina.

42 Mas antes de llegar un loco en todo
vieron tendido que en la playa para;
que, como el puerco revolcado en lodo,
sucios tenía espalda, pecho y cara.
Sobre ellos se lanzó del mismo modo
que al punto el perro al forastero encara;
y los acosa, mas por mofa y risa.
Mas antes retomemos a Marfisa.

43 De Marfisa, de Astolfo, de Aguilante,
de Grifón quiero hablar, y todo el resto
que, expuestos ante aquel mar incesante,
apenas defender pueden el puesto;
pues siempre más soberbio y arrogante
es de aquella tormenta el crudo gesto
que ya tres días dura áspera y grave,
sin dar indicio de que alguno acabe.

44 El viento hostil y el mar que los combate
castillo y puente en mil rompe y azota;
y, si hay parte que en pie sufra el embate,
el piloto la rompe y al mar bota.
Cabeza gacha aquel hay que debate
sobre la carta cuál es la derrota
bajo la luz de vela harto mezquina;
o aquel que va con hacha a la sentina.

45 Por proa y popa aún hay quien circula
frente al reloj de arena en aquel trance
y cada media hora recalcula
el tiempo, y hacia dónde el barco avance.
Viendo su carta cada cual postula
qué punto de la ruta ahora se alcance
en el centro del barco, que es el punto
donde el patrón consulta aquel asunto.

46 «Estamos --dice aquel-- en el bajío
cerca de Limasol, según sospecho».
«En Trípoli --le arguyen-- el navío
está, donde ha ya el mar muchos desecho»;
y aun otro: «Esto es Satalia, a juicio mío,
lugar que al que es de mar le encoge el pecho.»
Cada cual su opinión así argumenta,
mas no hay a quien el miedo no atormenta.

47 Con despecho mayor los arremete
el viento al tercer día, y el mar brama;
el uno para sí toma el trinquete,
el otro a timonel y timón llama.
Si alguno hay que no tema en aquel brete,
de pétreo pecho es que nada inflama:
Marfisa, que mostró siempre denuedo,
no negó que aquel día tuvo miedo.

48 De marchar a Santiago peregrino
al monte Sinaí, a Chipre, a Roma,
a Tierra Santa, a aquel mariano Etino
promesa cada cual solemne toma.
Mientras parece el cielo al mar vecino,
pues sube el barco y luego se desploma;
de suerte que el patrón cortar ordena
el artimón para mermar la pena.

49 Y caja y fardo y cuanto ve de lastre
por proa, popa y borda al mar arroja:
las ricas mercancías lleva al traste
y camára y bodega desaloja.
Otro entre tanto achica en el desastre
el agua, y en el mar el mar aloja,
acude a la sentina otro y obstruye
las vías por que el mar penetra y fluye.

50 Sufrieron este aprieto y esta pena,
por cuatro días, sin cambiar su hado,
y habría tenido el mar victoria plena
de haber otra jornada más durado;
mas les promete que será serena
el fuego de San Telmo deseado,
que en un palo de proa verse puede,
pues no hay árbol o mástil que en pie quede.

51 Viendo cómo aquel fuego fulgura,
de rodillas ante él los navegantes
pidieron una mar quieta y segura
con lágrimas y voces suplicantes.
Cesó la tempestad, que sin mesura
había pertinaz reinado antes:
no soplan más mistral ni travesía,
sólo en reinar lebeche el mar porfía.

52 Porfía con un soplo tan potente
que tenaz de su negra boca exhala
e imprime tal empuje a la corriente
del agitado mar sobre el que cala,
que conduce al bajel tan velozmente
como al halcón jamás condujo el ala;
tanto que el piloto en el profundo
temió hundirse o llegar al fin del mundo.

53 Mas que éste ordene al punto con pericia
por la popa soltar fardos de espera
y descender la gúmena, propicia
dos tercios minorar de su carrera.
Esta resolución y la noticia
del que en proa encendió luz lisonjera,
salva a la nave de venirse a pique
y hace que aquel mal se pacifique.

54 Hasta el golfo de Issos la pilota
sobre una gran ciudad, sin mucho acierto,
tan cerca de la costa que bien nota
los dos bastiones con que cierra el puerto.
Cuando el patrón entiende la derrota
que ha hecho, queda al punto medio muerto,
pues ni puerto tomar allí quería
ni estar en alta mar, ni huir podía.

