Diferencia entre revisiones de «Los cuatro jinetes del Apocalipsis/Primera parte/II»

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{{encabezado3|[[Los cuatro jinetes del Apocalipsis]]|Primera Parte<br>II - EnEl elcentauro jardín de la capilla expiatoriaMadariaga|[[Vicente Blasco Ibáñez]]}}
 
 
<p>Deb&iacute;an encontrarse a las cinco de la tarde en el peque&ntilde;o jard&iacute;n de la Capilla Expiatoria; pero Julio Desnoyers lleg&oacute; media hora antes, con la impaciencia del enamorado que cree adelantar el momento de la cita present&aacute;ndose con anticipaci&oacute;n. Al pasar la verja por el bulevar Haussmann, se dio cuenta repentinamente de que en Par&iacute;a el mes de julio pertenece al verano. El curso de las estaciones era para &eacute;l en aquellos momentos algo embrollado que exig&iacute;a c&aacute;lculos.</p>
<p>En 1870, Marcelo Desnoyers ten&iacute;a diecinueve a&ntilde;os. Hab&iacute;a nacido en los alrededores de Par&iacute;s. Era hijo &uacute;nico, y su padre, dedicado a peque&ntilde;as especulaciones de construcci&oacute;n, manten&iacute;a a la familia en un modesto bienestar. El alba&ntilde;il quiso hacer de su hijo un arquitecto, y Marcelo empezaba los estudios preparatorios, cuando muri&oacute; el padre repentinamente, dejando sus negocios embrollados. En pocos meses, &eacute;l y su madre descendieron la pendiente de la ruina, vi&eacute;ndose obligados a renunciar a sus comodidades burguesas para vivir como obreros.</p>
<p>Hab&iacute;an transcurrido cinco meses desde las &uacute;ltimas entrevistas en este square que ofrece a las parejas errantes el refugio de una calma h&uacute;meda y f&uacute;nebre junto a un bulevar de continuo movimiento y en las inmediaciones de una gran estaci&oacute;n de ferrocarril. La hora de la cita era siempre las cinco. Julio ve&iacute;a llegar a su amada a la luz de los reverberos, encendidos recientemente, con el bulto envuelto en pieles y llev&aacute;ndose el manguito al rostro lo mismo que un antifaz. La voz dulce, al saludarlo, esparc&iacute;a su respiraci&oacute;n congelada por el fr&iacute;o: un nimbo de vapor blanco y tenue. Despu&eacute;s de varias entrevistas preparatorias y titubeantes, abandonaron definitivamente el jard&iacute;n. Su amor hab&iacute;a adquirido la majestuosa importancia dl hecho consumado, y fue a refugiarse de cinco a siete en un quinto piso de la rue de la Pompe, donde ten&iacute;a Julio su estudio de pintor. Las cortinas bien corridas sobre el ventanal de cristales, la chimenea ardiente esparciendo palpitaciones de p&uacute;rpura como &uacute;nica luz de la habitaci&oacute;n, el mon&oacute;tono canto del samovar hirviendo junto a las tazas de t&eacute;, todo el recogimiento de una vida aislada por el dulce ego&iacute;smo, no les permiti&oacute; enterarse de que las tardes iban siendo m&aacute;s largas, de que afuera a&uacute;n luc&iacute;a a ratos el sol en el fondo de los pozos de n&aacute;car abiertos en las nubes, y que la primavera, una primavera t&iacute;mida y p&aacute;lida, empezaba a mostrar sus dedos verdes en los botones de las ramas, sufriendo las &uacute;ltimas mordeduras del invierno, negro jabal&iacute; que volv&iacute;a sobre sus pasos.</p>
<p>Cuando, a los catorce a&ntilde;os, tuvo que escoger un oficio, se hizo tallista. Este oficio era un arte y estaba en relaci&oacute;n con las aficiones despertadas en Marcelo por sus estudios, forzosamente abandonados. La madre se retir&oacute; al campo, buscando el amparo de unos parientes. &Eacute;l avanz&oacute; con rapidez en el taller, ayudando a su maestro en todos los trabajos importantes que realizaba en provincias. Las primeras noticias de la guerra con Prusia le sorprendieron en Marsella, trabajando en el decorado de un teatro.</p>
<p>Luego, Julio hab&iacute;a hecho un viaje a Buenos Aires, encontrando en el otro hemisferio las &uacute;ltimas sonrisas del oto&ntilde;o y los primeros vientos helados en la Pampa. Y cuando se imaginaba que el invierno era para &eacute;l la eterna estaci&oacute;n, pues le sal&iacute;a al paso en sus cambios de domicilio de un extremo a otros del planeta, he aqu&iacute; que se le aparec&iacute;a inesperadamente el verano en este jard&iacute;n de barrio.</p>
<p>Marcelo era enemigo del Imperio, como todos los j&oacute;venes de su generaci&oacute;n. Adem&aacute;s, sent&iacute;ase influido por los obreros viejos, que hab&iacute;an intervenido en la Rep&uacute;blica del 48 y guardaban vivo el recuerdo del golpe de estado del 2 de diciembre. Un d&iacute;a vio en las calles de Marsellla una manifestaci&oacute;n popular en favor de la paz, que equival&iacute;a a una protesta contra el Gobierno. Los viejos republicanos, en lucha implacable contra el emperador; los compa&ntilde;eros de la Internacional, que acababan de organizarse, y gran n&uacute;mero de espa&ntilde;oles e italianos, huidos de sus pa&iacute;ses por recientes insurrecciones compon&iacute;an el cortejo. Un estudiante melenudo y t&iacute;sico llevaba la bandera. &laquo;Es la paz que deseamos; una paz que una a todos los hombres&raquo;, cantaban los manifestantes. Pero en la Tierra los m&aacute;s nobles prop&oacute;sitos rara vez son o&iacute;dos, pues el Destino se divierte en torcerlos y desviarlos. Apenas entraron en la Cannebi&egrave;re los amigos de la paz con su himno y su estandarte, fue la guerra lo que les sali&oacute; al paso, teniendo que apelar al pu&ntilde;o y al garrote. El d&iacute;a antes hab&iacute;an desembarcado unos batallones de zuavos de Argelia que iban a reforzar el ej&eacute;rcito de la frontera, y estos veteranos, acostumbrados a la existencia colonial, poco escrupulosa en materia de atropellos, creyeron oportuno intervenir en la manifestaci&oacute;n, unos con las bayonetas, otros con los cinturones desce&ntilde;idos &laquo;&iexcl;Viva la muerte!&raquo; Y una lluvia de zurriagazos y golpes cay&oacute; sobre los cantores. Marcelo pudo ver c&oacute;mo el c&aacute;ndido estudiante que hac&iacute;a llamamientos a la paz con una gravedad sacerdotal rodaba envuelto en su estandarte bajo el regocijado pateo de los zuavos. Y no se enter&oacute; de m&aacute;s, pues le alcanzaron varios correazos, una cuchillada leve en un hombro, y tuvo que correr lo mismo que los otros.</p>
<p>Un enjambre de ni&ntilde;os correteaba y gritaba en las cortas avenidas alrededor del monumento expiatorio. Lo primero que vio Julio al entrar fue un aro que ven&iacute;a rodando hacia sus piernas empujado por una mano infantil. Luego tropez&oacute; con una pelota. En torno de los casta&ntilde;os se aglomeraba el p&uacute;blico habitual de los d&iacute;as calurosos, buscando la sombra azul acribillada de puntos de luz. Eras criadas de las casas pr&oacute;ximas que hac&iacute;an labores o charlaban, siguiendo con mirada indiferente los juegos violentos de los ni&ntilde;os confiados a su vigilancia, burgueses del barrio que descend&iacute;an al jard&iacute;n para leer su peri&oacute;dico, haci&eacute;ndose la ilusi&oacute;n de que los rodeaba la paz de los bosques. Todos los bancos estaban llenos. Algunas mujeres ocupaban taburetes plegadizos de lona, con el aplomo que confiere el derecho de propiedad. Las sillas de hierro, asientos sometidos a pago, serv&iacute;an de refugio a varias se&ntilde;oras cargadas de paquetes, burguesas de los alrededores de Par&iacute;s que esperaban a otros individuos de su familia para tomar el tren en la gare Saint-Lazare... Y Julio hab&iacute;a propuesto en una carta neum&aacute;tica el encontrarse, como en otros tiempos, en este lugar, por considerarlo poco frecuentado. Y ella, cono no menos olvido de la realidad, fijaba en su respuesta la hora de siempre, las cinco, creyendo que, despu&eacute;s de pasar unos minutos en el Printemps o las Galer&iacute;as con pretexto de hacer compras, podr&iacute;a deslizarse hasta el jard&iacute;n solitario, sin riesgos a ser vista por algunos de sus numerosos conocidos.</p>
<p>Aquel d&iacute;a se revel&oacute; por primera vez su car&aacute;cter tenaz, soberbio, irritable ante la contradicci&oacute;n, hasta el punto de adoptar las m&aacute;s extremas resoluciones. El recuerdo de los golpes recibidos le enfureci&oacute; como algo que ped&iacute;a venganza. &laquo;&iexcl;Abajo la guerra!&raquo; Ya que no le era posible protestar de otro modo, abandonar&iacute;a su pa&iacute;s. La lucha iba a ser larga, desastrosa, seg&uacute;n los enemigos del Imperio. &Eacute;l entraba en quinta dentro de unos meses. Pod&iacute;a el emperador arreglar sus asuntos como mejor le pareciese. Desnoyers renunciaba al honor de servirle. Vacil&oacute; un poco al acordarse de su madre. Pero sus parientes del campo no le abandonar&iacute;an, y &eacute;l ten&iacute;a el prop&oacute;sito de trabajar mucho para enviarle dinero. &iexcl;Qui&eacute;n sabe si le esperaba la riqueza al otro lado del mar!... &iexcl;Adi&oacute;s Francia!</p>
<p>Desnoyers goz&oacute; una voluptuosidad casi olvidada -la del movimiento en un vasto espacio- al pasear haciendo crujir bajo sus pies los granos de arena. Durante veinte d&iacute;as, sus paseos hab&iacute;an sido sobre tablas, siguiendo con el automatismo de un caballo de picadero la vista ovoidal de la cubierta de un buque. Sus plantas, habituadas a un suelo inseguro, guardaban a&uacute;n sobre la tierra firme cierta sensaci&oacute;n de movilidad el&aacute;stica. Sus idas y venidas no despertaban la curiosidad de las gentes sentadas en el paseo. Una preocupaci&oacute;n com&uacute;n parec&iacute;a abarcar a todos, hombres y mujeres. Los grupos cruzaban en alta voz sus impresiones. Los que ten&iacute;an un peri&oacute;dico en la mano ve&iacute;an aproximarse a los vecinos con sonrisa de interrogaci&oacute;n. Hab&iacute;an desaparecido de golpe la desconfianza y el recelo que impulsan a los habitantes de las grandes ciudades a ignorarse mutuamente, midi&eacute;ndose con la vista cual si fuesen enemigos.</p>
