Diferencia entre revisiones de «Al amor de los tizones»

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== Un tipo más ==
Corría el mes de noviembre: hacía poco más de una hora que había amanecido, y llovía a cántaros. Excusado creo decir que aún me hallaba yo en la cama, tan abrigadito y campante, gozando de ese dulce sopor que está a dos dedos del sueno y a otros tantos del desvelo, pero que, sin embargo, dista millares de leguas de los dolores, amarguras y contrariedades de la vida; estado feliz de inocente abandono en que la imaginación camina menos que una carreta cuesta arriba, y no procura más luz que la estrictamente necesaria para que la perezosa razón comprenda la bienaventuranza envidiable que disfrutan en esta tierra escabrosa los tontos de la cabeza. Punto y seguido. Abrieron de pronto la puerta de mi cuarto, y avisáronme la llegada de una persona que deseaba hablarme con mucha urgencia.
 
Ustedes, caballeros lectores, que estarán hartos de devorar multitud de artículos empezados con párrafos semejantes al anterior; artículos cuyos protagonistas-autores es de rigor que se tuteen, en los episodios que refieren, con un Sandoval, con un Montellano, con un Monteverde, o siquiera con un Arturo, Eduardo o Alfredo a secas; artículos dados a luz en ilustrados Semanarios, o en la sección de Variedades de tal cual papelón madrileño, por la péñola almibarada de algún revistero aristócrata; ustedes, pacientísimos prójimos, que, de fijo, estarán avezados a ese género de literatura bizarra, esperarán que yo les diga, en vista del comienzo de este croquis, que la voz que me dio el recado era la de mi ayuda de cámara, al cual mandé, después de llamarle borrico y de ofrecerle un puntapié, que corriese los cortinajes de mi balcón para que entrase la luz del día; que en seguida me envolví el cuerpo en una cómoda bata, forrada de pieles de marta, y los pies en un par de pantuflas morunas que no se oían al hollar la espesa alfombra del suelo; que me arrellané en una muelle butaca delante de los troncos que ya chisporroteaban en la chimenea; que encendí un aromático habano, precisamente de la Vuelta de Abajo, y que, por último, después de encasquetarme en la cabeza un gorro griego... o tudesco, de finísima felpa, dije al susodicho mi criado: «Que pase esa persona», es decir, esa dama incógnita, ese vizconde elegante, ese matachín de moda, ese bandido generoso o ese marido agraviado... Pues no, señores, no hubo nada de eso, al parecer tan común en la vida episódico- literaria de nuestros revisteros del día... porque, aunque a ustedes no les importe un rábano la noticia, han de saber que yo no tengo ayuda de cámara, ni gasto bata forrada ni sin forrar, ni pantuflas morunas, ni gorro persa; ni en mi cuarto de dormir hay pesados cortinajes, ni alfombra espesa, ni vegueros a granel; ni allí han entrado jamás damas misteriosas, ni vizcondes elegantes, ni bandidos de ninguna clase, ni matachines, ni maridos agraviados... por mí.
 
He aquí, lisa, llana y prosaicamente, lo que sucedió:
 
Oído el recado, que fue transmitido por una modestísima fregona, abrí desde la cama la desnuda vidriera del balcón; vestíme con lo primero que hallé a mano, como hago todos los días; encendí un pitillo de Astrea, y salí al encuentro del personaje anunciado, al cual conocí en cuanto le eché la vista encima.
 
Era un hombre de mediana estatura, moreno, mejor dicho, ahumado, de pequeña cabeza, con los ojos hundidos y muy brillantes bajo unas cejas espesísimas y grises, separadas por una nariz afilada y seca, de una boca rasgada y prominente. Llegábale el ancho almidonado cuello de su camisa hasta rasparle las orejas por la altura de los oídos; vestía pantalón de color de castaña con abultadas rodilleras, chaquetón azul oscuro sobre chaleco de pana de cuadros muy alegres, y capa parda sobre el chaquetón; calzaba medias caseras de mezclilla y zapatos fuertes de becerro; ceñía al pie izquierdo una roñosa espuela; asía con la mano del mismo lado la corva empuñadura de cuerno de un enorme paraguas de percal verde con contera de metal amarillo, y tenía en la derecha el sombrero de copa alta, que acababa de quitarse de la cabeza. El paraguas chorreaba; el sombrero, negro-parduzco, estaba erizado como si tiritase de frío; la extremidad inferior de la capa, parte de las medias y los zapatos, estaban salpicados de lodo y empapados en agua, y la cabeza cubierta por unas greñas muy alborotadas, que se iban en vicio por las sienes y la frente abajo, como se van por una pared vieja y descuidada las bardas y los helechos. La edad de este hombre se perdía entre los laberintos de su cara; pero yo sé que tenía cincuenta años, porque le conocía mucho. Era vecino de un pueblo cercano, había sido su padre colono de mi abuelo y me dispensaba, tiempo hacía, la no envidiable honra de venir a consultar conmigo todos los negocios que tenía en Santander, y los tenía cada semana. Llamábanle en el pueblo las mujerucas de buena fe tío Sildo; los hombres leídos y escribidos, don Beregildo; pero él, sin hacer más caso de las unas que de los otros, se firmaba siempre Hermenegildo Trapisonda, y firmaba la pura verdad.
 
Saludámonos de la manera más cortés y volvimos a mi cuarto.
 
Don Hermenegildo comenzó por dejar el paraguas a la puerta para que el chorro que despedía se largase por el corredor adelante, y el sombrero encima de una silla; luego recogió los pliegues de la capa sobre los muslos y se sentó, dejando ver las flacas pantorrillas hasta cerca de las ligas por debajo de las perneras, que no pecaban de cumplidas; y después de pasarse ambas manos por las greñas para domarlas un poco, miróme de hito en hito, haciendo un horrible gesto, especie de sonrisa con la cual mostró en todos sus detalles las enormes paletas de su rancia dentadura.
 
Yo me había sentado en otra silla enfrente de él, y le contemplaba con curiosidad, esperando que me explicase el motivo de su tan apremiante visita. Mas viendo que no comenzaba a hablar y que no cesaba de mirarme y de sonreír,
 
-Usted dirá, señor don Hermenegildo -exclamé al cabo para obligarle a entrar en materia.
 
-Voy allá -me respondió con su voz ronquilla y desagradable-. ¿Pero ha visto usted qué tiempo más infernal tenemos? Je, je, je. Desde las cuatro de la mañana, hora en que salí de casa, hasta que he llegado a la de usted, no ha cesado un minuto de llover. Yo pica que pica a la jaca, y el agua cae que caerás.
 
-¿Por qué no esperó usted a que escampara?
 
-¡Esperar!... Aunque hubieran caído capuchinos de bronce... ruedas de molino, no dejo yo el viaje... ¡Pues no faltaba más! ¡Jo, jo, jo! Yo soy así. Conque vamos al caso. Yo tenía que venir a Santander a resultas de tres expidientes que andan por acá a punto de resolución, y, a la verdá, lo dejaba, lo dejaba por aquello de que «no por mucho madrugar amanece más temprano», cuando, amigo de Dios, ocúrreme ayer, ¡paño!, ese disgusto sin más acá ni más allá, que, vamos, fue como si me plantaran un rejón en seco en metá de la nuca. «Esto no puede quedar así», me dije yo al instante, y aquí tiene que arder Troya, o pierdo yo hasta el nombre que tengo. Pero, ¿por dónde la tomo?, torné yo a decir. ¿Me voy al juez de primera instancia y echo a presidio a ese tunante? Esto, si bien desagravia a la ley, no me satisface la corajina, y yo necesito satisfacer la que me ahoga... y mucho más. Por otra parte, el recurso del pleito siempre me queda libre... Y dale que le das a la cabeza; torna de aquí y vira de allá, resuélvome a sacar a ese hombre a la vergüenza pública, sin perjuicio de encausarle en el día de mañana. ¿Y cómo le saco? Pues, señor, discurre y más discurre otra vez, y cátate que se me pone usté en la mollera y me digo. Ese muchacho es de por suyo dado al impreso, y tiene mucha inclinación a la letra de molde: él va a ser el que me ayude en esta obra de caridad.. Porque, ¡sí señor!, una obra de caridad es, y de las más grandes, abichornar en público a ciertos hombres y sacarles las colores a la cara... Conque... ¡jo... jo... jo...! aquí me tiene usté.
 
Y esto dicho, don Hermenegildo puso los brazos en jarras, irguió su cabecita, abrió cuanto pudo sus ojuelos de rámila, que lanzaban un fulgor irresistible, y volvió a dejar al descubierto los peñascales de su dentadura amarillenta.
 
Como ustedes pueden figurarse, no quedé de lo más enterado, con la relación hecha por el hijo del colono de mi abuelo, del verdadero motivo de su visita, aunque por lo del rejón y lo de mi afición al impreso y a las letras de molde, y, sobre todo, por los antecedentes que yo tenía del personaje, supuse desde luego que se trataba de uno de los infinitos líos que eran la comidilla de tío Sildo, entre cuyas marañas trataba este peine de enredarme a mí. Roguéle que me explicara más clara y precisamente su pretensión, y continuó de esta manera:
 
-Usté sabe muy bien que mi padre fue un pobre rentero del difunto abuelo de usté (que esté en gloria). Como yo no disfrutaba de otros bienes que de los cuatro terrones que machacaba a medias con el amo, y como, a la verdad, no me tiraba mucho la afición a bregar con el campo, tan aina como aprendí la escuela lo mejor que pude, marchéme a Andalucía. Bueno. Pues, señor, estuve por allá ocho años pudriéndome la sangre detrás de un mostrador, y al cabo de ellos volvíme a la tierra con ocho onzas ahorradas y alguna experiencia del mundo, que no hay oro con qué pagarla. Cuando llegué al pueblo habíase muerto el maestro, y propusiéronme que ensenara yo la escuela por un tanto, mientras se buscaba la persona que la había de regentar. Dio también la casualidad de que por entonces cayera enfermo, para no sanar nunca, el secretario del ayuntamiento, y me tiene usté a mí asistiendo en su lugar a todos los actos en que se necesitaba una buena pluma y un regular dictado; comenencias que, aunque me esté mal el decirlo, reunía yo mejor que el más pintado. Como el hombre guardador y hacendoso en todas ocasiones encuentra medios de mejorar su pobreza, sin dejar de ser maestro ni secretario interino, híceme rematante de arbitrios, amén de dos mayordomías que apandé: una del señor conde de la Lechuga, para lo respetive a las posesiones que tiene en la provincia, y otra de las Ánimas benditas, que en aquel entonces tenían en el pueblo un par de fincas morrocotudas. Ya con este pie de fortuna pude picar también en otras especulaciones, con lo cual llegué, como quien dice, a echar raíces en el pueblo, y cátame alcalde de la noche a la mañana... ¡Ay, amigo de Dios! ¡Nunca yo lo hubiera sido! ¡Qué tremolinas, qué laberientos!... Cuando yo cogí la vara, estaba el ayuntamiento que daba lástima. El depositario se había comido hasta los clavos de la caja; se echaban contribuciones cada mes y recargos cada semana; había un anticipo cada quince días, y con todo y con eso se adeudaban al médico dos trimestres, estaba la casa-escuela sin ventanas y sin atriles, y se debían tres puertos, que los vecinos habían pagado, como siempre, adelantados. Traté, según era regular, de poner allí un poco de orden, y empecé por acusar las cuarenta al depositario. Este y otros actos de justicia me valieron tres palizas y la tirria y mala voluntad de una docena de facinerosos, encubridores de tantas maldades. Cinco años viví haciéndoles toda la guerra que pude y bregando con todo género de desazones; y con todo y con ello, para que al cabo de ese tiempo dejara yo la vara, fue preciso que medio pueblo me la arrancara poco menos que a mordiscos y a puntapiés... Porque, créalo usté, el hombre toma tanta más ley a una cosa cuanto más se la disputan.
 
