Diferencia entre revisiones de «Categoría:Obras de Antonio Domínguez Hidalgo»

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ANTONIO DOMÍNGUEZ HIDALGO
OTRS2010081910010518
 
 
CUENTOS PROMISCUOS
 
Primera edición: 1964
 
A...
 
 
Primera edición: 1964
 
 
 
 
 
 
 
Como no me importan los vivos muertos, mejor dedico estos cronicuentos a muertos que aún siguen vivos.
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Gracias
Arqueles Vela, por el cuenteo estridentista de tus días y de tus noches
.
Y A TI,
porque no sólo lees, sino actúas.
 
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Arqueles Vela, por el cuenteo estridentista de tus días y de tus noches.
 
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Y dio un mandamiento para que el soldado que las tuviese luego se las diesen, si las indias se querían volver de buena voluntad... y había muchas mujeres que no se querían ir con sus padres, ni madres, ni maridos, sino estarse con los soldados con quienes estaban, y otras se escondían y otras decían que no querían volver a idolatrar; y aún algunas de ellas estaban ya preñadas.
Bernal Díaz Del Castillo
Y A TI,
porque no sólo lees, sino actúas.
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matorrales y los árboles; un colorido de ropa nueva se extendía sobre la tierra, sobre el agua, en el viento...el propio sol se transformaba. La contaminación nuclear había desaparecido. Y los sótanos se abrían.
Pronto la ciudad tornó a ser la misma, pero los hombres siguieron extraviados, sordos, divididos, cegados. Aunque alguno, varios más, muchos ya cada día, comenzaron la búsqueda...
 
 
ANTONIO DOMÍNGUEZ HIDALGO
VOLANTERÍAS
Cronicuentos.
1965
 
UN LECTOR OPINA.
Volanterías, un libro de cuentos; volanterías, multitud de especies que vagan en la imaginación y que impiden fijar la atención en alguna; Volan¬terías, personajes carentes de crónicas que se deslizan en el anonimato, que se confunden, que se ocultan para esconder su aparente pequenez, pero que están allí y allá... tras las fachadas, por las calles, sobre las azoteas, en un rincón, en las plazas, en los mercados, en las construcciones, en la misérrima vivienda o, tal vez detrás, abajo o muy dentro de sí, donde nadie, ni ellos mismos se podrían encontrar.
Seres repetibles infinitamente a quienes no se ha dedicado un verso, una relato y, en ocasio-nes, las más, ni una palabra. Seres anónimos que se eternizan en un México de venas abiertas co-mo expresaba Eduardo Galeano. De un México victimado por economías transplantadas por ine-ficiencias burocráticas, ineptitudes o ambiciones sin medida y, actualmente, por economías neoli-berales empequeñecedoras , faltas de toda sen-sibilidad.
Los personajes de Volanterías que Domín-guez Hidalgo, ¿imaginador fantasioso?, la faceta que de él, tan versátil, se abre a la literatura, nos presenta en su peculiar estilo intermitente, son acaso quienes fueron arrojados a la vorágine de lo deshumanizado, a la peor pobreza, la de espíri-tu. Seres de "vida monótona, carentes de belleza. Triste existencia, estéril jardín. Árida montaña de dolores"... "los olvidados". Antihéroes de su pro-pia epopeya cotidiana.
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En Volanterías, los panfletos del humilde bueno y abnegado, son derribados por el mano-tazo de la realidad que huele a concreto, a gaso-lina, a deshumanización asfixiante y avasalladora. Desde el lumpen hasta los grandes capitalistas, todos resumen y resuman fugaces biologicidades que en el momento de su cronicuento parecen eternos, pero que después, como todos en la vi¬da, se convierten en simples papelillos que el viento los arrastra hacia su fin. Aquí no vale la eternidad.
Esta serie de cuentos escritos por un Do-mínguez Hidalgo casi adolescente (1965), con un estilo ágil y directo que hace que el lector vea, como en cinematografía, casi olvidando al narra-dor, quien sólo aparece en los irónicos finales, una serie de escenas contundentes que van desmintiendo al discurso oficial del México demo-crático de varias décadas.
En Volanterías la imaginación vuela y en un momento aterriza dolorosamente. Realidades la-cerantes que buscan su dignificación sin encon-trarla. Realidades que nos afectan porque están aquí y allí; nos miran sin que podamos mirarlas; nos acechan o las acechamos sin saberlo y acaso porque posiblemente cada uno de nosotros sea-mos parte de esas... Volanterías. Puros papelillos de colores que adornan las calles cuando de fin-gir se trata que somos un pueblo feliz.
Víctor Manuel Mendoza de la Cruz.
PREGÓN
ALLÍ...
POR LAS CALLES...
O LAS AZOTEAS... TRAS LOS ZAGUANES...
O EN ALGÚN RINCÓN...
ENTRE LOS JARDINES...
O EN LAS PLAZOLETAS...
SIN LUZ...
O A PLENO SOL-ESTÁN...
ALLÁ...
ENTRE LLUVIAS... O EN MEDIO DE SMOG...
BAJO UN PUENTE...
O EN CUALQUIER ANDÉN...
EN ESE BAR...
EN AQUEL CAFÉ...
EN UN BURDO CINE.. O EN GRANDE SALÓN...
ACASO EN UN TEATRO
O EN CUARTO DE HOTEL SE ARRUMBAN...
SOMBRAS SON...
FANTASMAS QUIZÁ...
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VOLANTERIAS
ESPECTROS...
SILUETAS...
DISEÑOS... TAL VEZ PROYECTOS...
QUE NO SE CUMPLIRÁN...
HISTORIETAS IRRETENIBLES... HISTORIALES 1NARCHIVADOS...
HISTORIAS SIN MEMORIALES... HISTORIAS...
HISTORIAS DE CADA DÍA... VIEJOS DISCURSOS
DE IGUAL SECUENCIA:
AMORES QUE SE PENETRAN...
CON OTROS QUE SE VACÍAN...
HISTORIAS DE AQUÍ... Y DE MI GENTE...
VIDAS DE SIEMPRE...
ARDIENTES Y CÁNDIDAS...
¡VOLANTERÍAS?
¡SÓLO VOLANTERÍAS SON?
PERSONAJES QUE AÚN NO TIENEN ...
Y ACASO NUNCA TENDRÁN...
...SIQUIERA... ...UNA CRÓNICA...
LA AVENTURA.
I
os jóvenes caminaban con paso firme. Iban confiados en la lozanía de sus cuerpos arro-Agantes y en la potencia liberada de su mente. Atravesaban por valles agitados y serenos a la vez. El viento, atrevido e inconfigurable, nada dejaba de acariciar o de herir. Parecía que todo era recién nacido y un aliento de fragancias des-pertara en los verdores de colinas y praderas. El paisaje lucía tan fresco que los entusiasmos no se fatigaban entre los obstáculos revestidos con mínimos atajos.
Los jóvenes avanzaban con ligereza hacia un impreciso lugar, apenas percibido en sus pul-saciones inexplicables.
Ninguno de ellos sabía en dónde lo podrían encontrar. Y al caminar, paso tras paso, panora-ma tras panorama, comenzaron a mirar lo que jamás habían visto.
Entonces sus castillos interiores se conmo-vieron hasta en los cimientos y sus faces de pri-mavera virgen se tornaron indecisas y en una trémula sensación de angustia, dudaron; por pri-mera vez, dudaron y principiaron a esperar lo pe-or de la confianza.
Alguno dijo de pronto:
—...y de repente uno se da cuenta... Mucho es mentira. Y nosotros que contemplábamos el mundo en transparencias sin manchas, en su cla¬ridad sin término, ahora lo vemos tal cual en rea¬lidad es...
Z
Otro continuó, interrumpiendo el silencio que había dejado su compañero:
—...adiós a nuestros palacios grandio¬sos...Se derrumban... ¿De qué sirvieron? Caen... caen hasta lo más insondable de las profundida¬des y nos desangran... No hay héroes ni mesías... todos buscan su vanagloria...
—¡...Aaaaaaaaay! Si yo pudiera cambiar la materia humana —una joven exclamó desespera¬da, frenética—, tal vez algo se lograría. Es tan terrible la caída. La mente se agita con desespe¬ración, como tratando de escapar hacia regiones ignotas, en las más hondas o en las más altas esferas invisibles. ¡Aaaaaaah! Si yo pudiera cambiar la materia humana... Si yo pudiera remo-delarla en libre antojo ... configurarla sin pasados ni presentes hipócritas... ¡Ah! Construir otra his¬toria sin tantas puertas falsas... —y lloró sin lá¬grimas.
Los jóvenes pensaban y hablaban gregaria-mente, como identificados por algo: Coros res-plandecientes, voces potenciales de frescuras abiertas al inicio inexorable de lo oculto...
—Más allá de lo físico, más allá de lo meta-físico, más allá del más allá... reposa lo que tanto deseamos, pero... ¿Cómo podremos alcanzarlo sin precipitarnos hasta donde la mayoría se ha hundido? ¿Cómo? ¡Cómo...! Todos han levantado sus museos de cera para alabar su propia estatua y encerrarse en su torre hereditaria, ¿Quién ha sido sincero en la esperanza? y el eco repetía sus angustias indefinibles.
Y entre la incertidumbre de saber que existe lo que no se sabe, continuaron su inexacta ruta. Cruzaron arroyos y ríos; bosques de espesura no
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descrita y llanos sin horizontes... La excursión no terminaba. Y aunque no hubieran querido conti¬nuarla, el camino los envolvía...
Cuando llegaron a la cúspide de una monta¬ña esbelta y desconocida observaron el abismo más extraño jamás contemplado; fascinante, exó¬tico, atrayente y a la vez aterrador, brutal, inco-mensurable.
—¿Cómo se mira el vacío...? —preguntó uno de varios.
—El vacío no se ve... se siente... —otro res-pondió.
—¡Oh! ¡Qué enorme vacío veo y siento! —murmuró.
—¡Oh! ¡Qué enorme vacío vemos y senti¬mos. —murmuraron.
—Nosotros aún no entendemos... ni nadie nos entiende... En nuestra escasa caminata he¬mos visto tanto que... nos espanta y nos rebela; nos revela y nos consume: nos deprime y nos agota. ¿Para qué vivir...? ¿Para qué...? ¿Para qué continuar por este valle desolado y fatuo que aparece ante nuestros ojos? ¿Para qué prorrogar la ruta que nunca ha conducido al paraíso de los mitos y que tantos han torcido y borroneado? ¿Para qué tanta vanidad, si nada es perenne al hombre? Ni su fuerza ni su debilidad y cuando cree abrir sus brazos, ya son sombra con que forma su cruz.
—¿Cuándo volverá lo que ha quedado tan lejano...? ¿O cuándo alcanzaremos lo que creí¬mos tan cercano? ¿Y cómo !legaremos'?,
—¡Cuándo! ¡Cómo! —gritaron con desespe¬ro, con ansia infinita, con pavor fecundo... Y sus voces se perdieron en la inmensidad como un
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ruego... y allá en las alturas se convirtieron en florida música, guitarras electrizadas, percusiones coloridas... reunión de humos. Y los jóvenes co-menzaron a cantar para distraerse y olvidar. Olvi-dar entre risueñas poses y vestuarios melancóli-cos su confusión, su íntimo torbellino, su pánico. Y al mezclarse entre lo común, sin miedo a la co-tidianidad, su vaguedad insaciable los enredaba en viciosos círculos, en triángulos escatológicos, en cuadrángulos petrificantes; como vagabundos hospedados en cualquier sitio, sin importarles nada, despojados de raíces, sin cavar cimientos; desprendidos infructos de generaciones sin más entusiasmo que un narcótico suicidio. Y aulla-ban...como coyotes hambrientos abandonados al aquelarre de las herencias.
Y bailaron y cantaron hasta el anochecer en lucubraciones maravillosas. La luna, la plateada y pobretona luna de menguante, adornaba el cos-mos mostrando con desgano su blanca desnudez. Ellos, súbitamente, se fa quedaron mirando hasta quedar como hipnotizados... lunáticos lobeznos transformándose en hombres y mujeres desterra¬dos de un imposible edén.
—¿Qué somos...? ¿Qué hacemos...? ¿A qué vinimos a este mundo...? ¿Y para qué...? ¿De qué sirve todo esto? ¿Qué es la bondad? ¿Y el amor...? ¿Y el sacrificio? ¿Y el deber? ¿Y la injusticia? ¿Y Dios...? -dijeron de pronto enarde-cidos, frenéticos, anhelantes... —Ya no existen paladines. ¿O en verdad acaso han existido? ¡Perjurios! ¡Puede ser que nunca los haya habido. Todos han sido apariencias de linternas acomo-daticias y convenencieras. ¡Mentiras con vestua-rios de certezas que nos encadenan y nos han
diseñado desde niños los cerebros convenientes! ¿Quién se ha preocupado por nuestra desolación, si ellos mismos se encuentran abismados? ¡Nadie ha sido héroe! No hay grandes hombres ni muje¬res en los telares de la historia, sólo costureras tarántulas para su gulas de poder y oro...¿Y los sabios? Siempre fueron silenciados.— Cuando callaron, cual agotados, varios principiaron a meditar en voz alta...
—¡Debemos vivir en castidad!
—¡No! Se debe vivir intensamente; cada segundo, cada minuto, cada hora, cada día. ¡Que la muerte nos encuentre muy vividos!
—¿Vivir intensamente? ¡Sí! Pero sólo en lo sublime...
—¡No! ¡En lo abyecto también...!
—Mejor es vivir según nos impulse la natura-leza. De acuerdo con ella....—terció otro con ecuanimidad.
—¡Eso! ¡Eso debe ser! ¡Libres de hipocre¬sías y convencionalismos irracionales, subjetivos y estupidizantes!
—Mas entonces viviríamos como animales... ¡Pura biología!
—Sólo al principio; luego nos iberaríamos de nuestra animalidad. Y ascenderíamos a la su¬ma humanidad; dominadora de los instintos, creadora de lo puramente humano, despojados de las ataduras que nos imponen las ecologías y las ideologías.
—¿Y si no podemos...?
—¡Debemos!
Alguien comenzó a delirar:
—¡Oh! ¡Cuan hermoso es ser joven! ¡Y cuan terrible! Sin saber qué hacer ni cómo seguir por la
 
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vida ni cuándo... ¡Oh! ¡Qué laberinto! —y todos gimieron desesperada y dolorosamente.
Cuando los primeros rayos de luz aparecie-ron dibujando la silueta de las cordilleras de mil cumbres... y de mil nombres... los jóvenes volvie-ron a sus idealizados sueños y continuaron con su excursión, a ciegas... Los guías habían desa-parecido hacía mucho tiempo. A ninguno de los ancianos mentales les importaba la juvenil aven-tura desquiciante para cultivarla en brotes de co-gollos nuevos. Sólo planificaban la adecuada re-producción...
Al final... unos llegaron como siempre; y otros, optaron por huir, por irse al incomprensible infinito...
 
 
 
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EL ECLIPSE.
 
Q
ué lástima me da ese hombre! Siempre parado silenciosamente en esa esquina suplicando una limosna o alguna ayuda... ¡Cómo duele! Con tanto progreso y ver esto aún. Todo el santo día se la pasa ahí. Y pocos lo so¬corren. Si no fuera por la pierna que le falta, tal vez yo pudiera conseguirle empleo en la oficina, aunque fuera de mozo, pero así...¿cómo?
Hoy es mi día de pago... cuando regrese le daré unos centavos. Además hay bastante comi¬da de ayer. Se la obsequiaré. Al fin que estoy sola en casa y hasta mañana regresarán del pueblo mis padres. Haré una acción buena.)
Y pensando esto, la joven abordó un ómni¬
bus.
La mañana era fría. £1 sol apenas lograba destacar detrás de las nubes que oprimían al cielo esmogoso y presagiaban las tormentas vespertinas del verano. Las calles iniciaban el diario ajetreo, eterno peregrinar del hombre a la búsqueda de un sustento artificioso y se aglome-raban las indiferencias en los intereses de cada quien.
—Una caridá par' este pobre miserable. Una caridá por el amor de Dios...
Y algunos al pasar junto al individuo hara¬
piento y sucio; demacrado y abundante de barba,
negra y espesa; de dientes escasos, amarillentos
y podridos; de labios carnosos y amoratados;
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delgado de cuerpo, mediana la estatura y lisiado de una pierna, extendían la mano, como compa-decidos, para darle unas monedas. El hombre susurraba agradecido entre una mueca de ale¬gría y desprecio, tal cual si se sintiera humillado ante su situación.
—¡Pinches codos! decía.
Y veía alejarse con una mirada de odio y rencor a quienes lo habían socorrido, como si experimentara una intensa amargura, una larga envidia por saber que ellos sí eran felices, que ellos sí podían tener todo lo que se vendía y que eran capaces de combatir abiertamente en esa lid perruna por comprar lo deseado, seguros y con-fiados de sí mismos...o por lo menos así parecían.
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Habían sonado en el enorme reloj de la iglesia cercana las seis de la tarde. La joven re-gresaba contenta y satisfecha de su trabajo. Sin darlo a sospechar siquiera, se detuvo imprevista-mente al llegar a la esquina de la calle por la que deambulaba y dio señas de buscar a alguien. Cuando creyó haberlo encontrado, caminó con mayor rapidez:
—Tenga buen hombre. —dijo al acercársele y darle un billete.
—Muchas gracias... —murmuró el miserable enmedio de extraña mirada.
—¿Quiere un poco de comida? No crea que es desperdicio. Está limpiecita.
—¿De veras, señorita?—cual sorprendido medio murmuró.
—¡Sí! ¡Claro! Venga conmigo. Es nada más aquí, en la otra calle.
Y la gentil se dirigió hasta su hogar. El lisia-do la seguía presuroso. Apenas si podía caminar con la muleta de madera con que se ayudaba. La amable sacó de su bolso una llaves. El pordiose-ro movió los ojos como si contemplara en sí mis-mo.
Su rostro hizo una mueca misteriosa. La voz de la joven lo interrumpió de sus cavilaciones.
—Ahorita salgo... —y entró.
La puerta había quedado entreabierta. El mendigo pudo ver cómo la buena colocaba el bol¬so sobre la mesa rinconera. Cuando miró que la gentil había desaparecido en el interior de la ca¬sa, se introdujo silencioso y buscó un lugar para esconderse. Expectante.
Al poco tiempo, la confiada reapareció y habló al necesitado. Nadie le respondió. Y sin presentirlo, con la muleta que el miserable lleva-ba, le asestó un golpe en la cabeza. La bella cayó inconsciente. El hombre la arrastró hacia el inte-rior. Cerró. Fue hasta la rinconera, cogió el bolso y lo abrió. Trémulamente sacó todo el dinero que allí se encontraba y se dispuso a huir.
Estaba a punto de hacerlo cuando miró el hermoso y juvenil cuerpo tirado a lo largo del re-cibidor. Pensó algo que lo hizo sonreír mordaz-mente. Tras de su vista se asomó un fulgor de bestia.
Con paso lento se aproximó hasta la desma-yada. La palpó voluptuosamente y comenzó a desnudarla con deleite sibarita.
Su carne lozana y sus senos de virgen ape-nas si se movían débilmente, palpitantes. Y el
 
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miserable quedó extasiado al ver aquella fresca desnudez. Lúbrico la besó. Con inquieta y temblo¬rosa prontitud se bajó los harapos que traía como pantalones y en un gesto lujurioso se enlagartijó sobre la inerte.
Afuera comenzaba a llover...
**+**************»
En uno de los consultorios de un hospital de la ciudad, una joven, pálida e inmóvil, es exami¬nada por médicos y psiquiatras. En el cuarto de junto una madre desolada no oculta su llanto; dos jóvenes aprietan puños y dientes y sin mirar, mi¬ran la alfombra desgastada de aquel sitio. Un hombre de edad madura diluye en un cigarrillo su paternidad ofendida.
Alguien, en otro lugar, disfruta de una espe¬cie de venganza...
Y para el sistema todo sigue igual.
 