<p>Gracias a sus ahorros, un corredor del puerto le ofreci&oacute; el embarco sin papeles en tres buques. Uno iba a Egipto; otro, a Australia; otro, a Montevideo y Buenos Aires. &iquest;Cu&aacute;l le parec&iacute;a mejor?... Desnoyers, recordando sus lecturas, quiso consultar el viento y seguir el rumbo que le marcase, como lo hab&iacute;a visto hacer a varios h&eacute;roes de novelas. Pero aquel d&iacute;a el viento soplaba de la parte del mar, intern&aacute;ndose en Francia. Tambi&eacute;n quiso echar una moneda en alto para que indicase su destino. Al fin, se decidi&oacute; por el buque que saliese antes. S&oacute;lo cuando estuvo con su magro equipaje sobre la cubierta de un vapor pr&oacute;ximo a zarpar tuvo inter&eacute;s en conocer su rumbo. &laquo;Para el r&iacute;o de la Plata...&raquo; Y acogi&oacute; estas palabras con un gesto de fatalista. &laquo;&iexcl;Vaya por la Am&eacute;rica del Sur!&raquo; No le desagradaba el pa&iacute;s. Lo conoc&iacute;a por ciertas publicaciones de viajes, cuyas l&aacute;minas representaban tropeles de caballos en libertad, indios desnudos y emplumados, gauchos hirsutos volteando sobre sus cabezas lazos serpenteantes y correas con bolas.</p>
<p>&laquo;Hablan de la guerra -se dijo Desnoyers-. Todo Par&iacute;s s&oacute;lo habla a estas horas de la posibilidad de la guerra&raquo;.</p>
<p>El millonario Desnoyers se acordaba siempre de su viaje a Am&eacute;rica: cuarenta y tres d&iacute;as de navegaci&oacute;n en un vapor peque&ntilde;o y desvencijado, que sonaba a hierro viejo, gem&iacute;a por todas sus junturas al menor golpe de mar y se detuvo cuatro veces por fatiga de la m&aacute;quina, quedando a merced de olas y corrientes. En Montevideo pudo enterarse de los reveses sufridos por su patria y de que el Imperio ya no exist&iacute;a. Sinti&oacute; la verg&uuml;enza al saber que la naci&oacute;n se gobernaba por s&iacute; misma, defendi&eacute;ndose tenazmente detr&aacute;s de las murallas de Par&iacute;s. &iexcl;Y &eacute;l hab&iacute;a huido!... Meses despu&eacute;s, los sucesos de la Commune le consolaron de su fuga. De quedarse all&aacute;, la c&oacute;lera por los fracasos nacionales, sus relaciones de compa&ntilde;erismo, el ambiente que viv&iacute;a, todo le hubiese arrastrado a la revuelta. A aquellas horas estar&iacute;a fusilado o vivir&iacute;a en un presidio colonial, como tantos de sus antiguos camaradas. Alab&oacute; su resoluci&oacute;n y dej&oacute; de pensar en los asuntos de su patria. La necesidad de ganarse la subsistencia en un pa&iacute;s extranjero, cuya lengua empezaba a conocer, hizo que s&oacute;lo se ocupase de su persona. La vida agitada y aventurera de los pueblos nuevos le arrastr&oacute; a trav&eacute;s de los m&aacute;s diversos oficios y las m&aacute;s disparatadas improvisaciones. Se sinti&oacute; fuerte, con una audacia y un aplomo que nunca hab&iacute;a tenido en el viejo mundo. &laquo;Yo sirvo para todo -dec&iacute;a- si me dan tiempo para ejercitarme.&raquo; Hasta fue soldado -&eacute;l, que hab&iacute;a huido de su patria por no tomar un fusil-, y recibi&oacute; una herida en uno de los muchos combates entre blancos y colorados de la Ribera Oriental.</p>
<p>Fuera del jard&iacute;n se notaba igualmente la misma ansiedad que hac&iacute;a a las gentes fraternales e igualitarias. Los vendedores de peri&oacute;dicos pasaban por el bulevar voceando las publicaciones de la tarde. Su carrera furiosa era cortada por las manos &aacute;vidas de los transe&uacute;ntes, que se disputaban los papeles. Todo lector se ve&iacute;a rodeado de un grupo que le ped&iacute;a noticias o intentaba descifrar por encima de sus hombros los gruesos y sensacionales r&oacute;tulos que encabezaban la hoja. En la rue des Mathurins, al otro lado del square, un corro de trabajadores, bajo el toldo de una taberna, o&iacute;a los comentarios de un amigo, que acompa&ntilde;aba sus palabras agitando el peri&oacute;dico con ademanes oratorios. El tr&aacute;nsito en las calles, el movimiento general de la ciudad, era lo mismo que en otros d&iacute;as; pero a Julio le pareci&oacute; que los veh&iacute;culos iban m&aacute;s aprisa, que hab&iacute;a en el aire un estremecimiento de fiebre, que las gentes hablaban y sonre&iacute;an de un modo distinto. Todos parec&iacute;an conocerse. A &eacute;l mismo lo miraban las mujeres del jard&iacute;n como si le hubiesen visto en los d&iacute;as anteriores. Pod&iacute;a acercarse a ellas y entablar conversaci&oacute;n, sin que experimentasen extra&ntilde;eza.</p>
<p>En Buenos Aires volvi&oacute; a trabajar de tallista. La ciudad empezaba a transformarse, rompiendo su envoltura de gran aldea. Desnoyers pas&oacute; varios a&ntilde;os ornando salones y fachadas. Fue una existencia laboriosa, sedentaria y remuneradora. Pero un d&iacute;a se cans&oacute; de este ahorro lento que s&oacute;lo pod&iacute;a proporcionarle, a la larga, una fortuna mediocre. &Eacute;l hab&iacute;a ido al Nuevo Mundo para hacerse rico, como tantos otros. Y a los veintisiete a&ntilde;os se lanz&oacute; de nuevo en plena aventura, huyendo de las ciudades, queriendo arrancar el dinero de las entra&ntilde;as de una Naturaleza virgen. Intent&oacute; cultivos en las selvas del Norte; pero la langosta los arras&oacute; en unas horas. Fue comerciante de ganado, arreando con s&oacute;lo dos peones tropas de novillos y mulas, que hac&iacute;a pasar a Chile o Bolivia por las soledades nevadas de los Andes. Perdi&oacute; en esta vida la exacta noci&oacute;n del tiempo y el espacio, emprendiendo traves&iacute;as que duraban meses por llanuras interminables. Tan pronto se consideraba pr&oacute;ximo a la fortuna, como lo perd&iacute;a todo de golpe por una especulaci&oacute;n desgraciada. Y en uno de estos momentos de ruina y desaliento, teniendo ya treinta a&ntilde;os, fue cuando se puso al servicio del rico estanciero Julio Madariaga.</p>
<p>&laquo;Hablan de la guerra&raquo;, volvi&oacute; a repetirse; pero con la conmiseraci&oacute;n de una inteligencia superior que conoce el porvenir y se halla por encima de las impresiones del vulgo.</p>
<p>Conoc&iacute;a a este millonario r&uacute;stico por sus compras de reses. Era un espa&ntilde;ol que hab&iacute;a llegado muy joven al pa&iacute;s, pleg&aacute;ndose con gusto a sus costumbres y viviendo como un gaucho, despu&eacute;s de adquirir enormes propiedades. Generalmente, lo apodaban el gallego Madariaga, causa de su nacionalidad, aunque hab&iacute;a nacido en Castilla. Las gentes del campo trasladaban al apellido el t&iacute;tulo de respeto que precede al nombre, llam&aacute;ndole don Madariaga. </p>
<p>Sab&iacute;a a qu&eacute; atenerse. Hab&iacute;a desembarcado a las diez de la noche, a&uacute;n no hac&iacute;a veinticuatro horas que pisaba tierra, y su mentalidad era la de un hombre que viene de lejos, a trav&eacute;s de las inmensidades oce&aacute;nicas, de los horizontes sin obst&aacute;culos, y se sorprende vi&eacute;ndose asaltado por las preocupaciones que gobiernan a los grandes grupos humanos. Al desembarcar hab&iacute;a estado dos horas en un caf&eacute; de Boulogne, contemplando c&oacute;mo las familias burguesas pasaban la velada en la mon&oacute;tona placidez de una vida sin peligros. Luego, el tren especial de los viajeros de Am&eacute;rica le hab&iacute;a conducido a Par&iacute;s, dej&aacute;ndolo a las cuatro de la madrugada en un and&eacute;n de la estaci&oacute;n del norte entre los brazos de Pepe Argensola, joven espa&ntilde;ol al que llamaba unas veces mi secretario y otras mi escudero, por no saber con certeza qu&eacute; funciones desempe&ntilde;aba cerca de su persona. En realidad era una mezcla de amigo y de par&aacute;sito, el camarada pobre complaciente y activo que acompa&ntilde;aba al se&ntilde;orito de familia rica en mala inteligencia con sus padres, participando de las alternativas de su fortuna, recogiendo las migajas de los d&iacute;as pr&oacute;speros e inventando expedientes para conservar las apariencias en las horas de penuria.</p>
<p>-Compa&ntilde;ero -dijo a Desnoyers un d&iacute;a que estaba de buen humor, lo que en &eacute;l era raro-, pasa usted muchos apuros. La falta de plata se huele de lejos. &iquest;Por qu&eacute; sigue en esta perra vida?... Cr&eacute;ame, gabacho, y qu&eacute;dese aqu&iacute;. Yo voy haci&eacute;ndome viejo y necesito un hombre.</p>
<p>-&iquest;Qu&eacute; hay de la guerra? -le hab&iacute;a dicho Argensola antes de preguntarle por el resultado de su viaje-. T&uacute; vienes de fuera y debes de saber mucho.</p>
<p>Al concertarse el franc&eacute;s con Madariaga, los propietarios de las inmediaciones, que viv&iacute;an a quince o veinte leguas de la estancia, deten&iacute;an al nuevo empleado en los caminos para augurarle toda clase de infortunios.</p>
<p>Luego se hab&iacute;a dormido en su antigua cama, guardadora de gratos recuerdos, mientras el secretario paseaba por el estudio hablando de Servia, de Rusia y del k&aacute;iser. Tambi&eacute;n este muchacho esc&eacute;ptico para todo lo que no estuviese en relaci&oacute;n con su ego&iacute;smo, parec&iacute;a contagiado por la preocupaci&oacute;n general. Cuando despert&oacute;, la carta de ella cit&aacute;ndole para las cinco de la tarde conten&iacute;a igualmente algunas palabras sobre el temido peligro. A trav&eacute;s de su estilo de enamorada, parec&iacute;a transpirar la preocupaci&oacute;n de Par&iacute;s. Al salir en busca del almuerzo, la portera, con pretexto de darle la bienvenida, le hab&iacute;a pedido noticias. Y en el restaurante, en el caf&eacute;, en la calle, siempre la guerra..., la posibilidad de una guerra con Alemania...</p>
<p>-No durar&aacute; usted mucho. A don Madariaga no hay quien lo resista. Hemos perdido la cuenta de sus administradores. Es un hombre que hay que matarlo o abandonarlo. Pronto se marchar&aacute; usted.</p>
<p>Desnoyers era optimista. &iquest;Qu&eacute; pod&iacute;an significar estas inquietudes para un hombre como &eacute;l, que acababa de vivir m&aacute;s de veinte d&iacute;as entre alemanes, cruzando el Atl&aacute;ntico bajo la bandera del Imperio?</p>
<p>Desnoyers no tard&oacute; en convencerse de que hab&iacute;a algo de cierto en tales murmuraciones. Madariaga era de un car&aacute;cter insufrible: pero, tocado de cierta simpat&iacute;a por el franc&eacute;s, procuraba no molestarlo con su irritabilidad.</p>
