Diferencia entre revisiones de «La familia de León Roch : 2-11»

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Revisión del 12:22 1 mar 2006


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-Represéntate -le dijo León- todo lo que hay de odioso y de disolvente en una familia ilegítima, mejor dicho, inmoral... hijos sin nombre... la imagen siempre presente de la que...

-No la nombres... te repito que no la nombres -dijo Pepa, procurando que su enojo no pareciera muy violento-. Su loco fanatismo la excluye, la excluye.

-¿Y si también yo soy fanático?

-No, no importa.

-Bien; contra la turbación que a tu mente y a la mía pueda traer esa idea, hay un remedio.

-¿Cuál?

-Esperar.

-Esperar -murmuró la de Fúcar, moviendo la cabeza, en cuyo centro la palabra esperar retumbaba con eco siniestro-. ¡Esperar, ese es mi destino! Hay alguien para quien la esperanza no es una dulzura, sino un tormento.

-¿Ves ese ángel? -le dijo León, señalando a Monina, que dormía, muy ajena a la tempestad que arrullaba su sueño de pureza-. Pues ahí tienes tu verdadera conciencia. Cuando las agitaciones pasadas, tu despecho, aún no extinguido, tus malos recuerdos te empujen por una senda extraviada, pon en el pensamiento a tu hija. ¡Verás qué prodigioso amuleto! Lo que cien sermones y toda la lógica del mundo no podrían enseñarte, te lo enseñará una sonrisa de esta criatura, que por su pura inocencia, parece que no es aún de este mundo, y en cuyos ojos verás siempre no sé qué reflejo de la verdad absoluta.

-Es verdad, es verdad -exclamó Pepa, rompiendo en llanto.

-Esos ojos y ese rostro divino son un espejo, en el cual, si sabes mirarlo, verás algo del porvenir. Considera a tu hija ya crecida, considérala mujer. Dentro de quince años, ¿te gustará que una voz malévola susurre en su oído palabras deshonrosas acerca de la conducta de su desgraciada madre? Figúrate el horrible trastorno que habrá en su pura conciencia cuando se le diga «tu madre no esperó a que pasaran dos meses de viudez para tomar por amante a un hombre casado, al esposo de una mujer honrada».

-¡Oh!, no, no -gritó Pepa con súbita indignación-. No le dirán eso.

-Se lo dirán, ¿por qué no? Se dice lo que es mentira, ¿cómo no habría de decirse lo que sería verdad? ¿Has reflexionado en la influencia decisiva, lógica, que tienen sobre la conducta de los hijos las acciones de los padres?... Hay en las familias una moral retrospectiva que evita muchas caídas y deshonras.

-Por favor, no me hables de que mi hija deje de ser la misma virtud -exclamó Pepa con brío, anegada en lágrimas.

Después callaron ambos, y sentados junto al lecho de Ramona, enlazados los brazos, casi juntas las caras, envueltos en una atmósfera de ternura que de ambos emanaba con el aire tibio de la respiración, estuvieron largo rato contemplando íntimamente su dicha. En el fondo, muy en el fondo del alma de Pepa, había una idea que hablaba así: «Hija de mi vida: soy feliz haciéndome la ilusión de que eres toda mía y de que puedo darte a quien me agrade. Naciste de mis entrañas y de mi pensamiento».

Después se apartaron de la cama de Monina. Pepa se sentó en un ángulo de la sala.

-Es preciso que me retire -le dijo León.

-¿Ya? -dijo Pepa con sorpresa y temor, acariciándole con su mirada.

León iba a decir algo; pero calló de improviso, porque había sentido pasos.

El marqués de Fúcar entró en la habitación. Tenía costumbre de despedirse de su hija y de su nieta antes de recogerse. Al ver a León manifestó sorpresa, aunque la hora no era impropia ni desusada la visita.

-Pues qué, ¿está mala Monina?

-No, papá. Está buena.

-¡Ah!... Me figuré...

El marqués besó a su nieta.

-Gracias a Dios que se te ve por aquí -dijo cariñosamente a León.

-He venido a despedirme de Pepa... y de usted.

-¿Viajas? Hombre, es lo mejor que puede hacer un cónyuge aburrido. ¿Hacia dónde vas?

-No lo sé todavía.

-¿Y sales...?

-Mañana.

-Si vas a París te daré un encargo. ¿No habrá tiempo mañana?... Pasaré por tu casa temprano... Yo me voy a mi cuarto: tengo jaqueca.

León comprendió que debía retirarse al momento.

-Adiós, adiós -dijo, estrechando las manos de la hija del marqués.

La mirada de Pepa y la de él se cruzaron como las dos espadas de un duelo: la de ella era todo enojo por aquella súbita despedida.

