Diferencia entre revisiones de «Franceses, un esfuerzo más si quereis ser republicanos»

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Línea 15:
A vosotros, quienes teneis la guadaña en la mano: reciba el último golpe el árbol de la superstición; no os deis por satisfechos con podar las ramas; desarraigad totalmente una planta cuyos efectos son tan contagiosos; perfectamente podeis estar convencidos de que vuestro sistema de libertad e igualdad se opone demasiado abiertamente a los ministros de los altares de Cristo para llegar a ver a nunca uno sólo, o que lo adopte de buena fe o que no pretenda sacudirlo, si llegara a voler a tener alguna autoridad sobre las conciencias. ¿Cuál será el sacerdote que, comparando el estado a que se acaba de ver reducirdo con el del que gozaba antes, no haga todo lo que pueda por recuperarse, y recuperar las conciencias y la autoridad que ha perdido? ¡Y qué de seres limitados y pusillanimes volverán a ser pronto los esclavos de esta ambiciosa tonsura! ¿Por qué no se imagina que los inconvenientes que existieron pueden aún reaparecer? En la infancia de la iglesia cristiana, ¿los sacerdotes no eran lo mismo que son hoy? Ven dónde llegaban: ¿qué, con todo, los habías conducido allí? ¿No eran los medios que les proporcionaba la religión? Ahora, si bien vosotros no la defendeis en absoluto, esta religión y los que la predican, teniendo siempre los mismos medios, llegarán pronto al mismo objetivo.
 
Eliminad pues todo lo que pudiera un día vuestra obra destruir. Piensese que el fruto de vuestros trabajos no se reserva más que a vuestros nietos, es vuestro deber, es vuestra probidad, no dejarles ningunos de estos gérmenes peligrosos que podrían volverlos a sumergir en el caos del que tanto dolor nos ha costado salir. Ya nuestros prejuicios se disipan, ya el pueblo abjura las absurdidades católicas; ya suprimió los templos, aplastó los ídolos, se conviene que el matrimonio no es ya más que un acto civil; los confesionarios rotos sirven de hogares públicos; los pretendidos fieles, abandonando el banquete apostólico, dejan los dioses de harina a los ratones. Francés, no te detengas: Europa entera, una mano ya sobre la venda que ciega sus ojos, espera de vosotros el esfuerzo que debe arrancarla de su frente. Apresuraos: no pierde en Roma la santa, agitándose en todos los modos para reprimir vuestra energía, la ocasión de conservar quizá aún a algunos prosélitos. Sacudid sin consideración su cabeza altiva y estremecida, y que en dos meses el árbol de la libertad, ensombreciendo las ruinas de la silla de San Pedro, cubra con el peso de sus ramas victoriosas todos estos despreciables ídolos del cristianismo descaradamente erigidos sobre las cenizas de los Catones y los Brutus.
 
Francés, te lo repito, Europa espera de vosotros la entrega a la vez del cetro y el incensario. Piensese que os es imposible liberarla de la tiranía real sin hacerle romper al mismo tiempo los frenos de la superstición religiosa: demasiado íntimamente los vínculos de la una se unen a la otra para que al dejar subsistir una de las dos no vuelvamos a caer pronto bajo el imperio de la que habiais descuidado disolver. No debe un republicano doblar ya ni a las rodillas de un ser imaginario ni a las de un barato impostor; sus únicos dioses deben ser ahora el valor y la libertad. Roma desapareció en cuanto el cristianismo se predicó, y Francia está perdida si consigue regresar.
Línea 21:
Que se examinen atentamente los dogmas absurdos, los misterios espantosos, las ceremonias monstruosas, la moral imposible de esta que disgusta religión, y se verá si puede convenir a una República. ¿Creen de buena fe que yo me dejaría dominar por la opinión de un hombre a quien viniera de ver a los pies del imbécil sacerdote de Jesús? ¡No, ciertamente! Este hombre, siempre indigno, tenderá siempre, por la bajeza de sus espectativas, a las atrocidades del antiguo del régimen; en cuanto pudo someterse a las estupideces de una religión tan simple que la que teníamos la locura de admitir, no puede ya ni dictarme leyes ni transmitirme Luces; ya no lo veo más que como un esclavo de los prejuicios y de la superstición.
 