-Pero, don Hermenegildo -le interrumpí-, si la administración que precedió a la de usted fue tan mala como ha dicho, no comprendo por qué el pueblo, que debía estar a matar con ella, le despidió a usted, a usted, que quiso ponerla en orden, a mordiscos y a puntapiés.
 
-Porque... porque... eso consiste en que los aldeanos son así -me respondió don Hermenegildo un tanto contrariado por haber dicho quizá más de lo que debiera-. Cuanto mejor los trata usté -continuó-, menos se lo agradecen. Además, que a esos vecinos que más guerra me hicieron, los compraron los contrarios, y por eso dieron en decir que mi administración había sido más atroz que todas las anteriores. ¡Ya ve usté qué barbaridad!
 
-Efectivamente -repuse en el mismo tono que si lo creyera-. Pero noto que hasta ahora no me ha dicho usted nada que me indique lo que yo tengo que hacer en el asunto que le trae aquí.
 
-Voy allá de contado. Desde aquella ocasión, el depositario, tres regidores, el pedáneo de mi barrio, cuatro mandones que comían con ellos la sangre del lugar, y la porrá de vecinos que se les fueron detrás como burros balleneros, no me han dejado un minuto de sosiego. Fortuna que a mí nunca me han faltado buenos arrimos acá y allá, que si no, Dios sabe lo que hubiera sucedido; porque ha de saber usté que la tirria que me tomaron cuando yo cogí la vara, ha venido hasta hoy creciendo como la espuma.
 
-Eso es de cajón entre semejante canalla, don Hermenegildo. Pero vamos al caso.
 
-El caso es que conmigo, en el curso de tanto tiempo, se han hecho herejías... Hoy una paliza al entrar en una calleja; mañana me encontraba al volver a casa con que me habían echado abajo el horno del corral; otro día me amanecían en la cuadra dos vacas con el rabo cortado al rape; otra vez se le daba espita a una cuarterola de vino en la bodega, sin saberse cómo ni por quién; si se corría por el pueblo que una res se había desgraciado en el monte, no había que preguntar de quién era, porque de fijo era mía; y ¡qué se yo cuántas iniquidades a este respetive se han cometido contra mí! Pues bueno: todas ellas las he sufrido, como aquel que dice, con serenidad, y siempre me he conformado con lo que la justicia ha podido hacer, que no ha sido mucho, en reparación de mis agravios... Pero la última, la última partida que se me ha jugado, la última, ¡paño!, la última ha podido más que yo y me ha descuajaringado sin poderlo remediar. Figúrese usté, y perdone, que ayer, al ir a concejo, me encuentro con todo el vecindario reunido junto a la puerta, leyendo un papel que había amanecido pegado a ella, y dando cada risotada que metía miedo. Acércome poco a poco a leerle yo también, entérome de lo que decía y, ¡paño!, no faltó un tris para que me cayera allí mesmo redondo de coraje y del rézpede que me entró. En seguida, codeando a la gente y echando lumbre hasta por los dientes, arrójome sobre el papel... y aquí está entero para que usté lo vea.
 
Al decir esto don Hermenegildo, convulso y descompuesto, echó mano al bolsillo interior de su chaquetón, sacó de él una enorme cartera de badana amarilla amarrada con un hiladillo azul, y después de revolver muchos papeles que había en ella, tomó uno muy arrugado y me lo entregó.
 
-¡Lea usté! -me dijo, temblándole la voz y centelleándole los ojuelos.
 
Abrí yo el papel, que era del tamaño de medio pliego y tenía rotas las cuatro puntas por donde había estado pegado, y leí en él lo siguiente, escrito con muy mala letra y con la ortografía que copio:
 
 
 
 
Décima nueba y debertida
 
 
Cuando a la Pelindongona
la Hecharon los abangelios
Salió gomitando azufre
Trapisonda de Su cuerpo.
Anbre trujo el harrastrao
y se zampó por amuerzo
la Braña del Sel de abajo
que era rriqueza del pueblo.
Quema-casas jue dempues
tamien por trapisondero
y a las ánimas Benditas
llegó a dejarlas en cueros.
Salgamos en portision
Becinos de este lugar,
con la cruz y con el pendon
y conjuremos a ese bribon
dijiendo Quirielison
Cristelison
¡¡Viva la Costitucion!!
 
 
-Ya ve usté que eso es una infamia -gritó don Hermenegildo cuando yo hube concluido de leer el pasquín, que por cierto no carecía de sal y pimienta.
 
-Sí, señor -le respondí-; pero es una infamia literaria. Si alguno tiene derecho a demandar de injuria al autor, es la literatura nacional.
 
-¡Cómo qué! -repuso don Hermenegildo enfurecido-. ¿No ve usté cómo se me trata en ese papel?
 
-Sí que lo veo; y por lo mismo, soy de opinión de que no debe usted enfadarse por ello.
 
-¡Que no debo enfadarme, y se me llama bribón, y quemacasas... y aticuenta que ladrón!... ¡Paño!, hombre, por el amor de Dios, ¡que esto ya es mucho!
 
-Sí; pero se lo llaman a usted de cierta manera...
 
-Ya, pero me lo llaman.
 
-¿Y qué? Quien, como usted dice, ha recibido palizas y todo género de agravios de esa misma gente sin perder su calma habitual, no debe sulfurarse por un pasquín más o menos.
 
-Será todo lo que a usté le dé la gana; pero la verdad es que este golpe me ha desplomado más que ninguno, y que necesito hacer lo que nunca he hecho.
 
En ese caso, ¿qué es lo que usted quiere? diez por uno.
 
-¿Sabe usted quién es el autor de la... décima?
 
-Sí, señor: el depositario; conozco su letra. Además, no hay en el pueblo otro más que él que sepa escribir de manera que caiga en copla.
 
-Bueno. ¿Y qué va usted a decir en la contestación?
 
-¿Qué voy a decir? Verbo en gracia: «El muy desalmao que ha ofendido mi hombría de bien... ecetra, haría muy bien en callarse si conoce la vergüenza. Sepa todo el orbe de la tierra que la sanijuela del sudor del pobre es él... ecetra. Y si no, que diga a dónde fueron los ocho mil reales de que se hizo cargo por la corta de maderas concedida en el monte del lugar al señor conde de la Lechuga, y cuyos ocho mil reales entregué yo mismo al ayuntamiento. Ítem: que la obra pía del hospital de que él es patrono, renta ochocientos ducados, y no hay nunca en aquella casa para dar una taza de caldo a un enfermo. Ítem: que se han comido entre él y el alcalde que me antecedió y dos que me han seguido después, tres anticipos, cuatro recargos, dos puertos y la capilla de San Roque con todos sus ornamentos. Ítem: que por el aquél de que estaban rejendías, desritieron entre él y el susodicho alcalde antecesor las campanas de la iglesia, cobraron a los vecinos el valor de otras nuevas, y hoy es el día en que se toca a misa con un esquilón por no haber campanas; pues el hombre infame que me ha querido injuriar es el causante de este fraude... ecetra...». Todo esto, y mucho más que yo iré apuntando, según usté vaya escribiendo, quiero yo que se ponga en toda regla y que salga de contado en letras de molde en los diarios de esta ciudad. En seguida compro una porrá de impresos y doy uno a cada vecino y planto otro en cada esquina del pueblo.
 
-¡Caramba, don Hermenegildo! Repare usted que la empresa es delicada, porque son muy graves los cargos que usted quiere hacer.
 
-Yo lo firmo treinta veces si es preciso.
 
-Puede costarle a usted muy cara esa firma.
 
-Tengo recursos para pleitear diez años seguidos; y aunque me quede sin camisa, no me dará maldita la pena con tal de que yo ponga a ese bribón las peras al cuarto.
 
-Y yo lo creo. Mas, por de pronto, vayámonos con calma, que ha de serle a usted muy conveniente. Dice usted que puede acusar al depositario de todas esas iniquidades que me acaba de enumerar.
 
-Sí, señor, y de otras muchas.
 
-Concedido. Pero repare usted que no es ése el mejor medio de dejar sin valor los gravísimos cargos que a usted se le hacen en este papel: los delitos del prójimo no justifican los nuestros. Así, pues, antes de lanzarnos a contestar al depositario, veamos el fundamento que puedan tener sus imputaciones; en la inteligencia de que cuanto más inocente sea usted, tanta mayor fuerza tendrán los cargos que haga a su enemigo.
 
-¿Será usted capaz de dudar que todo ese papel es un manojo de imposturas, y que yo soy tan hombre de bien como el que más?
 
-Yo no dudo nada, don Hermenegildo; pero gusto de ver las cuestiones claras.
 
-Pues también yo, ya que me apura; y por lo mismo no tengo inconveniente en dar a usté cuantas explicaciones me pida sobre el particular.
 
-Así me gusta, y vamos al examen... Pero procedamos con orden. El primer cargo que a usted se le hace en el pasquín es haberse almorzado la braña del Sel de Abajo... ¿Qué hay de esto?
 
-Pues la cosa más sencilla del mundo. Cuando yo fui alcalde noté que en un bardal muy espeso que había a la bajada del monte se enredaban algunas ovejas de las que se arrimaban a pacer la yerba que había entre la maleza. Dos de ellas que se quedaron allí sin que el pastor las viera, perecieron por la noche comidas por el lobo. La gente de la aldea, como usté sabe, es de por suyo dejadona y abandonada; así es que, por más que yo decía «tener cuidado con las ovejas, que anda listo el lobo», los pobres animales se enredaban todos los días y quedaban a pique de fenecer. Viendo yo esto, y con ánimo de hacer un beneficio al pueblo, voy ¿y qué hago?, cierro el bardal dentro de un vallado, y todo ello sin más retribución que la propiedad de lo cercado.
 
-Pero más sencillo era haber cortado el bardal, don Hermenegildo.
 
-Verdad es; pero ese remedio tenía el inconveniente de que mañana u otro día el bardal volvería a crecer.
 
-En efecto: es usted hombre previsor.
 
-Por lo demás, a mí me hubiera tenido más cuenta rozarle, pues crea usté que yo salí perdiendo al comprarle por el vallado que le puse.
 
-Según fuera el bardal, don Hermenegildo.
 
-Pues hágase usté cuenta que como dos veces este cuarto.
 
-Entonces no era una gran cosa.
 
-Sí, pero cuente usté que cerré con el bardal toda la llanura en que estaba, y que esta llanura, que es lo que se llama el Sel de Abajo, pasa de ochenta carros de tierra.
 
-¡Ya!
 