Después León miró un momento a Monina y salió con apariencia serena. Al pasar por las espléndidas habitaciones silenciosas, se sentía extraño en ellas; pero aquella hermosa estancia de donde acababa de salir le parecía tan suya, se adhería tan fuertemente a su corazón, que casi estuvo a punto de volver para respirar un instante más aquella atmósfera de paz y sosiego, saturada del delicioso perfume del hogar propio, que simplemente se formaba del amor de una mujer y del sueño de un niño.

D. Pedro le dijo al retirarse a su cuarto:

-Estoy muy inquieto por no haber recibido detalles de la muerte de Federico.

León no dijo nada a esto y salió del palacio al jardín. Tanto le llamaban de atrás sus afectos, que a cada seis pasos se detenía. Había entrado en la alameda que conducía al establo, cuando se sintió llamado por una voz, por un ce que sonaba como la vibración del aire al paso de una saeta. Se volvió: era Pepa, que hacia él iba, envuelta en un pañuelo de cachemira, descubierta la cabeza, vivo el paso, difícil la respiración.

La mano de Pepa hizo presa con fuerza en la mano del matemático.

-No he podido resignarme a que te despidas así -le dijo-. Eso no está bien.

-Así debió ser... -replicó León, muy turbado-. ¿Y qué importa? Hubiera vuelto mañana un momento.

-¡Un momento! -exclamó la dama con elocuente dolor-. ¡Qué triste es haber dado años como siglos y verse pagada con momentos!

León le tomó las dos manos.

-Querida mía -le dijo-, es preciso que uno de los dos se someta al otro. He comprendido que, si me dejara arrastrar por ti, nuestra perdición sería segura. Déjate, no arrastrar, sino conducir por mí, y nos salvaremos.

-Pues di... Ya sé lo que vas a decir... ¡Esperar! Cada loco tiene su estribillo.

Puso la joven una cara que demostraba la más profunda lástima de sí mismo que puede tener un ser humano, y como la compasión suele anunciarse con sonrisas desgarradoras, sonrió la dama de un modo que haría llorar a las piedras, y dijo:

-¡Esperar! ¿Y si me muero antes?

-No, no te morirás -murmuró León, cogiendo entre sus manos la cabeza de Pepa, como se cogería la de un niño, y besándola.

-Está visto que soy más tonta... -balbució Pepa, que apenas podía hablar-. Harás de mí lo que quieras, bárbaro.

-¿Me obedecerás?

-Eso no se pregunta a la que durante mucho tiempo te ha obedecido con el pensamiento. Yo he soñado que tú venías a mí cuando ni siquiera te acordabas de mi persona; he soñado que me mandabas faltar a todos los deberes, y con la idea, con la inspiración de mi alma, te he obedecido. Esta obediencia ha sido mi único gozo, ¡qué satisfacción tan triste! No me acuses por estas miserias de mi corazón lacerado... Es para hacerte ver que la que hubiera ido detrás de ti al crimen no puede negarse a seguirte si la llevas al bien.

-¿Adonde quiera que yo te lleve? -murmuró León, pasándose la mano por la frente-. Dime: ¿y si yo te dijera...?

-¿Qué? -preguntó Pepa sin aguardar a que concluyera, mejor dicho, cazando la idea con la presteza del pájaro que coge el grano en el aire antes de que caiga.

-La idea de la fuga... ¿ha pasado por tu imaginación?

-¡Oh!, por mi imaginación han pasado todas las ideas.

-De modo que si yo te dijera...

-«Vamos», partiría sin vacilar.

-¿Ahora?

-Ahora mismo. Tomaría en brazos a mi hija...

Pepa, encendida en amante impaciencia, miraba a su casa y a su amigo. Su alma, desligada de todo lo del mundo, fluctuaba entre dos objetos queridos, dos solos. León tuvo un momento de terrible lucha interior. Después hirió el suelo con el pie como los brujos antiguos cuando llamaban al genio tutelar.

-Pues te mando que me dejes partir solo y que me esperes -dijo al fin con resolución que tenía algo de heroísmo.

Pepa inclinó la frente con expresión de cristiana paciencia.

-Te lo mando así porque te quiero con el corazón; te lo mando así por egoísmo, porque no quiero destruir un hermoso sueño.

-Me someto -dijo Pepa, envolviendo su palabra en un gemido.

Sollozó sobre el pecho de su amigo. Después añadió:

-Pero fija un término, un término... Si me muero antes...

La idea de un morir prematuro estaba en su mente como una luz siniestra que de ningún modo se quería apagar.

-Fijaré un término. Te lo juro.

-Y pasado ese término...

