Diferencia entre revisiones de «Abuelita (Godofredo Daireaux)»

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{{encabezado|Abuelita|[[Hans Christian Andersen]]}}
<div class=Parrafo>Abuelita es muy vieja, tiene muchas arrugas y el pelo completamente blanco, pero sus ojos brillan como estrellas, sólo que mucho más hermosos, pues su expresión es dulce, y da gusto mirarlos. También sabe cuentos maravillosos y tiene un vestido de flores grandes, grandes, de una seda tan tupida que cruje cuando anda. Abuelita sabe muchas, muchísimas cosas, pues vivía ya mucho antes que papá y mamá, esto nadie lo duda. Tiene un libro de cánticos con recias cantoneras de plata; lo lee con gran frecuencia. En medio del libro hay una rosa, comprimida y seca, y, sin embargo, la mira con una sonrisa de arrobamiento, y le asoman lágrimas a los ojos. ¿Por qué abuelita mirará así la marchita rosa de su devocionario? ¿No lo sabes? Cada vez que las lágrimas de la abuelita caen sobre la flor, los colores cobran vida, la rosa se hincha y toda la sala se impregna de su aroma; se esfuman las paredes cual si fuesen pura niebla, y en derredor se levanta el bosque, espléndido y verde, con los rayos del sol filtrándose entre el follaje, y abuelita vuelve a ser joven, una bella muchacha de rubias trenzas y redondas mejillas coloradas, elegante y graciosa; no hay rosa más lozana, pero sus ojos, sus ojos dulces y cuajados de dicha, siguen siendo los ojos de abuelita. </div>
 
<div class=Parrafo>Sentado junto a ella hay un hombre, joven, vigoroso, apuesto. Huele la rosa y ella sonríe - ¡pero ya no es la sonrisa de abuelita! - sí, y vuelve a sonreír. Ahora se ha marchado él, y por la mente de ella desfilan muchos pensamientos y muchas figuras; el hombre gallardo ya no está, la rosa yace en el libro de cánticos, y... abuelita vuelve a ser la anciana que contempla la rosa marchita guardada en el libro. </div>
 
Desde que murió «el viejo», como, en su cariño más familiar que respetuoso, solían los hijos llamar al autor de sus días, la familia había pasado por momentos harto difíciles. El campo, comprado al Gobierno a plazos largos, no estaba pago todavía, sino en parte, y si cada año traía consigo su vencimiento inexorable, no siempre traía los medios de aguantar el golpe.
<div class=Parrafo>Ahora abuelita se ha muerto. Sentada en su silla de brazos, estaba contando una larga y maravillosa historia. </div>
 
Mientras dura el jefe de la familia, la tarea es relativamente fácil: por tal que los muchachos obedezcan al padre y trabajen, todo va bien. La experiencia del viejo, los amigos que lo protegen, y, en un caso, lo ayudan; una firma en el Banco, una prórroga oportuna, un préstamo, aunque sea, suavizan el paso, y mal que mal, se llega a la orilla.
<div class=Parrafo>-Se ha terminado -dijo- y yo estoy muy cansada; dejadme echar un sueñito. </div>
 
Una vez desaparecido él, cambia de tono la cosa; no hay quien mande y menos quien obedezca; cada uno tira por su lado; la madre gasta sin saber y deja gastar sin contar; los amigos tienen poca fe y no ayudan; los protectores, si no se retiran, hacen algo peor y buscan cómo apoderarse despacio del bien codiciado; las aves negras lo pastorean; los muchachos no las saben espantar, y, a veces, la misma madre las da de comer.
<div class=Parrafo>Se recostó respirando suavemente, y quedó dormida; pero el silencio se volvía más y más profundo, y en su rostro se reflejaban la felicidad y la paz; se habría dicho que lo bañaba el sol... y entonces dijeron que estaba muerta. </div>
 
Pero, no todas son así, y doña Carmen Linares, sin ser más que una madre vigilante, supo resistir los ataques de todo género, con una habilidad tanto mayor, cuanto menos vistosa.
<div class=Parrafo>La pusieron en el negro ataúd, envuelta en lienzos blancos. ¡Estaba tan hermosa, a pesar de tener cerrados los ojos! Pero todas las arrugas habían desaparecido, y en su boca se dibujaba una sonrisa. El cabello era blanco como plata y venerable, y no daba miedo mirar a la muerta. Era siempre la abuelita, tan buena y tan querida. Colocaron el libro de cánticos bajo su cabeza, pues ella lo había pedido así, con la rosa entre las páginas. Y así enterraron a abuelita. </div>
 