-Conque ya ve usté que el vallado que rodea todo ese terreno tiene que valer mucho más que el bardal.
 
-Naturalmente, señor don Hermenegildo. Y diga usted: ¿ese terreno era de común aprovechamiento?
 
-Sí, señor.
 
-¿Y usted le cerró sin cumplir antes los requisitos legales?
 
-Nada, nada: un sencillo acuerdo del ayuntamiento, y al sol. Y desengáñese usté: todo el que quiera hacer un bien a un pueblo, tiene que hacerle así: los expedientes se eternizan en la tramitación y nunca se despachan como es debido.
 
-Estamos conformes. ¿Y le dejaron a usted gozar en paz la posesión de ese cercado?
 
-¡En paz! ¡Buenas y gordas! En cuanto dejé la vara le denunciaron a la Administración de Propiedades, y fue al pueblo un investigador y... ¡qué se yo cuánto ajo me revolvieron! Por aquel entonces no tenía yo, aunque bien relacionado, los arrimos que tengo hoy; así es que el expediente siguió su curso natural, sin que me sirvieran un rábano, para inutilizarle, más de veinte instancias que hice en apoyo de mi derecho.
 
-¿De modo que al fin le despojaron a usted del cierro?
 
-¡Quia!, no, señor... en España nunca se acaba la tramitación de un expediente. Informes por acá; dictamen por allá; consulta por el otro lado... Gracias a esto, pasóse una eternidad sin que recayera fallo alguno definitivo; olvidáronse hasta mis enemigos del asunto, y durmióse al cabo en otras ofecinas. Más que por dormido, por muerto lo daba yo, cuando, amigo, tres meses hace vuélvese a revolver el potaje, y cátate que se pide que se me despoje de la finca. Por fortuna mía no me encontraron esta vez tan desprevenido como la anterior; y por si acaso no me servía, en apoyo de mi derecho, el tiempo que llevaba en posesión de la finca y el tenerla cultivada como un jardín, voy y escribo a Su Excelencia una carta que echaba lumbres, exigiéndole protección contra el atropello que quería cometerse contra mi propiedad... Aquí está la contestación que tuve pocos días después: la traigo en la cartera para restregarle con ella los hocicos, si no anda derecho, a algún empleado de la Administración, adonde voy a ir en cuanto salga de aquí, con el aquél de dejar el asunto arreglado para sinfinito. Vela usté... ¿Dónde mil diablos la he puesto yo? ¡Como tengo tanto papelorio en la cartera!... Aquí está... No, pues no es esto... ¡Toma! ¡je, je, je...! Si es la copia del auto del juez de primera instancia. ¡Pues también tiene que ver este negocio! Es un pleito que sigo hace más de dos años con un convecino. ¿No se empeña el condenado en que he ido metiendo poco a poco en su prado los hisos de uno mío que linda con él, y que le llevo yo apandada la mitad de la finca? Fortuna que no parece la escritura de propiedad y que han sobrado testigos que declaren en mí favor, que si no, me lleva el indino medio prado entre las uñas... Pero, señor, ¿dónde se ha escondido esa carta?... ¡Ajajá! Vela aquí, y con su canto sobredorado. Téngala usté.
 
-Pero ¿es de Su Excelencia el...?
 
-Del mismo. Pues qué, ¿sólo ustedes se han de cartear con la gentona? ¡Jojojó!
 
Y lleno de asombro yo, que apenas he saludado de lejos a un usía, de que aquel tipo extravagante se tratase con un Excelencia, leí los siguientes párrafos en la carta que ya tenía en la mano:
 
«Difícil, muy difícil, era el asunto que usted me recomendó. Según los antecedentes que pedí, se halla usted completamente al descubierto por haber prescindido de todas las prescripciones legales. No obstante, he dado las órdenes necesarias a fin de que la Administración no pretenda molestarle de nuevo; y en cuanto al investigador, se guardará muy bien de volver a denunciar el cercado. Gócele usted, amigo mío, en paz y en gracia de Dios, sin escrúpulos ni recelos.
 
¿Y cómo va eso? ¿Está lista su gente? No olvide usted que se aproxima el día de la batalla y que el enemigo es aguerrido y temible».
 
La firma era de Su Excelencia, y el sobre dirigido al mismísimo don Hermenegildo Trapisonda. Yo estaba pasmado. ¿Qué podía haber de común entre dos tan heterogéneos personajes? ¿Qué batalla y qué enemigos eran aquéllos que se mencionaban en la carta?
 
Expliqué mis dudas a don Hermenegildo, y me contestó con aire de cómica y hasta grotesca importancia:
 
-Pues todo depende en las elecciones.
 
-¡Ah, ya! Conque porque es usted elector. No había caído en la cuenta. Mas, así y todo, paréceme que por un voto más o menos...
 
-¡Un voto!... No está usté mal voto: treinta votos, señor mío, son los que tengo disponibles. Ya ve usté que este número, en un distrito como el mío, que tiene tan poquísimos votantes...
 
-Comprendo, comprendo... Pero ocúrreseme que cuando caiga esta situación y vengan los otros, perderá usted todo cuanto ahora consiga.
 
-¡Ya está usté fresco! Cuando vengan los otros me paso a ellos con mis veinte votos y me tiene usté tan campante como ahora.
 
-De manera que en el distrito nadie le puede toser a usted.
 
-Sí, señor: cualquiera de mi bando que amenace a Su Excelencia con ponerse enfrente de mí con veintiún votos.
 
-¿Y si sus veinte votos se le desertan a usted en la hora crítica?
 
-Es imposible: estamos todos ligados por una cadena de compromisos de muchísima importancia: hay elector de los míos que va a presidio en cuanto yo diga media palabra.
 
-¿Y sería usted capaz de decirla?
 
-En cuanto él sea capaz de faltarme.
 
-¿Sin remordimiento de conciencia?
 
-¡Qué conciencia ni qué...! Pues si en elecciones (como en las últimas me decía el candidato mío) se fuera uno a doler de la conciencia por una atrocidad más o menos, ya podía cerrarse para eneterno el Congreso de los Diputados. Desengáñese usté: los delitos, por gordos que sean, son pecados veniales cuando se cometen electoralmente. ¡Cuánto podría yo contarle a este propósito! Personas bien estruidas, bien portadas y bien buenas conozco yo, y usté quizás también, que han hecho cosas en días de elecciones que al haberlas hecho en tiempos corrientes les hubieran valido un grillete, obrando en buena justicia.
 
-¿Y por qué no se ha obrado así con ellos?
 
-Porque era en época de elecciones.
 
-Es verdad; y ya usted me ha dicho que entonces los delitos no pasan de pecados veniales.
 
-¡Que me place esa jurisprudencia! Y mientras los pueblos duermen bajo su amparo tranquilos y felices, continuemos nosotros examinando la cuestión del cierro. Conque siga usted.
 
-Pues nada más tengo que añadir. Usté debe haberse convencido de que el cierro es mío, y muy mío, por las razones expuestas.
 
-Sí, señor, y, sobre todo, por la de Su Excelencia; conque sigamos adelante. Segundo cargo del pasquín: «Quema-casas». ¿Por qué le llaman a usted «quema-casas»?
 
-¡Esa sí que es impostura gorda! -respondió don Hermenegildo revolviéndose en su asiento y haciendo los más exagerados extremos de indignación-. Escuche usté y perdone. Las últimas elecciones fueron en mi distrito de lo más reñido que se ha visto. Por de pronto, por amaños de los contrarios, se habían excluido de la lista cuatro electores de los nuestros, y se habían metido, por añadidura, dos de los suyos con recibos falsos. Gracias a los manejos míos y a los del candidato nuestro, que en esto de elecciones se mete por el ojo de una llave, tumbamos a los dos intrusos y volvimos a meter en lista a tres de los cuatro excluidos. Pues, señor, con este voto de menos que otros años, la cosa estaba, la verdá, muy apurada, y yo no pensaba más que en la manera de inutilizarles siquiera un voto, para dar al traste con sus amaños. Busca de aquí, tira de allí, malógranse todas las zancadillas que eché con aquel objeto, y llega en esto el día gordo. Con mi último plan en la cabeza, échome a la calle, cójoles un votante que me debía a mí algunos favores, y viendo que se hacía sordo a mis amenazas y a todo cuanto le proponía, resuélvome a llevarle a mi casa por el aquél de que habláramos más a gusto; accede el hombre por complacerme, aunque protestando que no le haría cambiar de opinión, so pena de que le abonase un pico de tres mil reales en el acto, pico que él tenía que satisfacer a fin de mes por unas fincas compradas a plazos, y para cuyo gasto no estaba yo autorizado por el candidato, por lo cual le dije que votara conmigo y que después hablaríamos, a lo que me respondió que a él no se la daba ningún guaja, porque en punto a elecciones sabía tanto como el Gobierno...; digo que accedió el hombre a irse conmigo a mi casa, y contando con el buen saque que tiene, voy y planto entre los dos un barril de vino de la Nava que yo tenía en la bodega... «Ahora», dije yo para mí, «o revientas o te emborrachas, porque el vino es de la mejor calidad, y tú nunca has hecho al blanco una descortesía». Pues, señor, tira que tira y habla que habla, llevábamos ya el barril bebido hasta la mitad, cuando el hombre, más sereno que estoy yo ahora, dice que se acerca la hora de votar y que me deja... y me dejó el condenado. Quedéme yo solo renegando de mi poca habilidad, y pasóse, sin más novedad, como una hora. Al cabo de ella entraba yo en la Casa-concejo, precisamente al lado de mi hombre, cuando llega un vecino suyo gritando y diciéndole que se le estaba quemando la casa.
 
-¿Al vecino o al elector?
 
-Al elector.
 
-Y ¿era verdad que se quemaba, o era una bromita de usted?
 
-Bromita, ¿eh? Ardía tan de veras como estamos aquí los dos.
 
La cabecita de don Hermenegildo me pareció en este instante, sobresaliendo por encima de los acartonados cuellos de su camisa, la de una hiena asomada a la rendija de su madriguera. Aquellos ojuelos fosforescentes, aquella boca enarcada y colmilluda, después de los relatos que acababa de oír, no se prestaban a otra comparación más, consoladora. Seguí, no obstante, disimulando mi disgusto, y continuó don Hermenegildo:
 
-Como el hombre estaba escamado por lo de la convidada, vuélvese de pronto a mí, díceme que yo soy quien ha pegado fuego a su casa con la mira de que él no vaya a votar, y, ¡paño!, me sacude tal guantada, que me hizo dar tres vueltas alreador. Amigo, la gente que me quiere mal y que lo oyó, da en decir lo mismo que él... Y fortuna que la verdad siempre triunfa y no se me pudo probar el hecho, que si no, me cuesta cara la calumnia de mi vecino.
 
-De manera que, al cabo, conseguiría usted su objeto: el pobre hombre se largaría en el acto a apagar su casa...
 
-¡Ca! Primero votó.
 
-¡Demonio!
 
-Lo que usté oye: votó, y en seguida se fue; pero ya era tarde, porque el fuego había tomado cuerpo, y la casa ardió hasta los cimientos.
 
-Por supuesto que usted iría a ayudarle inmediatamente.
 
