Diferencia entre revisiones de «Juan Darién»

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Una vez, a principio de otoño, la viruela visitó un pueblo de un país lejano y mató a muchas personas. Los hermanos perdieron a sus hermanitas, y las criaturas que comenzaban a caminar quedaron sin padre ni madre. Las madres perdieron a su vez a sus hijos, y una pobre mujer joven y viuda llevó ella misma a enterrar a su hijito, lo único que tenía en este mundo . Cuando volvió a su casa, se quedó sentada pensando en su chiquillo. Y murmuraba:
 
— Dios—Dios debía haber tenido más compasión de mí, y me ha llevado a mi hijo. En el cielo podrá haber ángeles, pero mi hijo no los conoce. Y a quien él conoce bien es a mí, ¡pobre hijo mío!
 
Y miraba a lo lejos, pues estaba sentada en el fondo de su casa, frente a un portoncito donde se veía la selva.
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Y dio de mamar al tigrecito.
 
El cachorro estaba salvado, y la madre había hallado un inmenso consuelo. Tan grande su consuelo, que vio con terror el momento en que aquél le sería arrebatado, porque si se llegaba a saber en el pueblo que ella amamantaba a un ser salvaje, matarían con seguridad a la pequeña fiera. ¿Qué hacer? El cachorro, suave y cariñoso—puescariñoso —pues jugaba con ella sobre su pechopecho—, era ahora su propio hijo.
 
En estas circunstancias, un hombre que una noche de lluvia pasaba corriendo ante la casa de la mujer oyó un gemido áspero —el ronco gemido de las fieras que, aún recién nacidas, sobresaltan al ser humano—. El hombre se detuvo bruscamente, y mientras buscaba a tientas el revólver, golpeó la puerta. La madre, que había oído los pasos, corrió loca de angustia a ocultar el tigrecito en el jardín. Pero su buena suerte quiso que al abrir la puerta del fondo se hallara ante una mansa, vieja y sabia serpiente que le cerraba el paso. La desgraciada mujer iba a gritar de terror, cuando la serpiente habló así:
 
— Nada—Nada temas, mujer —le dijo—. Tu corazón de madre te ha permitido salvar una vida del Universo, donde todas las vidas tienen el mismo valor. Pero los hombres no te comprenderán, y querrán matar a tu nuevo hijo. Nada temas, ve tranquila. Desde este momento tu hijo tiene forma humana; nunca lo reconocerán. Forma su corazón, enséñale a ser bueno como tú, y él no sabrá jamás que no es hombre. A menos... a menos que una madre de entre los hombres lo acuse; a menos que una madre no le exija que devuelva con su sangre lo que tú has dado por él, tu hijo será siempre digno de ti . Ve tranquila, madre, y apresúrate, que el hombre va a echar la puerta abajo.
 
Y la madre creyó a la serpiente, porque en todas las religiones de los hombres la serpiente conoce el misterio de las vidas que pueblan los mundos. Fue, pues, corriendo a abrir la puerta, y el hombre, furioso, entró con el revólver en la mano y buscó por todas partes sin hallar nada. Cuando salió, la mujer abrió, temblando, el rebozo bajo el cual ocultaba al tigrecito sobre su seno, y en su lugar vio a un niño que dormía tranquilo. Traspasada de dicha, lloró largo rato en silencio sobre su salvaje hijo hecho hombre; lágrimas de gratitud que doce años más tarde ese mismo hijo debía pagar con sangre sobre su tumba.
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Aprontábase el pueblo a celebrar una gran fiesta, y de la ciudad distante habían mandado fuegos artificiales. En la escuela se dio un repaso general a los chicos, pues un inspector debía venir a observar las clases. Cuando el inspector llegó, el maestro hizo dar la lección al primero de todos: a Juan Darién. Juan Darién era el alumno más aventajado; pero con la emoción del caso, tartamudeó y la lengua se le trabó con un sonido extraño. El inspector observó al alumno un largo rato, y habló en seguida en voz baja con el maestro.
 
¿Quién es ese muchacho? —le preguntó— ¿De dónde ha salido?
 
— Se—Se llama Juan Darién—respondió el maestro y lo crió una mujer que ya ha muerto; pero nadie sabe de dónde ha venido.
 
— Es—Es extraño, muy extraño...—murmuró el inspector, observando el pelo áspero y el reflejo verdoso que tenían los ojos de Juan Darién cuando estaba en la sombra.
 