Miremos alrededor, para convencernos de esta verdad, sobre los pocos individuos que permanecen aferrados al culto absurdo de nuestros padres; veremos si no son todos enemigos irreconciliables del sistema actual, veremos si no está es en sus filas que se incluye enteramente esta casta, tan justamente despreciada, los monárquicos y aristócratas. Que el esclavo de un tunante se incline, si lo quiere, a los pies de un ídolo de barro, se hace tal objeto para su alma de lodo; ¡quién puede servir a los reyes debe adorar a dioses! Pero nosotros, franceses, pero nosotros, mis compatriotas, nosotros, ¿arrastrarnos aún humildemente bajo frenos tan despreciables? ¡más bien morir mil de veces que ser controlados de nuevo! Puesto que creemos necesario un culto, imitemos el de los Romanos: las acciones, las pasiones, los héroes, he ahí cuáles eran las respetables metas. Tales ídolos elevaban el alma, lo enervaban; hacían más: a quien los respetórespetaba se le comunicaban las virtudes de aquellos. El admirador de Minerva quería ser prudente. El valor estaba en el corazón de aquél que se veía a los pies de Marzo.
 
No se veía limitado ni uno solo de estos grandes dioses de energía; todos trasmitían la esencia de su don al alma de quienes los veneraban; y esperanza ser adorado uno mismo un día, se tenía y se aspiraba a volverse al menos tan grande que aquél que se tomaba por modelo. ¿Pero qué encuentran por contra en los inútiles dioses del cristianismo? ¿Qué ofrece, pregunto, esta imbécil religión? ¿El plato impostor de Nazareth les hace tener algunas grandes ideas? Su sucia y disgustada madre, la impúdica Maria, ¿les inspira algunas virtudes? ¿Y encuentran en los santos de los que se surte su Elíseo algún modelo de tamaño, o de heroísmo, o de virtudes? Es tan cierto que esta estúpida religión no presta nada a las grandes ideas, que ningún artista puede emplear los atributos en los monumentos que eleva; en la propia Roma, la mayoría de los embellecimientos u ornamentos del palacio de los papas tienen sus modelos en el paganismo, y mientras el mundo subsista, sólo le hará brillar la vivacidad de los grandes hombres.
Línea 46:
 
En seis meses, todo se terminará: su infame Dios estará en la nada; y eso sin dejar de ser justo, celoso del aprecio de los otros, sin dejar de temer la espada de las leyes y de ser honesto hombre, porque se habrá sentido que el verdadero amigo de la patria no debe no, como el esclavo de reyes, llevase por quimeras; que no es, en una palabra, ni la esperanza frívola de un mejor mundo ni el temor de mayores males que aquéllos que enviamos la naturaleza, quiénes deben conducir a un republicano, la que única guía es la virtud, como el único freno el remordimiento.
 
