Diferencia entre revisiones de «Garuda o La cigüeña blanca»

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El horror antisemítico que embarga el ánimo de la nobleza austriaca explica la conducta de Poldy, que parece extravagantísima y hasta inexplicable en España.
 
Poldy se había enamorado entrañablemente -145- de Isidoro, pero, siendo él judío, juzgaba ella imposible aceptarle primero por novio y luego por esposo. El caso sería mirado como una abominación sin ejemplo. Los hermanos de Poldy dejarían de reconocerla por hermana, sus tíos y tías, por sobrina, y toda la hig-life, vienesa de dieciséis cuarteles, la expulsaría de su seno como individuo degradado y corrompido.
 
Al pensar Poldy en esto, los cabellos se le erizaban y temblaba y tiritaba todo su cuerpo como si discurriese por él el frío que precede a la calentura.
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Resuelta estaba Poldy a no volver a ver a Isidoro: pero no había previsto otra cosa y no había formado sobre ella plan ni propósito.
 
A los pocos días de haberse negado ya por completo y para siempre a ver a Isidoro, Poldy recibió por el correo una carta suya. Tal vez, sin reconocer la letra, abrió la carta, tal vez reconoció la letra del sobre y sin embargo le rompió. De todos modos, una vez abierta la carta, Poldy no pudo resistir a la curiosidad y al interés que le inspiraba lo que en ella estaba escrito. Leyó pues, y vio que decía: «El enojado, el quejoso, debía ser yo y no tú, hermosa Poldy: pero el amor que me inspiras es tan alto que no se le sobreponen los enojos y es tan firme que no hay queja que le hunda ni acabe. Sigo, pues, adorándote, apesar de todos los agravios. No fui yo quien te solicitó. Tú me provocaste, tú me excitaste a que te amara enviándome tu retrato con un apasionado escrito. Me creíste brahman, nababo, -146- príncipe de la India o cosa por el estilo; y, no puedes negarlo, me amaste entonces. ¿Hay nada más irracional, ni más absurdo que tu desamor y tu furor de ahora, porque sabes que, en vez de ser brahman, soy israelita? Yo seguí tu humor al principio, fingiéndome brahman, pero, en lo tocante a nobleza no fingí nada. ¿Quién te ha dicho que un judío no puede ser noble? ¿De dónde infieres que tengo yo menos cuarteles que tú? Yo puedo presentarte mi evidente genealogía que se remonta hasta el mismo patriarca de Ur de los caldeos, pasando por reyes, caudillos, jueces y profetas. ¿Dónde andaban los germanos ni qué eran cuando el poderoso rey Salomón, mi pariente, erigía suntuoso templo al Dios único?
 
Creado su concepto en la mente de los hombres de mi casta, por ellos fue revelado al resto del humano linaje, idólatra y ciego. También el rey Salomón fundaba a Tadmor, espléndido oasis para las caravanas que iban a las orillas del Éufrates, y mandaba sus triunfadoras naves juntas con las de Hiram, a Ofir y a Lanka por un extremo, y a Gadir, a Tarsis y aun a las remotas Casitérides por el otro. Desde allí le traían, para autoridad, pasatiempo y deleite de él y de sus súbditos, cobre, estaño y ámbar, cándidas pieles de armiños y de cisnes, gimios y papagayos, especierías y perfumes, perlas y diamantes, marfil y oro.
 
Alguien de mi familia privó con Ciro el Grande y volvió con Zorobabel a reedificar la Ciudad Santa. De mi familia fue también el glorioso pontífice que infundió en el ánimo engreído y -147- triunfante del Macedón Alejandro, súbito acatamiento y saludable temor de las cosas divinas. Alguien de mi familia combatió gloriosamente por la patria al lado de los Macabeos y derrotó al rey de Siria Antioco Epifanes. Ve tú pensando mientras yo recuerdo estos sucesos que puedo demostrarte, en que pobre choza o en que miserable zahúrda estaba metida entonces tu desarrapada y salvaje parentela. Las brutales persecuciones de Demetrio Soter, después de la funesta batalla y de la heroica y gloriosísima muerte de los Macabeos, movieron a mi familia a emigrar a España. No quiero pecar de prolijo ni ser tildado de jactancioso, y por eso no cuento aquí por menudo las cosas extraordinarias que en España hicimos. Te diré, no obstante, que fue mi cercano pariente aquel gran rabino de Toledo que redactó la exposición, y fue el primero en firmarla, dirigiéndose a Caifás y tratando de convencerle, para que no condenase al santísimo Hijo de María. Al lado del rey Alfonso VI de Castilla combatieron como héroes mis antepasados, contra la bárbara invasión de los almorávides, en la sangrienta rota de Zalaca. Yo cuento en mi familia inspirados poetas y admirables filósofos y teólogos, gloria de la Sinagoga española y de todo el judaísmo. Entre ellos descuella Jehuda Leví, el Castellano, a quien Heine celebra con entusiasmo fervoroso. El beso que Dios, al crearla, dio a su alma, viéndola tan bella, resuena aún en los cantares de aquel trovador admirable y produce divino encanto en los nobles -148- espíritus que son capaces de sentirle y de comprenderle. Mi familia se estableció más tarde en Lucena, provincia de Córdoba, centro floreciente de las academias y liceos judaicos, donde las ciencias y las artes se cultivaron con abundante fruto. De allí salieron médicos, astrónomos, hombres de Estado y ministros de hacienda para multitud de monarcas, cristianos y muslimes, de los que reinaron en la península. Nosotros poseíamos un pintoresco castillo o quinta de recreo, en el ameno nacimiento del río, cerca de la villa (hoy ciudad) de Cabra, y por eso tomamos el apellido de Castillo de Cabra, que traducido al alemán llevo ahora. Arrojados de España por el fanatismo antisemita, vinimos a parar a Austria, donde somos hoy víctimas de no menor absurdo fanatismo. Y no es lo peor el odio, sino el infundado desprecio con que nos tratáis. ¿Qué he hecho yo, qué ha hecho mi casta para que seamos así menospreciados? El dinero que ha ganado mi padre y el dinero que he ganado yo, ha sido ganado honradamente. Y para no cansarte, no digo aquí nada más de mi nobleza. Sólo me atreveré a indicar que todavía hay en España familias de las más altas clases, que se convirtieron a la religión cristiana en el siglo XV, y con las cuales me sería harto fácil probar mi parentesco. Baste lo dicho para que te inclines, oh hermosa Poldy, a desechar tu loca repugnancia, impropia del clarísimo entendimiento que Dios te ha dado, y para que vuelvas a recibirme, me ames y seas mía».
 
