Diferencia entre revisiones de «Fedón (Roig de Lluis tr.)»

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{{encabezado|Fedón|[[Platón]]}}
Fedón<br>''o de la inmortalidad del alma|Platón}}
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'''INTERLOCUTORES'''
 
*ECHECRATES.
<div style="background-color: #EFEFEF; text-indent: 1cm; padding: 2em 4em 2em 4em; border: 2px dashed #444444; font-family: Georgia, Arial">
*FEDÓN.
<b>EQUÉCRATES</b>, <b>FEDÓN</b>, <b>APOLODORO</b>, <b>SÓCRATES</b>, <b>CEBES</b>, <b>SIMMIAS</b>, <b>CRITÓN</b>, EL SERVIDOR DE LOS ONCE.
*SÓCRATES.
*APOLODOROS.
*CEBES.
*SIMMIAS.
*CRITÓN.
*FEDÓN.
*XANTIPA, ''esposa de Sócrates''.
*SIRVIENTE DE LOS ONCE.
 
 
ECHECRATES.- Dime, Fedón, ¿estuviste tú mismo con Sócrates cuando en la prisión bebió la cicuta, o lo que sabes de sus últimas horas te lo refirió alguien?
<b>EQUÉCRATES</b>.— ¿Estuviste tú, Fedón, con Sócrates el día aquel en que bebió el veneno en la cárcel, o se lo has oído contar a otro?
 
FEDÓN.- Estuve yo mismo.
<b>FEDÓN</b>.—Estuve yo personalmente, Equécrates.
 
<b>EQUÉCRATES</b>ECHECRATES.—¿Y- qué es lo¿Qué quedijo dijoSócrates antes de morir? ¿y cómo acabómurió? susMe días?agradaría Consaberlo, gustoporque teno lohay oiríahoy contar,día porqueun ningúnfliasio ciudadanoque deesté Fliunteen va ahorarelación con frecuencia a Atenas, ni tampoco,y desde hace mucho tiempo, no ha venido nadie de allíAtenas forasteroque alguno quenos haya sidopodido capazdar demás darnosinformes noticiade ciertaeste sobreasunto estasino cuestión,que aSócrates nomurió ser lodespués de quebeber bebióla el veneno y muriócicuta. De lo demásMás, no hanhemos sabido decirnos nada.
 
FEDÓN.- ¿Entonces ignoras cómo instruyeron su proceso?
<b>FEDÓN</b>.—¿Ni siquiera os habéis enterado, entonces, de qué manera se llevó a cabo el proceso?
 
<b>EQUÉCRATES</b>ECHECRATES.—Si,- eso nos lo haEsto contadosí; alguien. Y nos extrañamosdijo, pory ciertonos deextrañamos quemucho, acabadoque elSócrates juicio,no hacemurió bastantehasta mucho tiempo, murieradespués muchode después,pronunciada segúnla essentencia. evidente.¿PorA qué fuese debió asíesto, Fedón?
 
<b>FEDÓN</b>.—Hubo- con él, Equécrates,A una coincidenciacasualidad: ella día antesvíspera del juicio diohabían coronado la casualidadpopa de que estaba con la guirnaldaembarcación puestaque lalos popaatenienses delenvían navío que envíantodos los ateniensesaños a Delos.
 
ECHECRATES.- ¿Qué barco es ése?
<b>EQUÉCRATES</b>.—Y ese navío, ¿qué es?
 
<b>FEDÓN</b>.—La- nave en laSi hay que, segúndar dicencrédito a los atenienses, llevóes Teseoel unmismo díaen ael Cretaque aTeseo aquellasembarcó con los siete parejas,mancebos y nolas sólosiete lasdoncellas salvó,que sinollevó a Creta y que tambiénsalvó élal quedósalvarse a salvosí mismo. HicieronSe entoncescuenta que los atenienses, segúnhicieron se dice, elun voto a Apolo desi quesus sihijos se salvabanlibraban llevaríandel peligro de mandar todos los años a Delos una peregrinación;teoría2 peregrinacióna éstaDelos quey desde;lo entonces envíancumplen siempre cadadesde añoaquella al dios, incluso ahorafecha. PuesEn bien, una vez quecuanto comienzanempieza la peregrinaciónteoría, tienenordena launa costumbreley deque tenerse libre de impureza apurifique la ciudad durante ese tiempo, y dese noprohíbe dar muerte a nadieningún porcondenado ordenmientras estatal,el hastabarco que lano navehaya lleguellegado a Delos y regrese de nuevoregresado a Atenas., Yy esto, aalgunas veces, cuandotarda pormucho unatiempo contingenciaen losel vientosviaje loscuando detienen,lo llevacogen muchovientos tiempocontrarios. La peregrinaciónteoría comienzaempieza una vez quecuando el sacerdote de Apolo corona la popa de la nave;embarcación y esta ceremonia, como te digo, eraesto laocurrió que casualmente se había celebradoprecisamente la víspera del juicio de Sócrates. Por estaesto razónpermaneció fue mucho eltanto tiempo que pasó Sócrates en la prisión desdeentre su sentenciacondena hastay su muerte.
 
<b>EQUÉCRATES</b>ECHECRATES.—Y- ¿cómoY fueronqué lashizo circunstanciasel día de lasu muerte? ¿Qué fue lo que se dijo o se hizo? ¿QuéQuién amigosde fueronsus losamigos quele estuvieronacompañaron conaquel éldía? ¿OProhibieron nolos lesjueces dejaronque losfueran magistradosa estar presentes,visitarle y acabómurió sussin díasque solole yasistieran sinsus amigos?
 
FEDÓN.- Nada de eso; le acompañaron sus amigos, y por cierto muchos.
<b>FEDÓN</b>.—No, estaban allí algunos, muchos incluso.
 
<b>EQUÉCRATES</b>ECHECRATES.—Procura,- entonces, relatarnos Cuéntame todo con la mayor exactitud posible,detalladamente si es que no tienes algúnalgo quehacerimportante que te lo impida.
 
<b>FEDÓN</b>.—No,- por cierto;Precisamente estoy completamente libre dey ocupaciones,procuraré ecomplacerte. intentaréNo contároslo,hay puespara el evocarplacer lamayor memoriaque derecordar a Sócrates, bien hablesea yohablando ode leél oigau oyendo hablar ade otro,él es siempre para mí la cosa más agradable dea todasotros3.
 
ECHECRATES.- Puedes estar persuadido que la misma es la disposición de los que te escuchan. Empieza y procura no olvidarte de nada.
<b>EQUÉCRATES</b>.—Pues bien, Fedón, en los que te van a escuchar tienes a otros tantos como tu. Ea, pues, intenta exponernos todo con la mayor precisión que puedas.
 
<b>FEDÓN</b>.—Por- cierto que alMis estarimpresiones yode allíaquel día me sucedióparecieron algoverdaderamente extraño.extrañas, Puesporque no se apoderabalejos de sentirme la compasión en la idealleno de quecompasión asistía apor la muerte de un amigo, porquele seencontraba medigno mostrabade feliz,envidia Equécrates,al aquel varón: no sólo porver su comportamiento,tranquilidad sinoy también porescuchar sus palabras.discursos; Tanla tranquilaintrepidez yque noblementedemostraba moría,ante quela semuerte me ocurriópersuadía pensarde que no descendíadejaba alesta Hadesvida sin ciertala asistenciaayuda divina,de yalguna divinidad que alle llegarllevaría allía ibaotra apara tenerponerle unaen dichaposesión cualde nuncala tuvomayor otrodicha alguno.que Porlos estahombres razónpuedan nodisfrutar. Estos pensamientos sentíasofocaban en absolutomí la compasión, comoque pareceríadebería naturalhaber alsentido asistir aante un acontecimientoespectáculo luctuoso,tan perotriste tampocoy placer,me comoimpidieron sitambién estuviéramosencontrar entregadosen anuestras conversaciones acerca de la filosofía, talque yfue comoel acostumbrábamos;asunto yde esoellas queaquel ladía, conversaciónaquel eraplacer deque esteexperimentaba tipode ordinario. Sencillamente,La habíaidea ende que un sentimientohombre extraño,como unaSócrates mezclaiba desacostumbradaa demorir placerme yproducía deuna dolor,mezcla cuando pensaba que,extraña de unpena momentoy a otroplacer, aquéllo ibamismo que a morir. Y todos los allí presentes. estábamosLo másmismo onos menoshabrías envisto unsonreír estado semejante: aunas veces reíamoscomo yprorrumpir aen veces llorábamosllanto, pero sobre todo, uno: de nosotrosApolodoros, Apolodoro.cuyo Pues ya lohumor conoces a él y su modo de ser.
 
<b>EQUÉCRATES</b>ECHECRATES.- ¿Cómo no voyhabría ade conocerle?
 
FEDÓN.- En él mejor que en los demás se veía esta diversidad de sentimientos. Yo estaba tan descompuesto como los otros.
<b>FEDÓN</b>.—Encontrábase, es cierto, en completo abatimiento; pero yo también estaba conmovido, y asimismo los demás.
 
ECHECRATES.- ¿Quiénes eran ésos?
<b>EQUÉCRATES</b>.—¿Y quiénes, Fedón, estaban por ventura allí presentes?
 
<b>FEDÓN</b>.—Ese- que te digo,Atenienses: estaban ApolodoroApolodoros, quecomo formabaya partete delhe grupodicho. deCritóbulo susy paisanos,su juntamente conpadre CritobuloCritón, su padre: Hermógenes, EpígenesEpígeno, EscluinesEsquino y Antístenes,Antístenes4; ytambién estaban tambiénCtesippo Ctesipode el PeanieoPeanea, MenéxenoMenexenes y ytodavía algunos otrosmás del país.; creo que Platón estaba enfermo, según creo.
 
ECHECRATES.- ¿Había extranjeros?
<b>EQUÉCRATES</b>.—¿Y había algún extranjero?
 
<b>FEDÓN</b>.—Sí,- Sí: Simmias elde tebanoTebas, CebesCebos y FedondaFedondes, dey de MégaraMegara, EuclidesEuclides5 y Terpsión.
 
ECHECRATES.- ¿Estaban también Aristipo6 y Cleombroto?
<b>EQUÉCRATES</b>.—¿Y qué? ¿Se encontraban con ellos Aristipo y Cleómbloto?
 
<b>FEDÓN</b>.—No,- por cierto.No: Sese decíadijo que estabanestaba en EginaEgina7.
 
ECHECRATES.- ¿Quién más había?
<b>EQUÉCRATES</b>.—¿Estaba presente algún otro?
 
<b>FEDÓN</b>.—Si- no me equivoco,Creo creohaber quenombrado fuerona sólocasi éstostodos los que estuvieronestaban.
 
ECHECRATES.- Entonces cuéntame lo que hablasteis.
<b>EQUÉCRATES</b>.—¿Y qué más? ¿Qué conversaciones dices que hubo?
 
FEDÓN.- Procuraré referírtelo sin omitir nada, porque desde el día de su sentencia no transcurrió uno sólo sin ir a ver a Sócrates. Con este objeto nos reuníamos todas las mañanas en la plaza pública donde fue juzgado, muy cerca de su prisión, y allí esperábamos a que la abrieran, lo que nunca fue muy temprano. Apenas la abrían acudíamos a su lado donde ordinariamente pasábamos toda la jornada. Aquel día nos reunimos más temprano que de costumbre porque al separarnos de él la víspera por la noche, supimos que el barco había vuelto de Delos y convinimos que nos encontraríamos al día siguiente en el mismo sitio, lo más de madrugada que pudiéramos. Apenas llegamos salió a nuestro encuentro el calabocero que tenía la costumbre de hacernos entrar en la prisión, para rogarnos que esperásemos un poco y que no entráramos antes de que fuera a buscarnos, porque, dijo, los Once8 estaban haciendo quitar los hierros a Sócrates en este momento y anunciándole que ha de morir hoy. Momentos después fue a buscarnos y nos abrió la puerta del calabozo. Al entrar vimos a Sócrates, al que ya habían despojado de los hierros, y a Xantipa, a quien conoces, sentada cerca de él teniendo en brazos a uno de sus hijos. Apenas nos vio, prorrumpió en lamentos y a gritar, como suelen las mujeres en ocasiones semejantes. Sócrates -exclamó-: ¿De manera que tus amigos vienen a hablar contigo por última vez? Pero él volviose a mirar a Critón, y dijo: Que la lleven a su casa.
<b>FEDÓN</b>.—Voy a intentar exponerte todo minuciosamente, desde el principio. Te diré, pues, que ya los días anteriores solíamos ir sin falta, tanto yo como los demás, a ver a Sócrates, reuniéndonos al amanecer en el tribunal donde se había celebrado el juicio, pues estaba cerca de la cárcel. Allí esperábamos siempre a que se abriera la prisión, charlando los unos con los otros, porque no se abría muy de mañana. Una vez abierta, entrábamos a visitar a Sócrates, y las más de las veces pasábamos el día entero con él. Pero en aquella ocasión nos habíamos reunido aún más temprano, porque el día anterior, cuando salimos de la prisión, a la caída de la tarde, nos enteramos de que la nave había regresado de Delos. En vista de ello, nos dimos los unos a los otros el aviso de llegar lo más pronto posible al lugar de costumbre. Llegamos, y saliéndonos al encuentro el carcelero que solía abrirnos nos dijo que esperáramos y que no nos presentáramos allí hasta que él lo indicara.
 
Inmediatamente entraron los esclavos de Critón y a la fuerza se llevaron a Xantipa que lanzaba desgarradores gritos y se golpeaba furiosamente el rostro. Al mismo tiempo se sentó Sócrates sobre su lecho, y doblando la pierna de la que acababan de quitarle la cadena y frotándosela con la mano nos dijo: Qué cosa tan extraña es lo que los hombres denominan placer, y que maravillosamente se acuerda con el dolor, aunque se crea lo contrario, porque aunque no puedan encontrarse juntos cuando se experimenta uno de los dos casi siempre hay que esperar al otro, como si estuviesen ligados inseparablemente. Creo que si Esopo se hubiera detenido a pensar en esta idea, quizá hubiera hecho con ella una fábula. Habría dicho que Dios intentó poner de acuerdo a estos dos enemigos, y que, no lográndolo, se contentó con encadenarlos a una misma cadena, de manera que desde entonces, cuando uno de ellos se presenta, lo sigue el otro de muy cerca. Es lo que yo mismo estoy experimentando ahora, porque al dolor que los hierros me producían en esta pierna parece sucederle ahora una sensación de placer.
—Los Once —nos dijo— están quitándole los grilletes a Sócrates y dándole la noticia de que en este día morirá. Mas no tardó mucho rato en volver y nos invitó a entrar. Entramos, pues, y nos encontramos a Sócrates que acababa de ser desencadenado, y a Jantipa —ya la conoces— con su hijo en brazos y sentada a su lado. Al vernos, Jantipa rompió a gritar y a decir cosas tales como las que acostumbran las mujeres.
 
¡Por Júpiter!, le interrumpió Cebes; me has hecho recordar que algunos, y entre ellos en último término Eveno9, me han preguntado con motivo de las fábulas de Esopo, que has puesto en verso, y de tu himno a Apolo, ¿cómo se te ha ocurrido componer uno en tu vida? Si tienes ganas de que conteste a Eveno, cuando me haga la misma pregunta, que estoy seguro me hará, ¿qué quieres que le diga?
—¡Ay, Sócrates!, ésta es la última vez que te dirigirán la palabra los amigos y tú se la dirigirás a ellos.
 
No tienes más que decirle la cosa tal como es, respondió Sócrates; que no ha sido por cierto para ser su rival de poesía, porque sabía lo difícil que es hacer versos, sino únicamente buscando la explicación de ciertos sueños para obedecerlos, si por casualidad era la poesía aquel arte bello en el que me ordenaban me ejercitara. Porque toda mi vida he tenido un mismo sueño, que unas veces en una forma y otras en otra me recomendaba siempre lo mismo: Sócrates, ejercítate en las bellas artes. Hasta ahora había tenido esta orden por una simple advertencia, como la que por costumbre se hace a los que corren en la liza, en la creencia de que este sueño me ordenaba solamente que continuara viviendo como había vivido prosiguiendo el estudio de la filosofía, que constituía toda mi ocupación y que es la primera de las artes. Pero después de mi sentencia, como la fiesta de Apolo aplazó su ejecución, pensé que aquel sueño me ordenaba ejercitarme en las bellas artes como los otros hombres, y que antes de partir de este mundo estaría más seguro de haber cumplido con mi deber componiendo versos para obedecer al sueño. Empecé por este himno al dios cuya fiesta se celebraba, pero en seguida reflexioné que para ser verdaderamente poeta no basta hacer discursos en verso, sino que es preciso inventar ficciones, y no ocurriéndoseme ninguna recurrí a las fábulas de Esopo y versifiqué las primeras que me acudieron a la memoria. Ya sabes, pues, mi querido Cebes, lo que tienes que contestar a Eveno; dile también de mi parte que se conduzca bien y que si es sabio me siga, porque todo hace prever que hoy partiré, puesto que los atenienses lo ordenan.
—Sócrates, entonces, lanzó una mirada a Critón y le dijo:
 
¿Qué consejo, Sócrates, es el que das a Eveno?, exclamó Simmias. Le veo muy a menudo y por lo que sé de él estoy seguro de que no te seguirá por su gusto.
—Critón, que se la lleve alguien a casa. Y a aquélla se la llevaron, chillando y golpeándose el pecho, unos criados de Critón.
 
¿Cómo?, replicó Sócrates, ¿acaso no es filósofo Eveno?
Sócrates, por su parte, sentándose en la cama, dobló la pierna, restregósela con la mano, y, al tiempo que la friccionaba, dijo:
 
Creo que lo es, respondió Simmias.
—¡Qué cosa más extraña, amigos, parece eso que los hombres llaman placer! ¡Cuán sorprendentemente está unido a lo que semeja su contrario: el dolor! Los dos a la vez no quieren presentarse en el hombre, pero si se persigue al uno y se le coge, casi siempre queda uno obligado a coger también al otro, como si fueran dos seres ligados a una única cabeza. Y me parece — agregó — que si hubiera caído en la cuenta de ello Esopo hubiera compuesto una fábula que diría que la divinidad, queriendo imponer paz a la guerra que se hacían, como no pudiera conseguirlo, les juntó en el mismo punto sus coronillas; y por esta razón en aquel que se presenta el uno le sigue a continuación el otro. Así también me parece que ha ocurrido conmigo: una vez que por culpa de los grilletes estuvo en mi pierna el dolor, llegó ahora en pos suyo, según se ve, el placer.
 
Entonces querrá seguirme, dijo Sócrates, lo mismo que todo hombre que dignamente haga profesión de serlo. Sé muy bien que no se matará, porque se dice que eso no está permitido. Y al decirlo, levantó las piernas de la cama, puso los pies en el suelo y sentado de esta manera continuó hablando el resto del día.
Interrumpiéndole entonces Cebes, le dijo:
 
Cebes le preguntó: ¿Cómo puedes poner de acuerdo, Sócrates, que no es lícito suicidarse y que el filósofo, sin embargo, deba querer seguir a cualquiera que se muera?
—¡Por Zeus!, Sócrates, que has hecho bien en recordármelo. Sobre esos poemas que has compuesto, poniendo en verso las fábulas de Esopo y el himno a Apolo, ya me han preguntado algunos, pero sobre todo Eveno, anteayer, por qué razón los hiciste una vez llegado aquí, cuando anteriormente jamás habías compuesto ninguno. Si te importa, pues, que yo pueda responder a Eveno cuando de nuevo me pregunte, porque bien sé que me preguntará, dime qué debo decir.
 
¿Será posible, Cebes, replicó Sócrates, que ni tú ni Simmias no hayáis oído hablar nunca de esto a vuestro amigo Filolao?
—Pues dile, Cebes —le contestó—, la verdad; que no los hice por querer convertirme en rival suyo ni de sus poemas, pues sabía que esto no era fácil, sino por tratar de enterarme qué significaban ciertos sueños, y también por cumplir con un deber religioso, por si acaso era ésta la música que me prescribían componer. Tratábase, en efecto, de lo siguiente: Con mucha frecuencia en el transcurso de mi vida se me había repetido en sueños la misma visión, que, aunque se mostraba cada vez con distinta apariencia, siempre decía lo mismo: ¡Oh Sócrates, trabaja en componer música! Yo, hasta ahora, entendí que me exhortaba y animaba a hacer precisamente lo que venía haciendo, y que al igual que los que animan a los corredores, ordenábame el ensueño ocuparme de lo que me ocupaba, es decir, de hacer música, porque tenia yo la idea de que la filosofía, que era de lo que me ocupaba, era la música más excelsa. Pero ahora, después de que se celebró el juicio y la fiesta del dios me impidió morir, estimé que, por si acaso era esta música popular la que me ordenaba el sueño hacer, no debía desobedecerle, sino, al contrario; hacer poesía; pues era para mí más seguro no marcharme de esta vida antes de haber cumplido con este deber religioso, componiendo poemas y obedeciendo al ensueño. Así, pues, hice en primer lugar un poema al dios a quien correspondía la fiesta que se estaba celebrando. Mas después de haber hecho este poema al dios caí en la cuenta de que el poeta, si es que se propone ser poeta, debe tratar en sus poemas mitos v no razonamientos; yo, empero, no era mitólogo, y por ello precisamente entre los mitos que tenía a la mano y me sabía — los de Esopo — di forma poética a los primeros que al azar se me ocurrieron. Dile, pues, esto a Eveno, Cebes, y que tenga salud, y que, si es hombre sensato, me siga lo más rápidamente posible. Me marcharé, según parece, hoy, puesto que lo ordenan los atenienses.
 
Nunca se ha explicado con mucha claridad, Sócrates, respondió Cebes.
Entonces Simmias dijo:
 
De mí puedo aseguraros, añadió Sócrates, que no sé más que lo que he oído decir y no os ocultaré nada de lo que he podido saber. No creo que exista ocupación que convenga más a un hombre que muy pronto va a partir de este mundo, que la de examinar bien y procurar conocer a fondo qué es precisamente este viaje y descubrir la opinión que de él tenemos. ¿Qué cosa mejor podríamos hacer mientras esperamos la puesta del sol?
—¡Qué consejo éste que le das a Eveno, Sócrates! Muchas son ya las veces que me he tropezado con ese hombre, y estoy por decir, a juzgar por lo que yo tengo visto, que en modo alguno te hará caso de buen grado.
 
¿En qué puede fundarse uno, Sócrates, dijo Cebes, para asegurarnos que el suicidio no es lícito? A Filolao, cuando estaba con nosotros, y a otros varios, les oí decir que estaba mal hecho. Pero ni él ni nadie nos han dicho nunca nada claro acerca de esta cuestión.
—¿Y qué? —replicó Sócrates—, ¿no es filósofo Eveno?
 
Ármate de valor, dijo Sócrates, porque quizá vas a saber más hoy, pero te sorprenderás al ver que el vivir es para todos los hombres una necesidad invariable, una necesidad absoluta, aun para aquellos para los que la muerte sería mejor que la vida; verás también como algo asombroso, que no está permitido, se procuren el bien por sí mismos aquellos para los que la muerte es preferible a la vida y que estén obligados a esperar a otro libertador.
—A mí al menos me lo parece —contestó Simmias.
 
Y Cebes, sonriendo, contestó a la manera de su país: Dios lo sabe.
—Pues entonces Eveno se mostrara dispuesto a ello, como todo aquel que tome por esa ocupación un interés digno de ella. Sin embargo, posiblemente no ejercerá sobre sí mismo violencia, pues esto, según dicen, no es lícito. —Y al tiempo que decía esto hizo descender sus piernas hasta tocar el suelo, y así sentado continuó el resto de la conversación.
 
Esta opinión puede parecer irrazonable, continuó diciendo Sócrates, pero quizá no deja de tener razón. El discurso que se nos dirige en los misterios de que los hombres estamos en este mundo como los centinelas en un puesto que nunca podemos abandonar sin permiso, es quizá demasiado difícil y rebasa nuestra comprensión. Pero nada me parece mejor que esto: Los dioses tienen necesidad de los hombres y éstos pertenecen a los dioses. ¿No te parece que es verdad, Cebes?
Preguntóle entonces Cebes:
 
Muy verdad, respondió Cebes.
—¿Cómo es que dices, Sócrates, por un lado esto de que no es lícito ejercer violencia sobre si mismo y por otro que el filósofo estaría deseoso de seguir al que muere?
 
Tú mismo, siguió diciendo Sócrates, ¿no te enfadarías muchísimo si uno de tus esclavos se matara sin orden tuya y no le castigarías con todo rigor si pudieras?
—¿Y que, Cebes, no habéis oído hablar, tu y Simmias, de tales cuestiones, habiendo sido discípulo de Filolao?
 
Sí; sin duda.
—Con claridad, al menos, no, Sócrates.
 
Por la misma razón, dijo Sócrates, es muy justo sostener que uno no se puede suicidar y que es preciso esperar que Dios nos envíe una orden formal de abandonar la vida, como la que hoy me manda.
—Pues también yo hablo sobre esto de oídas. Así que lo que buenamente he oído decir no tengo ningún inconveniente en repetirlo. Es más, tal vez sea lo más apropiado para el que esta a punto de emigrar allá el recapacitar y referir algún mito sobre cómo pensamos qué es esa emigración. Y ¿qué otra cosa se podría hacer en el tiempo que falta hasta que se ponga el sol?
 
Me parece esto verosímil, dijo Cebes, pero lo que dijiste al mismo tiempo, de que el filósofo desea voluntariamente la muerte, me parece extraño, si es cierto que los dioses necesitan de los hombres, como acabas de decir, y que los hombres son una pertenencia de los dioses. Lo que me parece completamente desprovisto de razón es que los filósofos no estén disgustados de salir de la tutela de los dioses y de dejar una vida en la que los mejores gobernantes del mundo quieren tener buen cuidado de ellos. ¿Se figuran acaso que abandonados a sí mismos serán capaces de gobernarse mejor? Comprendo que a un loco se le pueda ocurrir que sea preciso huir de un amo, cuéstele lo que le cueste, y no comprenda que siempre se debe estar unido a lo que es bueno y no perderlo nunca de vista. Por esto huirá sin motivo. Pero un hombre prudente y sabio desearía siempre estar bajo la dependencia de lo que es mejor para él. De lo que infiero, Sócrates, todo lo contrario de lo que decías y pienso que los sabios se afligen por tener que morir y que los locos se alegran.
—Entonces, Sócrates, ¿en qué se basan los que dicen que no es lícito darse muerte a sí mismo? Porque yo, como tú me preguntabas hace un momento, ya le oí decir a Filolao, cuando vivía con nosotros, y a algunos otros, que no se debía hacer eso. Pero algo definitivo sobre ello jamás se lo he oído a nadie.
 
A Sócrates pareció agradable la sutilidad de Cebes, y volviéndose de nuestro lado, nos dijo: Cebes encuentra siempre objeciones y no se entrega desde el primer momento a lo que se le dice.
—Pues es menester no desalentarse —dijo—, porque tal vez lo podrías oír. Sin embargo, quizá te parecerá extraño que sea ésta la única cuestión simple entre todas y que jamás se presente al hombre como las demás. Hay casos, sí, e individuos para quienes mejor les sería estar muertos que vivir, pero lo que tal vez parezca chocante es que para esos individuos, para quienes vale más estar muertos, sea una impiedad el hacerse ese beneficio a sí mismos, y tengan que esperar a que sea otro su bienhechor.
 
Yo también encuentro que Cebes tiene alguna razón, dijo Simmias. ¿Qué pretenden, en efecto, los sabios, que huyen de dueños mucho mejores que ellos privándose voluntariamente de su apoyo? A ti se refieren las palabras de Cebes, que te reprocha el que te separes tan gustoso de nosotros y que abandones a los dioses, que según tu propia confesión son tan buenos dueños.
Entonces Cebes, sonriendo ligeramente, exclamó, hablando en su propia lengua:
 
Tenéis razón, contestó Sócrates, y veo que queréis obligarme a defenderme como me defendí ante la justicia.
—Sépalo Zeus.
 
Tú lo has dicho.
—En efecto —prosiguió Sócrates—, desde este punto de vista puede dar la impresión de algo ilógico. Sin embargo, no lo es y tal vez tenga alguna explicación. Y a propósito, lo que se dice en los misterios sobre esto, que los hombres estamos en una especie de presidio, y que no debe liberarse uno a sí mismo ni evadirse de él, me parece algo grandioso y de difícil interpretación. Pero lo que sí me parece Cebes, que se dice con razón es que los dioses son quienes se cuidan de nosotros y que nosotros los hombres, somos una de sus posesiones. ¿No te parece así?
 
Preciso es, pues, satisfaceros, dijo Sócrates, y procurar que esta apología sea más afortunada cerca de vosotros que la primera lo fue cerca de mis jueces. En efecto, Simmias y tú, Cebes, si yo no creyera encontrar en la otra vida dioses tan buenos y tan sabios y hombres mejores que los de aquí abajo, sería muy injusto si no me afligiera tener que morir. Pero sabed que espero reunirme a hombres justos. Quizá pueda lisonjearme de ello al atreverme a aseguraros todo lo que puede asegurarse en cosas de esta naturaleza, que espero encontrar dioses, dueños muy buenos. He aquí el porqué de que no me aflige tanto la perspectiva de la muerte, confiando en que después de esta vida existe todavía algo para los hombres, y que, según la antigua máxima, los buenos serán allí mejor tratados que los malvados.
——A mí, sí —respondió Cebes.
 
Y con estos pensamientos en el alma, dijo Simmias, ¿querías abandonarnos sin participárnoslos? Me parece que son un bien que no es común y si nos persuades será un hecho tu apología.
—Y tú, en tu caso —prosiguió—, si alguno de los seres que son de tu propiedad se suicidara, sin indicarle tu que quieres que muera, ¿no te irritarías con él?; y si pudieras aplicarle algún castigo, ¿no se lo aplicarías?
 
Quiero intentarlo, nos dijo, pero escuchemos antes lo que Critón quizá tenga que decirnos, porque me parece que hace ya un rato que quiere hablarnos.
—Sin duda alguna —respondió Cebes.
 
No tengo que decirte, le contestó Critón, sino que el hombre que debe darte a beber el veneno no cesa de decirme que es preciso advertirte que hables lo menos posible, porque pretende que hablar demasiado hace entrar en calor al cuerpo, y que nada tan contrario como esto para los efectos del veneno, y que cuando se ha hablado mucho, hay que duplicar y hasta triplicar la dosis.
—Pues bien, quizá desde este punto de vista no sea ilógica la obligación de no darse muerte a sí mismo, hasta que la divinidad envíe un motivo imperioso, como el que ahora se me ha presentado.
 
Déjale que diga lo que quiera, respondió Sócrates; y que prepare la cicuta como si tuviera que tomarla dos veces, y hasta tres, si es necesario.
—Esto sí —dijo Cebes— es a todas luces verosímil. Pero lo que decías hace un momento de que los filósofos estarían dispuestos con gusto a morir eso, Sócrates, parece un absurdo, si está bien fundado lo que acabamos de decir: que la divinidad es quien se cuida de nosotros y que nosotros somos sus posesiones. Pues el que los hombres más sensatos no sientan enojo por abandonar esa situación de servidumbre en la que tienen por patronos a los mejores patronos que hay, a los dioses, no tiene explicación, porque no cabe que el sabio crea que él cuidará mejor de sí mismo al estar en libertad. En cambio, un hombre insensato posiblemente creería que debe escapar de su amo, sin hacerse la reflexión de que no debe uno huir de lo que es bueno, sino, al contrario, permanecer a su lado lo más posible; de ahí que huyera irreflexivamente. Pero el que tiene inteligencia es muy probable que deseara estar siempre junto a quien es mejor que él. Y según esto, Sócrates, lo lógico es lo contrario de lo que se decía hace un instante: a los sensatos es a quienes cuadra sentir enojo por morir; a los insensatos, en cambio, alegría.
 
Sabía que me ibas a dar esta respuesta, dijo Critón, pero sigue insistiendo.
Al oírle, Sócrates me dio la impresión de que se alegraba con las objeciones de Cebes; y dirigiendo la mirada hacia nosotros, dijo:
 
No le hagas caso, volvió a repetirle Sócrates; pero ya es tiempo de que os explique a vosotros, que sois mis jueces, las razones que me persuaden de que un hombre que se ha consagrado toda la vida a la filosofía, tiene que morir lleno de valor y con la firme esperanza de que al partir de esta vida disfrutará de goces sin fin. Procuraré daros prueba de ello a ti, Simmias, y a ti, Cebes.
—Siempre, es verdad, está Cebes rastreando algún argumento, y nunca se muestra dispuesto a aceptar al pronto lo que se diga.
 
Los hombres ignoran que los verdaderos filósofos sólo laboran durante la vida para prepararse a la muerte; siendo así, sería ridículo que después de haber estado persiguiendo sin descanso este único fin comenzaran a retroceder y a tener miedo cuando la muerte se les presenta.
—Pero el caso es, Sócrates —dijo Simmias—, que a mi también me parece que esta vez Cebes no dice ninguna tontería. Pues ¿por qué razón unos hombres, sabios de verdad, huirían de amos que son mejores que ellos y se apartarían tan a la ligera de su lado? Y me parece que es a ti a quien apunta Cebes en su razonamiento, porque con tanta facilidad soportas el abandonar no sólo a nosotros, sino también a unos amos excelentes, según tú mismo reconoces, a los dioses.
 
Simmias, al oírle, se echó a reír. ¡Por Júpiter!, exclamó; en verdad, Sócrates, me has hecho reír a pesar de la envidia que siento en este instante, porque estoy persuadido de que si hubiera aquí gentes que te escucharan, la mayor parte de ellas no dejarían de decir que hablas muy bien de los filósofos. Nuestros tebanos, principalmente, consentirían de muy buena gana en que todos los filósofos aprendiesen tan bien a morir que se murieran de verdad, y dirían que saben muy bien que eso es todo lo que merecen.
—Es justa vuestra observación —replico—, y, según creo, lo que vosotros queréis decir es que yo debo defenderme contra ella como si estuviera ante un tribunal.
 
Y no dirían más que la verdad, Simmias, replicó Sócrates, excepto en un punto que saben muy bien, porque no es cierto que puedan saber por qué razón desean morir los filósofos ni por qué son dignos de ello. Pero dejemos a los tebanos y hablemos entre nosotros. ¿La muerte nos parece algo?
—Exactamente —dijo Simmias.
 
Sin ninguna duda, respondió Simmias.
—Pues ¡ea! —agregó—, intentaré defenderme ante vosotros más convincentemente que ante los jueces. En efecto, ¡oh Simmias y Cebes!, si yo no creyera, primero, que iba a llegar junto a otros dioses sabios y buenos, y después, junto a hombres muertos mejores que los de aquí, cometería una falta si no me irritase con la muerte. Pero el caso es, sabedlo bien, que tengo la esperanza de llegar junto a hombres que son buenos; y aunque esto no lo afirmaría yo categóricamente, no obstante, el que he de llegar junto a dioses que son amos excelentes insistiría en afirmarlo, tenedlo bien sabido, más que cualquier otra cosa semejante. De suerte que, por esta razón, no me irrito tanto como me irritaría en caso contrario, sino que tengo la esperanza de que hay algo reservado a los muertos: y, como se dice desde antiguo, mucho mejor para los buenos que para los malos.
 
¿No es la separación del alma y del cuerpo, dijo Sócrates, de manera que el cuerpo permanezca solo y el alma sola también? ¿No es esto lo que denominamos la muerte?
—¿Y entonces qué, Sócrates —dijo Simmias—, tienes la intención de marcharte quedándote tu solo con esa idea en la cabeza, y no nos harás participar de ella a nosotros también? Pues es algo común a todos nosotros, según me parece, ese bien; y a la vez tendrás tu defensa, si logras convencernos de lo que dices.
 
Esto mismo, dijo Simmias.
—Está bien, lo intentaré —dijo—. Pero, antes que nada, preguntemos a Critón, que está ahí, qué es lo que da la impresión de querer decirme desde hace rato.
 
Mira, querido mío, si pensaras como yo, porque ello nos daría mucha luz para lo que buscamos. ¿Te parece propio de un filósofo buscar lo que se llama el placer, como el comer y beber?
—¿Y qué otra cosa va a ser, Sócrates, sino que desde hace tiempo me está diciendo el que te va a dar el veneno que conviene advertirte que hables lo menos posible? Pues asegura que al charlar se acaloran demasiado, y que no se debe poner un obstáculo semejante al veneno, pues si no, hay casos en que se ven obligados a beberlo hasta dos o tres veces los que obran así.
 
De ninguna manera, Sócrates.
—Mándale a paseo —le respondió Sócrates——. Que cuide tan sólo de preparar su veneno para darme doble dosis, o triple incluso, si es preciso.
 
¿Y los goces del amor?
—Ya me suponía yo tu respuesta, pero hace un buen rato que me está molestando.
 
Tampoco.
—Déjale —replicó—. Y ahora es a vosotros, los jueces, a quienes quiero ya rendir cuentas de por qué me parece a mí natural que un hombre que ha pasado su vida entregado a la filosofía se muestre animoso cuando está en trance de morir, y tenga la esperanza de que en el otro mundo va a conseguir los mayores bienes, una vez que acabe sus días. Y cómo puede ser esto así, oh Simmias y Cebes, voy a intentar explicároslo.
 
Y de todos los demás goces que interesan al cuerpo, ¿crees que los busca y hace gran estima de ellos, por ejemplo, de las hermosas vestiduras, del bello calzado y de todos los demás ornamentos del cuerpo? ¿Crees que los tiene en aprecio o que los menosprecia cuando la necesidad no le obliga a servirse de ellos?
—Es muy posible, en efecto, que pase inadvertido a los demás que cuantos se dedican por ventura a la filosofía en el recto sentido de la palabra no practican otra cosa que el morir y el estar muertos. Y si esto es verdad, sería sin duda un absurdo el que durante toda su vida no pusieran su celo en otra cosa sino ésta, y el que, una vez llegada, se irritasen con aquello que desde tiempo atrás anhelaban y practicaban.
 
Me parece, dijo Simmias, que un verdadero filósofo no podrá más que menospreciarlos.
Entonces Simmias, echándose a reír, exclamó:
 
Entonces ¿te parece, siguió diciendo Sócrates, que todos los cuidados de un filósofo no tienen por objeto el cuerpo, y que al contrario, no trabaja más que para prescindir de éste todo lo posible a fin de no ocuparse más que de su alma?
—¡Por Zeus!, Sócrates, a pesar de que hace un momento no tenía en absoluto ganas de reírme, me has obligado a ello. Pues creo que, si el vulgo hubiera oído decir eso mismo, lo hubiera estimado muy bien dicho respecto de los que se dedican a la filosofía. Y con el vulgo estarían de completo acuerdo nuestros compatriotas en que verdaderamente los que filosofan están moribundos. Y dirían, además, que a ellos no se les escapa que son dignos de padecer tal suerte.
 
Así es.
—Y dirían la verdad, Simmias, salvo en lo que a ellos no se les escapa eso. Porque efectivamente les pasa inadvertido de qué modo están moribundos, en qué sentido merecen la muerte, y qué clase de muerte merecen los que son filósofos de verdad. Hablemos, pues, entre nosotros mismos —añadió—, y mandemos a aquéllos a paseo. ¿creemos que es algo la muerte?
 
Así resulta de todas estas cosas de que estamos hablando, dijo Sócrates, que desde luego es evidente que lo propio del filósofo es trabajar más particularmente que los demás hombres en la separación de su alma del comercio del cuerpo.
—Sin duda alguna —le replicó Simmias.
 
Evidentemente, dijo Simmias.
—¿Y que no es otra cosa que la separación del alma y del cuerpo? ¿Y que el estar muerto consiste en que el cuerpo, una vez separado del alma, queda a un lado solo en si mismo, y el alma a otro, separada del cuerpo, y sola en sí misma? ¿Es, acaso, la muerte otra cosa que eso?
 
Y, sin embargo, se figura la mayor parte de la gente que un hombre que no encuentra un placer en esta clase de cosas y no usa de ellas, ignora verdaderamente lo que es la vida y les parece que quien no goza de las voluptuosidades del cuerpo está muy cerca de la muerte.
—No — respondió — es eso.
 
Dices bien, Sócrates.
—En tal caso, mi buen amigo, mira a ver si eres de la misma opinión que yo, pues a partir de vuestro asentimiento creo que adquiriremos mayor conocimiento sobre lo que consideramos. ¿Te parece a ti propio del filósofo el interesarse por los llamados placeres de la índole, por ejemplo, de los de la comida y la bebida?
 
Pero ¿qué diremos de la adquisición de la ciencia? Cuando no se le asocia a este fin, ¿es el cuerpo o no un obstáculo? Voy a explicarme con un ejemplo. ¿Tienen la vista y el oído algún viso de certeza o tienen razón los poetas de cantarnos sin cesar que en realidad nada vemos ni oímos? Porque si estos dos sentidos no son seguros ni verdaderos, los otros lo serán todavía mucho menos, siendo mucho más débiles. ¿No opinas como yo, Simmias?
—De ningún modo, Sócrates —respondió Simmias.
 