Las costumbres
Las costumbres después de haber demostrado que el teísmo no conviene de ninguna manera a un Gobierno republicano, me parece necesario probar que las costumbres francesas no le convienen aún más. Este artículo es tanto más más esencial cuanto que son las costumbres que van a servir de motivos a las leyes que se va a promulgar. Francés, se les enciende demasiado para no sentir que un nuevo Gobierno va a requerir nuevas costumbres; es imposible que el ciudadano de un Estado libre se conduzca como el esclavo de un rey déspota; estas diferencias de sus intereses, por sus deberes, de sus relaciones el uno con el otro, determinando esencialmente una manera muy otro de implicarse en el mundo; una muchedumbre de pequeños errores, pequeños delitos sociales, dados por muy esencial bajo el Gobierno de reyes, quiénes debían exigir sobre todo teniendo en cuenta que tenían más necesidad de imponer frenos para volverse respetables o inaccesibles a sus temas, van a convertirse en nulos aquí; otros delitos, conocidos bajo los nombres de régicide o sacrilegio, bajo un Gobierno que no conoce ya ni a reyes ni religión, deben destruirse así mismo en un Estado republicano. Concediendo la libertad de conciencia y la de la prensa, piense, ciudadanos, que muy poco a cerca, se debe conceder el de actuar, y que excepto lo que choca directamente las bases del Gobierno, ustedes permanece él no sabría menos crímenes que deben castigarse, porque, en el hecho, ha muy las pocas acciones criminales en una sociedad cuya libertad e igualdad hacen las bases, y que a pesar bien y examinar bien las cosas, sólo hay de verdad criminal lo que rechaza la ley; ya que la naturaleza, dictándonos también de los defectos y virtudes, debido a nuestra organización, o más filosóficamente aún, debido a la necesidad que tiene del uno u otro, lo que nos inspira se volvería una medida muy dudosa para regular con precisión lo que es bueno o lo que está mal.
 
Pero, para desarrollar mejor mis ideas sobre un objeto tan esencial, vamos a clasificar las distintas acciones de la vida del hombre quien se acordaba hasta ahora nombrar criminales, y los mediremos a continuación a los verdaderos deberes de un republicano. Se consideraron siempre los deberes del hombre bajo los tres distintos siguientes informes:
 
1. Los que su conciencia y su credulidad le imponen hacia el Ser supremo;
 
2. Aquéllos que se ve obligado a llenar con sus hermanos;
 
3. Por fin los que sólo tienen relación con él.
 
La certeza donde debemos ser que ningún dios se mezcló nosotros y que, criaturas requeridas de la naturaleza, como las plantas y los animales, estamos aquí porque era imposible que no hubieran, esta certeza destruye seguramente, como se lo ve, muy la primera parte de estos deberes, quiero decir el del cual nos creemos falsamente responsables hacia el divinidad; con ellos desaparecen todos los delitos religiosos, todos los conocidos bajo los nombres vagos e indefinidos de impiété, por sacrilegio, por blasphème, por ateísmo, etc., todos los los, en una palabra, que Atenas castiga con tanto injusticia en Alcibiade y Francia en la desafortunado Barra. Si hay algo de extravagante en el mundo, es ver hombres, quiénes no conocen a su dios y lo que puede exigir este dios que según sus ideas limitadas, querer sin embargo decidir sobre la naturaleza con lo que satisface o con lo que se enfada este ridículo fantasma de su imaginación. No debería pues no permitirse indiferentemente todos los cultos que yo querría que se se limitara; desearía que se era libre reirse o burlarse de todos; que hombres, reunidos en un templo cualquiera para alegar el Eterno a su manera, se veían como actores sobre un teatro, al juego del cual se permite a cada uno ir a reir. Si no ven las religiones bajo este informe, reanudarán la seriedad que los vuelve importante, protegerán pronto las opiniones, y no se se habrá disputado antes sobre las religiones que rebattra para las religiones [5]; la igualdad destruida por la preferencia o la protección concedida al una ellas desaparecerá pronto del Gobierno, y de la teocracia reconstruida reaparecerá pronto la aristocracia. No podría demasiado pues repetirlo: más dioses, Francés, más dioses, si no quieren que su desastroso imperio les vuelve a sumergirse pronto en todos los horrores del despotismo; pero sólo en ustedes burlándose que los destruirán; todos los peligros que arrastran a su consecuencia reaparecerán inmediatamente en muchedumbre si hay del humor o la importancia. No invierten no sus ídolos en cólera: pulverizan -les jugando, y la opinión caerá de sí mismo.
 
