Diferencia entre revisiones de «El buen paño en el arca se vende»

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== La romería del Carmen ==
 
 
- I -
 
 
Yo deploro ese espíritu inquieto y ambicioso que viene, años hace, apoderándose del hombre; yo abomino ese monstruo de pulmones de hierro que, devorando distancias y taladrando el corazón de las montañas, ha arrojado de nuestros pacíficos solares las tradiciones risueñas y el inocente bienestar de los patriarcas.
 
Me apresuro a advertir que esto no lo digo yo. Quien lo dice, y mucho más, a todas las horas del día, es mi respetable amigo el señor don Anacleto Remanso.
 
Necesito decir a ustedes quién es y de dónde viene este apreciable sujeto.
 
Don Anacleto era allá por el año 15 un mozo perfectamente reputado en el comercio de esta plaza. Tenía excelente letra y manejaba los libros con rara inteligencia. Merced a estas cualidades, su principal le aumentó el modestísimo sueldo que había estado ganando durante doce años, y cuando hubieron pasado seis más, le interesó en los negocios de la casa. Con este pie de fortuna, y gracias a no sé qué plaga que llovió sobre los trigos extranjeros tiempo andando, don Anacleto se encontró de la noche a la mañana con un capital neto de veinte mil duros. Entonces se plantó, contrajo matrimonio con una honesta doncella, su contemporánea; y libre de las penas y zozobras que torturan el alma de los que fían su bienestar en el acrecentamiento de la fortuna, comenzó a gustar las delicias de la paz del hogar, tras una sabrosísima luna de miel.
 
No hace a mi propósito seguir a este buen señor paso a paso en todos los de su vida hasta el año 48, época en que yo le conocí.
 
Era entonces don Anacleto un tanto obeso, calvo de occipucio, y sufría de vez en cuando dolores reumáticos, ya en las cuerdas, como él decía, del brazo derecho, ya en la paletilla. Su señora doña Escolástica, aún más gruesa que él, aseguraba que esa dolencia no acababa de curársele radicalmente porque no podía la buena señora conseguir que su marido conservara puesta durante el verano la almilla de bayeta que gastaba sobre la carne durante el invierno. A este remedio debía ella, según decía, la modificación que notaba últimamente en sus periódicos accesos histéricos. Pero esto no nos importa gran cosa, y vuelvo al asunto. Don Anacleto y doña Escolástica tenían una hija y un hijo. La primera gozaba en la vecindad fama, bien adquirida por cierto, de «guapa muchacha»; y aquí, en confianza, debo decir que no tenía otra cualidad que digna de notar fuese. El segundo, más joven y más feo que su hermana, se prometía un buen porvenir en la casa de comercio en que se hallaba colocado, seis años hacía, por amistad de su principal con don Anacleto.
 
Esta familia vivía en un piso segundo de la calle de Atarazanas, y tenía en la sala sillería de cerezo con asiento de tejido de cerda negra sobre mullido de pelote; alfombras catalanas junto al sofá y la consola; sobre ésta, dos floreros, cuyos ramilletes eran de obleas y hechos por «la chica»; un espejito sobre ellos, de vara en cuadro, con marco dorado; un estuche con incrustaciones de nácar, debajo del espejo; delante de los fanales de los floreros, dos candeleros de planta sobre redondeles de estambre azul y rojo, de la misma procedencia que los ramilletes de obleas; y por último, en las paredes, media docena de cuadros bordados en seda, representando uno de ellos un perro de lanas, trasquilado de medio atrás, con una cestita llena de flores colgada de la boca. Todos estos cuadros tenían en el fondo el siguiente letrero, bordado también en seda:
 
«Lo hizo en Santander, en la enseñanza de doña Sempronia Dobladillo, Joaquina Remanso y Resconorio. Año de 1845».
 
Tenía para su servicio (hablo siempre de la familia de don Anacleto) criada y aguadora, comía principio todos los días, y asistía al teatro tres veces al año: el día de los Inocentes, el de Año Nuevo y el de los Santos Reyes.
 
Don Anacleto se levantaba poco después de amanecer, se arreglaba, tomaba chocolate, cogía su caña de roten y se iba a oír la misa de nueve a San Francisco. Se daba una vuelta por las calles, leía El Eco del Comercio en el café Español, y se volvía a su casa para comer a la una en punto. Por la tarde salía a dar un largo paseo con sus amigos; a la vuelta, después de ponerse unas zapatillas de cintos en los pies y un gorro de terciopelo azul en la cabeza, tomaba chocolate y agua de naranja, y ya no salía a la calle hasta el día siguiente. En los de fiesta, si no llovía, después de oír la misa primera en San Francisco, se iba con un par de amigos a cazar pajaritos, disponiendo de tal suerte la campaña, que al dar las doce llegaban a la venta de Rocandial, donde les esperaba un puchero bien provisto, media azumbre de chacolí y una buena tajada de queso pasiego para dejar boca. Tomado este refrigerio, se echaban poco a poco camino de Santander, disparaban de vez en cuando sobre tal cual gorrión o calandria que se les metiese por el cañón de la escopeta, y llegaban a casa, en paz y en gracia de Dios, al anochecer. Si en los días festivos llovía, en lugar de irse a Rocandial tomaban dos horas de movimiento en los Mercados del Muelle o en los claustros de la Catedral.
 
De higos a brevas don Anacleto dejaba la sociedad de sus amigos para acompañar a su familia a comer una empanadita o unas tajadas frías de merluza, sobre las brañas de la Magdalena o detrás de un bardal de Pronillo.
 
Tal era ordinariamente el personaje que nos ocupa, tales sus aficiones y placeres, sin otro misterio, ni otro repliegue, ni otra solapa; tal era, digo, ordinariamente, porque este hombre, que bien pudiera tomarse por la personificación de la clase media de Santander en la época citada, tenía una semana cada año en que se transfiguraba física y moralmente hasta el extremo de que él mismo se desconocía.
 
Ocho días antes del domingo siguiente al 16 de julio, comenzaba a salir de casa a horas inusitadas; el sombrero, que siempre llevaba a plomo sobre su cabeza, se le retiraba poco a poco de la frente, y como si huyera de la ebullición que debajo de ella notase, se echaba hacia la coronilla. Sus ojos, siempre fruncidos y dormilones, se abrían desmesuradamente y brillaban como ascuas en la oscuridad; los ángulos de su boca se iban arrimando más y más a las orejas, y el arco de las cejas se elevaba, frente arriba, como si éstas quisieran alargar el pelo que les sobraba a la cabeza que no le tenía; daba, al andar, grandes golpes de regatón con el de su caña sobre las losas de la calle; se detenía delante de todas las tiendas donde se vendían cintajos, cascabeles, plumas de color o corbatas de fantasía; examinaba con afán estos artículos, compraba algunos y dejaba con pena los demás; miraba a las chicas guapas con ojos tiernos; detenía a todos los amigos que encontraba, y echándoles las manos sobre los hombros, les decía: «Supongo que no faltarás; cuento allá contigo»; a lo cual el interpelado, si no tenía un luto reciente o no le esperaba de un momento a otro, contestaba con el tono más solemne que podía: «Eso no se pregunta a ninguna persona de gusto: primero faltaría la ermita que yo». A los jóvenes, aunque solo los conociera de vista, los detenía también para encargarles que fuesen bien animados y que, a ser posible, llevaran su cachito de orquesta. Pero a los que no dejaba sosegar era a los marinos. «¿Cree usted que estamos seguros? ¿Traerá malicia este airecillo? ¿Lloverá el domingo?». A las cuales preguntas, los marinos, que deseaban tanto como el interpelante la llegada del día cuyo recuerdo traía a éste desconcertado, contestaban prometiéndole un sol africano. Nada le quemaba tanto como que, al preguntar si llovería el domingo, le contestaran: «El lunes se lo diré a usted». «Parece mentira -replicaba don Anacleto, bufando de indignación-, que en un asunto tan serio se permita usted semejantes bromas».
 
Cada nube que se formaba en el horizonte le costaba un disgusto, y la seguía en todas sus formas y colores sin perderla un minuto de vista, hasta que anochecía. Desde entonces hasta que se acostaba, salía al balcón doscientas veces para ver si corría el nublado del vendaval o del nordeste, y si tenía cerco la luna. Ya acostado, tenía el oído siempre atento a la voz del sereno. Si éste cantaba... «y nublado», se apenaba; pero si decía... «y lloviendo», echaba con furia su cabeza sobre la almohada y le faltaba muy poco para llorar; lo mismo que le sucedía si el reúma le amagaba o le dolían los callos.
 
Mientras don Anacleto corría estos temporales, que, como he dicho, te sacaban de quicio, su mujer, doña Escolástica tampoco vivía un momento de reposo. Encargaba pollos bien gordos a la lechera; solemnizaba contratos en la plaza del pescado y en los Mercados para que no le faltasen el sábado al mediodía seis libras de merluza y cuatro de ternera; encargaba en la mejor confitería una colineta de almendra, y rebuscaba las tiendas de comestibles hasta dar con un jamón de Liébana «que le llenara el ojo».
 
Entre tanto, la joven Joaquina revolvía el ropero y el colgador, y aviaba los trajes de hilo de su padre y de su hermano, y repasaba, fruncía y planchaba los vestidos de indiana y los pañuelos de seda que ella y su madre habían de ponerse en el anhelado día.
 
Y, para que todos los miembros de la familia tuvieran su faena correspondiente, el aprendiz de comerciante corría la ceca y la meca para hallar un carro del país que estuviera al amanecer del domingo a las órdenes de don Anacleto.
 
En medio de tantas y tales fatigas, llegaba la noche del sábado... ¡y entonces sí que tenía que ver la casa de don Anacleto!
 
Doña Escolástica, recogida la falda de su vestido sobre la atadura del delantal, descubiertos hasta el codo sus brazos, luciendo unas enaguas de muletón bajo las cuales asomaban un par de rollizas pantorrillas envueltas en unas medias caseras de mezclilla de algodón; abierta, a guisa de pantalla, delante de la cara, la mano izquierda, y con una cuchara de palo en la derecha, se hallaba en la cocina delante del fogón. Ora daba una voltereta a un par de pollos en la tartera en que se asaban; ora revolvía, dentro de una enorme cazuela, un trozo de carne mechada, porque se le antojaba que olía a chamusquina; ora sacaba de la sartén, cuyo mango sostenía la criada, una tajada de merluza rebozada y ponía en su lugar otra chorreando huevo batido; ora destapaba la cacerola en que se sazonaba la menestra; ora pateaba porque presumía que «se pegaba» el asado; ora gritaba a la muchacha para que añadiera el guisado que le estaba dando en las narices, y a la vez reía, canturriaba, bufaba, iba, venía y sudaba la gota gorda.
 
Cerca de la cocina, en el gabinete del comedor y a la luz de una vela de sebo, daba Joaquinita la última mano a los trajes de campo y colocaba sobre dos enormes sombreros de paja sendas cintas que había planchado poco antes, de color verde esmeralda.
 
Don Anacleto y su hijo andaban como autómatas, de la sala al comedor y del comedor a la cocina: se probaban los sombreros, pellizcaban la merluza y levantaban las coberteras, olían los guisotes y examinaban las piezas de sus respectivos trajes de campaña.
 
A las diez se cenaba mal y sin orden un poco de lo mucho que se guisaba en la cocina. Pero ni las ratas se retiraban a descansar mientras no estuviesen perfectamente colocados en sus respectivas cacerolas de latón y cazuelas de barro los diversos guisotes que había preparado con una pulcritud admirable la señora doña Escolástica.
 
Por supuesto que al acostarse la familia había la de Dios es Cristo sobre quién había de despertar a quién antes de amanecer, pues nadie tenía en sí mismo bastante confianza para comprometerse a desempeñar lucidamente un cargo tan delicado.
 
Pero este afán era excusado, porque ni entonces ni en tiempos anteriores hubo necesidad de despertadores en la noche que precede al día del Carmen, porque durante ella se encargaban de ahuyentar el sueño de la población las cuadrillas de romeros que recorrían las calles desde el sábado por la tarde.
 
Pues señor, que llegaba el anhelado día tras una noche de parranderas, de trompadas y de toda clase de expansiones populares. Y aquí vamos a seguir paso a paso a la familia de don Anacleto en una de las expediciones que hizo a la famosa romería; y por aquello de ab uno disce omnes, yo me ahorraré algunas digresiones y ustedes se fastidiarán menos asistiendo a la fiesta popular que les describo.
 
 
 
 
 
- II -
 
 
Aún no habían asomado por encima de San Martín los primeros rayos del sol, cuando paró a la puerta de don Anacleto un mal carro del país, arrastrado por dos bueyes remolones. Este carro llevaba, fijo en su armadura, el esqueleto de un toldo, y sobre las tablas de la pértiga, yerba desparramada. Antes que el carretero enrabase a la puerta, bajó al portal la criada de don Anacleto con un par de colchones arrollados sobre la cabeza y plegada al hombro una colcha de indiana con grandes ramos verdes, amarillos y encarnados. Extendió los primeros sobre la yerba de la pértiga y la segunda sobre los arcos del toldo, sujetándola bien a éstos con tiras de hiladillo azul. En seguida volvió a la habitación, y bajó de ella dos grandes cestas que colocó con mucho cuidado en la parte delantera del carro. De estas cestas, la una contenía guisados y frituras, y la otra, pan, cubiertos, vino, cacharros y una colineta.
 
