Diferencia entre revisiones de «Nuestra Señora de París/1»

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Por sus gestos, sus risas estentóreas, por las llamadas burlonas que se hacían de una a otra parte de la sala, se deducía con facilidad que para aquellos estudiantes no contaba el cansancio que invadía al resto de los asistentes y que disfrutaban con el espectáculo que se producía ante sus ojos esperando que aquello continuara.
 
¡Por mi alma que vos sois Joanner Frollo de Molendino! ‑exclamó uno de ellos dirigiéndose a una especie de diablejo ru­bio, de buen ver y cara de picaro, que se apoyaba en las hojas de acanto de uno de los capiteles‑. Vos sois el que llaman Juan del Molino, por vuestros dos brazos y vuestras dos piernas que se ase­mejan a las aspas movidas por el viento. ¿Desde cuándo estáis ahí?
 
‑Por‑ Por todos los diablos ‑respondió Joanner Frollo‑, más de cuatro horas llevo ya y espero me sean descontadas de mi tiempo en el purgatorio. Me he oído a los cuatro sochantres del rey de Sicilia entonar el versículo primero de la misa mayor de las siete en la Santa Capilla.
 
‑Son‑ Son magníficos ‑replicó el otro‑, y su voz es más aguda aún que sus bonetes. Antes de fundar una misa para San Juan, el Rey debería haberse informado de si a San Juan le gusta el latín cantado con acento provenzal.
 
¡Sólo lo ha hecho para dar empleo a esos malditos chantres del Rey de Sicilia! ‑exclamó secamente una vieja del gentío, si­tuada bajo el ventanal‑. ¡No está mal! ¡Mil libras parisinas por una misa!, ¡y por si fuera poco con cargo al arrendamiento de la pesca de mar del mercado de París!
 
‑Calma, señores ‑replicó un grave personaje, rechoncho que se tapaba la nariz junto a la vendedora de pescado‑, había que fundar una misa, ¿no?, ¿o queréis que el rey vuelva a enfermar?
 
‑Así‑ Así se habla, sire Gille Lecornu, maestro peletero y vestidor del Rey ‑exclamó el estudiante desde el capitel
 
Una carcajada de todos los estudiantes acogió el desafortunado nombre del pobre peletero y vestidor real.
 
‑El‑ El Cornudo ¡Gil Cornudo! ‑decían unos.
 
''Cornutus et hirsutus'' ‑replicaba otro.
 
‑Pues‑ Pues claro ‑añadía el diablejo del capitel‑, ¿de qué se ríen? Es el honorable Gil Cornudo, hermano de maese Juan Cornudo, preboste del palacio del Rey, a hijo de maese Mahiet Cornudo, portero primero del Parque de Vincennes, burgueses todos de Pa­rís y todos casados de padres a hijos.
La algazara aumentaba y el obeso peletero del rey, sin decir pa­labra, procuraba sustraerse a las miradas que le clavaban de todos los lados, pero en vano sudaba y resoplaba pues, como una cuña que se clava en la madera, todos sus esfuerzos no servían sino para encajar su oronda cara roja de ira y de despecho en los hom­bros de quienes le rodeaban. Finalmente uno de ellos, gordo y bajo, y honrado como él, salió en su ayuda:
 
¡Maldición! ¡Estudiantes hablando así a un burgués! En mis tiempos se los habría azotado y con palos que luego habrían ser­vido para quemarlos.
 
Al oír esto, toda la banda se rió a carcajadas.
 
¡Hala! ¿Quién canta tan fino? ¿Quién es ese pájaro de mal agüero?
 
¡Toma!, ¡si yo le conozco!: es [[wikipedia:es:Maestro|maese]] André Musnier.
 
¡Claro!, como que es uno de los cuatro libreros jurados de la Universidad! -dijo otro.
 
‑Todo‑ Todo es cuádruple en esa tienda ‑añadió un tercero‑: las cuatro naciones⁹, las cuatro facultades, las cuatro fiestas, los cuatro procuradores, los cuatro electores, los cuatro libreros.
 
