Diferencia entre revisiones de «Nuestra Señora de París/1»
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Por sus gestos, sus risas estentóreas, por las llamadas burlonas que se hacían de una a otra parte de la sala, se deducía con facilidad que para aquellos estudiantes no contaba el cansancio que invadía al resto de los asistentes y que disfrutaban con el espectáculo que se producía ante sus ojos esperando que aquello continuara.
‑ ¡Por mi alma que vos sois Joanner Frollo de Molendino! ‑exclamó uno de ellos dirigiéndose a una especie de diablejo rubio, de buen ver y cara de picaro, que se apoyaba en las hojas de acanto de uno de los capiteles‑. Vos sois el que llaman Juan del Molino, por vuestros dos brazos y vuestras dos piernas que se asemejan a las aspas movidas por el viento. ¿Desde cuándo estáis ahí?
‑ ¡Sólo lo ha hecho para dar empleo a esos malditos chantres del Rey de Sicilia! ‑exclamó secamente una vieja del gentío, situada bajo el ventanal‑. ¡No está mal! ¡Mil libras parisinas por una misa!, ¡y por si fuera poco con cargo al arrendamiento de la pesca de mar del mercado de París!
‑Calma, señores ‑replicó un grave personaje, rechoncho que se tapaba la nariz junto a la vendedora de pescado‑, había que fundar una misa, ¿no?, ¿o queréis que el rey vuelva a enfermar?
Una carcajada de todos los estudiantes acogió el desafortunado nombre del pobre peletero y vestidor real.
‑ ''Cornutus et hirsutus'' ‑replicaba otro.
La algazara aumentaba y el obeso peletero del rey, sin decir palabra, procuraba sustraerse a las miradas que le clavaban de todos los lados, pero en vano sudaba y resoplaba pues, como una cuña que se clava en la madera, todos sus esfuerzos no servían sino para encajar su oronda cara roja de ira y de despecho en los hombros de quienes le rodeaban. Finalmente uno de ellos, gordo y bajo, y honrado como él, salió en su ayuda:
‑ ¡Maldición! ¡Estudiantes hablando así a un burgués! En mis tiempos se los habría azotado y con palos que luego habrían servido para quemarlos.
Al oír esto, toda la banda se rió a carcajadas.
‑ ¡Hala! ¿Quién canta tan fino? ¿Quién es ese pájaro de mal agüero?
‑ ¡Toma!, ¡si yo le conozco!: es [[wikipedia:es:Maestro|maese]] André Musnier.
‑ ¡Claro!, como que es uno de los cuatro libreros jurados de la Universidad! -dijo otro.
‑ ¡Que el diablo os lleve! ‑masculló maese André Musnier.
Juan, dueño ya del campo de batalla, dijo altaneramente:
[[Archivo:Maypoles.jpg|center|400px|thumb|Celebración tradicional de "[[wikipedia:es:Festividad_de_los_Mayos|los mayos]]" en Pennsylvania.]]
‑ ¡Aunque la plaza Maubert es lo suficientemente grande! ‑dijo uno de los estudiantes que estaban sentados en la repisa de la ventana.
‑ ¡Abajo el rector, los electores y los procuradores! ‑gritó Juan.
‑ ¡Y con los pupitres de los escribas!
‑ ¡Y con las varas de los bedeles!
‑ ¡Y con las escupideras de los decanos!
‑ ¡Y con las arcas de los electores!
‑ ¡Y con los escabeles del rector!
‑ ¡Fuera! ‑replicó, zumbón, el pequeño Juan‑, fuera maese Andrés, bedeles y escribas. ¡Fuera teólogos, médicos y decretistas! ¡Fuera los procuradores, fuera los lectores, fuera el rector!
‑ ¡Es el fin del mundo! ‑murmuró maese Andrés, tapándose los oídos.
‑ ¿Es de verdad nuestro venerable rector, maese Thibaut? ‑preguntó Juan Frollo del Molino, que no podía ver lo que ocurría en la plaza, por estar asido a uno de los pilares interiores.
En efecto, en aquel momento el rector y todos los representantes de la Universidad se dirigían en grupo hacia la embajada y estaban cruzando la plaza del palacio.
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Los estudiantes, apiñados en la ventana, les saludaron al pasar con mofas y aplausos irónicos. El rector, que encabezaba la comitiva, recibió.la primera andanada, que no fue pequeña.
‑ ¡Buenos días, señor rector!; ¡hola a los buenos días!
‑ ¿Cómo así por aquí, jugador empedernido? ¿Así que habéis dejado vuestra partida de dados?
‑ ¡Mira cómo trota en su mula! ¡Pero si sus orejas son más grandes que las de ella!
‑ ¡Hola, hola! ¡A los buenos días, señor rector Thibaut!
‑ ¡Tybalde aleator!¹⁰; ¡jugador, viejo imbécil!
‑ ¡Que dios os guarde! ¿Os han salido seis dobles esta noche?
‑ ¡Mírale! ¡Mira qué cara arrugada y pastosa de tanto jugar a los dados!
‑ ¿A dónde vais así Tybalde ad dados¹¹, de espalda a la Universidad, trotando hacia la Ville?
Toda la banda acogió la rechifla con voz de trueno y aplausos furiosos.
Después les tocó a los demás dignatarios.
‑ ¡Fuera los bedeles! ¡Fuera los maceros!