Arreglados ya todos estos preliminares, bajó la familia. Iba delante don Anacleto con tuina, pantalón y chaleco de hilo crudo, zapato descotado, de castor amarillo con lazos encarnados, corbata clara, sin armadura, y sombrero de paja con anchas alas y cinta verde esmeralda.
 
El chico vestía un traje casi igual al de su padre, con la sola diferencia de que no llevaba chaleco y se había arrollado a la cintura una faja de seda púrpura, entre la cual y la camisa se perdía el extremo de una cadena de similor, que no sujetaba, como el mozalbete quería aparentar, el anillo de su reloj, sino el de la roñosa llave de su baúl.
 
Doña Escolástica y su hija llevaban vestidos de percal rayado, pañoletas de espumilla a la garganta y pañuelos de seda cruda con grandes lunares sobre la cabeza y anudados bajo la barbilla.
 
Entraron estas señoras y la criada en el carro, y se colocaron a la rabera don Anacleto y su hijo, que, para ir más en carácter, se sentaron de espaldas a los bueyes, dejando colgar las piernas fuera de la pértiga.
 
-Cuando quieras -dijo el marido de doña Escolástica al carretero.
 
Y éste, con un ¡arre! y dos castañeteos de lengua, puso en movimiento a las dos entumecidas bestias.
 
Sobábase las manos don Anacleto y se revolvía en su asiento a cada tumbo que daba el carro, como si tales bamboleos fueran lo más sabroso del viaje que empezaba.
 
-¡Esto es magnífico! -exclamaba el buen señor al recibir un golpe que a otra persona más imparcial le hubiera arrancado lágrimas de dolor.
 
Y tras esto, volvía a sobarse las manos y saludaba risueño a cuanta gente pasaba junto al carro con el mismo rumbo que él, y se despedía de los barrenderos y polizontes, a quienes compadecía porque quizá eran las únicas personas sanas de la población que no iban al Carmen aquel día.
 
Ya en el camino real, sacaba a cada instante la cabeza por encima del toldo y buscaba con la vista algo que no le gustaba encontrar.
 
-Ya sé lo que busca usted, señor don Cleto -le dijo en una de estas ocasiones el carretero acercándosele con la aguijada bajo el brazo, un papelillo pegado por un ángulo al labio inferior y picando entre los dedos de la mano izquierda, parte de dos cigarros de a cuarto con una navaja que empuñaba en su derecha-; pero también este año hay quien ha madrugado más que nosotros.
 
-Amigo -respondió don Anacleto-, yo no sé cómo se me componen las cosas, que ningún año logro ser el primero... Mira, mira, allá por la cuesta de San Justo... Uno, dos, cinco, siete. ¡Ave María Purísima!
 
Lo que don Anacleto contaba eran carros entoldados que precedían al suyo.
 
-Pero es lo más raro -añadió este buen señor-, que no hay nadie que se atreva a decir «yo llegué el primero»: aunque vaya a amanecer a la romería, se encuentra con dos docenas de carros que están ya cansados de descansar en ella. Pero todo tiene su compensación: si yo cogiera la delantera a los demás, no podría ir gozando, como voy ahora, en la contemplación del cuadro que presenta la carretera. ¡Vaya una animación! ¡Uf! ahí viene esa gavilla de locos galopando... ¡Agur, caballeros!... Sí, échales un galgo. Mira esos cuatro pobres marineros, descalzos y con los remos al hombro: irán a cumplir la promesa que harían a la Virgen del Carmen durante alguna borrasca. Me gusta esa fe. No tendrán tanta esos botarates que van delante de nosotros retozando con las mozas que los acompañan... Arrima un poco a la derecha, Antón, que viene un coche echando demonios sobre nosotros... ¡Tengo un miedo a estas máquinas diabólicas!... Se me figura que va dentro la familia de don Geroncio... La misma es. Beso a usted la mano... saludo a ustedes, señoras... ¡hasta luego!... Como si callaras. Sospecho que ni siquiera me han visto... ¡Pero si pasó el coche como un rayo!... ¡Magnífico está esto hoy, caramba! Lástima que no se pudiera ver de una sola ojeada, con la gente que va por la carretera, otro tanto que va por el atajo de las Presas y embarcada por la bahía... ¡Y que haya mentecatos que se atrevan a decir que a la romería del Carmen le quedan pocos años de vida!
 
-¿Quien dice eso, don Cleto?
 
-Hazte cuenta que nadie, hombre: cuatro peleles que se la echan de gente a la moderna.
 
-¿Pero al auto de qué creen eso?
 
-Dicen que después que se construya el ferrocarril de cuyo proyecto empieza a hablarse ahora, la ida y la vuelta de la romería serán un soplo, y por consiguiente ésta no tendrá chiste y acabaremos por ir abandonándola.
 
-¿Y usté cree, señor don Cleto, que ese ferril se hará?
 
-Como ahora llueven tocinos. Mas aunque, por un momento, conceda que el proyecto se realice, y lleguemos a ver un rosario de coches penetrar por las aguas de la bahía, pues por ella dicen que ha de ir el camino, ¿cómo es posible que ese infernal invento mate nunca entre nosotros al carro de bueyes para todo lo que sea comodidad?
 
-Y ello, don Cleto, ¿a manera de qué es ese demonches de laberiento? Dicen que es tou fierro po acá y fierro po allá, y que rueda po encima del carril como si el diablo le llevara.
 
-Como no soy competente en la materia, no puedo decirte lo que es el ferrocarril detalladamente; pero sí me atrevo a asegurar que no ha de tardar en convertirse esta invención en castigo providencial de la soberbia del hombre. Parecíanos molesto un viaje en carromato que tardaba quince días a Madrid desde Santander, y le sustituyeron en seguida las galeras aceleradas, que echaban semana y media en recorrer la misma distancia. íbamos en estos carruajes como en nuestra propia casa, pues en ellos dormía usted, comía, se mudaba la camisa, se quedaba en zapatillas, bajaba usted, se estiraba las piernas, se deleitaba en la contemplación de los paisajes que recorría; y llegó todo esto a parecernos poco, y se inventaron las diligencias que van en tres días a Madrid, poniendo en constante peligro de muerte la vida de los viajeros. Parecía mentira que se pudiera correr más en menos tiempo; que hubiera un vehículo más veloz que las diligencias, que sólo de verlas devorar distancias sobre la carretera me mareo yo, y el orgullo del hombre ha querido más y ha inventado el ferrocarril, que marcha con la velocidad del pensamiento.
 
-Pero ¿tanto corre, don Cleto?
 
-Hombre, lo que yo puedo decirte, por lo que me ha contado mi amigo don Jorge Pedregales, que ha visto un ferrocarril que hay en Barcelona, es que si, cuando va marchando un tren, dejas caer una manzana desde la ventanilla de un coche, antes que la manzana llegue al suelo ha corrido el tren media legua.
 
-¡María Santísima! Pero ¿tan alta está la ventana?
 
-No, señor; tanto es lo que corre el tren... ¡Toma! como que si sacas la cabeza por la ventanilla, te mareas y apenas alcanzas respiración.
 
-¡Buenos caballos llevarán los coches!
 
-¡Qué caballos, bolonio, si toda aquella batahola la mueve el vapor!...
 
-¡Ah, ya! conque el vapor...
 
-Pero no es la velocidad lo más espantoso: figúrate que, a lo mejor, se encuentra el tren con una montaña. Lo natural era que la faldeara poco a poco y con mucho tiento para no despeñarse: pues no, señor; como esta precaución exige tiempo, arremete con la montaña, y ¡plaf! la pasa de parte a parte en un decir Jesús...
 
-¡Santísima misericordia de Dios!
 
-Te dije que eso es atroz. Pues bien: yo tengo para mí que en el ferrocarril hay algo de amenaza a la omnipotencia de Dios, que el mejor día va a hacer una que sea sonada, ofendido de tanta temeridad.
 
-¿Y to esto es lo que nos van a traer a Santander?
 
-Eso de traer tendrá sus más y sus menos; pero de traerlo es la intención.
 
-¿Y tendrá buen aquel ese demonches de diablura en esta tierra? ¿Servirá pa algo?
 
-Te diré: para la materialidad de las mercancías, podrá ser útil el ferrocarril en este país; mas no para la población, que no se mete en un tren a tres tirones... ¡Bah!, ¡pues no faltaba más! Y esto tratándose de viajes de urgencia; porque en cuanto a expediciones de placer, a baños y otras por el estilo, desengáñate, Antón, siempre dirá el carro de bueyes: «aquí estoy yo para in sécula seculorum».
 
-¿Y cuánto tiempo cree usté que se tardará en hacer el ferril en Santander, caso que se haga?
 
-Pues hombre, por de pronto, para resolver si ha de ir por aquí o por allá, échate un par de años; después otro tanto para ventilar dimes y diretes, deslindes y otras dificultades de cajón... cuatro años hasta empezar las obras.
 
-¿Y para acabarla?
 
-¿Para acabarla?... No me atrevo a decírtelo; pero si encuentras quien te fíe medio millón de reales a pagar en esa fecha, tómale sin reparo...
 
-¡Y a Cachorru! ¡que te duermes, condenao!
 
-No los apresures, que a tiempo llegamos.
 
-Es que va calentando el sol, y además no me gusta que se me duerma el ganao. Ello es cierto que las probes bestias están toa la semana jalando en el Muelle.
 
-Pues tanto más para que no las hostigues... Mira, ponte a tu derecha, que va a pasar otro coche... y cuidado que no atropelles a alguna persona, porque está el camino real cuajadito de gente.
 
Y en ésta y otras pláticas llegaron nuestros conocidos a Peñacastillo, donde se hallaron con un preludio de romería en la famosa taberna de Gómez, y siguieron andando, andando hasta la Venta de Cacicedo. Allí se detuvieron un instante para confortar el estómago con un bocadillo y un trago de las provisiones que llevaban, y de otro tirón se plantaron en Revilla de Camargo, sitio de la romería, a las tres horas de haber salido de casa, tiempo que hubiera podido reducirse a la mitad si entonces hubiera estado hecha la rectificación de la carretera de Burgos por Muriedas, que se hizo años después.
 
 
 
 
 
- III -
 
 
No hablemos del aspecto que presentaba la romería en el acto de entrar en ella la familia de don Anacleto; ni de la misa que se dijo en la capilla de la Virgen; ni del sermón que se predicó desde un púlpito al aire libre; ni de los ofrecidos que llegaron al santuario descalzos unos, de rodillas otros y extenuados de fatiga y achicharrados por el sol todos; ni de que a las doce de la mañana se pusieron nuestros amigos a comer en el santo suelo, a la escasa sombra que proyectaba el carro; prescindamos, en obsequio a la brevedad, de todos estos pormenores, y examinemos el cuadro en que don Anacleto y sus adjuntos entraban como figuras de primer orden, a las cuatro de la tarde.
 
Imagínense ustedes todos los colores conocidos en la química, y todos los instrumentos músicos portátiles asequibles a toda clase de aficionados y ciegos de profesión, y todos los sonidos que pueden aturdir al humano oído, y todos los olores de figón que pueden aspirarse sin llorar... y llorando, y todos los brincos y contracciones de que es susceptible la musculatura del hombre, y todos los caracteres que caben en una chispa, y todas las chispas que caben en una agrupación de quince mil personas de ambos sexos y de todas edades y condiciones, de quince mil personas entregadas a una alegría carnavalesca; imagínense ustedes estas pequeñeces, más algunos centenares de escuálidas caballerías, de parejas de bueyes, de carros del país y coches de varias formas; imagínense, repito, todo esto, revuélvanlo a su antojo, bátanlo, agítenlo y sacúdanlo a placer; viertan en seguida «a la volea» el potaje que resulte sobre una pradera extensísima interrumpida a trechos por peñascos y bardales, y tendrán una ligera idea de la romería del Carmen en la época a que me refiero.
 
De las quince mil almas que, como he indicado, concurrían a ella, las tres cuartas partes procedían de Santander, que por esta razón aquel día tenía sus calles desiertas y silenciosas, y más se asemejaba a una fúnebre necrópolis, que a lo que era ordinariamente, una ciudad laboriosa, llena de movimiento y de vida.
 
La romería del Carmen era entonces el punto de mira de todos los hijos de esta capital: los que viajaban por placer o por negocios... hasta los marinos arreglaban sus expediciones de manera que éstas pudieran emprenderse después del Carmen o terminarse antes del Carmen: lo esencial era encontrarse en la capital en el famoso día.
 
Jamás he podido comprender este entusiasmo.
 
La Montaña tiene casi tantas romerías como festividades; el sitio más malo donde se celebra la más insignificante de las primeras, es mucho más pintoresco y más cómodo que el de la del Carmen de Revilla de Camargo, y, no obstante, ninguna se ha captado tanta popularidad ni tantas simpatías en toda la provincia...
 
Cuestión de gustos, y volvamos a don Anacleto, que es lo que más nos importa.
 
Este señor, después que acabó de comer y de beber, y cuando se encontró un tantico avispado, ya por los vapores del añejo, ya por la impresión que le causaba la efervescencia de la romería, dejando al cuidado de su chico, que ya estaba rendido de correr por la pradera, las mujeres, y prometiendo a éstas volver a la media hora, marchó en busca de su amigo íntimo y su contemporáneo, y casi su retrato físico y moral, don Timoteo Morcajo, a quien había guipado a lo lejos momentos antes.
 