-Le diré a usté: yo hubiera ido con mil amores; pero no podía separarme mucho de la mesa, porque la elección iba muy reñida; y en el mismo caso se hallaron la mayor parte de los vecinos, unos por votantes y otros por inclinación a éstos... ¡toma!, y hasta cuatro guardias, que en cuanto oyeron lo del incendio quisieron ir a apagarle, tuvieron que quedarse al pie, como quien dice, de la mesa, mandados por el alcalde para la conservación del orden. ¿No ve usté que en estas cosas electorales, en cuanto falta el orden y se meten a barullo, se lo lleva todo la trampa? Así es que lo único que yo hice fue buscar testigos de la injuria que había recibido y reclamar en el acto contra el injuriante. Y caro que le salió, por cierto; pues amén de estar a la sombra mucho tiempo, acabó de arruinarse con las costas de justicia.
 
-Pero ¿y la jurisprudencia aquella de que son pecados veniales los delitos cuando se cometen electoralmente?... Porque el agravio le recibía usted de boca y mano de un votante y en el acto de ir a votar.
 
-Todo eso es verdad; pero como nosotros ganamos la elección... y luego el candidato lo tomó tan a pecho... ¡Vaya!, como que dijo que la ofensa que a mí se me había hecho era como si se la hubieran hecho a él... Andandito... No, y ello es la verdad que ese señor me aprecia a mí mucho.
 
-¿De manera que si la elección se pierde, usted se queda con la guantada, y quizá el pobre votante hubiera hallado medio de indemnizarse de los daños que le causó el fuego?
 
-No le diré a usté que no. Por lo demás, y volviendo a lo que nos interesa, el incendio, aunque creo que no necesito decírselo a usté, fue pura casualidad, sin que tuviera yo más parte en él que en lo de Troya.
 
-Por supuesto, don Hermenegildo; ¿cómo he de creer yo otra cosa?
 
-Pues al mismo tenor sucede con lo de las Ánimas benditas, sobre si las dejé o no las dejé en cueros.
 
-Efectivamente -dije repasando el pasquín-, ése es otro cargo que se le hace a usted aquí.
 
-Tan calumnioso como todos los demás; y a la prueba me remito. Como le dije a usté hace rato, yo fui mayordomo de las Ánimas, y lo fui seis años. Las dos fincas que tenían en el pueblo, que eran un prado y un molino de dos ruedas, venían a producir, bien administradas, mil y doscientos reales, cantidad que había que invertir en misas y sufragios. Dio la casualidad de que en cuanto yo tomé la mayordomía vino un turbión y se llevó parte de la presa del molino y rompió el eje de una rueda. Procedí, como era natural, a reparar las averías, y subió la cuenta de gastos a cuatro mil reales. Consiguientemente, en cerca de cuatro años no se cantó un responso ni se dijo una misa por las Ánimas en la iglesia del pueblo. Los que me quieren mal tomaron de aquí pie, y dieron en decir que si no se hacían sufragios era porque yo me guardaba el dinero. Enseñé entonces las cuentas, que arrojaban la cantidad que he dicho, y al verlas mis enemigos, empiezan a vociferar que todo ha sido un amaño con el contratista de la obra, porque la obra no podía costar arriba de quinientos reales, supuesto que la presa no había perdido tres carros de piedra, y el eje había quedado servible y podía volverse a colocar. Por aquí se dieron a murmurar; llevé a juicio a unos cuantos; salieron condenados en costas, y a mí me amparó la ley contra toda responsabilidad; pero, ¡paño!, no ha sido posible hacer callar a todos los que me ladran por detrás, como el bribón del depositario. Y ahí tiene usté explicado todo el aquél del negocio: de manera que se ve, tan claro como el sol, que cuanto se dice en ese papel es una pura calumnia.
 
Yo supongo que el lector, siguiendo en el diálogo a don Hermenegildo, habrá ido formándose una idea del carácter de éste; mas si así no fuera y esperase mi voto para decidirse... quédese bendito de Dios en su incertidumbre, porque estoy resuelto a no sacarle de ella; y en mi propósito de limitarme a consignar hechos, añado a los conocidos que, al oír las últimas palabras de mi visitante, estuve tentado a plantarle en la escalera sin más explicaciones; pero, reflexionando un momento, opté por hacerlo de otra manera menos violenta, si me era posible.
 
-Y bien -dije por decir algo, en un tono que nada tenía de suave.
 
-Pues nada -me respondió don Hermenegildo, frunciendo los ojuelos y enseñando más mandíbula y más dentadura que nunca-; lo que falta es, ahora que debe usted estar bien convencido de mi inocencia, poner mano a la obra y emperejilarme en el acto la contestación; pero recia y sangrienta... y sin miedo, ¡paño! que yo firmo.
 
-¿Conque ahora mismo?
 
-Pues ¿por qué he madrugado yo tanto? Además, que para usté es eso como beberse un vaso de agua.
 
-Vuelvo a repetirle a usted que no le tiene cuenta meterse en semejante empresa.
 
-¡Cómo! ¿después de haber oído mis explicaciones me dice usté eso?
 
-Precisamente porque las he oído...
 
-¿Es decir, que usté cree que el depositario tiene razón para tratarme así?
 
-No creo tal, porque nunca la hay bastante para obrar en público como él ha obrado con usted.
 
-Pues entonces...
 
-En plata, don Hermenegildo: no le complazco a usted, entre otras razones que debieron haberle evitado a usted la madrugada y el remojón de hoy, porque usted y el depositario tienen, a mi juicio, muy poco que echarse en cara, y a entrambos les conviene mucho callarse la boca si quieren morir en sus propios hogares en paz y en gracia de Dios.
 
Al oírme hablar así, la carita de don Hermenegildo tomó súbitamente un color amarillo verdoso, sus ojuelos rechispearon en sus oscuras órbitas, tembláronle los enormes labios y crugieron sus dientes. Llevóse luego con coraje ambas manos a la cabeza, atusó dos veces las greñas y se puso en pie, exclamando al mismo tiempo, con una voz muy parecida al silbido de la culebra:
 
-Conque, según eso, ¿usté cree que tan buena es Juana como su ama?
 
-Cabalito -le respondí, levantándome yo también.
 
-Pues en ese caso... conste que se desoye la voz de un hombre de bien que pide amparo contra un infame; ¡porque yo soy muy hombre de bien!
 
-¡Y conste que lo soy tanto como el primero!
 
-Enhorabuena.
 
-¡Y conste que usté me ha faltado!
 
-Corriente; pero conste también, por conclusión, que usted me está sobrando hace mucho tiempo. -Y le señalé la puerta.
 
-Ya lo veo -replicó don Hermenegildo ensayando, sin éxito, un tono de conmoción-. Deme usté ese papel -añadió alargando la mano.
 
-Ahí va el papel -dije entregándole el pasquín que aún tenía yo entre las mías.
 
-¡Y decir a Dios que ha de haber hombre que se niegue a dar en público al autor de estas picardías todo lo que se merece!
 
-Sobre ese punto, vaya usted tranquilo: no faltará quien a él y a usted les haga justicia en esa forma.
 
-Por de pronto, yo buscaré quien me sirva en lo que usté no ha querido servirme.
 
-Y en todo caso, cuente usted con Su Excelencia.
 
-Ya se ve que sí; que por fortuna mía y de la nación, todavía puede mucho.
 
-Así va ello.
 
-Usté lo pase bien.
 
-Vaya usted con Dios.
 
Y don Hermenegildo, echándome una mirada torcida y rencorosa, calóse con mano trémula el sombrero, cogió el paraguas, arregló, o más bien desarregló la capa sobre los hombros, y salió por el corredor como un cohete, arrastrando la espuela y con una pernera del pantalón encogida sobre la pantorrilla. En cuanto llegó a la escalera cerré yo la puerta y pedí a Dios, de todo corazón, que conservase para siempre en el hijo del colono de mi abuelo el coraje que hacia mí te animaba al despedirse, para que aquella su visita fuera la última que me hiciera.
 
 
 
 
 
Pasa-calle
Dame tu brazo, lector, o toma el mío si lo prefieres, y vámonos a matar dos horas que me sobran, brujuleando por las calles de la Muy Noble, Leal y Decidida ciudad; que todos estos títulos ostenta en su ejecutoria la perínclita capital de la Montaña, desde don Fernando el Santo hasta Echevarría el faccioso, o, si lo quieres más digerible, desde la toma de Sevilla hasta la «batalla de Vargas». La noche, como de otoño, está serena y apacible; y si bien el gas de los faroles que acaban de encenderse apenas bastaría para hacer visible la oscuridad, como, si mal no recuerdo, dijo en parecido caso, el discretísimo y ameno Curioso Parlante, para no darnos de testarazos contra las esquinas tendremos a nuestra disposición los plateados rayos de la luna que, como una enorme criba roja, llega en este instante, entre nubes de púrpura y naranja, sobre los viejos paredones de la solitaria venta de Pedreña.
 
Partimos de la calle de la Compañía, que es donde la casualidad nos ha reunido, y cediendo a un impulso natural en todo el que tiene un reló en frente, alzas la vista y la fijas en la transparente esfera iluminada del Consistorio. Por supuesto que tú sabes que es el Consistorio ese humildísimo edificio, porque yo te lo digo, pues ni de los cuatro arcos sobre que descansan sus dos pisos no muy cumplidos, ni de la solana del primero, ni de los cuatro balconcillos del segundo, ni aun de los mismos tres dorados escudos de armas que ostenta la fachada, ni de ser ésta de labrada sillería, se puede deducir tan alta jerarquía, dado el lustre que debemos suponer en un Municipio de una capital de la significación mercantil de Santander. Pero el hecho es que eso es el Consistorio, o el Principal, como aquí se dice, y que no hay más en el pueblo para albergue de la Excma. Corporación... y de sus beneméritas gigantillas. Se me olvidaba advertirte que para las grandes solemnidades oficiales y para el día del Corpus, hay unas colgaduras de seda con los colores nacionales para cubrir las balaustradas de los balcones, y unas estrellitas y un sol de luces de gas, entre cuyos rayos se exhiben, como si friéndose estuvieran, las cabezas de los Mártires patronos, la nave de mi insigne paisano Bonifaz, el Guadalquivir, la cadena rota por aquélla y la Torre del Oro, que son las figuras simbólicas del escudo de armas de esta ciudad. No te advierto, porque ya lo supondrás, que este esplendoroso ornamento no sale más que por la noche, ni que, entonces, colocado en la mencionada solana del primer piso, se llama iluminación.
 
Algunos rayos de ella nos vendrían bien ahora para examinar las cataduras de la gente que se vislumbra bajo los arcos; pero yo supliré esa falta con mi práctica en el terreno, diciéndote, desde luego, que los que están sentados en los poyos del soportal son señores que han venido a menos, comadres que no se conforman con la sentencia dada contra ellas en otros tantos juicios celebrados arriba por la tarde, y ciudadanos sin profesión ni rentas conocidas que, fumando, tosiendo, suspirando, maldiciendo o meditando, esperan la hora de ir a acostarse... los que de ellos tienen cama. Los que peroran y se agitan de pie junto al ángulo que mira a la plaza, o sea, el único ángulo saliente del edificio, pues éste no tiene más que dos fachadas, son jovenzuelos con tuina de faldas y mangas cortas, señales evidentes de que se hallan en esa edad en que se muda de voz y se crece a pulgada por día, razón por la que no hay entonces ropa que siente bien más de media semana. También fuman, y, por el olor, más anís que tabaco. Son humanistas, alumnos del Instituto, y apostaría las orejas a que tienen los bolsillos atestados de tronchos y pelotillas. ¿No lo dije? Ya le arrimaron un tronchazo al pobre aldeano que va hacia la calle del Peso.
 