Sin duda alguna, dijo Simmias.
—¿Y de los placeres del amor?
 
¿Cuándo, pues, encuentra el alma la verdad? Porque cuando la busca con el cuerpo vemos claramente que éste la engaña e induce al error.
—Tampoco.
 
Es cierto.
—¿Y qué diremos, además, de los cuidados del cuerpo? ¿Te parece que los considera dignos de estimación un hombre semejante? Así, por ejemplo, la posesión de mantos y calzados distinguidos y los restantes adornos del cuerpo ¿te da la impresión de apreciarlos o despreciarlos, salvo en lo que sea de gran necesidad participar en ellos?
 
—A¿No mí mete parece que lospor despreciael —respondió—,razonamiento al menos,llega el filósofoalma principalmente a conocer dela verdad.?
 
Sí.
—¿Y no te parece —prosiguió— que en su totalidad la ocupación de un hombre semejante no versa sobre el cuerpo, sino, al contrario, en estar separado lo más posible de él, y en aplicarse al alma?
 
¿Y no razona mejor que nunca cuando no está influida por la vista ni por el oído, ni por el dolor ni por la voluptuosidad, y encerrada en sí misma prescinde del cuerpo y no tiene con él relación alguna, en tanto que es posible, y se aferra a lo que es para conocerla?
—A mí, si.
 
Lo has dicho perfectamente.
—¿Y en primer lugar, no está claro en tal conducta que el filósofo desliga el alma de su comercio con el cuerpo lo más posible y con gran diferencia sobre los demás hombres?
 
¿No es, entonces, sobre todo cuando el alma del filósofo desprecia al cuerpo, huye de él y trata de estar sola consigo misma?
—Resulta evidente.
 
Eso me parece.
—Y, sin duda, Simmias, parécele al vulgo que la vida de aquel que no considera agradable ninguna de dichas cosas, ni toma parte en ellas, no merece la pena, y que es algo cercano a la muerte a lo que tiende quien no se cuida en nada de los placeres corporales.
 
¿Qué diremos ahora de ciertas cosas, Simmias? De la justicia, por ejemplo, ¿diremos que es algo o que es nada?
—Es enteramente cierto lo que dices.
 
Diremos seguramente que es algo.
—¿Y qué decir sobre la adquisición misma de la sabiduría? ¿Es o no un obstáculo el cuerpo, si se le toma como compañero en la investigación? Y te pongo por ejemplo lo siguiente: ofrecen, acaso, a los hombres alguna garantía de verdad la vista y el oído, o viene a suceder lo que los poetas nos están repitiendo siempre, que no oímos ni vemos nada con exactitud? Y si entre los sentidos corporales éstos no son exactos, ni dignos de crédito, difícilmente lo serán los demás, puesto que son inferiores a ellos. ¿No te parece así?
 
¿No diremos también lo mismo de lo bueno y lo bello?
—Así, por completo —dijo.
 
Sin duda.
—Entonces —replicó Sócrates— ¿cuándo alcanza el alma la verdad? Pues siempre que intenta examinar algo juntamente con el cuerpo, está claro que es engañada por él.
 
Pero ¿los has visto alguna vez con tus propios ojos?
—Dices verdad.
 
Nunca.
—¿Y no es al reflexionar cuando, más que en ninguna otra ocasión, se le muestra con evidencia alguna realidad?
 
¿Existe algún otro sentido corporal por el cual hayas podido comprender alguna de las cosas de que hablo, como la magnitud, la salud, la fuerza, en una palabra, la esencia de todas, es decir, lo que son por sí mismas? ¿Es por medio del cuerpo como se reconoce la realidad? O, ¿es cierto que aquel de nosotros que se disponga a examinar con el pensamiento y lo más atentamente que pueda lo que quiere encontrar se acercará más que los demás al objetivo y llegará a conocerlo mejor?
—Sí.
 
Seguramente.
—E indudablemente la ocasión en que reflexiona mejor es cuando no la perturba ninguna de esas cosas, ni el oído, ni la vista, ni dolor, ni placer alguno, sino que, mandando a paseo el cuerpo, se queda en lo posible sola consigo mismo y, sin tener en lo que puede comercio alguno ni contacto con él, aspira a alcanzar la realidad.
 
Y con más claridad lo hará quien examine cada cosa sólo por el pensamiento sin tratar de facilitar su meditación con la vista ni a sostener su razonamiento recurriendo a otro sentido corporal; quien sirviéndose del pensamiento sin mezcla alguna trate de encontrar la esencia pura y verdadera de las cosas sin el ministerio de los ojos ni del oído, y separado, por decirlo así, de todo el cuerpo, que no hace más que perturbar el alma e impedirla encontrar la verdad en cuanto tiene con él la menor relación. ¿No es verdad, Simmias, que si alguno llega a conseguir conocer la esencia de las cosas, tiene que ser este de quien estoy hablando?
—Así es.
 
Tienes razón, Sócrates, y hablas admirablemente.
—¿Y no siente en este momento el alma del filósofo un supremo desdén por el cuerpo, y se escapa de él, y busca quedarse a solas consigo misma?
 
¿No se deduce necesariamente de este principio, continuó Sócrates, que los verdaderos filósofos deben pensar y decirse entre ellos: para seguir sus investigaciones, la razón sólo tiene una senda: mientras tengamos nuestro cuerpo y nuestra alma esté contaminada de esta corrupción, jamás poseeremos el objeto de nuestros deseos, es decir, la verdad? Porque el cuerpo nos opone mil obstáculos por la necesidad que nos obliga a cuidar de él, y las enfermedades que pueden presentarse turbarán también nuestras investigaciones. Además, nos llena de amores, de deseos, de temores, de mil ilusiones y de toda clase de estupideces, de manera que no hay nada tan cierto como el dicho vulgar de que el cuerpo jamas conduce a la sabiduría. Porque ¿quién es el que provoca las guerras, las sediciones y los combates? El cuerpo con todas sus pasiones. En efecto, todas las guerras no tienen más origen que el afán de amasar riquezas, y nos vemos forzados a amasarlas por el cuerpo, para satisfacer sus caprichos y atender como esclavos a sus necesidades. He aquí la causa de que no nos sobre tiempo para pensar en la filosofía; y el mayor de nuestros males todavía es cuando nos deja algún ocio y nos ponemos a meditar, interviene de repente en nuestros trabajos, nos perturba y nos impide discernir la verdad. Queda, pues, demostrado que si queremos saber verdaderamente alguna cosa es preciso prescindir del cuerpo y que sea el alma sola la que examine los objetos que quiera conocer. Sólo entonces gozaremos de la sabiduría de la que nos decimos enamorados, es decir, después de nuestra muerte y nunca jamás durante esta vida. La misma razón lo dice, porque si es imposible que conozcamos algo puramente mientras que estamos con el cuerpo, es preciso una de dos cosas: o que nunca se conozca la verdad o que se la conozca después de la muerte, porque entonces el alma se pertenecerá a ella misma libre de esta carga, mientras que antes no. Entretanto pertenezcamos a esta vida no nos aproximaremos a la verdad más que cuando nos alejemos del cuerpo y renunciemos a todo comercio con él, como no sea el que la necesidad nos imponga y mientras no le consintamos que nos llene de su corrupción natural y, en cambio, nos conservemos puros de todas sus contaminaciones hasta que Dios mismo venga a redimirnos. Por este medio, libres y rescatados de la locura del cuerpo, hablaremos, como es verosímil, con hombres que disfrutarán de la misma libertad y conoceremos por nosotros mismos la esencia pura de las cosas y quizá sea ésta la verdad; pero al que no sea puro no le será nunca dado alcanzar la pureza. Aquí tienes, mi caro Simmias, lo que parece deben pensar los verdaderos filósofos y el lenguaje que deben emplear entre ellos. ¿No lo crees como yo?
—Tal parece.
 
Así lo creo, Sócrates.
—¿Y qué ha de decirse de lo siguiente, Simmias: afirmamos que es algo lo justo en sí, o lo negamos?
 
Si es así, mi querido Simmias, todo hombre que llegue adonde voy a ir ahora, tiene gran motivo para esperar que allá, mejor que en ninguna parte, poseerá lo que con tantas fatigas buscamos en esta vida; de manera que el viaje que me ordenan me llena de una dulce esperanza y el mismo efecto producirá en todo el que esté persuadido de que su alma está preparada, es decir, purificada para conocer la verdad. Por consiguiente, purificar el alma, ¿no es como decíamos hace muy poco separarla del cuerpo y acostumbrarla a encerrarse y a reconcentrarse en sí misma renunciando en todo lo posible a dicho comercio, viviendo bien sea en esta vida o en la otra sola y desprendida del cuerpo, como de una cadena?
—Lo afirmamos, sin duda, ¡por Zeus!
 
Es verdad, Sócrates.
—¿Y que, asimismo, lo bello es algo y lo bueno también?
 
¿Y no es esta liberación, ésta separación del alma y del cuerpo lo que se llama la muerte?
—¡Cómo no!
 
Ciertamente.
—Pues bien, ¿has visto ya con tus ojos en alguna ocasión alguna de tales cosas?
 
¿Y no son los verdaderos filósofos los únicos que trabajan verdaderamente a este fin? ¿Esta separación y esta liberación no constituyen toda su ocupación?
—Nunca —respondió Simmias.
 
Esto me parece, Sócrates.
—¿Las percibiste, acaso, con algún otro de los sentidos del cuerpo? Y estoy hablando de todo; por ejemplo, del tamaño, la salud, la fuerza; en una palabra, de la realidad de todas las demás cosas, es decir, de lo que cada una de ellas es. ¿Es, acaso, por medio del cuerpo como se contempla lo más verdadero de ellas, u ocurre, por el contrario, que aquel de nosotros que se prepara con el mayor rigor a reflexionar sobre la cosa en sí misma, que es objeto de su consideración, es el que puede llegar más cerca del conocer cada cosa?
 
¿No sería, pues, como antes dije, sumamente ridículo que un hombre que ha estado dedicado durante toda su vida a esperar la muerte, se indigne al verla llegar? ¿No sería risible?
—Así es, en efecto.
 
¿Cómo no?
—¿Y no haría esto de la manera más pura aquel que fuera a cada cosa tan sólo con el mero pensamiento, sin servirse de la vista en el reflexionar y sin arrastrar ningún otro sentido en su meditación, sino que, empleando el mero pensamiento en sí mismo, en toda su pureza, intentara dar caza a cada una de las realidades, sola, en sí misma y en toda su pureza, tras haberse liberado en todo lo posible de los ojos, de los oídos y, por decirlo así, de todo el cuerpo, convencido de que éste perturba el alma y no la permite entrar en posesión de la verdad y de la sabiduría, cuando tiene comercio con ella? ¿Acaso no es éste, oh Simmias, quien alcanzará la realidad, si es que la ha alcanzado alguno?
 
Entonces es cierto, Simmias, que los verdaderos filósofos no trabajan más que para morir y que la muerte no les parezca nada terrible. Mira tú mismo; si desprecian su cuerpo y desean vivir solos con su alma, ¿no sería el mayor absurdo tener miedo cuando llegue ese instante, afligirse y no ir voluntariamente allá donde esperan obtener los bienes por los cuales han suspirado toda su vida? Porque han estado deseando adquirir la sabiduría y verse libres de este cuerpo objeto de su desprecio. ¡Qué! Muchos hombres, por haber perdido a sus amigos, sus mujeres y sus hijos, han descendido voluntariamente a los infiernos conducidos por la sola esperanza de volver a ver a los que habían perdido y vivir con ellos, y un hombre que ama de verdad la sabiduría y tiene la firme esperanza de encontrarla en los infiernos, ¿se disgustará por tener que morir y no irá gozoso a los parajes donde disfrutará de lo que ama? ¡Ah, mi querido Simmias!, es preciso creer que irá con una gran voluptuosidad si verdaderamente es un filósofo, porque estará firmemente convencido de que sólo en los infiernos encontrará la pura sabiduría que busca. Y siendo así, ¿no sería extravagante, como dije, que un hombre tal temiera a la muerte?
—Es una verdad grandísima lo que dices, Sócrates —replicó Simmias.
 
¡Por Júpiter!, exclamó Simmias, ¡seria una locura!
—Pues bien —continuó Sócrates—, después de todas estas consideraciones, por necesidad se forma en los que son genuinamente filósofos una creencia tal, que les hace decirse mutuamente algo así como esto: tal vez haya una especie de sendero que nos lleve a término [juntamente con el razonamiento en la investigación], porque mientras tengamos el cuerpo y esté nuestra alma mezclada con semejante mal, jamás alcanzaremos de manera suficiente lo que deseamos. Y decimos que lo que deseamos es la verdad. En efecto, son un sin fin las preocupaciones que nos procura el cuerpo por culpa de su necesaria alimentación; y encima, si nos ataca alguna enfermedad, nos impide la caza de la verdad. Nos llena de amores, de deseos, de temores, de imágenes de todas clases, de un montón de naderías, de tal manera que, como se dice, por culpa suya no nos es posible tener nunca un pensamiento sensato. Guerras, revoluciones y luchas nadie las causa, sino el cuerpo y sus deseos, pues es por la adquisición de riquezas por lo que se originan todas las guerras, y a adquirir riquezas nos vemos obligados por el cuerpo, porque somos esclavos de sus cuidados; y de ahí, que por todas estas causas no tengamos tiempo para dedicarlo a la filosofía. Y lo peor de todo es que, si nos queda algún tiempo libre de su cuidado y nos dedicamos a reflexionar sobre algo, inesperadamente se presenta en todas partes en nuestras investigaciones y nos alborota, nos perturba y nos deja perplejos, de tal manera que por su culpa no podemos contemplar la verdad. Por el contrario, nos queda verdaderamente demostrado que, si alguna vez hemos de saber algo en puridad, tenemos que desembarazarnos de él y contemplar tan sólo con el alma las cosas en sí mismas. Entonces, según parece, tendremos aquello que deseamos y de lo que nos declaramos enamorados, la sabiduría; tan sólo entonces, una vez muertos, según indica el razonamiento, y no en vida. En efecto, si no es posible conocer nada de una manera pura juntamente con el cuerpo, una de dos, o es de todo punto imposible adquirir el saber, o sólo es posible cuando hayamos muerto, pues es entonces cuando el alma queda sola en sí misma, separada del cuerpo, y no antes. Y mientras estemos con vida, más cerca estaremos del conocer, según parece, si en todo lo posible no tenemos ningún trato ni comercio con el cuerpo, salvo en lo que sea de toda necesidad, ni nos contaminamos de su naturaleza, manteniéndonos puros de su contacto, hasta que la divinidad nos libre de él. De esta manera, purificados y desembarazados de la insensatez del cuerpo, estaremos, como es natural, entre gentes semejantes a nosotros y conoceremos por nosotros mismos todo lo que es puro; y esto tal vez sea lo verdadero. Pues al que no es puro es de temer que le esté vedado el alcanzar lo puro. He aquí, oh Simmias, lo que necesariamente pensarán y se dirán unos a otros todos los que son amantes del aprender en el recto sentido de la palabra. ¿No te parece a ti así?
 
Por lo tanto, siempre que veas que un hombre se enoja y retrocede cuando se ve frente a la muerte, será una prueba cierta de que es un hombre que ama, no la sabiduría, sino a su cuerpo, y con éste los honores y las riquezas, o uno solo de ellos o ambos a la vez.
—Enteramente, Sócrates.
 
Es como dices, Sócrates.
—Así, pues, compañero —dijo Sócrates—, si esto es verdad, hay una gran esperanza de que, una vez llegado adonde me encamino, se adquirirá plenamente allí, más que en ninguna otra parte, aquello por lo que tanto nos hemos afanado en nuestra vida pasada; de suerte que el viaje que ahora se me ha ordenado se presenta unido a una buena esperanza, tanto para mí como para cualquier otro hombre que estime que tiene su pensamiento preparado y, por decirlo así, purificado.
 
Por esto, Simmias, lo que se ha denominado la fortaleza, ¿no es peculiar de los filósofos? Y la temperancia, de la que el gran número no conoce más que el nombre, esta virtud que consiste en no ser esclavo de sus deseos, sino en sobreponerse a ellos y a vivir con moderación, ¿no es propia más bien de aquellos que desprecian sus cuerpos y viven en la filosofía?
—Exacto —respondió Simmias.
 
Necesariamente.
—¿Y la purificación no es, por ventura, lo que en la tradición se viene diciendo desde antiguo, el separar el alma lo más posible del cuerpo y el acostumbrarla a concentrarse; a recogerse en si misma, retirándose de todas las partes del cuerpo, y viviendo en lo posible tanto en el presente como en el después sola en sí misma, desligada del cuerpo como de una atadura?
 
Si quieres examinar la fortaleza y la temperancia de los hombres, de seguro las encontrarás ridículas.
—Así es en efecto —dijo.
 
¿Por qué, Sócrates?
—¿Y no se da el nombre de muerte a eso precisamente, al desligamiento y separación del alma con el cuerpo?
 
Tú sabes que todos los hombres creen que la muerte es uno de los mayores males.
—Sin duda alguna —respondió Simmias.
 
Es verdad, dijo Simmias.
—Pero el desligar el alma, según afirmamos, es la aspiración suma, constante y propia tan sólo de los que filosofan en el recto sentido de la palabra; y la ocupación de los filósofos estriba precisamente en eso mismo, en el desligamiento y separación del alma y del cuerpo. ¿Si o no?
 
Por esto cuando uno de estos hombres, a los que se llama fuertes, sufre la muerte con algún valor, no la sufre más que por temor a un mal mayor.
—Así parece.
 
Fuerza es convenir en ello.
—¿Y no sería ridículo, como dije al principio, que un hombre que se ha preparado durante su vida a vivir en un estado lo más cercano posible al de la muerte, se irrite luego cuando le llega ésta?
 
Y, por consiguiente, los hombres no son fuertes más que por el miedo, excepto los filósofos. ¿No resulta ridículo, por lo tanto, que un hombre sea valiente por miedo?
—Sería ridículo. ¡Cómo no!
 
Tienes razón, Sócrates.
—Luego, en realidad, oh Simmias —replicó Sócrates—, los que filosofan en el recto sentido de la palabra se ejercitan en morir, y son los hombres a quienes resulta menos temeroso el estar muertos. Y puedes colegirlo de lo siguiente: si están enemistados en todos los respectos con el cuerpo y desean tener el alma sola en sí misma, ¿no sería un gran absurdo que, al producirse esto, sintieran temor y se irritasen y no marcharan gustosos allá, donde tienen esperanza de alcanzar a su llegada aquello de que estuvieron enamorados a lo largo de su vida —que no es otra cosa que la sabiduría— y de librarse de la compañía de aquello con lo que estaban enemistados? ¿No es cierto que al morir amores humanos, mancebos amados, esposas e hijos, fueron muchos los que se prestaron de buen grado a ir en pos de ellos al Hades, impulsados por la esperanza de que allí verían y se reunirían con los seres que añoraban? Y en cambio, si alguien ama de verdad la sabiduría, y tiene con vehemencia esa misma esperanza, la de que no se encontrará con ella de una manera que valga la pena en otro lugar que en el Hades ¿se va a irritar por morir y marchará allá a disgusto? Preciso es creer que no, compañero, si se trata de un verdadero filósofo, pues tendrá la firme opinión de que en ninguna otra parte, salvo allí, se encontrará con la sabiduría en estado de pureza. Y si esto es así, como decía hace un momento, ¿ no sería un gran absurdo que un hombre semejante tuviera miedo a la muerte?
 
¿No les ocurre lo mismo a vuestros temperamentos? No lo son más que por intemperancia, y aunque esto parezca imposible, es, sin embargo, lo que pasa con su vana moderación, porque los temperamentos no renuncian a una voluptuosidad más que por temor de verse privados de otras voluptuosidades que desean y a las cuales se han acostumbrado. Llaman tanto como quieren a la intemperancia al ser vencido por sus pasiones, pero al mismo tiempo no dominan ciertas voluptuosidades más que por estar sujetos a otras que se han adueñado de ellos y esto se parece mucho a lo que hace un momento he dicho: que son temperantes por intemperancia.
—Sí, por Zeus —dijo Simmias—, un gran absurdo.
 
Me parece una gran verdad.
—¿Y no te parece que es indicio suficiente de que un hombre no era amante de la sabiduría, sino del cuerpo, el verle irritarse cuando está a punto de morir? Y probablemente ese mismo hombre resulte también amante del dinero, o de honores, o una de estas dos cosas, o las dos a la vez.
 
Que no te engañe esto, mi querido Simmias; no es un camino que conduce a la virtud el cambiar voluptuosidades por voluptuosidades, tristezas por tristezas, temores por temores, como los que cambian una moneda grande por piezas pequeñas. La sabiduría es la única moneda de buena ley por la cual hay que cambiar todas las otras. Con ella se compra todo y se tiene todo, fortaleza, templanza, justicia; en una palabra, la virtud no es verdadera más que unida a la sabiduría, independientemente de las voluptuosidades, tristezas, temores y todas las demás pasiones; tanto, que todas las demás virtudes sin la sabiduría y de las cuales se hace un cambio continuo, no son más que sombras de virtud, una virtud esclava del vicio, que no tiene nada verdadero ni sano. La verdadera virtud es una purificación de toda clase de pasiones. La templanza, la justicia y la misma sabiduría no son más que purificaciones y hay buen motivo para creer que quienes establecieron las purificaciones distaban muy mucho de ser unas personas despreciables, sino grandes genios que ya desde los primeros tiempos quisieron hacernos comprender bajo estos enigmas que aquel que llegara a los infiernos sin estar iniciado ni purificado será precipitado al cieno; y aquel que llegara después de haber cumplido la expiación será recibido entre los dioses, porque, como dicen los que presiden los misterios: muchos llevan el tirso, pero pocos son los poseídos del dios. Y éstos, a mi modo de ver, sólo son los que filosofaron bien. Nada he omitido para ser de su núcleo y toda mi vida he estado trabajando para conseguirlo. Si todos mis esfuerzos no han sido inútiles y lo he logrado, lo sabré dentro de un momento, si a Dios le place. He aquí, mi querido Cebes, mi apología para sincerarme ante vosotros al abandonaros, y al separarme de los dueños de este mundo no estar triste ni disgustado, en la esperanza de que allí, no menos que aquí, encontraré buenos amigos y buenos señores, que es lo que el pueblo no sabría imaginar. Pero tendría una gran satisfacción si ante vosotros lograra defenderme mejor que ante los jueces atenienses.
—Efectivamente —respondió——, ocurre tal y como dices.
 
Cuando Sócrates terminó de hablar tomó la palabra Cebes y le dijo: Sócrates, todo cuanto acabas de decir me parece una gran verdad. Hay solamente una cosa que los hombres no acaban de creer: es lo que nos has dicho del alma, porque se imaginan que cuando ésta abandona al cuerpo cesa de existir; que el día mismo en que el hombre muere, o ella se escapa del cuerpo, se desvanece como un vapor y no existe en ninguna parte. Porque si subsistiera sola, recogida en sí misma y liberada de todos los males de que nos has hablado, habría una esperanza tan grande y tan bella, Sócrates, que todo lo que has dicho sería verdad; pero que el alma viva después de la muerte del hombre, que actúe y piense, es lo que puede ser necesite alguna explicación y pruebas sólidas.
—¿Acaso no es, Simmias —prosiguió— lo que se llama valentía lo que más conviene a los que son así?
 
Tienes razón, Cebes, ¿qué haremos?... ¿Quieres que examinemos en esta conversación si esto es verosímil o si no lo es?
—Sin duda alguna —dijo.
 
Me darías un gran placer permitiéndome escuchar de tus labios lo que piensas en esta materia.
¿Y no es la moderación, incluso eso que el vulgo llama moderación, es decir, el no dejarse excitar por los deseos, sino mostrarse indiferente y mesurado ante ellos, lo que conviene a aquellos únicamente que, descuidándose en extremo del cuerpo, viven entregados a la filosofía?
 
No creo, dijo Sócrates, que aunque alguno nos oyera, y fuera además un autor de comedias, pudiera reprocharme que no hago más que decir tonterías ni que hablo de cosas que no nos interesan de cerca. Si te parece, examinaremos la cuestión. Preguntémonos ante todo si las almas de los muertos están en los infiernos o si no están. Es una creencia muy antigua que las almas, al dejar este mundo, van a los infiernos y que de allí vuelven al mundo y a la vida después de haber pasado por la muerte. Si es así y los hombres después de la muerte retornan a la vida, se deduce, necesariamente, que durante este intervalo están las almas en los infiernos, porque no volverían al mundo si estuvieran en él, y esto será una prueba suficiente de que existen, si vemos claramente que los vivos no nacen más que de los muertos, porque si no es así necesitaríamos buscar otras pruebas.
—Necesariamente —respondió.
 
Naturalmente, dijo Cebes.
—En efecto —siguió Sócrates—, pues si quieres considerar la valentía y la moderación de los demás, te parecerá que es extraña.
 
Y Sócrates continuó: Pero para cerciorarse de esta verdad es preciso no contentarse con examinarla con relación a los hombres, sino también con relación a los animales, a las plantas y a todo lo que nace, porque así se verá que todas las cosas nacen de la misma manera, es decir, de sus contrarios, cuando los tienen. Por ejemplo: lo bello es lo contrario de lo feo, lo justo de lo injusto, y lo mismo una infinidad de cosas. Veamos, pues, si es de absoluta necesidad que las cosas que tienen su contrario no nazcan más que de este contrario, lo mismo que cuando una cosa aumenta es preciso de toda necesidad que antes fuera más pequeña para adquirir después aquel aumento.
—¿En qué sentido, Sócrates?
 
Sin duda.
—¿No sabes —prosiguió— que todos los demás consideran la muerte como uno de los grandes males?
 
Y cuando disminuye es preciso que antes fuera mayor para poder disminuir más tarde.
—Lo sé, y muy bien —dijo.
 
Efectivamente.
—¿Y cuando afrontan la muerte los que entre ellos son valientes no la afrontan por miedo a mayores males?
 
Lo mismo que lo más fuerte procede de lo más débil y lo más rápido de lo más lento.
—Así es.
 
Es evidente.
—Luego el tener miedo y el temor es lo que hace valientes a todos, salvo a los filósofos; y eso que es ilógico que se sea valiente por temor y cobardía.
 
Y cuando una cosa empeora, continuó Sócrates, ¿no es porque antes era mejor, y cuando se vuelve injusta porque antes era justa?
—Completamente.
 
Sin duda, Sócrates.
—¿Y qué hemos de decir de los que entre ellos son moderados? ¿No les ocurre lo mismo? ¿No es por una cierta intemperancia por lo que son moderados? Aunque digamos que es imposible, sin embargo, lo que les ocurre con respecto a esa necia moderación es algo semejante al caso anterior. Temen verse privados de los placeres que ansían, y se abstienen de unos vencidos por otros. Y pese a que llaman intemperancia al dejarse dominar por los placeres, les sucede, no obstante, que dominan unos, mas por estar dominados por otros. Y esto equivale a lo que se decía hace un momento, que en cierto modo se moderan por causa de una cierta intemperancia.
 
Entonces, Cebes, creo que está suficientemente probado que las cosas proceden de sus contrarios.
—Así parece.
 
Muy suficientemente, Sócrates.
—Y, tal vez, oh bienaventurado Simmias, no sea el recto cambio con respecto a la virtud, el trocar placeres por placeres, penas por penas y temor por temor, es decir, cosas mayores por cosas menores, como si se tratara de monedas. En cambio, tal vez sea la única moneda buena, por la cual debe cambiarse todo eso, la sabiduría. Por ella y con ella quizá se compre y se venda de verdad todo, la valentía, la moderación, la justicia y, en una palabra, la verdadera virtud; con la sabiduría tan sólo, se añadan o no los placeres y los temores y todas las demás cosas de ese tipo. Pero si se cambian entre sí, separadas de la sabiduría, es muy probable que una virtud semejante sea una mera apariencia, una virtud en realidad propia de esclavos y que no tiene nada de sano ni de verdadero. Por el contrario, la verdadera realidad tal vez sea una purificación de todas las cosas de este tipo, y asimismo la moderación, la justicia, la valentía y la misma sabiduría, un medio de purificación. Igualmente es muy posible que quienes no instituyeron los misterios no hayan sido hombres mediocres, y que, al contrario, hayan estado en lo cierto al decir desde antiguo, de un modo enigmático, que quien llega profano y sin iniciar al Hades yacerá en el fango, mientras que el que allí llega purificado e iniciado habitará con los dioses. Pues son, al decir de los que presiden las iniciaciones, muchos los portatirsos, pero pocos los bacantes. Y éstos, en mi opinión, no son otros que los que se han dedicado a la filosofía en el recto sentido de la palabra. Por llegar yo también a ser uno de ellos no omití en lo posible cuanto estuvo de mi parte, a lo largo de mi vida, sino que me afané de todo corazón. Y si mi afán fue el que la cosa merecía y he tenido éxito, al llegar allí, sabré, si Dios quiere, la exacta verdad, dentro de un rato, según creo. Tal es, oh Simmias y Cebes —dijo—, la defensa que yo hago para demostrar que es natural que no me duela ni me irrite el abandonaros a vosotros ni a mis amos de aquí, puesto que pienso que he de encontrarme allí, no menos que aquí, con buenos amos y compañeros. [Pero éste es un punto que produce sus dudas en el vulgo]. Así que, si en mi defensa os resulta a vosotros más convincente que a los jueces de Atenas, me doy por satisfecho.
 
Pero entre estos dos contrarios existe siempre un cierto medio, dos generaciones de éste a aquél y en seguida de aquél a éste. Entre una cosa mayor y una menor, este medio es el crecimiento y la disminución: al uno le llamamos crecer y al otro disminuir.
Al acabar de decir esto Sócrates, Cebes, tomando la palabra, dijo:
 
Así es.
—Oh Sócrates, todo lo demás me parece que está bien dicho, pero lo relativo al alma produce en los hombres grandes dudas por el recelo que tienen de que, una vez que se separe del cuerpo, ya no exista en ninguna parte, sino que se destruya y perezca en el mismo día en que el hombre muera, y que tan pronto como se separe del cuerpo y de él salga, disipándose como un soplo o como el humo se marche en un vuelo y ya no exista en ninguna parte. Pues, si verdaderamente estuviera en alguna parte ella sola, concentrada en sí misma y liberada de esos males que hace un momento expusiste, habría una grande y hermosa esperanza, oh Sócrates, de que es verdad lo que tú dices. Pero tal vez requiera una justificación y una demostración no pequeña eso de que existe el alma cuando el hombre ha muerto, y tiene capacidad de obrar y entendimiento.
 
Lo mismo sucede con lo que se llama mezclarse, separarse, calentarse, enfriarse, y con todo hasta lo infinito.
—Verdad es lo que dices —replicó Sócrates—.
 
Y aunque ocurra a veces que carecemos de términos para expresar todos estos cambios, vemos, no obstante, por la experiencia, que es siempre de absoluta necesidad que las cosas nazcan las unas de las otras y que a través de un medio pasen de la una a la otra.
—Pero, ¿qué debemos hacer? ¿quieres que charlemos sobre si es verosímil que así sea, o no?
 
Es indudable.
—Yo, por mi parte —repuso Cebes—, escucharía con gusto qué opinión tienes sobre ello.
 
¿La vida misma, dijo Sócrates, no tiene también su contrario como la vigilia tiene el sueño?
—Al menos —dijo Sócrates—, no creo que ahora dijera nadie que me escuchase, ni aunque fuera un poeta cómico, que soy un charlatán y que hablo sobre lo que no me atañe. Así que, si te parece, será menester examinarlo. Y consideremos la cuestión de este modo: ¿tienen una existencia en el Hades las almas de los finados o no? Pues existe una antigua tradición, que hemos mencionado, que dice que, llegadas de este mundo al otro las almas, existen allí y de nuevo vuelven acá, naciendo de los muertos. Y si esto es verdad, si de los muertos renacen los vivos, ¿qué otra cosa cabe afirmar sino que nuestras almas tienen una existencia en el otro mundo?; pues no podrían volver a nacer si no existieran. Y la prueba suficiente de que esto es verdad sería el demostrar de una manera evidente que los vivos no tienen otro origen que los muertos. Si esto no es posible, sería preciso otro argumento.
 
Sin duda, respondió Cebes. ¿Y cuál es ese contrario? La muerte.
—Exacto —dijo Cebes.
 
¿No nacen estas dos cosas la una de la otra, si son contrarias, y entre dos contrarias no hay dos generaciones?
—Pues bien —prosiguió Sócrates—, si quieres comprender mejor la cuestión, no debes considerarla tan sólo en el caso de los hombres, sino también en el de todos los animales y plantas; en una palabra, tenemos que ver con respecto a todo lo que tiene un origen, si éste no es otro que su contrario en todos los seres que tienen algo que está con ellos en oposición análoga a aquella en que está lo bello con respecto a lo feo, lo justo con lo injusto, y otras innumerables cosas que están en la misma relación. Esto es, pues, lo que tenemos que considerar, si es necesario que todos los seres que tienen un contrario no tengan en absoluto otro origen que su contrario. Un ejemplo: cuando una cosa se hace mayor ¿no es necesario que de menor que era antes se haga luego mayor?
 
¿Cómo no ha de haberlas?
—Sí.
 
Yo, dijo Sócrates, te diré la combinación de las dos contrarias de que acabamos de hablar y el paso recíproco de la una, a la otra; tú me explicarás la otra combinación. Del sueño y de la vigilia te diré que del sueño nace la vigilia y de la vigilia el sueño; que la generación de la vigilia al sueño es la somnolencia y la del sueño a la vigilia el despertar. ¿No está bastante claro?
—Y en el caso de que se haga más pequeña, ¿no ocurrirá que de mayor que era primero se hará después menor?
 
Clarísimo.
—Así es —contestó.
 
Dinos a tu vez la combinación de la vida y de la. muerte. ¿No dijiste que la muerte es lo contrario de la vida?
—¿Y no es verdad que lo más débil procede de lo más fuerte y lo más rápido de lo más lento?
 
Sí.
—Por supuesto.
 
¿Y que nacen la una de la otra?
—¿Y qué? ¿Lo que se hace peor, no procede de lo mejor, y lo más justo, de lo más injusto?
 
Sí.
—Indudablemente.
 
¿Quién nace, pues, de la vida?
—¿Tenemos entonces probado —preguntó Sócrates— de un modo satisfactorio, que todo se produce así, que las cosas contrarias nacen de sus contrarias?
 
La muerte.
—Sin duda.
 
¿Y quién nace de la muerte?
—¿Y qué respondes ahora? ¿No hay en eso algo así como dos generaciones entre cada par de contrarios, una que va del primero al segundo y otra que va, a su vez, del segundo al primero? Entre una cosa mayor y una menor ¿no hay un aumento y una disminución? ¿Y no llamamos, en consecuencia, al primer acto aumentar y al segundo disminuir?
 
Fuerza es confesar que la vida.
—Sí —contestó.
 
¿Entonces, dijo Sócrates, de lo que ha muerto es de donde nace todo lo que tiene vida?
—¿Y con respecto al descomponerse y al componerse, al enfriarse y al calentarse, y a todas las cosas que ofrecen una oposición semejante, aunque a veces no tengamos nombres para denominarlas, no ocurre de hecho lo mismo en todas ellas necesariamente, que tienen su origen las unas en las otras y que la generación va mutuamente de cada una de ellas a su contraria?
 
Así me parece.
—En efecto —dijo.
 
Y, por consiguiente, nuestras almas están en los infiernos después de nuestra muerte.
—Entonces ¿qué? —replicó Sócrates— ¿Hay algo que sea contrario al vivir de la misma manera que el dormir es contrario al estar despierto?
 
Eso me parece.
—Si, lo hay —respondió.
 
Y de los intermedios de estos dos contrarios, ¿no es sensible uno de ellos? ¿No sabemos lo que es morir?
—¿Qué?
 
Ciertamente.
—El estar muerto.
 
¿Qué haremos, pues? ¿No reconoceremos también a la muerte la virtud de producir su contrario, o diremos que en este sentido se muestra defectuosa la naturaleza? ¿No es de absoluta necesidad que la muerte tenga su contrario?
—¿Y no se origina lo uno de lo otro, puesto que son contrarios? ¿y no son dos las generaciones que hay entre ambos, puesto que son dos?
 
Es necesario.
—Imposible es negarlo.
 
¿Cuál es este contrario?
—Pues bien —prosiguió Sócrates—, yo te voy a hablar a ti de una de esas parejas a las que me refería hace un momento, de ella y de sus generaciones, y tú me vas a hablar a mí de la otra. Se trata del dormir y del estar despierto, y digo que del dormir se origina el estar despierto y del estar despierto el dormir, siendo las generaciones de ambos una el dormirse y la otra el despertarse. ¿Te basta con lo dicho, o no?
 
Revivir.
—Desde luego que sí.
 
Revivir, si hay un retorno de la muerte a la vida, dijo Sócrates, es comprender este retorno. Esto nos hace convenir en que los vivos nacen de los muertos lo mismo que los muertos de los vivos, prueba incontestable de que las almas de los muertos existen en alguna parte de donde vuelvan a la vida.
—Responde tú ahora de igual manera —añadió—, a propósito de la vida y de la muerte. ¿No afirmas que el estar muerto es lo contrario del vivir?
 
Me parece, dijo Cebes, que no es una consecuencia necesaria de los principios que hemos acordado.
—Sí.
 
Me parece, Cebes, que no los hemos acordado sin razón; míralo tú mismo. Si todos estos contrarios no se engendraran recíprocamente, girando, por decirlo así, en el círculo, y si no hubiera una producción directa del uno al otro contrario, sin vuelta de este último al primero que lo había producido, verías que al final tendrían todas las cosas la misma figura, serían de la misma hechura y, por último, cesarían de nacer.
—¿Y que se origina lo uno de lo otro?
 
¿Cómo has dicho, Sócrates?
—Sí.
 
No es muy difícil de comprender lo que digo. Si no hubiera más que el sueño y no hubiese un despertar después de él y producido él, verías que todas las cosas al fin nos representarían verdaderamente la fábula de Endimión y no se diferenciarían en nada, porque les sucedería, como a Endimión, que estarían sumergidas en profundo sueño. Si todo estuviera mezclado sin que esta mezcla produjese nunca una separación, llegaría muy pronto a suceder lo que enseñaba Anaxágoras: todas las cosas estarían juntas. Por la misma razón, mi querido Cebes, si todo lo que ha tenido vida muriera y estando muerto permaneciera en el mismo estado sin revivir, ¿no llegaría necesariamente el caso de que todas las cosas tendrían un fin y que no habría ya nada que viviera? Porque si de las cosas muertas no nacen las vivientes y si éstas muriesen a su vez, ¿no sería absolutamente inevitable que todas las cosas fueran finalmente absorbidas por la muerte?
—Entonces, ¿qué es lo que se produce de lo que vive?
 
Inevitable, Sócrates, contestó Cebes, y todo lo que acabas de decir me parece irrefutable.
—Lo que está muerto —respondió.
 
Me parece también, Cebes, que nada puede oponerse a estas verdades y que no nos engañamos cuando las admitirnos; porque es seguro que hay una vuelta a la vida, que los vivos nacen de los muertos, que las almas de los muertos existen y que las almas de los justos son mejores y las de los malvados peores.
—¿Y qué se produce —replicó Sócrates— de lo que está muerto?
 
Lo que dices, Sócrates, le interrumpió Cebes, es, además, una deducción necesaria de un otro principio que con frecuencia te he oído establecer: que nuestra ciencia no es más que reminiscencia. Si este principio es exacto, es absolutamente indispensable que hayamos aprendido en otro tiempo las cosas de que nos acordamos en éste, lo que es imposible si nuestra alma no existe antes de venir bajo esta forma humana. Es una nueva prueba de la inmortalidad de nuestra alma.
—Lo que vive, necesario es reconocerlo.
 
Pero, Cebes, dijo Simmias interrumpiéndole, ¿qué demostración se tiene de este principio? Recuérdamela, porque ahora no me acuerdo de ella.
—¿Proceden, entonces, de lo que está muerto, tanto las cosas que tienen vida, como los seres vivientes?
 
Hay una demostración muy bella, contestó Cebes: que todos los hombres, si se los interroga bien, encuentran todo por ellos mismos, lo que no harían jamás si no tuvieran en sí las luces de la recta razón.
—Es evidente —respondió.
 
Si alguno los pone de pronto junto a figuras de geometría y otras cosas de esta naturaleza, ve manifiestamente que así es.
—Luego nuestras almas existen en el Hades.
 
Si no quieres rendirte a esta experiencia, Simmias, dijo Sócrates, mira si por este camino no entrarás en nuestro sentir: ¿te cuesta trabajo creer que aprender es solamente recordar?
—Tal parece.
 