Pues, señor, reuniéronse los dos veteranos camaradas, cogiéronse del brazo, aflojáronse el leve nudo de la corbata, echáronse el sombrero hacia atrás, miráronse con una sonrisita muy expresiva, y dijo don Anacleto a don Timoteo:
 
-Amigo, estoy atroz: esta tarde la voy a armar.
 
-Anacleto, no seas temerario, y considera que tienes a Escolástica a dos pasos de ti.
 
-Timoteo, en un día como hoy a cualquiera se le permite un resbaloncillo... Y no te me hagas el santo, que ya te he visto yo en otras más gordas.
 
-Concedido; pero... en fin, chico, cuenta conmigo para cuanto se te ocurra.
 
-Pues vamos a aquel rincón, que allí creo que se trabaja por lo fino.
 
Y en esto, se dirigieron los dos amigos apresuradamente a un corro donde se bailaba a lo largo al son de dos guitarras y una flauta.
 
-Aquí va a ser, Timoteo... y con esa resaladísima morena que baila enfrente de nosotros con un macarenito que me carga -exclamó don Anacleto, piafando de inquietud.
 
-Mira lo que haces, Anacleto, que hay en el baile gente conocida...
 
-Nada, Timoteo, no te canses... yo la hago... y va a ser ahora mismo; verás qué luego echo fuera a ese mocoso...
 
Y al decir esto don Anacleto, se quitó la tuina, se la echó sobre la espalda amarrando las mangas al pescuezo, dejó caer hacia la oreja derecha el sombrero, en cuya copa se levantaba erguida una rama de laurel, aprovechó la ocasión en que la moza morena daba una vuelta, metióse por debajo de los enarcados brazos del mozo que la acompañaba, y diciéndole «perdone, hermano», comenzó a jalearse de lo lindo aguantando resignado dos cales que le pegó el desalojado mancebo.
 
Al ver esto don Timoteo, sintió que la boca se le hacía agua; largóle al mismo tiempo su amigo un «¡anímate, muchacho!», y ya no pudo contenerse.
 
«Echó fuera» al bailador inmediato a don Anacleto, y se lanzó, como éste, en medio del furor del jaleo.
 
Y no se rían ustedes de la calaverada de estos dos rancios camaradas; que a dos varas de ellos bailaban otros de su misma edad y de su propio carácter, y más allá dos señoritas de lo más encopetado de Santander, y lo mismo sucedía en cada corro de baile de los infinitos de la romería. Entonces era esto una costumbre y como tal se respetaba.
 
No me parece necesario seguir a don Anacleto y a su amigo en cada lance de los que tuvo el baile a que tan furiosamente se lanzaron. Dejémoslos entregarse con toda libertad a esa calaveradilla, ya que para cometerla han logrado burlar la vigilancia de sus respectivas familias.
 
Cuando los dos amigos se encontraron satisfechos de la danza, y, más que satisfechos, rendidos, compusieron el traje lo mejor que les fue posible, se dieron aire con los sombreros para refrescarse la cara que les relucía de puro encendida, y se separaron. No sé lo que hizo después don Timoteo; pero me consta que don Anacleto fue a reunirse con su familia y la acompañó a dar la quincuagésima vuelta por la pradera, y compraron escapularios y fruta, y la comieron sin gana, y bostezaron de hartura, de dolor de cabeza y de cansancio (que tal es, en sustancia, lo que se saca de las romerías), y volvieron a presenciar las escenas de todo el día y que yo no debo detallar aquí. Porque que se peguen de linternazos cuatro borrachos acá; que dos docenas de señoritos, porque tienen gorro de terciopelo con borla de oro en la cabeza y manchas de vino tinto en la camisa, pantalón sin tirantes y levita al hombro, se crean más allá unos calaveras irresistibles; que un señor cura de aldea más o menos gordo marche más o menos recto; que aquí se vendan cerezas y allí manzanas, y cazuelas de bacalao en este figón; que bailen mazourkas en un lado las costuderas y en otro coman callos las señoritas, cosas son a la verdad que con citarlas simplemente se les hace todo el favor que merecen.
 
Bastante más digno de consideración es el episodio que hizo desternillarse de risa a don Anacleto y a su familia cuando se retiraban en busca del carro para volverse a casa; episodio que voy a referir yo con todos sus pormenores, no porque espere que a ustedes le haga la misma gracia que a aquellos señores, sino porque omitirle sería lo mismo que robar al Carmen de entonces una de las galas con que más se honraba la célebre romería.
 
Entre un corrillo de aldeanos se hallaba subido encima de una mesa un hombre alto, delgado, rubio, con las puntas de su largo bigote caídas a la chinesca. Este hombre estaba en pelo, en mangas de camisa, sin chaleco ni corbata, y vestía de medio abajo un ligero pantalón de lienzo, mal sujeto a la cintura.
 
-Ea, muchachos -decía gesticulando como un energúmeno-; llegó la ocasión en que se van a ver aquí cosas tremendas. Yo, por la gracia de aquél que resuella debajo de siete estados de tierra y de donde vienen por línea recta todas las poligamias de la preposición y los círculos viciosos del raquis y el peroné, Micifuz, Juan Callejo y la Sandalia; yo, digo, pudiera dejaros ahora mismo en cueros vivos si me diera la gana, sólo con echar un rezo que yo sé; pero no tembléis, que no lo haré porque no se resienta la moral y todo el aquel de la jerigonza pirotécnica del espolique encefálico: me contentaré por hoy, gandules y marimachos, con algunos excesos híspidos que os dejarán estúpidos y contrahechos de pura satisfacción y congruencia.
 
A la cual parrafada se quedó el auditorio como aquel que ve visiones, no tanto por lo que le marearon los conceptos, cuanto por la boca que los escupía; porque aquel hombre era el pasmo de los aldeanos montañeses, tan conocido en las romerías como sus santuarios mismos. Concurría a todas, y no se presentaba en dos de ellas del mismo modo y como la demás gente. Aparecía por el camino más desusado, ya cabalgando al revés sobre una burra, ya a lomos de un novillo; ora vestido de muerte en cueros, ora con tres brazos o dos cabezas.
 
Se le conocía igualmente en Santander, de donde era y donde se le veía de continuo tan pronto vestido con elegancia y paseando con los más elegantes, como bailando en Cajo al uso de la tierra con las aldeanas de Peñacastillo. Era hasta pueril en su tenacidad para chasquear a los sencillos campesinos que llegaban a la capital; y tan benéfico al mismo tiempo, que muchas veces terminaba una broma dando de comer al embromado, o vistiéndole, o socorriéndole con dinero si lo necesitaba. Conservó su carácter alegre aprueba de adversidades hasta el último instante de su vida, que se extinguió muy poco tiempo ha.
 
Este hombre, en fin, cuya memoria me complazco en evocar aquí, porque cuento que con ello no la ofendo, pues si no no la evocara, era Almiñaque.
 
Pasmados, repito, escucharon los aldeanos el discurso que éste les espetó como introducción a las maravillas que se proponía hacer.
 
-Aquí tenemos tres perojos -continuó Almiñaque sacándolos del bolsillo del pantalón-, y voy a hacérselos comer por el cogote al primero que se presente.
 
En esto se le acercó un peine, que así era parte del inocente público, como chino. Almiñaque le aceptó como si le viera entonces por primera vez, le hizo subir a su lado, enseñó al público uno de los tres perojos, púsole sobre el cogote del recién llegado, hizo luego como que le apretaba con la mano, y retirándola en seguida dijo a aquél:
 
-Abre la boca.
 
Y el hombre la abrió, dejando ver en ella un perojo que se apresuró a comer.
 
La concurrencia prorrumpió en una tempestad de admiraciones.
 
-Pero ¿cómo mil diaños será esto? -decía una pobre mujer aldeana a un su convecino.
 
-Pues esto -replicó dándose importancia el aldeano-, tien too el aquel en los mengues que lleva Almiñaque en un anfilitero.
 
-¿Y qué son los mengues?
 
-Pus aticuenta que a manera de ujanos: unos ujanos que se cogen debajo de los jalechos en lo alto de un monte, a mea-noche, cuando haiga güena luna. Y paece ser que a estos ujanos hay que darles dos libras de carne toos los días, sopena de que coman al que los tiene, porque resulta que estos ujanos son los enemigos malos.
 
-¡Jesús y el Señor nos valgan!
 
-Con estos mengues se puen hacer los imposibles que se quieran, menos delante del que tenga rézpede de culiebra; porque paece ser que con éste no tienen ellos poder.
 
-De modo y manera es -dijo pasmada la aldeana-, que si ese hombre quiere ahora mismo mil onzas, enseguida se le van al bolsillo.
 
-Te diré: lo que icen que pasa es que con los mengues se beldan los ojos a los demás y se les hace ver lo que no hay. Y contaréte al auto de esto lo que le pasó en Vitoria a Roque el mi hijo que, como sabes, venu la semana pasá de servir al rey. Iba un día a la comedia onde estaba un comediante hiciendo de estas demoniuras, y va y dícele un compañero: «Roque, si vas a la comedia y quieres ver la cosa en toa regla, échate esto en la faldriquera». Y va y le da un papelucu. Va Roque y le abre, y va y encuentra engüelto en el papel un rézpede de culiebra. Pos, amiga de Dios, que le quiero, que no le quiero, guarda el papelucu y vase a la comedia, que diz que estaba cuajá de señorío prencipal. Y évate que sale un gallo andando, andando por la comedia, y da en decir a la gente que el gallo llevaba una viga en la boca. «¡Cómo que viga!» diz el mi hijo, muy arrecio; «si lo que lleva el gallo en el pico es una paja». Amiga, óyelo el comediante, manda a buscar al mi hijo, y le ice estas palabras- «Melitar, usté tien rézpede, y yo le doy a usté too el dinero que quiera porque se marche de aquí». Y, amiga de Dios, dempués de muchas güeltas y pedriques, se ajustaron en dos reales y medio y se golvió el mi muchacho al cuartel. Con que ¿te paez que la cosa tien que ver?
 
Mientras éstos y otros comentarios se hacían entre los sencillos espectadores, Almiñaque siguió obrando prodigios como los del perojo. De todos ellos sólo citaré el último. Tomó entre sus manos una manzana muy gorda, levantóla en alto y dijo:
 
-¿Veis este conejo?
 
-Hombre, así de pronto paez una manzana -murmuraban en el corro-; pero, mirándola bien, no deja de darse un aire...
 
-¿Veis este conejo, gaznápiros?
 
-¡Sí! -contestaron todos a coro, con la mayor fe, pues la influencia que en sus ánimos ejercía Almiñaque era capaz de obligarles a confesar, si éste se empeñaba, que andaban en cuatro pies.
 
Pues bueno... pero veo que algunos dudan todavía. ¡Eh, paisano! -añadió Almiñaque dirigiéndose a un sujeto que pasaba cerca del corro, como por casualidad- ¿Qué es esto que yo tengo en la mano?
 
-Un conejo de Indias -respondió el interpelado, siguiendo muy serio su camino.
 
-Ya lo habéis oído. Pues bueno: este conejo se va a convertir en un becerro de dos años y medio, que voy a regalar al que me ayude en la suerte.
 
En seguida salieron al frente varias personas. Escogió Almiñaque entre ellas a un mocetón como un trinquete, y le dijo:
 
-Túmbate en el suelo, boca abajo.
 
El mozo obedeció.
 
-Más pegado al suelo, más: mete bien los morros en la yerba: así. Ahora berra todo lo que puedas hasta que el becerro te conteste... ¡Vamos, hombre!... ¡Ajajá!... Otra vez... ¡Más fuerte!... Bueno. Ustedes, todos, miren hacia el Oriente, que está allí, y levanten los brazos al cielo, porque el becerro va a venir por Occidente. Muy bien: así vamos a estar dos minutos; yo avisaré.
 
Y cuando Almiñaque tuvo el cuadro a su gusto, y cuando estaba berrando a más y mejor y sorbiendo polvo el mocetón, escapóse de puntillas y se escondió entre la gente de otro corro inmediato para reír la broma con sus camaradas.
 
 
 
 
 
- IV -
 
 
Y ahora sí que nos es de todo punto indispensable salir de la romería, porque don Anacleto, riéndose aún de la broma de Almiñaque, ha mandado al carretero que unza los bueyes y ha colocado alrededor del toldo, por la parte exterior, unas cuantas ramas de cajiga, señales infalibles de que se dispone a marchar.
 
Otros muchos carros, igualmente adornados, han tomado al suyo la delantera y caminan, entre multitud de personas a pie, hacia Santander.
 
Una hora después de haber entrado nuestro amigo en la carretera, anocheció, razón por la cual me es imposible referir a ustedes los detalles del viaje ni hallar cronista que se los refiera, pues la vuelta de la romería del Carmen, perdida siempre entre las tinieblas de la noche y bajo las aún más oscuras bóvedas de los toldos, ni el diablo es capaz de describirla en todos sus detalles.
 
Tengo para mí que sólo Dios sabe a punto fijo lo que hay sobre el particular.
 
Por el ruido que se oía cuando volvió don Anacleto, sospecho yo que debía reinar grande animación entre los romeros; y sé, porque esto se veía a la luz de las tabernas, que se detuvo el carro en Cacicedo, en Peñacastillo y en Cajo, puntos en los cuales había otras tantas romerías; y sé, por último, que al llegar a Santander se apeó la familia de nuestro amigo, y que, dando éste un brazo a su mujer y otro a su hija y ordenando al chico que anduviera delante con un ramo enarbolado, entraron todos por la Alameda de Becedo tarareando un pasodoble al que hacían coro un centenar de chiquillos y cigarreras, atropellando a la gente que había concurrido al paseo con el solo objeto de ver a la que volvía del Carmen.
 