 
 
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NlEBLA.
T
antas veces había escuchado de labios de su patrón y de todos los demás que trabajaban en el taller donde hacía ya más de cinco años se desempeñaba como aprendiz, aquellos comentarios burlones, maliciosos, descarnados y bestiales, que Adolfo se inquietaba al oirlos
Adolfo era un muchacho de diecisiete años. Cuando apenas había terminado la primaria, im¬pulsado por las necesidades económicas que asediaban a su hogar, tuvo la idea de buscarse un trabajo en el cual ganara algunos centavos para dárselos a su madre y así, facilitar el camino de la superación a sus hermanos menores.
Mas sus padres no querían verlo de simple chalán. Ellos anhelaban lo mejor para su hijo se¬gún les decía la experiencia Una profesión, aun¬que sencillamente costeada, pero lograda a fuer¬za de voluntad.
Y en un principio, Adolfo continuó en el es¬tudio; pero las exigencias aumentaban cada día: Libros, instrumentos, útiles, uniformes, cuotas... ¡Y aquello costaba tan caro! Y el dinero, que co¬mo siempre, no rendía
Con tristeza contenida vio la imposibilidad de proseguir y tuvo que abandonar la secundaria a los pocos meses de haberla iniciado. Su padre le había conseguido un buen empleo de aprendiz en un taller mecánico. No le pagarían gran cosa, pero lo poco que le dieran, serviría de aliciente a la economía hogareña. Además, Adolfo pensaba
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ante todo en sus hermanos. Ellos sí debían satis-facer los deseos de sus padres, y para eso, él iba a trabajar lo más que pudiera. Se destrozaría físi-camente, si era necesario, con tal de lograr aque-llos fines.
Y sumergido en tales sentimientos se afana¬
ba en su labor, y nada dejaba de hacer con gusto,
con cuidado, con empeño. Aquella mente, en ver¬
dad, estaba invadida de los más puros y elevados
pensamientos, como todas las de los jóvenes
sensibles y aún no programados.
Con tal actitud frente al trabajo, su patrón lo estimaba grandemente. Al poco tiempo de haber-se iniciado en aquel oficio, le aumentó unos cuantos centavos a su escaso sueldo. Endeble, pero alentadora recompensa a sus afanes.
—¡Qué a todo dar! Con esto me va a alcan-zar para más... De ciento cinco a ciento treintai-dós...
Y Adolfo se sentía feliz de poder contribuir a
la superación de sus hermanos. Uno, Ramón, que
le seguía en edad, había ingresado a la prepara¬
toria ya y esto lo satisfacía enormemente, sin en¬
vidias, sin reproches. ¡Qué ellos sí pudieran es¬
tudiar, era lo importante!
La casa en donde vivían, se había transfor-mado desde que él trabajaba. Ya no era la misma de su niñez. Parecía nueva. Todo había sido cambiado mediante el esfuerzo conjunto de sus padres y de sus hermanos. De la vecindad ente¬ra, aquella era la familia más progresista...
Adolfo era el más joven del taller. Cuando .legaba el sábado, sus compañeros de labores, más grandes en edad que él, treinta años, el que menos, armaban una escandalosa tremolina.
Después de recibir el pago semanal lo invi-taban. Se divertiría:
—Anda, güey, vente con nosotros. Ni pare-ces hombre...
El se disculpaba lo mejor que podía, pero no se animaba:
—Deveras que no puedo... No tengo dine¬ro... —y recibía insultos y deprecaciones.
Cuando al siguiente lunes regresaba al taller para otra semana de lo mismo, nuevamente es-cuchaba esas pláticas burlonas, insinuantes, pro-vocativas...
—La güera está re'buena... Tiene unas chi-chotas... que... ¡Ah! Quisiera uno comérselas...
—¿Y qué me dices de la Flaca? Cuando me tocó la de malas que en esa vez con ella... me dieron ganas de salirme... pero nomás pa' que ni ustedes ni ella dijeran que era yo un apretado, acepté. Le haré un favor a esta pinche vieja, pen-sé. ¡Hasta las ganas se me habían quitado! Ya ni se me quería parar... pero cuando comenzamos... ¡Qué sabrosura! ¡Qué exprimidotas me daba! Me hacía sentir el cielo... Y los besotes... y las ma-madas... Como es tan flaca, nadie le hace caso y está como nueva... De veras que muy pocas me han hecho gozar como ésta... ¡Que si aprieta! ¡Y cómo se mueve! ¡Unas venidotas que me hacía dar...! Como ni pesa está muy maniobrable... que p'aquí, que p'allá; que meciéndola; que el capiru-cho...
 
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—Pa' la próxima de a patitas al revés... y vas a ver lo que es cajeta... ¡O a la árbol...! ¡Se siente...! ¡Ah...¡
—¡Jijos mano! Llegué hasta las seis de la mañana a mi casa. Un cuetote que me puse y unas cogidotas con un viejorrón ...¡Pero qué viejo-rrón! No la solté en toditita la noche... Y como cinco y sin sacar...
—A ver cuándo se le quita lo putón a este cabrón de Adolfito y se viene con nosotros pa' enseñarlo a ser macho...
—¡Ándale! ,Échate las tres..! ¿A poco te' ogas con el humo?
—¡Órale! ¡Vamos...! No seas pinche rajón.. ¿O te pegan en tu casa?
—No puedo... en verdad... No tengo dine¬ro... y nunca. .
—¡Voy... voy...! ¡Mírenlo... mírenlo! 'ora nos sale el muy puro... ¡Puro marica! Qué se me hace que tú...
—¿Bueno... qué se traen conmigo?
—¡Ay sí! Se ofende la monjita...
—¡Aviéntate Adolfo! Vas a ver que te va a gustar... Ya es tiempo de que te enseñes...
—¡Déjalo! No le gustan las viejas ni el trago ni la fumadera... Debía llamarse Adolfita. Me gustaría que le pusieras una inyección pa'que sintiera lo que es chipocludo. A ver si así se vuelve cabrón...
Y Adolfo se angustiaba... y dudaba de sí mismo... Con suerte era cierto lo que los demás afirmaban de él. ¡No era hombre! Y se sentía avergonzado .
Había ocasiones en las que se atrevía a pensar en abandonar ese trabajo. Ya sabía mu-
cho del oficio y dondequiera podría encontrar chamba. Se decidía, pero luego ... (Y si me salgo de aquí y por más que le busque no encuentro. Tengo que aguantarme. Ahora que Roberto va a entrar a la universidad y que Ramón pasa a se¬gundo de arquitectura, necesitamos más lana... y Luisa ya va a cumplir sus quince años... ¡No! ¡No puedo salirme! No debo... ¡Que digan lo que quie¬ran y que se vayan al demonio! Y Adolfo seguía inexorable.
Veintiún años. Vibraciones sin medida. Y sentir que se apoderaba de si un algo inédito. Sus concepciones ideales se tambalearon. La realidad le aturdía. "Estoy hasta la madre de tan¬tas burletas y humillaciones.'' Y algo dentro de él le impulsaba a sentirse diferente. En aquel ono¬mástico decidió aceptar las invitaciones... Al fin y al cabo que...
Desde entonces fue cambiando. Una tarde, frente a sus hermanos que lo consideraban el modelo, le dijo a su padre, que le había llamado la atención por sus comportamientos recientes.
—¡Ya me tienen harto! ¡Me han fastidiado1 Si quieres que ellos lleguen a ser la gran cagada, pues que trabajen los muy huevones... Si necesi¬tan algo, qué les cueste. Yo ya no voy a sacrifi¬carme más para que cuando sean lo que quieren, me paguen mal, como toda la pinche gente.— Y enfurecido salió de la casa dando iracundo porta¬zo. Su padre lo llamó con energía, pero no regre¬só, sino borracho y hasta las tres de la madruga¬da.
 
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—Al fin te me portas como macho, Adolfo. ¡Ya era tiempo!
—¡Vete a la chingada y no me jodas!
—¡Huy! Y hasta valentón te has vuelto. Me-jor vamonos, pero no a donde me mandaste, sino a echarnos unas copiosas. Te las invito... No más porque 'hora sí eres bien cuate... ¡Como quería-mos! Y no lo mariquita que eras... Al fin que hoy es sábado... Y a la salida nos vamos con las vie¬jas de la calzada... ¿Sí?
—¡Juega el pollo! Me cai que sí... —y salie-ron del taller. Ambos fumaban como si la vida to-tal les perteneciera...
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En la perfumada cama corriente de un con-ga! de buena muerte, Adolfo gozaba de las cari-cias de un prostituta barata. De repente, apuraba la copa de ron para, después de saborearla, rei-niciar su lid voluptuosa y artificial. Adolfo se re-creaba... y no pensaba más que en diluirse en aquellas sensaciones que lo estremecían y lo hacían sentirse como un dios en pleno ritual ado-ratorio. Ahora sí creía en lo más íntimo que era un verdadero hombre... y no como los demás imagi-naban que era...
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—'Ora sí ya ni lo dudo... Las viejas andan tras de ti como las moscas tras el-pulque... Me cai de madre. El sábado te chupaste dos botellas de
tequila y como si nada... —dijo uno de sus gran-des cuates.
—Y el muy cabrón se metió con tres chama-conas distintas... Hubieras visto como las dejó... —interpeló otro.
-¡Ah, jijos! Saliste bueno.. —exclamó el ma-yor de los del taller—. Y nosotros que te creíamos putón.
Adolfo, que ajustaba el motor de un auto-móvil, sonreía con vanidad; ufano y orgulloso co-mo que fingía no escuchar los comentarios de admiración prodigados por sus compañeros de trabajo.Y sonreía... Sonreía.
Ahora sí estaba seguro de sentirse todo un hombre. Esta fama sí le satisfacía. Y un rictus de amargura se diseñaba en su rostro confundiéndo¬se con el esfuerzo de apretar un amortiguador..
 
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RAÍCES.
S
ábado por la tarde...
La silueta del edificio en construc-ción que sobresale de entre el caserío del barrio es recortada por las últimas luces del día que con serenidad van desapareciendo en el horizonte...
Se escucha el cántico tristón de una campa-na. Llama lastimera, como agonizante; implora-ción para que los creyentes asistan al rosario por las almas de quienes aún tienen cuerpo o por aquellas que lo han perdido en los rincones in-sospechados de algún cementerio.
El cierzo reedifica su gélido imperio. Los ricos ángeles en sus paraísos conectan la cale-facción. Su dios los protege tanto. Los pobres diablos se cubren con lo que pueden para no tiri-tar ni morir... Pocas veces su dios les hace caso; al fin que se encuentran en el infierno de sus propias llamas vorágines.
Y se desmesura el día, como las semanas que no acaban, como las horas que se agigantan, como los minutos que reciclan sus segundos in¬finitos... Y para los que aguardan, si aún les que¬da la gana de esperar, sucumbe una vez más la ilusión; esa burda masturbante de los trasnocha¬dos cursis.
Los muchachos del rumbo juegan entusias-mados y felices con una pelota desvencijada y llena de hoyos. Tal vez sueñan que las cámaras televisoras los enfocan como en los partidos co-
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mercializados. Sus gritos impacientes de goles, ora de alegría, ora de disgusto, rompen sin ecos la monotonía del atardecer invernal.
Sábado por la tarde...
La silueta del edificio en construcción que sobresale de entre el caserío del barrio es recor-tada por las últimas luces del día...
La obra ha quedado suspendida. Hasta el lunes siguiente habrá de reanudarse y en donde unas horas antes todo era ruido, agitación, mo-vimiento, rugir de aparatos mecánicos, constante ir y venir de trabajadores, reina complaciente la calma con su séquito de tristezas fatigadas.
Solamente permanece el pagador que hace la cuenta de lo que hubo remunerado a los albañi-les por su trabajo semanal. Calcula, ejercita las cuatro operaciones fundamentales y tal parece que no está satisfecho. La oscuridad a cada ins-tante se va tornando más intensa...
Las siluetas de dos hombres se ven entrar por la improvisada puerta del edificio. Llegan hasta donde se encuentra el rústico matemático que se deshace por hallar la solución a sus pro-blemas numéricos.
—¿A qué hora nos vamos? —uno de ellos interrumpe.
—Ahorita... Es que no me quiere salir la cuenta... Creo que me equivoqué en una divi-sión... —contesta.
—Nosotros ya nos vamos. Se está haciendo tarde pa'la fiesta. A'i nos alcanzas.
—Bueno. —musita y los dos individuos sa-len.
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Por la calle entristecida los hombres conver-san al compás de sus pasos que se pierden en el vacío insonoro de la noche y sus sombras pare-cen retrasarse como esclavas prófugas deforma-das por los lánguidos alumbramientos de anti-cuadas farolas.
—Creo que me estoy rajando. Mejor me voy. Seguro va a ser una borrachera.
—¿Y a poco no te gusta? ¡Va a estar re'suave!
—Sí... te creo... pero apenas me estoy re-poniendo de lo que gasté en la pasada parranda de hace quince días... Esta semana tuve que tra-bajar horas extras.
—Per'ora es de a gorra. ¿O a poco te rega¬ña tu vieja?
—Cómo crees, mano... Pero es que le pro-metí...
—¡Al chingada con las viejas! Pa'lo que sir-ven... ¡Órale! ¡Vente! Nomás te guardas la centa-viza y haces de cuenta que no trais ni quinto.
—Bueno, vamos... ¡Pa'luego es tarde!
—¡Así me gusta mi cuate! No como el chiva de mi compadre que se me hace que nos puso como pretexto eso de que no le salía la cuenta nomás pa'librarse de nosotros. Allá él... De lo que se pierde...
—Puede ser...
—¡Claro que yes!
—Yo a las dos de la mañana me salgo de la pachanga...
—¡Qué?
—Sí, aunque digas lo que digas, me viene
guango... La pobre se va a estar preocupando...
—y entre el vórtice solemne de las sombras, sus
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siluetas se entremezclan con las oscuras e infor-mes lejanías...
******************
El usado reloj, colocado sobre un desporti-llado armario, marca las cinco de la madrugada y estremece el silencio del cuartucho. Cuartucno misérrimo de los sin nada. Escaso de muebles y ausente de perfumes, ni siquiera baratos. Impera la penumbra... Solamente una veladora escanda-liza las umbrosidades con su tenue flama que parece bailarina esbelta y voluptuosa a punto de desfallecer y con cuyos movimientos obliga a las vírgenes para las cuales se encuentra ofrendada a que la acompañen en su danza agonizante.
Una mujer llora...
Tres chiquillos duermen el plácido sueño de la niñez. De improviso, como si no quisiera, la puerta rechina y se abre con lentitud... La mujer corta su llanto y mira aparecer la figura tamba-leante de un hombre que se diluye como quien no quiere en el interior de la rústica habitación.
—¡Al fin llegas1 —ella exclama.
—Shhhh... —responde él, con el clásico de-do índice tembloroso al borde de los babeados labios—. Vas a despertar a los escuincles...
—Otra vez t'emborrachastes y te gastastes toda la raya, Aureliano...
—No te preocupes, vieja... No la gasté... La guardé muy bien... pa'ti mi amor... Mira... —y principia como a buscarse algo...
—¿No? Pus que bueno viejo... Hasta que obrastes con la cabeza. Por eso no podemos ha-
cer nada pa'salir de esta maldita suerte... Con tu pinche vicio... Espero que sea verdad lo que...
—¡Me robaron! ¡Me robaron vieja! Era toda mi semana de friega. —grita asustado.
—¡Qué! ¡Cómo!
—Me robaron... jijos... Me robaron... ¡Yo no gasté nada! Te lo juro... Por diosito...
—-Sólo eso faltaba ... por diosito... Se me hace que es puro cuento tuyo. Parece como si yo te fuera a regañar. Al fin y al cabo que de todos modos me sobo los dias enteros lavando ropa ajena...
—¡De veras viejita! No gasté nada...nada... -y sin más poderse sostener en su borrachera, cae.
—¡Briago de tal! —grita con desprecio la mujer y lo arrastra como puede hasta la cama. Fuerzas de mujer recia, pero quién sabe porqué, débil...
Los niños parecen despertarse, mas conti-núan profundamente dormidos, como todos... La madre los contempla brevemente y torna a su llanto suspendido hasta que el alba se vislumbra por los mismos horizontes...
*******************
Domingo por la mañana...
Hace mucho frío. La niebla cubre con inten-sidad a la urbe bestial. Una mujer se dirige a misa con tres pequeños. El más chico va durmiendo enrebozado entre sus brazos morenos. Entran al templo. Se escucha el cántico tristón de las cam-panas con su tañido de siempre...
 
2R
na
Domingo por la mañana...
Hace mucho frío. La niebla sigue hasta las raíces.
Y las campanas siguen llamando:
—Talán... talán... talán... talán...
Y un algo como opio adormece a los que
ruegan y les da consuelo en su desesperanza de
nunca volver a ser flores y canto; ramaje y fruto;
cercano y junto...
 