No mucho, respondió Simmias, pero quisiera me recordaran lo que estábamos hablando; de lo que Cebes ya me ha dicho casi me acuerdo y comienzo a creerlo, pero esto no impedirá que escuche con gusto las pruebas que quieras darme.
—Y de las dos generaciones que aquí intervienen, ¿no es obvia la una?; pues el morir es cosa evidente sin duda. ¿No es verdad?
 
Helas aquí, repuso Sócrates: empezamos por convenir todos que para acordarse es preciso haber sabido antes la cosa que se recuerda.
—Por completo.
 
Naturalmente.
—¿Qué haremos entonces? ¿No vamos a admitir en compensación la generación contraria, sino que ha de quedar coja en este aspecto la naturaleza? ¿No es necesario más bien conceder al morir una generación contraria?
 
¿Convenimos también en que cuando la ciencia viene de cierta manera es una reminiscencia? Cuando digo de cierta manera es, por ejemplo, cuando un hombre al ver u oír alguna cosa o percibiéndola por otro cualquiera de sus sentidos no solamente conoce esta cosa que ha llamado su atención, sino al mismo tiempo piensa en otra que no depende de la misma manera que conocer, sino de otra, ¿no decimos con razón que este hombre ha vuelto a acordarse de la cosa que ha acudido a su espíritu?
—De todo punto.
 
¿Cómo dices?, preguntó Simmias.
—¿Cuál es esa?
 
Digo, por ejemplo, que el conocimiento de un hombre es uno y otro el conocimiento de una lira.
—El revivir.
 
Efectivamente.
—Y si existe el revivir, ¿no será eso de revivir una generación que va de los muertos a los vivos?
 
¡Pues bien!, siguió diciendo Sócrates, ¿no sabes lo que le sucede a los amantes cuando ven una lira, un vestido o algo de lo que sus amores tienen la costumbre de servirse? Pues reconociendo esta lira acude en seguida a su pensamiento la imagen de aquel a quien pertenece. He aquí lo que es la reminiscencia, como viendo a Simmias se recuerda a Cebes. Podría citarse un millón más de ejemplos. Aquí tienes lo que es la reminiscencia, sobre todo cuando vuelven a recordarse cosas olvidadas por remotas o por haberlas perdido de vista.
—Sin duda.
 
Es muy cierto, dijo Simmias.
—Luego convenimos aquí también que los vivos proceden de los muertos no menos que los muertos de los vivos, y, siendo esto así, parece que hay indicio suficiente de que es necesario que las almas de los muertos existan en alguna parte, de donde vuelvan a la vida.
 
¿Viendo en pintura un caballo o una lira, continuó Sócrates, no puede uno acordarse de un hombre? ¿Y viendo el retrato de Simmias no cabe recordar a Cebes?
—Me parece, Sócrates —respondió—, que, según lo convenido, es necesario que así sea.
 
¿Quién duda de ello?
—Pues bien, Cebes —dijo Sócrates—, que lo hemos convenido con razón puedes verlo, a mi entender, de esta manera. Si no hubiera una correspondencia constante en el nacimiento de unas cosas con el de otras como si se movieran en círculo, sino que la generación fuera en linea recta, tan sólo de uno de los dos términos a su contrario, sin que de nuevo doblara la meta en dirección al otro, ni recorriera el camino en sentido inverso, ¿no te das cuenta de que todas las cosas acabarían por tener la misma forma, experimentar el mismo cambio, y cesarían de producirse?
 
Y con mayor razón al ver el retrato de Simmias se recordará a Simmias mismo.
—¿Qué quieres decir? —preguntó.
 
Sin dificultad.
—No es difícil comprender lo que digo —contestó Sócrates—. Por ejemplo: si existiera el dormirse, pero no se produjera en correspondencia el despertarse a partir de lo que está dormido, te das cuenta de que todas las cosas terminarían por mostrar que lo que le ocurrió a Endimión; es una bagatela; y no se le distinguiría a aquél en ninguna parte, por encontrarse todas las demás cosas en su mismo estado, en el de estar durmiendo. Y si todas las cosas se unieran y no se separaran, al punto ocurriría lo que dijo Anaxágoras: "Todas las cosas en el mismo lugar".Y de la misma manera, oh querido Cebes, si muriera todo cuanto participa de la vida, y, después de morir, permaneciera lo que está muerto en dicha forma sin volver de nuevo a la vida, ¿no sería de gran necesidad que todo acabara por morir y nada viviera? Pues aun en el caso de que lo que vive naciera de las demás cosas que tienen vida, si lo que vive muere, ¿qué medio habría de impedir que todo se consumiera en la muerte?
 
¿No se ve según esto que la reminiscencia se produce tanto por cosas parecidas como por cosas diferentes? Así sucede, en efecto.
—Ninguno en absoluto, Sócrates —dijo Cebes—. Me parece enteramente que dices la verdad.
 
Pero cuando el parecido hace recordar alguna cosa, ¿no sucede necesariamente que el espíritu percibe repentinamente si falta algo al retrato para que sea perfecto el parecido con el original que se acuerda o si no le falta algo?
—En efecto, Cebes, nada hay a mi entender más cierto; y nosotros, al reconocerlo así no nos engañamos, sino que tan realidad es el revivir como el que los vivos proceden de los muertos, y el que las almas de éstos existen [ y a las que son buenas les va mejor; y a las que son malas peor]
 
Otra cosa sería imposible, dijo Simmias.
—Y además —repuso Cebes interrumpiéndole—, según ese argumento, Sócrates, que tú sueles con tanta frecuencia repetir, de que el aprender no es sino el recordar, resulta también, si dicho argumento no es falso, que es necesario que nosotros hayamos aprendido en un tiempo anterior lo que ahora recordamos. Mas esto es imposible, a no ser que existiera nuestra alma en alguna parte antes de llegar a estar en esta figura humana. De suerte que también según esto parece que el alma es algo inmortal.
 
Pues escucha a ver si opinarás como yo. ¿No llamamos igualdad a alguna cosa? No hablo de la igualdad que se encuentra entre un árbol y otro árbol, entre una piedra y otra piedra y entre otras varias cosas parecidas. Hablo de una igualdad muy diferente de todo esto. ¿Decimos que es algo o que es nada?
—Pero, oh Cebes replicó Simmias, tomando la palabra—, ¿cuáles son las pruebas de esto? Recuérdamelas, pues en este momento no las conservo bien en la memoria.
 
Decimos ciertamente que es algo. Sí, ¡por Júpiter!
—Se basan —contestó Cebes— en un único y excelente argumento; al ser interrogados los hombres, si se les hace la pregunta bien, responden de por sí todo tal y como es; y ciertamente no serían capaces de hacerlo si el conocimiento y el concepto exacto de las cosas no estuviera ya en ellos. Así, pues, si se les enfrenta con figuras geométricas o con otra cosa similar, se delata de manera evidentísima que así ocurre.
 
Pero ¿conocemos esta igualdad?
—Mas si con este argumento, Simmias —medió Sócrates—, no te convences, mira a ver si, considerando la cuestión de este otro modo, te sumas a nuestra opinión. Lo que pones en duda es el cómo lo que se llama instrucción puede ser un recuerdo.
 
Sin duda.
—No es que yo lo ponga en duda —replicó Simmias—, lo que yo pido es experimentar en mí eso de que se está hablando, es decir que se me haga recordar. Pero con lo que comenzó a decir Cebes, sobre poco más o menos, recuerdo ya todo y estoy casi convencido. Sin embargo, no por eso dejaré ahora de escuchar con menor gusto cómo planteas tú la cuestión.
 
¿De dónde hemos sacado esta ciencia, este conocimiento? ¿Nos hemos formado idea de esta igualdad por las cosas de que acabamos de hablar, es decir, viendo árboles iguales y piedras iguales a otras varias cosas de esta naturaleza, de esta igualdad que no es ni los árboles ni las piedras, sino otra cosa completamente distinta? Porque, ¿no te parece distinta? Fíjate bien en esto: las piedras y los árboles, que con frecuencia son los mismos, ¿no nos parecen comparándolos iguales unas veces y diferentes otras?
—De este modo —respondió Sócrates—. Estamos, sin duda, de acuerdo en que si alguien recuerda algo tiene que haberlo sabido antes.
 
Seguramente.
—En efecto —dijo Simmias.
 
Las cosas iguales parecen desiguales algunas veces, pero la igualdad en sí, ¿te parece desigualdad?
—¿Y no reconocemos también que cuando un conocimiento se presenta de la siguiente manera es un recuerdo? ¿Cuál es esa manera que digo? Esta. Cuando al ver u oír algo, o al tener cualquier otra percepción, no sólo se conoce la cosa de que se trata, sino también se piensa en otra sobre la que no versa dicho conocimiento sino otro ¿no decimos con razón que se recordó aquello cuya idea vino a la mente?
 
Nunca, Sócrates.
—¿Cómo dices?
 
La igualdad y lo que es igual, ¿no son, pues, la misma cosa?
—Por ejemplo, lo siguiente: el conocimiento de un hombre y el de una lira son dos cosas distintas.
 
Ciertamente que no.
—¡Cómo no!
 
Sin embargo, de estas cosas iguales, que son diferentes de la igualdad, es de donde han sacado la idea de la igualdad.
—¿Y no sabes que a los enamorados, cuando ven una lira, o un manto, o cualquier otro objeto que suele usar su amado, les ocurre lo que se ha dicho? Reconocen la lira y al punto tienen en el pensamiento la imagen del muchacho a quien pertenecía. Esto es lo que es un recuerdo. De la misma manera que, cuando se ve a Simmias, muchas veces se acuerda uno de Cebes, y se podrían citar otros mil casos similares.
 
—SíEs verdad, por ZeusSócrates, otros mil —replicódijo Simmias.
 
¿Y que esta igualdad sea parecida o diferente de los objetos que te han dado la idea de ella?
—¿Y lo que entra en este tipo de cosas no es un recuerdo? ¿Y no lo es, sobre todo, cuando le ocurre a uno esto con lo que se tenía olvidado por el tiempo, o por no poner en ello atención?
 
Ciertamente.
—Exacto —respondió.
 
Por lo demás, no importa cuando viendo una cosa te imagines otra, que ésta sea parecida o no a la primera para que eso sea necesariamente una reminiscencia.
—¿Y qué? —continuó Sócrates—. ¿Es posible, cuando se ve un caballo dibujado o el dibujo de una lira, acordarse de un hombre, y recordar a Cebes, al ver un retrato de Simmias?
 
Sin dificultad.
—Sí.
 
Pero, dijo Sócrates, ¿qué diremos de esto? Cuando vemos árboles que son iguales u otras cosas iguales, ¿las encontramos iguales como la igualdad misma de las que tenemos idea o es preciso que sean iguales como esta igualdad?
—¿Y no lo es también el acordarse de Simmias cuando ve uno su retrato?
 
Es muy preciso.
—En efecto, es posible —respondió.
 
Convenimos, pues, en que cuando alguno, viendo una cosa, piensa que esa cosa, como la que en este instante veo delante de mí, puede ser igual a otra, pero que le falta mucho para ello y que no puede ser como ella y le es inferior, ¿es absolutamente necesario que aquel que tiene ese pensamiento haya visto y conocido antes aquella cosa a la que ésta se parece, aunque asegure que sólo se le parece imperfectamente?
—¿Y no sucede en todos estos casos que el recuerdo se produce a partir de cosas semejantes, o cosas diferentes?
 
Es de imprescindible necesidad.
—Si, sucede.
 
¿No nos ocurre también lo mismo con las cosas iguales cuando queremos compararlas con la igualdad?
—Pero, al menos en el caso de recordar algo a partir de cosas semejantes, ¿no es necesario el que se nos venga además la idea de si a aquello le falta algo o no en su semejanza con lo que se ha recordado?
 
Ciertamente, Sócrates.
—Si, es necesario — contestó.
 
Es, pues, absolutamente necesario que hayamos visto esta igualdad aun antes del tiempo en que viendo por la primera vez cosas iguales pensamos en que todas ellas tienden a ser iguales, como la igualdad misma, pero que no pueden lograrlo.
—Considera ahora —prosiguió Sócrates— si lo que ocurre es esto. Afirmamos que de algún modo existe lo igual, pero no me refiero a un leño que sea igual a otro leño, ni a una piedra que sea igual a otra, ni a ninguna igualdad de este tipo, sino a algo que, comparado con todo esto, es otra cosa: lo igual en sí. ¿Debemos decir que es algo, o que no es nada?
 
Es cierto.
—Digamos que es algo ¡por Zeus! —replicó Simmias— y — con una maravillosa convicción.
 
Pero convengamos también en lo que hemos deducido de este pensamiento y que es imposible proceda de otra parte que no sea uno de nuestros sentidos, por haber visto o tocado, o, en fin, por haber ejercitado otro cualquiera de nuestros sentidos, porque lo mismo digo de todos.
—¿Sabemos acaso lo que es en sí mismo?
 
Es la misma cosa, Sócrates, de que antes hablábamos. Es preciso, pues, que sea de nuestros sentidos mismos de donde derivemos este pensamiento, que todas las cosas iguales, que son el objeto de nuestros sentidos, tiendan a esta igualdad y que, sin embargo, queden por debajo de ella. ¿No es así?
—Sí —respondió.
 
Sin duda alguna, Sócrates.
—¿De dónde hemos adquirido el conocimiento de ello? ¿Será tal vez de las cosas de que hace un momento hablábamos? ¿Acaso al ver leños, piedras u otras cosas iguales, cualesquiera que sean, pensamos por ellas en lo igual en el sentido mencionado, que es algo diferente de ellas? ¿O no se te muestra a ti como algo diferente? Considéralo también así: ¿No es cierto que piedras y leños que son iguales, aun siendo los mismos, parecen en ocasiones iguales a unos y a otros no?
 
Entonces, Simmias, ha sido preciso que antes de que hayamos comenzado a ver, oír y hacer uso de nuestros sentidos, hubiésemos tenido conocimiento de esta igualdad inteligible para comparar con ella, como hacemos, las cosas sensibles iguales y para que todas tiendan a ser parecidas a esta igualdad y que le son inferiores.
—En efecto.
 
Es una consecuencia necesaria de cuanto se ha dicho, Sócrates.
—¿Y qué? ¿Las cosas que son en realidad iguales se muestran a veces ante ti como desiguales, y la igualdad como desigualdad?
 
Pero ¿no es verdad que antes de nuestro nacimiento hemos visto, hemos oído y hecho uso de todos nuestros otros sentidos?
—Nunca, Sócrates.
 
Muy cierto.
—Luego no son lo mismo—replicó— las cosas esas iguales que lo igual en sí.
 
¿Entonces es preciso que antes de ese tiempo hayamos tenido conocimiento de la igualdad?
—No me lo parecen en modo alguno, Sócrates.
 
Sin duda.
—Pero, no obstante, ¿no son esas cosas iguales, a pesar de diferir de lo igual en sí, las que te lo hicieron concebir y adquirir su conocimiento?
 
¿Y por consecuencia es preciso que lo hayamos tenido antes de haber nacido?
—Es enteramente cierto lo que dices.
 
Así me parece.
—Y esto ¿no ocurre, bien porque es semejante a ellas, bien porque es diferente?
 
Si lo hemos tenido antes de nuestro nacimiento, sabemos, pues, antes de nacer, y por lo pronto después de nuestro nacimiento hemos conocido no sólo lo que es igual, lo que es grande y lo que es más pequeño, sino todas las demás cosas de esta naturaleza; porque lo que decimos aquí se refiere lo mismo a la igualdad que a la belleza misma, a la bondad, a la justicia y a la santidad; en una palabra, a todas las demás cosas de la existencia y de las que hablamos en nuestras preguntas y en nuestras contestaciones. De manera que es absolutamente necesario que hayamos tenido conocimiento de ellas antes de nacer.
—Exacto.
 
Es cierto.
—En efecto — dijo Sócrates — no hay en ello ninguna diferencia. Si al ver un objeto piensas a raíz de verlo en otro, bien sea semejante o diferente, es necesario que este proceso haya sido un recuerdo.
 
Y si después de haber tenido estos conocimientos no llegáramos a olvidarlos nunca, no solamente naceríamos con ellos, sino además los conservaríamos toda nuestra vida; porque saber no es más que conservar la ciencia que se ha adquirido y no perderla, y olvidar, ¿no es perder la ciencia que antes se tenía?
—Sin duda alguna.
 
Sin duda, Sócrates.
—¿Y qué? —continuó—, ¿no nos ocurre algo similar en el caso de los leños y de esas cosas iguales que hace un momento mencionábamos? ¿Acaso se nos presentan iguales de la misma manera que lo que es igual en sí? ¿Les falta algo para ser tal y como es lo igual, o no les falta nada?
 
Y si después de haber tenido estos conocimientos antes de nacer y de haberlos perdido después de haber nacido, volvemos a poseer esa ciencia anterior gracias al ministerio de nuestros sentidos, que es lo que llamamos aprender, ¿no será eso recuperar la ciencia que tuvimos y no podremos con razón llamarlo recordar?
—Les falta, y mucho —respondió.
 
Tienes mucha razón, Sócrates.
—Ahora bien, cuando se ve algo y se piensa: esto que estoy viendo yo ahora quiere ser tal y como es cualquier otro ser, pero le falta algo y no puede ser tal y como es dicho ser, sino que es inferior, ¿no reconocemos que es necesario que quien haya tenido este pensamiento se encontrara previamente con el conocimiento de aquello a que dice que esto otro se asemeja, pero que le falta algo para una similitud completa?
 
—Necesario es reconocerlo.
 
VERSO XXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXx
—¿Qué respondes entonces? ¿Nos ocurre o no lo mismo con respecto a las cosas iguales y a lo igual en si?
 
Porque hemos convenido en que es muy posible que el que haya sentido una cosa, es decir, que la ha visto, oído o percibido por cualquiera de sus sentidos, piense a propósito de ella en otra que ha olvidado y con la cual la percibida tiene alguna relación aunque no se le parezca. De manera que, de estas dos cosas, una es absolutamente necesaria: o que las conservemos toda nuestra vida o que los que, según nosotros, aprenden, no hagan más que recordarlas y que la ciencia no sea más que una reminiscencia. Es necesariamente preciso, Sócrates.
—Lo mismo enteramente.
 
¿Qué escogerías, pues, Simmias? ¿Nacemos con conocimiento o volvemos a acordarnos de lo que sabíamos y habíamos olvidado?
—Luego es necesario que nosotros hayamos conocido previamente lo igual, con anterioridad al momento en que, al ver por primera vez las cosas iguales, pensamos que todas ellas tienden a ser como es lo igual, pero les falta algo para serlo.
 
En verdad te digo, Sócrates, que no se qué escoger.
—Así es.
 
Y de esto otro, ¿qué pensarás y qué escogerás? Un hombre que sabe una cosa, ¿puede darse cuenta de lo que sabe o no?
—Pero también convenimos que ni lo hemos pensado, ni es posible pensarlo por causa alguna que no sea el ver, el tocar o cualquier otra percepción; que lo mismo digo de todas ellas.
 
Puede darse cuenta, sin duda.
—En efecto, Sócrates, pues su caso es el mismo, al menos respecto de lo que pretende demostrar el razonamiento.
 
¿Y te parece que todos los hombres pueden dar razón de las cosas de que hemos estado hablando?
—Pues bien, a juzgar por las percepciones, se debe pensar que todas las cosas iguales que ellas nos presentan aspiran a lo que es igual, pero son diferentes a esto. ¿Es así como lo decimos?
 
Bien lo quisiera, respondió Simmias, pero temo que mañana no encontremos ya un hombre que sea capaz de dar razón de ellas.
—Es así.
 
¿Entonces no te parece que todos los hombres tienen esta ciencia?
—Luego, antes de que nosotros empezáramos a ver, a oír y a tener las demás percepciones, fue preciso que hubiéramos adquirido ya de algún modo el conocimiento de lo que es lo igual en sí, si es que a esto íbamos a referir las igualdades que nos muestran las percepciones en las cosas, y pensar, al referirlas, que todas ellas se esfuerzan por ser de la misma índole que aquello, pero son, sin embargo, inferiores.
 
Ciertamente que no.
—Necesario es, Sócrates, según lo dicho anteriormente.
 
¿Entonces no hacen más que volver a acordarse de las cosas que supieron otra vez?
—Y al instante de nacer, ¿no veíamos ya y oíamos y teníamos las restantes percepciones?
 
Así tiene que ser.
—Efectivamente.
 
Pero ¿en qué tiempo adquirieron nuestras almas esta ciencia? Porque no ha sido después de que nacimos.
—¿No fue preciso, decimos, tener ya adquirido con anterioridad a estas percepciones el conocimiento de lo igual?
 
Seguramente no.
—Sí.
 
¿Entonces antes?
—En ese caso, según parece, por necesidad lo teníamos adquirido antes de nacer.
 
Sin duda.
—Eso parece.
 
Y, por consiguiente, Simmias, nuestras almas existían antes de este tiempo, antes de que apareciesen bajo esta forma humana; y mientras carecían de cuerpo sabían.
—Pues bien, si lo adquirimos antes de nacer y nacimos con él, ¿no sabíamos ya antes de nacer e inmediatamente después de nacer, no sólo lo que es igual en si, sino también lo mayor, lo menor y todas las demás cosas de este tipo? Pues nuestro razonamiento no versa más sobre lo igual en sí, que sobre lo bello en sí, lo bueno en sí, lo justo, lo santo, o sobre todas aquellas cosas que, como digo, sellamos con el rótulo de lo que es en sí, tanto en las preguntas que planteamos como en las respuestas que damos, de suerte que es necesario que hayamos adquirido antes de nacer los conocimientos de todas estas cosas.
 
A menos, Sócrates, que no digamos que hemos adquirido todos estos conocimientos al nacer, porque es el único tiempo que nos queda.
—Así es.
 
Me parece bien, mi querido Simmias; pero ¿en qué tiempo los perdimos? Porque hemos convenido en que hoy no los tenemos ya. ¿Los perdimos al mismo tiempo que los adquirimos? ¿O puedes señalar otro tiempo?
—Y si, tras haberlos adquirido, no los olvidáramos cada vez, siempre naceríamos con ese saber y siempre lo conservaríamos a lo largo de la vida. Pues, en efecto, el saber estriba en adquirir el conocimiento de algo y en conservarlo sin perderlo. Y por el contrario, Simmias, ¿no llamamos olvido a la pérdida de un conocimiento?
 
No, Sócrates, y no me he dado cuenta de que no decía nada.
—Sin duda alguna, Sócrates —respondió.
 
Hay, pues, que tener por constante, Simmias, que si todas estas cosas que a todas horas tenemos en la boca, quiero decir lo bello, lo justo y todas las esencias de este género, existen verdaderamente, si referimos todas las percepciones de nuestros sentidos a estas nociones primitivas, como a su tipo, que empezamos por encontrar en nosotros mismos, es necesariamente preciso, digo, que como todas estas cosas existen, nuestra alma haya existido también antes de que naciéramos: y si todas estas cosas no existen, todos nuestros discursos son inútiles. ¿No es esto así? Y ¿no es también una necesidad igual, si estas cosas existen, que nuestras almas existan también antes de nuestro nacimiento, y que, si estas cosas no son, tampoco sean nuestras almas?
—Pero si, como creo, tras haberlo adquirido antes de nacer, lo perdimos en el momento de nacer, y después gracias a usar en ello de nuestros sentidos, recuperamos los conocimientos que tuvimos antaño, ¿no será lo que llamamos aprender el recuperar un conocimiento que era nuestro? ¿Y si a este proceso le denominamos recordar, no le daríamos el nombre exacto?
 
Esta necesidad me parece igualmente segura, Sócrates; y de todo este discurso resulta que nuestra alma existe antes de que nazcamos, lo mismo que las esencias de que acabas de hablar; porque yo al menos no encuentro nada tan evidente como la existencia de todas estas cosas, lo bueno, lo bello y lo justo, y tú, además, me lo has demostrado suficientemente.
—Completamente.
 
¿Y Cebes?, preguntó Sócrates; porque es preciso que también él esté persuadido.
—Al menos, en efecto, se ha mostrado que es posible, cuando se percibe algo, se ve, se oye o se experimenta otra sensación cualquiera, el pensar, gracias a la cosa percibida, en otra que se tenía olvidada, y a la que aquélla se aproximaba bien por su diferencia o bien por su semejanza. Así que, como digo, una de dos, o nacemos con el conocimiento de aquellas cosas y lo mantenemos todos a lo largo de nuestra vida o los que decimos que aprenden después no hacen más que recordar, y el aprender en tal caso es recuerdo.
 
Pienso, dijo Simmias, que también encuentra las pruebas muy suficientes, a pesar de ser de todos los hombres el más rebelde a las pruebas. Sin embargo, le tengo por convencido de que nuestra alma existe antes de nuestro nacimiento, pero que subsista después de nuestra muerte, es lo que a mí mismo no me parece suficientemente probado. Porque esta opinión del pueblo, de la que Cebes te habló hace un momento, perdura todavía con toda su fuerza: es, como recordarás, que después de la muerte del hombre el alma se disipa y cesa de ser. ¿Qué puede impedir, en efecto, que el alma nazca, que exista en alguna parte, que sea antes de venir a animar al cuerpo y que después que haya salido de este cuerpo acabe con él y cese de ser?
—Así es efectivamente, Sócrates.
 
Dices muy bien, Simmias, añadió Cebes; me parece que Sócrates no ha probado más que la mitad de lo que necesitaba probar; porque ha demostrado muy bien que nuestra alma existía antes de nuestro nacimiento, pero para acabar su demostración ha debido probar también que nuestra alma existe después de nuestra muerte no menos de lo que existía antes de esta vida.
—Entonces, Simmias, ¿cuál de las dos cosas escoges? ¿Nacemos nosotros en posesión del conocimiento o recordamos posteriormente aquello cuyo conocimiento habíamos adquirido con anterioridad?
 
Pero ya os he demostrado, Simmias y Cebes, replicó Sócrates, y convendréis en ello si unís esta última prueba a la que ya tenéis de que los vivos nacen de los muertos; porque si es verdad que nuestra alma existe antes de nuestro nacimiento y si es preciso de toda necesidad que para venir a la vida salga, por decirlo así, del seno de la muerte, ¿cómo no habría de existir la misma necesidad de su existencia después de la muerte puesto que tiene que retornar a la vida? Así está demostrado lo que pedís. Sin embargo, me parece que estáis deseando los dos profundizar más en esta cuestión y que teméis, como los niños, que cuando el alma salga del cuerpo pueda ser arrebatada por el viento, sobre todo cuando se muere en un día huracanado.
—No puedo, Sócrates, en este momento escoger.
 
Cebes se echó a reír: Supón, Sócrates, que lo temamos, o más bien que no somos nosotros los que tememos, pero que bien pudiera ser que hubiera entre nosotros un niño que lo temiera; procuremos enseñarle a no tener miedo de la muerte como de un vano fantasma.
—¿Y qué? ¿Puedes tomar partido en esto otro y decir cuál es tu opinión sobre ello? Un hombre en posesión de un conocimiento, ¿podría dar razón de lo que conoce, o no?
 
Para esto, replicó Sócrates, hay que recurrir diariamente a los conjuros hasta verle curado.
—Eso es de estricta necesidad, Sócrates —respondió.
 
Pero ¿dónde encontramos un buen conjurador puesto que vas a dejarnos?
—¿Y te parece también que todos pueden dar razón de esas cosas de las que hablábamos hace un momento?
 
Grecia es grande, Cebes, respondió Sócrates, y en ella se encuentra un gran número de gente hábil. Además, hay otros países, que habrá que recorrer preguntando en todos para encontrar a este conjurador, sin ahorrar penalidades ni gastos, porque no hay nada mejor en que podáis emplear vuestra fortuna. Preciso es también que le busquéis entre vosotros mismos, porque bien pudiera suceder que no encontréis persona más apta que vosotros mismos para hacer estos exorcismos.
—Tal sería mi deseo, ciertamente —replicó Simmias—, pero, por el contrario, mucho me temo que mañana a estas horas ya no haya ningún hombre capaz de hacerlo dignamente.
 
Haremos lo que dices, Sócrates, pero si no te desagrada reanudaremos el discurso que dejamos.
—Luego ¿es que no crees, Simmias —preguntó Sócrates—, que todos tengan un conocimiento de ellas?
 
Me será muy grato, Cebes, y, ¿por qué no?
—En absoluto.
 
Tienes razón, Sócrates, dijo Cebes.
—¿Recuerdan, entonces, lo que en su día aprendieron?
 
Lo primero que tenemos que preguntarnos a nosotros mismos, siguió diciendo Sócrates, es a qué naturaleza de cosas pertenece el disolverse, por qué clase de cosas debemos temer que se verifique este accidente y a qué cosas no le sucede. Después habrá que examinar a cuál de estas naturalezas pertenece nuestra alma y, por último, temer o esperar para ella.
—Necesariamente.
 
Es verdad.
—¿Cuándo adquirieron nuestras almas el conocimiento de estas cosas? Pues evidentemente no ha sido después de haber tomado nosotros forma humana.
 
¿No te parece que son las cosas compuestas o que son de naturaleza de serlo, a las que corresponde desasociarse en los elementos que han hecho su composición, y que si hay seres que no estén compuestos sean estos los solos a quienes no puede alcanzar este accidente?
—No, sin duda alguna.
 
Me parece muy cierto, dijo Cebes.
—Luego fue anteriormente.
 
¿No parece que las cosas que son siempre las mismas y de la misma manera no deben ser compuestas?
—Sí.
 
Y que las que cambian constantemente y nunca son las mismas, ¿no os parece que han de ser compuestas?
—En tal caso, Simmias, existen también las almas antes de estar en forma humana, separadas de los cuerpos, y tenían inteligencia.
 
Opino como tú, Sócrates.
—A no ser, Sócrates, que adquiramos esos conocimientos al nacer, pues aún queda ese momento.
 
Ocupémonos sin pérdida de tiempo de las cosas de que ha poco hablábamos y con cuya verdadera existencia hemos estado siempre conformes en nuestras preguntas y respuestas. ¿Estas cosas son siempre las mismas o cambian alguna vez? ¿Admiten o experimentan algún cambio por pequeño que sea, la igualdad, la belleza, la bondad y toda existencia esencial, o cada una de ellas por ser pura y simple permanece así, siempre la misma en sí, sin sufrir nunca la menor alteración ni el menor cambio?
—Sea, compañero. Pero, entonces, ¿en qué otro tiempo los perdemos? Pues nacemos sin ellos, como acabamos de convenir ¿o es que los perdemos en el instante en que los adquirimos? ¿Puedes acaso indicar otro momento?
 
Es absolutamente necesario que permanezcan siempre las mismas, sin cambiar nunca, dijo Cebes.
—En absoluto, Sócrates, no me di cuenta que dije una tontería.
 
Y todas estas otras cosas, siguió diciendo Sócrates, hombres, caballos, vestidos, muebles y tantas otras de la misma naturaleza, ¿permanecen siempre las mismas o son enteramente opuestas a las primeras en el sentido de que jamás permanecen en el mismo estado ni con relación a ellas mismas ni tampoco con relación a las otras?
—¿Y es que la cuestión, Simmias. se nos presenta así? —continuó Sócrates—. Si, como repetimos una y otra vez, existe lo bello, lo bueno y todo lo que es una realidad semejante, y a ella referimos todo lo que procede de las sensaciones, porque encontramos en ella algo que existía anteriormente y nos pertenecía, es necesario que, de la misma manera que dichas realidades existen, exista también nuestra alma, incluso antes de que nosotros naciéramos. Pero si éstas no existen, ¿no se habría dicho en vano este razonamiento? ¿No se presenta así la cuestión? ¿No hay una igual necesidad de que existan estas realidades y nuestras almas antes, incluso, de que nosotros naciéramos, y de que si no existen aquéllas tampoco existan éstas?
 
Nunca permanecen las mismas, respondió Cebes.
—Es extraordinaria, Sócrates, la impresión que tengo —dijo Simmias— de que hay la misma necesidad. Y el razonamiento arriba a buen puerto, a saber, que nuestras almas existen antes de nacer nosotros del mismo modo que la realidad de la que acabas de hablar. Pues nada tengo por tan evidente como el que lo bello, lo bueno y todas las demás cosas de esta índole de que hace un momento hablabas tienen existencia en grado sumo; y en mi opinión, al menos, la demostración queda hecha de un modo satisfactorio.
 
Entonces son cosas que puedes ver, tocar y percibir por cualquier sentido; en cambio las primeras, las que siempre son las mismas, no pueden ser -percibidas más que por el pensamiento, porque son inmateriales y nunca se las ve.
—¿Y en la de Cebes, qué? —replicó Sócrates—, pues es preciso convencer también a Cebes.
 
Es cierto, Sócrates, dijo Cebes.
—Lo mismo —dijo Simmias—, según creo. Y eso que es el hombre más reacio a dejarse convencer por los razonamientos. Sin embargo, creo que ha quedado plenamente convencido de que antes de nacer nosotros existía nuestra alma. Con todo, la cuestión de si, una vez que hayamos muerto, continuará existiendo, tampoco me parece a mí, Sócrates — agregó — que se haya demostrado. Antes bien, estimo que aún sigue en pie la objeción que hizo Cebes hace un rato, el temor del vulgo de que, al morir el hombre, se disuelva el alma y sea para ella este momento el fin de su existencia. Pues ¿qué es lo que impide que nazca, se constituya y exista en cualquier otra parte, incluso antes de llegar al cuerpo humano, pero en el momento en que haya llegado a éste y se haya separado de él termine también su existencia y encuentre su destrucción?
 
¿Quieres, pues, prosiguió Sócrates, que admitamos dos clases de cosas?
—Dices bien, Simmias —repuso Cebes—. Es evidente que se ha demostrado algo así como la mitad de lo que es menester demostrar: que antes de nacer nosotros existía nuestra alma, pero es preciso añadir la demostración de que, una vez que hayamos muerto, existirá exactamente igual que antes de nuestro nacimiento, si es que la demostración ha de quedar completa.
 
Con mucho gusto, dijo Cebes.
—La demostración, ¡oh Simmias y Cebes! —dijo Sócrates—, queda hecha ya en este momento, si queréis combinar en uno solo este argumento con el que, con anterioridad a éste, admitimos aquel de que todo lo que tiene vida nace de lo que está muerto. En efecto, si el alma existe previamente, y es necesario que, cuando llegue a la vida y nazca, no nazca de otra cosa que de la muerte y del estado de muerte, ¿cómo no va a ser también necesario que exista, una vez que muera, puesto que tiene que nacer de nuevo? Queda demostrado, pues, lo que decís desde este momento incluso. No obstante, me parece que, tanto tú como Simmias, discutiríais con gusto esta cuestión con mayor detenimiento, y que teméis, como los niños, que sea verdad que el viento disipe el alma y la disuelva con su soplo mientras está saliendo del cuerpo, en especial cuando se muere no en un momento de calma, sino en un gran vendaval.
 
¿Una visible y la otra inmaterial? ¿Ésta siempre la misma y aquélla cambiando continuamente?
Cebes, entonces, le dijo sonriendo:
 
Lo quiero también.
—Como si tuviéramos ese temor, intenta convencernos, oh Sócrates. O mejor dicho, no como si fuéramos nosotros quienes lo tienen, pues tal vez haya en nuestro interior un niño que sea quien sienta tales miedos. Intenta, pues, disuadirle de temer a la muerte como al coco.
 
Veamos, pues; ¿no estamos compuestos de un cuerpo y un alma? ¿O hay además algo en nosotros?
—Pues bien —replicó Sócrates—, preciso es aplicarte ensalmos cada día, hasta que le hayáis curado por completo.
 
No; no hay nada más.
—Y ¿de dónde sacaremos —respondió Cebes— un buen conjurador de tales males, puesto que nos abandonas?
 
¿A cuál de estas dos especies es nuestro cuerpo más afín y más parecido?
—Grande es la Hélade, Cebes —repuso Sócrates—, en la que tiene que haber en alguna parte hombres de valía, y muchos son también los pueblos bárbaros que debéis escudriñar en su totalidad en búsqueda de un tal conjurador, sin ahorrar ni dineros ni trabajos, ya que no hay nada en lo que más oportunamente podríais gastar vuestros haberes. Y debéis también buscarlo entre vosotros mismos, pues tal vez no podríais encontrar con facilidad a quienes pudieran hacer esto mejor que vosotros.
 
No habrá nadie que no convenga en que a la especie visible.
—Así se hará, ciertamente —dijo Cebes—. Pero volvamos al punto en que hemos quedado, si te place.
 
Y nuestra alma, mi querido Cebes, ¿es visible o invisible?
—Desde luego que me place, ¿cómo no iba a placerme?
 
Los hombres por lo menos no la ven.
—Dices bien —repuso Cebes.
 
Pero cuando hablamos de las cosas visibles o invisibles, ¿hablamos refiriéndonos sólo a los hombres sin tener en cuenta ninguna otra naturaleza?
—¿Y lo que debemos preguntarnos a nosotros mismos —dijo Sócrates—, no es algo así como esto: a qué clase de ser le corresponde el ser pasible de disolverse y con respecto a qué clase de seres debe temerse que ocurra este percance y con respecto a qué otra clase no? Y a continuación, ¿no debemos considerar a cuál de estas dos especies de seres pertenece el alma y mostrarnos, según lo que resulte de ello, confiados o temerosos con respecto a la nuestra?
 
Refiriéndonos a la naturaleza humana.
—Es verdad lo que dices —asintió Cebes.
 
¿Qué diremos, pues, del alma? ¿Puede ser vista o no?
—¿Y no es lo compuesto y lo que por naturaleza es complejo aquello a lo que corresponde el sufrir este percance, es decir, el descomponerse tal y como fue compuesto? Más si por ventura hay algo simple, ¿no es a eso solo, más que a otra cosa, a lo que corresponde el no padecerlo?
 
No puede.
—Me parece que es así —respondió Cebes.
 
¿Entonces es inmaterial?
—¿Y no es sumamente probable que lo que siempre se encuentra en el mismo estado y de igual manera sea lo simple, y lo que cada vez se presenta de una manera distinta y jamás se encuentra en el mismo estado sea lo compuesto?
 
Sí.
—Tal es, al menos, mi opinión.
 
Si es así, nuestra alma se asemejará más que el cuerpo a lo invisible, y éste a lo visible.
—Pasemos, pues —prosiguió—, a lo tratado en el argumento anterior. La realidad en sí, de cuyo ser demos razón en nuestras preguntas y respuestas, ¿se presenta siempre del mismo modo y en idéntico estado, o cada vez de manera distinta? Lo igual en sí, lo bello en sí, cada una de las realidades en sí, se admite en ellas un cambio cualquiera? ¿O constantemente cada una de esas realidades que tienen en si y con respecto a si misma una única forma, siempre se presenta en idéntico modo y en idéntico estado, y nunca, en ningún momento y de ningún modo, admite cambio alguno?
 
Necesariamente.
—Necesario es, Sócrates —respondió Cebes—, que se presente en idéntico modo y en idéntico estado.
 
¿No dijimos antes que cuando el alma se sirve del cuerpo para considerar cualquier objeto, sea por la vista, por el oído o por cualquier otro sentido, puesto que la única función del cuerpo es considerar los objetos por medio de los sentidos, se siente atraída por el cuerpo hacia cosas que nunca son las mismas, y que se extravía, se turba, vacila y tiene vértigos como si se hubiera embriagado por ponerse en relación con ellas?
—¿Y qué ocurre con la multiplicidad de las cosas bellas, como, por ejemplo, hombres, caballos, mantos o demás cosas, cualesquiera que sean, que tienen esa cualidad, o que son iguales o con todas aquellas, en suma, que reciben el mismo nombre que esas realidades?; ¿Acaso se presentan en idéntico estado, o todo lo contrario que aquéllas, no se presentan nunca, bajo ningún respecto, por decirlo así, en idéntico estado, ni consigo mismas, ni entre si?
 
Sí.
—Así ocurre con estas cosas —respondió Cebes—; jamás se presentan del mismo modo.
 
En cambio, cuando examina las cosas por sí misma sin recurrir al cuerpo, tiende hacia lo que es puro, eterno, inmortal e inmutable, y como es de esta misma naturaleza, se une a ello, si es para sí misma y puede. Entonces cesan sus extravíos y sigue siendo siempre la misma, porque se ha unido a lo que jamás varía y de cuya naturaleza participa; este estado del alma es al que se llama sabiduría.
—Y a estas últimas cosas, ¿no se las puede tocar y ver y percibir con los demás sentidos, mientras que a las que siempre se encuentran en el mismo estado es imposible aprehenderlas con otro órgano que no sea la reflexión de la inteligencia, puesto que son invisibles y no se las puede percibir con la vista?
 
Perfectamente, dijo Sócrates, y es una gran verdad.
—Completamente cierto es lo que dices —respondió Cebes.
 