 
 
 
 
- V -
 
 
Por espacio de diez años continuó aún don Anacleto concurriendo a esta romería con el mismo entusiasmo que en la ocasión en que se le he presentado al lector. Pero al cabo de ese tiempo se inauguró el trozo de ferrocarril de Santander a los Corrales... y ¡adiós tradiciones!
 
Contra la opinión de mi respetable amigo, la gente dejó el carro de bueyes y aceptó los trenes de placer; la pradera del Carmen se llenó de romeros trashumantes, digámoslo así, y se armaron en Boo, punto en que se deja y se toma el tren para ir a la romería y volver de ella, esas tumultuosas reuniones de gente de todos pelajes, tan fecundas en borracheras y cachetinas.
 
El número de concurrentes a la célebre fiesta, lejos de ser hoy menor que en la época en que la honraba don Anacleto con su presencia, es mucho mayor; pero típicamente vale mucho menos. El pito de la locomotora ha espantado de allí el entusiasmo característico de los antiguos romeros. Se baila, se come, se bebe mucho todavía; pero en insípido desorden y casi a la fuerza. El antiguo camino por Cacicedo feneció con el nuevo de Muriedas, y éste, a su vez, y el de las Presas y hasta la bahía, se encuentran punto menos que desiertos el día del Carmen desde que la gente optó por el ferrocarril. Convengamos en que ha habido un poco de ingratitud hacia los viejos usos, de parte del pueblo de Santander, aquí donde no nos oye don Anacleto.
 
El cual, desde que observó la gran traición, como él llama a este cambio de costumbre, juró dos cosas que va cumpliendo estrictamente: no volver más a la romería, y un odio a muerte al ferrocarril.
 
Muchos de sus amigos y contemporáneos, uno de ellos don Timoteo, han sufrido con más resignación el contratiempo. Verdad es que odian tanto como don Anacleto el ferrocarril; pero forjándose la ilusión de que no existe, van todavía en carro al Carmen a hacer que se divierten, y a tomar baños a las Caldas, y eso que pasa el tren por la puerta del establecimiento.
 
-Yo no estoy por esos términos medios -dice furioso don Anacleto al verlos marchar todos los años-, y bien sabe Dios la falta que me hace los baños termales para el reúma. Pero o todo o nada. Quiero el carro íntegro, como el de mis abuelos; quiero las Caldas sin estación y el Carmen por Cacicedo. Mientras esto no exista, no me habléis de moverme de casa, en la cual espero, mirando cara a cara a ese tráfago diabólico de trenes y telégrafos, a que la sociedad vuelva a enquiciarse. Y si yo no lo veo, me consolará al morir la esperanza de que lo vean mis nietos, pues casi tan viejo como el orgullo del hombre es el infalible proverbio español que dice que «al cabo de los años mil, vuelven las aguas por donde solían ir».
 
 
 
 
 
 
 
Las brujas
 
 
- I -
 
 
Con decir que el paisaje que el teatro representa en este cuadro es montañés, está dicho que es bello, en el sentido más poético de la palabra. De los detalles de él, sólo nos importa conocer un grupo o barriada de ocho o diez casas cortadas por otros tantos patrones diferentes; pero todos del carácter peculiar a la arquitectura rural del país. Tampoco nos importa conocer toda la barriada. Para la necesaria orientación del lector, basta que éste se fije en dos casas de ella: una con portalada, solana de madera y ancho portal, y otra enfrente, separada de la primera por un campillo o plazoleta rústica, tapizada de hierba fina, malvas, juncias y poleos. Esta casa, que apenas merece los honores de choza, sólo descubre el lado o fachada principal correspondiente a la plazuela; los otros tres quedan dentro de un huertecillo protegido por un alto seto de espinos, zarzas y saúco. Los tesoros que guarda este cercado son una parra achacosa, verde, de un solo miembro; dos manzanos tísicos y algunos posarmos, o berza arbórea, diseminados por el huerto, que apenas mide medio carro de tierra.
 
En el momento en que le contemplamos, la parra tiene media docena de racimos negros; los manzanos están en cueros vivos, y los posarmos en todo su vigor; la puerta de la casuca permanece herméticamente cerrada, y, agrupados junto a la parte más transparente del seto, hay hasta cinco chicuelos mirando al interior del huerto, todos descalzos y en pelo, con un tirante solo los más, y los calzones íntegros los menos.
 
El más alto es mellado; el más bajo es rubio, como el pelo de una panoja; otro es gordinflón, con unos ojazos como los del buey más grande de su padre; el cuarto tiene un enorme lunar blanco en medio del cogote, y el quinto las cejas corridas y un ojo extraviado.
 
-¡Madre del devino Dios! -exclama el rojillo-. ¡Qué grande es aquel que cuelga cancia el suelo!
 
-No, pus el otro que está a la banda de acá -objeta el del lunar-, puei que pese tres cuarterones.
 
A todo esto el gordinflón, que está en la última fila, se pone de puntillas y, relamiéndose los hocicos, dice con fruición:
 
-Y bien maduros que deben de estar... ¡Me valga, cómo negrean las uvas! ¡Paicerán las puras mieles!...
 
-Puei que saban a pez -observa el rojillo.
 
-Sí, a pez...; ¡como no saban a pez!... -replica el grandullón.
 
-Pus ello -dice el del lunar-, yo no las comía.
 
-Tocante a eso, puei que yo tampoco -añade el rojillo-; pero puei que sí por otro lao, que a Andrés el de la Junquera bien le sabieron el otro día, que saltó el huerto y apandó un rucimo.
 
-Pero, ¡contra! -observa el mellado-, ello tamién semos bien güeis; ¿por qué mos han de saber a pez esos rucimos?
 
-Porque es bruja el ama -responde el gordinflón con cierta solemnidad.
 
-Y como que es bruja -añade el rojillo-, tiene los mengues y tuviendo los mengues, tóo lo que es suyo sabe a azufre, y supiendo a azufre, tóos los cristianos que lo comen revientan de contao.
 
-Y también parece ser que los que son miraos con enquina por las brujas -dice el del lunar.
 
-De eso se murió el otro día la hija del tío Juan Bardales -replica el rojillo-. Y jué y la encontró allá abajo la bruja, adjunto casa del señor cura, y jué y no dio a la bruja güenos días, y jué la bruja y la miró así, así, así..., no, más arrevesao entovía...: así, así, así; y jué y entráronle unas tercianas a la otra; conque, hijos de Dios, antayer la dieron tierra.
 
-Y tamién le entró solengua al güey de la viuda, porque la bruja le tocó con el palo...
 
-Y dice que la otra noche apaició amontá encima del campanario, dimpués de haberse chupao el aceite de la lámpara del altar mayor, y al dir el campanero a tocar al alba viola allí agarrá al mango de la escoba; y quisiendo espantarla, hizo la señal de la cruz, dijiendo al mesmo tiempo «¡Jesús!», y la bruja se comirtió en un cárabo y tresponió los aires y se jué al monte. Dicen que enestonces golvía de Cerneula de bailar con el enemigo malo.
 
-¿De modo y manera que en hiciendo la señal de la cruz se va?
 
-O tuviendo ajos y acebache al piscuezo, como tengo yo -dice el rojillo-, y por eso no se ha metío conmigo como con mi madre, que toas las mañanas se levanta con el cuerpo amoratao, de pura dentellá que le ha dao la bruja por la noche.
 
-Pus a tu hermana -repone el gordinflón dirigiéndose al rojillo- no le han valío los acebaches, que bien la ha chumpao la bruja.
 
-Eso fue endenantes, cuando no sabíamos la melecina; pero desde enestonces acá no ha dío a más la ruinera.
 
-Y si no le ven a uno las brujas -pegunta el bizco, hasta ahora silencioso, aunque atento observador de todo lo que hacen y dicen sus camaradas-, ¿no pueden hacerle mal?
 
-Creo que no -responde el rubio.
 
-Pus enestonces, ahora que no está ella en casa, bien podíamos saltarle el huerto.
 
-Eso digo yo tamién.
 
-Pus sáltale tú, que en tóo caso tienes amenículo1 -propone el grandullón.
 
-Cóntrales!...; no me atrivo con tóo y con eso.
 
-¡Devino Dios! -exclama al mismo tiempo el gordinflón metiendo los ojazos por el bardal-, si paece que los rucimos le están dijiendo a uno que los arranque.
 
-Anda, hombre, entra por un ver...
 
-Cóntrales, no matentéis la cubicia... -dice el rubio, a quien le bailan ya las piernas.
 
-¡Cudiao que aquel de allá lantrón es manífico!...
 
-¿Saberá ese a pez, tú?
 
-Tocante a eso -observa el rubio, con un pie ya en el seto-, podíamos cogerle, y dimpués pipiabas una uva, ¿eh?; y dimpués escopías, dijiendo «Jesús»; y dimpués pipiabas otra uva, ¿eh?, y escopías y decías «Jesús», y escopías; y si no sabían a pez las pipiabas toas dijiendo «Jesús». ¿No verdá?
 
Como se ve, el rubio necesitaba muy poco para decidirse a entrar en el huerto; y como lo conocían también perfectamente su camaradas, no les fue difícil arrancarle sus últimos escrúpulos.
 
-Pero ¡contra! -observó todavía el travieso rapaz mirando con gran avidez a la portalada de enfrente y rascándose la cabeza a dos manos-; si me guipa mi madre, va a ser pior que si me cogiera la bruja mesma.
 
También este recelo supieron desvanecerle sus amigos, prometiéndole una vigilancia escrupulosa. En seguida le ayudaron a elevarse sobre el seto, y desde aquella altura, no sin santiguarse antes y besar el amuleto de ajos y azabache que llevaba al cuello, se dejó caer en el huerto.
 
-No me aceleréis ahora, ¿eh? -dijo desde adentro.
 
-No tengas cuidao.
 
-¿Viene anguno?
 
-No vien delguno. No ta-celeres por eso.
 
Pasaron escasos cinco minutos de anhelosa emoción para los de afuera, y al cabo de este tiempo apareció en el aire, y sobre el seto, un racimo como un lebrato, que fue a caer a los pies de los cuatro muchachos.
 
-No pipiar, ¿eh? -dijo el de adentro.
 
-No pipiamos, no -respondieron los de afuera, recogiendo uno el racimo y los otros las uvas dispersas.
 
Tomábanlas entre los dedos, como si quemaran, y entre escupitinas y conjuros las llevaban a los labios, probando apenas su provocativo licor.
 
-Pus no me saben a pez -se aventuró a decir uno, muy por lo bajo.
 
-Tampoco a mí -añadió otro.
 
-No vos engoloséis mucho tovía, pusiacaso -advirtió el gordinflón, que no se atrevía a chupar una mala uva.
 
Otro racimo cayó del huerto.
 
-No pipiar, ¿eh? -volvió a decir el de adentro.
 
-¡Que no pipiamos, contra!... ¡Me valga, qué hombre más confiao!...
 
Y mientras el rojillo andaba bregando en la parra con el tercer racimo y sus camaradas probando y escupiendo las uvas de los otros dos, se abrió la puerta de la casuca y apareció en el hueco una viejecita encorvada sobre un palo, con una alcuza en la mano, cubierto el tronco con una raída saya de estameña parda, y dejando asomar por la abertura superior una carilla macilenta, compuesta de una nariz y una barbilla que se juntaban sobre la boca, no permitiendo ver de ésta más que las dos extremidades, de dos agujeros en que apenas oscilaba un rayo de luz mortecina, y de una tercia escasa de arrugado pergamino para revestirlo.
 
La vieja volvió a trancar con una llave roñosa la insegura puerta que acababa de abrir para salir por ella, y, renqueando, se dirigió a la parte de la plazoleta en que estaban los chicuelos, para buscar la calleja con que lindaba por aquel extremo.
 
Verla los chicos, hacer la señal de la cruz, dejar los racimos en el suelo y desaparecer como una bandada de palomas a la vista del milano, fue todo uno.
 
Al mismo tiempo aparecía sobre el seto el rojillo con el tercer racimo entre las manos. No sé si la vieja le vio; pero tan clara vio él a la vieja y tal horror se apoderó de su ánimo, que, vacilando entre la idea de volverse al huerto o de saltar a la otra parte, enredáronsele los pies entre las zarzas, perdió el equilibrio y cayó junto a los dos racimos abandonados y a los pies de la anciana, hiriéndose las narices contra un morrillo.
 
Detúvose sobrecogida la mujer al verle en tal estado, y tratando de incorporarle.
 
-Hijo mío -le dijo con cariño-, te pudiste haber matado... Y todo ¿por qué? -añadió reparando en los racimos-: por coger de prisa y corriendo unas uvas que yo te hubiera dado por la puerta si me las hubieras pedido.
 
-¡Jesús! ¡Jesús! ¡Jesús! -gritó tres veces el rojillo al reparar a un tiempo en la presencia de la vieja y en la sangre que le brotaba de las narices.
 
-Vaya, ángel de Dios, que esto no vale nada -añadía la pobre mujer con el fin de tranquilizarle y después de convencerse de que la sangre procedía de un ligero rasguño.
 