 
 
 
 
 
 
LOS ÚLTIMOS DÍAS DE POMPEYA.
T
engo que llegar a tiempo. No quie¬ro que vaya a ocurrí ríe una des¬gracia... —una mujer otoñal estru¬jaba su mente mientras afanosa hacía delirar las llantas de su automóvil deportivo desde un sudo¬rosamente aferrado volante. La vertiginosa velo¬cidad eliminaba con grises nacarados el color bugambilia de aquel carro de extravagante diseño y atrevida aerodinámica—. y pensar que lo que ha sucedido; lo que tal vez acontezca... ha de ser por mi culpa. ¡Sí! ¡Nada más a causa mía1 ,Qué estupidez espantosa he cometido! No debí haber¬lo hecho nunca. Abandonar a mi esposo así... y a mis hijos... Y tan solo por un capricho imbécil... Por algo que ahora me avergüenza. ¡Soy una cretina! Y lo que más me molesta es haber de¬fraudado la confianza de Octavio... Tan buen ma¬rido como es... Y yo... ¡Oh, no! ¿Qué es lo que irá a decirme? ¡Ojalá que no se haya enterado! Que nadie le haya dicho que durante los días en que estuvo fuera del país, yo cometí la traición más detestable, ignominiosa y putrefacta de mi vida. Sí, aunque Renata diga que soy cursi y anticua¬da, me arrepiento de lo que hice. El ha sido siem¬pre un hombre tan impecable. Me ha dado lo que cualquier mujer ha deseado: Amor, hijos, joyas, viajes, dinero... Nada de lo que yo le he pedido,
3JÍ
me ha negado. Y yo tan idiota que he sido. ¿Por qué tenía que conocer a ése? De haber sabido a lo que me iba a conducir... ¡jamás le hubiera he¬cho caso! ¡Canalla!
Aquella tarde... en casa de Renata, cuando estaba a punto de abandonar la fiesta, llegó. ,Tan jovial! ¡Tan radiante de no sé qué! Su sonrisa, su voz, sus ojos. Y tan apuesto... tan elegante.. Co¬mo una simple y bobalicona jovencilla me dejé atrapar.
Aún resuenan en mi cerebro las palabras que nunca debió haber pronunciado. Cómo re¬cuerdo aquella sensación tan estremecedora cuando sentí sus viriles manos que apretaban las mías... Cómo me excité...
—Encantado de conocerla. No sabe cómo me ha impresionado su belleza de mujer madu¬ra... Es como si un halo de misterio la rodeara...
—Alfredo es uno de los amigos más galan¬tes que tengo, Elena... No te confíes mucho en lo que dice... —sonriente dijo Renata y brindamos felices por aquel agradable encuentro... Yo lo mi¬raba extasiada.
Las horas se esfumaron como un sueño. Había ejercido en mí una extraña fascinación su clara y penetrante mirada. Su rostro varonil y su arrogante presencia me conmovían profundamen¬te y yo, como una tonta, le demostraba incons¬cientemente mi debilidad, mis dormidos deseos de sexo, de un sexo diferente al cotidiano de es¬posa santa... como él quisiera...de cualquier for¬ma... ¡Qué degradación la mía!
Hacía tanto tiempo que nadie me veía de esa manera... Octavio siempre ocupado en la empresa y desde hacía tantos días que no inti-
mábamos. El gran hombre que nunca se fijaba en su pequeña mujer. Siempre dedicado a preparar viajes, conferencias, reuniones de negocios. Y yo... sola... cumpliendo las abnegaciones de la señora. Desesperada porque nunca podía estar con él, como antes... Cuando aún buscaba los hijos para por ellos luchar. Y extrañaba sus cari¬cias, sus mimos, su amor de entonces... Llegué a pensar que ya no le interesaba mi persona para nada... Su prestigio era más importante que yo. Y fue así como...
Renata volvió a invitarme a otra de sus fiestas. Me informó que Alfredo iría. No sé porqué se le ocurrió decírmelo. Tal vez sospechaba algo de lo que me acontecía; no obstante las aparien¬cias...
Desde el día en que lo había conocido, ja¬más había vuelto a verlo. Sin embargo, su efige, su gallardura, su caballerosidad, se reproducían a cada instante en mi imaginación. Un intenso calor me conmovía hasta mis nervios más recónditos. Y aunque luchaba por no pensar en él, ni encon¬trármelo en alguno de los sitios que yo frecuenta¬ba, algo insólito temía que sucediera. Lo que no debía pasar... pero era ya casi inevitable...
Cuando llegué a la residencia de Renata, Alfredo platicaba con ella y mi amiga lo escucha¬ba atenta. Yo sentí algo de celos, pero estos se olvidaron en el momento en que me saludaron y él besó mi mano con delicadeza principesca. Temblé...
Octavio había emprendido su largo viaje de negocios a Europa y yo me encontraba sola, abandonada en el desierto populoso del mundo. Mujer aburrida, estéril y débil. Hacía tanto tiempo
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que nadie me besaba con amoroso fervor, que me desconcerté. Quedé turbada.
Durante el baile, Alfredo no se separó de mí. Me colmaba de elogios. Me llenaba el cerebro de palabras que ahora me parecen tonterías. Hasta que... no resistí más... Me invitó a la terraza y allí... obvia tontería de folletón... sus labios se acercaron tanto a los míos que ya no pude vencer lo callado. Y me besó... y lo besé... y en un in-menso y furioso abrazo creí morir... como en la peor telenovela. El me pidió perdón por su atre-vimiento y murmuró en mis oídos algo incom-prensible ... que me amaba y que sabía que yo sentía lo mismo por él. Pronuncié con voz cortada su nombre y él contempló ardiente mi rostro de mujer insatisfecha.
Al salir de la fiesta fue a dejarme a casa y quedamos de ir a gozar de nuestra dicha al cam-po. El se despidió caballerosamente.
Dije a mi madre y a mis hijos que Renata me había invitado a Acapulco para pasar allá una semana de descanso y que no se preocuparan.
¡Nunca debí de hacerlo! De haber imagina-do que solamente Alfredo tramaba... ¡Oh...! ¡Dios mío! ¡Ayúdame! De hoy en adelante mi vida va a ser espantosa. Tengo que pagar el silencio... si no... ¡El escándalo! ¡El derrumbe de mi esposo! ¡La ruina! ¡...y mis hijos...! ¡Oh...! Y la mujer pa¬recía aumentar la velocidad del automóvil. Anhe¬laba llegar con la mayor prontitud posible a su hogar, que ella imaginaba destruido para siem¬pre...
La gigantesca serpiente de asfalto parecía interminable. Se enredaba voluptuosa en las montañas. La mujer temblaba... Las llantas rechi-
naban furiosas en las curvas... Cuando daba vuelta a una de ellas, un autobús apareció. La infiel creyó que se le venía encima... que iba a chocar... Trató de evadir el golpe... Hizo un gesto de desesperación y terror... El automóvil salió de la carretera para caer a un oscurísimo precipicio. Ella quiso saltar. No alcanzó a hacerlo.
Todo daba vueltas a su rededor. Rapidez vertiginosa... Los cristales iban estrellándose. Sintió que le clavaban cuchillos por todas partes.
No supo más...
 
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PULGARCITO
 
E
ra un ser sin importancia. Baja la estatura, delgado el cuerpecillo, mediocre la presencia y marchito el semblante. Carecía de voluntad, como muchos... Lo dominaban, como pocos... Todo él dejaba bastante que desear.
Cotidianamente, a la misma hora, atravesa¬ba el mal cuidado jardín de la colonia donde vivía para dirigirse a su trabajo: Mozo simple de oficina común.
Allá, el jefe, las secretarias y los demás em¬pleados se mofaban de él. Las bromas se suce¬dían unas tras otras. Le destapaban el refresco que siempre llevaba para el almuerzo; le coloca¬ban en su torta un ratoncillo destripado; le colga¬ban letreros despiadados en la espalda sin que se diera cuenta... y el ser sin importancia lo admi-tía sin protestar, como si gozara siendo el hazme¬rreír de sus conocidos, como si nada lo ofendiera. En el trabajo, su labor principiaba por colo-carse una deteriorada bata, coger un plumero y empezar a sacudir los abundantes armatostes de los despachos. De cuando en cuando le encarga¬ban la realización de una que otra tarea extra y que parecía motivarlo tanto como si lo enviaran a una gran hazaña: Ir por el periódico del gerente, recoger y dejar algunos documentos u objetos, transmitir un recado a sutanito. Así transcurría su existencia, sin más, ni menos, sin mayor ni me¬nor...como en la peor burocracia.
 
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Mas quién sabe por qué, aquella mañana llegó muy contrariado. Estaba decidido a demos-trarles a los que hasta entonces se habían burla-do de él, que no era un indefenso e inútil hom-brecillo. Iba a romper definitivamente con esa si-tuación indigna para su persona. Iba a cambiar su imagen. El anuncio del periódico le había dado esa idea. Podía ser respetado y admirado en me-nos de veinticuatro horas. Tomaría el curso de personalidad nulificada.
(¡Ya verá el desgracido de Ramírez que siempre anda presumiendo de ser el más inteli-gente y sabihondo de los que trabajamos aquí, quién soy yo! Le pondré la muestra. Lo rebajaré y lo humillaré tantas veces como él lo ha hecho conmigo. Y el jefe... ¡Ah! ¡Ya se va a dar cuenta de lo que soy capaz! Nunca me ha dado un as-censo porque cree que para nada sirvo. Pronto se enterará de quién es el mejor de sus empleados y se arrepentirá de la humillación que me ha hecho en presencia de los estúpidos de mis compañe-ros.
(¡Voy a renunciar! ¡Me será insoportable seguir en estos lugares!
Todavía soy bastante joven como para hacer una profesión destacada. La economía es intere-sante. Iré a la Universidad. Me inscribiré en esa carrera y un día... dentro de algunos años, regre-saré. Pero entonces no he de ser simple mozo de oficina, sino nada menos que el señor licenciado. ¡Con cuánta envidia han de mirarme! ¡Sobre todo el tal Ramírez! Lie por aquí; lie por allá. Y así... yo seré el que ordene en el despacho. Tendré un formidable escritorio y una secretaria privada...
Gozaré viendo cómo Rosita, tan bonita pero tan malilla conmigo, escribe apresurada lo que yo he de dictarle. ¡La haré trabajar impíamente! ¡Hasta cansarla! ¡El que ríe al último, ríe mejor...! No saben lo que se les espera... ¡Todos pagarán sus burlas hechas a mi costa! ¡Todos!)
Y el hombrecillo gozaba con sus planes. Parecía que un aliento diabólico lo invadía. Se hallaba decidido a cambiar de vida, a que lo res-petaran tan altamente que llegara a imponerles pánico a los imbéciles que lo habían despreciado y humillado. .
Cuando pensaba en aquello, sentía una profunda alegría. Una emoción desconocida le alborozaba y su rostro cobraba fuerza y vigor en-tre destellos de furia en sus pequeños ojos.
El fastidio de llegar una hora antes que los demás para hacer el aseo diario lo carcomía. Dentro de poco se daría el lujo de faltar; los eco-nomistas eran muy importantes para el éxito de las compañías y éstas no podían despedirlos con facilidad.
Quienes hasta el día anterior lo habían es-carnecido con sus idioteces iban a rabiar... ¡Sí! A rabiar como perros al verlo convertido en un gran personaje.
La decisión se reflejaba en sus movimientos. A veces suspendía sus actividades para seguir haciendo planes. Luego, después de ver el reloj de pared que poco a poco iba llegando a la hora indicada para comenzar labores, continuaba su ocupación.
(Dejaré el trabajo. Los insultaré... los humi-llaré y me marcharé inmediatamente. Aunque... ¡Sí! Algún día he de volver, y para entonces, ha-
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bré de hacerles la vida imposible, como ellos han hecho la mía. Ya verán... ¡Bah! Acaba de llegar Rosa... Estúpida...)
—Buenos días chaparrito... —burlesca...
El quiso contestarle con una grosería, gritar¬le que la despreciaba, que ya se la pagaría en alguna ocasión, mas algo extraño lo contuvo... (Ya lo verá la muy pendeja.) No se atrevió. Sólo acertó a responder con su habitual sonrisa de idiota:
—Buenos días Rosita... ¿Cómo está usted!
—¿Cómo? Pues qué no me ves que bien estoy... —rió con la mofa acostumbrada.
El mozo continuó terminando el aseo. Poco a poco comenzaron a entrar los demás emplea¬dos. Conforme llegaban, iniciaban sus bromas con el hombrecillo y éste, sonreía, como olvidan¬do sus pensamientos recientes. (Hay que dejarlos que sigan con sus estupideces. Total...)
La solitaria y húmeda oficina fue convirtién¬dose en intenso murmurar de máquinas de escri¬bir, de zumbidos de lápices y plumas que hacían algunas anotaciones importantes o intrascenden¬tes. El espacio transparente iba plegándose ser¬pentino con el humo despedido por los cigarros de los fumadores. El silencio de antes se había extraviado, entre aquel naciente escándalo sin límites.
Y el mozo vio llegar a Ramírez con traje nuevo, a la última moda. Quiso gritarle también que lo despreciaba, mostrarle todo su resenti¬miento que hacia él sentía... (¡Imbécil! ¡Siempre contoneándose como guajolote! ¡Como si fuera tan gran cosa...! ¡pendejo!)
 
El hombrecillo contemplaba cómo los ofici¬nistas elogiaban el buen gusto para vestir de Ramírez y cómo ellas lo admiraban. El ser sin importancia se sentía corroído por la envidia y por el rencor, mas parecía asentir en los comentarios elogiosos de sus compañeros hacia Ramírez y su ostentosa presunción, con una sonrisilla cretina.
De buena gana le hubiera dicho a todos sus verdades y su verdad... Les hubiera escupido en el rostro la indignación que tenía almacenada en su interior. (¡Malditos! ¡Desdichados...!) Para él no había ninguna mirada de aliento. Siempre lo veían con lástima. Pero no podía, no podía. Era incapaz de hacerlo. Era incapaz... Algo lo repri¬mía.
Cuando el jefe llegó y ordenó que fuera a traer su periódico acostumbrado, él, que era tan obediente, tan bueno... cumplió con la alegría de la cola del perro que trae algún objeto en el hoci¬co para su amo. No obstante, sus adentros se revolucionaban, (El jefe... ,Bah! Nada más por favoritismos.)
Con cuánto agrado le hubiera dicho que no iría por el diario, que buscara a otro... que ya te¬nía otro empleo de mejor categoría y que se que¬dara con sus órdenes, con sus papeles y con su dinero. Con cuánta satisfacción le hubiera repro¬chado y regritado: "Adiós puto gruñón. Me voy porque ya no te soporto y porque estoy fastidiado de tu molicie sebosa, de tu pinche rostro hipócri¬ta... de tu comportamiento de aristócrata chinga¬do...!" Pero nada dijo. Nada.
Salió con humildad del privado y fue a com¬prar el diario.
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Eran como las doce. El ser sin importancia había pasado toda la mañana sentado en un rin-cón, en tanto que esperaba nuevos mandatos.
Inesperadamente, Ramírez llamó la atención de sus compañeros y dijo sonriente:
—Voy a decirles una adivinanza. El que no la adivine invitará el almuerzo... —el hombrecillo escuchaba atento—... Es como un hilo, pequeño como un renacuajo y tiene los ojos de triste hor-miga y el cabello de mono. No es nadie ni sirve para nada. Es un inútil, como muchos... pero chistoso, gracioso, cómico. Y su cerebro es más insignificante que el de un mosco.
Al instante, el mozo pensó que era otro de los pesados chascarrillos que sobre él hacia el tal Ramírez. Quiso saltar como un tigre en contra de su provocador y abofeterarlo, romperle la faz y el alma, pero no pudo... no pudo. Vio que los demás sonreían mirándolo y al darse cuenta de ello, él también sonrió... sonrió...
Y el hombrecillo sintió una felicidad indes¬
criptible e inacabable. Era como un goce nunca
antes sentido: Ser el centro de la atracción... de
la atracción. Los oficinistas comenzaron a carca¬
jearse con estrépito y lo rodearon con sádico es¬
cándalo. Deseó matarlos en aquel momento.
¡Matarlos! Hacerlos trizas, pero algo se lo impi¬
dió... y sólo murmuró con subrepticia voz:
—¡Cómo son...!
Y al ver que se carcajeaban de él con una
euforia pocas veces vista, principió igualmente a
reír con mirada mustia y con agresión presa ante
aquella inaguardada satisfacción de sentirse el
foco de atención... aunque fuera por unos instan-
tes. Después de todo, el papel de bufón siempre fue valioso para los reyes, pensó.
Y rió y rió y rió... y lo que había planificado quedó en el olvido. (Para qué matarse tanto con un curso así. A lo mejor es una estafa. En reali-dad todos me aprecian aquí. ) Su sed de matanza se diluyó en el goce de sentirse donador de ale-grías.
Y el hombre sin importancia se quedó aho-gado, vencido, acobardado en aquel inmenso y profundo océano de hirientes y lacerantes risas, como los impotentes para rebelarse, porque dis-frutan las apariencias de la felicidad.
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LAS JOYAS DE CORNELIA
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ra larga la cola para empeñar. El impío Monte de Piedad explotaba de menesterosos que iban hacia él en busca de un poco de dinero para satisfacer diversas necesidades, algunas apremiantes. Y todos guardaban sumisamente, como domeñados, el momento de llegar a la ventanilla de préstamos para obtener lo que tanto ansiaban, a costa del sacrificio de ver perderse entre el amontonamiento de objetos, lo que tal vez era muy preciado y por lo cual les sería adju¬dicada alguna miserable cantidad.
El calor sofocante invadía el lugar. La multi-tud, el nerviosismo, los rayos del sol, que pene-traban por el patio central del edificio, desespera-ban hasta al más calmado y por doquiera se mi-raban rostros afligidos, demacrados y míseros; o llenos de odio, amargura; o de impaciencia o de resignación.
Algún niño lloraba con la esperanza de que su madre lo cargara en brazos; otros parecían divertirse entre el laberinto y el murmullo sollo-zante del local. Sus risas de cristal cortado, eran frágiles intentos para herir preocupaciones que se aferraban en su anclaje.
De rato en rato atravesaba por los pasillos un vendedor que gritaba sus productos como pa-
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ra acabar lo antes posible con ellos y así, poco a poco, aumentar las ganancias; capitalista en cier-nes. Y ofrecía la gelatina mosqueada, la paleta derritiéndose, las golosinas deformes.
Los niños imploraban a sus padres "cómpramela" y sus voces parecían ignorar la aflicción que embriagaba a sus mayores.
La agitación en el Monte impío, usura con licencia, continuaba. Hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, nobles y vulgares, mezclados indistin¬tamente, avanzaban con lentitud, sin compasión, por no saber lo que podrían prestarles a cambio de un reloj, de un radio, de una máquina de es¬cribir, de una joya ilusionada, de un libro de pre¬meditada fama o de un abrigo. Nadie se impa¬cientaba. Con calma aguardaban la hora, el mo¬mento de tener fugitivas en las manos unas mo¬nedas que pronto irían a parar a los bolsillos de los cobradores, de los comerciantes o de los abusivos.
Algunos se olvidaban de sus preocupacio-nes y se entregaban a platicar con el vecino de los más variados temas: La eterna vida cara; los perennes políticos descarados que manufactura-ban negocios particulares a costa del pueblo diz-que trabajador; la inmarcesible y famosa actriz de cine, prostituta discreta; de los fuertes puñetazos del boxeador de moda, cretino salvaje de siempre o de los patadistas que se habían destrozado las espinillas por culpa de un balón fugaz, pero adi-nerador.
El murmullo que producían las diversas con-versaciones se agrandaban en estruendoso im-pulso, como si hubiera deseado desgarrar los techos y escapar hasta los cielos en súplica dolo-
rida, en sollozante desconsuelo, en lastimero ruego...
A muchos se les veía cavilar ofuscados, co-mo en dolorosos estancamientos, como prisione-ros de lo interno. Y así, lentamente, aguardaban el instante de mostrar las prendas que llevaban para recibir un préstamo miserable, apenas la tercera parte quizá del valor original; degradación del trabajo.
Y los empleados, rústicos e ignorantes va-
luadores; de rostros despóticos y sombríos; frun¬
cidos y amargados; burlescos y sádicos; parecían
gozar contemplando el dolor humano, el dolor
provocado a veces por el despilfarro o por la in¬
justicia. Con gran dignidad y adusto desprecio
rechazaban los objetos que según su omnipoten¬
te juicio, enriquecedor de la institución impía y
socios, consideraban como poco valiosos. Y aun¬
que los necesitados no lo manifestaban ni por
asomo, el enojo y la decepción, el temor y la de¬
sesperación, se confundían en muchos interio¬
res...
—Diez pesos... —voces duras e insensibles.
—¿Diez pesos nada más?... Pero si a mí me costó mas de doscientos... —voces angustiadas.
—¿Acepta? jSi o no!
—Aunque sean cincuenta... —cara suplican¬te y trémula.
—¡No! ¡Ándele...! Decídase pronto! Si no, no estorbe... ¡El que sigue...!
Y una de dos... el necesitado cedía o se
alejaba iracundo, furioso contra la iniquidad, el
abuso y la explotación reglamentada.
Entre la muchedumbre que esperaba el mo-mento de llegar a la ventanilla de empeño, se en-
 