-Pasado ese término... -repitió León, cuyo pecho respiraba difícilmente entre el nudo de aquella soga, ferozmente apretado por los demonios.

-Supón que Dios no quiera allanarnos el camino...

-Verás como lo allanará.

-¿Y si no lo allana?

-Verás como sí lo allana.

-Pero... ¿y si no?

-Verás como sí.

-Diciéndomelo tú de ese modo, no sé por qué lo creo -dijo Pepa, acomodando mejor su cabeza sobre el pecho de su amigo, como la acomodamos en la almohada cuando empezamos a dormir-. Ahora, si quieres que me vaya contenta a mi casa, dime que me quieres mucho.

Su pasión tomaba un tono pueril.

-¿No lo sabes?

-Que me querías hace tiempo.

-Que debí quererte desde que jugábamos cuando éramos niños, cuando nos pintábamos la cara con moras silvestres... -añadió León, estrujando la cabeza de oro.

-¡Qué tiempos! -dijo Pepa, sonriendo como un bienaventurado en la gloria-. ¡Si pudiéramos hablar largamente de eso y recordarlo, pasando los recuerdos de memoria en memoria y las palabras de boca a boca!... ¡Si nuestra vida fuese ahora verdadera vida, y no estos momentos pasajeros, estos saltos horribles!... ¡Si pudiéramos hablar, reír, recordar, pensar cosas, decir disparates, reñir en broma, adivinarnos las ideas y los deseos!...

-Si pudiéramos eso...

-Pero no; hemos de separarnos. Separados hemos estado toda la vida, y ahora me parece que es la primera vez que te digo adiós. Tú, a ese caserón; yo, a mi palacio.

-Espérame con tu hija.

-¡Oh!, ¡qué triste pensamiento me ocurre!... Si tardas mucho no te va a conocer cuando vuelvas. ¡Alma mía!, te tendrá miedo.

-Se acostumbrará pronto.

-Pero ¿no vuelves mañana a casa?

-¿Para qué? ¿Para que una nueva despedida nos haga más amarga nuestra separación? Si te viera otra vez, quizás me faltaría valor.

-Mandaré a Monina a tu casa mañana.

-Sí, mándala.

León tosió secamente.

-¡Hombre, por Dios! -exclamó Pepa, con amante solicitud, alzándole el cuello de la levita-. Que te constipas... hace frío... déjate cuidar... así...

-Gracias, querida mía. Es verdad que tengo frío.

-Pero qué, ¿nos separamos ya?

-Sí -dijo el matemático-. Ahora o nunca.

Pepa tuvo ya en sus labios las palabras pues nunca; pero no se atrevió a pronunciarlas.

-¿Me escribirás con frecuencia, chiquillo?

-Todas las semanas.

-¿Cartas largas?

-Largas y prolijas como el pensamiento del que espera.

-¿A dónde te escribo?

-Ya te lo diré... Vamos hacia tu casa. No quiero que vuelvas sola. Nos separaremos allí.

-Acompáñame hasta la puerta del museo; por allí salí y por allí entraré.

Anduvieron un rato. León la rodeaba con su brazo derecho, y con la mano izquierda le estrechaba ambas manos.

-Está oscura la noche -dijo Pepa, obedeciendo a esas inexplicables desviaciones del pensamiento que se verifican cuando este actúa más fijamente en un orden de ideas determinado...

-¿Estás contenta? -le preguntó León, queriendo dar al diálogo un tono ligero.

-¿Cómo he de estarlo cuando te vas? Y sin embargo, lo estoy por lo que me has dicho. No sé lo que hay en mí de júbilo y pena al mismo tiempo. Yo digo «¡qué dicha tan inmensa!», y digo también «¡si me muero antes!...».

-En mí sucede lo mismo -replicó León sombríamente.

Llegaron a la puertecilla del museo.

-Adiós -dijo ella devorándole con sus ojos-. Adiós... ¡Todo mío!

-Hasta luego -dijo León con voz imperceptible, dándole dos besos-. Este para Monina, este para su mamá.

La puerta del museo, abierta, mostraba una escalera oscura. León empujó suavemente a Pepa hacia adentro y se alejó despacio. Ella volvió al umbral; él la saludó de lejos con la mano...

Poco después entraba en su casa, y, medio muerto de dolor, se revolcaba en el sillón de estudio como un enfermo, como un demente, no sabiendo si buscar en el llanto o en la desesperación honda el lenitivo de su corazón destrozado. No obstante, aún no había llegado el momento de que aquel vaso de reserva, que en su ancha capacidad contenía pasiones o ideas mil del género más turbulento, estallase atropellando todo lo que hallara delante de sí.


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