<p>Hab&iacute;a salido de Buenos Aires en un vapor de Hamburgo: el K&ouml;nig Friedrich August. El mundo estaba en santa tranquilidad cuando el buque se alej&oacute; de tierra. S&oacute;lo en M&eacute;xico blancos y mestizos se exterminaban revolucionariamente, para que nadie pudiese creer que el hombre es un animal degenerado por la paz. Los pueblos demostraban en el resto del planeta una cordura extraordinaria. Hasta en el transatl&aacute;ntico, el peque&ntilde;o mundo de pasajeros de las m&aacute;s diversas nacionalidades parec&iacute;a un fragmento de la sociedad futura implantado como ensayo en los tiempos presentes, un boceto del mundo del porvenir, sin fronteras ni antagonismos de razas. </p>
<p>-Es una perla ese gabacho -dec&iacute;a, como excusando sus muestras de consideraci&oacute;n-. Yo lo quiero porque es muy serio... As&iacute; me gustan a m&iacute; los hombres.</p>
<p>Una ma&ntilde;ana, la m&uacute;sica de abordo que hac&iacute;a o&iacute;r todos los domingos el Coral, de Lutero, despert&oacute; a los durmientes de los camarotes de primera clase con la m&aacute;s inaudita de las alboradas. Desnoyers se frot&oacute; los ojos creyendo vivir a&uacute;n en las alucinaciones del sue&ntilde;o. Los cobres alemanes rug&iacute;an la Marsellesa, por los pasillos y las cubiertas. El camarero, sonriendo ante su asombro, acab&oacute; por explicar el acontecimiento: &laquo;Catorce de Julio&raquo;. En los vapores alemanes se celebran como propias las grandes fiestas de todas las naciones que proporcionan carga y pasajeros. Sus capitanes cuidan escrupulosamente de cumplir los ritos de esta religi&oacute;n de la bandera y del recuerdo hist&oacute;rico. La m&aacute;s insignificante Rep&uacute;blica ve empavesado el buque en su honor. Es una diversi&oacute;n m&aacute;s, que ayuda a combatir la monoton&iacute;a del viaje y sirve a los altos fines de la propaganda germ&aacute;nica. Por primera vez la gran fecha de Francia era festejada en un buque alem&aacute;n; y mientras los m&uacute;sicos segu&iacute;an paseando por los diversos pisos, una Marsellesa galopante, sudorosa y con el pelo suelto, los grupos matinales comentaban el suceso.</p>
<p>No sab&iacute;a con certeza el mismo Desnoyers en qu&eacute; pod&iacute;a consistir esta seriedad tan admirada por su patr&oacute;n; pero experiment&oacute; un secreto orgullo al verlo agresivo con todos, hasta con su familia, mientras tomaba, al hablar con &eacute;l, un tono de rudeza paternal.</p>
<p>-&iexcl;Qu&eacute; finura! -dec&iacute;an las damas sudamericanas-. Estos alemanes no son tan ordinarios como parecen. Es una atenci&oacute;n... algo muy distinguido. &iquest;Y a&uacute;n hay quien cree que ellos y Francia van a golpearse?...</p>
<p>La familia la constitu&iacute;an su esposa, misi&aacute; Petrona, a la que &eacute;l llama la china, y dos hijas, ya mujeres, que hab&iacute;an pasado por un colegio de Buenos Aires, pero al volver a la estancia recobraron en parte la rusticidad originaria. La fortuna de Madariaga era enorme. Hab&iacute;a vivido en el campo desde su llegada a Am&eacute;rica, cuando la gente blanca no se atrev&iacute;a a establecerse fuera de las poblaciones por miedo a los indios bravos. Su primer dinero lo gan&oacute; como heroico comerciante, llevando mercanc&iacute;as en una carreta de fort&iacute;n a fort&iacute;n. Mat&oacute; indios, fue herido dos veces por ellos, vivi&oacute; cautivo una temporada, y acab&oacute; por hacerse amigo de un cacique. Con sus ganancias compr&oacute; tierra, mucha tierra, poco deseada por lo insegura, dedic&aacute;ndose a la cr&iacute;a de novillos, que hab&iacute;a de defender carabina en mano de los piratas de la pradera. Luego se cas&oacute; con su china, joven mestiza que iba descalza, pero ten&iacute;a varios campos de sus padres. Estos hab&iacute;an vivido en una pobreza casi salvaje sobre tierras de su propiedad que exig&iacute;an varias jornadas de trote para ser recorridas. Despu&eacute;s, cuando el Gobierno fue empujando a los indios hacia las fronteras y puso en venta los territorios sin due&ntilde;o -apreciando como una abnegaci&oacute;n patri&oacute;tica que alguien quisiera adquirirlos-, Madariaga compr&oacute; y compr&oacute; a precios insignificantes y con largu&iacute;simos plazos. Adquirir tierra y poblarla de animales fue la misi&oacute;n de su vida. A veces, galopando en compa&ntilde;&iacute;a de Desnoyers por sus campos interminables, no pod&iacute;a reprimir un sentimiento de orgullo.</p>
<p>Los contad&iacute;simos franceses que viajaban en el buque se ve&iacute;an admirados, como si hubiesen crecido desmesuradamente ante la p&uacute;blica consideraci&oacute;n. Eran tres nada m&aacute;s: un joyero viejo que ven&iacute;a de visitar sus sucursales de Am&eacute;rica, y dos muchachas comisionistas de la rue de la Paix, las personas m&aacute;s modositas y t&iacute;midas de a bordo, vestales de ojos alegres y nariz respingada, que se manten&iacute;an aparte, sin permitirse la menor expansi&oacute;n en este ambiente poco grato. Por la noche hubo banquete de gala. En el fondo del comedor, la bandera francesa y la del Imperio formaban un vistoso y disparatado cortinaje. Todos los pasajeros alemanes iban de frac y sus damas exhib&iacute;an las blancuras de sus escotes. Los uniformes de los sirvientes brillaban como en un d&iacute;a de gran revista. A los postres son&oacute; el repiqueteo de un cuchillo sobre un vaso, y se hizo el silencio. El comandante iba a hablar. Y el bravo marino, que un&iacute;a a sus funciones n&aacute;uticas la obligaci&oacute;n de hacer arengas en los banquetes y abrir los bailes con la dama de mayor respeto, empez&oacute; el desarrollo de un rosario de palabras semejantes a frotamientos de tabletas, con largos intervalos de vacilante silencio. Desnoyers sab&iacute;a un poco de alem&aacute;n, como recuerdo de sus relaciones con los parientes que ten&iacute;a en Berl&iacute;n, y pudo atrapara algunas palabras. Repet&iacute;a el comandante a cada momento paz y amigos. Un vecino de mesa, comisionista de comercio, se ofreci&oacute; como int&eacute;rprete, con la obsequiosidad del que vive de la propaganda.</p>
<p>-Diga, gabacho. Seg&uacute;n cuentan, m&aacute;s arriba de su pa&iacute;s parece que hay naciones poco m&aacute;s o menos del tama&ntilde;o de mis estancias. &iquest;No es as&iacute;?...</p>
<p>-El comandante pide a Dios que mantenga la paz entre Alemania y Francia y espera que cada vez ser&aacute;n m&aacute;s amigos los dos pueblos.</p>
<p>El franc&eacute;s aprobaba... Las tierras de Madariaga eran superiores a muchos principados. Esto pon&iacute;a de buen humor al estanciero.</p>
<p>Otro orador se levant&oacute; en la misma mesa que ocupaba el marino. Era el m&aacute;s respetado de los pasajeros alemanes, un rico industrial de D&uuml;sseldorf que ven&iacute;a de visitar a sus corresponsales de Am&eacute;rica. Nunca lo designaban por su nombre. Ten&iacute;a el t&iacute;tulo de consejero de Comercio, y para sus compatriotas era Herr Comerzienrath, as&iacute; como su esposa se hac&iacute;a dar el t&iacute;tulo de Frau Rath. La se&ntilde;ora consejera, mucho m&aacute;s joven que su importante esposo, hab&iacute;a atra&iacute;do desde el principio del viaje la atenci&oacute;n de Desnoyers. Ella, por su parte, hizo una excepci&oacute;n en favor de este joven argentino, abdicando su t&iacute;tulo desde las primeras palabras. </p>
<p>-Entonces no ser&iacute;a un disparate que un d&iacute;a me proclamase yo rey. Fig&uacute;rese, gabacho. &iexcl;Don Madariaga Primero!... Lo malo es que tambi&eacute;n ser&iacute;a el &uacute;ltimo, porque la china no quiere darme un hijo... Es una vaca floja.</p>
<p>&laquo;Me llamo Berta&raquo;, dijo dengosamente, como una duquesa de Versalles a un lindo abate sentado a sus pies. El marido tambi&eacute;n protest&oacute; al o&iacute;r que Desnoyers le llamaba consejero, como sus compatriotas. &laquo;Mis amigos me llaman capit&aacute;n. Yo mando una compa&ntilde;&iacute;a de la Landsturm&raquo;. Y el gesto con que el industrial acompa&ntilde;&oacute; estas palabras revelaba la melancol&iacute;a de un hombre no comprendido menospreciando los honores que goza para pensar &uacute;nicamente en lo que posee.</p>
<p>La fama de sus vastos territorios y sus riquezas pecuniarias llegaban hasta Buenos Aires. Todos conoc&iacute;an a Madariaga de nombre, aunque muy pocos lo hab&iacute;an visto. Cuando iba a la capital pasaba inadvertido por su aspecto r&uacute;stico, con las mismas polainas que usaba en el campo, el poncho arrollado como una bufanda, y, asomando sobre &eacute;ste, las puntas agresivas de una corbata, adorno de tormento impuesto por las hijas, que en vano arreglaban con manos amorosas para que guardase cierta regularidad.</p>
<p>Mientras pronunciaba el discurso, Julio examin&oacute; su peque&ntilde;a cabeza y su robusto pescuezo, que le daban cierta semejanza con un perro de pelea. Imaginariamente ve&iacute;a el alto y opresor cuello del uniforme haciendo surgir sobre sus bordes un doble bull&oacute;n de grasa roja. Los bigotes enhiestos y engomados tomaban un avance agresivo. Su voz era cortante y seca, como si sacudiese las palabras... As&iacute; deb&iacute;a de lanzar el emperador sus arengas. Y el burgu&eacute;s belicoso, con instintiva simulaci&oacute;n, encog&iacute;a el brazo izquierdo, apoyando la mano en la empu&ntilde;adura de un sable invisible.</p>
<p>Una ma&ntilde;ana hab&iacute;a entrado en el despacho del negociantes m&aacute;s rico de la capital.</p>
<p>A pesar de su gesto fiero y su oratoria de mando, todos los oyentes alemanes rieron estrepitosamente a las primeras palabras, como hombres que saben apreciar el sacrificio de un Herr Comerzienrath cuando se digna divertir una reuni&oacute;n.</p>
<p>-Se&ntilde;or, s&eacute; que necesita usted novillos para Europa, y vengo a venderle una puntita.</p>
<p>-Dice cosas muy graciosas de los franceses -apunt&oacute; el int&eacute;rprete en voz baja-. Pero no son ofensivas.</p>
<p>El negociante mir&oacute; con altivez al gaucho pobre. Pod&iacute;a entenderse con uno de sus empleados; &eacute;l no perd&iacute;a el tiempo en asuntos peque&ntilde;os. Pero ante la sonrisa maliciosa del r&uacute;stico, sinti&oacute; curiosidad.</p>