¿A cuál de las dos especies de seres te parece que el alma, se asemejará más después de lo dicho antes y ahora?
—¿Quieres que admitamos —prosiguió Sócrates— dos especies de realidades, una visible y la otra invisible?
 
Me parece, Sócrates, que todos y hasta el más estúpido tendrá que decir después de escuchada tu explicación, que el alma se parecerá y será más afín a lo que siempre es lo mismo que a lo que continuamente cambia.
—Admitámoslo.
 
¿Y el cuerpo?
—¿Y que la invisible siempre se encuentra en el mismo estado, mientras que la visible nunca lo está?
 
Se parece más a lo que cambia.
—Admitamos también esto —respondió Cebes.
 
Emprendamos otro camino. Cuando el alma y el cuerpo están juntos, la naturaleza ordena al uno obedecer y ser esclavo y al otro que impere y mande. ¿Cuál, pues, de estos dos es el que te parece asemejarse a lo que es divino y quién a lo que es mortal? ¿No opinas que sólo lo que es divino está capacitado para mandar y que lo que es mortal es apropiado para obedecer y ser esclavo?
—Sigamos, pues —prosiguió—, ¿hay una parte en nosotros que es el cuerpo y otra que es el alma?
 
Naturalmente.
—Imposible sostener otra cosa.
 
Entonces, ¿a qué se parece nuestra alma?
—¿Y a cuál de esas dos especies diríamos que es más similar y más afín el cuerpo?
 
Es evidente, Sócrates, que nuestra alma se parece a lo que es divino y nuestro cuerpo a lo que es mortal.
—Claro es para todos que a la visible —respondió.
 
Mira, pues, querido Cebes, si de todo lo que acabamos de decir no se deduce necesariamente que nuestra alma se asemeja mucho a lo que es divino, inmortal, inteligible, simple e indisoluble, siempre igual y siempre parecido a sí mismo, y que nuestro cuerpo se parece a lo humano, mortal, sensible, compuesto, disoluble, siempre cambiante y jamás semejante a sí mismo. ¿Hay alguna razón que podamos alegar para destruir estas consecuencias y hacer ver que no es así?
—¿Qué, y el alma? ¿Es algo visible o invisible?
 
Ninguna indudablemente.
—Los hombres, al menos, Sócrates, no la pueden ver.
 
Siendo así, ¿no conviene al cuerpo disolverse muy pronto y al alma permanecer siempre indisoluble o en un estado indiferente?
—Pero nosotros hablábamos de lo que es visible y de lo que no lo es para la naturaleza del hombre, ¿o con respecto a qué otra naturaleza crees que hablamos?
 
Es otra verdad la que dices.
—Con respecto a la de los hombres.
 
Ves, pues, que después de morir el hombre, su parte visible, el cuerpo, que permanece expuesto ante nuestros ojos y que llamamos el cadáver, no sufre, sin embargo, al principio ninguno de estos accidentes y hasta permanece intacto durante algún tiempo y se conserva bastante, si el muerto era hermoso y estaba en la flor de la edad; los cuerpos que se embalsaman, como en Egipto, duran casi enteros un número increíble de años. En los mismos que se corrompen hay siempre partes como los huesos, los nervios y algunas otras de la misma naturaleza, que puede decirse son inmortales. ¿No es cierto?
—¿Que decimos, pues, del alma? ¿Es algo que se puede ver o que no se puede ver?
 
Ciertísimo.
—Que no se puede ver.
 
Y el alma, este ser invisible que va a otro medio semejante a ella, excelente, puro, invisible, es decir, a los infiernos, cerca de un dios emporio de bondad y sabiduría, un paraje al que espero irá mi alma dentro de un momento, si a Dios le place, ¿un alma tal y de esta naturaleza no haría más que abandonar el cuerpo y se desvanecería reduciéndose a la nada como cree la mayoría de los hombres? Para esto falta mucho, mi amigo Simmias y mi amado Cebes; he aquí más bien lo que ocurre: si el alma se retira, pura, sin conservar nada del cuerpo, como la que durante la vida no ha tenido con él comercio alguno voluntario y al contrario huyó siempre de él recogiéndose en sí misma, meditando siempre, es decir, filosofando bien y aprendiendo efectivamente a morir, ¿no es esto una preparación para la muerte?
—¿Invisible, entonces?
 
Sí.
—Si.
 
Si el alma se retira en este estado, va hacia un ser semejante a ella, divino, inmortal, lleno de sabiduría, cerca del cual, libre de sus errores, de su ignorancia, de sus temores, de sus amores tiránicos y de todos los demás males anexos a la naturaleza humana goza de la felicidad; y, como se dice de los iniciados, pasa verdaderamente con los dioses toda la eternidad. ¿No es esto lo que debemos decir, Cebes?
—Luego el alma es más semejante que el cuerpo a lo invisible, y éste, a su vez, más semejante que aquélla a lo visible.
 
¡Sí, por Júpiter!, le contestó.
—De toda necesidad, Sócrates.
 
Pero si se retira del cuerpo mancillada, impura, como la que siempre ha estado mezclada con él ocupada en servirlo, poseída de su amor, embriagada de él hasta el punto de creer que lo único real es lo corporal, lo que se puede ver, tocar, comer y beber, o lo que sirve a los placeres del amor, mientras que hábilmente huía de todo lo que es oscuro, invisible, e inteligible, de lo cual sólo la filosofía tiene el sentido, ¿piensas tú que un alma en este estado puede salir pura y libre del cuerpo?
—¿Y no decíamos también hace un momento que el alma, cuando usa del cuerpo para considerar algo, bien sea mediante la vista, el oído o algún otro sentido — pues es valerse del cuerpo como instrumento el considerar algo mediante un sentido — es arrastrada por el cuerpo a lo que nunca se presenta en el mismo estado y se extravía, se embrolla y se marea como si estuviera ebria, por haber entrado en contacto con cosas de esta índole?
 
No puede ser.
—En efecto.
 
Sí: no puede ser, porque sale cubierta de las máculas corporales que el comercio continuo y la unión más estrecha que ha tenido con el cuerpo, por no haber estado más que con él y no haberse ocupado más que de él, se le han hecho como naturales.
—¿Y no agregábamos que, por el contrario, cuando reflexiona a solas consigo misma allá se va, a lo que es puro, existe siempre, es inmortal y siempre se presenta del mismo modo? ¿Y que, como si fuera por afinidad, reúnese con ello siempre que queda a solas consigo misma y le es posible, y cesa su extravío y siempre queda igual y en el mismo estado con relación a esas realidades, puesto que ha entrado en contacto con objetos que, asimismo, son idénticos e inmutables? ¿Y que esta experiencia del alma se llama pensamiento?
 
Así tiene que ser.
—Enteramente está bien y de acuerdo con la verdad lo que dices, oh Sócrates —repuso.
 
Estas máculas, mi querido Cebes, son una pesada envolvente terrestre y visible, y el alma cargada de este peso es arrastrada todavía por él hacia este mundo visible, por el temor que a ella le inspira el mundo invisible, o sea, el infierno, y va errante, como se dice, a los lugares de sepulturas, vagando alrededor de las tumbas, donde se han visto fantasmas tenebrosos, como son los espectros de estas almas, que no han salido del cuerpo purificadas del todo, sino conservando algo de esta materia visible que todavía las hace visibles.
—Así, pues, ¿a cuál de esas dos especies, según lo dicho anteriormente y lo dicho ahora, te parece que es el alma más semejante y más afín?
 
Es muy verosímil, Sócrates.
—Mi parecer, Sócrates —respondió Cebes—, es que todos, incluso los más torpes para aprender, reconocerían, de acuerdo con este método, que el alma es por entero y en todo más semejante a lo que siempre se presenta de la misma manera que a lo que no.
 
Sí, sin duda, Cebes, y verosímil también que no son las almas de los buenos, sino las de los malos las que están obligadas a errar por esos lugares adonde las lleva la pena de su primera vida, que ha sido mala, y donde continuarán errantes hasta que por el amor que han tenido por esa masa corporal, que las sigue perennemente, penetren de nuevo en un cuerpo y vuelvan probablemente a las mismas costumbres que fueron la ocupación de su primera vida.
—¿Y el cuerpo, qué?
 
¿Qué quieres decir, Sócrates?
—Se asemeja más a la otra especie.
 
Digo, por ejemplo, amado Cebes, que los que han hecho del vientre su dios y que sólo han amado la intemperancia sin pudor y sin comedimiento, entrarán verosímilmente en el cuerpo de asnos o de otros animales semejantes. ¿No opinas como yo?
—Considera ahora la cuestión, teniendo en cuenta el que, una vez que se juntan alma y cuerpo en un solo ser, la naturaleza prescribe a éste el servir y el ser mandado, y a aquélla, en cambio, el mandar y el ser su dueña. Según esto también ¿cuál de estas dos atribuciones te parece más semejante a lo divino y cuál a lo mortal? ¿No estimas que lo divino es apto por naturaleza para mandar y dirigir y lo mortal para ser mandado y servir?
 
Ciertamente.
—Tal es, al menos, mi parecer.
 
Y las almas de los que sólo han amado la justicia, la tiranía y la rapiña animaran cuerpos de lobos, de gavilanes y de halcones. ¿Pueden ir a otra parte las almas como ésas?
—Pues bien, ¿a cuál de los dos semeja el alma?
 
Sin duda que no.
—Evidente es, Sócrates, que el alma semeja a lo divino y el cuerpo a lo mortal.
 
Y otras habrán también que se asociarán a cuerpos análogos a sus gustos.
—Considera ahora, Cebes —prosiguió—, si de todo lo dicho nos resulta que es a lo divino, inmortal, inteligible, uniforme, indisoluble y que siempre se presenta en identidad consigo mismo y de igual manera, a lo que más se asemeja el alma, y si, por el contrario, es a lo humano, mortal, multiforme, ininteligible, disoluble y que nunca se presenta en identidad consigo mismo, a lo que, a su vez, se asemeja más el cuerpo. ¿Podemos decir contra esto otra cosa para demostrar que no es así?
 
Evidentemente.
—No podemos.
 
¿Cómo podría ser de otra manera? Y los más felices, aquellos cuyas almas van al lugar más agradable, ¿no son los que siempre han practicado las virtudes sociales y civiles que se llaman templanza y justicia, a las cuales se han formado por el hábito y la práctica solamente, sin la ayuda de la filosofía y de la reflexión?
—¿Y entonces, qué? Estando así las cosas ¿no le corresponde al cuerpo el disolverse prontamente, y al alma, por el contrario, el ser completamente indisoluble o el aproximarse a ese estado?
 
¿Cómo pueden ser los más dichosos?
—¡Cómo no!
 
Porque es verosímil que sus almas entraron en los cuerpos de animales pacíficos y amables, como las abejas y las hormigas, o que volverán a cuerpos humanos para hacer hombres de bien.
—Pues bien, tú observas —dijo— que, cuando muere un hombre, su parte visible y que yace en lugar visible, es decir, su cuerpo, que denominamos cadáver, y al que corresponde el disolverse, deshacerse y disiparse, no sufre inmediatamente ninguno de estos cambios, sino que se conserva durante un tiempo bastante largo, y si el finado tiene el cuerpo en buen estado y muere en una buena estación del año, se mantiene incluso mucho tiempo. Y si el cuerpo se pone enjuto y es embalsamado, como las momias de Egipto, consérvase entero, por decirlo así, un tiempo indefinido. Además hay algunas partes del cuerpo, los huesos, los tendones y todo lo que es similar, que aunque aquí se pudra son, valga la palabra, inmortales. ¿No es verdad?
 
Es probable.
—Sí.
 
Pero acercarse a la naturaleza de los dioses es lo que nunca estará permitido a los que no filosofaron toda su vida y cuyas almas no han salido del cuerpo con toda su pureza; esto sólo se reserva para el verdadero filósofo. Aquí tenéis, mi querido Cebes y mi amado Simmias, el motivo por el cual los verdaderos filósofos renuncian a todos los deseos del cuerpo, se dominan y no se entregan a sus pasiones; y no temen la pobreza ni la ruina de su casa como el pueblo que se afana por las riquezas, ni la ignominia ni el oprobio como los que aman los honores y las dignidades.
—Y el alma, entonces, la parte invisible, que se va a otro lugar de su misma índole, noble, puro e invisible, al Hades en el verdadero sentido de la palabra a reunirse con un dios bueno y sabio, a un lugar al que, si la divinidad quiere, también habrá de encaminarse al punto mi alma; ese alma, repito, cuya índole es tal como hemos dicho, y que así es por naturaleza, ¿queda disipada y destruida, acto seguido de separarse del cuerpo, como afirma el vulgo? Ni por lo más remoto, oh amigos Cebes y Simmias, sino que, muy al contrario, lo que sucede es esto. Si se separa del cuerpo en estado de pureza, no arrastra consigo nada de él, dado el que, por su voluntad, no ha tenido ningún comercio con él a lo largo de la vida, sino que lo ha rehuido, y ha conseguido concentrarse en sí misma, por haberse ejercitado constantemente en ello. Y esto no es otra cosa que filosofar en el recto sentido de la palabra y, de hecho, ejercitarse a morir con complacencia. ¿O es que esto no es una práctica de la muerte?
 
No sería propio de ellos, dijo Cebes.
—Completamente.
 
No lo sería, continuó Sócrates; por esto todos los que se preocupan de su alma y que no viven para el cuerpo, rompen con todas las costumbres y no siguen el mismo camino que los otros que no saben adónde van; mas persuadidos de que es preciso no hacer nada que sea contrario a la filosofía, a la liberación y a la purificación que ella procura, se abandonan a su guía yendo adonde los lleva.
—Así, pues, si en tal estado se encuentra, se va a lo que es semejante a ella, a lo invisible, divino, inmortal y sabio, adonde, una vez llegada, le será posible ser feliz, libre de extravío, insensatez, miedos, amores violentos y demás males humanos, como se dice de los iniciados, pasando verdaderamente el resto del tiempo en compañía de los dioses. ¿Debemos afirmarlo así, Cebes, o de otra manera?
 
¿Cómo, Sócrates?
—Pero en el caso, supongo yo, de que se libere del cuerpo manchada e impura, por tener con él continuo trato, cuidarle y amarle, hechizada por él y por las pasiones y placeres, hasta el punto de no considerar que exista otra verdad que lo corporal, que aquello que se puede tocar y ver, beber y comer, o servirse de ello para gozo de amor, en tanto que aquello que es oscuro, a los ojos e invisible pero inteligible y susceptible de aprehenderse con la filosofía, está acostumbrada a odiarlo, temerlo y rehuirlo; un alma que en tal estado se encuentre, ¿crees tú que se separa del cuerpo, sola y en sí misma y sin estar contaminada?
 
Voy a explicároslo. Los filósofos que ven su alma unida verdaderamente y pegada a su cuerpo y forzada a considerar los objetos como a través de una prisión oscura y no por ella misma, comprenden bien que la fuerza de este lazo temporal consiste en las pasiones, que hacen que el alma encadenada a sí misma apriete más la cadena; reconocen que la filosofía, adueñándose de su alma, la consuela dulcemente y trabaja para libertarla haciéndola ver que los ojos están llenos de ilusiones como los oídos y los demás sentidos de su cuerpo, advirtiéndola de que sólo haga uso de ellos cuando la necesidad la obligue, y aconsejándola encerrarse y reconcentrarse en sí misma y a no creer más testimonio que el suyo propio, cuando haya examinado en su interior lo que es la esencia de cada cosa y se haya persuadido bien de que todo lo que examina por cualquier intermediario, cambiando con éste, no tiene nada verdadero. Pero lo que ella examina con los sentidos es lo sensible y visible y lo que ve por sí misma lo visible e inteligible. El alma del verdadero filósofo, persuadida de que no puede oponerse a su libertad, renuncia en todo lo que puede a las voluptuosidades, a los deseos, a las tristezas y a los temores, porque sabe que después de los grandes placeres, grandes temores y extremadas tristezas o deseos se experimentan no sólo los males sensibles que todo el mundo conoce, como las enfermedades o la pérdida de los bienes, sino también él mayor y último de los males, tanto mayor porque no se deja sentir.
—En lo más mínimo —respondió.
 
¿Qué mal es ése, Sócrates?
—¿Sepárase entonces, supongo, dislocada por el elemento corporal, que el trato y la compañía del cuerpo hicieron connatural a ella, debido al continuo estar juntos y a la gran solicitud que por él tuvo?
 
El que el alma obligada a regocijarse o afligirse por cualquier causa se persuade de que lo que origina ese placer o esa tristeza es muy real, aunque no lo sea. Tal es el efecto de todas las cosas visibles, ¿no es cierto?
—Exacto.
 
Cierto es.
—Mas a éste, querido, preciso es considerarle pesado, agobiante, terrestre y visible. Al tenerlo, pues, un alma de esa índole es entorpecida y arrastrada de nuevo al lugar visible, por miedo de lo invisible y del Hades, según se dice, y da vueltas alrededor de monumentos fúnebres y sepulturas, en torno de los que se han visto algunos sombríos fantasmas de almas; imágenes ésas, que es lógico que produzcan tales almas, que no se han liberado con pureza, sino que participan de lo visible, por lo cual se ven.
 
¿No es en esta clase de afectos, sobre todo, donde el alma está más particularmente unida al cuerpo?
—Es verosímil, Sócrates.
 
¿Por qué?
—Es verosímil, ciertamente, Cebes. Y asimismo lo es que no sean esas almas las de los buenos, sino las de los malos, que son obligadas a errar en torno de tales lugares en castigo de su anterior modo de vivir, que fue malo. Y andan errantes hasta el momento en que, por el deseo que siente su acompañante, el elemento corporal, son atadas a un cuerpo. Y, como es natural, los cuerpos a que son atadas tienen las mismas costumbres que ellas habían tenido en su vida.
 
Porque cada voluptuosidad y cada tristeza están armadas, por decirlo así, de un clavo con el que fijan el alma al cuerpo y la hacen tan material, que llega a pensar que no hay más objetos reales que los que el cuerpo le dice. Por tener las mismas opiniones que el cuerpo, está por fuerza obligada a tener los mismos hábitos y costumbres, lo que la impide llegar pura a los infiernos; pero saliendo de esta vida, manchada todavía con las máculas del cuerpo del que acaba de separarse, entra muy pronto en otro cuerpo, donde arraiga como si la hubieran sembrado, y esto es lo que hace que esté privada de toda relación con la esencia pura, simple y divina.
—¿Qué clase de costumbres son ésas que dices, Sócrates?
 
Es exacto, dijo Cebes.
—Digo, por ejemplo, que los que se han entregado a la glotonería, al desenfreno, y han tenido desmedida afición a la bebida sin moderarse, es natural que entren en el linaje de los asnos y de los animales de la misma calaña. ¿No lo crees así?
 
Por estas razones trabajan los verdaderos filósofos para adquirir la fortaleza y la templanza y no por las otras razones que el pueblo se imagina. ¿Pensaras tú acaso como ése?
—Es completamente lógico lo que dices.
 
De ninguna manera.
—Y los que han puesto por encima de todo las injusticias, las tiranías y las rapiñas, en el de los lobos, halcones y milanos. O ¿a qué otro lugar decimos que pueden ir a parar tales almas?
 
Esto es lo que convendrá siempre al alma de un verdadero filósofo, porque así no creerá nunca que la filosofía deba desligarla para que una vez desligada se abandone a las voluptuosidades y a las tristezas y vuelve a encadenarse, lo que sería volver a empezar de nuevo, como la tela de Penélope. Al contrario, reprimiendo todas las pasiones en una tranquilidad perfecta y teniendo siempre la razón por guía, sin separarse nunca de ella, contempla incesantemente lo que es verdadero, divino e inmutable y está por encima de la opinión. Y alimentada por esta verdad pura, está persuadida de que debe vivir siempre de la misma manera mientras está unida al cuerpo, y que después de la muerte, devuelta a lo que es de la misma naturaleza que ella, estará libre de todos los males que afligen a la naturaleza humana. Con estos principios, mis amados Simmias y Cebes, y después de una vida semejante, ¿podrá temer el alma que en el momento en que se separe del cuerpo se la lleven los vientos y la disipen y que completamente destruida no exista en alguna parte?
—No hay duda —contestó Cebes—, a tales cuerpos.
 
Calló Sócrates y se produjo un largo silencio. Sócrates parecía ocupado con lo que acababa de decir; nosotros también lo estábamos, y Cebes y Simmias hablaban en voz baja. Observolo Sócrates y les preguntó: ¿De qué habláis? ¿Os parece que les falta algo a mis pruebas? Porque me figuro que dan lugar a muchas dudas y objeciones, si se quiere tomar la pena de examinarlas detalladamente. Si habláis de otra cosa, no tengo nada que decir, pero por poca que sea la duda que alberguéis acerca de lo que he dicho, no tengáis el menor reparo en decirme con toda franqueza si os parece que falta algo a mi demostración; asociadme a vuestras pesquisas, si creéis que con ayuda mía saldréis más fácilmente de dudas.
—¿Y no está claro —prosiguió— con respecto a las demás almas, a dónde irá a parar cada una, según las semejanzas de sus costumbres?
 
Te voy a decir la verdad, respondió Simmias; hace ya mucho tiempo que Cebes y yo tenemos dudas y uno y otro nos instigamos mutuamente a confiártelas por las ganas que tenemos de que nos saques de ellas. Pero los dos hemos temido serte inoportunos y hacerte preguntas desagradables dada la situación en que te encuentras.
—Si lo está —respondió—, ¡cómo no va a estarlo!
 
¡Ah mi caro Simmias!, replicó Sócrates sonriendo dulcemente. Qué gran trabajo me costaría persuadir a los otros hombres de que no considero una desgracia la situación en que me encuentro, puesto que no sabría persuadiros a vosotros mismos, que me creéis más difícil de tratar que nunca he sido. Me juzgáis, pues, muy inferior a los cisnes en lo que se refiere a los presentimientos y a la adivinación, porque cuando sienten que van a morir cantan mejor que nunca cantaron, alegres porque van a encontrar al dios a quien sirven. Pero los hombres, por el temor que les inspira la muerte, calumnian a los cisnes, diciendo que lloran su muerte y cantan de tristeza. Y no reflexionan que no hay pájaro que cante cuando tiene hambre o frío o sufre por cualquier otra causa, ni siquiera el ruiseñor, la golondrina ni la abubilla, de los que se dice que su canto no es más que un efecto del dolor. Pero estos pájaros no cantan de tristeza, y creo que menos aún los cisnes, que perteneciendo a Apolo son adivinos; y como prevén los bienes de que se disfruta en la otra vida, cantan y se regocijan más que nunca ese día. Y yo pienso que sirvo a Apolo tan bien como ellos y que como ellos estoy consagrado a este dios, que no recibo menos que ellos de nuestro común maestro el arte de la adivinación y que no estoy más disgustado que ellos de partir de esta vida. Por esto mismo no os privéis de hablar tanto cuanto os placerá ni preguntarme todo el tiempo que tengan a bien permitir los Once.
—Ahora bien, ¿no es cierto —continuó Sócrates— que aún dentro de este grupo, los más felices y los que van a parar a mejor lugar son los que han practicado la virtud popular y cívica, que llaman moderación y justicia, que nace de la costumbre y la práctica sin el concurso de la filosofía y de la inteligencia?
 
Muy bien, Sócrates, respondió Simmias; voy a decirte mis dudas y Cebes te expondrá en seguida las suyas.
—¿Por qué son éstos los más felices?
 
Opino, como tú, que de estas materias es imposible o al menos muy difícil saber toda la verdad en esta vida, y estoy persuadido de que no examinar muy atentamente lo que se dice y cansarme antes de haber hecho todos los esfuerzos, es un acto propio sólo de un hombre débil y cobarde. Porque de dos cosas una es precisa: o aprender de otros lo que es o encontrarlo uno mismo. Si una y otra de estas vías son imposibles, se escogerá entre todos los razonamientos humanos el mejor y más consistente, abandonándose a él como a una navecilla para cruzar así a través de las tempestades de esta vida, a menos que se pueda encontrar para este viaje una embarcación más solida, alguna razón inquebrantable, que nos ponga fuera de peligro. Por esto no me avergonzaré de hacerte preguntas, ya que me lo permites y no me expondré a tenerme un día que echar en cara no haberte dicho lo que ahora estoy pensando. Cuando examino con Cebes lo que has dicho, te confieso, Sócrates, que tus pruebas no me parecen suficientes.
—Porque es natural que lleguen a un género de seres que sea tal como ellos son, sociable y civilizado, como puede serlo el de las abejas, avispas y hormigas, e incluso que retornen al mismo género humano, y de ellos nazcan hombres de bien.
 
Puede que tengas razón, mi querido Simmias; pero ¿en qué te parecen insuficientes?
—Es natural.
 
En que podría decirse lo mismo de la armonía de una lira, de la lira misma y de sus cuerdas: que la armonía de la lira es algo invisible, inmaterial, bello y divino; que la lira y sus cuerdas son cuerpos, materia, cuerpos compuestos, terrestres y de naturaleza mortal. Y si hiciera pedazos la lira o rompiera sus cuerdas, ¿no habría quizá alguien que con razonamientos parecidos a los tuyos pudiera sostener que es preciso que esta armonía subsista y no perezca? Porque es imposible que una vez rotas sus cuerdas pueda subsistir la lira, y que las cuerdas, que son cosas mortales, subsistan después de la rotura de la lira, y que la armonía, que es de la misma naturaleza que el ser inmortal y divino, perezca antes que lo que es mortal y terrestre; pero es absolutamente necesario, diríase, que la armonía exista en alguna parte y que el cuerpo de la lira y las cuerdas se corrompan y perezcan enteramente antes de que aquélla sufra la menor lesión. Y tú mismo, Sócrates, te habrás dado cuenta seguramente de que pensamos que el alma es algo parecido a lo que te voy a decir: nuestro cuerpo está compuesto y mantenido en equilibrio por el calor, el frío, lo seco y lo húmedo, y nuestra alma no es más que la armonía que resulta de la justa mezcla de estas cualidades cuando están combinadas y muy de acuerdo. Si nuestra alma no es más que una especie de armonía, es evidente que cuando nuestro cuerpo está demasiado agobiado o en tensión por las enfermedades o por otros males, es necesario que nuestra alma, por divina que sea, perezca como las otras armonías que consisten en los sonidos o que son el efecto de los instrumentos, mientras que los restos de cada cuerpo duran todavía bastante tiempo antes de que los quemen o se corrompan. Esto es, Sócrates, lo que podríamos responder a estas razones, si alguno pretendiera que nuestra alma, no siendo más que una mezcla de las cualidades del cuerpo, perece la primera en lo que llamamos la muerte.
—Pero al linaje de los dioses, a ése es imposible arribar sin haber filosofado y partido en estado de completa pureza; que ahí sólo es licito que llegue el deseoso de saber. Por esa razón, oh amigos Simmias y Cebes, los que son filósofos en el recto sentido de la palabra se abstienen de los deseos corporales todos, mantiénense firmes, y no se entregan a ellos; ni el temor a la ruina de su patrimonio, ni a la pobreza les arredra, como al vulgo y a los amantes de la riqueza; ni temen tampoco la falta de consideración y de gloria que entraña la miseria, como los amantes de poder y de honores, por lo cual abstiénense de tales cosas.
 
Sócrates nos miró sucesivamente, como solía hacer con frecuencia, y sonriendo contestó: Simmias tiene razón; si alguno de vosotros tiene más facilidad que yo para responder a sus objeciones, ¿por qué no lo hace?, porque me parece que ha atacado bien las dificultades del asunto. Pero antes de contestarle quisiera oír lo que Cebes tiene que objetarme, a fin de que mientras habla tengamos tiempo de pensar en lo que debemos decir. Y después de que hayamos, escuchado a los dos, cederemos si sus razones son buenas y si no; sostendremos nuestro principio con todas nuestras fuerzas. Dinos, Cebes, ¿qué te impide rendirte a lo que he establecido?
—Efectivamente, Sócrates — dijo Cebes —, lo contrario no estaría en consonancia con ellos.
 
Voy a decirlo, respondió Cebes. Es que me parece que la cuestión está en el mismo punto que antes y que origina nuestras anteriores objeciones. Encuentro admirablemente demostrada la existencia de nuestra alma antes de que venga a animar el cuerpo, si mi confesión no te ofende, pero que siga subsistiendo después de nuestra muerte es lo que no está igualmente probado. Sin embargo, no me rindo en manera alguna a la objeción de Simmias, que pretende que nuestra alma no es ni más fuerte ni más duradera que nuestro cuerpo, porque me parece infinitamente superior a todo lo corpóreo. ¿Por qué, pues, me dirás, dudas todavía? Puesto que ves que después de morir el hombre lo que hay más débil en él subsiste todavía, ¿no te parece de absoluta necesidad que lo que es duradero dure todavía más tiempo? Escucha, te lo ruego, a ver si contestaré bien a esta objeción, porque para que se me comprenda tengo necesidad de recurrir, como Simmias, a una comparación. A mi modo de ver, todo cuanto se ha dicho es como si después de la muerte de un anciano tejedor se dijera: este hombre no se ha muerto, porque existe en alguna otra parte, y la prueba de ello es que aquí tenéis el vestido que llevaba y que él mismo se confeccionó; todavía está entero y no ha perecido; y si alguno rehusara rendirse a esta prueba, le preguntaría quién es más durable, si el hombre o el vestido que lleva y del que se sirve. Sería preciso que me respondieran que el hombre, y con esto se pretendería haberle demostrado que, puesto que lo que el hombre tiene menos durable no ha perecido, con mucha mayor razón el hombre mismo subsiste todavía. Pero la cosa no es así, creo, mi querido Simmias, y escucha, te ruego, lo que contesto a esto. No hay nadie que al oír hacer esta objeción no diga que es un absurdo. Porque este tejedor, después de haber usado muchos trajes que se hizo, ha muerto entre ellos, pero antes que el último, lo que no autoriza a decir que el hombre sea una cosa más débil y menos duradera que el traje. Esta comparación conviene lo mismo al alma que al cuerpo, y cualquiera que se los aplique dirá sabiamente, a mi modo de ver, que el alma es un ser muy duradero y el cuerpo un ser más débil y de menor duración. Y añadirá que cada alma usa varios cuerpos, sobre todo si vive un gran número de años; porque si el cuerpo se deshace y se disuelve mientras el hombre vive todavía y el alma renueva incesantemente su perecedera envolvente, es necesario que cuando muera lleve su última envolvente y que ésta sea la única antes de la cual ella muera; y una vez muerta el alma, manifiesta muy pronto el cuerpo la debilidad de su naturaleza, porque se corrompe y perece rápidamente. Por esto, no se puede conceder todavía tanta fe a tu demostración, para que tengamos esta confianza en que nuestra alma subsista todavía después de nuestra muerte, porque si alguno dijera aún más de lo que tú dices y se le concediera, no sólo que nuestra alma existe en el tiempo que precede a nuestro nacimiento, sino que nada impide que después de nuestra muerte existan las almas de algunos y renazcan varias veces para morir de nuevo, siendo el alma bastante potente para usar sucesivamente varios cuerpos, lo mismo que el hombre usa varios vestidos; si, concediéndole esto, digo, no se niega sin embargo que se desgasta a fuerza de todos estos reiterados nacimientos y que, finalmente, tiene que terminar por perecer verdaderamente en alguna de estas muertes; y si se añadiera que nadie puede discernir cuál de estas muertes es la que herirá al alma, porque a los hombres les es imposible presentir, entonces todo hombre que no teme a la muerte y tenga confianza es un insensato, a menos que no esté en condiciones de demostrar que el alma es enteramente inmortal e imperecedera. De otra manera, es absolutamente necesario que el que va a morir tema por su alma y tiemble ante la idea de que perezca en esta próxima separación del cuerpo.
—Sin duda alguna, ¡por Zeus! —repuso éste—.
 
Cuando hubimos escuchado estas objeciones, nos enfadamos mucho, como en seguida lo confesamos, de que después de haber estado tan bien persuadidos por los razonamientos anteriores, vinieran éstos a perturbarnos con sus dificultades y a sembrar en nosotros la desconfianza, no sólo de todo lo que se había dicho, sino además de todo lo que en el porvenir pudiéramos decir, puesto que creeríamos siempre que no seríamos buenos jueces en estas materias o que estas serían por sí mismas poco susceptibles de ser conocidas.
—Por eso las mandan a paseo en su totalidad quienes tienen algún cuidado de su alma y no viven para el cuerpo, ocupados en modelarle, y no siguen el mismo camino de aquéllos, en la idea de que no saben a donde van, sino que, pensando que no deben obrar en contra de la filosofía y de la liberación y purificación que ésta procura, se encaminan en pos de ella por el camino que les indica.
 
ECHECRATES.- Por los dioses, Fedón, os lo perdono, porque al oírte me digo yo mismo: ¿qué creeremos en adelante puesto que los razonamientos de Sócrates, que me parecían tan capaces de persuadir, resultan dudosos? La objeción de Simmias, en efecto, de que nuestra alma no es más que una armonía, me sorprende maravillosamente y siempre me sorprendió, porque me ha hecho recordar que ya hace tiempo había tenido yo el mismo pensamiento.
—¿Cómo, Sócrates?
 
Así, pues, tengo que volver a empezar y necesitaré nuevas pruebas para estar convencido de que nuestra alma no muere con el cuerpo. Dime, pues, ¡por Júpiter!, de qué manera continuó Sócrates la controversia, si pareció tan enfadado como nosotros o si sostuvo su aflicción con dulzura; en fin, si os satisfizo por completo o no. Cuéntame todo, con todo detalle, te lo ruego, y sin olvidar nada.
—Yo te lo diré —respondió—. Conocen, en efecto, los deseosos de saber que, cuando la filosofía se hace cargo del alma, ésta se encuentra sencillamente atada y ligada al cuerpo, y obligada a considerar las realidades a través de él, como a través de una prisión, en vez de hacerlo ella por su cuenta y por medio de sí misma, en una palabra, revolcándose en la total ignorancia; y que la filosofía ve que lo terrible de esa prisión es que se opera por medio del deseo, de suerte que puede ser el mismo encadenado el mayor cooperador de su encadenamiento. Así, pues, como digo, los amantes de aprender saben que, al hacerse cargo la filosofía de nuestra alma en tal estado, le da consejos suavemente e intenta liberarla, mostrándole que está lleno de engaño el examen que se hace por medio de los ojos, y también el que se realiza valiéndose de los oídos y demás sentidos; que asimismo aconseja al alma retirarse de éstos y a no usar de ellos en lo que no sea de necesidad, invitándola a recogerse y a concentrarse en sí misma, sin confiar en nada más que en si sola, en lo que ella en si y de por sí capte con el pensamiento como realidad en sí y de por si; que, en cambio, lo que examina valiéndose de otros medios y que en cada caso se presente de diferente modo, la enseña no considerarlo verdadero en nada; y también que lo que es así es sensible y visible, mientras que lo que ella ve es inteligible e invisible. Así, pues, por creer el alma del verdadero filósofo que no se debe oponer a esta liberación, se aparta consecuentemente de los placeres y deseos, penas y temores en lo que puede, porque piensa que, una vez que se siente un intenso placer, temor, pena o deseo, no padece por ello uno de esos males tan grandes que pudieran pensarse, como, por ejemplo, el ponerse enfermo o el hacer un derroche de dinero por culpa del deseo, sino que lo que sufre es el mayor y el supremo de los males, y encima sin que lo tome en cuenta.
 
FEDÓN.- Te aseguro, Echecrates, que si toda mi vida había admirado a Sócrates, en aquel momento le admiré más que nunca, porque tuvo muy prontas sus respuestas, lo que en realidad no es sorprendente en un hombre como él; pero lo que me pareció primero más digno de admiración fue el ver con qué dulzura, con qué bondad y con qué aire de aprobación escuchó las objeciones de aquellos jóvenes y, en seguida, con qué sagacidad observó la impresión que nos causaron, y como si fuéramos vencidos que huyeran, nos llamó, nos hizo volver la cabeza y nos condujo de nuevo a la discusión.
—¿Cuál es ese mal, Sócrates? —preguntó Cebes.
 
ECHECRATES.- ¿Cómo?
—Que el alma de todo hombre, a la vez que siente un intenso placer o dolor en algo, es obligada también a considerar que aquello, con respecto a lo cual le ocurre esto en mayor grado, es lo más evidente y verdadero, sin que sea así. Y éste es el caso especialmente de las cosas visibles. ¿No es verdad?
 
FEDÓN.- Vas a oírlo: yo estaba sentado a su derecha, en un taburete, cerca de su lecho, y él, sentado más alto que yo; pasándome la mano por la cabeza y jugando como tenía costumbre con mis cabellos que me caían sobre los hombros, me dijo: Fedón, ¿no es mañana cuando harás que te corten tu hermosa cabellera?
—Por completo.
 
Así me parece, Sócrates.
—¿Y no es cierto que en el momento de sentir tal afección es cuando el alma es encadenada más por el cuerpo?
 
No será, si me crees.
—¿Cómo?
 
¿Cómo?
—Porque cada placer y dolor, como si tuviera un clavo, la clava al cuerpo, la sujeta como con un broche, la hace corpórea y la obliga a figurarse que es verdadero lo que afirma el cuerpo. Pues por tener las mismas opiniones que el cuerpo y deleitarse con los mismos objetos, por fuerza adquiere, según creo, las costumbres y el mismo régimen de vida que el cuerpo, y se hace de tal calaña que nunca puede llegar al Hades en estado de pureza, sino que parte allá contaminada siempre por el cuerpo, de tal manera que pronto cae de nuevo en otro cuerpo y en él echa raíces, como si hubiera sido sembrada, quedando, en consecuencia, privada de la existencia en común con lo divino, puro y que sólo tiene una única forma.
 
Hoy es cuando yo me debo cortar el cabello y tú el tuyo si es cierto que nuestro razonamiento ha muerto y que no podemos resucitarlo; si yo estuviera en tu lugar y hubiese sido vencido, juraría como los de Argos no dejar que volviera a crecerme el cabello hasta haber logrado a mi vez alcanzar la victoria sobre las razones de Simmias y de Cebes.
—Grandísima verdad es lo que dices, Sócrates —dijo Cebes.
 
Pero yo repuse: Has olvidado el proverbio de que el mismo Hércules no basta contra dos.
—Por tanto, Cebes, ésa es la razón de que los que reciben con justicia el nombre de amantes del saber sean moderados y valientes, no la que aduce el vulgo. ¿O tu crees que es ésta?
 
¿Por qué no me llamas a ti, dijo, como tu Ioalos, ahora que todavía es de día?
—No, por cierto. Yo, no lo creo así.
 
Te llamo, le respondí, pero no como Hércules llama a su Ioalos, sino como Ioalos llama a su Hércules.
—No, sin duda. Por el contrario, así sería como calculara el alma de un filósofo, y no creería que, si a la filosofía atañe el desatarla, a ella, en cambio, mientras aquélla la desata, le corresponde el entregarse a los placeres y penas, para atarse de nuevo y realizar un trabajo sin fin, como el de Penélope, manejando el telar en el sentido contrario. Antes bien, pone en calma las pasiones, sigue al razonamiento, y, sin separarse en ningún momento de él, contemplando lo verdadero, divino y que no es objeto de opinión, y alimentada por ello, cree que así debe vivir mientras viva, y que, una vez que su vida acabe, llegará a lo que es afín a sí misma y tal como ella es, liberándose de los males humanos. Y, como consecuencia de tal régimen de vida, no hay peligro de que sienta temor [puesto que hase ejercitado en ello], oh Simmias y Cebes, de quedar esparcida en el momento de separarse del cuerpo, o de ser disipada por el soplo de los vientos y de marcharse en un vuelo, sin existir ya en ninguna parte.
 
No importa, repuso; es igual.
Después de decir esto Sócrates, prodújose silencio durante mucho rato, y tanto el mismo Sócrates, según se dejaba ver, como la mayor parte de nosotros estábamos absortos en el argumento expuesto. Por su parte, Cebes y Simmias conversaban entre ellos dos en voz baja. Al verles, Sócrates les preguntó:
 
Pero tengamos cuidado ante todo de no incurrir en un gran defecto.
—¿Qué? ¿Acaso os parece que lo dicho no ha quedado completo? Pues muchos puntos quedan aún que pueden dar pie a sospechas y reparos, si es que verdaderamente se ha de hacer una exposición, satisfactoria Si es otra cosa lo que consideráis, estoy hablando en vano; mas si es sobre algo de lo expuesto donde radica vuestra duda, no vaciléis, tomad vosotros la palabra y exponed la cuestión según os parezca que seria mejor dicha, tomándome a mí, a vuestra vez, como interlocutor, si creéis que con mi ayuda vais a tener más oportunidades de encontrar una solución.
 
