Diferencia entre revisiones de «Nativa/IX»
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Línea 9:
<p>Entre estos últimos, el bravo criollo Leonardo Álvarez de Olivera en la impaciencia del patriotismo, se había alzado en armas en la zona del Este reuniendo en un solo regimiento aquellos mocetones del Iguá y del Alférez, que doce años antes habían visto partir a sus padres con la hueste de Manuel Francisco Artigas para batirse en las Piedras y tras recias vicisitudes, ir a sembrar con sus huesos los campos de Sipe-Sipe. Desde el primer momento se mostraron ellos dignos de sus progenitores, librando varios combates en los que cedieron a su empuje las fuerzas enemigas, que arrastraron a su vez en el repliegue todas las guarniciones que quedaban aisladas en puestos diversos del distrito, a las órdenes del Coronel Felisberto.</p>
<p>Este incidente o detalle del cuadro de la época, impresionó a Luis María Berón de una manera singular.</p>
<p>¿Sería acaso, porque aquellos hombres se batían solos, sin aliados, aunque los tenían en Montevideo, por la conciencia de su valer y de su derecho a la tierra, lo mismo que lo hicieron un lustro antes bajo las órdenes de otros caudillos? Tal vez. Esos combatientes habían seguido a Frutos <font color=#FF0000>[
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|<p>El General Don Fructuoso Rivera era conocido por ese nombre entre las gentes del campo. Fue el que le dieron desde que empezó a servir en la campaña del año XI; y así le llamaban con extrema familiaridad sus numerosos compadres. «Padrino Frutos» -decían hablando de él sus ahijados, que sumaban centenares, y algunos de los que habían recibido el agua bautismal ya hombres, con las barbas más abajo del pecho.</p>
<p>Escondido en el laberinto de las sierras de Infiernillo, tuvimos hace años oportunidad de conocer un indio «tape», muy viejo, quien aseguraba haber sido su compadre «Frutos» el primer caudillo que había cruzado por aquella soledad riscosa y salvaje, errante algunos días, hasta dar con el repecho de la cuchilla Negra, en la época de su campaña a Misiones.</p>
Línea 23:
<p>Luis María se acostó un poco febril; y soñó esa noche con batallas y matanzas, llenas de ecos de clarines y músicas marciales, percibiendo entre densas humaredas estandartes, penachos y morriones, y bajo sus pies que el suelo temblaba al peso de los regimientos en la carga como empujados por el grande aliento del honor y de la gloria, bajo el sol brillante de su tierra tan bella y tan amada como la madre cariñosa, especialmente en esos días de dolor y de quebranto. Soñó también que él se perdía en el tumulto como uno de tantos, cuando creía haber dado pruebas de heroísmo; y que en medio de la lucha cruenta los más humildes, riendo le decían: «Aún no hiciste tu deber, pobre vanidoso, mira nuestra piel por donde resuellan veinte heridas y sabrás lo que es valor». Y luego, otros que estaban cansados de matar, cubiertos de sangre, clavaban en tierra el cuento de sus lanzas de hojas de tijera, y mirándolo con lástima exclamaban: «¡Llegaste tarde! Ya hicimos por ti y por otros, y harto pagos si agradecen».</p>
<p>Cuando despertó, estaba empapado en sudor; y hubo de tentarse y encender la bujía para persuadirse de que había soñado. Así que llegó a cerciorarse de ello, sintió alivio. Calmóse y se dijo: « Si voy a la guerra alguna vez, trataré que me estimen esos hombres fieros que provocan la muerte y la reciben como un rayo de sol».</p>
<p>El día siguiente, por la noche, Luis María salía de su casa situada en la calle de San Fernando, para seguir por la de San Carlos hasta la de San Benito. <font color=#FF0000>[
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|Esas calles estrechas y especialmente delineadas para marcha de tercios y trenes de artillería, antes que para tráfico de ciudad comercial, son las conocidas en la nueva nomenclatura por Cámaras, Sarandí y Colón.