‑ ¡Pero si es Gilbert de Sully, Gilbertus Soliaco, el canciller del colegio de Autun.
‑ ''Saturnalitias mittimut ecce nucets''¹³.
‑ ¡Mueran los seis teólogos con sus sobrepellizas blancas!
‑ ¡Fuera los médicos!
‑ ¡Fuera diputados y cardenales!
‑ ¡Ahí va mi birrete, canciller de Santa Genoveva! ¡Me hicisteis una faena! ¡Os digo que es cierto!, mi puesto en la nación de Normandía se lo dio al pequeño Ascanio Falzaespada, de la pro‑, vincia de Burges, que era italiano.
‑ ¡Es una injusticia! ‑gritaron los demás estudiantes‑. ¡Fuera el Canciller de Santa Genoveva!
‑ ¡Anda! y Luis Dahuille y Lamberto Hoctement.
‑ ¡Que el diablo se lleve al procurador de la nación alemana!
‑ ¡Y a los capellanes de la Santa Capilla con sus mucetas grises! ¡Cum tunicis grisis!
‑ ¡''Seu de pellibus grisis funatis''¹⁴!
‑ ¡Mira los maestros en artes! ¡Bonitas capas negras! ¡Qué bonitas capas rojas!
‑ ¡Mira!, ¡Parecen la cola del rector! Se diría que es un dux veneciano ataviado para sus bodas con el mar.
‑ ¡Al diablo la canonjía!
‑ ''Aut unum bombum''¹⁵.
‑ ¿Queréis que os
‑ ¡Compañeros! maese Simon Sanguin, elector de la Picardía, con su mujer a la grupa.
‑ ''Port equitem sedet altra cura''¹⁶.
‑ ¡Ánimo, maese Simon!
‑ ¡Buenos días señor elector!
‑ ¡Buenas noches señora electora!
‑ ¡Qué suerte tienen de verlo todo!‑, suspiraba ''Joannes de Molendino'', agarrado aún a la hojarasca de su capitel y mientras tanto el librero jurado de la Universidad maese Andrés Musnier, hablaba al oído del peletero real, maese Gil Lecornu.
▲‑Os digo que éste es el fin del mundo, jamás se han visto tales desmanes entre los estudiantes y todo ello es debido a los malditos inventos modernos que echan todo a perder; las artillerías las serpentinas, las bombardas, pero sobre todo la imprenta, esa peste llegada de Alemania. Ya no se hacen libros ni manuscritos, la imprenta hunde a la librería. Esto es el fin del mundo.
▲‑Yo ya lo había observado en el aumento de ventas de terciopelo ‑dijo el peletero.
Justo entonces sonaron las doce.
‑ ¡Ah...! ‑coreó la multitud al unísono. Los estudiantes se callaron y se produjo luego un enorme revuelo, un movimiento continuo de pies y de cabezas, carraspeos constantes... Todo el mundo se acomodó, se situó, se colocó, se agrupó. Se produjo luego un silencio con las cabezas levantadas, las bocas abiertas y las miradas fijas codas en la mesa de mármol, pero no aparecía nadie en la mesa. Los cuatro guardias del bailío seguían allí, tiesos a inmóviles como cuatro estatuas. Las miradas se dirigieron hacia el estrado, reservado a la legación flamenca, mas la puerta permanecía cerrada y el estrado vacío. Todo aquel gentío no esperaba más que ores cosas desde bien temprano: que dietan las dote, que apareciera la legación flamenca y que empezara el misterio; y hasta ahora sólo habían dado las dote. Aquello era por demás.
Esperaron todos uno, dos, tres, cinco minutos, un cuarto de hora y nada; el estrado continuaba desierto y el escenario vacío. A la impaciencia siguió la cólera; se protestaba en voz baja todavía, con gesto irritado: ¡el misterio!, ¡el misterio! murmuraba apagadamente el gentío; el ambiente se iba calentando. Una tempestad, aunque de momento sólo eran truenos, se estaba preparando entre aquella multitud y fue Juan del Molino quien produjo el primer chispazo:
‑ ¡El misterio ya y al diablo los flamencos! ‑dijo a voz en grito enroscándose al capitel como una culebra. La gente aplaudió con Bran calor.
‑ ¡Así se habla! ‑exclamó la muchedumbre‑, y empecemos por colgar a los guardias‑. Una Bran aclamación acogió estas palabras al tiempo que los cuatro pobres diablos palidecieron y se miraban incrédulos.
La gente se abalanzó sobre ellos, y veían cómo la débil balaustrada de madera que les separaba se curvaba y cedía ante la presión del gentío.
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La situación era crítica.
‑ ¡A ellos! ¡A ellos! ‑gritaban de todas partes. Justo en ese momento la tapicería del vestuario, ya descrita, se levantó y dio paso a un personaje ante cuya vista cesó súbitamente todo y la cólera se trocó en curiosidad como por arte de magia.
‑ ¡Silencio! ¡Silencio!
El personaje, nada tranquilo y temblando como una hoja, avanzó hacia la mesa de mármol, haciendo reverencias a diestro y siniestro, que parecían más bien genuflexiones a medida que se iba acercando.
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Y el personaje comenzó a hablar:
Nada menos que la intervención de Júpiter fue, pues, necesaria para salvar a los cuatro desdichados guardias del bailío de palacio.
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