Era ella una perfecta china. El finado la conoció, cuando, joven, vino con una haciendita del padre, a ocupar, en la frontera, campos del Estado. Nació un hijo, nacieron varios; el campo, despoblado y sin dueño, fue comprado y se volvió estancia; las haciendas se multiplicaron y, con los años, alcanzó a correr parejo su aumento con el de la familia.
<div class=Parrafo>En la sepultura, junto a la pared del cementerio, plantaron un rosal que floreció espléndidamente, y los ruiseñores acudían a cantar allí, y desde la iglesia el órgano desgranaba las bellas canciones que estaban escritas en el libro colocado bajo la cabeza de la difunta. La luna enviaba sus rayos a la tumba, pero la muerta no estaba allí; los niños podían ir por la noche sin temor a coger una rosa de la tapia del cementerio. Los muertos saben mucho más de cuanto sabemos todos los vivos; saben el miedo, el miedohorrible que nos causarían si volviesen. Pero son mejores que todos nosotros, y por eso no vuelven. Hay tierra sobre el féretro, y tierra dentro de él. El libro de cánticos, con todas sus hojas, es polvo, y la rosa, con todos sus recuerdos, se ha convertido en polvo también. Pero encima siguen floreciendo nuevas rosas y cantando los ruiseñores, y enviando el órgano sus melodías. Y uno piensa muy a menudo en la abuelita, y la ve con sus ojos dulces, eternamente jóvenes. Los ojos no mueren nunca. Los nuestros verán a abuelita, joven y hermosa como antaño, cuando besó por vez primera la rosa, roja y lozana, que yace ahora en la tumba convertida en polvo.</div>
 
Y presentó ésta la imagen acabada de la vida feliz del pastor, no ya nómada, sino arraigado en inmensa tierra propia, con sus numerosos rebaños y rodeos, libre de los mil afanes propios de las regiones de población tupida; de pocos recursos, es cierto, pero de tan pocas necesidades, que casi todas las llenan ampliamente los productos de la hacienda; vida de que sólo, en nuestros días, puede todavía y podrá, por muy poco tiempo más, gozar el pastor argentino, en la fértil llanura pampeana.
 
Pues, cuando murió don Lorenzo, los hijos -fuera de dos o tres ya mozos-, eran todavía niños, y doña Carmen, aunque prematuramente envejecida por su exuberante producción de vástagos, a pesar de su tipo pampa acentuado, muy bien hubiera podido, ayudada por el aliciente del extenso campo de su propiedad, encender los deseos y sobre todo la codicia de más de un desocupado.
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Pero, por suerte, no fue así, y si, por descuido, prendió algún fuego, se apresuró en apagarlo, antes que se volviera quemazón.
 
Mamita, como la llamaban entonces, se contentó con ser sencillamente el centro de la familia, lo mismo que lo había sido el finado; y, si no podía prestar a los suyos los mismos servicios que él, su experiencia de mujer de campo le permitía guiar con acierto a su hijo mayor, capataz y mayordomo de la estancia, al cual escuchaban y obedecían los otros, sin rezongar, porque así lo mandaba Mamita. Los trabajos se hacían bien, y en su tiempo, pagándose como se podía, los vencimientos al Gobierno. A veces cuando no alcanzaban para ello los recursos, hubo grandes inquietudes; no faltaron usureros para tratar de aprovechar la bolada, tendiendo la soga salvadora, cuyo nudo corredizo ahorca al auxiliado; pero todo se pudo evitar, y llegó el momento en que, vencidos todos los obstáculos, pagado el campo, poblada la estancia con numerosas y buenas haciendas, se encontró Mamita, rodeada de su gente, como general victorioso, por su Estado Mayor, después de larga batalla.
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Pocos años después, una boquita sonrosada de criatura le cambió, balbuceando, el nombre de Mamita por el de Abuelita; y con el pasar de los años, sus hijos, desdeñosos, a pesar de su fortuna asentada ya en cimientos sólidos, y siempre creciente de ir a la ciudad, «al chiquero grande», como decían, comer carne cansada, cuando, en su casa, podían mascar a su gusto la carne firme y jugosa de la res de su marca, recién carneada, fueron formando, sin cesar, alrededor de ella, como una aureola de florecientes retoños.
 
Abuelita no dejaba de contemplar con cierto asombro, entre las muchas cabelleras lacias y renegridas que la rodeaban, algunas cabecitas blancas, coronadas de pelo rubio, que sonreían con sus ojos de cielo, a su cara cobriza y siempre seria de hija legítima de la Pampa ruda.
 
 
 
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<hiero> M42 </hiero>
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== Nota de WS ==
Este cuento forma parte de los libros:
 
* [[Tipos y paisajes criollos - Serie III]] (1903)
* [[Recuerdos de un hacendado]] (1916)
 
[[Categoría:Tipos y paisajes criollos - Serie III]]
[[Categoría:ES-A]]
[[Categoría:CuentosRecuerdos de un hacendado]]
[[Categoría:Cuentos de Hans Christian AndersenP1903]]
[[Categoría:Literatura argentina (Títulos)]]