Estamos en la Plaza de la Constitución, vulgo Plaza Vieja, y notarás que no pasa de ser un trozo de calle un poco más ancha que sus demás contemporáneas de Santander. Sin embargo, cuando yo era niño me parecía inconmensurable este espacio. Cuatro casas nuevas, un bazar de modas, un café vistoso, una botica de lujo y algunos otros establecimientos restaurados a la moderna, le han quitado el antiguo carácter que la hacía hasta venerable a los ojos de todo buen santanderino. Muy pocos años ha, en esta tienda de la esquina, donde se vendían estampas del Hijo Pródigo y liga de pescar pajaritos, pudiera yo haberte hecho admirar, cuidadosamente trenzada sobre el cuello de su anciano dueño, la única coleta que quedaba en España (sin contar las de los toreros). Un poco más abajo fabricaba, empapelaba y vendía los mejores caramelos de limón que yo he saboreado, doña Marcelina, más conocida por la Siete-muelas, aunque yo hubiera jurado que no tenía una sola. En aquella otra esquina vendía géneros finos doña Juana Barco, cuyo lorito, por charlatán, era en Santander tan popular como su tienda. Aquí la clásica librería de don Severo Otero, con su sempiterna tertulia de señores mayores. Enfrente la Expendición de bulas y el célebre estanco... y otros muchos establecimientos y tipos acá y allá que vieron pasar años y generaciones sin dar un brochazo de pintura a los marcos de sus puertas, ni hacer la menor alteración en sus hábitos. Para conmemorar la acción de Vargas en tiempo de la Milicia que feneció el 43, se alzaba en este mismo sitio, en la noche de 3 de noviembre, un templete de tablas de cabretón, sobre el cual se colocaba una estatua, representando no sé si la Victoria o la Fama, a la que llamaba el pueblo la vieja de Vargas, creyendo a ojos cerrados que aquélla era una imagen de la buena mujer que, según pública opinión, se apareció a los nacionales que iban a Vargas a batir la facción, indicándoles el punto en que ésta se hallaba, por dónde se la podía atacar, etc., etc... noticias a las cuales, según las mismas fuentes, se debió el éxito de la expedición. Aquella noche, tras un día de revistas, desfiles y gigantillas, había en torno al templete música y cohetes, ruedas, suspiros, correos, carretillas y cuanto daba de sí el arte pirotécnico, creyéndose en el colmo de la felicidad el que para disfrutar de la fiesta hallaba un hueco en un balcón de las inmediaciones. Echar a la plaza o ir a la plaza se llamaba en las escuelas desafiarse dos o más muchachos a escribir mejor plana, y comprometerse a pasar por el fallo que dieran dos señores de los tres a quienes se consultase al mediodía entre los que paseaban aquí: si el desafío era entre chicos de dos escuelas rivales, el suceso hacía ruido en el pueblo, y ponía en gravísimo apuro a los jueces, que se palpaban mucho y hasta se asesoraban de los amigos antes de fallar. ¡Vaya si tomaban el lance por todo lo serio! Te diré, para tu satisfacción, que en estas lides en que como competidor entré más de dos veces, jamás gané los dos cuartos que valía la apuesta. Desde este segundo piso al de la casa de enfrente se ataba, antes de misa de nueve en los días festivos de invierno, una cuerda, de cuyo centro pendía un lienzo de vara en cuadro, anunciando las funciones de tarde y noche en el teatro; pero no con grandes letreros ni finchados elogios, sino con un par de cuadros al temple, en los cuales se representaban, con colores rabiosos, las escenas más notables de los dos indispensables dramas. De tarde en tarde se iza hoy también ese cartel, pero rara vez con láminas y nunca con éxito: apenas contemplan la operación de elevarle los transeúntes de Cueto, ni le leen los chicos de la escuela de balde; y no exagero si te digo que antaño aguardaban su exhibición con visible deleite, con íntima satisfacción, hasta los hombres más a la moda, los elegantes que vistieron en Santander los primeros gabanes blancos y calzaron las primeras botas de charol con caña de tafilete encarnado... Pero observo, pacientísimo lector, que me salgo del terreno de nuestro objeto, evocando estas memorias que a ti no te importan un bledo. Perdóname generoso este descuido. Cuando aún cree distinguir mi vista en lontananza los hombres y las cosas que se van, después de haber pasado entre ellos los mejores años de mi vida, no es dado a mi corazón negarles un cariñoso adiós de despedida. ¿Ves estos individuos que con paso igual y mesurado recorren la plaza, de abajo arriba y de arriba abajo, y siempre en una misma línea, como péndolas de reló? Pues me son entrañablemente simpáticos, precisamente por ser lo único que nos resta de la antigua Plaza Vieja. Verdad es que parte de ellos no son los mismos hombres de entonces; pero son otros con los propios gustos e idénticas inclinaciones, y tanto monta. Aquí los hallarás todas las noches hasta las nueve y media, paseando sobre los mismos adoquines o las mismas losas, sin que se dé el caso de que un aficionado al arroyo se intruse en la acera, ni de que pase a la de la izquierda el que está habituado a la de la derecha. Repara un poco sus trajes, y los hallarás en evidente desacuerdo con la moda actual; y aun acercándonos más, podrías ver sobre las perneras de los pantalones de más de un paseante, no viejo, la marca de la caña de la media bota que calzan, en su profundo amor a los usos del 45 e inmediatos. Y supuesto que esta curiosidad típica es la única que te puedo enseñar aquí, doblemos la esquina y entremos en la calle de San Francisco, que es, salvas las diferencias que supondrás, como si en Madrid te llevara a la Carrera de San Jerónimo, o en París al boulevard de los Italianos.
 
Estas seis que vienen, al parecer, mujeres, envueltos sus talles en menguados chales y sus cabezas en flotantes pañuelos de seda cruda, a manera de capucha, son las hembras de dos familias modestas que viven en una misma escalera, y que después de cenar se han reunido para dar el ordinario nocturno paseo callejero que ahora comienzan. Todas las noches que no llueve hacen lo propio. El objeto principal de su paseo es examinar, desde afuera, los escaparates de las tiendas: si hallan un género de imitación muy barato, no para comprarlo, sino para saber que le hay, por si acaso, señalan la noche con piedra blanca; y la señalan con dos piedras si al pasar de tienda a tienda descubren algún gatuperio, notable por los actores, entre la oscuridad de algún portal indiscreto; y, en fin, la marcan con tres piedras si topan una serenata. A la misma comunión pertenecen estas otras tapadas que se cruzan con ellas, y a la propia las que están detenidas a nuestro lado. De todas ellas y otras semejantes se compone la mayor parte del pacientísimo público que en las noches de baile campestre acude a olerle desde los nuevos jardines de la calle de Vargas. Medio punto más arriba en el pentagrama social están colocadas las que vienen por la izquierda; y lo digo porque, en vez del foulard, llevan nube arrollada a la cabeza, y sobre los hombros una cosa que quiere imitar, en forma y colorido, a los abrigos de las grandes damas... No me engañaban mis presunciones: son las de doña Calixta, de quienes en otra ocasión te hablé largamente, y dos de sus amigas íntimas. Por el aire que traen se deja conocer que no van de brujuleo: si hubieran salido con este fin, ya estarían alborotando las tiendas y corrillos que dejan atrás; y no yendo de brujuleo, ni habiendo música en la plaza, ni paseo en la Alameda, ni baile de campo, necesariamente van de reunión... cursi, por supuesto. Estas cuatro que cruzan rápidas, envueltas en ricos capuchones, pisando recio, hablando mucho y oliendo a jazmín y a eliotropo, ya pican más alto. Aunque aparentan no cuidarse del vulgo, te advierto que no le pierden de vista y que le conocen muy al pormenor: también se perecen por los descubrimientos del género tenebroso y, sobre todo, por las tiendas; sólo que no se limitan en ellas a contemplar o a revolver géneros, sino que los compran, o cuando menos, comprometen para comprarlos otro día a la luz del sol. Tampoco desdeñan las serenatas si las hallan al paso. Si esta noche hubiera recepción en alguna casa de lustre, no las verías en la calle: si estaban invitadas, porque lo estaban; y si no, por no darlo a entender con su presencia entre los desechados. Aunque poco práctico en el pueblo, no dejarás de traslucir por la pinta del asunto que ocupa a esta pareja que se acerca a nosotros por la derecha. Ella, joven, suelta de movimientos, vestida de percal y sin más adorno ni abrigo en la cabeza que una cabellera negra y abundante, graciosamente peinada; él con la cara oculta entre las alas del sombrero muy caídas y el cuello del gabán muy levantado; ella hablando recio y él casi por señas... Ya están junto a nosotros, y hasta se les puede oír...
 
-¡Hijo, lleva usté un paso que...! ¡María Santísima! ¡Aparémonos un poco polamor de Dios!
 
Y pues que se paran, escuchémosles.
 
-¡Se empeña usted en traerme por lo más concurrido!...
 
-¡No, que no! ¡Pues podíamos haber ido por los Perineos! ¿Le paece?
 
-Pero sin ir por los Pirineos hay otras calles...
 
-Lo que usté quiere son tapujos, y causalmente me gusta a mí llevar la cara muy descubierta por todo el pueblo en estos ratos en que deja una la costura y ha ganado con ella muy honradamente su por qué.
 
-¡Si no es eso, Cipriana!
 
-Pues en el Tersícore bien amartelado se ponía y no tenía a menos el ajuntarse a mí. Bien que sería porque no le vería entonces nenguna señorona de la ristecracia... ¿Es, quizaes, anguna de esas de marmota que van por ahí la que le hace encultarse?
 
-No ha de ser usted pesada, Cipriana... y sigamos andando.
 
-Te veo, inglés... ¡Cómo no!... ¡Ay, cristiano! ahora que arreparo: mire qué canafeos tan devinos tiene aquí Miguel.
 
-¿Qué Miguel?
 
-¡Otra sí qué! ¿qué Miguel ha de ser? Trabanco.
 
-¡Ah, ya!
 
-Y deben ser de última, porque anoche le he visto otros iguales en la comedia a la señora de Barreduras, por mal mote, que todo lo trae de Francia... ¡Bien precioso es todo lo que hay en la vidrera! ¿Pues el vidro? Mayor es que una sábana. ¡Y cómo repompa el gas en todas las alhajas!... Padecen de puro brillante... ¡y como que lo serán!
 
-Conque ¿seguimos o no?
 
-¡Eh, cristiano, no tenga prisa, que no le piden nada de esto! Déjenle a una satisfacer tan siquiera la vista... Mire, ahí va la Gervasia con el hijo de Pelagatos, que es bien riquísimo... ¡Y bien despacio que van! ¿Quiere que les llame?... ¡Ay, qué chico ese! ¡cuánto más parcialote y manejable es que usté!
 