55 Ni estar puede en el mar ni hacer huida,
pues mástiles y palos ha perdido:
todo madero está por la embestida
del mar tronchado, pútrido y hendido.
Bajar a puerto es perder la vida
o verse a servidumbre reducido,
que queda de por vida esclavo o muerto
quien por suerte o error toma allí puerto,

56 Y aun gran peligro es estar en duda
cuando es posible que de aquella tierra
se embarque gente que a su nave acuda,
que, pues navega mal, ¿qué hará en la guerra?
Mientras el capitán vacila y duda,
se acerca a él el duque de Inglaterra
e inquiere la razón que lo carcome
y qué causa que aún puerto no tome.

57 Le narró el capitán que aquella playa
es de homicidas hembras habitada,
por cuya antigua ley el que allí vaya
esclavo queda o muerto por espada;
y sólo este cruel final soslaya
quien a diez hombres venza en la estacada
y después en el lecho carnalmente
a diez doncellas con su amor contente.

58 Y si completa la primera prueba,
mas muestra maña en la segunda vana,
muerte hoy le dan, y el que consigo lleva
boyero o labrador queda mañana.
Si de armas y de amor la lid aprueba
la libertad para los suyos gana;
para sí no, porque esposar se debe
con diez mujeres que su gusto apruebe.

59 No pudo Astolfo oír sin mucha risa
de aquella tierra el rito extravagante,
que atrajo a Sansoneto y a Marfisa
y a Grifón y por último a Aguilante.
Igualmente el piloto los avisa
por qué al puerto no va que ven delante:
«Antes quiero que el mar sea mi verdugo,
que verme esclavo y soportar su yugo.»

60 Eran de esta opinión los marineros
y el pasaje que escucha aquel apuro,
mas no Marfisa y no los caballeros,
que, más que el agua, el suelo creen seguro.
Menos que en medio de los mares fieros,
verse entre mil espadas les es duro;
que allí donde algún arma usar se pueda
no creen que mal alguno les suceda.

61 Pide una parte allí tocar la arena
y con mayor porfía el de Inglaterra;
que sabe que, si el cuerno al punto suena,
podrá limpiar de gente aquella tierra.
Tomar puerto esta parte, pues, ordena,
no quiere la otra en cambio y hace guerra;
mas la más fuerte de tal modo exige
que el leño al fin al puerto se dirige.

62 Y apenas se sitúan a la vista
de la ciudad cruel en la ensenada,
una galera observan que, provista
de chusma y gente en mar muy avezada,
se acerca hasta su nave a hacer conquista,
confusa toda ella y desnortada;
y, luego de amarrar su popa a proa,
los trae fuera del mar con la barloa.

63 Remolcada la nave se desplaza
más por remo que vela conducida,
que aquel viento de tan bárbara raza
no más la dejó a vela ser traída.
Entre tanto la espada y la coraza
cada caballero de asir cuida,
y al capitán y a quien del plan recela
con grandes esperanzas los consuela.

64 Parece en planta el puerto media luna,
el cerco cuatro millas, la bocana
seiscientos pasos tiene, y cada una
de sus puntas torreta de aduana.
Si no sopla del sur tormenta alguna,
toda tormenta que lo asalte es vana:
y ocupa la ciudad las millas cuatro
del cerco como gradas de un teatro.

65 Apenas aquel barco toma puerto
cuando, avisada toda aquella tierra,
bajan seis mil mujeres de concierto
con arco en mano listas a la guerra.
Para evitar la fuga a mar abierto,
entre una torre y otra el mar se cierra
con naves y cadenas que a tal arte
dispuestas tienen siempre en esta parte.

66 Una que iguala a la Cumana en vieja
o a Hécuba tal vez, llamó al piloto
y preguntóle qué mejor coteja:
si dejarse matar o si hacer voto
de serles siervos como mansa oveja,
según el uso que hay allí remoto.
Debe escoger o una u otra suerte:
o bien la esclavitud o bien la muerte.

67 «Aunque es verdad --añade-- que, si hubiera
un hombre entre vosotros hoy tan fuerte
que contra diez de nuestros hombres fuera
capaz de batallar y darles muerte,
y a la noche después satisficiera
a diez doncellas con la misma suerte;
a él por nuestro príncipe honraremos
y al resto libertad concederemos.

68 »Mas si es permanecer vuestro deseo,
podréis cuantos queráis, mas se le pide
a aquel que reste aquí sin que quedar reo,
que diez mujeres como esposo cuide.
Si, en cambio, vuestro hombre en el torneo
contra los diez sin campear se mide
o la segunda prueba no supera,
servir será el final, y el de él, que muera.»