El inspector sabía que en el mundo hay cosas mucho más extrañas que las que nadie puede inventar, y sabía al mismo tiempo que con preguntas a Juan Darién nunca podría averiguar si el alumno había sido antes lo que él temía: esto es, un animal salvaje. Pero así como hay hombres que en estados especiales recuerdan cosas que les han pasado a sus abuelos, así era también posible que, bajo una sugestión hipnótica, Juan Darién recordara su vida de bestia salvaje. Y los chicos que lean esto y no sepan de qué se habla, pueden preguntarlo a las personas grandes.
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Por lo cual el inspector subió a la tarima y habló así:
 
— Bien—Bien, niño. Deseo ahora que uno de ustedes nos describa la selva. Ustedes se han criado casi en ella y la conocen bien. ¡¿Cómo es la selva? ¿Qué pasa en ella? Esto es lo que quiero saber. Vamos a ver, tú —añadió dirigiéndose a un alumno cualquiera—. Sube a la tarima y cuéntanos lo que hayas visto.
 
El chico subió, y aunque estaba asustado, habló un rato. Dijo que en el bosque hay árboles gigantes, enredaderas y florecillas. Cuando concluyó, pasó otro chico a la tarima, después otro. Y aunque todos conocían bien la selva, respondieron lo mismo, porque los chicos y muchos hombres no cuentan lo que ven, sino lo que han leído sobre lo mismo que acaban de ver. Y al fin el inspector dijo:
 
— Ahora—Ahora le toca al alumno Juan Darién.
 
Juan Darién dijo más o menos lo que los otros. Pero el inspector, poniéndole la mano sobre el hombro, exclamó:
 
— No—No, no. Quiero que tú recuerdes bien lo que has visto. Cierra los ojos.
 
Juan Darién cerró los ojos.
 
— Bien—Bien —prosiguió el inspector—. Dime lo que ves en la selva.
 
Juan Darién, siempre con los ojos cerrados, demoró un instante en contestar.
 
— No—No veo nada —dijo al fin.
 
— Pronto—Pronto vas a ver. Figurémonos que son las tres de la mañana, poco antes del amanecer. Hemos concluido de comer, por ejemplo... estamosEstamos en la selva, en la oscuridad... Delante de nosotros hay un arroyo... ¿Qué ves?
 
Juan Darién pasó otro momento en silencio. Y en la clase y en el bosque próximo había también un gran silencio. De pronto Juan Darién se estremeció, y con voz lenta, como si soñara, dijo:
 
— Veo—Veo las piedras que pasan y las ramas que se doblan. .. Y el suelo. .. Y veo las hojas secas que se quedan aplastadas sobre las piedras...
 
¡Un momento! —le interrumpeinterrumpió el inspector—. Las piedras y las hojas que pasan, ¿a qué altura las ves?
 
El inspector preguntaba esto porque si Juan Darién estaba "viendo" efectivamente lo que él hacía en la selva cuando era animal salvaje e iba a beber después de haber comido, vería también que las piedras que encuentra un tigre o una pantera que se acercan muy agachados al río pasan a la altura de los ojos. Y repitió:
 
¿A qué altura ves las piedras?
 
Y Juan Darién, siempre con los ojos cerrados, respondió:
 
— Pasan—Pasan sobre el suelo. . . Rozan las orejas. . . Y las hojas sueltas se mueven con el aliento... Y siento la humedad del barro en...
 
La voz de Juan Darién se cortó.
 
¿En dónde? —preguntó con voz firme el inspector— ¿Dónde sientes la humedad del agua?
 
¡En los bigotes! —dijo con voz ronca Juan Darién, abriendo los ojos espantado.
 
Comenzaba el crepúsculo, y por la ventana se veía cerca la selva ya lóbrega.
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La clase había concluido. El inspector no era un mal hombre; pero, como todos los hombres que viven muy cerca de la selva, odiaba ciegamente a los tigres; por lo cual dijo en voz baja al maestro:
 
— Es—Es preciso matar a Juan Darién. Es una fiera del bosque, posiblemente un tigre. Debemos matarlo, porque si no, él, tarde o temprano, nos matará a todos. Hasta ahora su maldad de fiera no ha despertado; pero explotará un día u otro, y entonces nos devorará a todos, puesto que le permitimos vivir con nosotros. Debemos, pues, matarlo. La dificultad está en que no podemos hacerlo mientras tenga forma humana, porque no podremos probar ante todos que es un tigre. Parece un hombre, y con los hombres hay que proceder con cuidado. Yo sé que en la ciudad hay un domador de fieras. Llamémoslo, y él hallará modo de que Juan Darién vuelva a su cuerpo de tigre. Y aunque no pueda convertirlo en tigre, las gentes nos creerán y podremos echarlo a la selva. Llamemos en seguida al domador, antes que Juan Darién se escape.
 