-¡Para él estaba!
 
-Ahí va tamién la Sidora... ¿Sabe quién es el que la acompaña? Pues es un melitar de tropa, abocao a capitán. ¡Y cómo la estima el venturao!
 
-¿Quiere usted que los sigamos?
 
-Lo que usté quiere ya lo sé yo... pero por no oírle siquiera, ya estamos diendo... ¡Hija, qué hombre!... ¡para la primera le aguardo!
 
-¿Por qué?
 
-En el Tersícore se lo diré de misas.
 
Y se van, lector... y nosotros nos iremos también, no detrás de la pareja que ya habrás conocido a tu gusto, sino a continuar nuestras exploraciones calle abajo, supuesto que en este sitio no veríamos ya más que repetidos ejemplares de los modelos que por él has visto pasar.
 
Esta mocetona en mangas de camisa, con los brazos cruzados sobre el estómago y una herrada sostenida encima de su cabeza por un prodigioso esfuerzo de equilibrio, es una cocinera que viene de la fuente: no tardará en echar un cantar... Ahí le tienes, y a toda voz:
 
 
«Si quieres que a güena vaiga
y me güelva la color,
dame más sastifaciones
y menos combresación».
 
 
Según canta al uso puro de su pueblo, debe hacer muy pocos días que ha llegado a la ciudad la cantadora. Me fundo en que los cantares de las pejinas, o de las que quieren aparentar que lo son, tienen otro carácter, así en el tono como en la letra... Y me remito al ejemplo de esta otra fámula del botijo, pelo enmarañado a la moda y chaquetilla encarnada, que también viene cantando. Oigámosla cuando repita. Ahora:
 
 
«A los mares prefundos
van mis sospiros,
sospiritos del alma,
probes sospiros:
que un marinero
con los ojos en glárimas,
muy retrecheros,
me dijo un día:
serenita priciosa,
tú me dechizas».
 
 
Notarás que su voz, aunque recia, es menos desagradable que la de su colega, su música más melodiosa, y en cuanto a la copia, un tanto más ingeniosa.
 
Y ya que de música tratamos, no desperdiciemos la que se oye en la inmediata callejuela. Son los trovadores el ciego de la bandurria y su mujer, que le acompaña con una guitarra: hay a su lado un mozo chupando un puro, y en la acera de enfrente media docena de curiosos como nosotros. Tenemos que convenir en que el ciego hace primores con su instrumento. Ahora canta a dúo con su mujer:
 
 
«Asómate a esa ventana,
asómate a ese balcón,
Menegilda de mi vida,
cara de luna y de sol».
 
 
Aquella cabeza que se asoma a aquella ventana que se abre pertenece a un cuerpo que se muere por el mozo del puro; y si no, mírale cómo le saluda con la mano y se contonea y se sonríe, tan lleno de vanidad como si aquella música y aquellos cantares que ha alquilado por real y medio fueran legítimos partos de su habilidad y de su ingenio.
 
¿Riña tenemos también? ¡Bah!, no correrá la sangre. Es en la taberna de al lado, entre dos aficionados al aguardiente. Míralos a la luz del velón cómo gesticulan y manotean, al paso que juran y gritan. óyelos un momento:
 
-¿A que no me lo vuelves a decir?
 
-Pus ahora te digo que no sólo en ti, sino que en tu padre y en tu madre, y en toa tu perra casta.
 
-¿Tú?
 
-¡Yo, Yo!
 
-¡Ni tú ni cuatro mil como tú, lenguatón!
 
-Te digo que yo, y me sobro pa ello.
 
-¡Si no ha nacío tovía el que sea auto pa tanto!
 
-Que te digo que yo solo me sobro.
 
-¿Y serás capaz de sostenerlo?
 
-Cuando quieras.
 
-¿A que no me lo dices en la calle?
 
-¡Por vida de toas mis entrañas!... Vamos a la calle y verás si yo no soy más hombre que el mundo entero ahí y en tous laus.
 
Ya tenemos la comedia junto a nosotros: verás qué desenlace.
 
-Ya me lo estás dijiendo aquí.
 
-Pos aquí tarrepito que en ti y en toa tu arrastrá prisapia, ¡baldragazas!
 
-¡Ajuera too el mundo!... ¡A ver, repite... repite... hombre!
 
-Que te digo que en ti y en tu padre y en tu madre y en tos tus cinco sentíos.
 
-¿Tú?
 
-Yo.
 
-¿Tú?
 
-¡Yo, sí, yo! ¿lo quieres más claro?
 
-Pus ahora lo vamos a ver: ya lo estás hiciendo... ¡Vamos!
 
-¡Hombre!...
 
-Y mujer... Así se prueban los valientes... ¿A ver cómo lo haces?
 
-Vamos... no matientes la pacencia, porque si matientas la pacencia, me paece a mí que esa cara recondená...
 
-¿Qué? vamos a ver... ¿qué harías tú a esta cara que no le debe na a la del mesmo rey?
 
-¡Si no juera más que golvértela al revés!
 
-Cuidiao la mano, mucho cuidiao con ella; porque si matocas ni tan siquiera el pelo de la ropa...
 
-¿Qué lo carías entonces, eh?... vamos a ver, ¿carías?
 
-¿Qués lo caría? ¡Ajuera too el mundo! ¿Qués lo caría? ¡Pus atoca y verás!
 
-Pus prevócame tú.
 
-Que matoques te digo.
 
-Que te digo que me prevoques.
 
-¡A ver si matocas!
 
-¡A ver si me prevocas tú!
 
-¡A ver, hombre!
 
-¡Vamos a ver!
 
En vista de lo visto, podemos retirarnos nosotros en la ciega confianza de que el asunto no pasará a vías de hecho; y sírvate de gobierno que si en este pueblo se cumpliera todo lo que se promete en el capítulo de amenazas, apenas quedarían hoy en pie los gigantes chopos de la Alameda y la casa del Pasiego.
 
Conste así en honra y prez de mis pacíficos paisanos, por más que sean disputadores incansables. De mil pendencias entre ellos, en noventa suenan bofetadas y en diez sale la navaja a relucir. De éstas, en cinco se envaina el arma sin haberla usado; en cuatro se hace sangre con ella, y en una se hiere de gravedad; y cuando el juzgado se presenta a recoger lo que queda sobre el campo, resulta casi siempre que el agresor es forastero. No podrás negarme que esta estadística es consoladora, si se compara con las de otras provincias en que, sin duda porque se vocea menos, se desbarrigan los hombres por un quítame esas pajas.
 
Y andando, andando, hemos venido a dar enfrente de la cuesta de Garmendia, o del Cordelero. Tomémosla a pechos. Ciertamente que nuestros abuelos debían tenerlos muy robustos, o estaban muy atrasaos en materia de rasantes, cuando convertían en calle un precipicio como éste, sin más preparativos que construir en él dos filas de casas y cubrir el suelo con una capa de morrillos desiguales. Tápate ahora las orejas, porque estas mujeres que bajan la cuesta braceando y cerniendo las faldas con el exagerado contoneo de sus caderas, van a echar un cantar, o faltarán a la costumbre, y tú no debes oírle: ahí le tienes. Me alegro que hayas sido sordo por este instante, pues si la música de la canción te hubiera sacado chispas de los oídos, la moral de la copia te hubiera achicharrado la vergüenza... Y repara que bien fructifica lo malo cuando se siembra a tiempo, en este rapaz que apenas tendrá siete años; ¿a que no me dejaba a mí publicar, sin correctivo, el Código Penal, y haría bien, la copla que él ha entonado a toda voz impunemente? Y eso que yo no ofendería más que a algunos cuantos lectores, al paso que los nocturnos cantares callejeros escandalizan a todo un pueblo. Hemos llegado a la cúspide: descansemos un instante, y en el ínterin, mira qué buen efecto hacen allá abajo las luces de la calle del Correo, y enfrente, en lontananza, la negra línea de árboles del paseo del Alta.
 
Este edificio oscuro, jiboso y carcomido que hallamos al doblar la esquina, es la cárcel: nada tengo que decirte de ella, porque eres hombre honrado; sin embargo, apostaría una oreja a que te infunde a ti más horror que a los reos que la habitan o a los pícaros que la merecen. Verdad es que sin éste, al parecer contrasentido, no habría delitos sobre la tierra; y el ser en ella hombres de bien, como tú y yo, no tendría mérito alguno.
 
Ni el hospital, ni el cementerio, a los cuales nos conduciría esta calzada de la derecha, tendrán a la hora presente el menor atractivo para nuestra curiosidad, que seguramente no va buscando ayes de agonía ni blandones funerarios. Echemos por la izquierda, y cátanos de patitas en la calle Alta, venerable resto de la primitiva Santander; desvencijado, vacilante y hediondo albergue de los mareantes del Cabildo de Arriba, sempiterno rival del Cabildo de Abajo, o sea, de los mareantes de la calle de la Mar.
 
La ebullición civilizadora del centro ha lanzado hasta aquí algunas lavas que a duras penas han logrado ingerirse y arraigarse, en forma de casas nuevas, entre este laberinto de balcones ruinosos, de aleros retorcidos, de jarcia, de aparejos y de pestilentes residuos de parrocha. Para que te formes una idea de cómo se vive en estos carcomidos palomares, puedes asomarte a la puerta de uno de ellos.» Ese grupo que ves en el fondo, especie de caverna alumbrada por mortecino candil, es una familia que se dispone a descansar de las rudas faenas de todo el día, quizá sobre el duro suelo del miserable recinto, o, a todo tirar, sobre una semidesnuda cama el matrimonio, y sobre un montón de redes los demás. Por esta derrengada escalera se sube al primer piso, en el cual vivirán por lo menos dos familias, y continuará la escalera hasta el segundo, y allí se cobijarán sabe Dios cuántos individuos; y se ramificará hacia arriba y hacia la derecha y hacia la izquierda, y en todos los pisos hasta el quinto, y en todos los cabretes y rincones y en las buhardillas y hasta en los balcones, habitarán pescadores oprimidos, sin luz, sin aire... y sin penas, felizmente, pues a tenerlas, producidas por la idea de su condición, no las sufrieran vivos muchas horas.
 