¿Cuál?, le pregunté.
Simmias, entonces, le respondió:
 
De ser misólogos, me dijo, lo mismo que hay misántropos; porque la desgracia mayor es el odiar a la razón, y esta misología nace del mismo manantial que la misantropía. ¿De dónde procede la misantropía? De que después de haberse fiado de un hombre sin ningún examen y de creerle sincero, honorable y fiel, acabamos por descubrir que es falso y perverso; después de varias experiencias parecidas, viendo que uno ha sido engañado por los que creía eran sus mejores y más íntimos amigos, harto de verse tanto tiempo sometido a tal error, llega a odiar a todos los hombres persuadido de que no hay ni uno que sea sincero. ¿No has observado que la misantropía se forma gradualmente?
—Pues bien, Sócrates, te diré la verdad. Desde hace un rato estamos uno y otro en duda, y nos empujamos y nos animamos mutuamente a preguntarte, porque, si bien estamos deseosos de oírte, no nos atrevemos a importunarte, por temor a que nuestras preguntas te desagraden, dada la presente desdicha.
 
Sí, le respondí.
Al oírle, Sócrates sonrió levemente y respondió:
 
¿No es una vergüenza, continuó diciendo, que un hombre semejante, sin el arte de conocer a los hombres, se atreva a frecuentar su trato? Porque si tuviera la menor experiencia habría visto las cosas humanas tal como son y reconocido que es escaso el número de los buenos y los malos y muy numerosos en cambio los que están entre estos dos extremos.
—¡Ay, Simmias! Difícilmente, no cabe duda, podré persuadir a los demás de que no tengo por desdicha la presente situación, cuando ni siquiera a vosotros os puedo persuadir de ello, y teméis que me encuentre ahora de peor humor que en el resto de mi vida. Es más; al parecer, en lo que respecta a dotes adivinatorias, soy, en vuestra opinión, inferior a los cisnes, que, una vez que danse cuenta de que tienen que morir, aun cuando antes también cantaban, cantan entonces más que nunca y del modo más bello, llenos de alegría porque van a reunirse con el dios del que son siervos. Mas los hombres, por su propio miedo a la muerte, calumnian incluso a los cisnes y dicen que, lamentando su muerte, entonan, movidos de dolor un canto de despedida, sin tener en cuenta que no hay ningún ave que cante cuando tiene hambre, frío o padece algún otro sufrimiento, ni el propio ruiseñor, ni la golondrina, ni la abubilla, que, según dicen, cantan deplorando su pena. Pero, a mi modo de ver, ni estas aves ni tampoco los cisnes cantan por dolor, sino que, según creo, como son de Apolo, son adivinos, y por prever los bienes del Hades cantan y se regocijan aquel día, como nunca lo hicieran hasta entonces. Y en lo que a mí respecta, me considero compañero de esclavitud de los cisnes y consagrado al mismo dios, y en no peores condiciones que ellos en lo tocante a la facultad de adivinar que otorga mi señor, ni tampoco en mayor abatimiento que ellos por abandonar la vida. Por esta razón, pues, debéis hablar y preguntarme lo que queráis, mientras lo permitan los Once de Atenas.
 
¿Cómo has dicho, Sócrates?
—Dices bien —repuso Simmias—. Así que te voy a decir mi duda, y éste, a su vez, te dirá en qué no admite lo expuesto. A mí me parece, oh Sócrates, sobre las cuestiones de esta índole tal vez lo mismo que a ti, que un conocimiento exacto de ellas es imposible o sumamente difícil de adquirir en esta vida, pero que el no examinar por todos los medios posibles lo que se dice sobre ellas, o el desistir de hacerlo, antes de haberse cansado de considerarlas bajo todos los puntos de vista, es propio de hombre muy cobarde. Porque lo que se debe conseguir con respecto a dichas cuestiones es una de estas cosas: aprender o descubrir por uno mismo qué es lo que hay de ellas, o bien, si esto es imposible, tomar al menos la tradición humana mejor y más difícil de rebatir y, embarcándose en ella, como en una balsa, arriesgarse a realizar la travesía de la vida, si es que no se puede hacer con mayor seguridad y menos peligro en navío más firme, como, por ejemplo, una revelación de la divinidad. Así, pues, yo, por mi parte, no tendré vergüenza de preguntarte, ya que tú nos invitas a ello, ni me echaré en cara después que ahora no te dije mi opinión. Porque a mí, oh Sócrates, tras haber considerado conmigo mismo y con éste lo expuesto, no me parece que haya quedado suficientemente demostrado.
 
Digo, Fedón, que hay hombres de ésos, como los hay muy altos o muy pequeños. ¿No encuentras que no hay nada tan extraño como un hombre muy alto o uno muy pequeño, y lo mismo digo de los perros y de todas las demás cosas, como de lo que es rápido y de lo que es lento, de lo que es hermoso y de lo que es feo, de lo que es blanco y de lo que es negro? ¿No observas que en todas estas cosas los dos extremos son raros y lo medio es lo más ordinario y común?
—Tal vez, amigo dijo Sócrates—, lo que te parece sea verdad. Ea, pues, di en qué te parece que hay deficiencia.
 
Lo observo muy bien, Sócrates.
—En esto, creo yo —repuso Simmias—: en el hecho de que sobre la armonía, la lira y las cuerdas se podría emplear el mismo argumento, a saber, que la armonía es algo indivisible, incorpóreo, completamente bello y divino que hay en la lira afinada, pero que la lira en sí y las cuerdas son cuerpos, cosas materiales, compuestas, terrestres y emparentadas con lo mortal.
 
¿Y que si se propusiera la concesión de un premio a la perversidad habría muy pocos que pudieran aspirar a él?
—Así, pues, supongamos que, una vez que se rompe o se corta la lira y se arrancan sus cuerdas, alguien sostiene, empleando el mismo argumento que tú, que es necesario que exista todavía aquella armonía y que no se haya perdido. Porque sería de todo punto imposible que dijera que si bien la lira existe todavía, aun cuando hayan sido arrancadas sus cuerdas, y siguen también existiendo éstas que son mortales, en tanto que la armonía, en cambio, que tiene la misma naturaleza que lo divino e inmortal, y con ello está emparentada, perece antes que lo mortal. Antes bien, lo que aquél diría es que es necesario que la armonía exista aún en alguna parte, y que las maderas y cuerdas se pudren antes de que a aquélla le ocurra nada. Pues bien, Sócrates, creo que tú también has pensado que es precisamente así, sobre poco más o menos, como nosotros creemos que es el alma, es decir, que estando nuestro cuerpo, valga la palabra, tensado y sostenido por lo caliente y lo frío, lo seco y lo húmedo y algunos opuestos similares, nuestra alma es la mezcla y la armonía de éstos, una vez que se han mezclado bien y proporcionalmente entre sí. Así, pues, si resulta que el alma es una especie de armonía, está claro que, cuando nuestro cuerpo se relaja o se tensa en exceso por las enfermedades o demás males, se presenta al punto la necesidad de que el alma, a pesar de ser sumamente divina, se destruya como las demás armonías existentes en los sonidos y en las obras artísticas todas, en tanto que los restos de cada cuerpo perduran mucho tiempo, hasta que se les quema o se pudren. Mira, por consiguiente, qué vamos a responder a este argumento, en el caso de que alguien pretenda que el alma, por ser la mezcla de los elementos del cuerpo, es la primera que perece en lo que llamamos muerte.
 
Es verosímil.
Mirándole entonces Sócrates fijamente, como acostumbraba las más de las veces, le dijo sonriendo:
 
Seguramente, repuso; mas no es de otra manera como los razonamientos se asemejan a los hombres; pero me he dejado arrastrar por seguirte. El único parecido que existe es que cuando se admite como verdadero un razonamiento sin saber el arte de razonar, sucede más tarde que parece falso, séalo o no, y muy diferente de él mismo. Y cuando se ha adquirido la costumbre de disputar siempre por y contra, se cree uno finalmente muy hábil y se imagina ser el único que ha comprendido que ni en las cosas ni en los razonamientos hay nada verdadero ni seguro, que todo es continuo flujo y reflujo, como el Euripo, y que nada permanece un solo instante en el mismo estado.
—Justo es, ciertamente, lo que dice Simmias. Así, pues, si alguno de vosotros se encuentra en mayor abundancia de recursos que yo, ¿por qué no le ha contestado ya? Pues no parece hombre que acometa a la ligera el argumento. No obstante, me parece que, antes de dar una respuesta, es preciso oír a Cebes qué es lo que a su vez censura al argumento, a fin de que, con tiempo por medio, deliberemos qué es lo que vamos a responder. Después, tras de haberles escuchado les daremos la razón, en el caso de que nos parezca que van acordes, y, si no, es el momento ya de defender el argumento. Ea, pues, Cebes —le animó—, di qué fue lo que a ti te perturbaba.
 
Es verdad.
—Ahora lo diré —dijo Cebes—. Para mí es evidente que el razonamiento se encuentra aún en el mismo punto, y que es susceptible de la misma censura que le hacíamos anteriormente. El que nuestra alma existía, antes incluso de venir a parar a esta forma, es algo que no me vuelve atrás en afirmar que ha quedado demostrado de un modo que me place sumamente, y, si no es molesto el decirlo, convincente por completo. Pero el que, una vez muertos nosotros, sigue existiendo en alguna parte, ya no me lo parece así. Mas tampoco concedo a la objeción de Simmias que el alma es algo menos consistente y menos duradero que el cuerpo: en todos estos puntos me parece que el alma es muy superior al cuerpo. Entonces, ¿por qué —me diría el razonamiento— persistes en tus dudas, ya que ves que, muerto el hombre, lo que es más débil continúa existiendo? ¿No crees que es necesario que lo más duradero siga mientras tanto conservándose? Atiende ahora a esto, a ver si es razonable lo que digo, pues, al parecer, también yo, como Simmias, necesito un símil. En efecto, a mi me parece que la anterior afirmación se hace de un modo parecido a como pudiera hacer alguien, a propósito de un viejo tejedor que ha muerto, la de que el individuo en cuestión no ha perecido, sino que conserva la existencia en alguna parte; presentara como prueba el hecho de que el manto que le cubría y que él mismo tejió se conserva y no ha perecido; preguntara, si alguno no le creía: "¿Cuál de estas dos cosas es más duradera, el género humano o el de los mantos que usa y lleva el hombre? y, al respondérsele que es mucho más duradero el género de los hombres, se figurara que había quedado demostrado que, con mucha mayor razón, el hombre conserva la existencia, puesto que lo menos duradero no ha perecido. Pero esto, oh Simmias, creo que no es así. Examina también tú lo que digo. Todo el mundo reconocería que dice una necedad el que tal cosa sostiene. En efecto, el tejedor de nuestro ejemplo, que ha gastado y ha tejido muchos mantos semejantes, perece después de aquéllos, que son muchos, pero antes del último, y no por esto hay mayor razón para pensar que el hombre es inferior y más débil que un manto. Esta misma comparación, a mi entender, podría admitirla el alma con relación al cuerpo, y para mí seria evidente que se diría lo adecuado, si tal cosa se dijera de ambos: que el alma es más duradera y el cuerpo más débil y menos duradero. Pero asimismo habría de afirmarse que, si bien cada una de las almas desgasta muchos cuerpos, especialmente cuando la vida dura muchos años —pues si el cuerpo fluye y se pierde, mientras el hombre está aún con vida, el alma, en cambio, constantemente vuelve a tejer lo deteriorado — no obstante, es necesario que, cuando el alma perezca se encuentre en posesión de su postrer tejido, y sea éste el único a quien preceda aquélla en su ruina. Y, aniquilada el alma, entonces mostrará ya el cuerpo su natural debilidad y, pudriéndose, desaparecerá pronto. De manera que aún no está justificado el confiar, por prestar fe a este argumento, en que, una vez que muramos, sigue existiendo nuestra alma en alguna parte. Pues, aunque se concediera a quien lo emplea más aún de lo que tú dices, otorgándole no sólo el que nuestras almas existían antes incluso de que nosotros naciéramos, sino también el que nada impide que, una vez que hayamos muerto, las almas de algunos continúen existiendo en ese momento y más adelante, dando lugar a futuros nacimientos y nuevas muertes, pues es por naturaleza el alma algo tan consistente que puede resistir muchos nacimientos; ni aún haciéndole esta concesión, se le podría conceder que al alma no sufre en los múltiples nacimientos, y que, por último, no queda totalmente aniquilada en una cualquiera de esas muertes. Mas esa muerte y esa separación del cuerpo que trae al alma la destrucción, habría que afirmar que nadie la conoce, pues es imposible para cualquiera de nosotros el darse cuenta de ello. Y si esto es así, nadie tiene derecho a mostrarse confiado ante la muerte sin que su confianza sea una insensatez, a no ser que pueda demostrar que el alma es algo completamente inmortal e indestructible. Pero si no puede, es necesario que el que está a punto de morir tema siempre respecto de su alma que, en el momento de su separación con el cuerpo, quede completamente destruida.
 
¿No sería, pues, una verdadera desgracia, Fedón, que cuando hay un razonamiento verdadero, sólido y susceptible de ser comprendido, por haber oído a aquellos otros razonamientos, en que todo parece falso unas veces y verdadero otras, en vez de acusarse a sí mismos de esas dudas o de achacarlas a su falta de arte, se echara la culpa a la razón misma y que se pasara uno la vida odiando y calumniando a la razón, privándose así de la verdad y de la ciencia?
Después de oírles hablar, todos quedamos a disgusto, según nos confesamos más tarde mutuamente, porque parecía que, tras haber quedado nosotros sumamente convencidos por el razonamiento anterior, nos habían de nuevo puesto en confusión e infundido desconfianza, no sólo frente a los razonamientos hasta entonces dichos, sino también frente a los que iban a pronunciarse después, unida al recelo de que no fuéramos jueces de ninguna valía, o que la cuestión en sí se prestara a dudas.
 
¡Por Júpiter!, exclamé, sí que sería deplorable.
<b>EQUÉCRATES</b>.—¡Por los dioses!, oh , que os disculpo. Pues también a mí al escucharte ahora se me ocurre decirme a mi mismo: ¿A qué argumento entonces daremos crédito? ¡Tan convincente que era el razonamiento que hizo Sócrates, y ahora se ha hundido en la incertidumbre! Pues me subyuga de manera extraordinaria, ahora y siempre, ese decir que nuestra alma es una especie de armonía y, al ser mencionado, me hizo recordar, por decirlo así, que éste había sido también mi parecer. Y de nuevo, como al principio, estoy sumamente necesitado de cualquier otro argumento que me convenza de que el alma del que fallece no fallece junto con él. Así pues, dime, ¡por Zeus!, ¿cómo abordó Sócrates el razonamiento? Mostróse también él, como dices que estabais vosotros, disgustado por algo, o acudió, por el contrario, con calma en ayuda de su argumento? ¿Fue eficaz la ayuda que le prestó o insuficiente? Explícanoslo todo en la forma más detallada que puedas.
 
Tengamos entonces cuidado de que no nos suceda esta desgracia y nos dejemos influir por la idea de que nada sano existe en el razonar. Persuadámonos más bien en que es en nosotros mismos donde no hay nada sano todavía y dirijamos animosamente todos nuestros esfuerzos a la consecución de la salud perdida. Vosotros, que todavía tenéis tiempo que vivir, estáis obligados a ello y yo también, porque voy a morir y temo que al tratar hoy de esta materia, lejos de obrar como verdadero filósofo, me he conducido como un terco disputador, como hacen los ignorantes, que cuando disputan no se ocupan para nada de enseñar la verdad o de aprender, porque su único objeto es ganarse la opinión de todos los que nos escuchan. La única diferencia que existe entre ellos y yo es que yo no busco solamente persuadir de lo que diré a los que están aquí presentes, por más que si esto sucediera me encantaría; pero mi objetivo principal es convencerme a mí mismo. Así es, mi querido amigo, cómo razono, y verás que este razonamiento me interesa muchísimo. Si lo que digo parece bien, se hace bien en creerlo, y si después de la muerte no existe nada, habré tenido la pequeña ventaja de no haberos molestado con mis lamentaciones durante el tiempo que me queda de estar entre vosotros. Pero no estaré mucho tiempo en esta ignorancia que consideraría un mal; felizmente va a disiparse. Fortificado por estos pensamientos, mis queridos Cebes y Simmias, voy a continuar la discusión y si me creéis os rendiréis más a la autoridad de la verdad que a la de Sócrates. Si encontráis que lo que os diré es verdad, admitidlo, y si no, combatidlo con todas vuestras energías, teniendo cuidado de que yo mismo no esté engañado y que os engañe con la mejor voluntad y que no me separe de vosotros como la abeja que deja su aguijón clavado en la herida. Empecemos, pues, pero fijaos ante todo, os lo ruego, en si me acuerdo bien de vuestras objeciones. Me parece que Simmias teme que el alma, aunque más excelente y divina que el hombre, no perezca antes que él como ha dicho de la armonía; y Cebes, si no me equivoco, ha estado conforme en que el alma es más duradera que el cuerpo, pero que no se puede asegurar si, después de haber usado varios cuerpos, no perece antes de separarse del último, y si esto no es una verdadera muerte del alma, porque el cuerpo no cesa un solo instante de perecer. ¿No son éstos los dos puntos que tenemos que examinar, Cebes y Simmias?
<b>FEDÓN</b>.—En verdad, oh Equécrates, que, pese a haber admirado a Sócrates muchas veces, nunca le admiré más que en aquella ocasión que estuve a su lado. El que supiera encontrar una respuesta tal vez no tiene nada de extraño. Pero lo que más me maravilló de él fue, ante todo, con cuánto placer, benevolencia y deferencia acogió la argumentación de los jóvenes, luego, con cuánta penetración percibió el efecto que había producido en nosotros la argumentación de aquéllos. Y, por último, cuán bien supo curarnos. Estábamos en fuga y derrotados, por decirlo así, y él nos llamó de nuevo al combate, impulsándonos a seguirle y a considerar con él el razonamiento.
 
Los dos dijeron que sí.
<b>EQUÉCRATES</b>.—¿Cómo?
 
¿Desecháis todo lo que antes os dije, continuó, o admitís parte de ello?
<b>FEDÓN</b>.—Yo te lo diré. Me encontraba por casualidad a su derecha, sentado en un banquillo junto a la cama, y él estaba en un asiento mucho más elevado que yo. Acaricióme la cabeza y estrujándome los cabellos que me caían sobre el cuello — pues tenía la costumbre de jugar con mi melena, cuando la ocasión se presentaba — me dijo:
 
Dijeron que no desechan todo.
—Mañana tal vez, oh , te cortarás esta hermosa cabellera.
 
Pero, añadió, ¿qué pensáis de lo que os dije que aprender no es más que volver a acordarse? ¿Y que, por consiguiente, es una necesidad que nuestra alma haya existido en alguna parte antes de haber estado ligada al cuerpo?
—Es natural, Sócrates —le respondí.
 
Yo, dijo Cebes, he reconocido desde el primer instante la evidencia y no sé que haya principio que me parezca más verdadero.
—No, si me haces caso.
 
Opino lo mismo, dijo Simmias, y me sorprendería mucho si alguna vez cambiara de manera de pensar.
—¿Qué quieres decir? —repuse.
 
Pues será necesario que cambies, mi caro tebano, replicó Sócrates, si persistes en la creencia de que la armonía es algo compuesto y que nuestra alma no es más que una armonía que resulta del acuerdo de las cualidades del cuerpo; porque probablemente no te creerías a ti mismo si dijeses que la armonía existe antes de las cosas que deben componerla. ¿Lo dirías?
—Que es hoy —replicó— cuando debemos cortarnos, tú esos cabellos y yo los míos, si el razonamiento se nos muere y no podemos hacerle revivir. Al menos yo, si fuera tal, y se me escapara el argumento, me obligaría por juramento, como los argivos, a no llevar el pelo largo, antes de vencer, volviendo a la carga, la argumentación de Simmias y de Cebes.
 
De seguro que no, respondió Simmias.
—Pero — le objeté yo — contra dos, se dice, ni siquiera Heracles puede.
 
Pero ¿no ves que es lo que dices, continuó Sócrates, cuando sostienes que el alma existe antes de venir a habitar en el cuerpo y que, por lo tanto, está compuesta de cosas que no existen todavía? Porque el alma no es como la armonía a la cual la comparas, pero es evidente que la lira, las cuerdas y los sonidos discordantes existen antes que la armonía, que resulta de todas estas cosas y perece con ellas. Esta última parte de tu discurso ¿está de acuerdo con la primera?
—Pues llámame a mí en ayuda, a tu Yolao, mientras haya todavía luz.
 
De ninguna manera, dijo Simmias.
—Esta bien. Te llamo en ayuda, pero no como Heracles, sino como Yolao a Heracles.
 
Sin embargo, repuso Sócrates, si un discurso ha de estar acorde alguna vez, es éste, en que se trata de la armonía.
—Lo mismo dará —replicó—. Pero cuidemos primero de que no nos ocurra un percance.
 
Tienes razón, dijo Simmias.
—¿Cuál? —le pregunté.
 
Y éste, sin embargo, no lo está, dijo Sócrates. Mira, pues, cuál de las dos opiniones prefieres: que la ciencia es una reminiscencia o el alma una armonía.
—El de convertirnos —dijo— en misólogos, de la misma manera que los que se hacen misántropos; porque no hay peor percance que le pueda a uno suceder que el de tomar odio a los razonamientos. Y la misología se produce de la misma manera que la misantropía. En efecto, la misantropía se insinúa en nosotros como consecuencia de tener sin conocimiento excesiva confianza en alguien, y considerar a dicho individuo completamente franco, sano y digno de fe, descubriendo poco después que era malvado, desleal y, en una palabra, otro. Y cuando esto le ocurre a uno muchas veces, y especialmente ante los que se había podido considerar como los más íntimos y más amigos, por tropezarse con frecuencia, termina uno por odiar a todos y considerar que en nadie hay nada sano en absoluto. ¿No te has percatado de que esto se produce más o menos así?
 
Opto por la primera, dijo Simmias, porque admití la segunda sin demostración, por su verosímil apariencia que es suficiente al vulgar. Pero ahora estoy convencido de que todos los discursos que no se apoyan más que en las verosimilitudes están hinchados de vanidad, y que si no se tiene mucho cuidado extravían y engañan lo mismo en geometría que en cualquiera otra ciencia. Pero la doctrina de que la ciencia no es más que una reminiscencia se funda sobre una prueba sólida, y es que, como hemos dicho, nuestra alma, antes de venir a animar el cuerpo, existe como la esencia misma, es decir, como realmente es. He aquí por qué, convencido de que debo rendirme a esta prueba, no deba escucharme a mí mismo y ni tampoco escuchar a quienes quieran decirme que el alma es una armonía.
—Por completo —le respondí.
 
Y ahora, Simmias, ¿te parece que es propio de la armonía o de cualquier otra composición ser diferente de las mismas cosas de que está compuesta?
—¿Y no es cierto —prosiguió— que esto está mal, y manifiesto que el que así obra intenta, sin tener conocimiento de las cosas humanas, tratar a los hombres? Pues si los hubiera tratado con conocimiento, hubiera considerado las cosas tal como son, que los buenos en exceso, o malos redomados son unos y otros escasos, mientras que los intermedios son muchísimos.
 
De ninguna manera.
—¿Qué quieres decir? —le pregunté.
 
¿Ni de hacer ni sufrir nada que no hagan las cosas que la componen?
—El caso, por ejemplo — respondió — de las cosas sumamente pequeñas y grandes. ¿Crees que hay algo más raro de encontrar que un hombre, un perro, o cualquier otra cosa sumamente grande o pequeña? ¿Y no ocurre otro tanto con las rápidas o lentas, bellas y feas, negras o blancas? ¿No te has percatado de que entre todas las cosas de esta índole las que son los extremos de los opuestos son escasas y pocas, en tanto que las que están en un término medio son abundantes y muchas?
 
Simmias manifestó su conformidad.
—Por completo —le respondí.
 
Entonces, ¿no es propio de la armonía el preceder a las cosas que la componen, pero sí seguirlas?
—¿No crees, entonces —prosiguió—, que si se propusiera un certamen de maldad, serían también muy pocos los que en él se revelaran los primeros?
 
También convino en ello.
—Al menos, es probable —respondí yo.
 
Entonces, ¿será preciso que la armonía tenga sonidos, movimientos u otras cosas contrarias a las cosas de que se compone?
—Es probable, en efecto — dijo —. Mas no es en este punto donde radica la semejanza de los razonamientos con los hombres —pero como eras tú ahora quien iba delante, yo te seguí—, sino más bien en este otro; cuando sin el concurso del arte de los razonamientos se tiene fe en que un razonamiento es verdadero, y luego, acto seguido, se opina que es falso, siéndolo efectivamente algunas veces, pero otras no, y se sigue de nuevo opinando que es de una manera o de otra. Y son precisamente los que se dedican a razonar el pro y el contra de las cosas los que, según me consta, terminan por creer que han adquirido la suprema sabiduría y que son los únicos que han comprendido que, ni en las cosas hay nada de ellas que sea sano ni cierto, ni tampoco en los razonamientos, sino que la realidad en su totalidad va y viene de arriba para abajo, ni más ni menos que si estuviera en el Euripo, y no permanece quieta ni un momento en ningún punto.
 
Es seguro.
—Gran verdad es ——dije yo— lo que dices.
 
Pero qué, ¿toda armonía no está en el acorde?
—Así pues, oh — prosiguió —, sería un percance lamentable el que, siendo un razonamiento verdadero, cierto y posible de entender, por el hecho de tropezarse con otros que son así, pero que a las mismas personas unas veces les parecen verdaderos y otras no, no se atribuyera uno a sí mismo la culpa o a su propia incompetencia, y por despecho terminara por desprenderse alegremente la culpa de sí mismo y colgársela a los razonamientos, pasando desde entonces el resto de la vida odiándolos y vituperándoles, y quedando así privado del verdadero conocimiento de las realidades.
 
No entiendo bien, dijo Simmias.
—Sí, por Zeus —le dije—, sería un percance lamentable, sin duda.
 
Pregunto que si, según sus elementos estén más o menos acordes, la armonía no existirá más o menos.
—Por consiguiente —continuó—, ante todo precavámonos de él, y no dejemos entrar en nuestra alma la idea de que hay peligro de que no haya nada sano en los razonamientos, sino que, muy al contrario, debemos inculcarle la de que somos nosotros los que aún no estamos en estado sano, y que debemos virilmente aspirar a estarlo: tú y los demás, en razón de toda la vida que os queda, y yo en razón de la muerte misma, pues tal vez esté en un tris en el momento presente de no encontrarme en el estado de un verdadero amante de la sabiduría sino en el de un amante del triunfo, como los que carecen totalmente de instrucción. Pues a tales hombres, cuando discuten de algo, no les interesa cómo es en realidad aquello de lo que tratan; en cambio en conseguir que los presentes aprueben las tesis que sostienen, en eso sí que ponen su mayor celo. En cuanto a mí, estimo que en el momento presente me voy a diferenciar de ellos tan sólo en esto: no es en conseguir que los presentes opinen que es verdad lo que yo digo, a no ser como un efecto accesorio, en lo que pondré mi empeño, sino en que me parezca a mí mismo lo más posible que así es en realidad. Pues calculo, oh querido amigo — y mira cuán interesadamente —, que si resulta verdad lo que digo está bien el dejarse convencer, y, si después de la muerte no hay nada, al menos el momento justo de antes de morir molestaré menos con mis lamentos a los que me rodean, y esta insensatez mía no perdurará tampoco — lo que sería una desgracia — sino que perecerá poco después. Ahora, oh Simmias y Cebes, una vez preparado de esta manera, abordo el asunto. Vosotros, por vuestra parte, si me hacéis caso, habéis de preocuparos de Sócrates poco, de la verdad mucho más; si os parece que digo la verdad, reconocedlo; si no, oponeos con toda clase de argumentos, procurando que mi celo no nos engañe ni a mí ni a vosotros, y me marche como una abeja habiéndoos dejado el aguijón metido dentro.
 
De seguro.
—Ea, pues, en marcha —prosiguió—. Pero, ante todo, recordádme lo que decíais, si veis que no me acuerdo. Simmias, por un lado, según creo, tiene sus dudas y el temor de que el alma, a pesar de ser algo más divino y más bello que el cuerpo, perezca antes que éste, por ser una especie de armonía. Por otra parte, Cebes pareció que me hacía esta concesión, a saber: que el alma es algo más duradero que el cuerpo, pero que hay algo que es incierto para todo el mundo. Helo aquí: tal vez el alma, tras haber desgastado muchos cuerpos y muchas veces, al abandonar el último cuerpo, quede entonces destruida, y precisamente en esto estribe la muerte, en la destrucción del alma, ya que el cuerpo, está pereciendo incesantemente. ¿Es esto, oh Simmias y Cebes, u otra cuestión lo que tenemos que considerar?
 
¿Y puede decirse del alma que un alma sea más o menos alma que otra?
Ambos reconocieron que era lo dicho.
 
De ninguna manera.
—En ese caso, admitís en su totalidad los argumentos anteriores, o unos sí y otros no?
 
Veamos, pues. ¡Por Júpiter! ¿No se dice que tal alma tiene inteligencia y virtud y que es buena, y que tal otra tiene demencia o perversidad, que es mala? ¿Se dice con razón?
—Unos sí, pero otros no —dijeron.
 
Sí, sin ningún género de duda.
—¿Qué decís, entonces, de aquel razonamiento en el que afirmábamos que el aprender era un recuerdo, y que, al ser eso así, era necesario que nuestra alma existiera en otro lugar antes de ser encadenada al cuerpo?
 
Pero los que sostienen que el alma es una armonía, ¿qué dirán que son estas cualidades del alma, este vicio y esta virtud? ¿Dirán que la una es armonía y el otro es una disonancia? ¿Que el alma, siendo armonía por su naturaleza, tiene todavía en ella otra armonía, y que esta última, siendo una disonancia, no produce ninguna armonía?
—Yo, por mi parte —respondió Cebes—, si entonces me dejó convencido de una forma maravillosa, ahora también sigo aferrado a él como a ningún otro argumento.
 
—Y,No porte ciertolo sabrán dijodecir, Cebesrespondió —,Simmias; también yopero me encuentroparece enmuy esede caso, y mucho me asombraríasuponer que cambiaralos alguna vezpartícipes de esta opinión sobredirán esealgo asuntoparecido.
 
Pero hemos quedado de acuerdo, dijo Sócrates, en que un alma no es más ni menos alma que otra, es decir, que hemos admitido que no es más o menos armonía que otra. ¿No es así?
—Pues por necesidad, oh huésped tebano — repuso entonces Sócrates — tienes que cambiar de opinión, si es que persiste la creencia de que la armonía es algo compuesto, y el alma una armonía constituida por los elementos que hay en tensión en el cuerpo. Pues, sin duda, no te consentirás a ti mismo decir que la armonía estaba constituida antes de que existieran los elementos con los que tenía que componerse. ¿Lo consentirás acaso?
 
Reconozco que sí, dijo Simmias.
—De ningún modo, Sócrates —respondió.
 
¿Y que no siendo más o menos armonía no está más o menos de acuerdo con sus elementos? ¿Verdad?
—¿Te das cuenta, entonces — continuó Sócrates —, de que es el sostener esto la consecuencia a que llegas, cuando afirmas, por una parte, que el alma existía, antes incluso de venir a parar a la figura y cuerpo del hombre, y, por otra, que estaba constituida de elementos aún no existentes? Pues efectivamente, la armonía no es cosa de la misma índole que aquello con lo que la comparas, sino que lo que primero nace es la lira, las cuerdas y los sonidos, sin estar aún armonizados, y lo que se constituye en último término y primero perece es la armonía. Así que ¿cómo va a estar acorde este tu aserto con aquél otro?
 
Sin duda.
—No podrá estarlo en modo alguno — respondió Simmias —.
 
¿Y que no estando más o menos de acuerdo con sus elementos puede haber en ella más armonía o menos armonía? ¿O es preciso que la tenga igualmente?
—Y eso que —dijo Sócrates—, si a algún aserto le conviene estar acorde, es precisamente al que trata de la armonía.
 
Igualmente.
—En efecto, le conviene —dijo Simmias.
 
Entonces, puesto que un alma no puede ser más o menos alma que otra, ¿no puede ser más o menos un acorde que otro?
—Pero este tuyo no lo está. Ea, pues, mira cuál de estos dos asertos escoges, que el aprender es un recuerdo o que el alma es una armonía.
 
Es verdad.
—Con mucho, el primero, Sócrates. Pues el último se me ha ocurrido sin demostración, con la ayuda de cierta verosimilitud especiosa, que es también la que suscita esta opinión en la mayoría de los hombres. Pero yo estoy consciente de que los argumentos que realizan las demostraciones, valiéndose de verosimilitudes, son impostores, y, si no se mantiene uno en guardia ante ellos, engañan con suma facilidad, no sólo en geometría, sino también en todo lo demás. En cambio, el argumento referente al recuerdo y al aprender se ha desarrollado sobre un principio digno de aceptarse. Pues lo que se vino a decir fue que nuestra alma existía antes incluso de venir a parar al cuerpo, de la misma manera que existe su realidad que tiene por nombre el de lo que es. Este es el principio que yo, estoy convencido, he aceptado plenamente y con razón. Necesariamente, pues, como es natural, por esta causa no debo admitir, ni a mí ni a nadie, el decir que el alma es una armonía.
 
¿De esto se deduce necesariamente que un alma no podrá tener ni más armonía ni más disonancia que otra?
—¿Y qué opinas, Simmias, de esta otra cuestión? —dijo Sócrates—. ¿Te parece que a la armonía o a cualquier otra composición le corresponde tener otra modalidad de ser que aquella que tengan los componentes con los que se constituye?
 
Convengo en ello.
—En absoluto.
 
Por consiguiente, ¿puede un alma tener más virtud o vicio que otra, si es verdad que el vicio es una disonancia y la virtud una armonía?
—¿Ni tampoco, a lo que se me alcanza, el hacer o padecer algo que no se ajuste a lo que aquéllos hagan o padezcan?
 
De ninguna manera.
—Simmias le dio su asentimiento.
 
¿O quiere más bien la razón que se diga que el vicio no se encontraría nunca en un alma si ésta fuera armonía, porque la armonía, si es perfectamente armonía, no puede admitir disonancia?
—Luego a la armonía no le corresponde el guiar a los elementos con los que haya sido compuesta, sino el seguirlos.
 
Sin dificultad.
—Simmias compartió esta opinión.
 
El alma, por lo tanto, si es perfectamente alma, no podrá ser susceptible de vicio.
—Luego muy lejos está la armonía de moverse o de sonar en sentido contrario a sus propias partes, o de oponerse a ellas en cualquier otra cosa.
 
¿Cómo podrá serlo después de los principios en que hemos convenido?
—Muy lejos, en efecto —respondió.
 
Según estos mismos principios, ¿serán igualmente buenas las almas de todos los seres animados si todas son igualmente almas?
—¿Y qué? ¿No es por naturaleza la armonía de tal suerte que cada armonía es tal y como es armonizada?
 
Me parece que sí.
—No comprendo —dijo Simmias.
 
¿Y te parece bien dicho esto y que sea consecuencia de la hipótesis de que el alma es armonía, si la hipótesis es cierta?
—¿Es que —continuó Sócrates en el caso de que sea armonizada más y en mayor extensión — en el supuesto de que esto sea posible — no habría armonía en mayor intensidad y extensión, y si lo fuera menos y en menor extensión no sería ya armonía menor en intensidad y extensión?
 
No; de ninguna manera.
—Exacto.
 
Pero te pregunto si de todas las cosas que componen al hombre ¿encuentras que hay otra que mande a más del alma, sobre todo cuando ésta es buena?
—¿Ocurre, acaso, eso con respecto al alma, de tal manera que un alma sea más que otra, aun en la más mínima proporción, bien en extensión e intensidad, o en pequeñez e inferioridad, eso mismo: alma?
 
No hay más que ella sola.
—En modo alguno —respondió.
 
¿Manda ella dejando sueltas las riendas a las pasiones o resistiéndose a éstas? Por ejemplo, cuando el cuerpo tiene sed, ¿no le impide el alma beber o comer cuando tiene hambre y otras mil cosas análogas donde vemos la manera manifiesta que el alma combate las pasiones del cuerpo? ¿No es así?
—Adelante, pues, ¡por Zeus! ——siguió Sócrates——.¿Se dice de unas almas que tienen sensatez y virtud y que son buenas, y de otras, en cambio, que son insensatas y malvadas? ¿Se dice también esto de acuerdo con la verdad?
 
Sin duda.
—De acuerdo con la verdad, sin duda.
 
Pero ¿no convinimos antes que el alma, siendo una armonía, no puede nunca tener más sonido que el de los elementos que la tensan, la sueltan y la agitan, ni sufrir más modificaciones que las de los elementos que la componen, a los que necesariamente tienen que obedecer sin nunca poderles mandar?
—En tal caso, ¿qué diría que son esas cosas que hay en las almas, la virtud, la maldad, uno cualquiera de los que opinan que el alma es una armonía? Acaso que son a su vez otra especie de armonía e inarmonía? ¿Que una de ellas, la buena, está armonizada y tiene en sí, siendo armonía, otra armonía, y que la otra no está de por sí armonizada y no tiene en sí misma otra armonía?
 
Sí: convinimos en ello, sin duda, dijo Simmias; pero ¿cómo impedirlo?
—Yo, por mi parte —respondió Simmias—, no sé responder. Pero está claro que sería algo por el estilo lo que diría quien sustentara la anterior opinión.
 
Y Sócrates contestó: ¿No vemos ahora precisamente que el alma hace todo lo contrario? ¿Que gobierna, y dirige las cosas mismas de que se pretende está compuesta, las resiste durante casi toda su vida reprimiendo a las unas más duramente por los dolores, como la gimnástica y la medicina, tratando a las otras con más dulzura y contentándose con amenazar y reñir los deseos, la cólera, los temores, como cosas de naturaleza distinta a la suya? Es lo que Homero ha expresado tan bien en la Odisea cuando dice que Ulises, «golpeándose el pecho, reprendió con estas palabras a su corazón: soporta esto, corazón mío; cosas más duras soportaste ya»19. ¿Crees que Homero habría dicho esto si hubiera pensado que el alma es una armonía que debe estar regida por las pasiones del cuerpo? ¿Y no crees más bien que pensó en que el alma debe guiarlas y dominarlas y que es de naturaleza más divina que la armonía?
—Sin embargo, —repuso Sócrates—, se ha convenido anteriormente que un alma no es ni más ni menos alma que otra. Y el contenido de este asentimiento es que tampoco una armonía es ni mayor, ni inferior, ni menor que otra. ¿No es verdad?
 
¡Sí, por Júpiter, lo creo!
—Enteramente.
 
Y, por consiguiente, mi querido Simmias, replicó Sócrates, no podemos decir nunca, con la menor apariencia de razón, que el alma es una especie de armonía, porque no estaríamos nunca de acuerdo, me parece, ni con Homero el divino poeta, ni con nosotros mismos.
—¿Y que la armonía, que no es ni mayor ni menor, tampoco está más o menos armonizada? ¿Es así?
 
Simmias convino en ello.
—Por completo.
 
Me parece, añadió Sócrates, que hemos suavizado bastante bien esta armonía tebana; pero, Cebes, ¿cómo haríamos para calmar a este Cadmos. ¿De qué discurso nos serviremos?
—¿Y es posible que la armonía que no está armonizada ni más ni menos participe en mayor o menor grado de la armonía, o tiene que participar en igual medida?
 
Tú lo encontrarás, Sócrates, respondió Cebes. Éste que has empleado para combatir la armonía me ha impresionado más de lo que esperaba, porque mientras Simmias te exponía sus dudas consideraba imposible que nadie pudiera refutarlas, y desde el principio me asombré cuando vi que ni siquiera pudo resistir a tu primer ataque; después de esto, no me extrañaría nada que Cadmos corra igual suerte.
—En igual medida.
 
No lo ponderes demasiado, mi querido Cebes, dijo Sócrates, no vaya a suceder que la envidia eche por tierra lo que tengo que decir, que es lo que está en las manos de Dios. Y nosotros, uniéndonos más de cerca, como dice Homero, estudiemos tu argumento. Lo que buscas se reduce a este punto: tú no quieres que se demuestre que el alma es inmortal y que no puede perecer, a fin de que un filósofo que va a morir y muere valientemente, en la esperanza de que será infinitamente más feliz en los infiernos que si hubiera vivido de manera muy distinta a la que ha llevado, no tenga una confianza insensata. Porque el alma sea alguna cosa fuerte y divina y que haya existido antes de nuestro nacimiento no prueba nada, dices, de su inmortalidad. Y todo lo que se puede inferir de ello es que puede durar mucho tiempo y que estaba en alguna parte antes que nosotros, durante siglos casi infinitos; que durante ese tiempo ha podido conocer y hacer muchas cosas sin ser por esto más inmortal; que, al contrario, el primer momento de su venida al cuerpo ha sido quizá el principio de su pérdida y como una enfermedad que se prolonga en las angustias y debilidades de esta vida y que acaba por lo que llamamos la muerte. Añades que importa poco que el alma no venga más que una vez a animar el cuerpo o que venga varias y que esto en nada altera nuestros justos motivos de temor, porque, a menos que uno esté loco, tiene siempre que temer a la muerte mientras no sepa con certeza y no pueda demostrar que el alma es inmortal. He aquí, me parece, todo lo que dices, mi querido Cebes, y lo repito expresamente bien a menudo, a fin de que nada se nos escape y que todavía puedas añadir o quitar algo, si quieres.
—Luego un alma, puesto que no es en mayor ni en menor grado que otra eso mismo, alma, ¿tampoco está más o menos armonizada?
 