69 Erró al pensar la vieja que sería
terrible aquel discurso y no una arenga,
pues no hay en toda aquella compañía
guerrero que a pensarse apto no venga.
También Marfisa hacer la prueba ansía,
si bien en lo segundo arte no tenga,
que piensa que suplir la espada pueda
aquello que su ser natural veda.

70 Se encomendó al patrón dar la respuesta,
ya de consuno antes concertada:
que tienen quien la prueba a hacer se presta,
hábil en el lecho y la estacada.
Cesó así la quistión, y al fin se apuesta
la nave y suelta amarra que es atada;
y baja uno tras otro por el puente,
trayendo su corcel, cada valiente.

71 Y al pasar la ciudad topan a cada
momento mil doncellas altaneras,
con traje corto cada cual montada
y todas con aspecto de guerreras.
Calzar espuelas o ceñir espada
es vedado a los hombres de estas fieras,
excepto a diez, según es el dictado
de aquella antigua ley de la que he hablado.

72 El resto al espolín, la aguja, el huso,
y al peine y a la rueca es dedicado,
en hábito que el pie le cubre incluso,
y lo vuelve holgazán y afeminado.
Algunos encadenan para el uso
de arar la tierra o vigilar ganado.
Pocos los hombres son: apenas ciento
por cada mil mujeres que recuento.

73 Queriendo los guerreros que la suerte
decida cuál se preste a la defensa
y dé en el campo a aquellos diez la muerte
y a aquellas diez después más dulce ofensa;
ninguno el gusto de Marfisa advierte,
porque ninguno que resuelva piensa
de la segunda justa la batalla,
sabiendo bien que el natural le falla.

74 Mas quiso ella también ser elegida,
y es ella al fin quien la ocasión se lleva.
«Antes --les consoló-- daré la vida
que dar la libertad ninguno deba.
De ello mi espada es --y la ceñida
espada señaló-- fehaciente prueba:
que yo desharé el nudo de este incordio
del modo en que Alejandro aquel de Gordio.

75 »No quiero nunca más que haya extranjero
al que esta tierra dé muerte o captura.»
Así dijo, y no pudo compañero
quitarle lo que diole la ventura;
de suerte que fiaron a su acero
el buen o el mal suceso en la aventura,
y ella guarnida bien de peto y malla
compareció en el campo de batalla.

76 Plaza toda de gradas circundada
la cima de la impía villa ocupa,
que para justa o para lid armada
o lucha similar sólo se ocupa.
Cuatro puertas de bronce danle entrada.
Allí la armada femenil se agrupa
confusamente hasta que al fin se llena;
luego a Marfisa concursar se ordena.

77 Sobre un tordo corcel irrumpió ella,
rodado desde el anca a la barbilla,
de cabeza pequeña y firme huella
mirada fiera y bello a maravilla.
Por ser la más gallarda y la más bella
montura que tenía freno y silla
Norandín entre mil la escogió, y luego
la dio ornada a Marfisa tras el juego.

78 Apenas por la puerta a que da el austro
hace entrada Marfisa a mediodía,
cuando oye resonar por todo el claustro
agudo son de trompa y chirimía,
y por la puerta ve del frío plaustro
entrar los diez que combatir debía.
El rival que delante comparece,
valer por los demás nueve parece.

79 Monta un corcel que, excepto el pie trasero
izquierdo y la cabeza, en donde impera
algún pelo más blanco, por entero
más negro que el más negro cuervo era.
Del color del caballo el caballero
vestía, como si decir quisiera
que, igual que es sobre el blanco el negro tanto,
así es más que su risa el negro llanto.

80 Cuando fue de empezar hecha la seña,
nueve enristran la lanza a su costado;
mas el de negro no, porque desdeña
esta ventaja, y se retira a un lado.
Antes la ley de aquel reino diseña
quebrar que aquella otra que ha jurado;
y así se aparta a ver qué guerra mueve
sola la lanza que combate a nueve.

81 El corcel, de galope airoso y suave,
contra los nueve a la mujer proyecta,
la cual en ristre puso asta tan grave,
que cuatro apenas la tendrían recta.
La había entre los palos de la nave
escogido al bajar por más perfecta.
Con faz tan fiera en el corcel se arroja,
que no hay un corazón que no se encoja.

82 Abrió el pecho al primer encontronazo
a uno cual si hubiese ido desnudo:
coraza y cota atravesó el lanzazo,
mas antes un ferrado y grueso escudo.
Por la espalda detrás el hierro un brazo
se vio salir: tanto fue el golpe crudo.
Dejó ensartado al mísero en la lanza
y contra el resto en el corcel se lanza.

