Diferencia entre revisiones de «Consolación a Helvia»

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No necesitas buscar excusa en tu condición de mujer, a la que se permiten las lágrimas como por derecho, muy extenso sin duda, pero no ilimitado. Así es que nuestros mayores concedieron diez meses para llorar al esposo, para transigir por decreto solemne con la obstinación de las tristezas de las mujeres: no prohibieron el luto, pero lo limitaron. Porque dejarse abatir por dolor infinito cuando se pierde una persona querida, es loco cariño; no experimentar ninguno, es inhumana dureza. El equilibrio mejor entre el cariño y la razón es experimentar el dolor y dominarlo. No has de tomar ejemplo de algunas mujeres, cuya tristeza, una vez nacida, no termina hasta la muerte; algunas has conocido que, después de la pérdida de sus hijos, no abandonaron ya el luto: pero una vida que se ha distinguido desde el principio con tanto valor, exige más de ti. No puede acudir a las excusas de mujer aquella que estuvo exenta de todos los defectos femeniles. La impureza, ese vicio dominante de nuestro siglo, no te confundió con la muchedumbre de las mujeres; no te sedujeron las perlas y piedras preciosas; no brillaron ante tus ojos las riquezas como los bienes más preciosos del género humano: cuidadosamente educada en casa antigua y severa, no pudo influir en ti el ejemplo de los malvados, tan peligroso hasta para la virtud. Jamás te avergonzó tu fecundidad como si fuese impropia de tus años: nunca, como las demás mujeres que no buscan otro mérito que el de la belleza, disimulaste el abultamiento de tu vientre como vergonzosa carga; tú abogaste en tu seno las esperanzas concebidas ya de tu posteridad. Nunca manchaste tu semblante con afeites de prostitutas; jamás gustaste de esos vestidos hechos de manera que todo lo dejen a la vista. Tu único adorno fue el más bello de todos, aquel que el tiempo no deteriora; tu único adorno fue la castidad. No puedes, pues, excusar tu dolor con tu condición de mujer: tus virtudes te han elevado más, y lo mismo debes alejarte de los vicios que de las debilidades de tu sexo. Ni las mismas mujeres te permitirán consumirte sobre tu herida; sino que, en cuanto hayas satisfecho al primer impulso de dolor legítimo, te mandarán levantar la cabeza, aunque no sea más que para contemplar aquellas mujeres a quienes su eminente virtud colocó entre los grandes hombres. Cornelia era madre de doce hijos; el hado los redujo a dos. Si quieres contar los muertos, Cornelia perdió diez; si quieres estimarlos, fueron los Gracos. Y sin embargo, cuando los que lloraban en derredor suyo execraban su destino, prohibioles acusar a la fortuna, que le había dado por hijos a los Gracos. De aquella mujer mereció nacer<ref>fabiolita carss
</ref>el que dijo en plena asamblea: «¿Te atreves a maldecir a mi madre, a la que me dio el ser?» Pero las palabras de la madre me parecen más animosas. Los hijos daban alto valor al nacimiento de los Gracos: la madre a su muerte. Rutilia siguió a su hijo Cotta al destierro; su cariño era lazo tan poderoso, que prefirió soportar el destierro a la separación, y no quiso volver a su patria sino con su hijo. Después de su regreso, llegando, a ser uno de los ornamentos de la república, le perdió con tanto valor como le había seguido; y después de los funerales de su hijo, nadie la vio llorar. En el destierro ostentó valor; en la muerte, prudencia: porque nada la separó de su piedad; nada la hizo persistir en loca o inútil tristeza. En el número de estas mujeres quiero verte colocada; y puesto que siempre viviste como ellas, bien harás en seguir su ejemplo para moderar y comprimir tu tristeza. Demasiado sé que no se encuentra esto en nuestro poder, que ningún sentimiento se deja dominar, y especialmente el que nace del dolor; porque este es enérgico y rebelde a todo remedio. Algunas veces queremos contener y ahogar nuestros suspiros, pero por nuestro rostro compuesto y fingido se ve correr el llanto. Algunas veces ocupamos nuestro ánimo en los juegos y combates del circo, pero en medio de estos mismos espectáculos que deberían distraerle, se siente abatido por oculta tristeza. Mejor es, pues, vencer el dolor, que engañarle; porque distraído por los placeres, rechazado por las ocupaciones, despierta muy pronto después de acumular en el reposo fuerzas para desencadenarse; pero el que obedece a la razón, se asegura perpetua tranquilidad. No te indicaré los medios que han usado muchos, tales como buscar el alejamiento en la duración de un viaje, o distracción en sus atractivos; emplear mucho tiempo en el examen de cuentas y administración de tu patrimonio; en fin, que te ocupes sin cesar en asuntos nuevos: todas estas cosas solamente sirven por