‑Pues‑ Pues habrá que armarles un follón de todos los demonios ‑dijo Jean Frollo.
 
‑Musnier‑ Musnier, te quemaremos los libros.
 
‑Musnier‑ Musnier, apalearemos a tus lacayos.
 
‑Musnier‑ Musnier, nos meteremos con tu mujer, con la gorda de la se­ñora Oudarda que está tan fresca y alegre como si estuviera viuda.
 
¡Que el diablo os lleve! ‑masculló maese André Musnier.
 
‑Maese‑ Maese Andrés‑ dijo Juan Frollo, colgado aún de su capi­tel‑, o te callas o me tiro encima. Entonces maese Andrés levantó la vista como para medir la al­tura del pilar y el peso del guasón, multiplicó su peso por el cua­drado de la velocidad y se calló.
 
Juan, dueño ya del campo de batalla, dijo altaneramente:
 
‑Te‑ Te aseguro que lo haré aunque sea hermano de un archidiá­cono. ¡Vaya gentuza nuestros señores de la Universidad! ¡Ni si­quiera han sabido hacer respetar nuestros privilegios en un día como el de hoy! Porque en la Ville tenemos hoy el fuego y el mayo; misterio, papa de los locos y flamencos en la Cité, y en la Universidad, nada.
 
[[Archivo:Maypoles.jpg|center|400px|thumb|Celebración tradicional de "[[wikipedia:es:Festividad_de_los_Mayos|los mayos]]" en Pennsylvania.]]
 
¡Aunque la plaza Maubert es lo suficientemente grande! ‑dijo uno de los estudiantes que estaban sentados en la repisa de la ventana.
 
¡Abajo el rector, los electores y los procuradores! ‑gritó Juan.
 
‑Habrá‑ Habrá que hacer otra fogata esta tarde en el Champ‑Gaillard, con todos los libros de maese Andrés ‑replicó el otro.
 
¡Y con los pupitres de los escribas!
 
¡Y con las varas de los bedeles!
 
¡Y con las escupideras de los decanos!
 
¡Y con las arcas de los electores!
 
¡Y con los escabeles del rector!
 
¡Fuera! ‑replicó, zumbón, el pequeño Juan‑, fuera maese Andrés, bedeles y escribas. ¡Fuera teólogos, médicos y decretistas! ¡Fuera los procuradores, fuera los lectores, fuera el rector!
 
¡Es el fin del mundo! ‑murmuró maese Andrés, tapándose los oídos.
 
‑A‑ A propósito, ¡mirad, el rector! ¡Miradle ahí, en la plaza! ‑gritó uno de los de la ventana y todos se volvieron a mirar ha­cia la plaza.
 
¿Es de verdad nuestro venerable rector, maese Thibaut? ‑preguntó Juan Frollo del Molino, que no podía ver lo que ocu­rría en la plaza, por estar asido a uno de los pilares interiores.
 
‑Sí‑ Sí, sí ‑respondieron los otros‑; seguro que es él, el rector.
 
En efecto, en aquel momento el rector y todos los representan­tes de la Universidad se dirigían en grupo hacia la embajada y es­taban cruzando la plaza del palacio.
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Los estudiantes, apiñados en la ventana, les saludaron al pasar con mofas y aplausos irónicos. El rector, que encabezaba la comi­tiva, recibió.la primera andanada, que no fue pequeña.
 
¡Buenos días, señor rector!; ¡hola a los buenos días!
 
¿Cómo así por aquí, jugador empedernido? ¿Así que habéis dejado vuestra partida de dados?
 
¡Mira cómo trota en su mula! ¡Pero si sus orejas son más grandes que las de ella!
 
¡Hola, hola! ¡A los buenos días, señor rector Thibaut!
 
¡Tybalde aleator!¹⁰; ¡jugador, viejo imbécil!
 
¡Que dios os guarde! ¿Os han salido seis dobles esta noche?
 
¡Mírale! ¡Mira qué cara arrugada y pastosa de tanto jugar a los dados!
 
¿A dónde vais así Tybalde ad dados¹¹, de espalda a la Uni­versidad, trotando hacia la Ville?
 