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Que la humanidad, la fraternidad, la beneficencia nos prescriben según eso nuestros deberes recíprocos, y llenan individualmente -les con el simple grado de energía que tenemos sobre este punto dado la naturaleza, sin echar la culpa y sobre todo sin castigar aquéllos que, más fríos o más atrabiliarios, no prueban en estos vínculos, sin embargo tan referentes, todas las suavidades que el otros allí encuentran; ya que, se convendrá, sería aquí una absurdidad palpable que de querer prescribir leyes universales; este método sería tan ridículo que el de un general del ejército de tierra que querría que todos sus soldados fueran vêtus de una ropa hecha sobre la misma medida; es una injusticia espantosa que de exigir que hombres de caracteres desiguales se doblan a leyes iguales: lo que va al uno no va no al otro.
Convengo que no se pueden hacer tantas leyes que hay de hombres; pero las leyes pueden ser tan suaves, en tan reducido número, que todos los hombres, de algún carácter que sean, puedan allí fácilmente doblarse. Aún exigiría que este reducido número de leyes barril de especie que deben poderse lo adaptarse fácilmente a a todos los distintos caracteres; el espíritu de el que los dirigiría sería afectar más o menos, debido al individuo quien sería necesario alcanzar. Se demuestra que él allí a tal virtud cuya práctica es imposible a algunos hombres, como él allí a tal remedio que no podría convenir a tal temperamento.
 
Ahora bien, ¡qué será la cima de su injusticia si afectan de la ley los a los cuales es imposible doblarse a la ley! ¿La iniquidad que cometerían en eso no sería igual a la de la cual se volverían culpables si quieran forzar a un ciego a distinguir los colores? De estos primeros principios se deriva, se lo siente, la necesidad de hacer leyes suaves, y sobre todo de destruir para nunca la atrocidad de la pena de muerte, porque la ley que atenta a la vida de un hombre es impracticable, injusto, inadmisible. No es, así como lo diré próximamente, que no hay un infinito de caso donde, sin outrager la naturaleza (y es lo que demostraré), los hombres no hayan recibido de esta madre común la entera libertad de atentar a la vida uno, pero es que es imposible que la ley pueda obtener el mismo privilegio, porque la ley, fría por sí mismo, no podría ser accesible a las pasiones que pueden legitimar en el hombre la cruel acción del asesinato; el hombre recibe de la naturaleza las impresiones que pueden hacerle perdonar esta acción, y la ley, al contrario, siempre en oposición a la naturaleza y no recibiendo nada ella, no puede autorizarse a permitirse las mismas divergencias: no teniendo los mismos motivos, es imposible que tenga los mismos derechos. Aquí de estas distinciones sabias y delicadas que escapan a mucha gente, porque muy la poca gente reflexiona; pero se acogerán de la gente informada a quien los dirijo, e influirán, lo espero, sobre el nuevo Código que nosotros se prepara. La segunda razón para la cual se debe destruir la pena de muerte, es que nunca no ha reprimido el crimen, puesto que se lo comete cada día a los pies del andamio. Se debe suprimir este dolor, en una palabra, porque no hay no de más malo cálculo que el de hacer morir un hombre para haber matado otro, puesto que resulta obviamente de este método que en vez de
 
