Diferencia entre revisiones de «La Reina Margarita»

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Por la noche se la veía en el ensayo, los días que no había función, que eran losluneslunes y viernes, ocupar, en la sombra, una butaca de quinta o sexta fila, envuelta en su chal gris, humilde; permanecía inmóvil horas y horas, callada, sin reír cuando reían allá arriba, en el escenario, sus compañeros, que no pensaban en ella. Las noches de función solía ir a un palco de tercer piso, como escondiéndose, ocupando el menor espacio posible, y quieta, callada como siempre. No la divertía mirar al público, desconocido, indiferente, casi hostil; para ella era lo mismo siempre, en todos los pueblos que iba recorriendo con la compañía: un enemigo distraído, que le hacía daño sin pensar en ella. No le miraba. Demasiado tenía que verle de frente, frío, insensible, cuando la pobre tenía que salir a las tablas y cantar sin perder el compás, sin atragantarse, y hasta expresando con gestos y actitudes ciertas pasiones que no eran las suyas, penas que no eran las que la mortificaban. Miraba al escenario: prefería ver una vez más, después de mil, la misma escena, oír el mismo canto: a lo menos, aquel aburrido monótono espectáculo repetido era algo familiar, como una patria moral ambulante; la ópera viajaba con ellos. Miraba el escenario como un nómada podía mirar el carro o la tienda que le acompañaba a través de regiones nuevas, desconocidas. En su imaginación la escena era la tierra firme, el público el mar tenebroso. Esto cuando veía las tablas desde fuera; porque cuando estaba sobre ellas, el público seguía siendo el mar bravo, y el escenario era un frágil leño flotante, juguete de las olas.
 
Iba al teatro, no porque gozara con el espectáculo, sino por huir de la soledad de la posada, y por costumbre; por seguir a los suyos, que al fin lo eran los de la compañía, aunque para ella desabridos, fríos, distraídos, casi indiferentes. Estaba acostumbrada desde pequeña a hacer lo mismo. Su madre había sido cantante; su padre, músico de la orquesta: ella, niña, prefería quedarse a dormir, pero sola no; iba al teatro, a padecer entre bastidores frío, sueño, cansancio, hastío... mas todo lo prefería al miedo de verse sola en la posada, de noche. Ahora que no tenía padres a quien seguir, iba al teatro por seguir a todos los de la compañía, por huir de la poca luz de su celda de huésped pobre; del frío, del silencio, del aislamiento, que la comían el alma con sus horas de bostezos como simas.