‑Seguro‑ Seguro que va a buscar su tugurio de la calle Thibautodé¹² ‑exclamó Juan del Molino.
 
Toda la banda acogió la rechifla con voz de trueno y aplausos furiosos.
 
‑Vais‑ Vais a buscar vuestro tugurio de la calle Thibautodé, ¿no es así, señor rector, jugador del demonio?
 
Después les tocó a los demás dignatarios.
 
¡Fuera los bedeles! ¡Fuera los maceros!
 
‑Eh‑ Eh, oye, Robin Poussepain, ¿quién es ese tipo?
 
¡Pero si es Gilbert de Sully, Gilbertus Soliaco, el canciller del colegio de Autun.
 
‑Eh‑ Eh, tú que estás mejor situado que yo, toma mi zapato y tí­raselo a la cara.
 
''Saturnalitias mittimut ecce nucets''¹³.
 
¡Mueran los seis teólogos con sus sobrepellizas blancas!
 
‑Ah‑ Ah, ¿pero son los teólogos?; creí que eran las seis ocas blan­cas que Santa Genoveva regaló a la Ville por el feudo de Roogny.
 
¡Fuera los médicos!
 
¡Fuera diputados y cardenales!
 
¡Ahí va mi birrete, canciller de Santa Genoveva! ¡Me hicis­teis una faena! ¡Os digo que es cierto!, mi puesto en la nación de Normandía se lo dio al pequeño Ascanio Falzaespada, de la pro‑, vincia de Burges, que era italiano.
 
¡Es una injusticia! ‑gritaron los demás estudiantes‑. ¡Fue­ra el Canciller de Santa Genoveva!
 
‑Eh‑ Eh, eh, ¡Fijaos! Es Maese Joaquin de Ladehors.
 
¡Anda! y Luis Dahuille y Lamberto Hoctement.
 
¡Que el diablo se lleve al procurador de la nación alemana!
 
¡Y a los capellanes de la Santa Capilla con sus mucetas grises! ¡Cum tunicis grisis!
 
¡''Seu de pellibus grisis funatis''¹⁴!
 
¡Mira los maestros en artes! ¡Bonitas capas negras! ¡Qué bo­nitas capas rojas!
 
¡Mira!, ¡Parecen la cola del rector! Se diría que es un dux ve­neciano ataviado para sus bodas con el mar.
 
‑Eh‑ Eh, Juan, mira: ¡Los canónigos de Santa Genoveva!
 
¡Al diablo la canonjía!
 
‑Y‑ Y ahora el Abad Claud Choart. Doctor Claudio Choart, ¿bus­cáis acaso a María Giffarde? La hallaréis en la calle Glatigny, pre­parando el lecho del rey de los ribaldos.
 
‑Paga‑ Paga sus cuatro denarios; quatuor denarios.
 
''Aut unum bombum''¹⁵.
 
¿Queréis que os. lo haga gratis?
 
¡Compañeros! maese Simon Sanguin, elector de la Picardía, con su mujer a la grupa.
 
''Port equitem sedet altra cura''¹⁶.
 
¡Ánimo, maese Simon!
 
¡Buenos días señor elector!
 
¡Buenas noches señora electora!
 
¡Qué suerte tienen de verlo todo!‑, suspiraba ''Joannes de Molendino'', agarrado aún a la hojarasca de su capitel y mientras tanto el librero jurado de la Universidad maese Andrés Musnier, hablaba al oído del peletero real, maese Gil Lecornu.
 
‑Os‑ Os digo que éste es el fin del mundo, jamás se han visto ta­les desmanes entre los estudiantes y todo ello es debido a los mal­ditos inventos modernos que echan todo a perder; las artillerías las serpentinas, las bombardas, pero sobre todo la imprenta, esa peste llegada de Alemania. Ya no se hacen libros ni manuscritos, la imprenta hunde a la librería. Esto es el fin del mundo.
 
‑Yo‑ Yo ya lo había observado en el aumento de ventas de ter­ciopelo ‑dijo el peletero.
 