Por ahora, respondió Cebes, no tengo nada que cambiar; es todo lo que todavía digo.
—Así es.
 
Después de haber guardado silencio durante un largo rato, volviose Sócrates hacia él y dijo: En verdad, Cebes, no me pides una cosa fácil, porque para explicarla hay que examinar a fondo la cuestión del nacimiento y de la muerte. Si quieres te diré lo que a mí mismo me ocurrió en esta materia, y si te parece bien y te puede ser útil, lo aprovecharás para apoyar tus opiniones.
—Y al ocurrirle esto, ¿tampoco participará más de inarmonía ni de armonía?
 
Lo quiero de todo corazón, dijo Cebes.
—No, sin duda alguna.
 
Escúchame, pues. Durante mi juventud estaba poseído de un deseo increíble de aprender la ciencia que se llama la física; porque encontraba admirable el saber la causa de todas las cosas, de lo que las hace nacer y las hace morir y de lo que las hace ser. Y no ha habido molestia que no me haya dado para examinar primeramente si es del calor o el frío, como algunos pretenden23, que nacen los seres animados después de haber sufrido una especie de corrupción; si es la sangre la que hace el pensamiento24, o si es el aire25 o el fuego26 o si no es ninguna de estas cosas y solamente es el cerebro27 la causa de nuestros sentidos, de la vista, del oído, del olfato; si de estos sentidos resulta la memoria y de la representación nace finalmente la ciencia. Quería conocer también las causas de su corrupción; llevé mi curiosidad hasta el cielo y los abismos de la tierra para saber qué es lo que produce todos los fenómenos, y al fin me encontré tan inhábil como más no se puede ser en estas investigaciones. Voy a darte una prueba muy visible de ello, y es que este bello estudio me ha vuelto tan ciego para las cosas mismas que antes conocía evidentemente, al menos así me parecía y a otros también, que me he olvidado de todo lo que sabía acerca de varias materias, como ésta ¿por qué crece el hombre? Me imaginaba que para todo el mundo era muy claro que el hombre crece porque come y bebe, porque por los alimentos las carnes se añaden a las carnes, los huesos a los huesos y todas las otras partes a sus partes similares; lo que al principio no era más que un pequeño volumen se aumenta y crece, y de esta manera un hombre pequeño se hace grande; he aquí lo que yo pensaba. ¿No encuentras que tenía razón?
—Y al ocurrirle a su vez esto, ¿acaso podría tener un alma mayor participación que otra en maldad o en virtud, una vez admitido que la maldad es inarmonía y la virtud armonía?
 
Seguramente.
—No podrá tenerla mayor.
 
Escucha la continuación. También me imaginaba saber por qué era un hombre más alto que otro, llevándole la cabeza, y un caballo de más alzada que otro; y pensaba también en cosas mucho más claras, por ejemplo, en que diez eran más que ocho porque le habían añadido dos, y que lo que medía dos pies era mayor que lo que medía uno, porque le aventajaba en la mitad.
—O, mejor dicho aún, según el razonamiento correcto: ningún alma participará en la maldad, puesto que es armonía. Pues, sin duda alguna, la armonía, al ser completamente eso mismo, armonía, nunca tendrá participación en la inarmonía.
 
Y ahora, ¿qué crees?, preguntó Cebes.
—Nunca, es cierto.
 
¡Por Júpiter!, estoy tan lejano de creer conocer las causas de algunas de estas cosas, que no creo ni siquiera saber cuando se añade uno a uno, si es este último uno el que se ha convertido en dos, o si es éste el que se ve añadido, el que se convierte en dos por la adición del uno al otro. Porque lo que me sorprende es que, mientras estaban separados, cada uno de ellos era uno y no era dos, y que después de haberse acercado se hayan convertido en dos por el mero hecho de haberlos puesto uno al lado del otro. Tampoco veo por qué cuando se divide una cosa haga esta división que cada cosa, que antes de estar dividida era una, se convierta en dos desde el momento de esa separación, por ser ésta una causa completamente contraria a la que hace que uno y uno son dos: allí uno y uno hacen dos porque se los junta o se los añade uno al otro y aquí la cosa que es una se convierte en dos porque se la divide y separa. Aún más: tampoco creo saber por qué uno es uno y por las razones físicas menos todavía cómo nace la menor cosa, perece o existe. Pero he resuelto recurrir a otro método ya que éste no me satisface nada. Oyendo leer a alguien en un libro, me dijo ser de Anaxágoras, que la inteligencia es la regla y causa de todos los seres; quedé encantado; me pareció admirable que la inteligencia fuera la causa de todo, porque pensé que si ella había dispuesto todas las cosas las habría arreglado del mejor modo. Si alguien, pues, quiere saber la causa de alguna cosa, lo que hace que nazca y perezca, debe buscar la mejor manera de que aquélla pueda ser; y me pareció que de este principio se deducía que la única cosa que el hombre debe buscar, tanto por él como por los otros, es lo mejor y más perfecto, porque en cuanto lo haya encontrado conocerá necesariamente lo que es lo peor, ya que para lo uno y lo otro no hay más que una ciencia.
—Y tampoco, es evidente, la tendrá el alma en la maldad, puesto que es completamente alma.
 
Desde este punto de vista, sentía una alegría muy grande por haber encontrado maestro como Anaxágoras, que me explicaría, según mis deseos, la causa de todas las cosas, y que después de haberme dicho, por ejemplo, si la Tierra es redonda o plana, me explicaría la causa y la necesidad de que sea como es y me diría lo que es aquí lo mejor y por qué es lo mejor. Y también si creía que está en el centro del universo, y esperaba me dijera por qué es lo mejor que estuviera allí, y después de haber recibido de él todas estas aclaraciones estaba dispuesto a no buscar jamás otra clase de causa. Me proponía también interrogarle acerca de la Luna y de los demás cuerpos celestes a fin de conocer las razones de sus revoluciones, de sus movimientos y de todo lo que les sucede, y sobre todo para saber por qué es lo mejor que cada uno de ellos haga lo que hace. Porque no podía imaginar que después de haber dicho que la inteligencia había dispuesto las cosas pudiera darme otra causa de su disposición sino ésta que aquello era lo mejor. Y me lisonjeaba de que después de haber asignado esta causa en general y en particular a todo me haría conocer en qué consiste lo bueno de cada cosa en particular y lo bueno de todas en común. Por mucha que me hubiesen prometido no habría dado mis esperanzas en cambio.
—En efecto, ¿cómo podría tenerla, al menos según lo dicho anteriormente?
 
Cogí, pues, estos libros con el mayor interés y empecé su lectura lo más pronto que me fue posible para saber cuanto antes lo bueno y lo malo de todas las cosas; mas no tardé mucho en perder la ilusión de tales esperanzas, porque desde que hube adelantado un poco en la lectura vi un hombre que en nada hacía intervenir la inteligencia y que no daba razón alguna del orden de las cosas, y que en cambio sustituía al intelecto por el aire, el éter, el agua y otras cosas tan absurdas.
—Luego, de acuerdo con este razonamiento, todas las almas de todos los seres vivos serán buenas por igual, ya que por naturaleza las almas son por igual eso mismo, almas.
 
Me hizo el efecto de un hombre que dijera: Sócrates hace por la inteligencia todo lo que hace, y que queriendo en seguida dar razón de cada cosa que hago, dijera que hoy, por ejemplo, estoy aquí sentado en el borde de mi lecho porque mi cuerpo está compuesto de huesos y nervios; que los huesos, por ser duros y sólidos, están separados por junturas, y que los nervios, que pueden encogerse y alargarse, unen los huesos a la carne y la piel, que los envuelve y se ciñe a unos y otros; que los huesos están libres en su encierro, y que los nervios, que pueden estirarse y encogerse, hacen que pueda plegar las piernas como veis, y que ésta es la causa por la que estoy aquí sentado de esta manera. O también, como si para explicaros la causa de la conversación que tenemos en este instante, no os asignara más que causas tales como la voz, el aire, el oído y otras cosas parecidas y no os dijera una sola palabra de la verdadera causa, que es que los atenienses no han encontrado nada mejor para su provecho que condenarme a muerte y que por la misma razón he encontrado que lo mejor para mí es estar sentado en esta cama esperando tranquilamente la pena que me han impuesto. Porque os juro, por el perro, que estos nervios y estos huesos que tengo aquí estarían hace ya mucho tiempo en Megara o en Beocia, si hubiera pensado que eso era mejor para ellos y si no hubiese estado persuadido de que era mucho mejor y más justo permanecer aquí para sufrir el suplicio a que mi patria me ha condenado, que escaparme y huir. Pero dar aquellas otras razones me parece una suma ridiculez.
—Al menos, a mí me lo parece, Sócrates —dijo Simmias.
 
Que se diga que si no tuviera huesos ni nervios y otras cosas parecidas no podría hacer lo que juzgara a propósito, pase; pero decir que estos huesos y estos nervios son la causa de lo que hago y no la elección de lo que es mejor y que para esto me sirvo de mi inteligencia, es el mayor de los absurdos; porque es no saber hacer la diferencia de que una es la causa y otra la cosa, sin la cual la causa jamás sería causa; y, no obstante, es esta otra cosa la que el pueblo, que siempre va a tientas, como en las más espesas tinieblas, toma por la verdadera causa y se engaña a sí mismo dándole dicho nombre. He aquí por qué unos28, rodeando a la Tierra en un torbellino, la suponen fija en el centro del mundo, y otros29 la conciben como un ancho dornajo que tiene el aire por base de sustentación, como si fuese un taburete, pero todo esto sin preocuparse para nada del poder que la ha dispuesto como debía ser para que fuera lo mejor, y no creen que haya un poder divino, y, en cambio, se imaginan haber encontrado un Atlas más fuerte, más inmortal y más capaz de sostener todas las cosas; y a este bien, único capaz de ligar y abarcar todo, lo consideran como algo vano.
—¿Y te parece también —replico— que está bien dicho en esa forma nuestro argumento? ¿No te parece que le ocurriría esto, si fuera exacta la hipótesis de que el alma es una armonía?
 
De mí puedo deciros que de buena gana me habría convertido en discípulo de todo el que hubiese podido enseñarme esta causa, pero como por más que he hecho no he conseguido conocerla por mí mismo ni por los otros, ¿quieres, Cebes, que te diga la segunda tentativa que hice para encontrarla?
—De ningún modo está bien dicho —respondió.
 
No deseo con más vehemencia cosa alguna.
—¿Y qué? —prosiguió Sócrates—. Entre todas las cosas que hay en el hombre, ¿es posible que digas que sea otra que el alma la que mande, sobre todo si es sensata?
 
Después de haberme cansado de examinar todas las cosas, creí que debía tener sumo cuidado de que no me ocurriera lo que sucede a los que contemplan un eclipse de sol, porque ha habido alguno que por no tener la precaución de mirar en el agua o en otro medio la imagen de este astro, perdiera la vista, y temí que pudiera perder los ojos del alma al mirar los objetos con los ojos del cuerpo y servirme de mis sentidos para tocarlos y conocerlos. Quizá no sea demasiado apropiada la imagen de que me sirvo para explicarme, porque no estoy conforme conmigo mismo de que el que ve las cosas con la razón las ve en otro medio que el que las mira en sus fenómenos; mas sea lo que fuere, he aquí el camino que emprendí, y desde entonces, teniendo siempre por fundamento lo que me parece lo mejor de lo mejor, lo tomo por lo verdadero, lo mismo en las cosas que en las causas y, desde luego, desecho como falso lo que no está de acuerdo con aquello. Pero voy a explicarme todavía con mayor claridad, porque me figuro que no acabas de comprenderme.
—Yo, al menos, no lo digo.
 
Tienes razón, Sócrates, dijo Cebes, porque no te he comprendido del todo.
—¿Cede, acaso, a las afecciones del cuerpo, o se opone a ellas? Y quiero decir lo siguiente: por ejemplo, el que cuando se tiene calor y sed nos arrastre hacia lo contrario, a no beber, y cuando se tiene hambre a no comer, y otros mil casos similares, en los que vemos al alma oponerse a los apetitos del cuerpo ¿No es verdad?
 
Sin embargo, replicó Sócrates, no te digo nada nuevo; no digo mas que lo que he dicho en mil ocasiones y he repetido en la discusión anterior. Para explicarte el método que me ha servido en la investigación de las causas, voy a volver a lo que tanto he rebatido, empezando a tomarlo como fundamento. Digo, pues, que existe algo bueno, bello y grande por sí mismo. Si me concedes este principio, confío en demostrarte por este medio que el alma es inmortal.
—Completamente.
 
Te lo concedo, dijo Cebes; y hazte la cuenta de que te lo concedí hace mucho para que cuanto antes me convenzas. Pues presta atención a lo que voy a decir y mira si estás en ello de acuerdo conmigo. Me parece que si existe algo bello, además de lo que es bello por sí mismo, será bello únicamente porque participa de lo bello mismo, y lo mismo digo de todas las otras cosas. ¿Me concedes esta causa?
—Pero, ¿no hemos convenido, por el contrario, en nuestros argumentos anteriores, que nunca, al menos en el caso de que sea armonía, cantaría en sentido contrario a las tensiones, relajamientos, vibraciones, y cualquier otra afección que experimentaran los elementos con los que estaba constituida, sino que los seguía y nunca podía guiarlos?
 
Te la concedo.
—Lo convenimos —respondió, ¡Cómo no!
 
Entonces no comprendo ni entiendo ya más todos aquellos sabios razonamientos que nos han dado, pero si alguien me dice que lo que proporciona la belleza a un objeto es la vivacidad de sus colores o la armónica proporción de sus partes, u otras cosas semejantes, prescindo de todas estas razones, que no hacen más que confundirme, y contesto inhábilmente, lo reconozco, que lo que lo hace bello no puede ser más que la presencia o la comunicación de la primera belleza, de cualquier manera que se haga esta comunicación, y no aseguro nada más. Solamente afirmo que todas las cosas bellas son bellas por la presencia de lo bello mismo. Y mientras me atenga a este principio no creo poder engañarme, y estoy persuadido de poder responder con toda seguridad que las cosas bellas son bellas por la presencia de lo bello. ¿No te parece también?
—¿Entonces, qué? ¿No se nos muestra ahora realizando todo lo contrario? Guía a todos esos elementos con los que se dice que está compuesta; poco le falta para oponerse a todos durante toda la vida; es dueña y señora en todos sus modales: reprime unas cosas, las que entran en el campo de la gimnástica y de la medicina, con excesivo rigor y por medio de sufrimientos; otras, en cambio, con más blandura, en parte con amenazas, en parte con consejos; en fin, conversa con los deseos, las cóleras y los temores, como si ella fuera diferente y se tratara de otros seres. Más o menos tal y como lo describe Homero en la Odisea, donde dice de Ulises:
 
Digo lo mismo que tú.
Y golpeándose el pecho reprendió a su corazón con estas palabras:
Aguanta, corazón, que cosa aún más perra antaño soportaste
 
¿Y que las cosas grandes no son grandes más que por la magnitud y las pequeñas por la pequeñez?
¿Crees, acaso, que el poeta compuso estos versos con la idea de que el alma es armonía y susceptible de ser conducida por las afecciones del cuerpo, y no en la de que es capaz de guiarlas y domeñarlas como cosa que es excesivamente divina para ser comparada con una simple armonía?
 
Sí.
—¡Por Zeus!, Sócrates, así me parece.
 
Y si alguien te dijera que un tal es más alto que otro porque le lleva la cabeza o viceversa, ¿no serías de su opinión y sostendrías, en cambio, que piensas que todas las cosas que son más grandes que otras lo son únicamente por la magnitud, y que ésta sola es la que las hace grandes, y que las que lo son más pequeñas lo son únicamente por la pequeñez? Porque si dijeras que uno es una cabeza más alto o más bajo que el otro, temerías, me figuro, que pudiera objetarte primero que es por sí misma una cosa que lo más grande es más grande o lo más pequeño más pequeño, y después que, según tú, la cabeza que por sí misma es más pequeña, hace mayor la magnitud de lo que es más grande, lo que es un absurdo: ¿qué más absurdo, en efecto, que decir que algo es grande por cualquier cosa pequeña? ¿No temerías te hicieran estas objeciones?
—Luego, entonces, oh excelente amigo, en modo alguno nos está bien decir que el alma es una especie de armonía. Pues, en tal caso, al parecer, no estaríamos de acuerdo ni con Homero, ese poeta divino, ni con nosotros mismos.
 
Sin duda, contestó Cebes sonriendo.
—Así es —respondió.
 
¿No temerías decir por la misma razón que diez son más que ocho porque los aventaja en dos? ¿Y no dirías más bien que es por la cantidad? Lo mismo de dos codos, ¿no dirías que son más grandes que un codo por la magnitud que no porque tienen un codo más? Porque hay el mismo motivo de temor.
—¡Sea pues! —dijo Sócrates—. Lo que respecta a Armonía la Tebana, según parece, nos ha salido propicio de un modo adecuado. Pero ahora —agregó— ¿qué vamos a hacer, Cebes, con Cadmo? ¿Cómo nos le haremos propicio, y con qué razonamiento?
 
Tienes razón.
—Tú me parece que lo encontrarás —respondió Cebes—. Al menos, este razonamiento que has hecho contra la armonía me resultó extraordinariamente imprevisto. En efecto, al exponer Simmias su dificultad, chocábame en extremo que alguien pudiera manejarse con su argumento. Así, pues, me pareció sumamente extraño que no pudiera aguantar, acto seguido, el primer ataque del tuyo. Por ello no me sorprendería que le ocurriera lo mismo al razonamiento de Cadmo.
 
Pero, ¿qué? Cuando se añade uno a uno o que se divide uno en dos, ¿tendrías dificultad en decir que en el primer caso es la adición la que hace que uno y otro sean dos y en el último que la división sea quien haga que uno se convierta en dos? ¿Y no afirmarías mejor que de la existencia de las cosas no sabes más causas que su participación en la esencia propia a cada objeto, y que por consiguiente no sabes más razón para que uno y uno sean dos, que la participación en la dualidad, y de que uno es uno la participación de la mitad? ¿No dejarías a un lado estas adiciones y divisiones, y todas estas bellas respuestas? ¿No se las abandonarías a los más sabios y teniendo miedo como se dice de tu propia sombra o mejor dicho, de tu ignorancia, no te atendrías firmemente al principio que hemos expuesto? Y si alguno lo atacara, ¿lo dejarías sin respuesta hasta que hubieras examinado bien todas las consecuencias de este principio para ver si están de acuerdo o en desacuerdo entre sí? Y cuando estuvieras obligado a dar la razón, ¿no lo harías además tomando algún otro principio más elevado, hasta que hubieses encontrado alguna cosa segura que te satisficiera? Al mismo tiempo procurarías no tergiversar todo, como estos discutidores, y no confundir tu principio con aquellos que derivan para encontrar la verdad de las cosas. Es cierto que pocos de estos disputadores se molestan por la verdad y que mezclando todas las cosas por efecto de su profundo saber, se contentan con gustarse a sí mismos; pero tú, si eres verdaderamente un filósofo, harás lo que te he dicho.
—Oh buen hombre —repuso Sócrates—. No hagas excesivas presunciones, no sea que algún mal de ojo nos ponga en fuga al razonamiento que está a punto de aparecer. Pero de esto se cuidará la divinidad. Nosotros, por nuestra parte, llegando al cuerpo a cuerpo como los héroes de Homero, probemos si dices algo de peso. Lo que buscas es, en resumen, lo siguiente: pretendes que se demuestre que nuestra alma es indestructible e inmortal, sin lo cual, el filósofo que está a punto de morir, al mostrarse confiado y al creer que una vez muerto encontrará en el otro mundo una felicidad mucho mayor que si hubiera llevado hasta el fin de sus días otra vida distinta, es de temer que tenga una confianza insensata y necia. Mas el demostrar que el alma es algo consistente y divino y que existía ya, antes de que nosotros nos convirtiéramos en hombres, no impide en nada, según afirmas, que no sea inmortalidad lo que todas esas notas indican, sino el hecho de que el alma es algo muy duradero y existió anteriormente un tiempo incalculable, teniendo conocimiento y realizando un montón de diversas acciones. Pero no por ello el alma es inmortal, sino que el hecho en sí de venir a parar a un cuerpo humano supone para ella el principio de su ruina, a la manera de una enfermedad. Y de este modo vive en medio de penalidades esta vida y, cuando llega a su término, queda destruida en lo que se llama muerte. Y nada importa, dices, el que vaya una sola vez o muchas a un cuerpo, al menos en lo que respecta al temor de cada uno de nosotros; pues temer es lo que cuadra, si no se es insensato, a quien no sepa o no dar razón de que es algo inmortal. Tales son, más o menos, según creo, las razones que dices. Y adrede vuelvo sobre ellas muchas veces, para que no se nos escape nada, y para que añadas o quites lo que quieras.
 
Tienes razón, dijeron al mismo tiempo Simmias y Cebes.
—Por el momento — dijo Cebes — no necesito quitar ni añadir nada. Eso es justamente lo que digo.
 
ECHECRATES.- ¡Por Júpiter! Fedón, era muy justo. Porque me ha parecido que Sócrates se expresaba con una claridad maravillosa, aun para aquellos dotados de la menor inteligencia.
Sócrates, entonces, tras de haberse callado durante un largo rato y considerar algo consigo mismo, dijo: No es cosa baladí, Cebes, lo que buscas. En efecto, es preciso tratar a fondo de una forma total la causa de la generación y de la destrucción. Con que, si quieres, te voy a contar mis propias experiencias sobre el asunto. Luego, si te parece de utilidad algo de lo que te digo, lo utilizarás para hacer convincente lo que tu dices.
 
FEDÓN.- Lo mismo opinaron todos los allí presentes.
—Desde luego que quiero —repuso Cebes.
 
ECHECRATES.- Y yo, que no estaba, opino lo mismo después de oír lo que me dices. Pero ¿qué más se dijo después de esto?
—Escúchame, pues, como a quien se dispone a hacer un discurso. Yo, Cebes, cuando era joven — comenzó Sócrates —, deseé extraordinariamente ese saber que llaman investigación de la naturaleza. Parecíame espléndido, en efecto, conocer las causas de cada cosa, el porqué se produce, el porqué se destruye, y el porqué es cada cosa. Y muchas veces daba vueltas a mi cabeza considerando en primer lugar cuestiones de esta índole: ¿acaso es cuando lo caliente y lo frío alcanzan una especie de putrefacción, como afirman algunos, el momento en que se forman los seres vivos?; o bien: ¿es la sangre aquello con que pensamos, o es el aire o el fuego? ¿O no es ninguna de estas cosas, sino el cerebro, que es quien procura las sensaciones del oído, la vista y el olfato, y de éstas se originan la memoria y la opinión, y de la memoria y la opinión, cuando alcanzan la estabilidad, nace, siguiendo este proceso, el conocimiento? Luego consideraba yo, a su vez, las destrucciones de estas cosas, los cambios del cielo y de la tierra, y acabé por juzgarme tan exento de dotes para esta investigación como más no podía darse. Y la prueba que te daré te bastará: en lo que anteriormente sabía con certeza, al menos según mi opinión y la de los demás, quedé entonces tan sumamente cegado por esa investigación, que olvidé incluso eso que antes creía saber, entre otras muchas cosas, por ejemplo, el porqué crece el hombre. Hasta entonces, efectivamente, creía que para todo el mundo estaba claro que era por el comer y el beber; pues una vez que por los alimentos se añadían carnes a las carnes y huesos a los huesos, y de esta manera y en la misma proporción se añadía a las restantes partes del cuerpo lo que le es propio a cada una, lo que tenía poco volumen adquiría después mucho, y de esta forma se hacía grande el hombre que era pequeño. Así creía yo entonces. ¿No te parece que con razón?
 
FEDÓN.- Me parece, si recuerdo bien, que después que le concedieron que toda idea existe en sí y que las cosas que participan de esta idea toman de ésta su denominación, continuó de esta manera: Si este principio es verdadero, cuando dices que Simmias es más alto que Sócrates y más bajo que Fedón, ¿no dices que en Simmias se encuentran la elevada estatura y la pequeñez?
— A mí, sí —dijo Cebes.
 
Sí, dijo Cebes.
—Considera esto todavía. Creía que mi opinión era acertada cuando un hombre grande, al ponerse al lado de uno pequeño, se me mostraba mayor justamente en la cabeza, y lo mismo un caballo respecto de otro caballo. Y casos aún más claros que éstos: diez me parecían más que ocho porque a éstos se añadían dos, y dos más que uno, porque sobrepasaban a éste en la mitad.
 
¿Pero no convienes en que si dices: Simmias es más alto que Sócrates, no es una proposición verdadera por sí misma? Porque no es verdad que Simmias sea más alto porque es Simmias, pero es más alto porque tiene la estatura. Tampoco es verdad que sea más alto que Sócrates porque Sócrates es Sócrates, sino porque Sócrates participa de la pequeñez por comparación con la estatura de Simmias.
—Y ahora —preguntó Cebes— ¿qué opinas sobre ello?
 
Es verdad.
—Estoy lejos de creer, ¡por Zeus! —respondió Sócrates, que conozco la causa de ninguna manera de estas cosas, pues me resisto a admitir siquiera que, cuando se agrega una unidad a una unidad, sea la unidad a la que se ha añadido la otra la que se ha convertido en dos, o que sea la unidad añadida, o bien que sean la agregada y aquélla a la que se le agregó la otra las que se conviertan en dos por la adición de la una a la otra. Porque si cuando cada una de ellas estaba separada de la otra constituía una unidad y no eran entonces dos, me extraña que, una vez que se juntan entre sí, sea precisamente la causa de que se conviertan en dos, a saber, el encuentro derivado de su mutua yuxtaposición. Y tampoco puedo convencerme de que, cuando se divide una unidad, sea, a la inversa, la división la causa de que se produzcan dos, pues ésta es contraria a la causa anterior de que se produjeran dos; porque entonces fue el hecho de juntar y de añadir lo uno a lo otro, y ahora lo es el de separar y retirar lo uno de lo otro. Y asimismo ya no puedo convencerme a mí mismo de que sé en virtud de qué se produce la unidad, ni, en una palabra, el porqué se produce, perece o es ninguna otra cosa, según este método de investigación. Pero yo me amaso, como buenamente sale, otro método diferente, pues el anterior no me agrada en absoluto. Y una vez oí decir a alguien mientras leía de un libro, de Anaxágoras, según dijo, que es la mente lo que pone todo en orden y la causa de todas las cosas. Regocijéme con esta causa y me pareció que, en cierto modo, era una ventaja que fuera la mente la causa de todas las cosas. Pensé que, si eso era así, la mente ordenadora ordenaría y colocaría todas y cada una de las cosas allí donde mejor estuvieran. Así, pues, si alguno quería encontrar la causa de cada cosa, según la cual nace, perece o existe, debía encontrar sobre ello esto: cómo es mejor para ella ser, padecer o realizar lo que fuere. Y, según este razonamiento, resultaba que al hombre no le correspondía examinar ni sobre eso mismo, ni sobre las demás cosas nada que no fuera lo mejor y lo más conveniente, pues, a la vez, por fuerza conocería también lo peor, puesto que el conocimiento que versa sobre esos objetos es el mismo. Haciéndome, pues, con deleite estos cálculos, pensé que había encontrado en Anaxágoras a un maestro de la causa de los seres de acuerdo con mi deseo, y que primero me haría conocer si la tierra es plana o esférica, y, una vez que lo hubiera hecho, me explicaría a continuación la causa y la necesidad, diciéndome lo que era lo mejor, y también que lo mejor era que fuera de tal forma. Y si dijera que estaba en el centro, me explicaría acto seguido que lo mejor era que estuviera en el centro. Y si me demostraba esto, estaba dispuesto a no echar de menos otra especie de causa. E igualmente estaba dispuesto a informarme sobre el sol, la luna y los demás astros, a propósito de sus velocidades relativas, sus revoluciones y demás cambios, del porqué es mejor que cada uno haga y padezca lo que hace y padece. Pues no hubiera creído nunca que, diciendo que habían sido ordenados por la mente, les asignaría otra causa que el hecho de que lo mejor es que estén tal y como están. Así, pues, creía que, al atribuir la causa a cada una de esas cosas y a todas en común, explicaría también lo que es mejor para cada una de ellas y el bien común a todas. ¡Por nada del mundo hubiera vendido mis esperanzas! Antes bien, con gran diligencia cogí los libros y los leí lo más rápidamente que pude, para saber cuanto antes lo mejor y lo peor. Mas mi maravillosa esperanza, oh compañero, la abandoné una vez que, avanzando en la lectura, vi que mi hombre no usaba para nada la mente, ni le imputaba ninguna causa en lo referente a la ordenación de las cosas, sino que las causas las asignaba al aire, al éter y a otras muchas cosas extrañas. Me pareció que le ocurría algo sumamente parecido a alguien que dijera que Sócrates todo lo que hace lo hace con la mente y, acto seguido, al intentar enumerar las causas de cada uno de los actos que realice, dijera en primer lugar que estoy aquí sentado, porque mi cuerpo se compone de huesos y tendones; que los huesos son duros y tienen articulaciones que los separan los unos de los otros, en tanto que los tendones tienen la facultad de ponerse en tensión y de relajarse, y envuelven los huesos juntamente con las carnes y la piel que los sostiene; que, en consecuencia, al balancearse los huesos en sus coyunturas, los tendones con su relajamiento y su tensión hacen que sea yo ahora capaz de doblar los miembros, y que ésa es la causa de que yo esté aquí sentado con las piernas dobladas. E igualmente, con respecto a mi conversación con vosotros, os expusiera otras causas análogas imputándolo a la voz, al aire, al oído y a otras mil cosas de esta índole, y descuidándose de decir las verdaderas causas, a saber, que puesto que a los atenienses les ha parecido lo mejor el condenarme, por esta razón a mí también me ha parecido lo mejor el estar aquí sentado, y lo más justo el someterme, quedándome aquí, a la pena que ordenen. Pues, ¡por el perro!, tiempo ha, según creo, que estos tendones y estos huesos estarían en Mégara o en Boecia, llevados por la apariencia de lo mejor, de no haber creído yo que lo más justo y lo más bello era, en vez de escapar y huir, el someterme en acatamiento a la ciudad a la pena que me impusiera. Llamar causas a cosas de aquel tipo es excesivamente extraño. Pero si alguno dijera que, sin tener tales cosas, huesos, tendones y todo lo demás que tengo, no sería capaz de llevar a la práctica mi decisión, diría la verdad. Sin embargo, el decir que por ellas hago lo que hago, y eso obrando con la mente, en vez de decir que es por la elección de lo mejor, podría ser una grande y grave ligereza de expresión. Pues, en efecto, lo es el no ser capaz de distinguir que una cosa es la causa real de algo, y otra aquello sin lo cual la causa nunca podría ser causa. Y esto, según se ve, es a lo que los más, andando a tientas como en las tinieblas, le dan el nombre de causa, empleando un término que no le corresponde. Por ello, el uno, poniendo alrededor de la tierra un torbellino, formado por el cielo, hace que así se mantenga en su lugar; el otro, como si fuera una ancha artesa, le pone como apoyo y base el aire. Pero la potencia que hace que esas cosas estén colocadas ahora en la forma mejor que pueden colocarse, a esa ni la buscan, ni creen tampoco que tenga una fuerza divina, sino que estiman que un día podrían descubrir a un Atlante más fuerte, más inmortal que el del mito y que sostenga mejor todas las cosas, sin pensar que es el bien y lo debido lo que verdaderamente ata y sostiene todas las cosas. Pues bien, por aprender cómo es tal causa, me hubiera hecho con grandísimo placer discípulo de cualquiera; pero, ya que me vi privado de ella, y no fui capaz de descubrirla por mí mismo, ni de aprenderla de otro, ¿quieres que te exponga, Cebes, la segunda navegación que en busca de la causa he realizado?
 
Simmias tampoco es más bajo que Fedón por ser Fedón, Fedón, sino porque Fedón es alto cuando se le compara con Simmias que es bajo.
—Lo deseo extraordinariamente —respondió.
 
Así es.
—Pues bien —dijo Sócrates—, después de esto y una vez que me había cansado de investigar las cosas, creí que debía prevenirme de que no me ocurriera lo que les pasa a los que contemplan y examinan el sol durante un eclipse. En efecto, hay algunos que pierden la vista, si no contemplan la imagen del astro en el agua o en algún otro objeto similar. Tal fue, más o menos, lo que yo pensé, y se apoderó de mí el temor de quedarme completamente ciego de alma si miraba a las cosas con los ojos y pretendía alcanzarlas con cada uno de los sentidos. Así, pues, me pareció que era menester refugiarme en los conceptos y contemplar en aquéllos la verdad de las cosas. Tal vez no se parezca esto en cierto modo a aquello con lo que lo compare, pues no admito en absoluto que el que examina las cosas en los conceptos las examine en imágenes más bien que en su realidad. Así que por aquí es por donde me he lanzado siempre, y tomando en cada ocasión como fundamento el juicio que juzgo el más sólido, lo que me parece estar en consonancia con él lo establezco como si fuera verdadero, no sólo en lo referente a la causa, sino también en lo referente a todas las demás cosas, y lo que no, como no verdadero. Pero quiero explicarte con mayor claridad lo que digo porque, según creo, ahora tú no me comprendes.
 
Así, pues, Simmias es a la vez alto y bajo porque está entre dos; es más alto que uno por la superioridad de su estatura, y en cambio más bajo por su estatura que el otro. Y echándose a reír añadió: Creo que me he detenido demasiado con esas expresiones, pero, en fin, es como os digo.
—No, ¡Por Zeus! —dijo Cebes—, no demasiado bien.
 
Cebes convino en ello.
—Pues lo que quiero decir —repuso Sócrates— no es nada nuevo, sino eso que nunca he dejado de decir en ningún momento, tanto en otras ocasiones como en el razonamiento pasado. Así es que voy a intentar exponerte el tipo de causa con el que me he ocupado, y de nuevo iré a aquellas cosas que repetimos siempre, y en ellas pondré el comienzo de mi exposición, aceptando como principio que hay algo que es bello en sí y por sí, bueno, grande y que igualmente existen las demás realidades de esta índole. Si me concedes esto y reconoces que existen estas cosas, espero que a partir de ellas descubriré y te demostraré la causa de que el alma sea algo inmortal.
 
He insistido tanto para persuadiros mejor de mi principio, porque me parece que la magnitud no puede ser al mismo tiempo grande y pequeña, sino, además, porque la magnitud que está en nosotros no admite la pequeñez y no puede ser excedida; porque de dos cosas, la una, o sea, la magnitud, huye y cede el puesto cuando ve aparecer a su contraria, que es la pequeñez, o perece por entero. Pero si recibe la pequeñez jamás podrá ser otra cosa que lo que es, como yo, por ejemplo, que después de haber recibido la poca estatura, me quedo tal como soy y además bajo. Lo que es grande no puede nunca ser pequeño; del mismo modo lo pequeño en nosotros no quiere nunca volverse grande o serlo, ni tampoco una de dos cosas contrarias quiere, siendo lo que es, ser su contraria, y o huye o perece en esta variación.
—Ea, pues —replicó Cebes—, hazte a la idea de que yo te lo concedo: no tienes más que acabar.
 
Convino Cebes en ello, pero alguno de los presentes, no recuerdo bien quién, dijo, dirigiéndose a Sócrates: ¡Por los dioses! ¿No admitiste antes lo contrario de lo que dices? Porque, ¿no conviniste en que lo más pequeño nace de lo mayor y lo mayor de lo menor? ¿En una palabra, que los contrarios nacen siempre de sus contrarios? Y ahora me parece haber comprendido que has dicho que esto no podrá suceder nunca.
—Considera, entonces —dijo Sócrates—, si en lo que viene a continuación de esto compartes mi opinión. A mi me parece que, si existe otra cosa bella aparte de lo bello en sí, no es bella por ninguna otra causa sino por el hecho de que participa de eso que hemos dicho que es bello en sí. Y lo mismo digo de todo. ¿Estás de acuerdo con dicha causa?
 
Sócrates adelantó un poco la cabeza para oír mejor: Muy bien, dijo, tienes razón al recordarnos lo que hemos dejado establecido, pero no ves la diferencia que hay entre lo que dijimos entonces y lo que ahora decimos. Dijimos que una cosa nace siempre de su contraria y ahora decimos que un contrario no se convierte nunca en su contrario a sí mismo ni en nosotros ni en la naturaleza. Entonces nos referíamos a las cosas que tienen sus contrarios y a las que podíamos llamar por su nombre, y aquí hablamos de las esencias mismas, que por su presencia dan su nombre a las cosas en que se encuentran, y de estas últimas es de las que decimos que no pueden jamás nacer una de otra. Y mirando al mismo tiempo a Cebes, dijo: ¿No te ha turbado lo que acaban de objetarnos?
—Estoy de acuerdo —respondió.
 
No, Sócrates; no soy tan débil, por más que hay cosas capaces de desorientarnos.
—En tal caso —continuó Sócrates—, ya no comprendo ni puedo dar crédito a las otras causas, a esas que aducen los sabios. Así, pues, si alguien me dice que una cosa cualquiera es bella, bien por su brillante color, o por su forma, o cualquier otro motivo de esta índole —mando a paseo a los demás, pues me embrollo en todos ellos—, tengo en mí mismo esta simple, sencilla y quizá ingenua convicción de que no la hace bella otra cosa que la presencia o participación de aquella belleza en sí, la tenga por donde sea y del modo que sea. Esto ya no insisto en afirmarlo; sí, en cambio, que es por la belleza por lo que todas las cosas bellas son bellas. Pues esto me parece lo más seguro para responder, tanto para mí como para cualquier otro; y pienso que ateniéndome a ello jamás habré de caer, que seguro es de responder para mí y para otro cualquiera que por la belleza las cosas bellas son bellas. ¿No te lo parece también a ti?
 
¿Entonces convenimos todos unánime y absolutamente, dijo Sócrates, en que un contrario no puede convertirse nunca en el contrario de sí mismo?
—Sí.
 
Es verdad, dijo Cebes.
—¿Y también que por la grandeza son grandes las cosas grandes y mayores las mayores, y por la pequeñez pequeñas las pequeñas?
 
Vamos a ver si convendrás también en estotro: ¿hay alguna cosa a la que puedas llamar frío? y ¿alguna a la que puedas dar el nombre de calor?
—Sí.
 
Seguramente.
—Luego tampoco admitirías que alguien dijera que un hombre es mayor que otro por la cabeza, y que el más pequeño es más pequeño por eso mismo, sino que jurarías que lo que tú dices no es otra cosa que todo lo que es mayor que otra cosa no lo es por otro motivo que el tamaño, y que por eso es mayor, por el tamaño, en tanto que lo que es más pequeño no es más pequeño por otra razón que no sea la pequeñez. Pues, si no me engaño, tendrías miedo de que te saliera al paso una objeción, si sostienes que alguien es mayor y menor por la cabeza, en primer lugar, la de que por el mismo motivo lo mayor sea mayor y lo menor menor Y, en segundo lugar, la de que por la cabeza que es pequeña lo mayor sea mayor. Y esto es algo prodigioso, el que por algo pequeño alguien sea grande. ¿No tendrías miedo de esto?
 
¿La misma cosa que la nieve y el fuego?
—Yo, sí —respondió Cebes, echándose a reír.
 
No, ¡por Júpiter!
—¿Y no tendrías miedo de decir —continuó Sócrates— que diez son más que ocho en dos, y que ésta es la causa de su ventaja, en vez de decir que lo son en cantidad y por causa de la cantidad? ¿Y que lo que mide dos codos es más que lo que mide uno en la mitad y no en el tamaño? Pues el motivo de temor es el mismo.
 
¿El calor es, pues, diferente del fuego, y lo frío de la nieve?
—Por completo —replicó.
 