Y en prueba de que en este barrio no padece el ánimo gran cosa, repara con atención el cuadro que presenta la calle, la bulla que en él reina. En aquel portal cantan dos sardineras; canta en el balcón de allá un pescador; canta también en el de al lado un muchachuelo; conversa alegremente una familia desde aquella buhardilla con la que vive en la de enfrente; y aunque riñen acá dos mocetonas y se arañan otras tres en medio del arroyo, y en la taberna disputan dos pescadores, y gime un rapaz en la bodega, ni la riña, ni los arañazos, ni los juramentos, ni los gemidos, reconocen por causa la menor pena: para reñir, arañarse y llorar en estos sitios, basta un poco de terquedad contrariada y sobra un exceso de alegría. Dentro de una hora quedará todo esto en silencio; a las tres de la mañana recorrerá la calle el avisador gritando: «¡apuya!», y se levantarán los pescadores y se harán a la mar sobre sus lanchas, a robarle, con frecuente riesgo de sus vidas, el sabroso pez que tú puedes comer al mediodía, y que, de fijo, comerás, sin parar mientes en los ímprobos trabajos que ha costado llevarle hasta la plaza donde tu cocinera le adquiere regateándole cuarto a cuarto. Y así todo el año, excepto tres días, desde la víspera de San Pedro, patrono del Cabildo, hasta el subsiguiente inclusive. Entonces se alquila el tamborilero de la ciudad, se lanza todo el barrio a la calle, corre por ella el vino, entóldanla gallardetes y banderas, se encienden hogueras por la noche, tiembla el suelo con los bailes, llenan el espacio cantares y cohetes, se come en las tabernas, se duerme allí donde el sueño acomete, y si no se echa por la ventana la casa, es porque nadie se acuerda de entrar en la suya mientras duran las fiestas. ¡Bendita sea la Providencia Divina!... ¡Zambomba!, algo te ha llovido encima del sombrero... ¿A ver?... Las tripas de una sardina; pero no te extrañe el suceso, pues como estarán desbandullando muchas en el balcón de encima y son raros en esta calle intrusos como nosotros, estas buenas gentes arrojan a ella las inmundicias sin escrúpulo ni reparo... Para huir de éste y otros inconvenientes no más aseados, conviene que salgamos de aquí cuanto más antes.
 
Ya estamos en plena civilización otra vez, y a fe que no lo deducirás del cantar que de entonar acaba ese mozalbete de blusa... ¿Te va chocando tanta música popular? Esperaba que me lo dijeras. Pues has de saber que aquí se canta toda la noche... y todo el día. Canta la fregona al ir a la fuente y en el fregadero, y canta el peón cuando trabaja y cuando deja de trabajar, y el aprendiz de zapatero cuando va de «entrega», y el vago que se cansa de serlo, y el motil o grumetillo que vuelve a bordo, y el oficial de sastre y todos los jornaleros de todos los géneros y categorías en cuanto se echan a la calle... y no te incluyo en esta música, que es de pura afición, a los artistas de profesión, como los indígenas ciegos de vihuela, y los de gaita y lazarillo con panderetas, exóticos, de la provincia, que en ciertos días de la semana, como el sábado, aturden la población. Y si de ella sales ahora, oirás cantar al carretero en el camino real, y al mozo que ronda la casa de su moza, y al sacristán que va a tocar a las oraciones, y al enterrador que abre una fosa... y a todo bicho viviente; que aquí, como en ninguna parte, se evidencia la admitida opinión de que los montañeses de todo el mundo son bullangueros y danzarines de suyo.
 
¿Por qué te sobresaltas? ¿Crees que el ruido que se oye procede de algún escuadrón de demonios que se ha escapado del infierno con todos sus chismes de freír y de tostar? Pues es lisa y llanamente una cencerrada que se está dando en la calle contigua a algún viudo que se ha casado hoy en ella. Acerquémonos y verás... Calderas, bocinas, cencerros, campanillas, regaderas... de todo lo más acre, estridente y ruidoso en materia de sonidos hay en esta infernal orquesta... Ahora cesa la instrumentación y comienzan las voces solas.
 
 
Una.
 
¿Quién se casa?
 
Coro.
 
Melitón el de la calva.
 
Una.
 
¿Con quién?
 
Otra.
 
Con Mariquita la cancaneada.
 
Coro.
 
Pues siga la cencerrada.
 
 
¡Y dale que le das!... Y aquel pillete que asoma por la esquina con un almirez, se une al grupo; y esa vecina que vuelve de la fuente con un calderón lleno sobre la cabeza, al ver lo que pasa derrama el agua en el suelo, mete en el cántaro unos morrillos y ¡zurra que es tarde! Silba un granuja, grazna un remendón, relincha un carretero, aúllan por simpatía los perros vagabundos, lánzase a los novios de acá un chiste, de allá una grosería y del otro lado una indecencia, y sin duda porque la boda es de pro, confúndense en este pastel horripilante la burda chaqueta y el elegante gabán, la camisa remendada y los guantes de cabritilla, el luengo ropaje del sexo débil y la estirada librea del que peina barbas y hace las constituciones y los bandos de orden y buen gobierno; que en ciertas ocasiones y para determinados actos, la humanidad no gasta remilgos ni para mientes en grados de alcurnia ni de posición social: sola se exhibe con sus tendencias ingénitas, con sus resabios esenciales, y ni la calidad ni el corte del vestido le imponen deber alguno: entonces es nieta de Caín y nada más. Ya sabes, por el apóstrofe coreado que oíste, que el novio se llama Melitón y que es calvo, y que se llama la novia María y es cancaneada o marcada de viruelas. Pues del mismo modo te irán diciendo poco a poco cuántos años tienen, y qué caudal, y por qué se casaron, y una multitud de cosas más, ciertas unas e inventadas otras, pero capaces todas de hacer enrojecerse de vergüenza a los sillares de un cuartel. Jamás he podido comprender yo el derecho en que se funda esta brutal costumbre tan arraigada aquí aún y tan popular en toda España in illo tempore. Y lo mismo que yo debía pensar de las cencerradas un señor muy conocido en Santander, cuando quiso disolver a tiros, desde el balcón, una que le estaban dando; pero no la disolvió, porque, ¡pásmate!, se llamó barbaridad al justísimo desahogo de mi anciano amigo (q. e. p. d.), y eso que desde abajo le estaban poniendo, siendo él el tipo de la honradez, como un trapo sucio; lo cual prueba que sobre el derecho natural, y sobre el sentido común, y sobre el sagrado de la familia, y sobre todo lo más santo y respetable, está la tiranía de la costumbre, por estúpida, por indigna que ella sea de la fama que lleva el siglo en que aún impera y nosotros alcanzamos. ¡Ah, pues las cencerradas, a pesar de lo que estás viendo, son aquí tortas y pan pintado! Yo te puedo citar pueblos de esta provincia en los cuales, pocos años hace, aún era costumbre admitida sorprender a los novios en el lecho, colocarlos amarrados y desnudos sobre un carro cuyas ruedas se desencambaban exprofeso y sufriendo las angustias de este bárbaro martirio, bajarlos al galope por las cuestas más rápidas y desiguales de las inmediaciones, entre la algazara del bromista vecindario; y por fin y término de la broma, darles un baño, aunque fuese en el rigor del invierno, en el río más próximo, o en el mar, si no estaba a más de una legua del pueblo... Te aseguro que en punto a cencerradas se han hecho primores en este país; y sin salir de Santander te pudiera citar tres muy célebres... En fin, hombre, yo he visto aquí una cencerrada ¡de caballería! Sí, señor: a caballo, formados en escuadrón y con trajes históricos, iban los directores y principales ejecutantes de la sinfonía. ¿Quieres más?... Pero observo que te sobra con lo que estás viendo y que deseas alejarte de aquí; y como a mí me sucede lo propio, nos vamos con nuestras meditaciones a otra parte.
 
El mercado de Atarazanas. Bajo esta gótica o morisca socarreña en que durante el día se venden frutas, harina y otros excesos al pormenor, vendrán a reunirse muy pronto, con los farolillos encendidos, que colocarán en fila junto a los respectivos chuzos, los serenos que a la primera campanada de las diez se dispersarán por la ciudad a cumplir su canora y nocturna obligación.
 
Pasamos por debajo del puente que, si mal no recuerdo, también se llama de Vargas, en conmemoración de la susodicha batalla, y me complazco en poder ofrecerte un espectáculo que te ha de borrar la desagradable impresión que conservas del de la cencerrada que aún se oye desde aquí. Y cuenta que no aludo al flamante pedestal que se alza en el centro de esta también nueva plaza, construida sobre la antigua dársena, esperando pacientísimo la estatua que nunca acaba de fundirse, de nuestro heroico paisano don Pedro Velarde, y a la cual ha de servir de base: refiérome al espectáculo que nos ofrece la naturaleza en este momento, y en el que, según observo, te has fijado ya; espectáculo frecuentísimo en Santander en las noches de otoño. Mas, para que le aprecies en toda su magnificencia, hemos de colocarnos sobre aquel negro promontorio de enfrente, que es el famoso paredón del Muelle de las Naos.
 
Ya estamos en el verdadero punto de vista. Tiende la tuya en derredor y dime si has admirado muchos cuadros más bellos que éste. La luna en toda su plenitud, sin una sola nube que empañe su claridad, reflejándose en el verdoso cristal de la bahía, produce sobre ella una ancha faja de luz inquieta y fosforescente que, naciendo en la angosta embocadura de San Martín, viene a perderse entre el bosque flotante de naves, que cerca de nosotros parecen dormitar, como si reponiendo estuvieran sus bríos para lanzarse mañana a luchar de nuevo con las tempestades del embravecido Océano. Como barreras de este líquido inmenso espejo, allá la negra mole de Cabarga, el gracioso pico de Solares, los cerros ondulantes del Puntal, Pedreña, Guarnizo y Muriedas, y más lejos las elevadas crestas del Asón y del Escudo limitando el horizonte; acá la larga fila de monumentales edificios iluminados por la pálida luz del astro y mirándose en las tranquilas aguas que lamen los pulidos sillares del muelle, y las colinas de Molnedo hasta el breve promontorio sobre el cual alza su joroba el desmantelado castillo de San Martín, como un inválido inútil centinela del puerto. Óyese el canto melancólico del remero, y el ruido lejano del mar, y el acompasado martilleo del molinete, y el susurro de las aguas; y como complemento de este panorama sublime y animado, mira una diadema de nubes de oro y escarlata sobre el azul purísimo del cielo, pugnando inútilmente por ceñir más de cerca el disco luminoso de la luna...
 
Yo no he visto las noches del Bósforo, ni las de Nápoles, ni otras cien noches más que los poetas melenudos y los touristas de hoy han hecho célebres en teatros, libros y salones; pero sí he observado que en todos y cada uno de esos cuadros fantásticos y encantadores entran, como elementos componentes, los que ahora estamos admirando: la luna plateada, la barquilla o la góndola surcando la tranquila superficie de las aguas, los reflejos, los tornasoles y hasta torrentes de luz juguetona, las montañas, la brisa, los palacios... De donde yo deduzco que en Venecia, en Nápoles o en Constantinopla podrá haber noches poéticas hasta donde tú quieras, pero no más que las de Santander.
 
Ni un alma en la Ribera, y es natural: siendo el centro, durante el día, de la ebullición mercantil, de noche es el sitio que más reposo necesita... Sin duda por eso vienen a turbarle esos cantadores que asoman por la esquina de la Aduana... Ocho nada más...
 
 
«Los de Santander
no van a Madrid,
porque se le ha roto
el ferrocarril.
Rio, rio,
rio-ja, ja, ja, ja;
los de la calle Alta
me la han de pagar».
 
 
Te prevengo para tu satisfacción que hace más de un año no privan aquí entre la gente del pueblo más que ese cantar tal como le has oído, y otro que no le va en zaga, así por la letra como por la música, que no tardarán en echar estos mismos trovadores... Ahí le tienes:
 
 
Una voz.
 
«Ayer mañana fui a bordo
y le dije al capitán:
 
Coro.
 