-¡Madre, madre mía! ¡Jesús de mis entrañas! -gritaba el chico con el mayor desconsuelo.
 
-¡Pero inocente, si no es nada lo que tienes!
 
-¡Si no es por eso...; es que..., es que tengo miedo!...
 
Y el infeliz daba diente con diente.
 
-Es verdad... ya no me acordaba -murmuró con pena la anciana.
 
Y requiriendo el báculo y la alcuza, continuó su camino a lentos, cortos e inseguros pasos, como los de la humana vida bajo el peso de los años y a media vara del sepulcro.
 
Iba a doblar el ángulo de la plazoleta para entrar en la calleja, cuando salió de la portalada una mujer desgreñada y mal ceñida de refajo, que acudía a los gritos del descalabrado muchacho. Vio la sangre que bañaba el rostro, reparó en la vieja y sin más averiguaciones, rugiendo como una pantera, cogió un morrillo tan grande como su cabeza y se le arrojó a la pobre mujer que, aunque le recibió de rebote y en la espalda, hubiera caído de pechos sobre las piedras a no recogerla en sus brazos el señor cura, que providencialmente iba a cruzarse con ella, siguiendo su diario y acostumbrado paseo.
 
El discreto sacerdote abarcó con una sola mirada todo el cuadro, y casi con lágrimas en los ojos dijo con voz conmovida, pero solemne, a la mujer que había arrojado la piedra, y sin dejar de sostener a la anciana:
 
-¡Teresa, eso no lo manda Dios!
 
Mucho contuvo a Teresa la presencia del señor cura, sin la cual Dios sabe lo que hubiera hecho; pero no tanto que la impidiera responder con ira:
 
-Lo que no manda Dios es que ande suelto el demonio por la tierra acabando con las familias honradas.
 
Y levantando del suelo al muchacho:
 
-Ven acá, hijo mío -le dijo con voz cariñosa.
 
Pero no había llegado con él a la portalada, cuando, cambiando de tono y dándole media docena en cada nalga, comenzó a gritar:
 
-¡Si tú has de morir como las cabras, lambión! ¿A qué te metes en hacienda de naide? ¿A qué juistes a tentar la paciencia de ese mal enemigo de mujer? ¿No sabías lo que te esperaba de ella?
 
Estas últimas palabras se perdieron dentro de la portalada, que cerró Teresa con estrépito.
 
Entretanto la pobre vieja perdía el conocimiento en brazos del señor cura, que la prodigaba las mayores atenciones; pero tan pronto como volvió en sí, se empeñó en continuar su camino, sin exhalar una queja siquiera contra el proceder de su vecina.
 
El señor cura, después de verla caminar algún trecho, se dirigió presuroso a la portalada y entró en el corral de Teresa.
 
Hallábase ésta ya en el ancho soportal de su casa lavando la cara al rojillo, y junto a los dos, una joven, como de veinte años, pálida como la cera, envuelta en un refajo de bayeta amarilla y acurrucada en el suelo. Sus ojos, yertos y desanimados, parecían no fijarse en lo que delante tenía.
 
-¡Maldita sea ella por siempre jamás amén, que se empeñó en acabar con mi casa y ya lo va consiguiendo! -gritaba Teresa mientras restañaba la sangre de su hijo.
 
Y a cada exclamación de éstas se santiguaba el chicuelo, y la joven pálida bajaba la vista y escarbaba el suelo con un dedo trémulo y tan descolorido como la tierra que tocaba.
 
Así continuó la escena un corto rato, y ya parecía calmarse la furia de Teresa, cuando al ver que, por haberse arañado la herida, volvía a sangrar su hijo, gritó más iracunda que nunca, precisamente en el instante en que entraba el cura en el corral.
 
-Pero, Señor, ¿ya no hay justicia en la tierra?
 
-En la tierra, no, Teresa -respondió el cura-; en el cielo, sí; y ésa es la que has de temer, porque nunca falta ni se tuerce.
 
-Eso es: tras de cuernos, con perdón de usté, penitencia... ¡Ay, señor cura!, no es lo mesmo pedricar que ser infeliz.
 
-No hay verdadera desgracia, Teresa, cuando se llevan todas con resignación... ¿Tú sabes lo que acabas de hacer?...
 
-Sí, señor; y también lo que no hice, porque algún ángel le puso a usté delante.
 
-Tú lo has dicho, Teresa: algún ángel protegió a esa pobre anciana; luego tú no obrabas bien cuando la...
 
-Lo que yo sé, don Prefeuto, es que estoy acabándome y que está feneciendo toa mi casta por los malos amaños de esa endina.
 
-Calla, calla, y no difames a quien ni siquiera conoces.
 
-¡Que no conozco yo a la Miruella, señor cura!
 
-No, yo te lo aseguro.
 
-¿No ve usté a esta infeliz de hija que tengo aquí con un pie en la sepoltura? ¿No ve usté a esta criatura de Dios medio atontecía de un golpe que le vino sin saber por ónde ni por ónde no?... ¿No sabe usté que mi marido, el hombre más de bien de tóo el mundo, y el labrador más atropao, es hoy un borracho que se va bebiendo el pan de sus hijos?... ¿No sabe usté que una cabaña de reses que yo tenía?...
 
-Óyeme, Teresa... Pero antes, tú, Juana, y tú, Andrés, entrad en casa un momento, que vamos a tratar nosotros un punto muy importante.
 
Los dos aludidos hijos de Teresa obedecieron dócilmente; y con trabajo la joven y lloriqueando Andrés, se metieron en casa, cerrando la puerta en seguida.
 
Solos en el portal el señor cura y Teresa, tomó asiento el primero en el poyo y comenzó así su diálogo con la segunda:
 
-Ya que eres la única persona razonable de tu casa, aunque no el jefe por la ley, contigo debo entenderme en el importante asunto que aquí me trae ahora, porque tu marido... ¿En dónde está tu marido, Teresa?
 
-En la taberna, señor.
 
-Como siempre... Conque, vamos a cuentas, y a cuentas claras. ¿En qué te fundas tú para creer que esa pobre mujer es capaz de ocasionarte todas las desdichas de que te quejas?
 
-En que es bruja... ¡bruja! Créalo usté por...
 
-Corriente. ¿Y qué pruebas tienes de que es bruja?
 
-¡Otra sí qué! Tóo el pueblo lo sabe, señor, como usté mesmo.
 
-Poco a poco: yo no solamente no lo sé, sino que niego que lo sea; y en cuanto al pueblo, puede equivocarse como tú. Lo que yo quiero saber son los motivos particulares que tú tienes para tratar a esa mujer como la has tratado hace poco.
 
-¡María Santísima!... Si yo fuera a retaporcionarle a usté tóo los itimenejes que esa endina trae contra mí... ¡Me valga el divino misterio!
 
-Pues mira, Teresa: para mí es hasta un deber de conciencia arrancarte esas preocupaciones funestas; conque así, no me ocultes ni una sola de tus razones.
 
-Espenzando por lo más gordo, dígame, señor don Prefeuto, ¿qué tiene la mi Juana que se me va consumiendo como un sospiro?
 
-Una enfermedad como otra cualquiera.
 
-Y entonces, ¿por qué en cuanto se le alcuerda la Miruella le entra un temblío que se pone a morir, y un lloriqueo que se va en lágrimas?
 
-Mera casualidad; y cosa muy natural si te empeñas tú en hacerla creer que esa mujer es la causa de todos sus males.
 
-Y si eso juera, ¿por qué el otro día hablando la Miruella de la mi hija con la mi sobrina Anestasia, le decía: «se empeñan en sanar a Juana curándola de la palotilla, y no es esa la melecina que la conviene»? Es decir, señor don Prefeuto, que la Miruella sabe la enfermedá de Juana, y conoce la melecina tiene satisfación en verla morir, porque ni quiere descobrir la enfermedá, ni decir «éste es el remedio».
 
-Lo que eso quiere decir, Teresa, es que tía Bernarda tiene más sentido que tú, y conoce que es una barbaridad descoyuntar los huesos a las jóvenes porque están pálidas y macilentas, y ve claro que así no pueden sanar.
 
-Segundamente, y perdone, Juana era una moza robusta como un castaño siete meses hace, como usté se alcordará, hasta el instante mesmo en dir una tarde al molino, porque así lo quiso, que en verdá no hacía mucha falta aquel día, porque harina teníamos tovía pa una semana. Pos señor, diéndose al molino, estuvimos en casa siete días y medio espera que espera, y mi Juana no golvía. Al cabo del tiempo voy yo mesma a preguntar por ella, y díceme el molinero que por allí no se ha visto a Juana. Güélvome desafligía como una Magalena a casa, y me la encuentro aquí mesmo gimoteando y tapujá con la saya. Dígola que ónde ha andao metía, y respóndeme que en el molino ha estao, y que se güelve sin moler porque la presa está seca... Alviértole, don Prefeuto, que yo mesma vi el molino arreguñao2, motivao a lo mucho que había llovido. A tóo esto, le faltaba el saco de maíz, y no sabía decirme ónde le había dejao, ni saberlo pude nunca. Con éstas y otras, pregunto de acá y de allá, y adquiero que a la muchacha la vieron salir aquella mañana mesma de la casa de la Miruella. Añada usté a tóo esto, y perdone, que dende aquel día Juana no ha limpiao la ruinera, y dígame si no es la cosa pa que yo reniegue de esa bruja y crea como los Avangelios que el enemigo malo le anda en el cuerpo, y que me destravió y atonteció a la hija al dir al molino pa acabar dimpués con ella.
 
Pensativo dejó por unos instantes este relato al bondadoso don Perfecto; pero como no era por las hechicerías de tía Bernarda, en las cuales empezase a creer, ni mucho menos, disimuló discretamente su curiosidad y se limitó a responder a Teresa:
 
-Todo eso no prueba sino que el día en que tu hija se puso mala entró en casa de la Miruella, suponiendo que esa noticia sea cierta.
 
-¿Y la vaca que se murió de solengua por tocarla con el palo esa mujer, cuando la alcontró en la calleja?
 
-Esa mujer tocó con el palo a tu vaca para que no la atropellara en la calleja, precisamente el día mismo en que tu vaca, por causas que no conocemos, se puso enferma y se murió.
 
-¿Y por qué cuando habla de las borracheras del mi hombre dice que yo me he de ver sin manta que echar en la cama, porque me la ha de sacar la josticia si el diablo no la lleva antes, y tóo se va complicando, porque yo he visto salir de mi casa, hoy pa el tabernero y mañana pa la contrebución, hasta la caldera de la cocina, dempués de haber consomío el ropal de sábanas que yo tenía hilás y cosías por estas manos, a más de haber tenío que vender en dos años toa la propiedad terrentorial? ¿No ha estao dos veces la josticia esta semana a sacarme prenda porque no se pagó una contrebución nueva, motivao a no tener un mal ochavo en mi casa, ni de ónde sacarle? ¿Y no es tóo esto una maldición de esa bruja, que me va caendo encima?
 
-¿Crees tú que yo soy brujo?
 
-¡Jesús, señor cura!...
 
-Pues mira, yo te he pronosticado las mismas desgracias que tía Bernarda; y cualquiera que desee tu bien y tenga dos dedos de frente te hará el mismo pronóstico, porque no puede dar otro resultado la conducta de tu marido.
 
-Sí, sí; lo que es para usté tóo tiene güena explicativa... ¿Y el golpe que acaba de llevar el mi Andrés por haberle visto la bruja salir de su güerto?
 
-Si haciendo lo que manda Dios y la buena educación, no se hubiera metido Andrés en el cercado ajeno, no se habría descalabrado al salir de él con el fruto robado.
 
-Y estos mordiscos (Teresa se descubre un brazo lleno de cardenales), ¿de quién son sino de esa condená de bruja mientras que yo duermo?
 
-Eso que tú llamas mordiscos, son cardenales, Teresa, hijos legítimos de la paliza que te pegó tu marido anteayer.
 
-Y aunque tóo eso fuera verdá, ¿me negará usté que el domingo se le olvidó a usté cerrar el misal al acabar la misa?
 
-Efectivamente, me sucedió eso; pero, ¿y qué?
 
-Que motivao a ello la bruja se quedó clavá de rodillas en la iglesia, y que no hubiera salío de allí si a la mego-día no va el campanaro a tocar y ve asina el misal y le cierra.
 
-¿Y qué tiene que ver el misal abierto con toda esa monserga?
 
-¡Esta sí qué! ¿Pues usté no sabe que las brujas, cuando entran a misa, no pueden salir de la iglesia si se queda el misal abierto?
 
El bendito sacerdote no pudo contener la risa al oír semejante desatino, y eso que no ignoraba que era versión aceptada en la Montaña como artículo de fe.
 
-En el presente caso -dijo formalizándose otra vez don Perfecto-, el acto de quedarse tía Bernarda en la iglesia cuando sus convecinos salen de ella, no significa sino que se queda a rezar mientras vosotras vais acaso a murmurar y a maldecir de ella; y si tú frecuentaras la iglesia tanto como esa bruja, la verías, como la he visto yo, permanecer allí muy a menudo las horas enteras sin que a mí se me haya olvidado cerrar el misal... Y ahora te digo que es ofender a Dios creer supercherías semejantes, y mucho más con relación a determinadas personas.
 
-Tamién la han visto encultar debajo del llar de la cocina el puchero del unto que se da pa dir a Cernuela...
 