Sin dificultad.
—¿Y qué? ¿No te guardarías de decir que, cuando se agrega una unidad a una unidad, es la adición la causa de que se produzcan dos, o cuando se divide algo, lo es la división? Es mas, dirías a voces que desconoces otro modo de producirse cada cosa que no sea la participación en la esencia propia de todo aquello en lo que participe; y que en estos casos particulares no puedes señalar otra causa de la producción de dos que la participación en la dualidad; y que es necesario que en ella participen las cosas que hayan de ser dos, así como lo es también que participe en la unidad lo que haya de ser una sola cosa. En cuanto a esas divisiones, adiciones y restantes sutilezas de ese tipo las mandarías a paseo, abandonando esas respuestas a los que son más sabios que tú. Tú, en cambio, temiendo, como se dice, tu propia sombra y tu falta de pericia, afianzándote en la seguridad que confiere ese principio, responderías como se ha dicho. Mas si alguno se aferrase al principio en si, le mandarías a paseo y no le responderías hasta que hubieras examinado si las consecuencias que de él derivan concuerdan o no entre sí. Mas una vez que te fuera preciso dar razón del principio en sí, la darías procediendo de la misma manera, admitiendo de nuevo otro principio, aquel que se te mostrase como el mejor entre los más generales, hasta que llegases a un resultado satisfactorio. Pero no harías un amasijo como los que discuten el pro y el contra, hablando a la vez del principio y de las consecuencias que de él derivan, si es que quieres descubrir alguna realidad. Pues tal vez esos hombres no discuten ni se preocupan en absoluto de eso, porque tienen la capacidad, a pesar de embrollar todo por su sabiduría, de contentarse a sí mismos. Pero tú, si verdaderamente perteneces al grupo de los filósofos, creo que harías como yo digo.
 
Convendrás también, me figuro, en que la nieve, cuando ha recibido calor, como decíamos ha poco, no será más lo que era, pero que cuando se le acerque el calor le cederá el puesto o desaparecerá por completo.
—Dices muchísima verdad —exclamaron a la vez Simmias y Cebes.
 
Sin duda.
<b>EQUÉCRATES</b>.—¡Por Zeus!, , es natural. Pues me parece que expuso esto con maravillosa claridad, incluso para quien tenga una corta inteligencia.
 
Lo mismo puede decirse del fuego; que en cuanto lo gane el frío se retirará o desaparecerá, porque después de haberse enfriado no podrá ya ser lo que era y no será frío y calor simultáneamente.
<b>FEDÓN</b>.—Efectivamente, Equécrates, así nos pareció también a todos los presentes.
 
Muy cierto, Cebes.
<b>EQUÉCRATES</b>.—Y a nosotros los ausentes que ahora te escuchamos. Pero ¿qué fue lo que se dijo a continuación?
 
Hay, pues, cosas cuya idea tiene siempre el mismo nombre que se comunica a otras cosas, que no son lo que es ella misma, pero que conservan su forma mientras existen. Dos ejemplos aclararán lo que digo: lo impar debe tener siempre el mismo nombre, ¿no es así?
<b>FEDÓN</b>.—Según creo, una vez que se pusieron de acuerdo con él en esto, y se convino en que cada una de las ideas era algo, y que, por participar en éstas, las demás cosas reciben de ellas su nombre, preguntó a continuación:
 
Sin duda.
—Si dices esto así, ¿no dices entonces, cuando aseguras que Simmias es más grande que Sócrates, pero más pequeño que , que en Simmias se dan ambas cosas: la grandeza y la pequeñez?
 
Pero ¿es ello la única cosa que tenga este nombre? Te lo pregunto, o ¿hay alguna otra cosa que no sea lo impar y, sin embargo, sea preciso designarla con el mismo nombre por ser de una naturaleza que no puede existir nunca sin impar? Como, por ejemplo, el número 3 y muchísimos otros. Pero fijémonos en el tres. ¿No encuentras que el número 3 debe ser denominado siempre por su nombre y al mismo tiempo por el nombre de impar, por más que lo impar no sea la misma cosa que el número 3? Sin embargo, tal es la naturaleza del tres, del cinco y de toda la mitad de los números, que aunque cada uno de ellos no sea lo que es lo impar, es a pesar de ello siempre impar. Lo mismo ocurre con la otra mitad de los números, como dos, cuatro, que aunque no sean lo que es lo par, cada uno de ellos es, sin embargo, siempre par. ¿No estás de acuerdo conmigo?
—Sí.
 
¿Cómo podría no estarlo?
—Sin embargo —dijo Sócrates—, ¿no reconoces que el que Simmias sobrepase a Sócrates no es en realidad tal y como se expresa de palabra? Pues la naturaleza de Simmias no es tal que sobresalga por eso, por ser Simmias, sino por el tamaño que da la casualidad que tiene. Ni tampoco le sobrepasa a Sócrates porque Sócrates es Sócrates, sino porque Sócrates tiene pequeñez en comparación con el tamaño de aquél.
 
Ten mucho cuidado con lo que ahora voy a mostrar. Helo aquí: es que me parece que no solamente estos contrarios, que no admiten jamás a sus contrarios, sino además todas las demás otras cosas que, no siendo contrarias entre sí, tienen, no obstante, sus contrarios, no parecen poder recibir la esencia contraria a la que tienen; pero desde que esta esencia se presenta desaparecen o perecen. El número tres, por ejemplo, ¿no desaparecerá antes que convertirse en un número par permaneciendo tres?
—Es verdad.
 
Seguramente, dijo Cebes.
—Ni tampoco es sobrepasado por porque es , sino porque tiene grandeza en comparación con la pequeñez de Simmias.
 
El dos, sin embargo, no es contrario del tres, dijo Sócrates.
—Así es.
 
Indudablemente, no.
—Luego, por esta razón, Simmias recibe el nombre de pequeño y de grande, estando entre medias de ambos: al tamaño de uno ofrece su pequeñez, de suerte que le sobrepasa éste, y al otro presenta su grandeza, que sobrepasa la pequeñez de este último —y, a la vez que sonreía, añadió—: Parece que voy a hablar como un escritor artificioso, pero en realidad ocurre, sobre poco más o menos, lo que digo.
 
Entonces los contrarios no son las únicas cosas que no reciben a sus contrarios, pero además hay otras cosas que les son incompatibles.
Cebes le dio su asentimiento.
 
Es cierto.
—Y lo digo porque quiero que tu compartas mi opinión. En efecto, a mi me parece que no sólo la grandeza en sí nunca quiere ser a la vez grande y pequeña, sino también que la grandeza que hay en nosotros jamás acepta lo pequeño, ni quiere ser sobrepasada, sino que, una de dos, o huye y deja libre el puesto cuando sobre ella avanza su contrario, lo pequeño, o bien perece al avanzar sobre ella éste. Pero si espera a pie firme y aguanta a la pequeñez, no quiere ser otra cosa que lo que fue. Así, por ejemplo, yo, que he recibido y aguantado a pie firme la pequeñez, mientras sea todavía quien soy, soy ese mismo hombre pequeño. Asimismo, aquello que es grande no se atreve a ser pequeño. Y de igual manera también, la pequeñez que hay en nosotros nunca quiere hacerse ni ser grande, ni tampoco ninguno de los contrarios, mientras siga siendo lo que era, quiere hacerse y ser a la vez su contrario, sino que, o se retira o perece en ese cambio.
 
¿Quieres que las determinemos tanto como nos sea posible?
—Así me parece a mí por completo —repuso Cebes.
 
Sí.
Y oyéndole uno de los presentes — no me acuerdo exactamente quién fue — dijo:
 
¿No serán, Cebes, aquellas que no sólo obligan a aquello de que han tomado posesión a conservar siempre su propia idea, sino también siempre la de cierto contrario? ¿Qué quieres decir?
—¡Por los dioses! ¿No convinimos en los razonamientos anteriores precisamente lo contrario de lo que ahora se dice, que lo mayor se produce de lo menor y lo menor de lo mayor, y que en esto simplemente estribaba la generación de los contrarios, en proceder de sus contrarios? Ahora, en cambio, me parece que se dice que esto nunca podría suceder.
 
Lo que decíamos hace un instante: todo aquello donde se encontrará la idea de tres debe infaliblemente seguir siendo no sólo tres, sino también permanecer impar.
—Sócrates, entonces, volviendo hacia él su cabeza, le dijo, tras escucharle:
 
¿Quién lo duda?
—Te has portado como un hombre al recordarlo; sin embargo, no adviertes la diferencia existente entre lo que se dice ahora y lo que se dijo entonces. Entonces se decía que de la cosa contraria nace la contraria; ahora, que el contrario jamás puede ser contrario a sí mismo, ni el que se da en nosotros, ni el que se da en la naturaleza. Entonces, amigo mio, hablábamos de las cosas que tienen en sí a los contrarios, y les dábamos el mismo nombre de aquéllos, pero ahora hablamos de los contrarios en si, que están en las cosas, y cuyo nombre reciben aquellas que los contienen. Y son precisamente esos contrarios los que decimos que jamás querrían recibir su origen los unos de los otros — y mirando al mismo tiempo a Cebes, le dijo —: ¿Acaso también a ti, oh Cebes, te ha inquietado algo de lo que ha dicho éste?
 
Y por consiguiente es imposible que admita nunca la idea contraria a la que constituye como tal.
—No —le respondió Cebes—, no me ha ocurrido así. Con todo, no puedo decir que no haya muchas cosas que me inquieten.
 
Sí; es imposible:
—Lo que hemos convenido —replicó Sócrates— es simplemente esto: que jamás un contrario será contrario a sí mismo.
 
¿No es lo impar la idea que lo constituye?
—Exactamente —dijo Cebes.
 
Sí.
—Considera entonces también esto otro —continuó Sócrates—: a ver si te muestras de acuerdo conmigo: ¿hay algo que llamas caliente y algo que llamas frío?
 
La idea contraria a lo impar, ¿no es la idea de lo par?
—Sí.
 
Sí.
—¿Acaso es lo mismo que la nieve y el fuego?
 
¿La idea de lo par no se encuentra, pues, nunca en lo impar?
—No, ¡Por Zeus!
 
Sin duda.
—¿Entonces lo caliente es una cosa distinta del fuego y lo frío una cosa distinta de la nieve?
 
¿El tres es, pues, incapaz de lo par?
—Si.
 
Incapaz.
Sin embargo, creo que, asimismo, opinas que la nieve, en cuanto tal, si recibe el calor, jamás volverá a ser lo que era, como decíamos anteriormente, es decir, nieve y calor a la vez, sino que, al acercarse el calor, o le cederá el puesto o perecerá.
 
¿Por qué el tres es impar?
—Exacto.
 
Por esto.
—Y el fuego, a su vez al aproximársele el frío, o retrocederá, o perecerá, pero jamás, recibiendo la frialdad, se atreverá a ser lo que era, es decir, a ser fuego a la vez que frío.
 
He aquí, pues, lo que queríamos determinar: que hay ciertas cosas que no siendo contrarias a otra, excluyen, sin embargo, a esta otra por lo mismo que si le fuera contraria; como el tres, que aunque no sea contrario al número par, no lo admite; lo mismo el dos, que lleva siempre algo contrario al número impar, como el fuego al frío y otros varios. Piensa, pues, si no te agradaría hacer la definición en esta forma: no solamente lo contrario no admite a su contrario, sino además todo lo que lleva consigo un contrario, al comunicarse a otra cosa no admite nada contrario a lo que lleva consigo.
—Es verdad lo que dices —respondió Cebes.
 
Piénsalo bien todavía, porque no está de más el oírlo varias veces. El cinco no admitirá nunca la idea del par, como el diez, que es su doble, no admitirá jamás la idea de lo impar; y este doble, aunque su contrario no sea lo impar, no admitirá, sin embargo, la idea de lo impar, lo mismo que las tres cuartas partes, ni el tercio ni todas las demás partes admitirán nunca la idea del entero, si me escuchas y estás de acuerdo conmigo.
—Mas es posible —prosiguió Sócrates—, con respecto a algunas de tales cosas, que no sólo sea la propia idea lo que reclame para sí el mismo nombre para siempre, sino también otra cosa que no es aquella, pero que tiene, cuando existe, su forma. Pero con este ejemplo quedará aún más claro lo que digo. Lo impar debe siempre recibir el mismo nombre que acabamos de decir. ¿No es verdad?
 
Te sigo maravillosamente y estoy de acuerdo contigo.
—Por completo.
 
Ahora voy a volver a mis primeras preguntas, y tú me contestarás no idénticamente a dichas preguntas, sino de diferente manera, siguiendo el ejemplo que voy a darte. Porque además de la manera de contestar de la que ya hemos hablado, que es segura, veo todavía otra que no lo es menos. Porque si me preguntases qué es lo que hay en el cuerpo que hace sea caliente, no te daría esta respuesta necia, pero segara: que es el calor; pero de lo que acabamos de decir deduciría una contestación más sabia y te diría que es el fuego; y si me preguntas qué es lo que hace que el cuerpo esté enfermo, no te responderé que es la enfermedad, sino la fiebre. Si me preguntas qué es lo que hace impar a un número, no te contestaré que la imparidad, sino la unidad, y lo mismo de otras cosas. Fíjate bien en si entiendes suficientemente lo que quiero decirte.
—Pues lo que yo pregunto es esto: ¿Es, acaso, la única realidad con la que ocurre esto, o existe otra cosa que no es exactamente lo impar, y no obstante, debemos darle siempre ese nombre, además del suyo propio, porque es tal, por naturaleza, que jamás se separa de lo impar? Y lo que digo es, por ejemplo, lo que ocurre con el número tres y otros muchos números. Pero considera la cuestión en el caso del tres. ¿No te parece a ti que siempre se le debe designar con su propio nombre y además con el de impar, a pesar—de que lo impar no es exactamente lo mismo que el número tres? Pero, con todo, el número tres, como el cinco y la mitad entera de los números, son tales por naturaleza que, a pesar de no ser precisamente lo mismo que lo impar, siempre es impar cada uno de ellos. Y, a la inversa, el dos, el cuatro y la otra serie completa de los números, aunque no son lo mismo que lo par, son, sin embargo, siempre pares todos ellos. ¿Estás de acuerdo, o no?
 
Lo entiendo perfectamente.
—¡Cómo no voy a estarlo! —dijo Cebes.
 
Respóndeme, pues, continuó Sócrates: ¿qué es lo que hace que el cuerpo esté viviente?
—Considera, entonces —añadió— lo que quiero mostrarte. Es esto: evidentemente, no son sólo aquellos contrarios de que hablábamos los que no se admiten entre sí, sino que, al parecer, todas las cosas que, aún no siendo mutuamente contrarias tienen en sí uno de esos contrarios, tampoco admiten la idea contraria a la que hay en ellos, sino que, cuando sobreviene ésta, o dejan de existir, o dejan libre el campo. ¿O no vamos a decir que el tres perecerá o sufrirá cualquier cosa, antes de consentir, siendo todavía tres, el convertirse en par?
 
El alma.
—Desde luego que sí —respondió Cebes.
 
¿Es siempre así?
—Y, no obstante —añadió—, el número dos no es contrario al número tres.
 
¿Cómo podría no serlo?, dijo Cebes.
—Efectivamente, no lo es.
 
¿Lleva el alma, pues, consigo la vida a todas partes donde penetra?
—Luego no son solamente las ideas contrarias las que no consienten su mutua aproximación, sino que hay también algunas otras cosas que no aguantan la aproximación de los contrarios.
 
Seguramente.
—Grandísima verdad es la que dices —respondió.
 
¿Existe algo contrario a la vida o no hay nada?
—¿Quieres, pues, que definamos —prosiguió Sócrates—, si somos capaces, qué clase de cosas son éstas?
 
Sí; hay algo.
—Con mucho gusto.
 
¿Qué?
—¿Podrían ser acaso, Cebes —prosiguió—, aquellas que cuando ocupan cualquier cosa la obligan no sólo a adquirir su propia idea, sino también la de algo que siempre es contrario a algo?
 
La muerte.
—¿Qué quieres decir?
 
El alma no admitirá, pues, nada que sea contrario a lo que ella siempre lleva consigo; esto se deduce necesariamente de nuestros principios.
—Lo que decíamos hace un momento. Sabes sin duda que las cosas de las que se apodere la idea de tres no sólo han de ser tres por necesidad, sino también impares.
 
La consecuencia no puede ser más segura, dijo Cebes.
—Desde luego.
 
—Ahora¿Y bien,cómo llamamos a lo que es de tal índole jamás, según decimos, podrá llegarleadmite la idea contraria a la forma aquella quede lo produce.par?
 
Lo impar.
—No.
 
¿Cómo llamamos a lo que jamás admite la justicia sin el orden?
—¿Y lo produjo la idea de impar?
 
La injusticia y el desorden.
—Sí.
 
Sea. Y a lo que jamás admite la idea de la muerte, ¿cómo lo llamamos?
—¿Y la idea contraria a ésta es la de par?
 
Lo inmortal.
—Sí.
 
¿El alma no admite la muerte?
—Luego nunca llegará al tres la idea de par.
 
No.
—No, sin duda alguna.
 
¿El alma es, pues, inmortal?
—Luego el tres no participa en lo par.
 
Inmortal.
—No participa.
 
¿Diremos que esto está demostrado o encontráis que todavía le falta algo a la demostración?
—Entonces, el tres es impar.
 
Está suficientemente demostrado, Sócrates.
—Sí.
 
Y si fuera necesario que lo impar fuera inmortal. Cebes, ¿no lo sería también el tres?
—He aquí, pues, lo que decía que iba a definir, qué clase de cosas, a pesar de no ser contrarias a algo no admiten la cualidad contraria. Por ejemplo, en el caso presente, el número tres, a pesar de no ser contrario a lo par, no por ello lo admite en si, pues lleva siempre consigo lo que es contrario a lo par, de la misma manera que el dos lleva en sí lo contrario de lo impar y el fuego de lo frío, y así otras muchísimas cosas. Ea, pues, mira si das la definición de esta manera: no sólo es lo contrario lo que no admite a su contrario, sino también aquello que trae consigo algo contrario al objeto en que se presenta, es decir, lo que en sí lleva algo, jamás admite lo contrario de lo que lleva. Y de nuevo haz memoria, pues no es malo oírlo muchas veces. El cinco no admite la idea de par; ni el diez, su doble, la de impar. Y éste, aunque también sea contrario a otra cosa, no admite la idea de impar; ni tampoco los tres medios, ni las restantes fracciones semejantes, el medio, el tercio y las demás fracciones de este tipo admiten la idea del entero, si es que me sigues y estás de acuerdo conmigo.
 
¿Quién lo duda?
—Te sigo estupendamente, y comparto plenamente tu opinión —contestó.
 
Si lo que no tiene calor fuera necesariamente imperecedero, siempre que alguien acercara el fuego a la nieve, ¿no subsistiría ésta sana y salva? Porque no perecería, y por mucho que se la expusiera al fuego jamás admitiría el calor.
—Ahora, respóndeme de nuevo —dijo Sócrates—, volviendo al principio. Pero no me contestes con los términos con los que te pregunte, sino imitándome a mí. Y lo digo, porque además de aquella respuesta segura de la que primero hablé, veo, según se desprende de lo dicho ahora, otra garantía de seguridad. En efecto, si me preguntaras qué debe producirse en el cuerpo de algo para que se ponga caliente, no te daré aquella respuesta segura y necia de que tiene que ser el calor, sino otra más aguda que se deduce de lo ahora dicho, a saber, la de que debe ser el fuego. Y si me preguntaras qué debe producirse en un cuerpo para que se ponga enfermo, no te contestaré que una enfermedad, sino que tiene que producirse en él fiebre. Y lo mismo si tu pregunta es qué debe producirse en un número para que se haga impar, no te diré que la imparidad, sino una unidad, y lo mismo haré con lo demás. Ea, pues, mira si te has enterado bien de lo que quiero.
 
Muy exacto.
—Perfectamente —resondró Cebes.
 
Del mismo modo puede decirse que si lo que es susceptible al frío estuviera exento necesariamente de perecer, por muchas cosas frías que se echaran sobre el fuego jamás se extinguiría éste, jamás perecería; al contrario, saldría de allí con toda su fuerza.
—Contesta, pues —prosiguió Sócrates—, ¿qué debe producirse en un cuerpo para que tenga vida?
 
Es de absoluta necesidad.
—Un alma —contestó.
 
Es, pues, necesario decir lo mismo de lo que es inmortal. Si lo que es inmortal nunca puede perecer, por mucho que la muerte se acerque al alma será absolutamente imposible que el alma muera, porque, según lo que acabamos de decir, el alma nunca admitirá a la muerte y no morirá jamás, del mismo modo que el tres ni ningún otro número impar nunca podrá ser par, como el fuego no podrá nunca ser frío ni el calor del fuego convertirse en frialdad. Alguno me dirá quizá: estamos conformes en que lo impar no puede volverse par o por la llegada de lo par, pero ¿qué impide que si lo impar muere ocupe un puesto lo par? A esta objeción no podría responder que lo impar no perece si no fuera imperecedero. Pero si lo hemos declarado imperecedero sostendríamos con razón que, por mucho que hiciera lo par, el tres y lo impar sabrían componérselas para no perecer. Y lo mismo sostendríamos del fuego, de lo caliente y de otras cosas parecidas. ¿No es verdad?
—¿Y esto es siempre así?
 
—¡CómoClaro noestá vaque así, serlo! —dijodijo Cebes.
 
Y, por consiguiente, si nos referimos a lo inmortal, que es de lo que ahora estamos tratando, y convenimos en que todo lo que es inmortal es imperecedero, es necesario no solamente que el alma sea inmortal, sino absolutamente imperecedera, y si no convenimos en esto hay que buscar otras pruebas.
—¿Entonces el alma siempre trae la vida a aquello que ocupa?
 
No es necesario, dijo Cebes, porque ¿qué sería imperecedero si el alma, que es inmortal y eterna, estuviera sujeta a perecer?
—La trae, ciertamente.
 
Que Dios, repuso Sócrates, que la esencia y la idea de la vida y si hay alguna otra cosa que sea inmortal, que todo eso no perezca, no hay nadie que pueda no estar conforme con ello.
—¿Y hay algo contrario a la vida, o no hay nada?
 
¡Por Júpiter!, todos los hombres al menos lo reconocerán, dijo Cebes, y creo que aún más los dioses.
—Lo hay —contestó Cebes.
 
Pues, si es verdad que todo lo inmortal es imperecedero, el alma que es inmortal, ¿no estará exenta de perecer?
—¿Qué?
 
Es necesario que sea así.
—La muerte.
 
Por esto cuando la muerte llega al hombre, lo que hay mortal en él muere y lo inmortal se retira sano e incorruptible cediendo el puesto a la muerte.
—¿Luego el alma nunca admitirá lo contrario a lo que trae consigo, según se ha reconocido anteriormente?
 
Es evidente.
—Sin duda alguna —dijo Cebes.
 
Si existe, pues, alguna cosa inmortal e imperecedera, mi querido Cebes, debe ser el alma y por consiguiente nuestras almas existirán en el otro mundo.
—¿Entonces qué? A lo que no admitía la idea de par qué le llamábamos hace un momento?
 
Nada tengo que oponer a esto, dijo Cebes, y no puedo hacer mas que rendirme a tus razones, pero si Simmias y los otros tienen cualquier cosa que objetar, harán muy bien en no callar, porque ¿cuándo volverán a tener otra ocasión como ésta para hablar e ilustrarse acerca de estas materias?
—Impar.
 
Por mi parte, dijo Simmias, nada tengo tampoco que oponer a las palabras de Sócrates, pero confieso que la grandeza del asunto y de la debilidad natural del hombre me infunden una especie de desconfianza a pesar mío.
—¿Y a lo que no admite lo justo o la cultura?
 
No solamente está muy bien dicho lo que acabas de decir, Simmias, sino que por ciertos que nos parezcan nuestros primeros principios, es preciso que volvamos a ocuparnos de ellos para examinarlos con mayor cuidado. Cuando los hayas comprendido suficientemente entenderás sin dificultad mis razonamientos tanto como es posible al hombre, y cuando estés convencido de ellos, ya no buscarás otras pruebas.
—Inculto e injusto —respondió.
 
Muy bien, dijo Cebes.
—Bien. Y a lo que no admite la muerte, ¿qué le llamamos?
 
Una cosa que es muy justo pensemos, amigos míos, es que si el alma es inmortal, tiene necesidad de que cuiden de ella no solamente en este tiempo, que llamamos el de nuestra vida, sino todavía en el tiempo que ha de seguir a ésta; porque si lo pensáis bien encontraréis que es muy grave no ocuparse de ella. Si la muerte fuera la disolución de toda la existencia tendrían los malos una gran ganancia después de la muerte, libres al mismo tiempo de su cuerpo, de su alma y de sus vicios; pero puesto que el alma es inmortal, no tiene otro medio de librarse de sus males y no hay más salvación para ella que volviéndose muy buena y muy sabia. Porque consigo no lleva mas que sus costumbres y hábitos, que son, se dice, la causa de su felicidad o de su desgracia, desde el primer momento de su llegada al paraje, al que, se dice, que cuando una muere le conduce el genio que le ha guiado durante la vida, un paraje donde los muertos se reúnen para ser juzgados, a fin de que vayan a los infiernos con el guía, al que se le ha ordenado adónde tiene que llevarlos. Y después de recibir allí los bienes o los reales que merecen, permanecen en el mismo lugar el tiempo marcado y entonces otro guía los vuelve a esta vida después de varias revoluciones de siglos. Este camino no es como dice Telefo en Esquilo: «un simple camino conduce a los infiernos». No es único ni simple; si lo fuera no habría necesidad de guía porque no habiendo más que un solo camino, me figuro que nadie se perdería, pero hay muchas revueltas y se divide en varios, como conjeturo por lo que se verifica en nuestros sacrificios y ceremonias religiosas. El alma temperante y sabia sigue voluntariamente a su guía y no ignora la suerte que le espera; pero la que está clavada a su cuerpo por las pasiones, como antes dije, sigue mucho tiempo unida a ellas, lo mismo que a este mundo visible, y sólo después que se ha resistido mucho es arrebatada a la fuerza y contra voluntad por el genio que le ha asignado. Cuando llega a este lugar de reunión de todas las almas, si está impura o manchada por algún asesinato o cualquiera de los otros crímenes atroces, que son las acciones semejantes a ella, huyen de su proximidad todas las almas a las que horroriza; no encuentra compañero ni guía y va errante en el más completo abandono hasta que después de cierto tiempo la necesidad la arrastra al sitio donde debe estar. En cambio, la que pasó su vida en la templanza y la pureza, tiene por compañeros y guías a los mismos dioses, y va a habitar en el lugar que le está preparado, porque hay diversos maravillosos lugares en la Tierra, y esta misma no es tal como se la figuran aquellos que acostumbran a haceros descripciones, como por uno mismo de ellos he sabido.
—Inmortal.
 
Simmias le interrumpió diciéndole: ¿Qué has dicho, Sócrates? He oído decir muchas cosas de la Tierra, pero no son las mismas que te han dicho. Me agradaría oírte hablar de esto.
—¿Y no es cierto que el alma no admite la muerte?
 
Para referírtelo, caro Simmias, no creo que sea necesario poseer el arte de Glauco30, pero probarte la verdad de ello es más difícil y no sé si bastaría todo el arte de Glauco.
—Sí.
 
Esta empresa no sólo es quizá superior a mis fuerzas, sino que, aunque no lo fuera, el poco tiempo que me resta de vida no consiente que empecemos un discurso tan largo. Todo lo más que puedo hacer es daros una idea general de esta Tierra y de los diferentes lugares que encierra, tales como me los imagino.
—Luego el alma es algo inmortal.
 
Esto nos bastará, dijo Simmias.
—Sí.
 
Primeramente, repuso Sócrates, estoy convencido de que si la Tierra está en medio del cielo, y es de forma esférica, no tiene necesidad ni del aire ni de ningún otro apoyo que la impida caer y que el cielo mismo que la rodea por igual y su propio equilibrio bastan para sostenerla, porque todo lo que está en equilibrio en medio de una cosa que lo oprime por igual, no podría inclinarse hacia ningún lado, y por consiguiente estaría fijo e inmóvil; de esto es de lo que estoy persuadido.
—Está bien, dijo—. ¿Debemos decir, pues, que esto ha quedado demostrado? ¿Qué te parece?
 
Y con razón, dijo Simmias.
—Que ha quedado perfectamente demostrado, Sócrates.
 
Además estoy convencido de que la Tierra es muy grande y que no habitamos en ella más que esta parte que se extiende desde Fasis31 hasta las columnas de Hércules, repartidos alrededor del mar como las hormigas y las ranas alrededor de un pantano. Hay, creo, otros pueblos que habitan otras partes que nos son desconocidas, porque por todas partes en la Tierra hay cavidades de toda clase de tamaños y de figuras en las que el agua, el aire y la niebla se han reunido. Pero la Tierra misma está por encima, en este cielo puro poblado de astros, y al que la mayor parte de los que hablan de él denominan el éter, del cual lo que afluye a las cavidades que habitamos no es más que el sedimento. Sumidos en estas cavernas sin darnos cuenta de ello, creemos habitar en lo alto de la Tierra, casi casi como cualquiera que constituyera su morada en las profundidades del Océano se imaginara habitar encima del mar, y viendo a través del agua, el sol y los otros astros, tomara el mar por el cielo, y como por su peso o por su debilidad no habría subido nunca a la superficie y ni siquiera habría sacado la cabeza fuera del agua, no habría visto que estos lugares que habitamos son mucho más puros y bellos que los que él habita, ni encontrado a nadie que pudiera informarle de ello. Éste es precisamente el estado en que nos encontramos. Confinados en alguna cavidad de la Tierra creemos habitar en lo alto, tomamos el aire por el cielo y creemos que es el verdadero cielo en el que los astros evolucionan. Y la causa de nuestro error es que nuestro peso y nuestra debilidad nos impiden elevarnos por encima del aire, porque si alguno pudiese llegar a las alturas valiéndose de unas alas, apenas habría sacado la cabeza fuera de nuestro aire impuro vería lo que pasa en aquellos dichosos parajes, como los peces que se elevan sobre la superficie del mar ven lo que pasa en este aire que respiramos; y si se encontrase con que su naturaleza le permitía una larga contemplación, reconocería que aquello era el verdadero cielo, la luz verdadera y la verdadera Tierra. Porque esta Tierra que pisamos, estas piedras y todos estos lugares que habitamos, están enteramente corrompidos y roídos como lo que está en el mar está roído por la acritud de las sales. Tampoco crece en el mar nada perfecto ni de precio; no hay en él más que cavernas, arena y fango, y donde hay tierra, cieno. Nada se encuentra allí que pueda ser comparado a lo que vemos aquí. Pero lo que se encuentra en los otros parajes está aún muy por encima de lo que vemos en éstos, y para haceros conocer la belleza de esta Tierra pura que está en medio del cielo os diré si queréis una bella fábula que merece ser escuchada.
—¿Y qué, Cebes, —prosiguió—, si a lo impar le fuera necesario el ser indestructible, ¿no sería el tres indestructible?
 
Dínosla, porque la escucharemos con el mayor placer, dijo Simmias.
—¡Cómo no iba a serlo!
 
Se dice, mi querido Simmias, que si se mira esta Tierra desde un punto elevado, se parece a unos de esos balones de cuero cubierto de doce franjas de diferentes colores, de los cuales los que los pintores emplean apenas son reflejos, porque los colores de dicha Tierra son infinitamente más brillantes y más puros. Uno es un púrpura maravilloso, otro del color del oro; aquél de un blanco más brillante que el alabastro y la nieve, y así los demás colores, que son tantos y de tal belleza que los que aquí vemos no pueden serles comparados. Las mismas cavidades de esa Tierra llenas de aire y agua tienen matices diferentes de todos los que vemos, de manera que la Tierra presenta una infinidad de maravillosos matices admirablemente diversos. En esta Tierra tan perfecta, todo es de una perfección proporcionada a ella, los árboles, las flores y las frutas; las montañas y las piedras tienen un pulido y un brillo tales, que ni el de nuestras esmeraldas ni nuestros jaspes ni zafiros puede comparársele. No hay ni una sola piedra en aquella Tierra feliz que no sea infinitamente más bella que las nuestras y la causa de ella es que todas aquellas piedras preciosas son puras, que no están corroídas ni estropeadas, como las nuestras, por la acritud de las sales ni por la corrupción de los sedimentos que de allí descienden a nuestra Tierra inferior, donde se acumulan e infectan no sólo la tierra y las piedras, sino los animales y las plantas. Además de todas estas bellezas abundan en aquella Tierra feliz el oro, la plata y otros metales que, distribuidos con abundancia en todas partes, proyectan de todos lados un brillo que deleita la vista, de suerte que el contemplar aquella Tierra es un espectáculo de los bienaventurados. Está habitada por toda clase de animales y por hombres, unos en medio de las tierras y otros alrededor del aire, lo mismo que nosotros alrededor del mar. Los hay también habitando en las islas que el aire forma cerca del continente, porque el aire es allí lo que aquí son el agua y el mar para nosotros; y lo que el aire es aquí para nosotros es para ellos el éter. Sus estaciones están tan bien atemperadas, que sus habitantes viven mucho más que nosotros y siempre exentos de enfermedades, y en cuanto a la vista, el oído, el olfato y los demás sentidos, y hasta la inteligencia misma están por encima de nosotros como el éter aventaja al agua y al aire que respiramos. Tiene bosques sagrados y templos que verdaderamente son morada de los dioses, que dan testimonio de su presencia por los oráculos, profecías e inspiraciones, y por todos los otros signos de su comunicación con ellos. Ven también al Sol y la Luna como realmente son, y todo el resto de su felicidad está en proporción de lo que habéis oído.
—¿Y no es cierto también que si lo no—caliente fuera indestructible, cuando se arrimara calor a la nieve, se retiraría ésta sana y salva y sin fundirse? Pues no cesaría de existir, ni tampoco recibiría el calor esperándolo a pie firme.
 
Ved, pues, lo que es aquella Tierra con todo lo que la envuelve. En derredor suyo, en sus cavernas, hay una porción de lugares, algunos más profundos y más abiertos que el país que habitamos; otros más profundos, pero menos abiertos, y por último, otros con menos profundidad y menos extensión. Todos estos lugares tienen aberturas en varios sitios en su fondo y se comunican entre sí por galerías, por las cuales corre como en recipientes una enorme cantidad de agua, ríos subterráneos de caudal inagotable, manantiales de aguas frías y otros de calientes, ríos de fuego y otros de fango, unos más líquidos y otros cenagosos como los torrentes de fango y fuego que en Sicilia preceden a la lava. Estos lugares se llenan de una o de otra de estas materias, según sea la dirección que toman las corrientes a medida que se esparcen. Todos estos manantiales se mueven hacia abajo y arriba como un columpio sostenido en el interior de la Tierra. He aquí cómo se efectúa este movimiento. Entre las aberturas de la Tierra hay una, precisamente la mayor, que atraviesa toda la Tierra. De ella habla Homero cuando dice «muy lejos, en el abismo más profundo que hay bajo la Tierra»32. Homero y la mayor parte de los poetas llaman a este lugar el Tártaro. Allá es donde van a parar todos los ríos y de allí salen. Cada uno de ellos tiene la naturaleza de la tierra por encima de la cual corre. Esto hace que estos ríos vuelvan a su curso y es porque no encuentran fondo, pues sus aguas ruedan suspendidas en el vacío, bullendo lo mismo hacia arriba que hacia abajo. El aire y el viento que las envuelven hacen lo mismo y las siguen cuando se elevan y cuando descienden; y lo mismo que en los animales entra y sale el aire incesantemente por la respiración, el aire que se mezcla con estas aguas entra y sale con ellas y provoca vientos furiosos. Cuando estas aguas caen con violencia en el abismo inferior del que he hablado, forman corrientes que vuelven a través de la Tierra a los lechos que encuentran, que llenan como se llena una bomba. Cuando estas aguas salen de allí y vuelven a los lugares que habitamos, los llenan de la misma manera, y de allí se extienden por todas partes bajo la tierra alimentando nuestros mares, nuestros ríos, nuestros lagos y nuestras fuentes. Desaparecen después filtrándose en la tierra, unas después de dar muchos rodeos y otras menores circuitos para volver al Tártaro, en donde entran unas mucho más bajas que no salieron y otras menos, pero todas más bajas. Las unas entran y salen del Tártaro por el mismo lado y las otras entran por el lado opuesto a su salida, y las hay que tienen su curso circular y que después de haber dado una o varias veces la vuelta, a la Tierra, como serpientes que se enroscan, se precipitan a lo más bajo que pueden, van hasta la mitad del abismo, pero más allá, porque la otra mitad está más alta que su nivel. Forman varias corrientes muy grandes; cuatro son las principales, de las cuales la mayor es la que más exteriormente corre por todo el alrededor; es la que se llama Océano. Lo que está enfrente es el Aqueronte, que corre de manera opuesta a través de los parajes desiertos y sumergiéndose en la Tierra se precipita en las marismas de Aquernoiada, adonde las almas van la mayor parte de las veces al salir de la vida y después de permanecer allí el tiempo prescrito, unas más y otras menos, son devueltas a este mundo para animar nuevos cuerpos. Entre el Aqueronte y el Océano corre un tercer río, que no lejos de su fuente cae en un vasto lugar de fuego, donde forma un lago mucho más grande que nuestro mar y en el que se ve hervir el agua mezclada con fango, y saliendo de allí negro y lleno de barro recorre la Tierra y va a parar a la marisma Aquernoiada sin que sus aguas se confundan. Después de dar varias vueltas bajo la Tierra se arroja en lo más bajo del Tártaro; a este río se le denomina Puriflegeton, y de él se ven surgir llamaradas por varias grietas de la Tierra. Frente a éste cae un cuarto río, al principio en un lugar pavoroso y agreste, que dicen es de un color azulado y al que llaman el Estigio; en él forma la laguna Estigia, y después de haber adquirido en las aguas de dicha laguna propiedades horribles, se filtra en la Tierra, donde da varias vueltas dirigiendo su corriente hacia el Puriflegeton, al que por fin se encuentra en la laguna de Aquerón por la extremidad opuesta. Sus aguas no se mezclan con las de los otros ríos, y después de dar la vuelta a la Tierra se precipita como ellos en el Tártaro por el sitio opuesto al Puriflegeton. A este cuarto río le han dado los poetas el nombre de Cocitos.
—Es verdad lo que dices —repuso Cebes.
 
La naturaleza ha dispuesto así todas estas cosas; cuando los muertos llegan al paraje donde su genio les lleva, se juzga lo primero de todo si llevan una vida justa y santa o no. Aquellos que se encuentra que vinieron ni enteramente criminales ni absolutamente inocentes, son enviados al Aqueronte, donde embarcan en barquichuelas que los llevan hasta la laguna Aquerusiades, donde van a tener su residencia y donde sufren penas proporcionadas a sus faltas y, una vez libres, la recompensa de sus buenas acciones. Los incurables a causa de la enormidad de sus faltas y que cometieron numerosos sacrilegios, asesinatos inicuos, violaron las leyes y se hicieron reos de delitos análogos, víctimas de la inexorable justicia y de su destino fatal, son precipitados al Tártaro, del que jamás saldrán. Pero aquellos que no hayan cometido más que faltas que pueden ser expiadas, aunque muy graves, como la de haberse dejado dominar por la ira contra su padre o su madre o haber matado a alguien en un arrebato de cólera y que han hecho penitencia toda su vida, es necesario que sean precipitados al Tártaro, pero después de haber permanecido un año en él, el oleaje los devuelve a la orilla; los homicidas son enviados al Cocitos, y los parricidas al Puriflegeton, que los arrastra hasta cerca de la laguna Aquerusiades; allí llaman a gritos a los que mataron o contra quienes cometieron actos de violencia, y los conjuran a que les permitan pasar al otro lado de la laguna y los reciban; si los ablandan, pasan y se ven libres de sus males, pero si no, vuelven a ser precipitados en el Tártaro, que los arroja a los otros ríos y esto dura hasta que conmueven a los que fueron sus víctimas; tal es la sentencia que contra ellos pronuncian sus jueces. Pero aquellos a quienes se les reconoce una vida santa, se ven libres de todos los lazos terrestres como de una prisión y son recibidos en las alturas, en aquella Tierra pura donde habitarán. Y de éstos, los que fueron purificados enteramente por la filosofía, viven perdurablemente sin cuerpo y son acogidos en parajes aún más admirables que no es fácil describiros y además no me lo permite el poco tiempo que me queda de vida. Pero lo que acabo de deciros debe bastar, mi querido Simmias, para haceros ver que debemos trabajar toda nuestra vida entera para adquirir virtudes y sabiduría, porque el premio es grande y bello y la esperanza halagadora.
—Y de igual manera, creo yo, si lo no—frío fuera indestructible, cuando se lanzara contra el fuego algo frío, jamás se apagaría ni perecería, sino que se marcharía sano y salvo.
 
Lo que un hombre de buen sentido no debe hacer es sostener que estas cosas sean como os las he descrito; pero que todo lo que os he dicho del estado de las almas y de sus residencias sea aproximadamente así, creo que puede admitirse, si es cierto que el alma es inmortal, y la cosa vale la pena de correr el riesgo de creerla. Es un azar que es hermoso admitir y del cual debe uno mismo quedar encantado. Ahora comprenderéis por qué me he detenido tanto tiempo en este discurso. Todo hombre, pues, que durante su vida renunció a la voluptuosidad y a los bienes del cuerpo, considerándolos como perniciosos y extraños, que no buscó más voluptuosidad que la que le proporciona la ciencia y adornó su alma, no con galas extrañas, sino con ornamentos que le son propios, como la templanza, la justicia, la fortaleza y la verdad, debe esperar tranquilamente la hora de su partida a los infiernos, dispuesto siempre para este viaje cuando el destino lo llame. Vosotros dos, Simmias y Cebes, y los demás, emprenderéis este viaje cuando el tiempo llegue. A mí me llama hoy el hado, como diría un poeta trágico, y ya es hora de ir al baño, porque me parece mejor no beber el veneno hasta después de haberme bañado, y además ahorraré así a las mujeres el trabajo de lavar un cadáver.
—Necesariamente —dijo Cebes.
 