Pero Juan Darién pensaba en todo menos en escaparse, porque no se daba cuenta de nada. ¿Cómo podía creer que él no era hombre, cuando jamás había sentido otra cosa que amor a todos, y ni siquiera tenía odio a los animales dañinos?
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Mas las voces fueron corriendo de boca en boca, y Juan Darién comenzó a sufrir sus efectos. No le respondían una palabra, se apartaban vivamente a su paso, y lo seguían desde lejos de noche.
 
¿Qué tendré? ¿Por qué son así conmigo? —se preguntaba Juan Darién.
 
Y ya no solamente huían de él, sino que los muchachos le gritaban:
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Juan Darién protestaba y lloraba porque los golpes llovían sobre él, y era una criatura de doce años. Pero en ese momento la gente se apartó, y el domador, con grandes botas de charol, levita roja y un látigo en la mano, surgió ante Juan Darién. E1 domador lo miró fijamente, y apretó con fuerza el puño del látigo.
 
—¡Ah! —exclamó— ¡Te reconozco bien! ¡A todos puedes engañar, menos a mí! ¡Te estoy viendo, hijo de tigres! ¡Bajo tu camisa estoy viendo las rayas del tigre! ¡Fuera la camisa, y traigan los perros cazadores! ¡Veremos ahora si los perros te reconocen como hombre o como tigre!
 
En un segundo arrancaron toda la ropa a Juan Darién y lo arrojaron dentro de la jaula para fieras.
 
—¡Suelten los perros, pronto!—gritó— gritó el domador—. ¡Y encomiéndate a los dioses de tu selva, Juan Darién!
 
Y cuatro feroces perros cazadores de tigres fueron lanzados dentro de la jaula.
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Pero los perros no vieron otra cosa en Juan Darién que el muchacho bueno que quería hasta a los mismos animales dañinos. Y movían apacibles la cola al olerlo
 
—¡Devóralo! ¡Es un tigre! ¡Toca! ¡Toca'! —gritaban a los perros—Y los perros ladraban y saltaban enloquecidos por la jaula, sin saber a qué atacar.
 
La prueba no había dado resultado.
 
—¡Muy bien!—exclamó— exclamó entonces el domador—Estosdomador—. Estos son perros bastardos, de casta de tigre. No le reconocen. Pero yo te reconozco, Juan Darién, y ahora nos vamos a ver nosotros.
 
Y así diciendo entró él en la jaula y levantó el látigo.
 
—¡Tigre! —gritó—. ¡Estás ante un hombre, y tú eres un tigre! ¡Allí estoy viendo, bajo tu piel robada de hombre, las rayas de tigre! ¡Muestra las rayas!
 
Y cruzó el cuerpo de Juan Darién de un feroz latigazo. La pobre criatura desnuda lanzó un alarido de dolor, mientras las gentes, enfurecidas, repetían.
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Durante un rato prosiguió el atroz suplicio; y no deseo que los niños que me oyen vean martirizar de este modo a ser alguno.
 
—¡Por favor! ¡Me muero! —clamaba Juan Darién.
 
—¡Muestra las rayas! —le respondían.
 
Por fin el suplicio concluyó. En el fondo de la jaula arrinconado, aniquilado en un rincón, sólo quedaba su cuerpecito sangriento de niño, que había sido Juan Darién. Vivía aún, y aún podía caminar cuando se le sacó de allí; pero lleno de tales sufrimientos como nadie los sentirá nunca.
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Juan Darién cayó del todo, por fin, tendiendo en busca de apoyo sus pobres manos de niño. Y su cruel destino quiso que una mujer, que estaba parada a la puerta de su casa sosteniendo en los brazos a una inocente criatura, interpretara mal ese ademán de súplica.
 
—¡Me ha querido robar a mi hijo! —gritó la mujer—. ¡Ha tendido las manos para matarlo! ¡Es un tigre! ¡Matémosle en seguida, antes que él mate a nuestros hijos!
 