Que toma la vizcainita
que toma la vizcainá»-
 
 
Tiene este cantar sobre el anterior la desdichada ventaja de que no se le oye el fin, pues preguntando la voz primera y respondiendo el coro siempre con el mismo estribillo, llega la tarea de los cantadores mucho más allá que la resignación de los que se ven en la angustiosa necesidad de oírlos.
 
Te llamó antes la atención lo mucho que aquí se canta de noche, y ahora caes en la cuenta de que las coplas que vas oyendo, cuando no pican de indecentes, pecan de bárbaras y chocarreras, y me preguntas en qué consiste esto. Yo no lo sé, amigo mío; pero es lo cierto que autores de mucha y muy merecida fama aseguran que el pueblo es un gran poeta. Y suelen decir en apoyo de su temerario aserto: «¿De dónde proceden, si no, esas tiernas baladas, esos cantares sentidos que andan en boca del pueblo, y aunque bajo unas formas sencillas y desaliñadas, encierran bellos y poéticos pensamientos?». Muchas ganas se me han pasado algunas veces de contestar a estos señores lo que, aquí donde nadie nos oye, te voy a decir en confianza. ¿De dónde proceden, preguntáis (les hubiera yo dicho), esos cantares tan bellos que se oyen (muy de tarde en tarde, por cierto) en boca de los sencillos trovadores de las calles y de los bosques? De vosotros, señores míos, de vosotros o de otros poetas como vosotros, que los han creado tan bellos en la forma como en el pensamiento; el pueblo los ha hallado después, los ha traducido a su lenguaje tosco y vicioso, les ha aplicado el aire que, en su sentir, mejor les cuadraba, y se los ha cantado en seguida. De modo que, en mi humilde opinión, lo único que deben esos ligeros fragmentos de bella poesía al pueblo que los manosea, es el favor de encontrarse mutilados y contrahechos a lo mejor de la vida, cuando nacieron perfectos.
 
Y no es posible otra cosa. Désele a ese «gran poeta» que, por ende, debe sentir las bellezas del arte en todas sus manifestaciones; désele, repito, un hermoso mármol del mismo Fidias, y suponiendo que le quiera recibir por descolorido y ordinario, se verá cómo no tarda en colgar un cascabel del cuello de la estatua, en ponerla una cofia en la cabeza y un ramillete de siempre-vivas en la mano, cuando no un refajo sobre las caderas, o en pintarle las mejillas de almazarrón y de verde las pantorrillas; y no por escarnio, no, señores, sino porque cree sencillamente que así está más maja. Millones de hechos como éste prueban con toda evidencia que el pueblo, es decir, la masa indocta, no solamente no es capaz de crear nada bello, pero ni aun de conservarlo... ni siquiera de distinguirlo. Y cuenta que éstas mis observaciones, que yo extendiera mucho más si la ocasión lo exigiese, son hijas de un detenido estudio de este pueblo, que no solamente es el que más canta de España y el que, proporcionalmente, más emigra a América y a Andalucía, y a multitud de puertos del mundo, y por tanto, el que más ve y oye y puede comparar, sino el que, como instruido, figura el primero en la estadística12; es decir, que en materia de cantares y de cantares pulidos, no debe tener en España otro pueblo que le eche la pata. Pues ya has oído cómo canta. ¡Figúrate cómo cantarán los demás! Y basta de música por ahora.
 
No me negarás que es de gran efecto la perspectiva que en este momento presenta el Muelle contemplado desde aquí en dirección a Molnedo: hasta la soledad que en él reina contribuye a hacer el cuadro más fantástico. Repara en esta especie de ovillo humano que yace sobre el santo suelo en el hueco de esa puerta cerrada: son chicuelos de la calaña de Cafetera, de aquel raquero de quien te hablé en las Escenas, que duermen, enroscados como anguilas en banasta y sirviéndose mutuamente de colchón, almohada y cobertura, mientras llegan del mar las lanchas a que pertenecen y que han de custodiar luego hasta el amanecer en esta dársena. Lo más sorprendente es que, lo mismo que ahora, se les halla durmiendo en este sitio y en igual forma en las noches crudas de enero; y raya en lo admirable el ver cómo al despertar se ponen a cantar, o se pegan de trompadas, tan contentos, holgados y retozones como si salieran de un lecho de plumas y damascos. Pero ahora se me ocurre que quizá no les fuera dado a estos infelices encontrar el sueño entre tanta comodidad y tanto abrigo. La Providencia suele disponer éstos y otros aún más raros contrasentidos en bien de los desgraciados.
 
Nos aproximamos al Suizo, y aunque cerráramos los ojos, nos lo dieran a conocer las bofetadas que nos sacuden en las narices los aromas de la baja-mar. Echemos, pues, por detrás del Muelle, y por de pronto, cedamos la acera a esta parranda de cítaras y guitarras. Los que componen la comparsa son marineros, probablemente valencianos, que matan así, y parándose en tal cual taberna, sus ahorros y el tiempo que les sobra en el puerto.
 
Estos dos viejísimos edificios que se alzan con dificultad a los extremos de este solar, son lo único que resta de la antiquísima calle de la Mar, rival, como ya te dije, de su contemporánea y hasta comprofesora, la calle Alta. Por tanto, los mareantes del Cabildo de Abajo han tenido que diseminarse por las inmediaciones de sus derrumbadas viviendas. En esta sucia y oscura calle en que ahora entramos se albergan muchos; y si es que no los hueles desde aquí, mira, como testimonios irrecusables, las redes y las sereñas secándose en los balcones, y las bullangueras tertulias en las aceras. A propósito de bulla, vamos a ver cuál es la causa de la que se oye en la calle inmediata. Tamboril, castañuelas, panderetas, cantares y baile alrededor de una hoguera. No siendo hoy día ni víspera de los Santos Mártires, patronos del Cabildo, ni fiesta ordinaria de precepto, necesariamente ha de ser esto una boda. Preguntémoslo. Efectivamente: aquel marinero de rostro cobrizo y de pelo crespo, y la moza que con él baila, son los novios, según me informan. ¿Ves con qué agilidad se zarandean todos? Pues estremécete: esta mañana se casaron los protagonistas en la parroquia, al amanecer; pasó el cortejo a casa de la novia, y se desayunó; se echó a la calle, y saltando y cantando al son del tamboril, recorrió toda la ciudad; comió y bebió largo y tendido, también en casa de la novia, y bailó después en la sala; tornó a lanzarse a la calle; andúvolas casi todas a la vez; echó las cuatro en una taberna; bailó en ella durante una hora; salió de allí brincando y gritando... y ahí le tienes aún, a las nueve y media de la noche, rematándola entre saltos y cabriolas, como si no los hubiera probado durante el día. Esta es la costumbre aquí en tales lances entre la gente del pueblo, y es bien seguro que estos novios no habrán faltado a ella. Repara cómo, al son de la fiesta, se piropean esta mujer desde la calle y aquel hombre desde la ventana.
 
¡Cristo, cómo se ponen! Y por las señas, es un matrimonio.
 
-Sube a recogerte, ¡bribonaza!
 
-No me da la gana, ¡borrachón! Aquí me tengo de estar, que lo que tú quieres es acabar conmigo.
 
-¡Sube acá, pícara, o bajo yo!
 
-¡Con la josticia he de hacerte yo abajar, arrastrao!
 
-Pos yo no te he de dejar a la santimperie... Toma la cama.
 
¡Cataplum!... Un jergón a la calle... Y ahora el catre.
 
-Pero, diga usted, buena mujer, ¿qué es lo que pasa ahí?
 
-¡Ay, señor!, ¿qué tiene que pasar? Ese venturao, que es de suyo un enfelizote y güeno como el pan; pero es dao a la mosolina, y en cuanto se prohibe, se le tristorna el cerebro y no se puede con él. A la probe mujer la pegao endenantes una soba que la doblao; y ahora, porque no asube, la echao la cama por la ventana. Pos el otro día, porque no quería la enfeliz sobir a cenar goliéndose una paliza, dijo él que la iba a abajar la cena; y tan aina lo dijo, despenzó a tirar por la ventana toos los cacharros de la cocina. Y mire usté, señor, ¡quién lo pensara cuando una los vio, como quien dice, ayer, como los vi el día que se casaron los esgraciaos, triscar y bailar, lo mesmo que éstos que está usté viendo ahora a la vera nuestra!
 
Ya lo oyes, lector; y por cierto que la noticia me ahorra a mí una observación que iba a hacerte, a propósito de los héroes de la fiesta que alumbra esa hoguera.
 
Estamos en la calle del Arcillero, la que lleva la palma a todas las de Santander en materia de parrandas, pendencias y toda clase de ruidos incómodos, especialmente en noches de verbena, carnaval o víspera de alguna fiesta popular: en estos casos ya sabe el señor Morfeo que no tiene que acudir a estas vecindades. En este instante reina en ellas alguna tranquilidad, lo cual consiste en que se han ido recogiendo en los casuchos que ves a la derecha, el enjambre de comadres, sardineras, raqueros y otros análogos personajes que pululaban poco ha en balcones, tabernas, aceras y portales. Algunos pasos más y nos hallaremos en el punto de donde partimos para hacer la exploración, que podemos dar por terminada en la calle de la Compañía.
 
Nadie en ella... nadie en la plaza... nadie en las calles inmediatas: algún transeúnte, a lo más, que se dirige aceleradamente a su casa. No te extrañe tanta quietud: en el reló del Principal han sonado ya las diez, y esta hora es una especie de escoba que recoge, como por encanto, de las calles de Santander, a todo bicho viviente, menos a los perros... y a los cantadores parrandistas, que ninguna noche se callan por completo hasta que el alba asoma; retíranse los polizontes de su retén del Principal (y aprovecho esta ocasión de presentártelos, ya que no has podido conocerlos ni en la cencerrada, ni en la cuesta del Cordelero, ni en otros varios sitios que hemos recorrido y en los que debiéramos haberlos hallado) y aparecen los serenos... a cantar también, la hora, que es el papel que les está reservado y retribuido en esta pajarera donde todo es música y gorjeos, ni más ni menos que si en ella fueran cosa inusitada el sueño y el reposo, o el llanto y los pesares.
 
Y a Dios te queda, lector... Más antes de separarnos y por si no volvemos a vernos, escucha la postrera observación, la última palabra, como si dijéramos:
 
Con lo que has visto y oído durante nuestro paseo, puedes formarte una idea de lo que es la fisonomía general de este pueblo a la luz de la luna: no quiero que me digas ahora si la encuentras parecida a la de otros de España que te son muy conocidos, o si la juzgas digna de estudio por su originalidad; pero seguro estoy de que con estos datos nocturnos, más los que ya posees, tomados por mí del natural, así de este modelo como de la provincia entera, a la luz del sol y hasta a la de los humildes tizones, tienes cuanto necesitas para poder saludar al pueblo de la Montaña en sus diversas zonas y jerarquías como a persona conocida; de lo cual me felicito, pues juzgándote leal, confío en que harás justicia a mis paisanos, concediendo sin rebozo que si en sus costumbres hay mucho que reprender entre algo que aplaudir, hay, en cambio, muy poco que castigar. ¡Dichosos los pueblos de quienes, en los tiempos que corremos, se pueda decir otro tanto!
 
 
 
 
 
 
Tipos y paisajes
José María de Pereda
Marco legal