-Lo que le habrán visto, sin duda alguna, ocultar son hasta los mendrugos de borona que recoge de limosna, para que no se los roben los que, a título de bruja, se creen con derecho a atropellarle todos los días el pobre hogar...
 
Aquí llegaba el diálogo cuando se abrió con estrépito la portalada y cayó de hocicos en el corral un hombre.
 
-¡El Señor me dé paciencia! -exclamó Teresa juntando las manos al reconocer a su marido.
 
El primer impulso de don Perfecto fue correr a levantar al caído; pero éste no tuvo necesidad de su auxilio, porque, apenas besó el suelo, volvió a incorporarse, aunque no sin perder más de dos veces el equilibrio. Puesto ya de pie, con las greñas encima de los ojos, tirado el sombrero sobre el cogote, negros los labios, mal sujetos a la cintura los pantalones, medio vestida la chaqueta, los brazos al desgaire y desgarrada y tinta de vino la pechera de la camisa, comenzó a mirar en derredor de sí con esa vaguedad de vista propia de los borrachos.
 
El señor cura y Teresa le observaban en silencio.
 
-Ssssufffrrrsss... sschsis -masculló el beodo fijándose más obstinadamente en don Perfecto-. ¿Un carranclán en mi casa? Hombre, hombre, ¿que me cuenta usté?... Conque en mi casa... ¡Ssssangrrre va a corrrrrer aquí!...
 
Y se acercó más al portal.
 
-Dios te ilumine, Gorio -le dijo con suavidad el señor cura.
 
El borracho se fijó entonces con más empeño en don Perfecto; se restregó los ojos en seguida, y derribando perezosamente de un revés el oscilante sombrero de la coronilla:
 
-Perdone usté, señor dd... ddiácono -tartamudeó-; creí que eras... ¡Me valga Dios, que juriacán sopla de esta banda!...
 
-Pero, hombre, ¡si está una tarde magnífica!
 
-¿Mosolina dice usté, señor a... cólito? Mosolina no... La cogí con... ¡brrrrumbssh!... con rioja... Un hombre como yo no gasta menos... Oye, Teresona, tarascona, dame... ¡aachhhis! dame... los...
 
-¿Qué es lo que quieres, hombre de Dios? -respondió Teresa casi llorando.
 
-Quiero las... ¡Menuda paliza te vas a chumpar esta tarde! Cuando te digo que te vas a relamber de gusto... Misté, don prisbítero, cuando yo echo la mano por salva la parte a Teresona, y le aministro un par de morrás a mi gusto, vamos, no me cambio por...
 
-Pues eso es muy mal hecho, Gorio, y de ello tienes que dar cuenta a Dios.
 
-¿A Dios?...; ¿a Dios... padre... sssuddiácono? Verá usté quién es Dios ahora mesmo. «¿Quién es Dios, niño? -Respondo: la cosa más... más...» ¡Por vida de!... Y ahora que me alcuerdo, ¿qué haces tú en mi casa con ese camisolín de seda y ese futifraque?... ¿Te debo yo algo?... Vamos a ver, ¿te debo yo algo?
 
-Nada me debes, Gorio.
 
-Sin andróminas, hombre, ni pitismiquis, ¿te debo algo?... Porque si te debo algo, yo soy muy auto para pagarlo ahora mesmo... Conque, pide por ese piquito, hermoso.
 
Al decir esto Gorio, metió su diestra en el bolsillo del chaleco, y sacó, entre puntas de cigarro, papelillos arrugados y pedazos de hojas de maíz, hasta dos reales y medio en piezas de cobre.
 
-Miá tú -dijo a Teresa- si yo soy hacendoso y atrapao...; como no tenía ya para beber esta semana, he vendío hoy al jándalo del Regatón la novilla que nos queda, y me ha dao de señal och... ochh... ochhh... riales.
 
-¡Jesús me ampare! -exclamó Teresa llorando al oír esto-. ¿Lo oye usté, don Prefeuto? ¡Lo único que nos quedaba!
 
-Eso no, divinidá de mis entrañas -repuso el borracho con una horrible mueca que quería hacer pasar por sonrisa-. ¿Y este cuerpecito, salero? ¿No te queda para tu sussstento y alegría?... Y si hay algún guapo que lo niegue, que salga al frente...; náaa, vamos, que salga... ¿Lo niega usted, padre... prifacio?... ¡Calla!; ¿si vendrán a negarlo esos dos sandifesios?
 
Al decir esto, señalaba Gorio a dos hombres que acababan de entrar en el corral. Teresa palideció al verlos. El señor cura levantó los ojos al cielo murmurando apenas:
 
-¡Desdichada familia!
 
-¡Toma! -dijo el borracho-, sí es el sacamantas.
 
Con este nombre se conoce en muchos pueblos rurales de la Montaña al alguacil del concejo, y nunca mejor que en este caso mereció el mote. Casualmente traía al hombro una de dormir y un caldero en cada mano. El hombre que le acompañaba era el alcalde pedáneo: llevaba colgado de un ojal de la chaqueta un tintero de cuerno, y una tira de papel en la mano.
 
-Ya sabes a lo que vengo, Teresa -dijo éste al llegar al portal-, Buenas tardes, señor cura... Dios te mate, borracho -añadió encarándose respectivamente con los aludidos.
 
-Buenas y santas, señores -dijo por su parte el alguacil.
 
-El os ampare -contestó don Perfecto-. Y ¿qué os trae por acá?
 
-Poca cosa, don Perfecto -respondió el pedáneo-. Hemos estado otras dos veces a pedir a Teresa el reparto, y como nada nos ha dado, y a la tercera es la vencida, vuelvo hoy con el portero, para que cargue con la prenda, como carga con las que ya trae encima, si no me dan dinero.
 
-¿Y qué reparto es ese? -preguntó el cura.
 
-Pues el de la campana.
 
-¡El de la campana!
 
-Cabal. El de la campana que se hizo el año pasado, y que todavía está sin pagar.
 
-Pero, hombre, ¿no se cobró un impuesto seis meses hace para pagar esa campana dichosa?
 
-Sí, señor; pero paece ser que el secretario echó entonces mal las cuentas, y no alcanzó el dinero que se cobró del primer reparto, y por eso se hizo otro.
 
-¡Ya! ¿Conque no alcanzó?... ¡Vea usted qué atrasadillo anda en contabilidad el señor secretario! -observó don Perfecto con cierto retintín.
 
-Y velay -dijo la afligida Teresa-; porque no he querido..., porque no he podido pagar ese segundo reparto, me vienen a sacar prenda...
 
-¡Y vaya si te la sacaré!...; como éstas que ves aquí -recalcó el pedáneo con aire de importancia.
 
-¡Dichosa campana! -exclamó Teresa afligida.
 
A todo esto, Gorio, que se había recostado contra el poyo, comenzó a canturrear con voz chillona y destemplada:
 
 
Tocan las campanitas
por la mañana;
tocan las campanitas,
tocan al alba.
 
 
-¿Y cuánto te corresponde pagar, Teresa? -preguntó don Perfecto.
 
-Una barbaridá de dinero, señor.
 
-¡Taday, moquitona! -gruñó el pedáneo, desplegando la tira de papel- Verá usté, señor cura... «Gregorio Pajares... cuatro reales y medio...» Conque dígame usté si eso vale la pena de...
 
-Sí: para el que no tiene pan que llevar a la boca, como si fueran mil duros -respondió Teresa anegada en lágrimas.
 
-Con lo que ese mata en la taberna -añadió el alguacil- había sobrado pa comer arroz con leche todo el año.
 
-Si no hubiera pícaros en el mundo -replicó con cierta intención Teresa-, no se harían borrachos los hombres de bien como el mi marido... Y de toas maneras, yo no tengo hoy con qué pagarvos: así, tirar por onde queráis...
 
Entretanto, el señor cura, vuelto de espaldas a todos los del portal, se palpaba a dos manos los bolsillos con febril impaciencia.
 
-¡Por vida del ocho de bastos! -murmuraba- No salen más que veintiséis cuartos...
 
Luego, como si le hubiera cruzado una idea por la mente, se dirigió a Gorio, le sacudió un hombro y
 
-Oye, Gorio -le dijo-, ¿me prestas doce cuartos?
 
-¿Para beber a escote? -preguntó a su vez el borracho.
 
-Cabal -respondió el cura, deseando acertar el deseo de Gorio.
 
-Pues para eso no presto: lo que hago es jugarlos a la brisca a tres juegos hechos... mano a mano.
 
-No puedo jugar ahora; pero te prometo devolverte por ellos mañana... veinticuatro.
 
-Me conviene el ajuste..., y allá van esos intereses.
 
El borracho desocupó su bolsillo en las manos de don Perfecto.
 
Al mismo tiempo, apremiada por el pedáneo, decía la infeliz Teresa:
 
-No tengo más prenda que dar que la manta de la cama: todo lo demás se lo han ido llevando entre la justicia y la taberna.
 
-Pues venga la manta de la cama -decía el alguacil.
 
-¡Dios mío! ¿Lo oye usté, señor cura, cómo se cumple la maldición de la Miruella?
 
-¿Quién dijo Miruella? -interrumpió Gorio.
 
-No se cumplirá esta vez -exclamó con alegría don Perfecto-. Ahí van -añadió, poniendo las monedas en manos del pedáneo- los cuatro reales y medio de esta infeliz. Y quiera Dios que esta nueva exacción sea tan legítima como las lágrimas que cuesta.
 
Teresa se anegaba en las suyas; Gorio miraba la escena con aire estúpido, y el pedáneo, mientras destornillaba el tintero y ponía una P enfrente del nombre de Gregorio en la lista, contestaba a la indirecta de don Perfecto:
 
-Pues por vida mía, señor cura, que la campana no fue para la torre de mi casa; otros sacan de ella más raja que yo, probe.
 
-Pues mira, hijo -respondió con sorna don Perfecto-, si lo de la raja lo dices por mí, sírvate de gobierno que yo no mandé hacer la campana ni en la iglesia la hubiera puesto al prever lo que está sucediendo, porque no le gustan a Dios en su casa campanas que suenen tanto como esa... Conque ve en paz, ya que te han pagado.
 
-¿Quién dijo Miruella aquí? -insistió Gorio-. Miruella, Miruella... Señor, ¿qué tenía yo que decir de la Miruella?
 
-A propósito de la Miruella, señor cura -añadió el pedáneo cuando se disponía a marcharse-: el portero y yo la hemos encontrado junto a la abacería sin sentido y por caridad la hemos llevado a su casa al venir acá: Yo creo que de ésta va a dar al diablo lo que es suyo. Conque a la par de Dios.
 
Y se fueron el pedáneo y el alguacil.
 
-¡Ajajá!; ¡eso era! -tartamudeó Gorio volviendo a recostarse contra el poyo.
 
Teresa se quedó como petrificada al oír la noticia. Don Perfecto, olvidándose de todo cuanto le rodeaba y pensando sólo en que su presencia sería necesaria al lado de la moribunda, si era cierto que en tal estado se hallaba la Miruella, salid precipitadamente del portal; pero no había dado tres pasos cuando le detuvo Teresa, y entre anhelosa y acongojada, le preguntó:
 
-Y diga, usté, señor cura, ¿de qué se habrá puesto así la Miruella?
 
-¿De qué?... Acaso de algún golpe -respondió don Perfecto con notoria intención, desprendiéndose de Teresa y saliendo apresuradamente del corral.
 
-¡No lo permita el señor! -exclamó la atribulada mujer, cubriéndose la cara con las manos, como si quisiera huir de algún remordimiento.
 
Al levantar después la cabeza y abrir los ojos, vio a su marido que comenzaba a roncar tendido como un cerdo sobre el poyo. Al mismo tiempo aparecía en la puerta de la casa la escuálida figura de su hija, que sin duda se cansaba de esperar adentro.
 
-¡Devino Dios! -exclamó entonces la pobre madre, elevando la vista al cielo-, ¡mándame un poco de fuerza, porque no puedo ya con esta carga!
 
 
 
 
 
- II -
 
 
La pedrada que recibió en las espaldas tía Bernarda, ustedes quieren, la Miruella, o la Bruja, si más les agrada, necesita una explicación que, ya que no justifique, disculpe en parte el atentado de Teresa. Debo a la mujer de Gorio esta reparación en buena justicia, toda vez que del relato precedente, por sí solo, no se saca el necesario acopio de razones en favor de la conducta de aquélla.
 
Que hay brujas, lo creen todos los aldeanos, y muchos que no lo son, así montañeses como no montañeses. Hasta qué punto creen en ellas y las temen mis paisanos, y cómo son las brujas montañesas, es lo que vamos a ver ante todo.
 
Cuál es el primer hecho del cual nace la fama de una bruja, nunca se supo: me inclino a creer que esa fama procede de su mismo tipo, porque he observado que están cortadas por idéntico patrón todas las mujeres que he conocido y conozco calificadas de brujas en este país; todas se parecen a la Miruella, y como ésta, han vivido o viven solas, generalmente sin familia conocida ni procedencia claramente averiguada.
 
La bruja de la Montaña no es la hechicera, ni la encantadora, ni la adivina: se cree también en estos tres fenómenos, pero no se los odia; al contrario, se los respeta y se les consulta, porque aunque son también familiares del demonio, con frecuencia son benéficas sus artes: dan la salud a un enfermo, descubren tesoros ocultos y dicen adónde han ido a parar una res extraviada o un bolsillo robado.
 