<p>Julio hab&iacute;a adivinado algo de esto al o&iacute;r repetidas veces la palabra franzosen. Se daba cuenta aproximadamente de lo que dec&iacute;a el orador: &laquo;franzosen, ni&ntilde;os grandes, alegres, graciosos, imprevisores. &iexcl;Las cosas que podr&iacute;an hacer juntos los alemanes y ellos, si olvidasen los rencores del pasado!&raquo; Los oyentes germanos ya no re&iacute;an. El consejero renunciaba a su iron&iacute;a, una iron&iacute;a grandiosa, aplastante, de muchas toneladas de peso, enorme como el buque. Ahora desarrollaba la parte seria de su arenga, y el mismo comisionista parec&iacute;a conmovido.</p>
<p>-&iquest;Y cu&aacute;ntos novillos puede usted vender, buen hombre?</p>
<p>-Dice, se&ntilde;or -continu&oacute;-, que desea que Francia sea muy grande y que alg&uacute;n d&iacute;a marchemos juntos contra otros enemigos..., &iexcl;contra otros!</p>
<p>-Unos treinta mil.</p>
<p>Y gui&ntilde;aba un ojo sonriendo maliciosamente, con la misma sonrisa de com&uacute;n inteligencia que despertaba en todos esta alusi&oacute;n al misterioso enemigo.</p>
<p>No necesit&oacute; o&iacute;r m&aacute;s el personaje. Se levant&oacute; de su mesa y le ofreci&oacute; obsequiosamente un sill&oacute;n.</p>
<p>Al final, el capit&aacute;n consejero levant&oacute; su copa por Francia. Hoch!, grit&oacute; como si mandase una revoluci&oacute;n a sus soldados de la reserva. Por tres veces dio el grito, y toda la masa germ&aacute;nica puesta en pie, contest&oacute; con un Hoch! Semejante a un rugido, mientras la m&uacute;sica instalada en el antecomedor romp&iacute;a a tocar la Marsellesa.</p>
<p>-Usted no puede ser otro que el se&ntilde;or Madariaga.</p>
<p>Desnoyers se conmovi&oacute;. Un escalofr&iacute;o de entusiasmo sub&iacute;a por su espalda. Se le humedecieron los ojos, y al beberse el champa&ntilde;a crey&oacute; haber tragado algunas l&aacute;grimas. &Eacute;l llevaba un nombre franc&eacute;s, ten&iacute;a sangre francesa, y lo que hac&iacute;an aquellos gringos -que las m&aacute;s de las veces le parec&iacute;an rid&iacute;culos y ordinarios- era digno de agradecimiento. &iexcl;Los s&uacute;bditos del k&aacute;iser festejando la gran fecha de la Revoluci&oacute;n!... Crey&oacute; estar asistiendo a un gran suceso hist&oacute;rico.</p>
<p>-Para servir a Dios y a usted.</p>
<p>-&iexcl;Muy bien! -dijo a otros sudamericanos que ocupaban las mesas inmediatas-. Hay que reconocer que han estado muy gentiles.</p>
<p>Aquel instante fue el m&aacute;s glorioso de su existencia.</p>
<p>Luego, con la vehemencia de sus veintis&eacute;is a&ntilde;os, acometi&oacute; en el antecomedor al joyero, ech&aacute;ndole en cara su mutismo. Era el &uacute;nico ciudadano de Francia que iba a bordo. Deb&iacute;a haber dicho cuatro palabras de agradecimiento. La fiesta terminaba mal por su culpa.</p>
<p>En el antedespacho de los gerentes de banco, los ordenanzas le ofrec&iacute;an asiento misericordiosamente, dudando de que el personaje que estaba al otro lado de la puerta se dignase recibirlo. Pero apenas sonaba adentro su nombre, el mismo gerente corr&iacute;a a abrir. Y el pobre empleado quedaba estupefacto al escuchar c&oacute;mo el gaucho dec&iacute;a a guisa de saludo: &laquo;Vengo a que me den trescientos mil pesos. Tengo pasto abundante y quisiera comprar una puntita de hacienda para engordarla.&raquo;</p>
<p>-&iquest;Y por qu&eacute; no habl&oacute; usted, que es hijo de franc&eacute;s? -dijo el otro-.</p>
<p>Su car&aacute;cter desigual y contradictorio gravitaba sobre los pobladores de sus tierras con una tiran&iacute;a cruel y bonachona. No pasaba vagabundo por la estancia que no fuese acogido por el rudamente desde sus primeras palabras.</p>
<p>-Yo soy un ciudadano argentino -contest&oacute; Julio-.</p>
<p>.D&eacute;jese de historias, amigo -gritaba como si fuese a pegarle-. Bajo el sombraje hay una res degollada. Corte y coma lo que quiera, y rem&eacute;diese con esto para seguir viaje... Pero &iexcl;nada de cuentos!</p>
<p>Y se alej&oacute; del joyero, mientras &eacute;ste, pensando que pod&iacute;a haber hablado, daba explicaciones a los que le rodeaban. Era muy peligroso mezclarse en asuntos diplom&aacute;ticos. Adem&aacute;s, &eacute;l no ten&iacute;a instrucciones de su Gobierno. Y por unas cuantas horas se crey&oacute; un hombre que hab&iacute;a estado a punto de desempe&ntilde;ar un gran papel en la Historia.</p>
<p>Y le volv&iacute;a la espalda luego de entregarle unos pesos.</p>
<p>Pasaba Desnoyers el resto de la noche en el fumadero, atra&iacute;do por la presencia de la se&ntilde;ora consejera. El capit&aacute;n de la Landstrum, avanzando un enorme cigarro entre sus bigotes, jugaba al p&oacute;quer con otros compatriotas que le segu&iacute;an en orden de dignidades y riquezas. Su compa&ntilde;era se manten&iacute;a al lado suyo gran parte de la velada, presenciando el ir y venir de los camareros cargados de bocks, sin atreverse a intervenir en este consumo enorme de cerveza. Su preocupaci&oacute;n era guardar un asiento vac&iacute;o junto a ella para que lo ocupase Desnoyers. Le ten&iacute;a por el hombre m&aacute;s distinguido de a bordo porque tomaba champa&ntilde;a en todas las comidas. Era de mediana estatura, moreno, con un pie breve -que la obligaba a ella a recoger los suyos debajo de las faldas-, y su frente aparec&iacute;a como un tri&aacute;ngulo bajo dos crenchas de pelo lisas, negras, lustrosas cual planchas de laca. El tipo opuesto de los hombres que la rodeaban. Adem&aacute;s, viv&iacute;a en Par&iacute;s, en la ciudad que ella no hab&iacute;a visto nunca, despu&eacute;s de numerosos viajes por ambos hemisferios.</p>
<p>Un d&iacute;a se mostraba enfurecido porque un pe&oacute;n iba clavando con demasiada lentitud los postes de una cerca de alambre. &iexcl;Todos lo robaban! Al d&iacute;a siguiente hablaba con sonrisa bonachona de una importante cantidad que deber&iacute;a pagar por haber garantizado con su firma a un conocido en completa insolvencia: &laquo;&iexcl;Pobre! &iexcl;Peor es su suerte que la m&iacute;a!&raquo;</p>
<p>-&iexcl;Oh Par&iacute;s! &iexcl;Par&iacute;s! -dec&iacute;a abriendo los ojos y frunciendo los labios para expresar su admiraci&oacute;n cuando hablaba a solas con el argentino-. &iexcl;C&oacute;mo me gustar&iacute;a ir a &eacute;l!</p>
<p>Al encontrar en el camino la osamenta de una oveja reci&eacute;n descarnada, parec&iacute;a enloquecer de rabia. No era la carne. &laquo;El hambre no tiene ley, y la carne la ha hecho Dios para que la coman los hombres. Pero &iexcl;al menos que le dejasen la piel!... &raquo; Y comentaba tanta maldad repitiendo siempre: &laquo;Falta de religi&oacute;n y buenas costumbres.&raquo; Otras veces, los merodeadores se llevaban la carne de tres vacas, abandonando las pieles bien a la vista; y el estanciero dec&iacute;a, sonriendo: &laquo;As&iacute; me gusta a m&iacute; la gente: honrada y que no haga mal.&raquo;</p>
<p>Y para que le contase las cosas de Par&iacute;s se permit&iacute;a ciertas confidencias sobre los placeres de Berl&iacute;n, pero con ruborosa modestia, admitiendo por adelantado que en el mundo hay m&aacute;s, mucho m&aacute;s, y que ella deseaba conocerlo.</p>
<p>Su vigor de incansable centauro le hab&iacute;a servido poderosamente en la empresa de poblar sus tierras. Era caprichoso, desp&oacute;tico y de grandes facilidades para la paternidad, como sus compatriotas que siglos antes, al dominar el Nuevo Mundo, clasificaron la sangre ind&iacute;gena. Ten&iacute;an los mismos gustos que los conquistadores castellanos por la belleza cobriza, de ojos oblicuos y cabello cerdoso. Cuando Desnoyers le ve&iacute;a apartarse con cualquier pretexto y poner su caballo al galope hacia un rancho cercano, se dec&iacute;a sonriendo: &laquo;Va en busca de un nuevo pe&oacute;n que trabajar&aacute; sus tierras dentro de quince a&ntilde;os.&raquo;</p>
<p>Julio, al pasear ahora en torno de la Capilla Expiatoria, se acordaba con cierto remordimiento de la esposa del consejero Erckmann. &iexcl;&Eacute;l, que hab&iacute;a hecho el viaje a Am&eacute;rica por una mujer para reunir dinero y casarse con ella!... Pero en seguida encontraba excusas a su conducta. Nadie iba a saber lo ocurrido. Adem&aacute;s, &eacute;l no era un asceta, y Berta Erkmann representaba una amistad tentadora en medio del mar. Al recordarla, ve&iacute;a imaginariamente un caballo de carreras grande, enjuto, rubio y de largas zancadas. Era una alemana a la moderna, que no reconoc&iacute;a otro defecto a su pa&iacute;s que la pesadez de sus mujeres, combatiendo en su persona este peligro nacional con toda clase de m&eacute;todos alimenticios. La comida era para ella un tormento, y el desfile de los bocks en el fumadero un suplicio tantalesco. La esbeltez conseguida y mantenida por esta tensi&oacute;n de la voluntad dejaba m&aacute;s visible la robustez de su andamiaje, el fuerte esqueleto, con mand&iacute;bulas poderosas y unos dientes grandes, sanos, deslumbradores, que tal vez daban origen a la comparaci&oacute;n irreverente de Desnoyers. &laquo;Es delgada, y sin embargo, enorme&raquo;, dec&iacute;a al examinarla. Pero a continuaci&oacute;n la declaraba igualmente la mujer m&aacute;s distinguida a bordo; distinguida para el Oc&eacute;ano, elegante a estilo de Munich, con vestidos de colores indefinibles que hac&iacute;an recordar el arte persa y las vi&ntilde;etas de los manuscritos medievales. El Marido admiraba la elegancia de Berta, lamentando en secreto su esterilidad casi como un delito de alta traici&oacute;n. La patria alemana era grandiosa por la fecundidad de sus mujeres. El k&aacute;iser, con sus hip&eacute;rboles de artista, hab&iacute;a hecho constar que la verdadera belleza alemana debe tener el talle a partir de un metro cincuenta.</p>
<p>EL personal de la estancia comentaba el parecido fison&oacute;mico de ciertos j&oacute;venes que trabajan lo mismo que los dem&aacute;s, galopando desde el alba para ejecutar las diversas operaciones del pastoreo. Su origen era objeto de irrespetuosos comentarios. El capataz Celedonio, mestizo de treinta a&ntilde;os, generalmente detestado por su car&aacute;cter duro y avariento tambi&eacute;n ofrec&iacute;a una lejana semejanza con el patr&oacute;n.</p>