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Línea 83:
<p>Enseguida arreglóse el traje de abrigo -pues se estaba a principios de invierno;- calzóse largas botas de montar, y cubriéndose la cabeza con un chambergo de a la corta, guardóse la carta después de cerrarla y lacrarla y salióse a la calle, dirigiéndose al portón de San Pedro.</p>
<p>Una bruma densa se cernía sobre aquellas murallas, de ocho metros de altura y de quince y veinte pies de espesor según los sitios; obra ciclópea de hábiles ingenieros españoles que emplearon el gneis y el granito de varias canteras para guarecer los tercios de la conquista contra las acechanzas de enemigos temibles sin excluir los avances del charrúa. Ahora no se veían en sus plataformas los centinelas del Fijo con sus largas coletas sobre casaca azul-oscuro, sino los del cuerpo de Voluntarios Reales con vueltas amarillas y morrión de cono invertido.</p>
<p>Ya por esa época los formidables muros, altos y negros, presentaban grandes destrozos en distintos sitios, huecos que aparecían cubiertos de un boscaje de yerbas de vicioso crecimiento, como lo estaban los enormes lienzos de musgo y borraja, de la contra-escarpa a los bordes, llenos de grietas profundas propicias a los hongos, perpetuamente nutridos por una humedad que goteaba a hilos sobre la curva maciza de los cimientos. La ciudadela con sus ángulos y bastiones formaba como un vientre deforme en el medio, hacia el este, con sus dos cúpulas achatadas, verdosas y sombrías -bajo cuyas bóvedas resonaba el redoble de los tambores o el eco de las trompas para recordar en cada hora a las gentes el imperio exclusivo de la ordenanza. El foso de sesenta pies de anchura por cuarenta y cinco de profundidad, aparecía cegado en muchas partes por escombros y residuos, lo mismo que el cauce seco a donde refluyen constantes aluviones; principio de aplanamiento por la mano del tiempo, que en todo el armazón gigante había ya impreso el signo de completa decadencia. Delante de ese foso se extendía el campo, casi desolado a tiro de cañón. El trayecto desde la muralla hasta más allá del Cardal, <font color=#FF0000>[5]</font> era del dominio de las balas todavía: los proyectiles se habían enseñoreado de esa porción de tierra y de ese espacio de aire y de luz por la razón brutal de las plazas fuertes: terreno limpio, para la proyección del tiro rápido y la parábola del mortero, y distancia sin obstáculos para las largas del cuarto de culebrina y el falconete. Ya sin embargo, pocas bocas coronaban los baluartes, y esas mismas estaban poco seguras en sus afustes. Empezaba a pasar el tiempo de los fosos, de los puentes levadizos y del cañón de hierro, cuya cureña disparaba produciendo el destrinque de las piezas en los días de fogueo y lanzaba rodando a la explanada artillero, atacador, y taco ardido, como aviso prudente de que era llegado el momento de su reemplazo.</p>
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|<font color=#FF0000>[5]</font>
|<p>Lugar inmediato a la ciudad, en donde existe todavía un pequeño oratorio con la imagen de Jesús. -Allí comenzaban los grandes cardizales en terreno hendido, que concluían en la costa, y los plantíos de maíz que sirvieron de escondrijo a los batallones ingleses de rifleros en el sangriento combate con las tropas españolas el año VII. </p>
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<p>A un flanco de la ciudadela, hacia el norte, existía una arcada estrecha con una puerta pesada en el fondo que daba salida al campo, y cerca una construcción maciza que servía de albergue a un piquete. Muy próximo se alzaba un edificio regular, en donde solían reunirse por la mañana algunos jefes y oficiales de la guarnición para departir sobre los sucesos del día anterior y novedades supervinientes.</p>
<p>Era aquel el portón de San Pedro; y fue ante la entrada de esa casa donde Luis María se detuvo, indagando si se encontraba allí el capitán Don Manuel Oribe.</p>
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