Ahora bien, ¡qué será la cima de su injusticia si afectan de la ley los a los cuales es imposible doblarse a la ley! ¿La iniquidad que cometerían en eso no sería igual a la de la cual se volverían culpables si quieran forzar a un ciego a distinguir los colores? De estos primeros principios se deriva, se lo siente, la necesidad de hacer leyes suaves, y sobre todo de destruir para nunca la atrocidad de la pena de muerte, porque la ley que atenta a la vida de un hombre es impracticable, injusto, inadmisible. No es, así como lo diré próximamente, que no hay un infinito de caso donde, sin outrager la naturaleza (y es lo que demostraré), los hombres no hayan recibido de esta madre común la entera libertad de atentar a la vida uno, pero es que es imposible que la ley pueda obtener el mismo privilegio, porque la ley, fría por sí mismo, no podría ser accesible a las pasiones que pueden legitimar en el hombre la cruel acción del asesinato; el hombre recibe de la naturaleza las impresiones que pueden hacerle perdonar esta acción, y la ley, al contrario, siempre en oposición a la naturaleza y no recibiendo nada ella, no puede autorizarse a permitirse las mismas divergencias: no teniendo los mismos motivos, es imposible que tenga los mismos derechos. Aquí de estas distinciones sabias y delicadas que escapan a mucha gente, porque muy la poca gente reflexiona; pero se acogerán de la gente informada a quien los dirijo, e influirán, lo espero, sobre el nuevo Código que nosotros se prepara. La segunda razón para la cual se debe destruir la pena de muerte, es que nunca no ha reprimido el crimen, puesto que se lo comete cada día a los pies del andamio. Se debe suprimir este dolor, en una palabra, porque no hay no de más malo cálculo que el de hacer morir un hombre para haber matado otro, puesto que resulta obviamente de este método que en vez de un hombre menor, en aquí muy de un golpe dos, y que no hay que verdugos o imbéciles a los cuales una tal aritmético pueda ser familiar.
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Los delitos que debemos examinar en esta segunda clase de los deberes del hombre hacia su similares consisten en las acciones que puede hacer emprender el libertinage, entre cuáles se distinguen especialmente, como más attentatoires para que cada uno debe a los otros, la prostitución, el adulterio, el incesto, la violación y la sodomía.
 
No debemos ciertamente dudar un momento que todo lo que se llama crímenes morales, es decir, todas las acciones de la especie de las que acabamos de citar, no sea perfectamente indiferente en un Gobierno cuyo único deber consiste en conservar, por talel medio que pueda ser, la forma esencial a su mantenimiento: he aquí la única moral de un Gobierno republicano. Ahora bien, puesto que siempre se opone por los déspotas que lo rodean, no se podría imaginar razonablemente que sus medios conservadores pudieran ser medios morales; ya que sólo se conservará por la guerra, y nada no es menos moral que la guerra. Ahora, pregunto cómo se llegará a demostrar que en un Estado inmoral por sus obligaciones, sea esencial que los individuos sean morales. Digo más: es bueno que no lo sean. Los legisladores de Grecia habían sentido perfectamente la importante necesidad de gangrener los miembros para que, su disolución moral que influye sobre la útil a la máquina, resultara la insurrección siempre indispensable en un Gobierno quien, perfectamente feliz como el Gobierno republicano, debe necesariamente excitar el odio y los celos de todo lo que lo rodea.
 
La insurrección, pensaban estos sabios legisladores, no es no un estado moral; debe ser con todo el estado permanente de una República; sería pues tan absurdo que peligroso de exigir que los ellos mismos que deben mantener el perpetuo choque inmoral de la máquina fueran de los seres muy morales, porque el estado moral de un hombre es un estado de paz y paz, al lugar que su estado inmoral es un estado de movimiento perpetuo que se ella acerca de la insurrección necesaria, en cuál él es necesario que el republicano tenga siempre al Gobierno incluido ha miembro. Enumeremos ahora y comenzamos por analizar el pudor, este movimiento pusillanime, contradictorio al afecto impuro. Si estaba en las intenciones de la naturaleza que el hombre era púdico, indudablemente no lo habría hecho nacer desnuda; un infinito de pueblo, menos deteriorada que nosotros por la civilización, van desnudos y no prueban ninguna vergüenza; no es necesario dudar que el uso de vestirse no haya tenido para única base y la inclemencia del aire y la coquetería de las mujeres; sintieron que perderían pronto todos los efectos del deseo si los prevenían, en vez de dejarles nacer; concibieron que, la naturaleza por otra parte que no las crea sin defectos, se garantizarían bien mejor todos los medios de agradar disfrazando estos defectos por ornamentos; así el pudor, lejos ser una virtud, no fue pues ya que uno de primeros efectos de la corrupción, que uno de los primeros medios de la coquetería de las mujeres.