<p>Cuando entr&oacute; Desnoyers en el fumadero para ocupar el asiento que le reservaba la consejera, el marido y sus opulentos camaradas ten&iacute;an la baraja inactiva sobre el verde tapete. Herr Rath continuaba entre amigos su discurso, y los oyentes se sacaban el cigarro de los labios para lanzar gru&ntilde;idos de aprobaci&oacute;n. La presencia de Julio provoc&oacute; una sonrisa de general amabilidad. Era Francia que ven&iacute;a a fraternizar con ellos. Sab&iacute;an que su padre era franc&eacute;s, y esto bastaba para que lo acogiesen como si llegase en l&iacute;nea recta del palacio del Quai d'Orsay, representando a la m&aacute;s alta diplomacia de la Rep&uacute;blica. El af&aacute;n de proselitismo hizo que todos ellos le concediesen de pronto una importancia desmesurada.</p>
<p>Casi todos los a&ntilde;os se presentaba con aire de misterio alguna mujer que ven&iacute;a de muy lejos, china sucia y malcarada, de relieves colgantes, llevando de la mano a un mesticillo de ojos de brasa. Ped&iacute;a hablar a solas con el due&ntilde;o; y al verse frente a &eacute;l, le recordaba un viaje realizado diez o doce a&ntilde;os antes para comprar una punta de reses.</p>
<p>-Nosotros -continu&oacute; el consejero, mirando fijamente a Desnoyers como si esperase de &eacute;l una declaraci&oacute;n solemne- deseamos vivir en buena amistad con Francia.</p>
<p>-&iquest;Se acuerda, patr&oacute;n, que pas&oacute; la noche en mi rancho porque el r&iacute;o iba crecido?</p>
<p>El joven Julio aprob&oacute; con la cabeza, para no mostrarse desatento. Le parec&iacute;a muy bien que las gentes no fuesen enemigas. Por &eacute;l pod&iacute;a afirmarse esta amistad cuanto quisieran. Lo &uacute;nico que le interesaba en aquellos momentos era cierta rodilla que buscaba la suya por debajo de la mesa, transmiti&eacute;ndole su dulce calor a trav&eacute;s de un doble tel&oacute;n de sedas.</p>
<p>El patr&oacute;n no se acordaba de nada. &Uacute;nicamente un vago instinto parec&iacute;a indicarle que la mujer dec&iacute;a verdad.</p>
<p>-Pero Francia -sigui&oacute; quejumbrosamente el industrial- se muestra arisca con nosotros. Hace a&ntilde;os que nuestro emperador le tiende la mano con noble lealtad, y ella finge no verla... Esto reconocer&aacute; usted que no es correcto.</p>
<p>-Bueno; y &iquest;qu&eacute;?</p>
<p>Aqu&iacute; Desnoyers crey&oacute; que deb&iacute;a decir algo, para que el orador no adivinase sus verdaderas preocupaciones.</p>
<p>-Patr&oacute;n, aqu&iacute; lo tiene... M&aacute;s vale que se haga hombre a su lado que en otra parte.</p>
<p>-Tal vez no hacen ustedes bastante. &iexcl;Si ustedes devolviesen, ante todo, lo que le quitaron!...</p>
<p>Y le presentaba al peque&ntilde;o mestizo. &iexcl;Uno m&aacute;s y ofrecido con esta sencillez!... &laquo;Falta de religi&oacute;n y buenas costumbres.&raquo; Con repentina modestia dudaba de la veracidad de la mujer. &iquest;Por qu&eacute; hab&iacute;a de ser precisamente suyo?... La vacilaci&oacute;n no era, sin embargo, muy larga.</p>
<p>Se hizo un silencio de estupefacci&oacute;n, como si hubiese sonado en el buque la se&ntilde;al de alarma. Algunos de los que se llevaban el cigarro a los labios quedaron con la mano inm&oacute;vil a dos dedos de la boca, abriendo los ojos desmesuradamente. Pero all&iacute; estaba el capit&aacute;n de la Landnstrum para dar forma su muda protesta.</p>
<p>-Por si es, ponlo con los otros.</p>
<p>-&iexcl;Devolver! - dijo con una voz que parec&iacute;a ensordecida por el repentino hinchamiento de su cuello-. Nosotros no tenemos por qu&eacute; devolver nada, ya que nada hemos quitado. Lo que poseemos lo ganamos con nuestro hero&iacute;smo.</p>
<p>La madre se marchaba tranquila, viendo asegurado el porvenir del peque&ntilde;o; porque aquel hombre pr&oacute;digo en violencias tambi&eacute;n lo era en generosidades. Al final no le faltar&iacute;a a su hijo un pedazo de tierra y un buen hato de ovejas.</p>
<p>La oculta rodilla se hizo m&aacute;s insinuante, como si aconsejase prudencia al joven con sus dulces frotamientos.</p>
<p>Estas adopciones provocaron al principio una rebeld&iacute;a de misi&aacute; Petrona, la &uacute;nica que se permiti&oacute; en toda su existencia. Pero el centauro le impuso un silencio de terror.</p>
<p>-No diga usted esas cosas -suspir&oacute; Berta-. Eso s&oacute;lo lo dicen los republicanos corrompidos de Par&iacute;s. &iexcl;Un joven tan distinguido, que ha estado en Berl&iacute;n y tiene parientes en Alemania!...</p>
<p>-&iquest;Y a&uacute;n te atreves a hablar, vaca floja?... Una mujer que s&oacute;lo ha sabido darme hembras. Verg&uuml;enza deb&iacute;as tener.</p>
<p>Como Desnoyers ante toda afirmaci&oacute;n hecha con tono altivo sent&iacute;a un impulso hereditario de agresividad, dijo fr&iacute;amente:</p>
<p>La misma mano que extra&iacute;a negligentemente de un bolsillo los billetes hechos una bola, d&aacute;ndolos a capricho, sin reparar en cantidades, llevaba colgada a la mu&ntilde;eca un rebenque. Era para golpear al caballo; pero lo levantaba con facilidad cuando alguno de los peones incurr&iacute;a en su c&oacute;lera.</p>
<p>-Es como si le quitase a usted el reloj y luego le propusiera que fu&eacute;semos amigos, olvidando lo ocurrido. Aunque usted pudiera olvidar, lo primero ser&iacute;a que yo le devolviese el reloj.</p>
<p>-Te pego porque puedo -dec&iacute;a como excusa al serenarse.</p>
<p>Quiso responder tantas cosas a la vez el consejero Erckmann, que balbuci&oacute;, saltando de una idea a otra:</p>
<p>Un d&iacute;a, el golpeado hizo un paso atr&aacute;s, buscando el cuchillo en el cinto.</p>
<p>-&iexcl;Comparar la reconquista de Alsacia a un robo!... &iexcl;Una tierra alemana!... La raza..., la lengua..., la historia...</p>
<p>-A m&iacute; no me pega usted, patr&oacute;n. Yo no he nacido en estos pagos... Yo soy de Corrientes.</p>
<p>-Pero &iquest;d&oacute;nde consta su voluntad de ser alemana? -pregunt&oacute; el joven sin perder la calma-. &iquest;Cu&aacute;ndo han consultado ustedes su opini&oacute;n?</p>
<p>El patr&oacute;n qued&oacute; con el l&aacute;tigo en alto.</p>
<p>Qued&oacute; indeciso el consejero, como si dudase entre caer sobre el insolente o aplastarlo con su desprecio.</p>
<p>-&iquest;De verdad que no has nacido aqu&iacute;?... Entonces tienes raz&oacute;n: no puedo pegarte. Toma cinco pesos.</p>
<p>-Joven, usted no sabe lo que dice -afirm&oacute; con majestad-. Usted es argentino y no entiende las cosas de Europa.</p>
<p>Cuando Desnoyers entr&oacute; en la estancia, Madariaga empezaba a perder la cuenta de los que estaban bajo su potestad a uso latino antiguo y pod&iacute;an recibir sus golpes. Eran tantos, que incurr&iacute;a en frecuentes confusiones. El franc&eacute;s admir&oacute; el ojo experto de su patr&oacute;n para los negocios. Le bastaba contemplar por breves minutos un reba&ntilde;o de miles de reses para saber su n&uacute;mero con exactitud. Galopaba con aire indiferente en torno del inmenso grupo cornudo y pataleante, y de pronto hac&iacute;a apartar varios animales. Hab&iacute;a descubierto que estaban enfermos. Con un comprador como Madariaga, las marruller&iacute;as y artificios de los vendedores resultaban in&uacute;tiles.</p>
<p>Y los dem&aacute;s asintieron, despoj&aacute;ndolo repentinamente de la ciudadan&iacute;a que le hab&iacute;an atribuido poco antes. El consejero, con una rudeza militar, le hab&iacute;a vuelto la espalda, y tomando la baraja, distribu&iacute;a cartas. Se reanud&oacute; la partida. Desnoyers, vi&eacute;ndose aislado por este menosprecio silencioso, sinti&oacute; deseos de interrumpir el juego con una violencia. Pero la oculta rodilla segu&iacute;a aconsej&aacute;ndole la calma y una mano no menos invisible busc&oacute; su diestra, oprimi&eacute;ndola dulcemente. Esto bast&oacute; para que recobrase la serenidad. La se&ntilde;ora consejera segu&iacute;a con ojos fijos la marcha del juego. &Eacute;l mir&oacute; tambi&eacute;n, y una sonrisa maligna contrajo levemente los extremos de su boca, al mismo tiempo que se dec&iacute;a mentalmente, a guisa de consuelo: &laquo;&iexcl;Capit&aacute;n, capit&aacute;n!... No sabes lo que te espera&raquo;.</p>
<p>Su serenidad ante la desgracia era tambi&eacute;n admirable. Una sequ&iacute;a sembraba repentinamente sus prados de vacas muertas. La llanura parec&iacute;a un campo de batalla abandonado. Por todas partes, bultos negros; en el aire, grandes espirales de cuervos que llegaban de muchas leguas a la redonda. Otras veces era el fr&iacute;o: un inesperado descenso del term&oacute;metro cubr&iacute;a el suelo de cad&aacute;veres. Diez mil animales, quince mil, tal vez m&aacute;s, se hab&iacute;an perdido.</p>
<p>Estando en tierra firme no se habr&iacute;a acercado m&aacute;s a estos hombres; pero la vida en un transatl&aacute;ntico, con su inevitable promiscuidad, obliga al olvido. Al otro d&iacute;a, el consejero y sus amigos fueron en busca de &eacute;l, extremando sus amabilidades par borrar todo recurso enojoso. Era un joven distinguido, pertenec&iacute;a a una familia rica y todos ellos pose&iacute;an en su pa&iacute;s tiendas y otros negocios. De lo &uacute;nico que cuidaron fue de no mencionar m&aacute;s su origen franc&eacute;s. Era argentino, y todos a coro se interesaban por la grandeza de su naci&oacute;n y de todas las naciones de la Am&eacute;rica del Sur, donde ten&iacute;an corresponsales y empresas, exagerando su importancia como si fuesen grandes potencias, comentando con gravedad los hechos los hechos y palabras de sus personajes pol&iacute;ticos, dando a entender que en Alemania no hab&iacute;a quien no se preocupase de su porvenir, prediciendo a todas ellas una gloria futura, reflejo de la del Imperio, siempre que se mantuviesen bajo la influencia germ&aacute;nica.</p>
<p>-&iquest;Qu&eacute; hacer? -dec&iacute;a Madariaga con resignaci&oacute;n-. Sin tales desgracias, esta tierra ser&iacute;a un para&iacute;so... Ahora lo que importa es salvar los cueros.</p>