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contraba una mujer morena, vestida con negros andrajos, de porte indígena, ojos llorosos y rostro como sublimado por el dolor.
Con el rebozo se ayudaba a cargar a un chiquillo que dormitaba el sopor. La necesidad inundaba su faz demacrada. Casi había llegado. Traía una pequeña bolsa de papel en la que se veían tres ya inusables planchas de fierro.
—El que sigue —aulló el valuador y la des-venturada sacó su prendas para ponerlas sobre el mostrador. Temía.
—¿Trae otra cosa? —secamente preguntó.
—Nnno... ¿... porqué...?
—¡Por esto no podemos prestar nada! -Con desprecio.
—¡Cómo...! Algo tan siquiera... cinco pe¬sos... Es para llevarle a mis hijos de comer... soy viuda... Mi esposo murió hace una semana en un accidente de la fábrica donde trabajaba y no nos han dado la indemnización... Yo no he podido encontrar empleo... no me quieren por mis ni¬ños... dicen que son muchos... —habló atropella-damente.
—¡Lo siento! No tiene por qué contarme su vida... No me interesa. ¡Hágase a un lado! ¡El que sigue...!
—¡No! —desgarrante— ¡Présteme! —y-los ojos se le preñaron de lágrimas— ¡Por mis hijos que se mueren de hambre!
—Ya le dije que lo que usted trae no vale nada... —Indiferente.
—¡Qué más puedo dar... si ya no tengo...!
—¡Lo siento! ¡No estorbe! —impaciente.
—¡Sí! ¡Sí puede prestarme! —desesperada se aferraba a la ventanilla—. ¡Le dejo a mi hijo! ¡Sí, se lo empeño!
—¡Está usted loca! ¡Ya no estorbe! —irónico.
—¡Quiten a esa borracha...! —ulularon enfu-recidos los de la formación...
Y la mujer, axfixiada por el llanto, debilitada de suplicar, salió del Monte impío. Tal vez des¬pués tuvo que pedir misericordia por las calles, humillación infrahumana, para sus muertos de hambre. Por supuesto que nadie le creería. El negocio pordiosero deja grandes ganancias. Y aquella mujer parecía contar con los cachivaches adecuados para la miseria vivendis.
Y quién sabe... pero...
En uno de los más famosos y renombrados sindicatos se celebra el aniversario de la funda-ción del mismo entre el derroche de suculentos manjares y la exquisitez de los vinos...
Y...
Un líder, aclamado como defensor de los derechos de los trabajadores, sale para Europa en viaje de observación, estudio... y por qué no, de placer. Sus subordinados dicen que lo merece.
Aunque...
Entre los cientos de casos de indemnización que yacen encerrados en los archivos de una ofi-cina, se guarda uno más.
AQ
EDIPO REY
S
ilencio, tinieblas, oscuridad... Nada se vis¬lumbra en los espacios de aquella habitación; solamente se escucha una voz estremecida que se quiebra al compás de sus acongojadas vibraciones. Un aliento asfixiante, la ahoga...
—Ya está satisfecho mi cuerpo, pero no mi corazón; ese no. ¡Nic! Jamás habrás de estar es-trechado entre mis brazos... Nunca sentiré el co-rrer de tus manos por mi anhelante carne. No po-drá ser lo que pienso: unión de sexos y de espíri-tu, calma a esta excitación insaciable ¡Oh... Nic! ¡Es desesperante! Constante pensar en lo mismo y enfrentarse a la realidad de no palparte, de no confundir mis labios con los tuyos, de no fundirte como el plástico ante el fuego de mis apesadum-bradas ansiedades.
Si pudiera decirte cuánto te deseo, cuánto sufro por tu ausencia, cuánto peno al saber que nunca... que nunca... ¡Oh... Nic! No entiendes el porqué de estos momentos. ¿Por qué no pueden mis labios comunicarte mi pasión? ¿Por qué no pueden implorarte que vengas a mi lado? Yo sa-bré ofrecerte lo que nadie... ¡jamás!... te ha podi¬do brindar. El placer para tus ganas amorosas, el descanso voluptuoso para tus cansancios; el ar-dor supremo para tus frialdades; la ardiente flama que te abrase y que me abrase... y que nos con-vierta en cenizas hasta confundirnos.
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Pero no... no... no será... No se transforma-rán mis fantasías en verdades. ¡Es imposible! ¡Imposible!
El temor, la cobardía, el miedo a tu despre-cio, a la tortura de no poder continuar mirando tu rostro y tu cuerpo... cuerpo prohibido para mis manos y para mis ansias, me lo impide.
Si al menos supiera que al enterarte de mis intenciones no quedarías horrorizado, que com-prenderías mis sufrimientos... y que no volverías la cara indignado ante mi presencia, entonces, tal vez... te lo diría... Te diría lo indecible... las cau¬sas de mis torturas, de mis martirios... ¡Oh... Nic! ¿Por qué tú no puedes amarme como yo te amo? ¿Por qué no puedes? ¿Por qué? ¡Qué triste es este amor que no se atreve...! Y... ¡ah...! Te ne¬cesito para acariciarte, para hacerte mío por siempre! ¡Para siempre! Si comprendieras este llanto que escurre por mis mejillas, pálidas y mus¬tias por tu lejanía, por tu ausencia eterna; si en¬tendieras la súplica que ante ti diariamente brota de mis ojos y que luego... en la soledad, se transforma en lágrimas, tal vez vinieras y serías mío. ¡Mío!
Tanto tiempo he ocultado este secreto que pensé haberlo perdido, pero hoy... hoy que he vuelto a verte, resurgió lo imposible. Y ya no pue-do resistirlo... ¡No puedo!
Si al menos tuviera la esperanza de que tú... pero no... no... no habrá de ser lo que deseo... ¿para qué pensarlo si nunca sucederá? Jamás me uniré a tu sexo... Jamás llegaré hasta lo hon-do de tu ser... ¡Es inútil!
Amo la lluvia. Odio el sol. Triste es el amor en mí. Después que llueva volverá su luz, mas para mí jamás.
Amarte así, sentirte aquí y no tener nada de tu ser. Desearte hasta morir y no poder decir que te amo... te amo...
Vibrar por ti y hacer callar al corazón.
Estas manos que ahora se cierran desespe-radas por no poder hacer suyo lo que aman, tie-nen que ser mi destrucción.. ¡Sí..! ¡Mi autodes-trucción! Las alimañas tienen que morir para que a nadie dañen. No deben continuar su inexplica-ble existencia, no han de vivir más.
El fango tiene que secarse al contacto con el viento para volverse tierra... tierra... ¡Oh... Nic! ¿Por qué esta situación desesperante? ¿Por qué no cambian su ruta los planetas? ¿Por qué no se transforma este mundo en un nuevo? Un mundo en donde no existan los prejuicios, ni los conven-cionanlismos, ni la estupidez.
Satisfice el cuerpo, sí, pero el alma no. En mí continúa la vacuidad inacabable. Vacuidad que sólo habrá de llenarse al contacto de ti o al contacto de mi vida con la muerte... Y de estas dos razones... la última es la que puede aconte¬cer. ¡Morir! ¡Morir! ¡Sí! La muerte me espera. La muerte me llama... Ella calmará mis sufrimientos, mis frenéticos desencantos, mis lucubraciones angustiosas. ¡Callará para siempre lo oprimido! Y Nic... ¡Nunca lo sabrá! ¡Nunca lo sabrá...!
Y la voz se desvanece en un lamento dolo-roso. El silencio vuelve a reinar. De pronto, una lucecilla de buró se enciende e ilumina sombría-mente la estrechez de aquel cuarto refinado. La delgada silueta de un hombre esbelto y desnudo
 
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se desliza con pesadez hasta el armario. Abre uno de los cajones del mueble. Tiembla.
—Es mejor la muerte... —murmura sofoca-do— La muerte antes que el desengaño, antes que causarle asco y desprecio, antes que conti-nuar con esta terrible desesperanza...
Después de una búsqueda desordenada, el individuo saca una pequeña arma de fuego. Con rapidez vertiginosa la lleva hasta sus sienes y dispara. Se desploma inmediatamente. Deja de respirar. Su demacrada faz queda humildemente cubierta por la opaca luminosidad. Parece con-templar el techo donde su imaginación ya nada recrea. Su mirada ha quedado fija. Sus labios se han entreabierto amoratados...
Víctima atormentada por la Naturaleza.
¿... o por la sociedad...?
 
 
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LA VORÁGINE.
E
l anuncio luminoso de una taberna se encien¬de y se apaga. Son los primeros atisbos de la oscuridad nocturna. La calles van quedando solitarias y silenciosas. Todo se dispone a entre¬garse al sueño alucinador.
Las persianas movibles de la cantina se abren repentinamente y dos hombres salen tam-baleándose, en zigzag...
—Pues si mano... Por esa pena traidora me emborracho... sufro... —hipea—. En mi casa no me quieren... Dicen que soy un fracasado y me insultan.
—Porque te dejas mano., hip... A mí me respetan... Imponte, hip...
—Si tú conocieras a mi vieja.. Ya no es la misma de antes... Ahora es hasta más enojona que mi suegra. ¡Me grita! ¡Me insulta! ¡Me exige más de lo que puedo darle! Me llama desobligado ¡Inútil!... Pobre diablo... Tú sabes que soy lo con¬trario... y por eso mejor voy a divorciarme... Pin¬ches viejas. Nomás se la pasan exprimiéndolo a uno.
—Harás muy bien... no te dejes... Par' eso somos amigos... hip... Invítame otra cubita ¿no?— y regresan al tugurio.
En el interior del negocio, cómplice de la pobreza del hombre mísero, se escucha el es-cándalo lujurioso producido por las disputas que de vez en vez surgen entre los ebrios. La atmós-fera se torna visible y adquiere formas apesa-
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dumbradas con el humo fantasmagórico de los cigarrillos. El olor penetrante del alcohol, arma de dos filos, para volver a la vida o desposar a la muerte, extiende su manto dominante y adorme-cedor.
—Para lo próxima semana, se lo aseguro colega. Ese dinero ya es nuestro...— Un delgado individuo afirma a otro de lentes oscuros que lo hacen dárselas de misterioso. — La viudita pien-sa que ya nos hizo pendejos, pero se ha equivo-cado. Esa comisión estará cobrada en menos de ocho días.— Y la copa de coñac besa amorosa-mente los labios.
—Ojalá licenciado. Nuestros honorarios ante todo. Ella firmó un convenio y tiene que cumplir-lo... si no... verá lo que haremos... —Y fuma vo-luptuosamente un aromático cigarro extranjero.
—Hicimos más de la cuenta para salvarle la casa... Le cumplimos y ahora que la hipoteque para pagarnos el cincuenta por ciento que nos corresponde. Va a ver, colega... va a ver...
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—Y luego su marido se fue... Yo estaba de-bajo de la cama...— Algunos amigos platican sorbiendo cerveza. Todos estallan en carcajadas.
—¿Después que hiciste...?
—¿Tú que crees...? —Y siguen riendo...
*******************
—Vida monótona, carente de belleza. Triste existencia, estéril jardín. Árida montaña de dolo-res... Cuan pronto se va la felicidad y qué rápi-
damente llega la amargura. Océano infinito de aguas salíferas... Hirientes... llagantes. Volcáni-cas rocas sin aliento... —otro de los muchos ex-clama ardiente como profeta al pueblo—. Barba¬rie anímica... Desdicha eterna... Imperecedera flama del odio... Escuchadme todos... Nadie deje de poner atención a mis palabras... Las palabras que predicen el lamentable porvenir... Dejen en-cerradas las preocupaciones... Los deseos... Los brazos del vino nos invitan al goce supremo... ¡Bebamos! ¡Bebamos! ¡Endulcemos la amarga existencia con el néctar del licor...! ¡Escuchadme todos...! Pronto las estrellas desaparecerán del cielo. El sol dejará de enviarnos sus rayos. El hambre y la peste reinarán sobre la tierra y el hombre será la causa de estos sufrimientos, su ambición desmedida, vanidad exagerada y su egoísmo... germen del rencor... execrable... fin de lo humano.... ¡Escuchadme! ¡Escuchadme! ¡Embriaguémonos mientras tanto! Nada es eterno al hombre y disfrutemos de lo único agradable de la vida... —y se lleva a la boca la ya casi vacía botella de ron—Vida monótona... carente de be-lleza... Triste existencia... Estéril jardín... —repite lo de siempre—. ¡Árida montaña de dolores...!
—¡Ya filósofo! Ve a tu casa a curártela, ma-no... —grita un bromista al hombre del discurso. Aquél continúa... como en éxtasis...
—¡Salud! —brindan con un licor italiano tres elegantemenmte vestidos—. ¡Salud!
—Por el éxito del negocio... (Sonríe)
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—Porque siempre esté repleto... (Y sonríe frotándose las manos)
—Porque nunca llegue el fracaso... ( Y son-ríe frotándose las manos y arqueando las cejas.)
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—Tuve la oportunidad de largarme pa'l ex-tranjero...
—¿Y por qué no...? Nada te iba a costar...
—Sí... pero a cambio de...
—¿De qué? —dos apuestos jóvenes plati-can en uno de los más alejados gabinetes del local...
—Tenía que dejar todo... y luego... cuando ella estuviera fastidiada de mí, como es tan rica, en cualquier momento me corría... Y qué iba a hacer yo solo en un país extraño.
—Para entonces ya le hubieras podido sa¬car una buena tajada por separarte.
—Sí... lo sé... Pero no me atreví a hacerlo.
—Prefieres andar con esa simple cabarete-ra. Te da tu buena lana, pero ni la décima parte de lo que te hubiera dado aquella aristócrata rica-chona... —y siguen consumiendo el whisky impor-tado.
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—¡Yo soy muy macho! Ni dos barriles de tequila me emborrachan.
—¡A que yo te gano! Soy mejor que tú... —Nombre... A ver...
—Cómpreme el último cachito... el huerfani-to... —un chiquillo entra ofreciendo un billete de lotería...
—jSalte cabrón! -grita uno de los mese¬ros—. No tienes edad para entrar.. Espera a que seas mayor... Y tengas dinero para gastarlo aquí, como los verdaderos machotes, como esos que están en competencias... —y lo conduce a la puerta... El niño se lamenta... y refunfuña... Ya verán algún día...
La taberna retiemba. Los tres vestidos con elegancia contemplan el espectáculo con ojos de satisfacción... Parecen contentísimos triunfado¬res. -jEsta sí es buena inversión!
—Se los dije... Aunque nos costó muchas mordidas la licencia. No hay otro negocio mejor, ni habrá mientras existan aquellos que les con¬viene que haya esto. Gracias a nosotros muchos seguirán siendo poderosos. Habrá pocos que re-sistan sin sucumbir a los placeres del chupe. Y si los prohibieran, tendrían más atractivo. Además, con el pretexto de que la bohemia es de artistas e intelectuales... jLa pura lana! Y a más lana...pues ya ves...podremos dentro de pronto abrir una ca-dena de nuestro negocio. Hay que estar bien con las autoridades.
Y la buena noche prosigue su danza, mien-tras en la taberna continúan entrando más y más hombres, o pseudo. Refugio de los anémicos del alma. Explotación de las debilidades humanas. Cómplice de la miseria. Forjadora de la desdicha. Templo de los imbéciles, asilo de los cobardes... y de los esclavizados...
********************
 
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v
EL ROBO DEL ELEFANTE BLANCO
arios descendieron de la camioneta. Altos y bajos, gordos y delgados. Sus rostros furi¬bundos de mirada exploradora trataban de ver en cualquiera a un sospechoso. Y caminaban como queriendo atemorizar a los despreocupa¬dos transeúntes... Su prepotencia reflejada en la mirada y apoyada en una pistola resguardada en la cintura, se abría paso entre la gente que evita¬ba temerosa cualquier contacto con aquellos hombres de la ley.
Entre tal aspaviento conducían a un indivi¬duo de triste aspecto: Moreno, mirada oscura, sonrisa muerta; arqueadas las cejas y gruesos los labios; rostro y corazón temerosos... sin explicar¬se porqué...
No había cometido el enorme robo del que lo hacían responsable, aunque el total de las conjeturas, de las sospechas, recaían en él. Sin embargo...
Había sido el último en salir de la oficina, lo reconocía; dos horas más de lo normal, pero él había permanecido aquel tiempo tan solo para terminar un trabajo que urgía. Muchos de sus amigos y compañeros así lo afirmaron. Nadie po¬día creer que él fuera un ladrón a pesar de las pruebas que existían en su contra No obstante...
 