Al acabar de hablar Sócrates, le dijo Critón: Bien está, Sócrates, pero ¿no tienes que hacernos a mí o a los otros ninguna recomendación referente a tus hijos o a algún otro asunto en que te pudiéramos servir?
—¿Y no es necesario también hablar así a propósito de lo inmortal? Si lo inmortal es, asimismo, indestructible, le es imposible al alma perecer cuando la muerte marche contra ella. Pues, según lo dicho, no admitirá la muerte ni quedará muerta, de la misma manera, decíamos, que el tres ni lo impar será par, ni el fuego ni el calor que hay en él será frío. Pero ¿qué es lo que impide —diría alguno— el que, por más que lo impar no se haga par cuando se le acerca lo par, según se ha convenido, se convierta, en cambio, una vez que deja de existir en par en lugar de lo que era? Al que así hablara no le podríamos refutar diciendo que lo impar no perece, puesto que lo impar no es indestructible. Pues si hubiéramos reconocido eso, fácilmente le refutaríamos diciendo que cuando se aproxima lo par, tanto lo impar como el tres se retiran. Y en lo relativo al fuego, y al calor, y a las demás cosas, le refutaríamos de la misma manera. ¿No es verdad?
 
Nada más, Critón, que lo que siempre os he recomendado: que tengáis cuidado con vosotros mismos, y con ello me haréis un favor, y también a mi familia y a vosotros mismos, aunque ahora nada me prometáis; porque si os abandonarais y no quisierais seguir los consejos que os he dado, de muy poco servirían todas las promesas y protestas que me hicierais hoy.
—Por completo.
 
Haremos cuantos esfuerzos podamos para conducirnos así. Pero dinos, ¿como quieres que te enterremos?
—Luego ahora también, si convenimos con respecto a lo inmortal que es indestructible, el alma sería, además de inmortal, indestructible. Si no, sería preciso otro razonamiento.
 
Como se os ocurra, contestó Sócrates; si es que lográis apoderaros de mí y no me escapo de vuestras manos.
—Pero no se necesita para nada —replicó Cebes por esta razón: difícilmente podría haber otra cosa que no admitiera la destrucción, si lo inmortal, que es eterno, la admitiese.
 
Y mirándonos al mismo tiempo que iniciaba una sonrisa, añadió: Me parece que no conseguiré convencer a Critón de que soy el Sócrates que charla con vosotros y que pone en orden todas las partes de su discurso; él se imagina que soy aquel al que va a ver muerto dentro de un instante, y me pregunta cómo me enterrará. Y todo este largo discurso que acabo de pronunciaros para probaros que en cuanto tome el veneno no estaré ya con vosotros, porque os dejaré para ir a disfrutar de la felicidad de los bienaventurados, me parece que ha sido en vano para Critón, que creo se figura que sólo he hablado para consolaros y consolarme. Os ruego, pues, que salgáis garantes por mí cerca de Critón, pero de una manera muy contraria a como él quiso serlo para mí ante los jueces, porque respondió por mí que me quedaría; vosotros diréis por mí, os lo ruego, que apenas haya muerto me iré, a fin de que el pobre Critón soporte más dulcemente mi muerte y que al ver quemar o enterrar mi cuerpo no se desespere como si yo sufriera grandes dolores y no diga en mis funerales que expone a Sócrates, que se lleva a Sócrates y que entierra a Sócrates, porque es preciso que sepas, mi querido Critón, que hablar impropiamente no es sólo cometer una falta en lo que se dice, sino hacer daño a las almas. Hay que tener más valor y decir que sólo es mi cuerpo lo que entierras y entiérralo como te plazca y de la manera que juzgues más conforme con las leyes.
—En todo caso —repuso Sócrates— la divinidad, la idea misma de la vida y todo lo demás que pueda ser inmortal, según creo, estarán todos de acuerdo en que no perecen nunca.
 
Sin añadir una palabra más se levantó y pasó a una habitación inmediata para bañarse. Critón le siguió y Sócrates nos rogó le esperáramos; así lo hicimos hablando de lo que nos había dicho, examinándolo todavía y comentando lo desgraciados que íbamos a sentirnos, considerándonos como niños privados de su padre y condenados a pasar el resto de nuestra vida en la orfandad.
—Todos, sin duda, ¡por Zeus!, hombres y dioses —dijo Cebes—, éstos con mayor razón aún, si no me equivoco.
 
Cuando salió del baño le llevaron sus hijos, porque tenía tres, dos muy niños y uno bastante grande, y al mismo tiempo entraron las mujeres de la familia. Las habló algún tiempo en presencia de Critón y dioles órdenes; después hizo que se retiraran las mujeres y los niños, y volvió a reunirse con nosotros. El Sol se acercaba ya a su ocaso, porque Sócrates había estado bastante tiempo en el baño. Al entrar se sentó sobre el borde de la cama sin tener tiempo de decirnos casi nada porque el servidor de los Once entró a la vez y acercándose a él le dijo: Sócrates, no tendré que hacerte el mismo reproche que a los otros, porque en cuanto les advierto de la orden de los magistrados que es preciso beban el veneno, me increpan y me maldicen. Pero tú no eres como ellos; desde que entraste en la prisión te he encontrado el más firme, el más bondadoso y el mejor de cuantos aquí han estado presos, y estoy seguro de que de este momento no me guardas ningún rencor; únicamente lo sentirás contra los que son causa de tu desgracia, y los conoces muy bien. Ya sabes, Sócrates, lo que he venido a anunciarte; adiós y procura soportar con ánimo viril lo que es inevitable. Volviose derramando lágrimas y se retiró. Sócrates le siguió con la mirada y le dijo: También yo te digo adiós y haré lo que me dices. Ved, dijo al mismo tiempo, qué honorabilidad la de este hombre y qué bondad: todo el tiempo que he pasado aquí ha estado visitándome constantemente; es el mejor de los hombres, y ahora llora por mí. Pero vamos, Critón, obedezcámosle con agrado. Que me traigan el veneno si está preparado, y si no que lo prepare él mismo.
—Pues bien, desde el momento en que lo inmortal es incorruptible, si el alma es inmortal, ¿no sería también indestructible?
 
Pero se me figura, Sócrates, que el Sol está todavía sobre los montes y aún no se ha puesto: sé que muchos no apuraron el veneno hasta mucho tiempo después de recibir la orden; que comieron y bebieron cuanto les plugo, y que algunos hasta disfrutaron de sus amores; por esto no tengas prisa. Todavía tienes tiempo.
—De toda necesidad.
 
Los que hacen lo que dices, Critón, dijo Sócrates, tienen sus razones; creen que es tiempo ganado, y yo tengo las mías para no hacerlo. Porque lo único que creo que ganaría retardando el beber la cicuta sería poseerme el ridículo ante mí mismo al verme tan enamorado de la vida que quisiera economizarla cuando ya no tengo más33. Así, pues, caro Critón, haz lo que te digo y no me atormentes más.
—Luego cuando se acerca la muerte al hombre, su parte mortal, como es natural, perece, pero la inmortal se retira sin corromperse, cediendo el puesto a aquélla.
 
Critón hizo una seña al esclavo que tenía cerca y que salió, volviendo un rato después con el que debía dar el veneno que llevaba preparado en una copa. Al verle entrar le dijo Sócrates: Muy bien, amigo mío, pero ¿qué es lo que tengo que hacer? ¡Instrúyeme!
—Es evidente.
 
Pasearte cuando hayas bebido, contestó aquel hombre, y acercarte a tu lecho en cuanto notes que se te ponen pesadas las piernas. Y al mismo tiempo le tendió la copa, que Sócrates cogió, Echecrates, con la mayor calma, sin mostrar emoción, y sin cambiar de color ni de fisonomía, sino mirando al hombre tan firme y seguro de sí mismo como siempre: Dime, dijo, ¿se puede hacer un libamen con esta bebida?
—Entonces, con mayor motivo que nada, el alma es algo inmortal e indestructible, y nuestras almas tendrán una existencia real en el Hades.
 
Sócrates, respondió el hombre, no preparamos más que lo necesario para ser bebido.
—Yo, por mi parte, Sócrates —dijo Cebes—, no puedo objetar nada en contra de esto, ni encuentro motivo para desconfiar de tus palabras. Pero si Simmias, aquí presente, o algún otro tiene algo que decir, lo indicado es que no se calle; pues de no ser ésta, no sé porque otra ocasión lo aplazará, si quiere decir o escuchar algo sobre estas cuestiones.
 
Comprendo, dijo Sócrates, pero al menos estará permitido, porque es justo elevar sus plegarias a los dioses a fin de que bendigan y hagan próspero nuestro viaje; es lo que les pido: ¡que escuchen mi ruego! Y arrimando la copa a los labios la apuró con una mansedumbre y tranquilidad admirables.
—Pues bien —intervino Simmias, tampoco yo tengo motivo para desconfiar después de las razones expuestas. No obstante, por la magnitud del asunto sobre el que versa nuestra conversación, y la poca estima en que tengo a la debilidad humana, me veo obligado a sentir todavía en mis adentros desconfianza sobre lo dicho.
 
Hasta entonces habíamos tenido casi todos fuerza de voluntad para contener nuestras lágrimas, pero al verle beber, y después que hubo bebido, nos echamos a llorar como los otros. Yo, a pesar de mis esfuerzos, lloré tanto, que no tuve más remedio que cubrirme con mi manto para desahogarme llorando, porque no lloraba por la desventura de Sócrates, sino por mi desgracia al pensar en el amigo que iba a perder. Critón empezó a llorar antes que yo y salió fuera, y Apolodoros, que desde el principio no había hecho más que llorar, empezó a gritar, lamentarse y sollozar de tal manera, que nos partía a todos el corazón, menos a Sócrates. Pero ¿qué es esto, amigos míos?, nos dijo. ¿A qué vienen esos llantos? Para no oír llorar a las mujeres y tener que reñirlas las mandé retirar, porque he oído decir que al morir sólo se deben pronunciar las palabras amables. Callad, pues, y demostrad más firmeza. Estas palabras nos avergonzaron tanto, que contuvimos nuestros lloros. Sócrates, que continuaba paseándose, dijo al cabo de algún rato que notaba ya un gran peso en las piernas y se echó de espaldas en el lecho, como se le había ordenado. Al mismo tiempo se le acercó el hombre que le había dado el tóxico, y después de haberle examinado un momento los pies y las piernas, le apretó con fuerza el pie y le preguntó si lo sentía; Sócrates contestó que no. En seguida le oprimió las piernas, y subiendo más las manos nos hizo ver que el cuerpo se helaba y tornaba rígido. Y tocándolo nos dijo que cuando el frío llegara al corazón nos abandonaría Sócrates. Ya tenía el abdomen helado; entonces se descubrió Sócrates, que se había cubierto el rostro, y dijo a Critón: Debemos un gallo a Esculapio; no te olvides de pagar esta deuda34 . Fueron sus últimas palabras.
—No sólo es comprensible que la tengas, Simmias — dijo Sócrates —, sino que tienes razón en lo que dices, e incluso los supuestos primeros, por más que os parezcan dignos de crédito, han de someterse a un examen más preciso. Y si los analizáis suficientemente, seguiréis, según creo, el argumento en el grado mayor que le es posible a un hombre seguirlo. Y si esto queda claro, no llevaréis en punto alguno la investigación más adelante.
 
Lo haré, respondió Critón; pero piensa si no tienes nada más que decirme.
—Es verdad lo que dices —repuso Simmias.
 
Nada, contestó; un momento después se estremeció ligeramente. El hombre entonces le descubrió del todo; Sócrates tenía la mirada fija, y Critón al verlo le cerró piadosamente los ojos y la boca.
—Pues bien, amigos —prosiguió Sócrates—, justo es pensar también en que, si el alma es inmortal, requiere cuidado no en atención a ese tiempo en que transcurre lo que llamamos vida, sino en atención a todo el tiempo. Y ahora sí que el peligro tiene las trazas de ser terrible, si alguien se descuidara de ella. Pues si la muerte fuera la liberación de todo, sería una gran suerte para los males cuando mueren el liberarse a la vez del cuerpo y de su propia maldad juntamente con el alma. Pero desde el momento en que se muestra inmortal, no le queda otra salvación y escape de males que el hacerse lo mejor y más sensata posible. Pues vase el alma al Hades sin llevar consigo otro equipaje que su educación y crianza, cosas que, según se dice, son las que más ayudan o dañan al finado desde el comienzo mismo de su viaje hacia allá. Y he aquí lo que se cuenta: a cada cual, una vez muerto, le intenta llevar su propio genio, el mismo que le había tocado en vida, a cierto lugar, donde los que allí han sido reunidos han de someterse a juicio, para emprender después la marcha al Hades en compañía del guía a quien está encomendado el conducir allá a los que llegan de aquí. Y tras de haber obtenido allí lo que debían obtener y cuando han permanecido en el Hades el tiempo debido, de nuevo otro guía les conduce aquí, una vez transcurridos muchos y largos periodos de tiempo. Y no es ciertamente el camino, como dice el Télefo de Esquilo. Afirma éste que es simple el camino que conduce al Hades, pero el tal camino no se me muestra a mí ni simple, ni único, que en tal caso no habría necesidad de guías, pues no lo erraría nadie en ninguna dirección, por no haber más que uno. Antes bien, parece que tiene bifurcaciones y encrucijadas en gran número. Y lo digo tomando como indicios los sacrificios y los cultos de aquí. Así, pues, el alma comedida y sensata le sigue y no desconoce su presente situación, mientras que la que tiene un vehemente apego hacia el cuerpo, como dije anteriormente, y por mucho tiempo ha sentido impulsos hacia éste y el lugar visible, tras mucho resistirse y sufrir, a duras penas y a la fuerza se deja conducir por el genio a quien se le ha encomendado esto. Y una vez que llega adonde están las demás, el alma impura y que ha cometido un crimen tal como un homicidio injusto, u otros delitos de este tipo, que son hermanos de éstos y obra de almas hermanas, a ésa la rehuye todo el mundo y se aparta de ella, y nadie quiere ser ni su compañero de camino ni su guía, sino que anda errante, sumida en la mayor indigencia hasta que pasa cierto tiempo, transcurrido el cual es llevada por la necesidad a la residencia que le corresponde. Y, al contrario, el alma que ha pasado su vida pura y comedidamente alcanza como compañeros de viaje y guías a los dioses, y habita en el lugar que merece. Y tiene la tierra muchos lugares maravillosos, y no es, ni en su forma ni en su tamaño, tal y como piensan los que están acostumbrados a hablar sobre ella, según me ha convencido alguien.
 
Ya sabes, Echecrates, cuál fue el fin del hombre de quien podemos decir que ha sido el mejor de los mortales que hemos conocido en nuestro tiempo, y además el más sabio y el más justo de los hombres.
—¿Qué quieres decir con esto, Sócrates? —le preguntó entonces Simmias—. Sobre la tierra, es cierto, también he oído yo contar muchas cosas, pero, con todo, no he oído decir eso que a ti te convence. Así que te lo escucharía con gusto.
 
—Ciertamente, Simmias, no me parece que sea preciso el arte de Glauco para exponerte lo que es. Sin embargo, al demostrar que es verdad, según mi modo de ver, es demasiado difícil, incluso para el arte de Glauco; y a la vez quizá no fuera yo capaz de hacerlo, y aunque lo supiera hacer, mi vida, Simmias, me parece que no sería suficiente para la extensión del relato. Con todo, nada me impide decir cómo, según mi convicción, es la forma de la tierra y cómo son sus lugares.
 
—Pues eso basta —replicó Simmias.
 
—Pues bien, estoy convencido —comenzó Sócrates—, en primer lugar, de que, si la tierra está en el centro del cielo y es redonda, no necesita para nada el aire ni ninguna otra necesidad de este tipo para no caer, sino que se basta para sostenerla la propia homogeneidad del cielo consigo mismo en todas sus partes y la igualdad de peso de la propia tierra. Pues un objeto que tiene en todas sus partes igualdad de peso, colocado en medio de algo homogéneo, no podrá inclinarse más o menos en una u otra dirección, sino que quedará inmóvil en la misma posición. He aquí lo primero — dijo — de lo que estoy convencido.
 
—Y con razón —replicó Simmias.
 
—Pero además lo estoy —continuó— de que es algo sumamente grande, y de que nosotros, los que vivimos desde Fáside a las Columnas de Heracles, habitamos en una minúscula porción, agrupados en torno al mar como hormigas o ranas alrededor de una charca; y, asimismo, de que hay otros muchos hombres en otros sitios que viven en lugares semejantes. Pues hay alrededor de la tierra por todas partes muchas cavidades de muy diferente forma y tamaño, en las que han confluido el agua, la niebla y el aire. En cuanto a la tierra, está situada pura en el cielo puro, en el que se encuentran los astros y al que llaman éter la mayoría de los que suelen hablar de estas cuestiones. De él precisamente son sedimento aquellos elementos que confluyen siempre en las cavidades de la tierra. Y en dichas cavidades vivimos nosotros sin advertirlo, creyendo que habitamos arriba, en la superficie de la tierra, de la misma manera que uno que habitara en el fondo del piélago creería morar en su superficie y pensaría, al ver el sol y los demás astros a través del agua, que el mar era el cielo, sin que jamás por culpa de su torpeza y debilidad hubiera llegado a flor del mar, ni visto, sacando la cabeza fuera del agua y dirigiéndola en dirección a este lugar de aquí, cuánto más puro y más bello es que aquel en que ellos viven, ni tampoco se lo hubiera oído contar a otro que lo hubiera visto. Y esto es precisamente lo mismo que nos ocurre a nosotros: a pesar de que vivimos en una concavidad de la tierra, creemos que habitamos sobre ella y llamamos al aire cielo, como si verdaderamente lo fuera y a través de él se movieran los astros. Y en esto también el caso es el mismo: por debilidad y torpeza somos incapaces de atravesar el aire hasta su extremo; pues, si alguien llegara a su cumbre, o saliéndole alas se remontara volando, y divisara las cosas de allí, levantando la cabeza tal y como la levantan los peces desde el mar para ver las cosas de aquí, en el supuesto de que fuera capaz su naturaleza para resistir esta contemplación, reconocería que aquello es el verdadero cielo, la verdadera luz y la verdadera tierra. Pues esta tierra, estas piedras y todo el lugar de aquí está echado a perder y corroído, como lo están por el agua salada las cosas del mar, en la que no se produce nada digno de mención ni, por decirlo así, perfecto, sino tan sólo hendiduras, arena, fango en cantidades inmensas y cenagales, incluso donde hay tierra; nada, por consiguiente, que pueda considerarse valioso en lo más mínimo en comparación con las bellezas que hay entre nosotros. Pero mucho mayor aún se mostraría la ventaja que sacan a su vez aquellas cosas a las que hay entre nosotros. Y si está bien contar un mito ahora, vale la pena escuchar, oh Simmias, cómo son las cosas que hay sobre la tierra inmediatamente debajo del cielo.
 
—Pues, a decir verdad, Sócrates dijo Simmias —, por nuestra parte escucharíamos con gusto ese mito.
 
—Pues bien, amigo —empezó Sócrates—, se dice, en primer lugar, que la tierra se presenta a la vista, si alguien la contempla desde arriba, como las pelotas de doce pieles, abigarrada, con franjas de diferentes colores, siendo los que hay aquí y emplean los pintores algo así como muestras de aquellos. Allí, en cambio, la tierra entera está formada tales colores y de otros, aún mucho más resplandecientes y puros que éstos: una parte es de púrpura y de maravillosa belleza, otra de color de oro, la otra completamente blanca, más blanca que el yeso o la nieve; y de igual manera está compuesta de los restantes colores y de otros aún mayores en número y más bellos que cuantos hemos visto nosotros, pues incluso sus propias cavidades, que están llenas de agua y de aire, proporcionan un tono especial de color que brilla en medio del abigarramiento de los demás, de tal suerte que ofrece un aspecto unitario continuamente abigarrado. Y siendo ella así, lo que en ella nace está en proporción, árboles, flores y frutos. E igualmente sus montañas y sus piedras son en la misma proporción más bellas en tersura, diafanidad y color. De ellas precisamente son fragmentos esas piedrecillas de aquí tan apreciadas: las coralinas, los jaspes, las esmeraldas y demás piedras preciosas. Allí por el contrario, no hay nada que no sea igual, o aún más bello que éstas. Y la causa es que aquellas piedras son puras y no están corroídas ni estropeadas como las de aquí por la podredumbre y la salobridad debidas a los elementos que aquí confluyen y que tanto a las piedras como a la tierra y, asimismo, a animales y plantas producen deformidades y enfermedades. Mas la verdadera tierra está adornada con todos estos primores, a los que hay que añadir el oro, la plata y demás cosas de este tipo. Son éstas brillantes por naturaleza, pero como son muchas en número Y grandes, y se encuentran por todas las partes de la tierra, resulta que el verla es un espectáculo propio de bienaventurados espectadores. Y hay en ella muchos seres vivos, entre los cuáles hay también hombres que habitan, unos en el interior, otros alrededor del aire, de la misma manera que nosotros vivimos alrededor del mar, otros en islas que circunda el aire y que están cerca del continente. En una palabra: lo que para nosotros es el agua y el mar con respecto a nuestras necesidades, allí lo es el aire; y lo que para nosotros es el aire, para aquéllos es el éter. Y tienen las estaciones del año una temperatura tal, que aquéllos están exentos de enfermedades y viven mucho más tiempo que los de aquí. Y en lo tocante a la vista, el oído, la inteligencia y todas las facultades de este tipo, media entre ellos y nosotros la misma distancia que hay entre el aire y el agua, o el éter y el aire en lo que respecta a pureza. Tienen también recintos sagrados de los dioses y templos, en los que los dioses habitan realmente, y entre ellos y éstos se producen mensajes, profecías, apariciones divinas y tratos semejantes. Ven, además, el sol, la luna y las estrellas tal como son en realidad, y el resto de su bienaventuranza sigue en todo a esto. Tal es la constitución de la tierra en su totalidad y la de lo que rodea a la tierra. Pero hay en ella, en toda su periferia, conforme a sus cavidades muchos lugares: unos son más profundos y más abiertos que aquel en que vivimos; otros son más profundos, pero tienen la abertura más pequeña que la de nuestro lugar, y los hay también que son menores en profundidad que el de aquí y más anchos. Todos estos lugares están en muchas partes comunicados entre sí bajo tierra mediante orificios, unos más anchos y otros más estrechos, y tienen, asimismo, desagües, por los que corre de unos a otros, como si se vertiera en cráteras, mucha agua. La magnitud de estos ríos eternos que hay bajo tierra es inmensa y sus aguas son calientes y frías. Hay también fuego en abundancia y grandes ríos de fuego, como asimismo los hay en grandes cantidades de fango líquido más claro o más cenagoso, como esos ríos de cieno que corren en Sicilia antes de la lava, y también el propio torrente de lava. De éstos, precisamente, se llenan todos los lugares, según les llega en cada ocasión, a cada uno la corriente circular. Y todos estos ríos se mueven hacia arriba y hacia abajo, como si hubiera en el interior de la tierra una especie de movimiento de vaivén. Y dicho movimiento de vaivén se debe a las siguientes condiciones naturales. Una de las simas de la tierra, aparte de ser la más grande, atraviesa de extremo a extremo toda la tierra. Es ésa de que habla Homero, cuando dice:
 
Muy lejos, allí donde bajo tierra está el abismo más profundo
 
y que en otros pasajes él y otros muchos poetas han denominado Tártaro. En esta sima confluyen todos los ríos y de nuevo arrancan de ella. Cada uno de ellos, por otra parte, se hace tal y como es la tierra que recorre. Y la causa de que todas las corrientes tengan su punto de partida y de llegada ahí es la de que ese líquido no tiene ni fondo ni lecho. Por eso oscila y, se mueve hacia arriba y hacia abajo. Y lo mismo hacen el aire y el viento que lo rodea. Pues le sigue siempre, tanto cuando se lanza hacia la parte de allá de la tierra como cuando se lanza hacia la parte de acá; y, de la misma manera que el aire de los que respiran forma siempre una corriente espiratoria o inspiratoria, allí también, oscilando al mismo tiempo que el liquido, da lugar a terribles e inmensos vendavales, tanto al entrar como al salir. Así, pues, cuando se retira el agua hacia el lugar que llamamos inferior, las corrientes afluyen hacia las regiones de allá a través de la tierra, y las llenan de una forma similar a como hacen los que riegan. En cambio, cuando se retiran de allí y se lanzan hacia acá, llenan a su vez las regiones de aquí, y en las partes que han quedado llenas discurren a través de canales y de la tierra, y cada una de ellas llega a los lugares hacia los que tiene hecho camino formando mares, lagunas, ríos y fuentes. De aquí, sumergiéndose de nuevo en la tierra, tras dar las unas mayores y más numerosos rodeos, y las otras menos numerosos y más cortos, desembocan de nuevo en el Tártaro, algunas mucho más abajo de donde se había efectuado el riego, otras un poco solamente. Pero todas tienen su punto de llegada más abajo que el de partida, algunas completamente enfrente del lugar de donde habían salido, otras hacia la misma parte. Algunas hay también que dan una vuelta completa, enroscándose una o varias veces alrededor de la tierra como las serpientes, y que, tras descender todo lo que pueden, desembocan de nuevo. Y en uno y otro sentido es posible descender hasta el centro, más allá no, pues una y otra parte quedan cuesta arriba para ambas corrientes. Las restantes corrientes son muchas, grandes y de todas clases, pero en esta gran multitud se distinguen cuatro. De ellas es la mayor el llamado Océano, cuyo curso circular es el más externo. Enfrente de éste corre en sentido contrario el Aqueronte, que, además de recorrer lugares desérticos y pasar bajo tierra, llega a la laguna Aquerusíade, adonde van a parar la mayoría de los muertos y, tras pasar allí el tiempo marcado por el destino, unas más corto y otras más largo, son enviadas de nuevo a las generaciones de los seres vivos. Un tercer río brota entre medias de éstos, y cerca de su nacimiento va a parar a un gran lugar consumido por ingente fuego, formando un lago, mayor que nuestro mar, de agua y cieno hirviente. De allí, turbio y cenagoso, avanza en círculo y, después de rodear en espiral la tierra, llega entre otras partes a los confines de la laguna Aquerusíade sin mezclarse con el agua de ésta; desemboca en la parte más baja del Tártaro, habiendo dado muchas vueltas bajo tierra. Este es el que llaman Piriflegetonte, cuyas corrientes de lava despiden fragmentos incluso en la superficie de la tierra allí donde encuentran salida. Y, a su vez. enfrente de éste hay un cuarto río que aboca primero a un lugar terrible y agreste, según se cuenta, que tiene en su totalidad un color como el del lapislázuli. A este lugar le llaman Estigio, y a la laguna que forma el río, al desaguar en él, Estigia. Tras haberse precipitado aquí, y después de haber adquirido en su agua terribles poderes, se hunde en la tierra, avanza dando giros en dirección opuesta al Piriflegetonte y se encuentra con él de frente en la laguna Aquerusíade. Y tampoco el agua de este río se mezcla con ninguna, sino que, después de haber hecho un recorrido circular, desemboca en el Tártaro por el lado opuesto al del Piriflegetonte. Su nombre es, según dicen los poetas, Cócito. Siendo tal como se ha dicho la naturaleza de estos parajes, una vez que los finados llegan al lugar a que conduce a cada uno su genio, son antes que nada sometidos a juicio, tanto los que vivieron bien santamente como los que no. Los que se estima que han vivido en el término medio, se encaminan al Aqueronte, suben a las barcas que hay para ellos y, a bordo de éstas, arriban a la laguna, donde moran purificándose; y mediante la expiación de sus delitos, si alguno ha delinquido en algo, son absueltos, recibiendo asimismo cada uno la recompensa de sus buenas acciones conforme a su mérito. Los que, por el contrario, se estima que no tienen remedio por causa de la gravedad de sus yerros, bien porque hayan cometido muchos y grandes robos sacrílegos, u homicidios injustos e ilegales en gran número, o cuantos demás delitos hay del mismo género, a ésos el destino que les corresponde les arroja al Tártaro, de donde no salen jamás. En cambio, quienes se estima que han cometido delitos que tienen remedio, pero graves, como, por ejemplo, aquellos que han ejercido violencia contra su padre o su madre en un momento de cólera, pero viven el resto de su vida con el arrepentimiento de su acción, o bien se han convertido en homicidas en forma similar, éstos habrán de ser precipitados en el Tártaro por necesidad; pero, una vez que lo han sido y han pasado allí un año, los arroja afuera el oleaje: a los homicidas frente al Cócito, y a los que maltrataron a su padre o a su madre frente al Piriflegetonte. Y una vez que, llevados por la corriente, llegan a la altura de la laguna Aquerusíade, llaman entonces a gritos, los unos a los que mataron, los otros a quienes ofendieron, y después de llamarlos les suplican y les piden que les permitan salir a la laguna y les acojan. Si logran convencerlos, salen y cesan sus males; si no, son llevados de nuevo al Tártaro y de aquí otra vez a los ríos, y no cesan de padecer este tormento hasta que consiguen persuadir a quienes agraviaron. Tal es, en efecto, el castigo que les fue impuesto por los jueces. Por último, los que se estima que se han distinguido por su piadoso vivir son los que, liberados de estos lugares del interior de la tierra y escapando de ellos como de una prisión, llegan arriba a la pura morada y se establecen sobre la tierra. Y entre éstos, los que se han purificado de un modo suficiente por la filosofía viven completamente sin cuerpos para toda la eternidad, y llegan a moradas aún más bellas que éstas, que no es fácil describir, ni el tiempo basta para ello en el actual momento. Pues bien, oh Simmias, por todas estas cosas que hemos expuesto, es menester poner de nuestra parte todo para tener participación durante la vida en la virtud y en la sabiduría, pues es hermoso el galardón y la esperanza grande. Ahora bien, el sostener con empeño que esto es tal como yo lo he expuesto, no es lo que conviene a un hombre sensato. Sin embargo, que tal es o algo semejante lo que ocurre con nuestras almas y sus moradas, puesto que el alma se ha mostrado como algo inmortal, eso sí estimo que conviene creerlo, y que vale la pena correr el riesgo de creer que es así. Pues el riesgo es hermoso, y con tales creencias es preciso, por decirlo así, encantarse a sí mismo; razón ésta por la cual me estoy extendiendo yo en el mito desde hace rato. Así que, por todos estos motivos, debe mostrarse animoso con respecto de su propia alma todo hombre que durante su vida haya enviado a paseo los placeres y ornatos del cuerpo, en la idea de que eran para él algo ajeno, y en la convicción de que producen más mal que bien; todo hombre que se haya afanado, en cambio, en los placeres que versan sobre el aprender y adornada su alma, no con galas ajenas, sino con las que le son propias: la moderación, la justicia, la valentía, la libertad, la verdad; y en tal disposición espera ponerse en camino del Hades con el convencimiento de que lo emprenderá cuando le llame el destino. Vosotros, Oh Simmias, Cebes y demás amigos, os marcharéis después cada uno en un momento dado. A mí me llama ya ahora el destino, diría un héroe de tragedia, y casi es la hora del encaminarme al baño, pues me parece mejor beber el veneno una vez lavado y no causar a las mujeres la molestia de lavar un cadáver.
 
Al acabar de decir esto, le preguntó Critón:
 
—Está bien, Sócrates. Pero ¿qué es lo que nos encargas hacer a éstos o a mí, bien con respecto a tus hijos o con respecto a cualquier otra cosa, que pudiera ser más de tu agrado si lo hiciéramos?
 
—Lo que siempre estoy diciendo, Critón —respondió— nada nuevo. Si os cuidáis de vosotros mismos, cualquier cosa que hagáis no sólo será de mi agrado, sino también del agrado de los míos y del propio vuestro, aunque ahora no lo reconozcáis. En cambio, si os descuidáis de vosotros mismos y no queréis vivir siguiendo, por decirlo así, las huellas de lo que ahora y en el pasado se ha dicho, por más que ahora hagáis muchas vehementes promesas, no conseguiréis nada.
 
—Descuida —replicó— que pondremos nuestro empeño en hacerlo así. Pero ¿de qué manera debemos sepultarte?
 
—Como queráis —respondió—, si es que me cogéis y no me escapo de vosotros. Y, a la vez que sonreía serenamente, nos dijo, dirigiendo su mirada hacia nosotros: no logro, amigos, convencer a Critón de que yo soy ese Sócrates que conversa ahora con vosotros y que ordena cada cosa qué se dice, sino que cree que soy aquel que verá cadáver dentro de un rato, y me pregunta por eso cómo debe hacer mi sepelio. Y el que yo desde hace rato esté dando muchas razones para probar que, en cuanto beba el veneno, ya no permaneceré con vosotros, sino que me iré hacia una felicidad propia de bienaventurados, parécele vano empeño y que lo hago para consolaros a vosotros al tiempo que a mí mismo. Así que — agregó — salidme fiadores ante Critón, pero de la fianza contraria a la que éste presentó ante los jueces. Pues éste garantizó que yo permanecería. Vosotros garantizad que no permaneceré una vez que muera, sino que me marcharé para que así Critón lo soporte mejor, y al ver quemar o enterrar mi cuerpo no se irrite como si yo estuviera padeciendo cosas terribles, ni diga durante el funeral que expone, lleva a enterrar o está enterrando a Sócrates. Pues ten bien sabido, oh excelente Critón —añadió— que el no hablar con propiedad no sólo es una falta en eso mismo, sino también produce mal en las almas. Ea, pues, es preciso que estés animoso, y que digas que es mi cuerpo lo que sepultas, y que lo sepultas como a ti te guste y pienses que está más de acuerdo con las costumbres.
 
Al terminar de decir esto, se levantó y se fue a una habitación para lavarse. Critón le siguió, pero a nosotros nos mandó que le esperáramos allí. Esperamos, pues, charlando entre nosotros sobre lo dicho y volviéndolo a considerar, a ratos, también comentando cuán grande era la desgracia que nos había acontecido, pues pensábamos que íbamos a pasar el resto de la vida huérfanos, como si hubiéramos sido privados de nuestro padre. Y una vez que se hubo lavado y trajeron a su lado a sus hijos —pues tenía dos pequeños y uno ya crecido— y llegaron también las mujeres de su familia, conversó con ellos en presencia de Critón y, después de hacerles las recomendaciones que quiso, ordenó retirarse a las mujeres y a los niños, y vino a reunirse con nosotros. El sol estaba ya cerca de su ocaso, pues había pasado mucho tiempo dentro. Llegó recién lavado, se sentó, y después de esto no se habló mucho. Vino el servidor de los Once y, deteniéndose a su lado, le dijo:
 
—Oh Sócrates, no te censuraré a ti lo que censuro a los demás, el que se irritan contra mí y me maldicen cuando les transmito la orden de beber el veneno que me dan los magistrados. Pero tú, lo he reconocido en otras ocasiones durante todo este tiempo, eres el hombre más noble, de mayor mansedumbre y mejor de los que han llegado aquí, y ahora también bien sé que no estás enojado conmigo, sino con los que sabes que son los culpables. Así que ahora, puesto que conoces el mensaje que te traigo, salud, e intenta soportar con la mayor resignación lo necesario. Y rompiendo a llorar, dióse la vuelta y se retiró.
 
Sócrates, entonces, levantando su mirada hacia él, le dijo:
 
—También tú recibe mi saludo, que nosotros así lo haremos.—Y, dirigiéndose después a nosotros, agregó—: ¡Qué hombre tan amable! Durante todo el tiempo que he pasado aquí vino a verme, charló de vez en cuando conmigo y fue el mejor de los hombres. Y ahora ¡qué noblemente me llora! Así que, hagámosle caso, Critón, y que traiga alguno el veneno, si es que está triturado. Y si no que lo triture nuestro hombre.
 
—Pero, Sócrates —le dijo Critón:— el sol, según creo, está todavía sobre las montañas y aún no se ha puesto. Y me consta, además, que ha habido otros que lo han tomado mucho después de haberles sido comunicada la orden, y tras haber comido y bebido a placer, y algunos, incluso, tras haber tenido contacto con aquellos que deseaban. Ea pues, no te apresures, que todavía hay tiempo.
 
—Es natural que obren así, Critón —repuso Sócrates—, ésos que tú dices, pues creen sacar provecho al hacer eso. Pero también es natural que yo no lo haga, porque no creo que saque otro provecho, al beberlo un poco después, que el de incurrir en ridículo conmigo mismo, mostrándome ansioso y avaro de la vida cuando ya no me queda ni una brizna. Anda, obedéceme — terminó — y haz como te digo.
 
Al oírle, Critón hizo una señal con la cabeza a un esclavo que estaba a su lado. Salió éste, y después de un largo rato regresó con el que debía darle el veneno, que traía triturado en una copa. Al verle, Sócrates le preguntó:
 
—Y bien, buen hombre, tú que entiendes de estas cosas, ¿qué debo hacer?
 
—Nada más que beberlo y pasearte — le respondió — hasta que se te pongan las piernas pesadas, y luego tumbarte. Así hará su efecto.
 
Y, a la vez que dijo esto, tendió la copa a Sócrates.
 
Tomóla éste con gran tranquilidad, Equécrates, sin el más leve temblor y sin alterarse en lo más mínimo ni en su color ni en su semblante, miró al individuo de reojo como un toro, según tenía por costumbre, y le dijo:
 
—¿Qué dices de esta bebida con respecto a hacer una libación a alguna divinidad? ¿Se puede o no?
 
—Tan sólo trituramos, Sócrates —le respondió— la cantidad que juzgamos precisa para beber.
 
—Me doy cuenta —contestó—. Pero al menos es posible, y también se debe, suplicar a los dioses que resulte feliz mi emigración de aquí a allá. Esto es lo que suplico: ¡que así sea!
 
Y después de decir estas palabras, lo bebió conteniendo la respiración, sin repugnancia y sin dificultad.
 
Hasta este momento la mayor parte de nosotros fue lo suficientemente capaz de contener el llanto; pero cuando le vimos beber y cómo lo había bebido, ya no pudimos contenernos. A mí también, y contra mi voluntad, caíanme las lágrimas a raudales, de tal manera que, cubriéndome el rostro, lloré por mí mismo, pues ciertamente no era por aquél por quien lloraba, sino por mi propia desventura, al haber sido privado de tal amigo. Critón, como aún antes que yo no había sido capaz de contener las lágrimas, se había levantado. Y Apolodoro, que ya con anterioridad no había cesado un momento de llorar, rompió a gemir entonces, entre lágrimas y demostraciones de indignación, de tal forma que no hubo nadie de los presentes, con excepción del propio Sócrates, a quien no conmoviera.
 
Pero entonces nos dijo:
 
—¿Qué es lo que hacéis, hombres extraños? Si mandé afuera a las mujeres fue por esto especialmente, para que no importunasen de ese modo, pues tengo oído que se debe morir entre palabras de buen augurio. Ea, pues, estad tranquilos y mostraos fuertes.
 
Y, al oírle nosotros, sentimos vergüenza y contuvimos el llanto. El, por su parte, después de haberse paseado, cuando dijo que se le ponían pesadas las piernas, se acostó boca arriba, pues así se lo había aconsejado el hombre. Al mismo tiempo, el que le había dado el veneno le cogió los pies y las piernas y se los observaba a intervalos. Luego, le apretó fuertemente el pie y le preguntó si lo sentía. Sócrates dijo que no. A continuación hizo lo mismo con las piernas, y yendo subiendo de este modo, nos mostró que se iba enfriando y quedándose rígido. Y siguióle tocando y nos dijo que cuando le llegara al corazón se moriría.
 
Tenia ya casi fría la región del vientre cuando, descubriendo su rostro —pues se lo había cubierto—, dijo éstas, que fueron sus últimas palabras:
 
—Oh Critón, debemos un gallo a Asclepio. Pagad la deuda, y no la paséis por alto.
 
—Descuida, que así se hará —le respondió Critón—. Mira si tienes que decir algo más.
 
A esta pregunta de Critón ya no contestó, sino que, al cabo de un rato, tuvo un estremecimiento, y el hombre le descubrió: tenía la mirada inmóvil. Al verlo, Critón le cerró la boca y los ojos.
 
Así fue, oh Equécrates, el fin de nuestro amigo, de un varón que, como podríamos afirmar, fue el mejor a más de ser el más sensato y justo de los hombres de su tiempo que tratamos.
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