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Se cuenta, entre diversos cuentos, que había en El Cairo un hombre llamado Wardán, que tenía el oficio de carnicero, expendedor de carne de carnero. Todos los días veía entrar en su tienda a una joven espléndida de cuerpo y de rostro, pero con los ojos muy fatigados, y las facciones muy ajadas, y la tez palidísima. Y siempre llegaba seguida de un mandadero cargado con su canasta, escogía el trozo más tierno de carne y también las criadillas de un carnero, pagaba todo con una moneda de oro que pesaba dos dinares o más, metía su compra en una canasta del mandadero, y continuaba su marcha por el zoco, parándose en todas las tiendas y comprando algo a cada mercader. Y continuó conduciéndose así durante un largo espacio de tiempo, hasta que un día el carnicero Wardán, intrigado al límite de la intriga por el aspecto y el silencio y las maneras de su joven clienta, resolvió aclarar la cosa para librarse de los pensamientos que acerca de ello le asaltaban.
 
Por cierto que encontró precisamente la ocasión que buscaba, una mañana en que vio pasar solo por delante de la tienda al mandadero de la joven. Le detuvo, le puso en la mano una cabeza de carnero lo más excelente posible, y le dijo: "¡Oh mandadero, recomienda bien al dueño del horno que no ase demasiado la cabeza, para que no pierda sabor!" Luego añadió: "¡Oh mandadero, estoy muy perplejo con motivo de esa joven que todos los días te toma a su servicio! ¿Quién es y de dónde viene? ¿Qué hace con esas criadillas de carnero? Y sobre todo, ¿por qué tiene tan fatigados los ojos y las facciones?" El otro contestó: "¡Por Alah! ¡Que estoy tan perplejo como tú por lo que a ella respecta! Enseguida voy a decirte cuanto sé, ya que tu mano es generosa con los pobres como yo. ¡Escucha! Una vez terminadas todas sus compras, adquiere aún en casa del mercader nazareno de la esquina, un dinar o más de cierto precioso vino añejo, y me lleva cargado así hasta la entrada de los jardines del gran visir. Allí me venda los ojos con su velo, me coge de la mano y me conduce hasta una escalera, por cuyos escalones baja conmigo, para luego descargarme mi banastacanasta, darme medio dinar por mi trabajo y una banasta vacía en lugar de la mía, y conducirme de nuevo, con los ojos vendados siempre, hasta la puerta de los jardines, donde me despide hasta el día siguiente. ¡Y no pude saber nunca lo que hace con esa carne, con esos frutos, con esas almendras, con esas velas, y con todas las cosas que me hace llevar hasta esa escalera subterránea!" El carnicero Wardán contestó: "¡No haces más que aumentar mi perplejidad, oh mandadero!" Y como llegaban otros clientes, dejó al mandadero y se puso a despacharles.
 
Al día siguiente, después de pasarse la noche pensando en aquel estado de cosas que le preocupaba en extremo, vio llegar a la misma hora a la joven seguida del mandadero. Y se dijo: "¡Por Alah, que esta vez, cueste lo que cueste, he de saber lo que quiero saber!" Y luego que la joven se alejó con sus diversas compras, el carnicero encargó a su dependiente que tuviese cuidado de la tienda en lo que afectaba a venta y compra, y se puso a seguirla de lejos, procurando no ser advertido. De esta suerte caminó detrás de ella hasta la entrada de los jardines del visir, y se escondió detrás de los árboles para esperar el regreso del mandadero, a quien vio, en efecto, con los ojos vendados y conducido de la mano por las avenidas. Después de una ausencia de algunos instantes, la vio volver a la entrada quitarle el velo de los ojos del mandadero, despedirle, y aguardar a que hubiese desaparecido el tal mandadero para entrar de nuevo al jardín.