Así dijo la mujer. Y de este modo se cumplía la profecía de la serpiente: Juan Darién moriría cuando una madre de los hombres le exigiera la vida y el corazón de hombre que otra madre le había dado con su pecho.
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Ya comenzaba a oscurecer, y cuando llegaron a la plaza era noche cerrada. En la plaza habían levantado un castillo de fuegos de artificio, con ruedas, coronas y luces de bengala. Ataron en lo alto del centro a Juan Darién, y prendieron la mecha desde un extremo. El hilo de fuego corrió velozmente subiendo y bajando, y encendió el castillo entero. Y entre las estrellas fijas y las ruedas gigantes de todos colores, se vio allá arriba a Juan Darién sacrificado.
 
—¡Es tu último día de hombre, Juan Darién! clamaban—clamaban todos—. ¡Muestra las rayas!
 
—¡Perdón, perdón! —gritaba la criatura, retorciéndose entre las chispas y las nubes de humo. Las ruedas amarillas, rojas y verdes giraban vertiginosamente, unas a la derecha y otras a la izquierda. Los chorros de fuego tangente trazaban grandes circunferencias; y en el medio, quemado por los regueros de chispas que le cruzaban el cuerpo, se retorcía Juan Darién.
 
—¡Muestra las rayas! —rugían aún de abajo.
 
—¡No, perdón! ¡Yo soy hombre! —tuvo aún tiempo de clamar la infeliz criatura. Y tras un nuevo surco de fuego, se pudo ver que su cuerpo se sacudía convulsivamente; que sus gemidos adquirían un timbre profundo y ronco, y que su cuerpo cambiaba poco a poco de forma. Y la muchedumbre, con un grito salvaje de triunfo, pudo ver surgir por fin, bajo la piel del hombre, las rayas negras, paralelas y fatales del tigre.
 
La atroz obra de crueldad se había cumplido; habían conseguido lo que querían. En vez de la criatura inocente de toda culpa, allá arriba no había sino un cuerpo de tigre que agonizaba rugiendo.
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Pero el hombre, tocado por las llamas, había vuelto en sí. Vio allá abajo a los tigres con los ojos cárdenos alzados a él, y lo comprendió todo.
 
—¡Perdón, perdóname! —aulló retorciéndose—. ¡Pido perdón por todo!
 
Nadie contestó. El hombre se sintió entonces abandonado de Dios, y gritó con toda su alma:
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Pero ya las llamas habían abrasado el castillo hasta el cielo. Y entre las agudas luces de bengala que entrecruzaban la pared ardiente, se pudo ver allá arriba un cuerpo negro que se quemaba humeando.
 
—Ya estoy pronto, hermanos—dijohermanos —dijo el tigre—. Pero aún me queda algo por hacer.
 
Y se encaminó de nuevo al pueblo, seguido por los tigres sin que él lo notara. Se detuvo ante un pobre y triste jardín, saltó la pared, y pasando al costado de muchas cruces y lápidas, fue a detenerse ante un pedazo de tierra sin ningún adorno, donde estaba enterrada la mujer a quien había llamado madre ocho años. Se arrodilló—se arrodilló como un hombre—, y durante un rato no se oyó nada.
 
—¡Madre! —murmuró por fin el tigre con profunda ternura—Túternura—. Tú sola supiste, entre todos los hombres, los sagrados derechos a la vida de todos los seres del Universo, Tú sola comprendiste que el hombre y el tigre se diferencian únicamente por el corazón. Y tú me enseñaste a amar, a comprender, a perdonar. ¡Madre!, estoy seguro de que me oyes. Soy tu hijo siempre, a pesar de lo que pase en adelante pero de ti sólo. ¡Adiós, madre mía!
 
Y viendo al incorporarse los ojos cárdenos de sus hermanos que lo observaban tras la tapia, se unió otra vez a ellos.
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El viento cálido les trajo en ese momento, desde el fondo de la noche, el estampido de un tiro.
 
—Es en la selva—dijoselva —dijo el tigre—. Son los hombres. Están cazando, matando, degollando.
 
Volviéndose entonces hacia el pueblo que iluminaba el reflejo de la selva encendida, exclamó:
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JUAN DARIÉN
 
—Ya estamos en paz—dijopaz —dijo. Y enviando con sus hermanos un rugido de desafío al pueblo aterrado, concluyó:
 
—Ahora, a la selva. ¡Y tigre para siempre!