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Los agentes lo habían aprehendido y lo lle¬vaban a los separos de la procudaduría. Su deber era cumplir con la justicia y trabajar por ella. Ni ruegos ni súplicas de la esposa y de los padres del reo les importaron. ¡Tal era la rectitud de tan nobles y necesarios servidores públicos en una sociedad de fecundo comercio!
A los compañeros de oficina del acusado les parecía increíble que un hombre como él, hubiera robado, y sobre todo, cuando era uno de los em¬pleados de mayor confianza en la institución, con tantos años de trabajo allí
Ahora, aquel prestigio se derrumbaba. La honra ganada con tanta dedicación y esfuerzo se venía abajo. El señor gerente estaba indignadísi¬mo. Había que darle un escarmiento al ladrón. La justicia debía obrar con mano poderosa
El grupo de hombres atravesó por largos y oscurecidos corredores. Llegaron hasta un portón de fierro y uno de ellos, el más gordo y de más baja estatura, abrió. Hicieron que el preso se adelantara. De un fuerte empujón lo metieron.
El delincuente mostraba aún cierto aire de serena altivez.
—Con que muy valiente... ¿No? —dijo uno encarándosele.
—¡Aquí vas a desembuchar la verdad o te rompemos la madre!— Rabió el otro que aparen¬taba ser muy malo. Los ojos del detenido res¬plandecieron de ira al escuchar aquella ofensa. Dos lo sujetaron de ambos brazos y el más forni¬do de todos descargó un puñetazo en el estóma¬go del preso.
—¡Vas a confesar, sí o no! ¿Quiénes fueron tus cómplices? ¿Dónde está el dinero? ¡Habla! ¡O
quieres que te demos más fregadazos! — el pri¬sionero se retorcía de dolor. El fornido siguió dándole golpes. Uno... dos... tres... muchos más... y a cada pregunta el reo contestaba negativamen¬te. Los hombres-bestias lo martirizaban como si trataran de obligarlo a reconocer la falta no co¬metida, como en tiempos de la Inquisición.
El acusado no pudo resistir por más tiempo aquella lluvia de golpes y perdió el sentido. Se desplomó y quedó tendido en el mugroso piso. El fornido todavía le dio un puntapié...
Varios días de constantes sufrimientos pasa¬ron; varios que fueron como siglos, como eterni¬dades....
El reo estaba decidido a reconocer los car¬gos que se le atribuían. Eran preferibles algunos meses de cárcel que un día más de tortura: Nada más de recordar el tanque de agua sucia, el ex¬cusado lleno de excremento y orines, los toques eléctricos en los testículos, se estremecía.
El recluso se había transformado en un gui¬ñapo. La barba crecida, amarillos los ojos, tem¬blorosos y entre abiertos los labios; adolorido, amoratado, casi muerto...
En el rincón de la celda maloliente y oscura se hallaba cuando el portón se abrió y dos hom¬bres entraron sonriendo:
—¡Te salvaste cabrón! ¡Ya cayeron los ver¬daderos ladrones! —El reo enarcó lo más que pudo las cejas...
—¡Qué! —exclamó sin poder decir otras palabras...
 
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—¡Vas a quedar libre...! —y conducido por los celadores el acusado salió, fue llevado hasta unas oficinas y allí, después de los trámites re-glamentarios lo declararon libre de cargos.
Un individuo despótico le dijo algo que él, tan emocionado, no alcanzó a comprender... que le código... que la ley... que la sociedad...
Al final sólo entendió que le decían:
—Dispense usted...
 
 
 
 
EL DESIERTO ROJO
Y
la mujer de cabellos rubios, de rostro perfecto, de ojos cielo y talle cimbreño caminaba orgullosa por la transitada avenida; parecía tan segura de sí misma y de su belleza que los hombres volvían la cabeza a su paso para admi¬rarla y lanzarle piropos osados.
Las mujeres comunes alzaban despectivas las cejas o fruncían el seño envidiándola, pero ninguno, ni los ingenuos, dejaba de quedar estu-pefacto ante aquella Venus en movimiento.
Como una aparición incontrolable, cual viento abriéndose sendero en la maleza, la mujer seguía avanzando, inconmovible, como de cristal configurada.
De improviso se detuvo y comenzó a buscar por todas partes, aunque nadie aparecía. Hizo señas a un automóvil de alquiler que en esos momentos transitaba por ahí para que se detuvie¬ra. Todos la veían con asombro. Lo abordó. Or¬denó al chofer el lugar a donde debía conducirla. Él obedeció pasmado. Algunos corrieron para verla más de cerca.
Pero el automóvil se tornó correcaminos hasta desaparecer entre las concurridas calles del centro de la urbe.
*******************
Tras los cristales de la portezuela del coche la mujer se miraba pensativa, como si se adentra-
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ra en el panorama impreciso de su mente y a na-da atendía, ni siquiera al ruido del motor del auto que la llevaba, ni a la melodía surgida del insigni-ficante radio portátil con el cual el conductor se solazaba. Parecía que ella sondeaba en sus des-nudeces escondidas, en aquellas jamás mostra-das... y...
(.... tengo fama... dinero... admiradores... amantes... todo... y sin embargo no soy feliz. Un vacío mortal me invade... Un algo que ya no ten-go... un algo que perdí no sé cuándo., ni dónde... Estoy tan abatida. Me siento estéril... Nada de lo que hice... de lo que hago... de lo que haré me parece atractivo. Mi vida es un desierto...un rojo desierto palpitante...temeroso de seguir al futuro. Sin apoyo... sin aliento de existir... ¿Qué hacer...? ¿Cómo vencer este yugo interior? ¡No resisto más! Trato de aparentar lo que no soy... y ya no puedo... no puedo... ¡No puedo...!) Y cerró con fuerza los párpados, como si hubiera deseado no abrirlos más.
—¿Le sucede algo? —preguntó curioso el chofer que desde el ascenso de aquella famosa beldad iba boquiabierto y...
—No... simplemente tengo sueño... mucho sueño...
—Yo creí que ustedes no dormían...
—No lo comprendo.
—Es que como tienen tanto dónde divertir-se... pues...
—¿Usted cree...?
—¡Claro! Al menos para los pobres como nosotros, el dinero es hermoso.
—¿Sí...? —y sonrió con desgarrante amar-gura.
—Quisiera que me diera su autógrafo...
—No puedo... lo siento... Ahora no... Otro día... Por favor en esa casa —cortó la entrevista y sacó billetes de su bolso—. Cóbrese... lo que so-bre es para usted... y que esto lo haga feliz.
—Pero es más de lo debido... cien veces más de lo que deber ser.
—¡No importa! —el auto se detuvo. La her-mosa bajó El conductor le dio inverosímiles gra-cias y se alejó sonriente sin comprender por qué aquella rica mujer que poseía limusinas y autos deportivos, había descendido a tomar su insignifi-cante taxi.
Mucho tiempo la rubia permaneció frente a la puerta de la mansión a donde había llegado sin decidirse a entrar. Semejaba una sombra reful-gente. De pronto su rostro adoptó una mueca in-definible y con rapidez abrió y se introdujo.
(Ya nada más hay que hacer... ¡Estoy tan cansada! Demasiado cansada... Necesito dor-mir...) y la diosa, en la penumbra de una estancia se tendió sobre un sofá con desgano...
—Vacía... estoy vacía... —murmuró.
Al cabo de unos minutos se incorporó brus-camente. Cogió un vaso con vino que se encon-traba sobre una mesa de cedro, tomó un sobreci-llo que se hallaba a un lado y depositó su conte-nido en el cristalino recipiente... —Es lo mejor—. Y una lágrima rodó, como actuando.
Al día siguiente todos los periódicos del mundo daban la infausta noticia de la muerte de una gran vedette. Y nadie había que no se pre-guntara porqué.
El negocio del espectáculo se vio fortalecido en su ventas...
 
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LAS TROYANAS
-I
O MÁS VALE TARDE QUE NUNCA
laman... ¡Anda...! Ve a ver quién es...
—Sí, señora. Inmediatamente...
El timbre sonaba efusivo y una dama atavia¬da con lujo ordenó a la moza que le servía el té.
Aquel sitio intentaba ser admirable; semejan¬te a los antiguos palacetes romanos: pisos y co¬lumnas de mármol, portentosas estatuas, direc¬tamente reproducidas de los originales de la anti-güedad griega; de las paredes colgaban cuadros como neoclásicos elaborados al óleo; de los te¬chos pendían varias lámparas resplandecientes de cristales. Y como para completar el marco de aquella elegancia, a fuerza, los muebles, hechos con maderas finísimas, combinaban con las corti¬nas de seda oriental que engalanaban los venta¬nales de la enorme estancia.
—Es el señor Soleil... —informó la empleada a la patrona.
—¡Ah! Mi buen amigo. Que pase... que pa¬se. —con sofisticación.
Después de unos segundos entró un indivi¬duo alto y grueso que la saludó ceremoniosamen¬te. Su acento francés aunado a su fúnebre porte le daban el aspecto de los antiguos condes ver-sallescos... Su mirada era triste.
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—¡Cuánto agrado me causa su visita mon cheri' —exclamó la dama rica.
—Vengo de prisa, madame. Traigo una no-ticia infausta.
—No me diga. ¿Qué, mon cheri?
—Murió mi tia, la duquesa.
—¡Cómo! ¡No puede ser! ¿De qué...? Ape-nas hace una semana nos vimos en el club. ¡Oh! ¡Qué pena. .! —y sus ojos se inundaron de lágri-mas...
—Sé que usted y ella eran buenas amigas, madame.
—¡Muchísimo! ¿Pero de qué falleció?
—De un síncope. Mañana la enterraremos. Vine a comunicarle para que... Esperamos que vaya a acompañarnos.
—¡Por supuesto que iré! No faltaba más. Nos veremos en el duelo...
—Mis primos y yo se lo agradeceremos mu-cho. Excusez-moi que me retire. Solamente le suplico que ruegue por el eterno descanso de mi amada tía.
—Se lo prometo. Créame que en verdad lo siento... —y con el pañuelo de seda sacado del bolsillo de la bata que llevaba puesta, se enjuga-ba el llanto. —¡Éramos tan buenas amigas!
—Lo sé... lo sé... —y el adolorido se despi¬dió con voz quebrada.
—Lo acompaño hasta la puerta.
—Merci... —susurró.
*******************
La dama regresó pensativa a la desfasada estancia de la residencia mexicana y se recargó
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en uno de los pilares, como afligida por la mala nueva, pero...
(Y ahora cómo le voy a hacer. Ya había comprado los boletos para la función del teatro griego. Ni modo de perdérmela A las muchachas no les agradaría... ¡Ya sé' Primero iremos al tea-tro... y a la salida pasaremos a estar un rato con los Soleil. Nada más para que no digan... No nos conviene su enemistad.) y tarareando una can-cioncilla piafiana subió graciosamente por las marmóreas escaleras nacaradas rumbo a su re-cámara rococó.
*******************
Un automóvil de lujoso y moderno diseño se detuvo a las puertas del teatro de comedia. Tres mujeres vestidas de negro ascendieron a él entre el amontonamiento que en ese instante salía de la función.
—¡Qué buena obra! —exclamó una de ellas.
—¡Qué actuaciones! No hay otros actores en el mundo igual a ellos. Si lo digo, niñas; como los griegos no hay otros. ¡Grandes trágicos' ¡Cómo saben descubrir el alma humana y los gi¬ros de sus pasiones! Hoy el gran teatro no es igual al de antes...
El carro emprendió la marcha para deslizar-se asombrosamente entre las calles apenas ilu-minadas por los faroles eléctricos. Eran como las diez...
Las avenidas se miraban desiertas. Preva-lecían las sombras sobre la luz...
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—¡Qué gracioso el personaje cómico! Fue la tónica escénica entre tanto dolor... —y reía al re-producir interiormente lo visto durante la función...
Al poco tiempo, entre bromas y risas, estu¬vieron en su destino la dama elegante y compa¬ñía...
—¡Sshh! ¡Muchachas..! Ya llegamos... —indicó tratando de acallar las voces ¡Pórtense serias! ¡Coloqúense los velos...!
Y las enlutadas, por fuera, bajaron del auto¬móvil y entraron a la imponente mansión de los Soleil con los rostros atormentados por el dolor y los ojos preñados de lágrimas.
 
 
Adentro se escuchaban rezos y llantos...
 
 
 
 
EXTRAÑO INTERLUDIO
I
a caja de música trashumaba los espacios con su melódica nostalgia. Sus tenues vibra-Aciones, moduladas en invisible y delicado vai¬vén de compases deleitosos, adormecían la reali¬dad que como metáfora silente, se convertía en divagación interna, en reminiscencia taciturna, en floración de recuerdos. La caja de música lanzaba como campanillas trémulas la notas ensoñadoras de su maquinaria hacia atmósferas inasibles y se perdía entre ellas. Alguien las escuchaba.
La tarde se impregnaba de durmiente elíxir. Y sus ojos se apagaban lentamente, pues con besos delicados y amorosos, las sombras intan¬gibles de la noche la iban cobijando.
Y la caja de música proseguía con su delei¬table invasión. Todo se fundía en abrazo magnifí¬cente y supremo: Crepúsculo y dulzura rítmica; añoranza lumínica y ritornelos de vida; íntima beldad entre el paso de las horas. Y a lo lejos, explosión de colores purpurinos. Tranquilidad. Invitación al pretérito, a la ensoñación, al recuer¬do... El ocaso.
Desde la gigantesca, rectangular y desafian¬te ventana modemoide de un elevado e imponen¬te edificio, alguien oculto entre las nacientes sombras, contemplaba el horizonte.
 
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Observando las tonalidades del atardecer, exploraba el pasado como si quisiera detener el transcurso de su existencia. Y algo le hacía sentir como una ave desterrada y fugitiva, lejana de la ruta de oro y de la senda de la luz. La tintineante música continuaba. Y pensaba en lo que había sido... en lo que era... en lo que había soñado ser... resurrección del tiempo, tiempo muerto y asesinado; asesinado en la lucha pandillera por vivir para vivir...
(¡Cómo han pasado los años! Parece que apenas ayer fue... y sin embargo hace tanto... Es sorprendente cómo el tiempo se encarga de irnos separando de lo que alguna vez era casi nues-tro... y ahora ya no lo es...
Los recuerdos me cercan la conciencia y... De todo aquello... sólo esto me queda... una caja musical que...
Y aquella inmensa casona en la que pasé días dichosos de mi infancia, entre alegres jue-gos... entre amigos... Juntos corríamos por aque-llos patios de construcción antigua y gritábamos enloquecidos de gusto.
Allá crecía... crecía sano y risueño. Aún no acertaba a vislumbrar lo que no sé quien... me deparaba...
...y aquellas tardes otoñales de oros fatiga-dos, cuando tes clases habían terminado y nos congregábamos los de la palomilla para platicar de viajes extraordinarios, fantásticos: La luna, los planetas, regiones desconocidas y misteriosas eran nuestros objetivos... Juegos... juegos senci-llos... ingenuos. Nada sabíamos de...
La alegría nos unía a los del barrio en amistad verdadera y sin mancha... unión mosque-
tera sellada en ocasiones con sangre, como en las novelerías. Nos obstante...) suspiró (...poco a poco fuimos creciendo y cambiando.. Cada vez éramos menos iguales... nos volvíamos distintos... diferentes. Soñábamos en castillos de oro y nos afanábamos por llegar hasta ellos, aunque co-menzábamos a comprender que la vida se torna¬ba otra... lejana de nuestras ardientes concepcio¬nes juveniles... y nos desuníamos... Nuestra amistad hermana se desangraba y cada quién emprendía la búsqueda incesante, ignorada, de lo imaginado siempre...
Quince... dieciséis., diecisiete... dieciocho años... y el mundo nos filtraba su realidad lace-rante. Para comer había que trabajar al servicio de mentes cretinas y explotadoras; para gozar era necesario hacer sufrir a los demás; para triunfar nos veíamos obligados a pisotear a los que nos lo impedían...
...yo me aferraba a no cometer tales indigni-dades: estafa... engaño... fraude... robo... abuso... corrupción... pero el mundo me empujaba a hacer-lo... No había de otra...
...hasta que lo logró...
Apenas si recuerdo el nombre de los mu-chachos con los que formaba la gran familia. ¿Dónde estarán? ¿Qué es lo que harán? ¿Serán algo...? ¿Cómo vivirán? ¿Quién lo sabrá...?
Emprendimos al aventura por caminos tal vez absolutamente opuestos... pero ni modo... así se vive... o al menos así se cree...)
La cajilla de música agonizaba en sus notas cristalinas y se iba apagando, como una vida. Aquel individuo meditabundo seguía contemplan-do el vestuario de la noche recién llegada y el de
 
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te exuberante metrópoli que desde la ventana del departamento relucía.
No hubiera podido adivinar si las luces de resplandecientes fulgores que mixtificaban el pa-norama eran del celaje o de la inmemorial ciudad. Las estrellas y los focos mercuriales se confun¬dían en lúbrico abrazo, en estrujamiento cósmico, en unión estratosférica, en cópula espacial...
Y las moribundas campanillas de la caja
musical seguían trashumando su melódica nos¬
talgia en el oscurecido vacío. Sus tenues y sau-
dadosas vibraciones, cada vez más débiles, se
iban tornando imperceptibles. Y el pensativo, el
añorante, persistía hundido en el ayer, como si
deseara su retorno imposible.
La música cesó. Con desgano amargo tomó la caja musical entre sus manos y la contempló sonriente. Algo sintió dentro de sí que lo hizo murmurar entre suspiros...
—¡Lástima! ¡Ni modo! ¡Así se vive! Así... si no se quiere perecer asfixiado por los demás... Yo, lo juro, deseaba fervientemente ser diverso a lo que soy... y hubiera podido... pero nadie me alentó... nadie me brindó ayuda... ni oportunidad. Cada quien para su santo...y que te vaya bien, si te dejas...
Nadie confió en mí... ni puso sus esperan¬zas... Al contrario, muchos se encargaron de hundirme... de destrozarme... hasta que me transformé... ) y al contemplar las distancias enlu¬tadas, sentía llagársele el corazón, el poco que aún poseía... si es verdad que para algo le servía aún ese músculo del desamor...
Y vislumbrando las negruras del horizonte,
escuchó por la calle el estruendo de un automóvil
que llegaba veloz hasta las puertas del edificio y allí se detenía. Se oyeron pasos precipitados. Ascendieron por el elevador.
Cuando el pensativo percibió aquello, guar¬dó la caja musical en la bolsa de su saco. Cogió un sombrero y un abrigo que se encontraban col¬gados en un perchero y esperó a que llegaran El timbre de grave matiz sonó El añorante fue a abrir...
Apenas lo hubo hecho, dos hombres entra¬ron presurosos...
—Ya todo está listo jefe . El golpe ha sido dado...
—Estaba seguro... —contestó el pensativo.
—¡Es usted genial jefe! Mañana cuando abran el banco se van a llevar una gran sorpre¬sa... y nosotros estaremos ya muy lejos del país.
—Estuvo re'fácil... mientras yo desconecta¬ba las alarmas, éste se encargaba de las cajas fuertes... —intervino el otro..
—¿Sacaron lo que teníamos calculado? ¿Y los diamantes?—preguntó el alguien.
—¡Claro! ¡Nunca había visto tanto dinero junto! ¡Y las piedras! ¡Qué bárbaro! Y todo gra¬cias a usted que es tan inteligente... Lo tenemos todo allá abajo en el coche, en las maletas...
—¿Compró los boletos de avión? Esta mis¬ma noche tenemos que salir.. Así nadie se dará cuenta de quiénes fueron y por más que nos bus¬quen...
—Sí... A las seis de la mañana salgo. . —murmuró misterioso el pensativo.
—¿Salimos... no? -exclamó uno de los asaltantes.
 