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En Austria nadie sabe de fijo lo que hizo Poldy después de leer tan arrogante y disparatada carta. La general creencia es sin embargo la de que Poldy, aunque perdidamente enamorada del judío, no cedió ni se rindió a sus razones. Muy por el contrario, todos por allá dan un fin trágico y misterioso a la presente historia.
 
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Sin faltar descaradamente a la verdad, no hubiera podido tener mi cuento fin menos lamentable y menos vago, a no ser por un dichoso encuentro casual que tuve en Nueva York diez o doce años después de la desaparición de Poldy.
 
En el espléndido club, donde iba yo a comer -150- casi de diario, me encontré a un rico y amable comerciante de origen español, trabé con él amistad y acabamos por hacernos muy íntimos.
 
Era hombre de cuarenta y cinco años a lo más, pero parecía más joven por lo muy guapo, alegre y elegante.
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Por último, el amor triunfó en el alma de Poldy, mas no para quedarse en Austria desdeñada y aborrecida de sus hermanos y parientes. No: esto era imposible. Poldy tomó una resolución extrema, pero, en su caso, bastante justificada. Hizo correr la voz de que había muerto, se casó católicamente con el judío converso, y cambiando, o mejor dicho traduciendo su nombre, se vino a vivir con él a los Estados Unidos.
 
Isidoro se trajo todo el dinero que tenía y no pequeña parte de los preciosos chirimbolos, joyas y antiguallas de su bazar. El resto, así como -151- los predios urbanos y rústicos de que en Austria era dueño, lo dejó al cuidado de un tío suyo muy de fiar y muy hábil.
 
En los Estados Unidos entró en grandes empresas y especulaciones y aumentó sus bienes de fortuna en vez de disminuirlos.
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Distaba la quinta mucho más de Nueva York que de Albany, capital del Estado de Nueva York, pero, como los trenes del ferrocarril van con extraordinaria rapidez en aquella tierra, y es deliciosa la navegación en los magníficos vapores que suben y bajan por el río, poco molestaba a Isidoro para ir y venir que fuese algo mayor la distancia. En cambio Poldy gustaba del sosiego y de la tranquilidad del campo y aborrecía el bullicio malsano de las ciudades muy populosas.
 
Rara vez Poldy iba a Albany y más rara vez -152- aún iba a Nueva York. En su quinta gozaba ella de todo el bienestar, lujo y regalo, que ofrece la civilización moderna a los que son muy ricos.
 
Poldy, aun saliendo poco, y para verse al espejo, y para que su marido la viese, se vestía a la última moda, con esmero, buen gusto y acendrada elegancia.
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Garuda, la cigüeña blanca, animal que goza de larguísima vida, vivía mansa, doméstica y feliz en la quinta, como si para ella el tiempo no corriese. Más bien había ganado que perdido, porque el plumaje de la pechuga, que tenía antes un viso ceniciento, había adquirido el brillo y la blancura de la nieve. Garuda parecía el genio familiar de la casa, el vivo resumen de los lares y penates de aquel hogar transportado desde el centro de Europa a la opuesta orilla del Atlántico.
 
No quiero decir más para encarecer la felicidad de que Isidoro y Poldy gozaban, a fin de no excitar la envidia de los que me lean. Voy, pues, -153- a terminar, haciendo una súplica a los lectores: que se callen lo que aquí revelo y no se lo escriban a los treinta o cuarenta condes y condesas, hermanos, tíos, cuñados y sobrinos de Poldy, para que no se aflijan ni se escandalicen.
 
 
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