La bruja no da más que disgustos, chupa la sangre a los jóvenes, muerde por la noche a sus aborrecidos, hace mal de ojo a los niños, da maldao a las embarazadas, atizalos incendios, provoca las tronadas, agosta las mieses y enciende la guerra civil en las familias.
 
Que montada en una escoba va por los aires a los aquelarres los sábados a medía noche, es la leyenda aceptada por todas las brujas.
 
La de la Montaña tiene su punto de reunión en Cernégula, pueblo de la provincia de Burgos. Allí se juntan todas las congregadas, alrededor de un espino, bajo la presidencia del diablo en figura de macho cabrío. El vehículo de que se sirve para el viaje es también una escoba; la fuerza misteriosa que la empuja se compone de dos elementos: una untura, negra como la pez, que guarda bajo las losas del llar de la cocina y se da sobre las carnes, y unas palabras que dice después de darse la untura. La receta de ésta es el secreto infernal de la bruja; las palabras que pronuncia son las siguientes:
 
 
Sin Dios y sin Santa María,
¡por la chimenea arriba!
 
 
Y parte como un cohete por los aires.
 
Redúcese el congreso de Cernégula a mucho bailoteo alrededor del espino, a algunos excesos amorosos del presidente, que, por cierto, no le acreditan gran cosa de persona de gusto, y, sobre todo, a la exposición de necesidades, cuenta y razón de hechos, y consultas del cónclave al cornudo dueño y señor. Tal bruja refiere las fechorías que ha cometido durante la semana; otra pregunta cómo se las arreglará para acabar en pocos días con esta hacienda o con aquella salud; otra manifiesta que la familia de aquí o de allí goza de una alegría y un bienestar escandalosos, y que, en su concepto, debe hacérsela algún daño, etc., etc., etc... A todo lo cual provee el demonio en el acto, en unos casos dando consejos, en otros echando la maldición que saca lumbres; proporcionando a esa bruja ciertos polvos para que se los haga tomar a Petra, a Antonia o a Joaquina, con los cuales es segura la jaldía a las pocas horas; indicando a otra la necesidad de que el vecino X o Z le chupe un par de reses, o haga malparir a su mujer; y, en fin, ilustrando y auxiliando con toda clase de luces y medios materiales al numeroso congreso, para la mayor honra del demonio y desesperación de los pueblos. Estas soirées duran desde las doce de la noche hasta que el alba asoma sus primeros tornasoles sobre las cumbres más altas.
 
Aceptando esta versión el vulgo como artículo de fe, no bien la fama califica de bruja a una mujer, ya se pone aquél en guardia contra ella. Nadie pasa de noche junto a su casa; no se toca cosa que le pertenezca; se le da en todas partes el mejor sitio, y en cuanto vuelve la espalda, se le hace la señal de la cruz. En la calle se la saluda desde media legua, y las mujeres encinta huyen de su presencia como de la peste; las que ya son madres separan a sus niños del alcance de su vista para que no les haga mal de ojo. Si a un labrador se le suelta una noche el ganado en el establo y se acornea, es porque la bruja se ha metido entre las reses, por lo cual al día siguiente llena de cruces pintadas los pesebres. Si un perro aúlla junto al cementerio, es la bruja que llama a la sepultura a cierta persona del barrio; si vuela una lechuza alrededor del campanario, es la bruja que va a sorber el aceite de la lámpara o a fulminar sobre el pueblo alguna maldición. En una palabra, todo lo triste, todo lo desgraciado, todo lo calamitoso que ocurre en la jurisdicción de una bruja, se atribuye por el vulgo a las malas artes de ésta.
 
Acontece que las llamadas brujas son mujeres de la misma piel del diablo, es decir, enredadoras, chismosas, borrachas y algo más, en el cual caso explotan en beneficio de sus malos instintos la necia credulidad de sus convecinos; o son como otra persona cualquiera, y acaban por ser completos demonios, acosadas, escarnecidas y vejadas por el fanatismo popular; o son, en fin, mujeres virtuosas y honradas a carta cabal, y entonces viven, las desdichadas, mártires de la más estúpida persecución.
 
De los tres grupos he conocido brujas en la Montaña. La Miruella pertenecía al último.
 
Había venido al pueblo bajo los auspicios de una vieja viuda sin hijos que al morir le dejó la casita y el huerto. Era la Miruella3 (que así se la bautizó al llegar al pueblo por su pequeñez de cuerpo y afición a vestirse de negro) más discreta que el vulgo que la rodeaba, y ésta fue su perdición.
 
Sus atinadas sentencias, sus sesudos pareceres, dejaban boquiabiertos a los aldeanos; y como además era amiga del retiro, o por lo menos, enemiga de murmuraciones, corrillos y tabernas, diose en decir que tenía pacto con el diablo.
 
La Miruella notó al asomar sus primeras arrugas y al perder el último diente, que comenzaba a cundir la fama de sus brujerías. De este modo vio pasar toda su larga ancianidad entre el horror y la repugnancia de sus convecinos. No le fue dado en todo este tiempo ni siquiera el placer de hacer un beneficio, porque al conocer su procedencia todos le rehusaban.
 
Una vez comenzó a arder su casa y no hubo una mano caritativa que le ayudara a apagarla.
 
Era el verdadero paria a quien se negaba la hospitalidad y hasta la sal y el fuego. Para ella jamás había conmiseración, porque se le atribuían todos los infortunios que sufrían sus convecinos, y si no se le daba cada día una paliza no era por repugnancia al acto en sí, sino por miedo a la venganza de la apaleada, que podía no morir de las resultas.
 
Teresa, que sobre ser la vecina más desgraciada del barrio, era la más propensa a la superstición, amén de ser la que más cerca vivía de la bruja, fue, por consiguiente la que se creyó más perseguida por ella y más castigada; no la olvidaba un solo instante, y en todos los de su vida el odio que le profesaba era sólo comparable al horror que hacia ella sentía. De aquí su convicción, al arrojarle la piedra cuando la creyó causante también de la descalabradura del rojillo, de que, matando a la bruja, libraba a su familia de la perdición y de una calamidad al pueblo.
 
Un solo corazón había en él que no fuera insensible a los tormentos que sufría la Miruella; una sola mano que para ella no se cerrara; una sola lengua que no la maldijera: el corazón, la mano y la lengua del señor cura. Este santo varón no se cansaba de consolar ni de socorrer, en cuanto podía, el amargo infortunio de tía Bernarda.
 
Don Perfecto no era uno de esos sacerdotes ideales que se ven a menudo en el teatro y en las láminas de las entregas de a cuarto, con los ojos vueltos al cielo y los brazos en cruz, que hablan en sonetos y van seguidos de un enjambre de niños a quienes enseña la doctrina y regalan castañas: era un tipo bastante más terrenal, así en figura como en estilo, sin que por ello fuera menos virtuoso. Predicaba el Evangelio del día todos los festivos, y si en su elocuencia no era un pico de oro, en los efectos de sus pláticas podía apostárselas al más inspirado, porque conocía, como las suyas propias, hasta la más liviana flaqueza de sus feligreses, y siempre les hería en lo vivo. Dar al pobre lo que le sobraba a él y vivir con lo más indispensable, le parecía un deber social, cuanto más de conciencia para un sacerdote; sacrificar hasta su vida por la del prójimo, la cosa más natural del mundo, y conquistar al demonio un alma para Dios, el colmo de sus ambiciones. Por lo demás, le gustaba hablar de vez en cuando con sus feligreses de los azares de la cosecha de éstos; oírles discurrir sobre análogas cuestiones; corregirles más de cuatro desatinos, y hasta atufarse un poco con los más díscolos. En cambio todos le querían bien; y eso que nunca le hallaron en la taberna, ni recorriendo las ferias o los mercados de las inmediaciones.
 
Como a su larga experiencia y natural penetración no se había ocultado la guerra implacable que se venía haciendo a la Miruella, creyéndola bruja el pueblo con la mayor buena fue, a cada paso estaba predicando contra ésta y otras preocupaciones semejantes, tan ocasionadas a excesos de imposible remedio y de incalculables consecuencias. No le gustaba que le tildasen de entremetido, por lo cual prefería este sistema de amonestación indirecta al de acometer de frente al objeto de sus excitaciones, que le era bien conocido; esperaba que los sucesos le proporcionasen una disculpa notoria para adoptar el segundo método que juzgaba más eficaz que el primero, y por eso le hemos visto entrar tan resuelto en casa de Teresa, después de haber presenciado la agresión brutal de ésta sobre la infeliz anciana.
 
Lo que le dijo durante el diálogo que con ella tuvo y queda consignado más atrás, no era más que el introito de lo que pensaba decirle después; pero habiendo oído la noticia que le dio el pedáneo, creyó de su deber acudir a lo más urgente; y para él no había nada que reclamase su presencia con mayor derecho que un feligrés en peligro de muerte.
 
Cuando la Miruella, pasado el primer efecto de la pedrada, se empeñó en continuar su camino, no calculó bien la infeliz todas las consecuencias del golpe. Así fue que pocos pasos antes de llegar a la abacería adonde iba a comprar tres ochavos de aceite, volvió a perder el sentido y cayó como un tronco seco sobre los morrillos de la calleja. Viéronla en tal estado el pedáneo y el alguacil, y Gorio que, aunque borracho, no dejó de enterarse del suceso; y ya que no como prójimos los dos primeros, como miembros de la justicia se creyeron en el deber de conducir a la vieja a su casa.
 
Al entrar en ella don Perfecto, halló a tía Bernarda tendida sobre un jergón que le servía de lecho, con todo el aspecto de un cadáver. Que a su lado no había un alma caritativa que la cuidase, no hay para qué decirlo.
 
Largo rato pasó sin que la enferma diera señales de vida, durante el cual don Perfecto no cesó de rociarle la cara con agua fresca y de darle a oler un poco de vinagre que halló en un pocillo desportillado. Al cabo abrió los ojos la Miruella y balbució algunas palabras ininteligibles. Cuando su mirada fue algo más firme y pudo conocer distintamente al señor cura, que no se separaba de su lado.
 
-Siempre es usted mi providencia, don Perfecto -dijo con voz lenta y apagada.
 
-Es mi deber, tía Bernarda, consolar a los afligidos y auxiliar a los menesterosos -contestó con acento cariñoso el sacerdote- ¿Padece usted mucho? -añadió en seguida, viendo la angustia con que respiraba la anciana.
 
-No, señor..., al contrario...; ahora que veo que el Señor me llama a sí, me siento muy animada...; porque yo, a no haber ofendido a Dios en ello, muchas veces hubiera deseado la muerte.
 
-¡Tía Bernarda!...
 
-Sí, señor cura... Usted sabe muy bien que mi vida... ha sido una pasión... sin tregua ni descanso.
 
-Más dolorosa fue la de Jesús y era un justo.
 
-Sí, señor...; y por eso le alabo en mis penas... y bendigo la mano que me azota..., por eso... Pero, padre mío... siento que se me apaga la vida poco a poco... y necesito aprovechar el tiempo que me queda... Quisiera que después de morir yo no fuera mi fama tan aborrecible a mis convecinos... como ha sido mi vida..., y quisiera también, de paso..., volver a alguno... la que está perdiendo por miedo a una falta, que yo sola conozco..., y debo, en conciencia, descubrir a usted, para que devuelva la paz a una familia... y el honor a un muerto.
 
-¿Y qué puedo hacer yo en beneficio de tan santos propósitos?
 
-Oírme, si a bien lo tiene... Una noche entró por esa puerta una moza hecha un mar de lágrimas... buscando en el miedo que da esta choza a los demás, el secreto que su estado necesitaba... Engañada por un hombre... con promesas muy formales..., estaba a pique de echar al mundo... el fruto de su falta, que hasta entonces... había podido ocultar... a la poca malicia de su madre... Dolida de su desgracia, le presté toda la ayuda que podía... Siete días estuvo oculta en esta casa.
 
-Y al cabo de ellos -interrumpió don Perfecto, no sé si por economizar fuerzas a la enfermera o por seguir mejor la pista a alguna sospecha que acababa de adquirir-, quizá su familia comenzó a alarmarse por su ausencia.
 
-Justamente...; porque ella... según me dijo, para su familia se hallaba en el molino..., a legua y media de aquí...
 
-Y esa muchacha, como es natural, hoy vivirá llena de inquietudes...
 
-Y acabando por instantes la vida que le queda... si vida puede llamarse... la pesada cruz que arrastra la infeliz...
 
-Y probablemente se atribuirá su enfermedad...
 
-A mis hechizos..., señor.
 
-Vea usted..., ¡lo que es obra de un remordimiento!
 
-Y del abandono en que la tiene el desalmado que la perdió.
 
-Tía Bernarda, la misericordia de Dios es infinita y su justicia infalible.
 
-En esto confío..., por ella... y por mí también.
 
-¡Y usted ha sufrido con resignación el odio de esa familia, cuando con una palabra...!
 
-Antes que decirla... me hubiera arrancado la lengua... La honra del prójimo es para mí más sagrada que la mía... Por eso le descubro este secreto a usted, que sabrá hacer con él lo que se debe..., sin que padezca el honor... de esa desgraciada; que, a tanta cosa, no quiero que valga lo que le he dicho...
 
-Yo sabré respetar tanta lealtad, tía Bernarda... Pero ¿qué fue del fruto de ese pecado?
 