83 Hurtando otra dio luego al segundo
y aun al tercero tan fiera lanzada
que, abriendo a ambos la espalda, de este mundo
y del arzón sacó de una tacada:
tan fuerte fue aquel golpe y tan rotundo,
tan prieta cierra aquella torpe armada.
Bombarda he visto abrir alguna tropa
del modo en que Marfisa a estos que topa.

84 Fue tanta lanza sobre ella rota
y tanto golpe a ella tanto mueve,
como un muro en el juego de pelota
se mueve por los golpes que se lleve.
De tan buen temple es su peto y cota
que no hay golpe que pueda serle aleve:
fundido fue en el fuego del Infierno
y templado en las aguas del Averno.

85 Llegada al fin del coso, el corcel gira,
se para un poco, y vuelve a la carrera,
y al resto desbarata, y tajos tira
con que tiñe del hierro aun la contera.
Sin brazo o sin cabeza hay quien expira,
quien corta con la espada de manera
que pecho y brazos por el suelo ruedan
.y vientre y piernas en la silla quedan.

86 Partiólo por mitad de la cintura,
por entre el costillar y la cadera,
y le hizo parecer media figura
al modo de ésas que, de plata o cera,
son puestas ante un santo o Virgen pura
por gente parroquiana o extranjera,
que así van a cumplir con algún voto
que antes hicieron con fervor devoto.

87 La huida a uno que le huía, impide
y en medio de la plaza, al fin, lo para:
de modo la cabeza le divide
que no habría ya doctor que la juntara.
Resulta, pues, que a cuanto allí se mide,
o mata o a un extremo tal malpara,
que queda muy segura que de tierra
no puedan levantarse a hacerle guerra.

88 Seguía el caballero a un lado puesto
que había a aquellos nueve precedido;
porque estimaba un acto deshonesto
haber con tal ventaja combatido.
Mas, ya que ha visto a aquel brazo funesto
haber a todo el grupo reducido,
por mostrar que rehuir fue aquel encuentro
cortesía y no miedo, sale al centro.

89 Señal de pretender hablar primero
hizo con la mano antes de nada,
y, no pensando que en arnés tan fiero
pudiese una doncella ir tapada,
le dijo: «Gran cansancio es, caballero,
matar tantos con lanza y con espada;
y pienso que el cansarte más sería,
si ello estuviese en mí, descortesía.

90 »Que hagas cuanto de hoy queda reposo
y mañana empecemos, te concedo;
pues no me fuera hoy vencerte honroso,
si estás cansado de batirte en ruedo.»
«No me es tal hecho armado novedoso,
ni por tan poco a la fatiga cedo
--Marfisa respondió--; y a tu despecho
espero darte prueba de tal hecho.

91 »Te agradezco tan noble cortesía;
mas no me es reposar aún preciso,
y creo que aún le falta tanto al día
que el darlo al ocio tengo a mal aviso.»
«Oh, si saciase yo, cual tu porfía,
mi corazón con cuanto quiere y quiso;
mas quizás --le arguyó-- el sol no veas
con más antelación de la que creas.»

92 Y al punto hizo dos lanzas traer aprisa,
tan grandes como palo ambas de nave;
la suya antes tomar dejó a Marfisa,
tomó él la otra que al partir le cabe.
Ya a punto ambos aguardan la precisa
señal que del justar la espera acabe;
y, apenas los primeros sones suenan,
cuando aire, tierra y mar de estruendo llenan.

93 No hubo allí quien pestañee, respire,
o abra en circunstancia tal la boca;
que no hay quien expectante allí no mire
a cuál de aquellos dos la palma toca.
Marfisa, a fin de que su lanza tire
a aquel de negro y goce vida poca,
levanta el asta; y el de negro fuerte
intenta a ella no menos dar la muerte.

94 Cual si fuera de sauce seco y fino
y no de verde roble que no agriete
cada lanza a astillarse entera vino.
Con tanta furia uno a otro acomete
que, del modo en que a tierra va un rocino
cuando una aguda hoz lo desjarrete,
ambos corceles caen, mas con presteza
se alzan los dos justantes de una pieza.

95 Marfisa a mil jinetes en su vida
había al primer golpe derribado,
sin nunca haber sufrido antes caída,
como esta vez pasó, y os he narrado.
No ya quedó del caso confundida,
mas fuera de sí casi y con enfado.
No menos sintió el otro caballero,
que no solía caer tan de ligero.