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—¡No! gritó el jefe al mismo tiempo que sacaba un revólver y disparaba silenciosamente sobre los dos desprevenidos delincuentes. Ambos cayeron fulminados al instante. Sus rostros adoptaron muecas estrafalarias y repugnantes. El pensativo sonrió
—¡Ja' ¡Así se vive' Ahora a gczar a Euro¬pa... y exclamó mirando a los asesinados— iPendejos! Hicieron el trabajo por mí... aunque nada les iba a tocar.. ¡Idiotas1 ¡Así se vive! -y el añorante, tal como estaba, salió deslizándose como una sombra del departamento Llegó hasta la calle y abordó el automóvil
(Al aeropuerto ..) pensó y puso en marcha el motor. El auto se alejó en silencio
En los periódicos del mediodía se miraban dos grandes encabezados Uno anunciaba el in¬compresible robo al Banco Nacional... y el otro informaba sobre el terrible accidente aéreo pro¬vocado por una explosión en pleno cielo, del cual nadie había quedado a salvo...
En la sección de la nota roja aparecía el informe acerca de un misterioso doble asesina¬to... ¿Cuáles serían los motivos?, iniciaba así el curioso reportero una sensacionalista suposición
Después de haber pasado por lo trámites reglamentarios para salir al extranjero, el pensati¬vo subía por las escalerillas del avión y una aza¬fata, como a todos, lo recibía sonriente. Otra le pidió su pase de abordaje y lo condujo gentil hasta el asiento. A los pocos minutos la aeronave emprendía el vuelo hasta perderse en los azules espacios serenos, apenas algodonados de esca¬sas nubes.
Allá en la alturas, el despiadado sonreía al escuchar deleitosamente la romántica y melancó¬lica melodía de su caja musical...
—¡Así se vive! —murmuró entre las tenues vibraciones moduladas por el invisible y delicado vaivén que producía el pequeño y hermoso arte¬facto...
IB
 
LOS OLVIDADOS
 
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-¿
Y en qué te ocupas después de clases-?
-En nada... en nada.. Mejor di¬cho, sí. Sí hago algo: vagar Vagar siempre. Di¬vagar y perderme entre las calles y confundirme con la niebla matutina... o con las sombras de la noche... hasta remontarme a... en busca de... de no sé qué... quizá de un anhelo... de una ilusión... de una esperanza... de una quimera... de una lá¬grima... de una respuesta... de un lamento... de un grito... de un sollozo... de un suspiro... Siem¬pre voy tras de... No sé. Así fluye mi existencia... como río sin cauce... como mar sin límites... como paisaje sin horizonte... como cumbre sin altura... como abismo sin precipicio... como día sin sol... como noche sin estrella... como alma sin alma...
—Pues no me explico, mano. ¿Cómo es que puedes conformarte con eso? ¿Cómo te agrada vivir así, si tú tienes de sobra...
—Es cierto... mas no me importa. Que trans¬curra la vida y que yo la ignore. Nada quiero sa¬ber de ella, ni vislumbrarla, ni percibirla...
—¿Y no tratas de hacer algo? Fórjate un ideal. Fecunda tu vida con... pues...
—¡Bah! Soy un triste paisaje, un panorama melancólico... Es un pago a las hazañas de mi familia. El costo de sus momentos brillantes... y eso... hecho está... Los grises matices de la tor¬menta que se agita en mi cerebro me lo repro-chan con abiertas protestas desolantes; en com-
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pases dolorosos y sombríos. Es como un griterío extraño de melodías amargas, dolorosas e in-termitentes.
—Pues yo no entiendo aún tu comporta¬miento... Nada haces por vivir... Eso de sentirse filósofo esta bien pero... tienes lo que yo tanto ansio. Tu padre es multimillonario. A ti y a tus hermanos les cumple cualquier deseo insignifi¬cante que parezca: Carros... Viajes... fiestas... chequera... Debías ser como tus hermanos... Ellos sí que aprovechan lo que tu padre puede darles... ¡Quién no quisiera estar como tú!
—¿Así piensas? ¡Qué equivocado estás! María sufre, a pesar de sus apariencias de mujer elegante... y de gran mundo... María llora... Y aunque pretendientes no le faltan., y aunque a ninguno desprecie... a nadie ama de verdad.
Ella se ha entregado a muchos... pero nin¬guno la ha dejado feliz... Es hermosa, mas hay algo en su mundo que le impide arribar a la pleni¬tud... Y yo sé lo que es...
Alejandro... ¡Bah! Siempre afanado en los deportes; ya en las carreras de autos; ya en el americano; ya en el tenis. Goza mostrado su vigo¬roso esplendor físico... Sus conquistas amorosas por su aspecto de Adonis... y su semivalentía... Cuando ha logrado que alguna se le dé... la abandona... y siente un absoluto desprecio por ella... y la humilla... y se yergue altivo... arrogan¬te... como si demostrara que ante él... nada vale... y las escupe. Sin duda pensarás que esto lo hace ser plenamente dichoso, pero no... no... Se comporta así porque busca algo... algo que no sabe... aunque yo sé lo que es...
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¿Y Jorge? Su comportamiento me da risa. Tiene relaciones sexuales de todo tipo. . primero se hastió de las mujeres,., después de los hom¬bres... y ahora tiene que estar con ellas y con ellos al mismo tiempo para sentir placer... Ade¬más... dilapida el dinero que mi padre le da en drogas: morfina, opio, mariguana.
—¡Jijos! Esa vida ya la quisiéramos más de mil pobretones como yo que tenemos que joder-nos trabajando. ¡Buf! ¡Trabajar! Y eso para medio sostenernos y vivir a duras penas.
—No sé por qué ambicionas una vida como la mía. Si pudiéramos decidir antes de nacer, yo hubiera escogido un lugar humilde, aunque tuvie¬ra que destrozarme a cada hora para comer, para reír, para existir... Uno en el que, al menos así lo pienso, poseyera algo para tener la voluntad de vivir... La voluntad de vivir.
—¡Ay mano! Palabra que no sabes lo que dices. . Esa filosofía que estás estudiando... te afecta...
—No creas que porque la estudio. Esto es algo que asumo porque lo siento... es parte mía... y lo sentimos aquellos que gozamos de la dulce opulencia, sin hacer nada, sin que nos falte lo mínimo en lo material, porque dentro de nosotros, en lo más profundo, en lo más hondo de nuestra sensibilidad palpamos una ausencia... aunque no la decimos... sino que tratamos de ocultarla, de no descubrirla. Y para eso amamos con falsedad, compramos lujos y amistades, hacemos perjuicios y daños, nos burlamos del mundo, de este mundo del que estamos hartos, del que despreciamos.. Por ello nadie escapa a nuestros ultrajes...
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—¡Ya quisiera tu situación! A pesar de lo que dices... Cuando se tienen unos padres tan padres como los tuyos, ricos e influyentes, la me¬sa está puesta, ¿¡para qué preocuparse en tonte¬rías!?
—¿Sí? Lo afirmas porque sabes lo que es luchar por vivir... y no conoces lo terrible de com¬batir para no hundirse en el tedio de no hacer algo que en realidad nos satisfaga plenamente Por eso es que se nos ocurren miles de estúpidas extravagancias para no sucumbir en el ocio abu¬rrido de nuestra clase... ¡Poderosa! Bah.. Y co¬rremos autos, motocicletas, yates, avionetas: dul¬zura letárgica e inútil.
...Eso es lo que hago. . lo que hacemos... Buscamos novedades que entusiasmen nuestros espíritus hastiados y nos divertimos a costa de los demás... y robamos, sin necesidad, y llegamos a matar, por placer, sólo por sentir distintas mono¬tonías, pues mientras seamos así... frutos de ricos huertos... no tendremos... jamás... el logro de lo que colme nuestro plomo con alas creadoras. Y aunque en nuestros rostros de privilegiados se revele el desprecio, la valentía estúpida, el inútil arrojo, sólo existe miedo... un miedo angustioso por no cumplir algún anhelo superior... por no sa¬ber qué hacer... ni qué alcanzar...
Así somos nosotros... Esto es lo que hago... lo que hacemos... los hijos de los potentados... los futuros herederos de millones, castillos res¬plandecientes, iluminados provistos de pedrerías maravillosas, pero abandonados... abandonados desde el momento en que nacimos... y vacíos... ocultamente vacíos... aunque nos afanemos en
parecer lo contrario... Tu pregunta está contesta¬da...
Los dos amigos quedan en silencio. El hu¬milde piensa en la grandiosidad de las riquezas y el privilegiado en la magnífica y fructífera lid de ganar el pan con trabajo, con esfuerzo, con ansia amorosa...
Las luces de la Ciudad Universitaria co¬mienzan a encenderse...
Anochece... y cada uno se siente como en los extremos del olvido.
 
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MADAME BOVARY
P
ito era un perro mechudo; ensortijadamente blanco como de algodón, o cual las nubes cirrosas que aún no dan indicios de liquidez, y acaso más exacto, según su dueña, parecía un ramo de margaritas que no han sido desfoliadas. El fino pelaje que lo cubría era de esa tersura in¬definible de la seda. Y para acrecentar su apa¬riencia delicada, su ama diariamente lo bañaba con oloroso jabón de rosas. Era, por consecuen¬cia, lo que se dice, un perrito encantador y de perfumada educación. Ella lo quería tanto.
Sus ojos, negras canicas, apenas si brilla¬ban entre los níveos pelos que caían sobre su carita graciosa y redonda. La naricilla se le ele¬vaba respingona, como alerta, como decidida a descubrir los más inolfateables olores. Y su hociquito. ¡Ah! Negra raya que se escondía entre varios filosos y pequeños dientes, ya tenía la ex-periencia de haber saboreado uno que otro pedacillo de insolente muslo humano.
Nadie habría pensado que aquel canino, en otros tiempos, hubiera pasado por sarnoso y vul¬gar perro de barrio, enmugrecido con tierra y ho¬llín, abundante en parásitos y además, como si fuera poco, un simple hurtador de huesos: de pe¬llejos o de lo que pudiera Más de una vez sintió el dolor causado por escobazos o pedradas. En dos ocasiones escuchó muy de cerca el zumbido
 
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de las balas. Sin embargo, él continuó ejerciendo su vida delictuosa hasta que...
Una mañana paseaba disfrutando del sol de invierno, débil e impotente, por un jardincillo, marchito y descuidado, con el fin de descansar bajo algún arbusto, ya que la noche pasada había sido verdaderamente de perros, difícil y llena de peligros. Por callejero se lo habían querido llevar a la perrera de la ciudad y él había tenido que escapar de aquella monstruosa pena., .patas para cuando son!... y huyó. Vagó durante las lar¬gas y oscurecidas doce horas de la noche. A ca¬da instante se le figuraba que lo aprendían. Cual¬quier sombra, cualquier bulto, cualquier ruido lo asustaba.
Qué tranquilidad le invadió cuando el día por fin regresó con sus ropajes de luz sin impues¬tos para extenderse sobre la faz inmensa de la tierra enmugrada. Sentía mayor seguridad y los temores se empequeñecieron.
Y así, dormitando con gran deleite interno se encontraba, cuando una voz meliflua y mujeril vino a interrumpir sus sueños de perro.
—¡Pobrecillo!... —y él se hizo el dormido — ¡Mira qué bonito! Un poco sucio en verdad, pero con un buen baño, una peinada, un buen insecti¬cida y quedará como nuevo... —y Pito seguía es¬cuchando...— Vamos a ver si lo podemos llevar a casa. Me gustan tanto los perritos... Además, no tiene aspecto de perro corriente...— y sintió que se le acercaban. Rápidamente se incorporó. Su mirada vertía desconfianza... Quizo huir... pero con suerte le convenía y...
—Ks...ks...ks... lindo perrito... ks...ks...ks... Véngase para acá mi rey... No le voy a hacer da-
ño... Ándele... ándele... Estése quietecito... Lo voy a llevar a mi casa... Yo voy a ser su mami... Allá nada le faltará... Tendrá mucho que comer... No sufrirá peligros ..ks...ks... Véngase para acá... -
En un principio el animal se mostraba re¬nuente, pero la dama, sin sucumbir en su propósi¬to, insistía perseverante y aniñada. Por fin, luego de la tentadora seducción provocada por un pas¬telillo, la mujer lo pudo coger y como no era muy grande, lo levantó entre sus brazos para llevarlo hasta un automóvil. El perrillo como que se deja¬ba acariciar tembloroso y se entregaba en lángui¬do abandono a la mujer. Lo puso en la parte de atrás. Llamó al chofer y subieron al coche para emprender la marcha.
Aquello había parecido un sueño. Desde entonces el canino jamás había padecido enfer¬medades ni hambres ni tristezas ni miedos. Ahora todo se había transformado gracias a aquella no¬ble amante de los animales
Le pusieron por nombre Pito y él, trataba de reafirmar la buena voluntad que su ama le había depositado a cada instante. A dondequiera que ella iba, Pito la acompañaba : Pito al cine, Pito al club, Pito al jardín, Pito al patio, Pito al sofá, Pito a la cama... Y la mujer se desvivía por atender a su lindo mechudo. Le servía trozos de carne, le¬che con huevo, vitaminas y por supuesto, las mejores causas de su conquista, los más variados y suculentos pastelillos importados de Francia...
Cierta vez tuvo un serio disgusto con uno de sus criados que olvidó darle su acostumbrada alimentación...
—Verás malcriado... ¿Por qué lo has estado maltratando?
 
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—No señorita.. Ya le di de comer...
—Te he vigilado constantemente desde ha¬ce días. A partir de hoy ya no seguirás trabajando como mozo en esta casa... ¡Quedas despedido!
—Pero... No tengo a dónde ir... Usted lo sa¬be...
—¡No me importa! ¡Largo de aquí! —Ultracolérica —No busqué a quien viniera a cometer daños en mi propio hogar...
—Perdóneme... le prometo que no vuelvo a hacer lo que usted piensa... aunque no lo haya hecho...
—¡Y me dices mentirosa! ¡Es el colmo! ¡Basta! ¡Fuera de aquí! Inmediatamente.
—¡Perdóneme...! —y el mozo, un muchacho de quince años, suplicaba lastimeramente.— ¿A dónde voy a ir? Usted me trajo de mi tierra con la promesa de que me iba a pagar bien... Sabe que no tengo familia en la ciudad... No sea así...
—¡He dicho largo, malagradecido! Re¬contra-colérica.
—Tan siquiera déme el sueldo de los días que he trabajado.
—¡Qué te voy a dar! ¡No lo mereces! ¡Lárgate como viniste! ¡Desdichado! —y la ofen¬dida lo sacó a empellones de su mansión.
—¡Nada más porque tiene dinero me grita! ¡Ojalá que nunca se arrepienta!
—¿Arrepentirme? ¡Ja! Me causas risa... ¡Fuera de aquí! ¡Ya no me fastidies! ¡Insecto!
El muchacho se retiró apesadumbrado y la noble mujer, de la Sociedad Protectora de Anima¬les, lo miró alejarse hasta perderse como un punto en el horizonte rectilíneo de la calle.
Cuando lo perdió de vista, con su acostum¬brada voz meliflua y quebradiza llamó al mechudo Pito y como si hablara con él, como si compren¬diera que le entendía, exclamó contrariada:
—¡Bah! Tal parece que voy a pagarle a esta inhumana gente para que venga a maltratar a quienes tanto protejo...¡Ahora sí que iba a estar bueno!—Y poniendo la mano sobre la cabeza del can, comenzó a acariciarlo con inmensa ternura... Mientras más conozco la ingratitud humana, más
amo a mi Pito.
Y como en los cuentos de hadas: Y vivieron muy felices el lindo perrito y su noble protectora...
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¿HIROSHIMA O…?
F
in de año... El cielo viste negruras azules y solamen¬te las estrellas, pedrería imperialista, usufructo cinematográfico, lo adornan en telones infinitos. Una, grande, blanca resplandeciente, como señal luminosa, refulge sobre las demás. Es Marte, el lujurioso guerrero.
Los edificios de la urbe laberintosa se han envanecido de luces y reflectores; resplandores hipócritas de campanitas santaclosianas. Por las amplias avenidas la claridad opaca a las sombras con su reverberar de teatreras nieves tropicales sobre trineos de falsedades. Cientos de foquillos multicolores, collares titánicos, flotan en el vacío entre cánticos de sopranos infantiles y apócrifos que ululan sus campanas de Belem...
Y hay tanta luminosidad que la noche se hace día... la oscuridad se desvanece... la tristeza se diluye... Y se piensa en la buena noche que los envuelve...
Por doquier explotan geiseres de risas y rasgan con su sonoridad el sosiego nocturnal. El brillo de la fe, de la ilusión y del amor por tempo¬rada extiende sus trémulos fulgores a los ojos de cada uno de los seres que ríen... entre panfletos.
En los templos de lujo los fieles como que entonan prendidos, vivificantes baladas celestia¬les: "Oh María... madre mía... oh consuelo... en mi dolor... amparadme y llevadme... a la gloria ce-
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lestial... y sus almas se impregnan de místicos aromas para recantar... "Oh María... madre mía., oh... consuelo en mi dolor..." Mientras tanto, en otros rumbos de la esplendente ciudad, eclosio-nan entre juegos pirotécnicos los ritmos sofocan¬tes y efímeros para entregarse voluptuosos a los que bailan y vibran de placer: "Voy a relatar lo que a mi me sucedió... cuando la otra noche mi sueño se turbó..."
De pronto...
Los relojes vociferan doce veces sus rutina¬rios lamentos... y al unísono gritan los silbatos y por los aires, en vuelo inquietante de bocinas , surcan exclamaciones de alegría, murmurios es¬truendosos que se pierden entre la algarabía de claxonazos, silbatos, silbidos y matracas:
—¡Feliz año nuevo!
—¡Qué seas dichoso!
—Ya sabes lo que deseo...
—¡Qué haya paz sobre la tierra!
—¡Qué tengamos qué comer y qué vestir!
—¡Qué no nos falte la salud!
—¡Qué el negocio prospere!
—¡Aleluya! ¡Aleluya! ¡Aaaaaleluya!
—¡Oh! María... madre mía...
—Lo que pasa es que la banda está borra¬cha... está borracha... está borracha...
—¡Aleluya! ¡Aleluya! ¡Aaaaaleluya!
Las sonrisas escapan dibujándose en los labios de muchos. Otros lloran de gozo porque han logrado alcanzar un año nuevo más y a la vez, uno menos...
Todos son ebullición. Nadie deja de reir, de cantar. Nadie. ¿Nadie? ¡No! Por ahí un chiquillo camina entre las calles luminosas. ¿Quién lo
 
acompaña? Parece estar solo. Su rostro, pálido, el cuerpo, delgado; la mirada, triste; huellas de la orfandad, de la miseria y del hambre. Pide limos¬na a los risueños transeúntes de la opulenta cal¬zada entre el murmurar callado de sus labios se¬cos y violáceos:
—¡Qué bonito! —y después en voz alta, con tono suplicante—¿Me da mi año nuevo joven ? —para recibir después algunas monedas, algún desprecio, unos regaños...
Sólo él no ríe ni canta. Sólo él. ¿Sólo él...?
Son las tres de la madrugada fría y estrujan¬te. Las luces de la inmemorial ciudad disminuyen. El silencio gime su funéreo rumor y el viento ulu¬la. Y en todas las ciudades del orbe se teatraliza con la felicidad. En la televisión el Papa compite por el raiting con las demás estrellas...
El niño está cansado. Quiere dormir. Busca el calor de una alcantarilla, pero esta fría. Llega al enorme portón de una casona y toca, mas nadie abre. Aún hay fiesta en el interior.
El niño prosigue su camino. La ciudad se hunde en las tinieblas y en el olvido. El pequeño va hacia un jardín cercano para acostarse sobre una banca de mármol. Se acurruca. Piensa en su madre muerta y en quién sería su padre. Tal vez nunca lo crucificarán. Oye los gritos de algún bo¬rracho.
Y por fin duerme, por fin. Un estremecimien¬to recorre su cuerpo. La cabeza le duele y aun¬que hay tanto frío, dentro le invade un calor sofo¬cante. Y sueña. Sueña en extraños mundos, en planetas ignorados, en regiones sin opacidades y sin lágrimas. Sueña.
 