-A eso iba, y ello le baste por toda señal... Recibió de mis manos el agua de socorro... y se volvió al cielo... el ángel de Dios... De lo demás... creo que está usted más enterado que yo... Y ahora, padre mío, que dejo arreglada esta última cuenta con el mundo..., pensemos en la que voy a darle a Dios dentro de poco..., y para ello, óigame en confesión.
 
 
 
 
 
- III -
 
 
Felipe (a) Fantesía, era un mozalbete presumido, con humos y tal cual prueba de seductor. Últimamente se hallaba en matrimoniales proyectos con una huérfana que tenía doce carros de tierra y media casa, aunque en manos de su tutor y tío, gran pleitista y enredador, con quien vivía.
 
En el momento en que aparece en escena Felipe, a la ventana del cuarto que ocupaba en el portal, especie de lobanillo característico de la mayor parte de las casas de aldea montañesas, la cual habitación se le había cedido porque no molestara a la familia en las altas horas de la noche al volver de sus frecuentes galanteos y francachelas, mirándose la cara en medio palmo de vidrio azogado, aprovecha los últimos fulgores del crepúsculo para atusarse el pelo sobre las sienes, mojando los dedos en su propia saliva.
 
Antes se había calzado sus zapatos amarillos con lazos verdes y encarnados, y vestido su chaleco de pana con profusión de galones de color en las orejillas de la espalda. Cuando acabó su peinado echó la chaqueta sobre el hombro izquierdo, se colocó un calañés en la cabeza, muy tirado a la derecha, y se dispuso a salir. Aquella noche iba a cantar a su novia, y esperaba que ésta le recibiría después en la cocina. Por eso se pulía tan esmeradamente. En esto oyó sonar la campana grande de la iglesia, con un tañido especial.
 
-Tocan a administrar4 -dijo para sí- ¿A quién será?
 
-Al mismo tiempo oyó llamar a la puerta de su cuarto.
 
-¡Ave María!
 
-¡Sin pecado concebida! -respondió abriéndola de par en par.
 
Y se halló frente a frente con don Perfecto.
 
-Buenas noches, Felipe.
 
-Buenas las tenga, señor cura -contestó Felipe muy sorprendido.
 
-¿Te extraña mi visita?
 
-A la verdá que... no sé qué pueda traer a usté por aquí a estas horas.
 
-La cosa más natural del mundo, hijo -replicó don Perfecto entrando en el cuarto y cerrando la puerta-. Cuando el prójimo no viene a nosotros en las grandes ocasiones, hay que ir a buscar al prójimo adondequiera que se encuentre.
 
-Y, si a mano viene, ¿en qué puedo servir a usté?
 
-En mucho, hijo, en mucho... Pero ¿estamos solos?
 
-No hay en casa más que mi padre, y ese anda en la corte arreglando el ganao.
 
-Corriente; y si me viera, no faltaría una disculpilla que darle... Ahora, óyeme. Hace siete meses fuiste una noche a despertarme y me pediste, por la honra de una mujer, que diera sepultura sagrada al cadáver de un niño recién nacido que traías debajo de la capa... Como me aseguraste que el niño había recibido agua antes de morir, y yo respeté el misterio en que querías envolver el asunto, y mucho más la honra aquélla de que tanto me hablaste, sin meterme en más averiguaciones, que, en todo caso, competían a Dios en el cielo y a la humana justicia en la tierra, di sepultura al cadáver, sagrada como era debido.
 
-Y Dios le pagará a usté la buena obra- dijo con notoria emoción Felipe.
 
No se trata de eso ahora, sino de que la madre de ese niño se está muriendo de vergüenza y de pesar; de que esa agonía espantosa se atribuye a otras causas inventadas, que perjudican a la buena fama de una inocente, y por último, de que el único que puede devolver la salud y la paz a esa madre y la honra a la culpada, es el padre del niño que tú llevaste a enterrar aquella noche.
 
-¿Y qué tengo que ver yo?... -tartamudeó Felipe, más pálido que su camisa.
 
-Mucho -respondió don Perfecto en tono decidido-; mucho, Felipe; porque tú eres el padre de ese niño y el seductor de su madre.
 
-¡Bah, bah!..., señor cura -repuso el mozalbete, desconcertado ante aquella estocada a fondo-. Y aunque eso fuera verdá, ¿qué había de hacer yo al auto de...?
 
-Cumplir una palabra que comprometiste a cambio de una honra que quitaste. Pagar lo que debes a Dios, si eres cristiano, y al mundo si eres honrado.
 
-Señor cura -observó tímidamente el jaque-, yo... Y, por último, ya hablaremos de eso.
 
-No, hijo mío, no; tenemos muy poco tiempo que perder, y por eso vengo ahora a tu casa.
 
-Además, hay otros compromisos para mí de mucho... de mucho aquel, que...
 
-No hay mayores compromisos que los de la conciencia, Felipe... Y te advierto que si tratas de realizar proyectos que se opongan a lo que hiciste con esa infeliz, que se muere de vergüenza, no te perdonará Dios, ni en el mundo habrá paz para ti.
 
No era Felipe malo de corazón, pero le tiraban mucho los doce carros de tierra y la media casa de la huérfana; mucho más que los compromisos contraídos en momentos de vértigo amoroso, sin que por eso dejaran éstos de morderle un poco la conciencia a cada seguidilla que echaba a la ventana de su nueva amada: así fue que en el largo rato que duró su conversación con don Perfecto, nada pudo éste conseguir de él sino evasivas más o menos respetuosas.
 
Entonces fue cuando el cura se resolvió a echar mano del recurso en que había pensado, por lo cual había ido a aquella hora y en aquellas circunstancias a ver a Felipe.
 
-Ya que no me concedes este favor, que al cabo había de redundar en tu bien -continuó don Perfecto-, no me negarás otro que también vengo a pedirte.
 
-Hable usté, señor cura -dijo más animado por su supuesta victoria el mozalbete-, que en siendo cosa que yo pueda...
 
-¿Quieres acompañarme a llevar el Santo Viático a un enfermo?... No tengo quien me ayude, si no es un chico que por caridad se ha prestado a tocar la campana que estás oyendo.
 
-Eso para mí es una obligación, don Perfecto, y siempre que puedo lo hago, cuanto más ahora que usté me lo pide... ¿Y quién se muere?
 
-La Miruella, hijo.
 
-¡La Miruella! ¿Y de qué?... ¡Si la he visto esta mañana!
 
-¿De qué? De vieja; y además de... de un golpe.
 
-¡De un golpe!...
 
-Sí, hijo, de un golpe. Una madre que la tiene odio porque cree que su hija se muere embrujada, ayudada de la ira que la cegó, la tiró con una piedra y...
 
-Y esa hija... ¿es verdá que se muere?
 
-Sí; pero se muere de vergüenza, porque a título de casamiento...
 
-¡Vamos, vamos, don Perfecto, a llevar el Señor a tía Bernarda!... -exclamó aturdido Felipe, como si no quisiera oír más de aquellas palabras que caían sobre su conciencia como gotas de plomo derretido.
 
Un cuarto de hora después salía de la iglesia el Rey de los Reyes en manos del digno sacerdote. Iban delante Felipe, con un farol y un Crucifijo, y un muchacho que hacía sonar acompasadamente una campanilla; detrás, casi todo el barrio y parte de los más próximos a la iglesia, descubiertos los hombres, y las mujeres con un refajo sobre la cabeza, llevando una luz en la mano cuantas habían podido hallar en casa un mal cabo de vela.
 
Cuando la imponente comitiva llegó a la plazoleta que conocemos, se vieron, al escaso resplandor de las luces, arrodillados fuera de la portalada, a Teresa, que lloraba; a Juana, que parecía ser ella la que necesitaba el consuelo de la religión; al rojillo, que tiritaba de miedo, y a Gorio que, disipada ya su borrachera, hundía la cara en el pecho como si se avergonzara de exponer tanta abyección y tanta miseria delante de tanta majestad y tanta pureza. Estos personajes se agregaron luego a la comitiva y entraron con ella en casa de la Miruella, no sin grandes apreturas, por la excesiva estrechez de aquélla. Teresa y Gorio no se contentaron con entrar, sino que se pusieron cerca del altar que se había improvisado sobre una vieja mesa cerca del lecho de la enferma. El señor cura había cuidado también de revestir las paredes inmediatas con dos colchas suyas de percal, para hacer aquella pobre morada menos indigna del Huésped que iba a honrarla5.
 
Al verle tan cerca de sí, la moribunda anciana quiso incorporarse, pero sus fuerzas no se lo permitieron.
 
-Teresa... Gorio... Juana... Antonia... Felipe... -dijo en seguida, y a medida que iba distinguiendo las personas que la rodeaban, con una voz que, aunque débil, se dejaba oír de todos, por la pequeñez del recinto y el silencio que en él reinaba-: ¿tenéis algún resentimiento contra mí?
 
-No -contestaron vigorosamente todos aquéllos que, una hora antes, hubieran dado de buena gana un tizón cada uno para quemarla viva.
 
-¿Me perdonáis cualquier agravio, cualquier ofensa que en vida os haya podido hacer?
 
-Sí perdonamos.
 
-Yo, en cambio, os juro... en presencia de Dios, que voy a recibir... que jamás mi lengua se movió para infamaros, ni mis manos para ofenderos, ni mi corazón para odiaros...; que os hice todo el bien que pude, y que no pagué... con deseos de venganza el mal... que de vosotros recibí...
 
Teresa, a quien ahogaban los sollozos, no pudiendo contenerse más, avanzó hasta el lecho, y cogiendo entre las suyas las manos de la anciana, exclamó besándoselas al propio tiempo:
 
-Y yo que tanto la he ofendido a usté, ¿cómo he de esperar que me perdone?
 
-Hija mía -respondió la moribunda-, si Dios murió por salvar a los que le crucificaban, ¿cómo yo, miserable criatura... no he de perdonarte la falta... de haberme querido mal... porque creías... que así obrabas bien?...
 
Lo patético de este cuadro conmovía a todos. Felipe, aquel fachendoso que oía la misa de pie en el altar mayor, atusándose el pelo y mirando a las muchachas, clavaba sus rodillas en el suelo, y su vista, turbada por el llanto, en el Crucifijo. El mismo Gorio se mordía los labios, como si en su obstinada dureza quisiera protestar contra los impulsos de su corazón; retiraba de su frente los ásperos mechones de su salvaje cabellera, y se afanaba por ocultar con disimulo debajo de la chaqueta las manchas de vino que afrentaban su camisa. Era la primera vez que sentía asco y repugnancia de sus propios vicios.
 
El sacerdote, con la Hostia en la mano, brillando en sus ojos las lágrimas como perlas de purísimo rocío al reflejo de la luz que levantaba Felipe en un brazo trémulo, tenía en su semblante algo de sobrehumano, poseído como estaba de la sublime grandeza de su augusto ministerio; más sublime entonces que nunca; entonces, al dar la vida espiritual a un moribundo y acabando de convertir en suave y benéfico rocío de amorosas lágrimas un torrente de malas pasiones.
 
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
 
Después de comulgar, la anciana pasó algunos minutos en el recogimiento más profundo, observándose en su semblante, cada vez más determinados, los signos de la muerte.
 
El cura volvió a aproximarse a ella, dirigiéndola fervorosas exhortaciones.
 
-No me acerco a Dios -dijo la moribunda con voz más débil, pero con evidente deseo de ser oída de los circunstantes-; no me acerco a Dios... con la serenidad del justo...; pero sí con la esperanza del que... no le ha ofendido... ni con blasfemias..., ni con difamaciones..., ni con escándalos... No estoy... tan firme... que no tiemble... cerca ya... de la divina presencia..., porque pecadora soy..., pero... ¡bendito sea el Señor... por tanta gracia!...; libre me veo... del espantoso... tormento... que pasar deben... en este mismo trance... los que dejan... en el mundo... por señal... de sus vicios... hijos sin pan..., familias sin sosiego..., vidas sin honra... ¡Dios mío!..., perdón para... ellos... y para... mí... también...
 
Y expiró.
 
-Su alma está ya en presencia de Dios -dijo entonces conmovido el sacerdote, levantando sus ojos al cielo.
 
En seguida, tomando tema de aquel ejemplo, predicó grandes verdades y muy al caso. El terreno no podía estar mejor dispuesto para recibir la semilla.
 
Antes de volver a la iglesia el religioso cortejo todos se brindaron a porfía a velar el cadáver durante la noche
 
-Eso me corresponde a mí -dijo el buen cura-: la acompañé en vida, y no debo abandonarla hasta el sepulcro.
 
 
 
 
 
- IV -
 
 
La muerte edificante de la Miruella produjo en la casa de la portalada los efectos más maravillosos. Juana volvió a ser la moza robusta y fuerte, porque Felipe se casó con ella enseguida, sin más excitaciones nuevas que las de su conciencia. Teresa no volvió a tener cardenales en el cuerpo ni amarguras en el alma, porque Gorio, libre de la pasión del vino, no la pegaba jamás; y como éste reconquistó su antigua condición de labrador activo e inteligente, supo recuperar parte de la hacienda malvendida en azarosos días, y con ella el bienestar de toda la familia que, como ya no creía en brujas, arrojó por las bardas del corral los azabaches del rojillo, con lo cual no quedó éste tan tranquilo como deseara.
 
Pero ¿querrán ustedes creer que antes de cumplirse un año de la muerte de tía Bernarda, ya había en el mismo pueblo, si no en el mismo barrio, otra bruja tan odiada, tan temida y tan bruja como la Miruella?
 
 
 
 
 
 
 
 
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