96 Apenas caen los dos en el terreno,
se alzan y prosiguen el asalto:
si punta o tajo da el acero ajeno,
responde o propio escudo o filo o salto.
Errado sea el golpe o dé de pleno,
preña el aire rumor que sube al alto.
Escudos, petos, yelmos que emplearon
ser más que el yunque duros demostraron.

97 Si grave el brazo es de la doncella
no menos lo es el del guerrero bruno:
la misma fuerza tienen él y ella,
pues, cuanto al otro da, recibe el uno.
Quien vaya de dos fieras tras la huella
no debe más buscar en sitio alguno
más fuerza o más destreza en la batalla;
pues cuanto pueda haber, aquí se halla.

98 La grada, que gran tiempo al tanto estuvo
de lucha que es por infinita extraña,
y que asombrada por prodigio tuvo
que no mengue el cansancio aquella saña;
estima que otro igual a éstos no hubo
en cuanta tierra el mar circunda o baña;
pues sólo del cansancio dan por cierto
que habría cualquier otro antes ya muerto.

99 Discurriendo entre sí, Marfisa piensa:
«Fortuna fue que se estuviese a un lado,
que hubiera sido dura mi defensa
si hubiese con los nueve otros luchado;
viendo que ataca solo y cada ofensa
me pone en gran trabajo y gran cuidado.»
Marfisa dice así; mientras que airada
no ceja de blandir nunca la espada.

100 «Fortuna fue --este otro iba diciendo--
que no haya mi contrario reposado;
pues si ahora de él apenas me defiendo,
estando de matar nueve cansado,
¿cuánto sería su vigor tremendo,
si hubiese hasta mañana descansado?
Fortuna ha sido venturosa y cierta,
que rechazase mi gentil oferta.»

101 Cayó sobre los dos la noche fría
sin que ventaja hubiese aún de ninguno;
y, pues la oscuridad, les impedía
poder esquivar más mandoble alguno,
se adelantó a decir con cortesía
el caballero del vestido bruno:
«¿Qué hemos de hacer, si con igual fortuna
la noche nos alcanza inoportuna?

102 »Mejor será que alargues hoy la vida
al menos hasta ver salir la aurora:
sólo una noche breve es la medida
que puedo concederte y la demora.
No me culpes a mí de que sea ida
tu vida en tan menguado plazo y hora:
culpa a la impía ley que nos aflige
del sexo femenil que el reino rige.

103 »Si duélome de ti y cualquier tu amigo
lo sabe Aquel que lo conoce todo.
Con ellos ven a reposar conmigo,
o no será seguro tu acomodo;
pues las viudas que hiciste hoy, en castigo
ya entre ellas buscan de matarte el modo:
cada uno de los hombres que has matado
se había a diez mujeres desposado.

104 »Del daño que de ti han recibido
esperan hoy noventa hacer venganza:
acepta, pues, que hoy te haya acogido
o deja de dormir toda esperanza.»
«Acepto --dijo ella- el prometido
favor con muy segura confianza
de que han de ser en ti fe y cortesia
no menos que el esfuerzo y la valía.»

105 »En cuanto al que matarme aquí te pese,
piensa que pueda ser yo quien te mate;
pues no he hecho acción que indicio alguno diese
a creer que tú eres más en el combate.
Así, pues, siga hoy la lucha o cese,
prosiga o hasta el día se dilate,
con que una seña hagas que me advierta,
presto estaré a seguir esta reyerta.»

106 Así aplazóse al fin la lucha terca
hasta que se asomó al Ganges la aurora,
quedando sin saber nadie de cerca
quién de estos dos más fuerzas atesora.
Luego a Aguilante y a Grifón se acerca
y al resto aquel de negro, y les implora
que hasta que el nuevo sol haga su entrada
acepten hospedarse en su morada.

107 Tomaron sin recelo aquella oferta;
y a luz de hachas siguieron un sendero
que los condujo hasta la misma puerta
de un real palacio rico y lisonjero.
Quedaron todos con la boca abierta,
cuando el yelmo se alzó aquel caballero;
pues, cuanto por la vista parecía,
no más de dieciocho años tenía.

108 Qué mucho que a Marfisa el hecho asombre
de ver blandir tan bien a un mozo espada,
o al otro descubrir que no era un hombre,
visto el cabello, aquella que iba armada.
Pregunta el uno al otro por el nombre,
y el uno al otro el nombre aquel traslada.
Mas cómo se llamase aquel mozuelo
a oírlo en lo que sigue ahora os impelo.