breves momentos, no siendo remedios, sino aplazamientos al dolor: por mi parte, prefiero poner término a la aflicción, que engañarla. He aquí por qué te llevo hacia el refugio de todos aquellos que huyen de la fortuna, los estudios liberales; éstos curarán tu herida, éstos te librarán de toda tristeza. Aunque nunca hubieses tenido esta costumbre, hoy habrías de recurrir a ella; pero tú, en cuanto lo permitió la antigua severidad de mi padre, si no llegaste a poseer, al menos absorbiste los conocimientos nobles. ¡Ojalá, menos adherido a las costumbres de los antiguos, mi padre, varón tan virtuoso, te hubiese dejado profundizar, más bien que desflorar, las doctrinas de los sabios! No tendrías ahora que buscar auxilios contra la fortuna, sino que usarías tus armas. A causa de esas mujeres para quienes las letras antes son instrumentos de corrupción que de sabiduría, alentó tan poco mi padre tu afición a los estudios: sin embargo, merced a un genio penetrante, conseguiste más de lo que parecían permitirte las circunstancias, poniendo en tu alma los cimientos de todas las ciencias. Vuelve a ellas ahora, y te darán seguridad, consuelo y alegría: si verdaderamente han penetrado en tu alma, jamás tendrá cabida en ella el dolor, la inquietud, el tormento inútil de vana aflicción: a nada de esto se abrirá tu pecho, porque desde muy antiguo está cerrado a todos los vicios. Aquí tienes seguros guardianes, los únicos que pueden ponerte al abrigo de la fortuna; pero como antes de llegar al puerto que te prometen los estudios necesitas apoyos en que descansar, quiero mostrarte entre tanto los consuelos que te son propios. Mira a mis hermanos: mientras se encuentren en seguridad, no tienes derecho para acusar a la fortuna: en uno y en otro encontrarás encanto por sus diferentes virtudes: el uno ha conseguido los honores por sus conocimientos, y el otro, por su sabiduría, los ha despreciado. Goza de la grandeza del uno, de la paz del otro y del amor de los dos. Conozco los afectos íntimos de mis hermanos: el uno ha apetecido las dignidades para honrarte; el otro se ha recogido en vida de tranquilidad y reposo para dedicarse por completo a ti. La fortuna ha dispuesto admirablemente tus hijos para proporcionarte apoyo y deleite; puedes descansar en el favor del uno y gozar de los ocios del otro. Ambos rivalizarán en cariño hacia ti, y el amor de dos hijos compensará la pérdida de uno. Puedo asegurarlo con audacia: lo único que te faltará es el número. Fija en seguida los ojos en tus nietos: mira a Marco, ese amable niño a cuyo aspecto no puede resistir ninguna tristeza; no hay en el pecho herida tan profunda ni tan reciente, que no puedan dulcificar sus caricias. ¿Qué lágrimas no podría secarte su alegría? ¿Qué corazón contraído por la angustia no se ensancharía con sus gracias? ¿Sobre qué frente no traerían regocijo sus juegos? ¿Qué pensamientos obstinados no desaparecerían al escuchar su encantadora charla que no puede cansar? Ruego a los dioses le concedan sobrevivirnos. ¡Que la crueldad del destino se agote y termine en mí! ¡Que caigan sobre mí todos los dolores de la madre, y sean para mí también todos los de la abuela! Que todos los demás de la familia sean felices cada cual en su condición, y no me quejaré de mi soledad ni de mi suerte. Que sea yo la única víctima expiatoria de la casa que ya no tendrá que gemir. Abraza estrechamente contra tu seno a Novatila, que muy pronto debe darte biznietos: de tal manera me la había apropiado, tan íntimamente la había unido conmigo, que después de haberme perdido, aunque la queda un padre, puede muy bien pasar por huérfana: ámala también por mí. Hace muy poco que la fortuna le arrebató su madre; tu cariño puede hacer, si no que se consuele de esta pérdida, al menos que no la lamente. Vigila en tanto sus costumbres, en tanto su belleza: los preceptos se graban más hondos cuando se imprimen en tierna edad. Que se alimente con tu enseñanza, que se conforme a tu modelo: mucho le darás, aunque no la des más que el ejemplo. Este deber sagrado servirá de remedio a tus males; porque solamente la razón o una ocupación honesta pueden arrancar del ánimo las amarguras de piadoso dolor. Si tu padre no se encontrase ausente, también lo contaría entre tus grandes consuelos; considera sin embargo ahora según tu afecto qué sea lo más importante, y comprenderás cuánto más justo es conservarte para él que sacrificarte para mí. Siempre que en sus violentos accesos se apodere de ti el dolor queriendo dominarte, piensa en tu padre: sin duda que, dándole nietos y biznietos has cesado de ser su hija única; pero a ti sola pertenece conceder el último galardón a esa existencia tan felizmente llevada. Mientras viva él, es un crimen quejarte de vivir tú.
 
 
===XVII===