<p>A pesar de estos halagos, Desnoyers no se present&oacute; con la misma asiduidad que antes a la hora del p&oacute;quer. La consejera se retiraba a su camarote m&aacute;s pronto que de costumbre. La proximidad de la l&iacute;nea equinoccial le proporcionaba un sue&ntilde;o irresistible, abandonando a su esposo, que segu&iacute;a con los naipes en la mano. Julio, por su parte, ten&iacute;a misteriosas ocupaciones que s&oacute;lo le permit&iacute;an subir a cubierta despu&eacute;s de medianoche. Con la precipitaci&oacute;n de un hombre que desea ser visto para evitar sospechas, entraba en el fumadero hablando alto y ven&iacute;a a sentarse junto al marido y sus camaradas. La partida hab&iacute;a terminado, y un derroche de cerveza y gruesos cigarros de Hamburgo serv&iacute;a para festejar el &eacute;xito de los gananciosos. Era la hora de las expansiones germ&aacute;nicas, de la intimidad entre hombres, de las bromas lentas y pesadas, de los cuentos subidos de color. El consejero presid&iacute;a con toda su grandeza estas diabluras de los puertos anse&aacute;ticos, que gozaban de grandes cr&eacute;ditos en el Deutsch Bank, o tenderos instalados en las rep&uacute;blicas del Plata, con una familia innumerable. &Eacute;l era un guerrero, un capit&aacute;n, y al celebrar cada chiste lento con una sonrisa que hinchaba su robusta cerviz, cre&iacute;a estar en el vivac entre sus compa&ntilde;eros de armas.</p>
<p>Echaba pestes contra la soberbia de los emigrantes de Europa, contra las nuevas costumbres de la gente pobre, porque no dispon&iacute;a de bastantes brazos para desollar a las v&iacute;ctimas en poco tiempo y miles de pieles se perd&iacute;an al corromperse unidas a la carne. Los huesos blanqueaban la tierra como montones de nieve. Los peoncitos iban colocando en los postes del alambrado cr&aacute;neos de vaca con los cuernos retorcidos, adorno r&uacute;stico que evocaba la imagen de un desfile de liras hel&eacute;nicas.</p>
<p>En honor de los sudamericanos, que, cansados de pasear por la cubierta, entraban a o&iacute;r lo que dec&iacute;an los gringos, los cuentistas vert&iacute;an al espa&ntilde;ol las gracias y los relatos licenciosos despertados en su memoria por la cerveza abundante. Julio admiraba la risa f&aacute;cil de que estaban dotados todos estos hombres. Mientras los extranjeros permanec&iacute;an impasibles, ellos re&iacute;an con sonoras carcajadas, ech&aacute;ndose atr&aacute;s en sus asientos. Y cuando el auditorio alem&aacute;n permanec&iacute;a fr&iacute;o, el cuentista apelaba a un recurso infalible para remediar su falta de &eacute;xito. </p>
<p>-Por suerte queda la tierra -a&ntilde;ad&iacute;a el estanciero-.</p>
<p>-A k&aacute;iser le contaron este cuento, y cuando k&aacute;iser lo oy&oacute;, k&aacute;iser ri&oacute; mucho.</p>
<p>Galopaba por sus campos inmensos, que empezaban a verdear bajo las nuevas lluvias. Hab&iacute;a sido de los primeros en convertir las tierras v&iacute;rgenes en praderas, sustituyendo el pasto natural con la alfalfa. Donde antes viv&iacute;a un novillo, colocaba ahora tres. &laquo;La mesa est&aacute; puesta -dec&iacute;a alegremente-. Vamos en busca de nuevos convidados.&raquo; Y compraba a precios irrisorios el ganado desfallecido de hambre en los campos naturales, llev&aacute;ndolo a un r&aacute;pido engordamiento en sus tierras opulentas.</p>
<p>No necesitaba decir m&aacute;s. Todos re&iacute;an, &laquo;&iexcl;ja, ja, ja!&raquo; con una carcajada espont&aacute;nea pero breve; una risa en tres golpes, pues &eacute;l prolongarla pod&iacute;a interpretarse como una falta de respeto a la majestad.</p>
<p>Una ma&ntilde;ana, Desnoyers le salv&oacute; la vida. Hab&iacute;a levantado su rebenque sobre un pe&oacute;n reci&eacute;n entrado en la estancia, y &eacute;ste le acometi&oacute; cuchillo en mano. Madariaga se defend&iacute;a a latigazos, convencido de que iba a recibir de un momento a otro la cuchillada mortal, cuando lleg&oacute; el franc&eacute;s y, sacando su rev&oacute;lver, domin&oacute; y desarm&oacute; al adversario.</p>
<p>Cerca de Europa, una oleada de noticias sali&oacute; al encuentro del buque. Los empleados del tel&eacute;grafo sin hilos trabajaban incesantemente. Una noche, al entrar Desnoyers en el fumadero, vio a los notables germ&aacute;nicos manoteando y con los rostros animados. No beb&iacute;an cerveza; hab&iacute;an hecho destapar botellas de champa&ntilde;a alem&aacute;n, y la frau consejera impresionada, sin duda, por los acontecimientos, se absten&iacute;a de bajar a su camarote. El capit&aacute;n Erckmann, al ver al joven argentino, le ofreci&oacute; una copa.</p>
<p>-&iexcl;Gracias, gabacho! -dijo el estanciero, emocionado-. Eres todo un hombre y debo recompensarte. Desde hoy... te hablar&eacute; de t&uacute;.</p>
<p>-Es la guerra -dijo con entusiasmo-, la guerra que llega... &iexcl;Ya era hora!</p>
<p>Desnoyers no lleg&oacute; a comprender qu&eacute; recompensa pod&iacute;a significar este tuteo. &iexcl;Era tan raro aquel hombre!... Algunas consideraciones personales vinieron, sin embargo, a mejorar su estado. No comi&oacute; m&aacute;s en el edificio donde estaba instalada la Administraci&oacute;n. El due&ntilde;o exigi&oacute; imperativamente que en adelante ocupase un sitio en su propia mesa. Y as&iacute; entr&oacute; Desnoyers en la intimidad de la familia Madariaga.</p>
<p>Desnoyers hizo un gesto de asombro. &iexcl;La guerra!... &iquest;Qu&eacute; guerra era &eacute;sa?... Hab&iacute;a le&iacute;do, como todos, en la tablilla de anuncios del antecomedor, un radiograma dando cuenta de que el Gobierno austr&iacute;aco acababa de enviar un ultim&aacute;tum a Servia, sin que esto le produjese la menor emoci&oacute;n. Menospreciaba las cuestiones de los Balcanes. Eran querellas de pueblos piojosos, que acaparaban la atenci&oacute;n del mundo; distray&eacute;ndole de empresas m&aacute;s serias. &iquest;C&oacute;mo pod&iacute;a interesar este suceso al belicoso consejero? Las dos naciones acabar&iacute;an por entenderse. La diplomacia sirve algunas veces para algo.</p>
<p>La esposa era una figura muda cuando el marido estaba presente. Se levantaba en plena noche para vigilar el desayuno de los peones, la distribuci&oacute;n de la galleta, el hervor de las marmitas de caf&eacute; o de mate cocido. Arreaba a las criadas, parlanchinas y perezosas, que se perd&iacute;an con facilidad en las arboledas pr&oacute;ximas a la casa. Hac&iacute;a sentir en la cocina y sus anexos una autoridad de verdadera patrona; pero apenas sonaba la voz del marido, parec&iacute;a encogerse en un silencio de respeto y temor. Al sentarse la china a la mesa lo contemplaba con sus ojos redondos, fijos como los de un b&uacute;ho, revelando una sumisi&oacute;n devota.</p>
<p>-No -insisti&oacute; ferozmente el alem&aacute;n-; es la guerra, la bendita guerra. Rusia sostendr&aacute; a Servia, y nosotros apoyaremos a nuestra aliada... &iquest;Qu&eacute; har&aacute; Francia? &iquest;Usted sabe lo que har&aacute; Francia?... </p>
<p>Desnoyers lleg&oacute; a pensar que en esta admiraci&oacute;n hab&iacute;a mucho de asombro por la energ&iacute;a con que el estanciero -cerca ya de los sesenta a&ntilde;os- segu&iacute;a improvisando nuevos pobladores para sus tierras.</p>
<p>Julio levant&oacute; los hombros con mal humor, como pidiendo que le dejasen en paz.</p>
<p>Las dos hijas, Luisa y Elena, aceptaron con entusiasmo al comensal, que ven&iacute;a a animar sus mon&oacute;tonas conversaciones del comedor, cortadas muchas veces por las c&oacute;leras del padre. Adem&aacute;s, era de Par&iacute;s. &laquo;&iexcl;Par&iacute;s!&raquo;, suspiraba Elena, la menor, poniendo los ojos en blanco. Y Desnoyers se ve&iacute;a consultado por ellas en materias de elegancia cada vez que encargaban algo a los almacenes de ropas de Buenos Aires.</p>
<p>-Es la guerra -continu&oacute; el consejero-, la guerra preventiva que necesitamos. Rusia crece demasiado aprisa y se prepara contra nosotros. Cuatro a&ntilde;os m&aacute;s de paz, y habr&aacute; terminado sus ferrocarriles estrat&eacute;gicos y su fuerza militar, unida a la de sus aliados, valdr&aacute; tanto como la nuestra. Mejor es darle ahora un buen golpe. Hay que aprovechar la ocasi&oacute;n... La guerra. &iexcl;La guerra preventiva!</p>
<p>El interior de la casa reflejaba los diversos gustos de las dos generaciones. Las ni&ntilde;as ten&iacute;an un sal&oacute;n con muebles ricos -apoyados en paredes agrietadas- y l&aacute;mparas ostentosas que nunca se encend&iacute;an. El padre perturbaba con su rudeza esta habitaci&oacute;n, cuidada y admirada por las dos hermanas. Las alfombras parec&iacute;an entristecerse y palidecer bajo las huellas de barro que dejaban las botas del centauro. Sobre una mesa dorada aparec&iacute;a el rebenque. Las muestras de ma&iacute;z esparc&iacute;an sus granos sobre la seda de un sof&aacute; que s&oacute;lo ocupaban las se&ntilde;oritas con cierto recogimiento, como si temiesen romperlo. Junto a la entrada del comedor hab&iacute;a una b&aacute;scula, y Madariaga se enfureci&oacute; cuando las hijas le pidieron que la llevase a las dependencias. &Eacute;l no iba a molestarse con un viaje cada vez que se le ocurriese averiguar el peso de un cuero suelto... Un piano entr&oacute; en la estancia, y Elena pasaba las horas tecleando lecciones con una buena fe desesperante. &laquo;&iexcl;Ir&aacute; de Dios! &iexcl;Si al menos tocase la jota o el peric&oacute;n!&raquo; Y el padre, a la hora de la siesta, se iba a dormir sobre un poncho, entre los eucaliptos cercanos.</p>
<p>Todo su clan le escuchaba en silencio. Algunos no parec&iacute;an sentir el contagio de su entusiasmo. &iexcl;La guerra!... Con la imaginaci&oacute;n ve&iacute;an los negocios paralizados, los corresponsales en quiebra, los Bancos cortando los cr&eacute;ditos..., una cat&aacute;strofe m&aacute;s pavorosa para ellos que las matanzas de las batallas. Pero aprobaban con gru&ntilde;idos y movimientos de cabeza las feroces declamaciones de Erckmann. Era un Herr Rath, y, adem&aacute;s, un oficial. Deb&iacute;a de estar en el secreto de los destinos de su patria, y esto bastaba para que bebiesen en silencio por el &eacute;xito de la guerra.</p>