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El gélido viento invernal sopla moviendo sus cabellos Él ya nada siente. Sólo duerme... duer¬me., mientras muchos cantan... mientras tantos ríen...
La tenue luz de un farol proyecta desolado-ramente la silueta del chiquillo en el asfalto...
El viento continúa moviendo sus cabellos...
Año nuevo...
 
 
 
 
LO QUE EL VIENTO SE LLEVÓ
I
a ambulancia parecía que iba a estrellarse en su vertiginosa carrera por las calles de la urbe. El aire se estremecía en ondas desespe¬radas y su oleaje de humos y ruido envolvía a los transeúntes sorprendidos que por ahí caminaban. Los altos muros de los edificios se fundían en un único lamento estrujante y se presentían sus gri¬tos inescuchados. Al paso de ella todo se trans¬formaba en conmoción, en deshacer aterrado, en confusión insospechable, en inarmonía devoran¬te.
Y la blanca ambulancia seguía su vuelo sin alas para llegar lo más pronto posible hasta su destino negro. La vida de un hombre se agotaba y era preciso salvarla. Los ayes desgarradores del moribundo se mezclaban con los de la bestia me¬cánica para perderse unidos en los impercepti¬bles remolinos del espacio.
El accidente había sido terrible. Sin saber cómo, un enorme tráiler había embestido con fie¬reza inexplicable al pequeño automóvil en el cru¬ce de dos avenidas y éste, después de dar dos volteretas, había quedado destruido. La expecta¬ción cundió entre los caminantes. Los silbatos de los agentes de tránsito retumbaron. La circulación de vehículos se detuvo. Algunos desesperados se
 
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aferraban a los cláxones y el estrépito invadió el lugar...
—¡Pobre hombre!
—¡Es tan joven!
—¡Lástima de coche!
—¡Era último modelo!
—Yo me conformaría con que me dieran la chatarra...
—Mira nada más cuánta sangre...
—¡No quiero ya vivir! ¡No quiero ya vivir! ¡No quiero! ¡No! -y en la camilla transportable en la que era conducido, el accidentado se revolvía en agitaciones espasmódicas y dolorosas. La gente contemplaba la escena y comentaba. La ambu¬lancia se iba.
El herido, en aquellos momentos parecía tener una intensa lucha en contra de algo invisi¬ble que en su incesante agonía, profanaba los misterios ocultos de visiones precisas, revelacio¬nes ignoradas. Deliraba...
Como en voraz torbellino, lo pretérito se manifestaba en su interno. Escuchaba voces co-nocidas y desconocidas. Veía imágenes perdidas en ancestrales épocas, absurdas e insólitas; su¬cesos que en su vida consciente había mirado y sentido. Surcaban por su mente escenas del ci¬nematógrafo cotidiano en sucesión inacabable y aunque no lo percibía, el Universo recobraba su maléfica silueta. Deliraba...
—¡No quiero vivir! ¡No quiero...! —y la enigmática visión, recuerdos vueltos presente para un futuro aparentemente lejano, avasallaba su cuerpo dolorido y su cerebro atormentado
—Le pasa todo eso por honrado... Si se hu¬biera dedicado robar inteligentemente y al enga¬ño astuto, otra hubiera sido su suerte...
—¡Claro! Y no sería un simple agente de ventas. Todo por no ser demagógico.
-—¿Y dices que nunca me has querido? ¿Que lo que has hecho es más por placer que por amor? No puedo creerlo de ti...
—Por supuesto... tontito... ¿Aún crees que existe el amor...? Me mueves a risa. Sólo hay el goce supremo de tu verga en mi rajada. Esto es lo único verdaderamente deleitable...
—Me asquea oírte hablar así...
—No veo por qué... Mejor cállate y conti¬nuemos cogiendo. Házmelo más cachondo Ánda¬le. Muévete. Empújamelo.
—Esto sólo es sublime cuando se ama. Y si tú... ¡Será la última vez!
—¿La última...? ¡Ja!
—Lo siento... No puedlo atenderlo...
—Pero usted tiene la obligación... Para eso es enfermera...
—¿Sí...? Seré enfermera pero no mártir...
—Es que puede ponerse grave...
—Eso no me importa. Mi hora de descanso ha llegado y no voy a desaprovecharla. ¡Sólo eso faltaba!
—¿Qué?
—Adiós...
—Se debe agradecer siempre.
—¡Estás loco! Eso es esclavizarse. Si al¬guien me ha ayudado, para qué ha sido idiota... No voy a estar toda la vida recompensando los favores que me hacen...
—La gratitud es un deber, no una...
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—Mira manito... mejor cállate... Yo soy como soy... Los demás me importan poco
—¡Ven...! ¡Ven...! ¡No te alejes...! jVén.,1 ¡No te alejes...!
—¡Con quién hablas!
—¿Cómo que con quién? ¿No ves acaso cómo se está yendo. ?
—¿Quién? A nadie veo...
—¡Oh! De tí también ya se ha marchado...
—6De mí? ¿Quién?
—¡La comprensión! ¡La comprensión!
—¡Jijos! Se te bota...
—¡Di lo que quieras? Yo no deseo que me abandone ¡No!
—¿...?¿...?¿ ...?¿ ...?¿ • ••? —¡Sí! ¡Qué no me abandone! ¡Ven...! ¡Ven...! ¡No me dejes! ¡No me dejes!
—¿...?¿...?¿...?¿...?¿...?
—¿Y en estos juzgados es donde se ventila el caso?
—No sólo ése... muchos más...
—¿Y todos se ventilan..,?
—Indudablemente...
—¿Acaso apestan?
--¿Lo dudas? Pregunta. Los juzgados con la mayoría de sus magistrados que tienen mucho de magos; de sus secretarias que no guardan secretos, sino que hacen negocio con ellos; de sus jueces sojuzgados; de sus abogados que abogan por sí mismos; de sus mecanógrafas me¬canizadas con el dinero, de sus lambiscones... apestan... ¡Apestan! ¡Están corruptos!
—¡Ah! Ahora entiendo por qué se ventilan... O sea que... ¿los juzgados son a establo como los establos a estiércol...?
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—¡Y cómo los supiste...?
—Su mismo jefe lo mandó matar.
—Nada más para que no dijera la verdad...
--Lo que es tener el poder e imbéciles que hagan lo que al mandamás se le antoja...
—Y sólo por ganarse unos cuántos pesos más...
—Yo no lo creía... pero...
—Fue el jefe. ¿Quién no lo sabe...?
—Todos lo sabemos.
—Sí... Y todos lo callamos... No sea que nos...
—La verdad no peca...
—...a quienes acomoda... porque yo... nada malo he cometido...
—Los que lo hayan hecho... que se pongan el saco...
—...y que mediten en su cobardía y en la pobreza de su espíritu y en la miseria de su exis¬tencia patológica y en su...
—¡Nadie agradece en la vida! ¡Todos son unos ingratos!
—¡Se murió!
—¡Ay de mí!
—No llore, ni se atormente. El muerto al foso y el vivo al gozo... Mejor vamos a la fiesta, ¿no?
—¡Te odio! ¡Te odio con toda el alma, por¬que tú has sido la causa de mis sufrimientos' 6Te odio porque todo lo que tú haces merecía haberlo hecho yo!
—¡Yo qué lo voy a hacer! ¡Ni qué me paga¬rán tanto1
—Ni yo. .
—Ni yo...
—Ni yo...
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—Ni yo...
—Ni yo...
—Ni yo...
—Ni yo...
 
—Ni yo... -¿Entonces quién? Es una buena acción... -Y qué con eso...
—Aunque sea una fatua y tonta, si le rega¬lamos algo por ser hoy su cumpleaños, tal vez nos favorezca con un ascenso.
—Mira papá la dedicatoria que me puso el maestro en este libro que me regaló por mi apli¬cación...
—¡Ay! ¡Qué fea letra! Y eso que es maes¬tro...
—Pero por qué no quiere vivir...
—Porque el mundo es cruel... incomprensi-vo.. despiadado... falso...
—No veo razón alguna para afirmar eso...
—Es que la gente se destruye sólo con el fin de erguirse el uno sobre el otro y sentirse el me¬jor...
—Es tonto lo que piensa. No debe preocu¬parse. Nadie es malo completamente...ni bueno... Son las circunstancias de nuestro tiempo.
—Confíese y verá... Si muchos pensaran como usted, no viviríamos como vivimos...
—Todos pensamos así.
—Lo dudo mucho.
—Mejor parézcase a mí...
—Deja la vida que llevas. Olvídate de la es¬túpida bondad. ¡Hazte rico! ¡Hazte rico! Aprove¬cha.
El moribundo deliraba. Miraba dentro de sí visiones remotas que se hacían actuales y reco-
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rría en giros estrujantes el palpitar inhumano del hombre. Su desvarío aumentaba a cada instante. El remolino de recuerdos, de instantes alejados, de horas perdidas en el devenir de la existencia, se precipitaba en torrente desesperante y agóni¬co...
(Auxilio... auxilio... Voy a chocar... Ya vio... todo ha pasado... Se agranda inmensamente... La sangre fluye... déjame... déjame... Ven... -ven... ven... Nada más que la vida le dé los primeros golpes... verá si continúa siendo como ahora es... Apestan... apestan... falso.. Ya me la pagarás... Me desquitaré... Vete... vete... Y qué con eso... Yo soy como soy... Me importa poco... Estás lo¬co... La muerte... El choque... ¡No! ¡No! No quiero vivir... No seas ridículo... No lo creo... no lo creo... Ni yo... ni yo... ni yo... ni yo... A mí, lo mío. Los demás... ¡Bah!... Se lo regalamos para su cum-pleaños... ¿Tú también lo eres...? Se murió... Te odio... te odio... te odio... te odio... Cambia de vi¬da... cambia... El amor es carne... nada más car¬ne... sólo carne., carne...
Olvida los estúpidos sentimentalismos... No voy a esclavizarme por los favores que me ha¬cen... Aprovecha cuanto puedas... Se está yen¬do... se está yendo... ¡No! ¡No me dejes! No seas tonto... Olvídate de la bondad.. No es tu verdade¬ro amigo... ¡Para qué te sacrificas...! Te hablan por interés... No hay amistad... Todo es engaño... ¡Qué te importan los demás! Tú puedes sacrificar¬te por ellos... pero ellos nunca lo harán por ti... ,Qué joven! ¡No llore...! Por ser honrado... Son unos ingratos... Son unos ingratos... (Oh! ¡Cuántos convencionalismos! No puedo atender¬lo... Todo es falso... Por ser bueno... Te odio
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¡Desgraciado. ! Y eso que es lo que es. . que tal si no fuera... Son unos estúpidos... Engreídos... Nos hacemos idiotas los unos con los otros. . El amor es carnalidad.. Son unos ingratos... Nada más que la vida le dé los primeros golpes Allí fue... No lo merecía... yo sí... ¡No! ¡No quiero vivir! ¡No quiero...! Carnalidad, odio... envidia ingra¬tos... yo. . ellos... nadie... si fuera... no es... al¬guien... no existe... falso... ¡No! ¡No quiero vivir...! — y el moribundo se fue quedando lentamente dormido en la mesa de operaciones.
La noche se cubría con las blancas sábanas del amanecer para dormir indifente ante al glamu-roso día que como siempre llegaba temprano y frígido. La esfera y luminosa del sol ascendía tremulante como en arriesgada aventura y con tenues efluvios fragantes al inicio, besaba enamo¬rado los confines del asfalto insensible a su fe¬cundación.
El pálido cuarto del hospital sonreía con se¬renidad La calma indefinible, como aquella que acontence sólo en sueños paseaba sus hábitos saudadosos por el lugar.
Desde su lecho lacerante, un hombre dema¬crado meditaba contemplando el correr del sol por el celaje recién iluminado...
Me siento tan extraño... Sin deseos de na¬da... Ya no sé si morir o vivir. Vivir y morir... Vida y muerte... lo mismo... Yo hubiera querido que... pero no...
Y así... para qué vivir... Para qué morir... Nada hay nuevo bajo e! sol... lo sé, sin embargo...
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al pensar que sólo por mi sentimentalismo... Y ai recordar... Aquello había sido terrible... No era para menos... Veía derrumbarse el mundo que yo inúltimente iba construyendo, el mundo feliz que anhelaba para los que conocía, porque sabía que lo necesitaban...
Y quise ayudarlos. . mas para qué.. Hoy... tal vez ni una mirada de compasión han de tener para mí... Si acaso... —y su rostro incoloro se im¬pregnó de una máscara de amargura que fue va¬riando poco a poco hasta adoptar el aspecto de desafío, de reto iracundo, de odio terrible... ¡Jamás! ¡Jamás volveré a ser el mismo de antes! Voy a volver duro mi corazón. Y mientras todos se destrozan... buscaré la propia felicidad... ¡Sí! Y viviré... ¡Sí! ¡Viviré! ¡Sin ocuparme de nadie! Aun¬que el Universo se conmocione...
Y que la contaminación aniquile al cosmos entero... y lo destruya... Que cada quien se chin¬gue... Que se los lleve la jodida por pendejos... Que los arrasen... que los exploten... que los humillen... que los roben... que los maten... que los ultrajen. ¡Menos a mí...! A mí... a... m... í... —el moribundo hizo un gesto de desesperación, apretó los puños y los labios, y los dientes, y los ojos...
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Prosiguiendo por su elevada ruta, el sol de-sapareció del marco de la ventana entre matices opalescentes y el accidentado se quedó hundido en una angustiante vacuidad... infinita desola¬ción... suprema tristeza... como muerto, a pesar de haber salvado la vida.
¿LANDRÚ?
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-¿Y cuantos te escabechaste?
 