‑Os digo que éste es el fin del mundo, jamás se han visto ta­les desmanes entre los estudiantes y todo ello es debido a los mal­ditos inventos modernos que echan todo a perder; las artillerías las serpentinas, las bombardas, pero sobre todo la imprenta, esa peste llegada de Alemania. Ya no se hacen libros ni manuscritos, la imprenta hunde a la librería. Esto es el fin del mundo.
‑Yo ya lo había observado en el aumento de ventas de ter­ciopelo ‑dijo el peletero.
Justo entonces sonaron las doce.
 
¡Ah...! ‑coreó la multitud al unísono. Los estudiantes se ca­llaron y se produjo luego un enorme revuelo, un movimiento con­tinuo de pies y de cabezas, carraspeos constantes... Todo el mun­do se acomodó, se situó, se colocó, se agrupó. Se produjo luego un silencio con las cabezas levantadas, las bocas abiertas y las mi­radas fijas codas en la mesa de mármol, pero no aparecía nadie en la mesa. Los cuatro guardias del bailío seguían allí, tiesos a in­móviles como cuatro estatuas. Las miradas se dirigieron hacia el estrado, reservado a la legación flamenca, mas la puerta perma­necía cerrada y el estrado vacío. Todo aquel gentío no esperaba más que ores cosas desde bien temprano: que dietan las dote, que apareciera la legación flamenca y que empezara el misterio; y has­ta ahora sólo habían dado las dote. Aquello era por demás.
 
Esperaron todos uno, dos, tres, cinco minutos, un cuarto de hora y nada; el estrado continuaba desierto y el escenario vacío. A la impaciencia siguió la cólera; se protestaba en voz baja toda­vía, con gesto irritado: ¡el misterio!, ¡el misterio! murmuraba apa­gadamente el gentío; el ambiente se iba calentando. Una tempes­tad, aunque de momento sólo eran truenos, se estaba preparando entre aquella multitud y fue Juan del Molino quien produjo el pri­mer chispazo:
 
¡El misterio ya y al diablo los flamencos! ‑dijo a voz en gri­to enroscándose al capitel como una culebra. La gente aplaudió con Bran calor.
 
‑El‑ El misterio ‑repitieron todos‑; ¡al diablo con Flandes!
 
‑Queremos‑ Queremos el misterio inmediatamente ‑dijo el estudiante‑, o a fe mía que colgamos al bailío a guisa de farsa y representación.
 
¡Así se habla! ‑exclamó la muchedumbre‑, y empecemos por colgar a los guardias‑. Una Bran aclamación acogió estas pa­labras al tiempo que los cuatro pobres diablos palidecieron y se miraban incrédulos.
 
La gente se abalanzó sobre ellos, y veían cómo la débil balaus­trada de madera que les separaba se curvaba y cedía ante la pre­sión del gentío.
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La situación era crítica.
 
¡A ellos! ¡A ellos! ‑gritaban de todas partes. Justo en ese momento la tapicería del vestuario, ya descrita, se levantó y dio paso a un personaje ante cuya vista cesó súbitamente todo y la cólera se trocó en curiosidad como por arte de magia.
 
¡Silencio! ¡Silencio!
 
El personaje, nada tranquilo y temblando como una hoja, avanzó hacia la mesa de mármol, haciendo reverencias a diestro y si­niestro, que parecían más bien genuflexiones a medida que se iba acercando.
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Y el personaje comenzó a hablar:
 
‑Señores‑ Señores burgueses, señoritas burguesas: vamos a tener el ho­nor de declamar y representar ante su eminencia el señor carde­nal un bellísimo paso que lleva por título El recto juicio de Nues­tra Señora la Virgen María y en él yo hago el papel de Júpiter. Su eminencia acompaña ahora a la muy honorable embajada de monseñor el duque de Austria que se encuentra en estos momen­tos oyendo el discurso del Señor Rector de la Universidad en la puerta de Baudets. En cuanto llegue su Eminencia el Cardenal, da­remos comienzo a la representación
 
Nada menos que la intervención de Júpiter fue, pues, necesaria para salvar a los cuatro desdichados guardias del bailío de palacio.