<p>Esta hija menor, a la que apodaba la Rom&aacute;ntica, era el objeto de sus c&oacute;leras y sus burlas. &iquest;De d&oacute;nde hab&iacute;a salido con unos gustos que nunca sintieron &eacute;l y su pobre china? Sobre el piano se amontonaban cuadernos de m&uacute;sica. En un &aacute;ngulo del disparatado sal&oacute;n, varias cajas de conservas, arregladas a guisa de biblioteca por el carpintero de la estancia, conten&iacute;an libros.</p>
<p>El joven crey&oacute; que el consejero y sus admiradores estaban borrachos. &laquo;F&iacute;jese, capit&aacute;n -dijo con tono conciliador-; eso que usted dice tal vez carece de l&oacute;gica&raquo;. &iquest;C&oacute;mo pod&iacute;a convenir una guerra a la industriosa Alemania? Por momentos iba ensanchando su acci&oacute;n: cada vez conquistaba un mercado nuevo; todos los a&ntilde;os su balance comercial aparec&iacute;a aumentado en proporciones inauditas. Sesenta a&ntilde;os antes ten&iacute;a que tripular sus escasos buques con los cocheros de Berl&iacute;n castigados por la Polic&iacute;a. Ahora, sus flotas comerciales y de guerra surcaban todos los Oc&eacute;anos y no hab&iacute;a puerto donde la mercanc&iacute;a germ&aacute;nica no ocupase la parte m&aacute;s considerable de los muelles. S&oacute;lo necesitaba seguir viviendo de este modo, mantenerse alejada de las aventuras guerreras. Veinte a&ntilde;os m&aacute;s de paz, y los alemanes ser&iacute;an los due&ntilde;os de los mercados del mundo, venciendo a Inglaterra, su maestra de ayer, en esta lucha sin sangre. &iquest;Y todo esto iban a exponerlo -como el que juega su fortuna entera a una carta- en una lucha que pod&iacute;a serles desfavorable?...</p>
<p>-Mira, gabacho -dec&iacute;a Madariaga-. Todo versos y novelas. &iexcl;Puros embustes!... &iexcl;Aire!</p>
<p>-No. &iexcl;La guerra -insisti&oacute; rabiosamente el consejero-, la guerra preventiva! Vivimos rodeados de enemigos, y esto no puede continuar. Es mejor que terminemos de una vez. &iexcl;O ellos o nosotros! Alemania se siente con fuerzas para desafiar al mundo. Debemos poner fin a la amenaza rusa. Y si Francia no se mantiene quietecita, &iexcl;peor para ella!... Y si alguien m&aacute;s... &iexcl;alguien!, se atreve a intervenir en contra nuestra, &iexcl;peor para ella! Cuando yo monto en mis talleres una m&aacute;quina nueva, es para hacerla producir y que no descanse. Nosotros poseemos el primer Ej&eacute;rcito del mundo, y hay que ponerlo en movimiento para que no se oxide.</p>
<p>&Eacute;l ten&iacute;a su biblioteca, m&aacute;s importante y gloriosa, y ocupaba menos lugar. En su escritorio, adornado con carabinas, lazos y monturas chapeadas de plata, un peque&ntilde;o armario conten&iacute;a los t&iacute;tulos de propiedad y varios legajos que el estanciero hojeaba con miradas de orgullo.</p>
<p>Luego a&ntilde;adi&oacute; con pesada iron&iacute;a:</p>
<p>-Pon atenci&oacute;n y oir&aacute;s maravillas -anunciaba a Desnoyers, tirando de uno de los cuadernos.</p>
<p>-Han establecido un c&iacute;rculo de hierro en torno de nosotros para ahogarnos. Pero Alemania tiene los pechos muy robustos, y le basta hincharlos para romper el cors&eacute;. Hay que despertar antes que nos veamos maniatados mientras dormimos. &iexcl;Ay del que encontremos enfrente de nosotros!...</p>
<p>Era la historia de las bestias famosas que hab&iacute;a entrado en la estancia para la reproducci&oacute;n y mejoramiento de sus ganados; el &aacute;rbol geneal&oacute;gico, las cartas de nobleza, la pedigree de todos los animales. Hab&iacute;a de ser &eacute;l quien leyese los papeles, pues no permit&iacute;a que los tocase ni su familia. Y con las gafas caladas iba deletreando la historia de cada h&eacute;roe pecuario: &laquo;Diamond III, nieto de Diamond I, que fue propiedad del rey de Inglaterra, e hijo de Diamond II, triunfador en todos los concursos.&raquo; Su Diamond le hab&iacute;a costado muchos miles; pero los caballos m&aacute;s gallardos de la estancia, que se vend&iacute;an a precios magn&iacute;ficos, eran sus descendientes.</p>
<p>Desnoyers sinti&oacute; la necesidad de contestar a estas arrogancias. &Eacute;l no hab&iacute;a visto nunca el c&iacute;rculo de hierro de que se quejaban los alemanes. Lo &uacute;nico que hac&iacute;an las naciones era no seguir viviendo confiadas ni inactivas ante la desmesurada ambici&oacute;n germ&aacute;nica. Se preparaban simplemente para defenderse de una agresi&oacute;n casi segura. Quer&iacute;an sostener su dignidad, atropellada a todas horas por las m&aacute;s inauditas pretensiones.</p>
<p>-Ten&iacute;a m&aacute;s talento que algunas personas. S&oacute;lo le faltaba hablar. Es el mismo que est&aacute; embalsamado junto a la puerta del sal&oacute;n. Las ni&ntilde;as quieren que lo eche de all&iacute;... &iexcl;Que se atrevan a tocarlo! &iexcl;Primero, las echo a ellas!</p>
<p>-&iquest;No ser&aacute;n los otros pueblos -pregunt&oacute;- los que se ven obligados a defenderse, y ustedes los que representan un peligro para el mundo?</p>
<p>Luego continuaba leyendo la historia de una dinast&iacute;a de toros, todos con nombre propio y un n&uacute;mero romano a continuaci&oacute;n, lo mismo que los reyes; animales adquiridos en las grandes ferias de Inglaterra por el testarudo estanciero. Nunca hab&iacute;a estado all&aacute;; pero empleaba el cable para batirse a libras esterlinas con los propietarios brit&aacute;nicos, deseosos de conservar para su patria tales portentos. Gracias a estos reproductores, que atravesaron el Oc&eacute;ano con iguales comodidades que un pasajero millonario, hab&iacute;a podido hacer desfilar en los concursos de Buenos Aires sus novillos, que eran torreones de carne, elefantes comestibles, con el lomo cuadrado y liso lo mismo que una mesa.</p>
<p>Una mano invisible busc&oacute; la suya por debajo de la mesa, como algunas noches antes, para recomendarle prudencia. Pero ahora apretaba fuerte, con la autoridad que confiere el derecho adquirido.</p>
<p>-Esto representa algo, &iquest;no te parece, gabacho? Esto vale m&aacute;s que todas las estampas con lunas, lagos, amantes y otras macanas que mi Rom&aacute;ntica pone en las paredes para que cr&iacute;en polvo.</p>
<p>-&iexcl;Oh se&ntilde;or! -suspir&oacute; la dulce Berta-. &iexcl;Decir esas cosas un joven tan distinguido y que tiene...!</p>
<p>Y se&ntilde;alaba los diplomas honor&iacute;ficos que adornaban el escritorio, las copas de bronces y dem&aacute;s bisuter&iacute;a gloriosa conquistada en los concursos por los hijos de su pedigree.</p>
<p>No pudo continuar, pues su esposo le cort&oacute; la palabra. Ya no estaban en los mares de Am&eacute;rica, y el consejero se expres&oacute; con la rudeza de un due&ntilde;o de casa.</p>
<p>Luisa, la hija mayor -llamada Chicha, a uso americano-, merec&iacute;a m&aacute;s respeto de su padre. &laquo;Es mi pobre china -dec&iacute;a-; la misma bondad y el mismo empuje para el trabajo, pero con m&aacute;s se&ntilde;or&iacute;o.&raquo; Lo del se&ntilde;or&iacute;o lo aceptaba Desnoyers inmediatamente, y aun le parec&iacute;a una expresi&oacute;n incompleta y d&eacute;bil. Lo que no pod&iacute;a admitir era que aquella muchacha p&aacute;lida, modesta, con grandes ojos negros y sonrisa de pueril malicia, tuviese el menor parecido f&iacute;sico con la respetable matrona que le hab&iacute;a dado la existencia.</p>
<p>-Tuve el honor de manifestarle, joven -dijo, imitando la cortante frialdad de los diplom&aacute;ticos-, que usted no es m&aacute;s que un sudamericano, e ignora las cosas de Europa.</p>
<p>La gran fiesta para Chicha era la misa del domingo. Representaba un viaje de tres leguas al pueblo m&aacute;s cercano, un contacto semanal con gentes que no eran las mismas de la estancia. Un carruaje tirado por cuatro caballos se llevaba a la se&ntilde;ora y a las se&ntilde;oritas con los &uacute;ltimos trajes y sombreros llegados de Europa a trav&eacute;s de las tiendas de Buenos Aires. Por indicaci&oacute;n de Chicha, iba Desnoyers con ellas, tomando las riendas al cochero. El padre se quedaba para recorrer sus campos en la soledad del domingo, enter&aacute;ndose mejor de los descuidos de su gente. &Eacute;l era muy religioso: &laquo;Religi&oacute;n y buenas costumbres.&raquo; Pero hab&iacute;a dado miles de pesos para la construcci&oacute;n de la vecina iglesia, y un hombre de su fortuna no iba a estar sometido a las mismas obligaciones de los pelagatos.</p>
<p>No le llam&oacute; indio; pero Julio oy&oacute; interiormente la palabra lo mismo que si el alem&aacute;n la hubiese proferido. &iexcl;Ay, si la garra oculta y suave no le tuviese sujeto con sus crispaciones de emoci&oacute;n!... Pero este contacto mantuvo su calma y hasta le hizo sonre&iacute;r. &laquo;&iexcl;Gracias, capit&aacute;n! -dijo mentalmente-. Es lo menos que puedes hacer para cobrarte&raquo;.</p>
<p>Durante el almuerzo dominical, las dos se&ntilde;oras hac&iacute;an comentarios sobre las personas y m&eacute;ritos de varios j&oacute;venes del pueblo y de las estancias pr&oacute;ximas que se deten&iacute;an a la puerta de la iglesia para verlas.</p>
<p>Y aqu&iacute; terminaron sus relaciones con el consejero y su grupo.</p>
<p>-&iexcl;H&aacute;ganse ilusiones, ni&ntilde;as! -dec&iacute;a el padre-. &iquest;Ustedes creen que las quieren por su lindura?... Lo que buscan esos sinverg&uuml;enzas son los pesos del viejo Madariaga; y as&iacute; que los tuviesen, tal vez les soltar&iacute;an a ustedes una paliza diaria.</p>
<p>Los comerciantes, al verse cada vez m&aacute;s pr&oacute;ximos a su patria, se iban despojando del servil deseo de agradar que les acompa&ntilde;aba en sus viajes al Nuevo Mundo. Ten&iacute;an, adem&aacute;s, graves cosas de que ocuparse. El servicio telegr&aacute;fico funcionaba sin descanso. El comandante del buque conferenciaba en su camarote con el consejero, por ser el compatriota de mayor importancia. Sus amigos buscaban los lugares m&aacute;s ocultos para hablar entre ellos. Hasta Berta empez&oacute; a huir de Desnoyers. Le sonre&iacute;a a&uacute;n de lejos: pero su sonrisa iba dirigida m&aacute;s los recuerdos que a la realidad presente.</p>