—A siete.
—¡Chántale! ¡Por eso te me¬tieron al bote! Y'ora cómo le vas a hacer pa'salir...
—No quiero salir...
—¡Cómo de que no! Sí a mí ya me anda por largarme de aquí...
—Tú porque tienes algo para lo cual robar... ¿pero yo...?
—Eso sí mano... ¿Y por qué matastes?
—No sé... Es difícil de explicar... Tal vez te parezca cursi... mas... Hubo un día en que yo... era todo amor... Mi alma estaba impregnada de ese encanto que me hacía estremecer.... Y soña¬ba encontrar lo que tantas veces en mi febril imaginación... en mis delirios, en mis fantasías se vislumbraba... Yo era todo amor. Mi espíritu se volcaba de admiración al oír los cantos de las aves; al mirar los prados; al contemplar las trans-parencias de las aguas, al deleitarme con las azules desnudeces del cielo.
—¡Ay mano! Hablas rebonito... Síguele...
—En lo más hondo de mis entrañas surgía un lado inefable que me hacía dueño de un ardor inconmensurable; de un ímpetu desconocido y audaz; algo que nunca antes había experimenta-do... Y me echaba a andar por las calles en busca de lo que me palpitaba y que sin embargo se en¬contraba tan lejos, muy lejos ...Como el nunca, por más que intentaba hacer el bien a los demás.
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El amor hacía de mí su imperio y decidí re-construir la quimera del mundo; siempre dando amor. Ayudando a los que sufren; viendo por los desamparados; protegiendo a los débiles; fortifi¬cando a los caídos; comprometiéndome con las luchas sociales. ¡Comunista me decían algunos! Y nada había que no mirara yo con ojos amantes: el mar, la tierra, los niños, los jóvenes, la madu¬rez. Y me arrojaba a una lid perdida, sin saberlo...
Deseaba ferviente que en cada una de aquellas luchas se realizara por fin aquel esplen¬dor anhelado: Una sociedad justa y equilibrada.
Y no cesaba en mis intentos... Debía encon¬trar el medio... Debía sembrar el buen amor... el amor verdadero... el que se derrama sobre la hu¬manidad... Y yo quería darlo; lo daba.
Aquí... Allá... Más allá... En todas partes... Activamente, en manifestaciones, en protestas, en mítines, en la acción en beneficio del obrero, del campesino, del pueblo....
Era yo amor... nacido de amor...
Amor por todo; entrega total, panteica... do¬nación etérea... dar perenne... sin final...
Su esencia maravillosa configuraba cada uno de mis segundos... Amaba... Amaba sin contemplaciones; en el furor de la praxis de los hechos que realizaba. O por los menos, así lo creía.
Amaba la existencia, la Naturaleza, los se¬res, la cultura. Sin embargo mi pasión sublime era correspondida con calumnias... con afrentas... con engaños... con soberbias... con burlas... con sufrimientos... con insultos... con odios... con humillaciones... con traición...
Y solo, abandonado por los acomodaticios
que traicionaban todo por la deleznable ambición
egoísta, me cansé. Y vi como el amigo se escon¬
dió tras la conveniencia; el héroe se volvió ener¬
gúmeno; el santo cayó en la hipocresía; el sabio
se llenó de oro; los soñadores afilaron los dien¬
tes; el compañerismo se despilfarró en ebrieda¬
des; el ideal se volvió exhibicionismo. Y me can¬
sé...
Sí, me cansé de amar; de buscar lo que nunca encontraría; de esperar sin esperanza; de anhelar lo indescubierto; de soñar lo irreal... Y en aquellos instantes, yo... que era todo amor... ¡estúpido de mí! ¡ridículo1, me contagié con la podredumbre que modelaba a los demás y me volví peor que ellos… peor...
Y he aquí que yo. ¡Harto de padecer in¬
gratitudes y escarnio... me convertí en indigni¬
dad...! ¡Y maté...! ¡Maté...! ¡Maté hasta satisfa¬
cerme...! ¡Hasta quedar vengado. ! O casi... Al fin
y al cabo todo cambia y ninguno se acuerda de
ninguno.
Sin embargo... Óyelo bien: ¡Soy inocente! ¡Inocente...! —el compañero de celda se le quedó mirando con extrañeza: ('tá re'loco), pensó. El criminal le lanzó una mirada dulcemente triste y sonrió con inmensa amargura que sobresalía en¬tre su larga barba y su descuidada cabellera.
—Sí, porque soy inocente... inocente A pe¬sar de que me haya abandonado quien nunca ha existido... —murmuró como quien no quiere, mientras sus ojos brillaron como trémulas esferas, cristales sin reflejos, luciérnagas sin luz... Cristo sin mito, solidario sin nadie.
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HAMLET
S
us amistades lo habían conocido cuando jo¬ven, cuando el sonriente futuro le pertene¬cía... Su rostro, forrado de ilusiones, de espe¬ranzas y de vehemencias, tenía siempre una sonrisa para todos, una palabra de aliento, un gesto de comprensión lo mismo para el que lo estimaba como para aquél que lo ofendía.
Jamás lo habían visto apesadumbrado, al contrario, siempre optimista y alegre. La fe y la dicha eran sus guías. Nadie hubiera vislumbrado en él un mínimo de tristeza, de pesimismo. Era todo entusiasmo.
Aquél que se acercaba a pedirle ayuda nun¬ca había recibido respuestas negativas. Quien necesitaba algo, podía acudir a él sin temor, con la convicción de que atendería a sus ruegos.
Pero sucedió que un día... ¡Quién había de decirlo!
El bueno... el confiado... el dueño seguro de la confianza en sí y en los demás, se transfomó... y ya no sonrió. Misteriosa y bruscamente dejó de creer en lo humano y en lo divino... A nadie volvió a socorrer.
Se transmutó por completo y quien había poseído aquella flama de entrega ardiente... se impregnó de odio, de amargura, de dolor...
Desde entonces con ninguno habló más Silencioso y pensativo se le veía pasar por las calles y en las pocas veces que algo murmuraba,
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tan sólo era para escuchársele palabras altaneras y profecías descabelladas.
Traidores a la Patria...a los ideales de tantos hombres muertos por ello. Bastar¬dos. ..micifuces... Un día se les derrumbará su teatro hipócrita y entonces sabrán que no hay perdón en la muerte. ¿Quién los recordará con e! temblor de una sonrisa grata? Sólo odio cosecha¬rán sus recuerdos y escupitajos sobre sus lujosas tumbas Su nombre será borrado con mierda que es lo único que hicieron con su vida Arteros fili-busteros, piratas, ladrones de la felicidad.
Así fue. Nadie sabe el por qué de tan áspero cambio Muchos pensaron, ilógico', un fracaso amoroso. Otros, los espíritus simples y comunes, afirmaron que su enojo era la consecuencia de su suerte en el hipódromo. Algunos supusieron tanta amargura, porque no estuvo nunca en el presu¬puesto oficial. Sin embargo... todo se fue en supongos y supongos... en realidad... 6quién había de saberlo'?
El último día que se mostró tal como había sido, comprensivo y bondadoso, no tuvo contra¬riedades. ¿Quién había de molestarlo si era tan bueno, tan generoso, tan amable? Nadie le dio motivos para ser lo que ahora era.
Parece mentira que a uno llegue a preocu¬parle el comportamiento de los demás sin ser psi¬cólogo. Hay algo extraño en cada uno que nadie puede penetrar hasta las profundidades de cada quien para saber con certeza los porqués de su conducta. Es tan difícil conocer con precisión a los que nos rodean, saber en verdad cómo son... Todos llevamos nuestra propia angustia y pocas veces la exteriorizamos abiertamente... A mí me
consta que él era bueno... y creo que sigue sién¬dolo, nada más que...
6Y qué gano con volver a opinar? A nada conduce... ¿Quién habría de cambiar de manera tan brusca su comportamiento? ¡Ni qué viviéra¬mos rodeados de seres corruptos y despiadados' Ni que estuviéramos rodeados de hienas o habi¬táramos una una sociedad egoísta, de mentes criminales, cobardes, falsas, antinaturales, y convenencieras! ¡Ni que estuviéramos en decaden¬cia...! ¡Bah! Decadencia de qué, si nunca hemos llegado a plenitud alguna.
Una de dos. o él se está volviendo loco, si no es que ya lo está . o yo soy muy ingenuo ¡No' ¡No! ¡Él está loco! ¡Claro que sí!
La humanidad no pudo ser la causante Ella es buena... ¡Sí! |Por supuesto que es buena! Lo que pasa es que él está demente... La humanidad es justa... es noble; es caritativa... ,No pudo ha¬berlo hecho cambiar así...! ¡Maravilla es el hom¬bre! ¡La plenitud de la creación!
Cierto es que cometemos malas acciones de vez en cuando... pero también realizamos labores positivas. . Hay un fuego que nos propulsa a su¬perarnos y a liberamos de nuestro estado ani¬mal... una ansiedad que nos invita a buscar nue¬vos horizontes, confiados en que los habrá... al¬gún día... cuando esta noche inmensa termine... y todo se vuelva claridad... y haya una nueva vida ...donde palpite el corazón del hombre libre...y pueda ser amor... que es dar lo mejor de nosotros sin esperar nada a cambio, sólo que lo que ama¬mos sea lo mejor para los demás.
Cuando el socialismo... Es innegable que hay algunos que cometen arbitrariedades., e in-
 
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justicias... y falsedades... y delitos... pero es por las circunstancias... por la forma en que han sido modelados... por... por la vertiginosidad de este tiempo... por mala educación, la información ma-nipulada, los medios... Mas... no debe preocupar¬nos esto... pronto vendrá otra época... otra en la que el viento paseará sin contaminación sus giros por toda la superficie del orbe esparciendo la semilla de oro... Una época donde las sombras se harán luz de solidaridad, justicia, responsabilidad. Y los desiertos serán herbazales del trabajo co¬lectivo, del bien para todos... y las cavernas de la ignorancia, la superchería y el terror, cuentos del saber liberado... Y... ¡Sí!.. La humanidad es bue¬na... ¡Sí!... yo vivo en ella... creo en ella... soy de ella...ella es mi Patria...
Definitivamente, él ha perdido la ra¬zón...Pero...si fuera verdad que... ¡No! ¡No! ¡Qué pensamientos! La humanidad no ha sido la cau¬sante de su transmutación. Lo que pasa es que...
Sin embargo... no... no podría negar que a cada instante se cometen abyecciones y escar¬nios... que el hombre se distancia de la Naturale¬za y se empecina en destruirla y en destruirse... que la cultura, Naturaleza humana, es rechazada por los retrógradas como medio de perfecciona¬miento y que la sociedad no acepta cambiar con lo que ineludiblemente va cambiando. Dialéctica inevitable del universo natural. Y aún así... ¡oh! Quién había de decirme que de un momento a otro me asaltaría esta duda... ¿Es buena la hu¬manidad! ¿Es malvada?... ¡Bah! ¡Tonterías ado¬lescentes!
Tal vez... pero sin embargo... cuando... y... ¡No!
No obstante... él se ha transformado ... como si estuviera decepcionado de algo... de alguien... Quizá de un sueño hecho realidad... o de una realidad imposible de tornarla sueño... Nadie sa¬be.. ¿Qué será...? ¿Quién será...? ¿Es o no es?
Puede que sea el sistema de nuestros dí¬as... pero la humanidad no es el motivo de sus escepticismo... ¡Claro que no! Lo que pasa es que... ¡Sí! ¡Eso es! La verdadera humanidad es grandiosa.
El está loco...
¡Sí!
¡Está loco!
¡Está loco! ¡Loco...!
¡Loco...!
¡Loco...!
¡Loco...!
¡Loco...!
 
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WEST SIDE STORY
 
P
obre borrachito, diariamente con lo mismo... Un día tirado aquí: otro allá... en el lugar más inesperado... donde sea... en cualquier parte... Ahí mismo se pone a dormir la mona.
Muchas veces doña Chole, la tamalera, le ha dado consejos. Que ya deje de embriagarse, que se ponga a trabajar, que esa vida no es vi¬da... El parece hacer caso, siempre y cuando le fíe los tamales y el atole. Promete reformarse Piensa en buscar un trabajo honrado... en dedi¬carse a otras ocupaciones,, y dejar la vagancia... el ocio infructuoso., el vicio...
—Se lo prometo.. ¡En verdad doña Chole! Aunque sea de cargador... pero voy a traba¬jar...Va a ver cómo ahora sí es cierto
—Ya ni te creo Tantas veces me lo has prometido como tantas son las que me debes los tamales y el atole. No sé cómo dicen que soy mala Yo sólo quiero hacerte un bien... Allá tú si no lo aprovechas...
Comprendo... pero... No soy tan fuerte como para aguantarme las ganas de echarme mis alcoholes... De todos modos voy a intentarlo y va a ver que todavía me queda un poco de voluntad
—Mira Cipriano... Tú no eres tonto.. ¿A po¬co no te gustaría andar bien vestido? Quitarte esos andrajos que llevas puestos. Te estás ha¬ciendo viejo... Después ya no vas a poder hacer nada... Aún es tiempo para que te pongas a
 
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chambear muy duro... Tú que no tienes familia¬res...
—Sí tengo.. Nomás que están en mi tierra...
—De todas maneras... no les das nada... Así que el dinero... mucho o poco que ganes... lo puedes ir ahorrando... Yo creo que no hay cosa peor que morir abandonado... Ir a parar a la fosa común... sin que nadie vaya siquiera a ponerle una flor a nuestra tumba. Te lo digo por tu bien. Reflexiona... —y continuaba llenando los jarros con el espumoso champurrado que con impa¬ciencia aguardaban los que a esa hora se reunían para desayunar en el puesto de la tamalera.
Ella era una mujeraza: abundante en carnes, un poco despeinada, aunque muy limpia en su persona. El delantal impecable, la blusa como nueva y los zapatos de charol, relucientes. Doña Chole era la más distinguida de su profesión en el barrio de San Juan.
A las cinco de la mañana comenzaba el aje¬treo en su puesto. Los braseros no le daban a basto. Los botes con tamales de todos los colores y sabores, los cubrían, y por otro lado, se miraba la estufa de petróleo sobre la que lucía sus bri¬llanteces la plateada olla de aluminio que conte¬nía el único atole que elaboraba, sabroso y ex¬quisito, el mejor de toda la ciudad, al decir de los clientes.
Cipriano era uno de tantos mugrosos que se acercaban a pedirle gratis el alimento, de los cuales, sólo él recibía los beneficiosos préstamos, porque a los demás, ni agua les regalaba.
Nadie sabía la causa por la que Doña Chole lo mantenía. Algunos malpensados llegaron a
murmurar que dizque era su amante. Otros, que era un simple familiar cercano. Y así...
La mayoría de los del barrio le tenían una cierta simpatía. Ninguno podía explicar el motivo. A pesar de andar siempre tomado, sin rasurarse, con la cabeza enredada entre cabellos mal pei¬nados por el no frecuente uso del baño y del ja¬bón, lo estimaban, aunque solamente lo conocie¬ran de lejos.
Durante toda la mañana no se le veía por ningún lado, pero en cuanto atardecía, deambu¬laba por las calles cercanas muy borracho, ca¬yéndose. Mas le agradaba cantar...
Sus canciones eran tristes y apesadumbra¬das, carentes de un ligero trasfondo de felicidad. Sus amigos, de semejante condición, le aplaudían cada vez que terminaba de entonar alguna de aquellas melodías nunca escuchadas, porque él aseguraba que eran propias. . sólo de él... de nadie más...
—Son lo único que tengo y no me las pue¬den quitar... y aunque me las quitaren... puedo hacer más, muchas más...tantas como yo quiera, aunque no tenga dinero. Gracias Criolita.. —hablaba Cipriano en el momento en que daba el último sorbo al atole que bebía.— Va a ver... pa' la tarde le pago... aunque sea la mitad de lo que le debo... Ya voy a olvidarme de la tornade¬ra... y puede que hasta le llegue a comprar el puesto...—doña Chole al escucharlo, rio estrepi¬tosa e indiscretamente, como con descaro.
— Me daría mucho gusto, Cipriano...— ex¬clamó entre sus francas risotadas, mientras guar¬daba unas hojas escritas por el borrachín que
 
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como siempre: cual pago: Cipriano le daba. Éste se alejó sonriente, como satisfecho.
*******************
—Un día. . surgirá de la montaña.
como el sol. por la mañana.
el gran amor., el gran amor...
el amor que no ha existido
en todos...
El amor que ha de existir. .
con todos...
El gran amor... el gran amor...
por todos...
Cipriano cantaba... y en su voz había un nadie sabe qué de misterio y de llanto oculto... como una ansiedad esperanzada... como una en¬soñación quimérica... Nuevamente andaba borra¬cho y como muchos., olvidado de sus prome¬sas...
*******************
—,Doña Chole...1 —el grito inesperado de un chiquillo que venía corriendo hacia la atolera se escuchó entre el bullicio de la clientela que en ese instante disfrutaba de la delicias antojadizas y volubles de los tamales — ¡Doña Chole1 ,Doña Chole' — al llegar exclamó agitado y nervioso, como si todo lo hubiera querido decir en un de¬rrumbe de palabras — ¡Allá a la vuelta está la cruz...!
—¿Y eso qué...?
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—Es que se llevan a Cipriano.. Dicen que le dio un ataque...
—¡Cómo! —alarmada.— ¡Vamos! —y salió rápidamente. —A'i les encargo un momento...-desde lo lejos y en movimiento suplicó a sus pa¬rroquianos.
En una camilla habían levantado al ebrio y lo habían llevado al interior de la ambulancia. La gente se deshacía por comprender hasta lo in¬comprensible y se arremolinaba codiciosa alrede¬dor del vehículo.
—¡Déjenme verlo.,.! abriéndose paso en¬tre la multitud morbosa y alborotada doña Chole gritó.
—¿Es usted familiar del borrachillo...? —le interrogó uno de los enfermeros...
—¡No! No... Es. . un amigo...
—'Orita no puede verlo... Murió de una con-gestión alcohólica... —y subió en el preciso ins¬tante en que la ambulancia emprendía la escan¬dalosa retirada.
—Pero... —y se quedó con la palabra a flor de labios... y con el pensamiento...
La miró alejarse... Tornarse invisi¬ble... Desaparecer en la rugiente calzada entre alaridos lastimeros... Se encontraba anonadada... ida...
Como autómata emprendió el retorno. Su negocio la aguardaba...
—¿A poco estimaba mucho a ese pobre bo-rrachito? —Preguntó ingenuo e inocente el mu-chachillo. Doña Chole permaneció callada, enjo¬yada de silencio, como estatua andante...
Caminaba con serenidad... perdida la mira¬da en lo inencontrable... en un horizonte sin hon-
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zontes... en la infinitud... recordando las hojas de poemas que le daba...
Dos hilillos transparentes, trémulos y brillan¬tes, brotaron de sus ojos. Ojos extraviados en una distancia sin límites...
 
 
 
EPÍLOGO
CANCIÓN DE CIPRIANO*
 
Volantería final.
I
Caminaba por las calles turbias tambaleando su cuerpo de ron,
la nostalgia grabada en los labios
y en sus ojos palabras de un dios
 
 
Murmurando extrañas confusiones
a la vida le llamaba flor,
sus recuerdos los vestía con odres
y entre ensueños vivía el corazón.
Algún perro le ladraba a oscuras;
o entre el lodo borracho quedo;
los gendarmes le decían basuras...
tristes hombres que reían del sol.
 
 
 
 
Los chiquillos le lanzaban piedras;
las mujeres le escondían la voz;
las pandillas le escupían cadenas
hasta que un día desapareció.
 
 
 
 
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Estribillo
Y ahora dicen que era un poeta:
uno de esos que el mundo perdió;
de nocturnos hechos con poemas
que entre fábricas se destruyó.
Hoy comprenden sus noches de luna
que en un libro de lujo salió.
-¡Fue un hallazgo!- decían los críticos:
¡Lástima que el premio no miró!.
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-Ay Cipriano que va a ser de ti;
por favor no seas tan soñador;
que la tierra es tierra nada más
y el fuego por siempre es voraz.
Ay Cipriano ponte a trabajar;
la vagancia te ilustra al azar,
más no cura si tienes dolor;
con dinero serás gran señor.
-Ay señora para qué cambiar...
Sólo guarde estas hojas de amor.
Soy un árbol que secando va
las raíces que alguien le enredó.
Estribillo
Y ahora dicen que era un poeta:
uno de esos que el mundo perdió;
de nocturnos hechos con poemas
que entre fábricas se destruyó.
Hoy comprenden sus noches de luna
que en un libro de lujo salió.
-¡Fue un hallazgo!- decían los críticos:
¡Lástima que el premio no miró!.
Coda
Y ahora dicen que era un poeta...
*Esta canción aparece interpretada por el autor, como cantor, en su disco Y a’i les van las otras... 1985, con el titulo de Era un poeta…
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ÍNDICE
 
Pagina
UN LECTOR OPINA 3
PREGÓN 5
La aventura. 7
El eclipse. 13
Niebla. 17
Raíces 25
Los últimos días de Pompeya 31
Pulgarcito 37
Las joyas de Cornelia. 45
Edipo Rey 51
La vorágine. 55
El robo del elefante blanco. 61
El desierto rojo. 65
Las troyanas o más vale tarde que nunca.
 
69
Extraño interludio. 73
Los olvidados. 8I
Madame Bovary 87
¿Hiroshima o...? 93
Lo que el viento se llevó. 97
¿Landrú? 107
Hamlet. 111
West side story. 117
EPÍLOGO: Canción de Cipriano 123
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OTRS2010081910010518