<p>La estancia recib&iacute;a numerosos visitantes. Unos eran j&oacute;venes de los alrededores, que llegaban sobre briosos caballos haciendo suertes de equitaci&oacute;n. Deseaban ver a don Julio con los m&aacute;s inveros&iacute;miles pretextos, y aprovechaban la oportunidad para hablar con Chicha y Elena. Otras veces eran se&ntilde;oritos de Buenos Aires, que ped&iacute;an alojamiento en la estancia, diciendo que iban de paso. Don Madariaga gru&ntilde;&iacute;a:</p>
<p>Entre Lisboa y las costas de Inglaterra habl&oacute; Julio por &uacute;ltima vez con el marido. Todas las ma&ntilde;anas aparec&iacute;an en la tablilla del antecomedor noticias alarmantes transmitidas por los aparatos radiogr&aacute;ficos. El Imperio se estaba armando contra sus enemigos. Dios los castigar&iacute;a, haciendo caer sobre ellos toda clase de desgracias. Desnoyers qued&oacute; estupefacto de asombro ante la &uacute;ltima noticia. &laquo;Trescientos mil revolucionarios sitian a Par&iacute;s en este momento. Los barrios exteriores empiezan a arder. Se reproducen los horrores de la Commune&raquo;.</p>
<p>-&iexcl;Otro hijo de tal que viene en busca de los pesos del gallego! Si no se va pronto, lo... corro a patadas.</p>
<p>-Pero &iexcl;estos alemanes se han vuelto locos! -grit&oacute; el joven ante el radiograma, rodeado de un grupo de curiosos, tan asombrados como &eacute;l-. Vamos a perder el poco sentido que nos queda... &iquest;Qu&eacute; revolucionarios son &eacute;sos? &iquest;Qu&eacute; revoluci&oacute;n puede estallar en Par&iacute;s si los hombres del Gobierno no son reaccionarios?</p>
<p>Pero el pretendiente no tardaba en irse, intimidado por la mudez hostil del patr&oacute;n. Esta mudez se prolong&oacute; de un modo alarmante, a pesar de que la estancia ya no recib&iacute;a visitas. Madariaga parec&iacute;a abstra&iacute;do, y todos los de la familia, incluso Desnoyers, respetaban y tem&iacute;an su silencio. Com&iacute;a enfurru&ntilde;ado, con la cabeza baja. De pronto levantaba los ojos para mirar a Chicha, luego a Desnoyers, y fijarlos &uacute;ltimamente en su esposa, como si fuese a pedirle cuentas.</p>
<p>Una voz se lev&oacute; detr&aacute;s de &eacute;l, ruda, autoritaria, como si pretendiese cortar las dudas del auditorio. Era el Herr consejero el que hablaba.</p>
<p>La Rom&aacute;ntica no exist&iacute;a para &eacute;l. Cuando m&aacute;s, le dedicaba un bufido ir&oacute;nico al verla erguida en la puerta a la hora del atardecer contemplando el horizonte, ensangrentado por la muerte del sol, con un codo en el quicio y una mejilla en una mano, imitando la actitud de cierta dama blanca que hab&iacute;a visto en un cromo esperando la llegada del caballero de los ensue&ntilde;os.</p>
<p>-Joven, esas noticias las env&iacute;an las primeras agencias de Alemania... Y Alemania no miente nunca.</p>
<p>Cinco a&ntilde;os llevaba Desnoyers en la casa, cuando un d&iacute;a entr&oacute; en el escritorio del amo con el aire brusco de los t&iacute;midos que adoptan una resoluci&oacute;n.</p>
<p>Luego de esta afirmaci&oacute;n le volvi&oacute; la espalda, y ya no se vieron m&aacute;s.</p>
<p>-Don Julio, me marcho, y deseo que ajustemos cuentas.</p>
<p>En la madrugada siguiente -&uacute;ltimo d&iacute;a del viaje-, el camarero de Desnoyers lo despert&oacute; con apresuramiento. &laquo;Herr, suba a cubierta: lindo espect&aacute;culo&raquo;. El mar estaba velado por la niebla; pero entre los brumosos telones se marcaban unas siluetas semejantes a islas con robustas torres y agudos minaretes. Las islas avanzaban sobre el agua aceitosa lenta y majestuosamente, con pesadez sombr&iacute;a. Julio cont&oacute; hasta dieciocho. Parec&iacute;an llenar el Oc&eacute;ano. Era la escuadra de la Mancha, que acababa de salir de las costas de Inglaterra por orden del Gobierno, navegando sin otro fin que el de hacer constar su fuerza. Por primera vez viendo entre la bruma este desfile de dreadnoughts, que evocaban la imagen de un reba&ntilde;o de monstruos marinos de la Prehistoria, se dio cuenta exacta Desnoyers del poder&iacute;o brit&aacute;nico. El buque alem&aacute;n pas&oacute; entre ellos empeque&ntilde;ecido, humillado, acelerando su marcha. &laquo;Cualquiera dir&iacute;a -pens&oacute; el joven- que tiene la conciencia inquieta y desea ponerse a salvo&raquo;. Cerca de &eacute;l, un pasajero sudamericano bromeaba con un alem&aacute;n. &laquo;&iexcl;Si la guerra se hubiese declarado ya entre ellos y ustedes!... &iexcl;Si nos hiciesen prisioneros!&raquo;</p>
<p>Madariaga lo mir&oacute; socarronamente. &iquest;Irse?... &iquest;Por qu&eacute;? Pero en vano repiti&oacute; sus preguntas. El franc&eacute;s se tascaba en una serie de explicaciones incoherentes. &laquo;Me voy; debo irme.&raquo;</p>
<p>Despu&eacute;s de mediod&iacute;a entraron en la rada de Southampton. El Friedrich August mostr&oacute; prisa en salir cuanto antes. Las operaciones se hicieron con vertiginosa rapidez. La carga fue enorme: carga de personal y de equipajes. Dos vapores llenos abordaron al transatl&aacute;ntico. Una avalancha de alemanes residentes en Inglaterra invadi&oacute; las cubiertas con la alegr&iacute;a del que pisa suelo amigo, deseando verse cuanto antes en Hamburgo. Luego el buque avanz&oacute; por el canal con una rapidez desusada en estos parajes.</p>
<p>-&iexcl;Ah ladr&oacute;n, profeta falso! -grit&oacute; el estanciero con voz estent&oacute;rea.</p>
<p>La gente, asomada a las bordas, comentaba los extraordinarios encuentros en este bulevar mar&iacute;timo, frecuentado ordinariamente por buques de paz. Unos humos en el horizonte eran los de la escuadra francesa llevando al presidente Poincar&eacute;, que volv&iacute;a de Rusia. La alarma europea hab&iacute;a interrumpido su viaje. Luego vieron m&aacute;s barcos ingleses que rondaban ante sus costas como perros agresivos y vigilantes. Dos acorazados de la Am&eacute;rica del Norte se dieron a conocer por sus m&aacute;stiles en forma de cestos. Despu&eacute;s pas&oacute; a todo vapor, con rumbo al B&aacute;ltico, un nav&iacute;o rudo, blanco y lustroso desde las cofas a la l&iacute;nea de flotaci&oacute;n. &laquo;&iexcl;Mal! -clamaban los viajeros procedentes de Am&eacute;rica-. &iexcl;Muy mal! Parece que esta vez va la cosa en serio&raquo;. Y miraban con inquietud las costas cercanas a un lado y a otro. Ofrec&iacute;an el aspecto de siempre; pero detr&aacute;s de ellas se estaba preparando tal vez un nuevo per&iacute;odo de la Historia.</p>
<p>Pero Desnoyers no se inmut&oacute; ante el insulto. Hab&iacute;a o&iacute;do muchas veces a su patr&oacute;n las mismas palabras cuando comentaba algo gracioso o al regatear con los compradores de bestias.</p>
<p>El transatl&aacute;ntico deb&iacute;a llegar a Boulogne a medianoche, aguardando hasta el amanecer para que desembarcasen c&oacute;modamente los viajeros. Sin embargo, lleg&oacute; a las diez, ech&oacute; el ancla lejos del puerto, y el comandante dio &oacute;rdenes para que el desembarco se hiciese en menos de media hora. Para esto hab&iacute;an acelerado la marcha, derrochando carb&oacute;n. Necesitaba alejarse cuanto antes, en busca del refugio de Hamburgo. Por algo funcionaban los aparatos radiogr&aacute;ficos.</p>
<p>-&iexcl;Ah ladr&oacute;n, profeta falso! &iquest;Crees que no s&eacute; por qu&eacute; te vas? &iquest;Te imaginas que el viejo Madariaga no ha visto tus miraditas y las miraditas de la mosca muerta de su hija, y cuando os paseabais t&uacute; y ellas agarrados de la mano, en presencia de la pobre china, que est&aacute; ciega del entendimiento?... No est&aacute; mal el golpe, gabacho. Con &eacute;l te apoderas de la mitad de los pesos del gallego, y ya puedes decir que has hecho la Am&eacute;rica.</p>
<p>A la luz de los focos azules, que esparc&iacute;an sobre el mar una claridad l&iacute;vida, empez&oacute; el transbordo de pasajeros y equipajes con destino a Par&iacute;s desde el transatl&aacute;ntico a los remolcadores. &laquo;&iexcl;Aprisa! &iexcl;Aprisa!&raquo; Los marineros empujaban a las se&ntilde;oras de paso tardo, que recontaban sus maletas, creyendo haber pedido alguna. Los camareros cargaban con los ni&ntilde;os como si fuesen paquetes. La precipitaci&oacute;n general hac&iacute;a desaparecer la exagerada y untuosa amabilidad germ&aacute;nica. &laquo;Son como lacayos -pens&oacute; entonces Desnoyers-. Creen pr&oacute;xima la hora del triunfo y no consideran necesario seguir fingiendo...&raquo;</p>
<p>Y mientras gritaba esto, o, m&aacute;s bien, lo aullaba, hab&iacute;a empu&ntilde;ado el rebenque, dando golpecitos de punta en el est&oacute;mago de su administrador con una insistencia que lo mismo pod&iacute;a ser afectuosa que hostil.</p>
<p>Se vio sobre un remolcador que danzaba sobre las ondulaciones del mar, frente al muro negro e inm&oacute;vil del transatl&aacute;ntico, acribillado de redondeles luminosos y con los balconajes de las cubiertas repletos de gente que saludaba agitando pa&ntilde;uelos. Julio reconoci&oacute; a Berta, que mov&iacute;a una mano, pero sin verlo, sin saber en qu&eacute; remolcador estaba, por una necesidad de manifestar su agradecimiento a los dulces recuerdos que se iban a perder en el misterio del mar y de la noche. &laquo;&iexcl;Adi&oacute;s, consejera!&raquo;</p>
<p>-Por eso vengo a despedirme -dijo Desnoyers con altivez-. S&eacute; que es una pasi&oacute;n absurda, y quiero marcharme.</p>
<p>Empez&oacute; a agrandarse la distancia entre el transatl&aacute;ntico y los remolcadores que navegaban hacia la boca del puerto. Como si hubiese aguardado este momento de impunidad, una voz estent&oacute;rea surgi&oacute; de la &uacute;ltima cubierta entre ruidosas carcajadas. &laquo;&iexcl;Hasta luego! &iexcl;Pronto nos veremos en Par&iacute;s!&raquo; Y la banda de m&uacute;sica, la misma banda que trece d&iacute;as antes hab&iacute;a asombrado a Desnoyers con su inesperada Marsellesa, rompi&oacute; a tocar una marcha guerrera del tiempo de Federico el Grande, una marcha de granaderos con acompa&ntilde;amiento de trompetas.</p>
<p>-&iexcl;El se&ntilde;or se va! -sigui&oacute; gritando el estanciero-. &iexcl;El se&ntilde;or cree que aqu&iacute; puede hacer lo que quiera! No, se&ntilde;or; aqu&iacute; no manda nadie m&aacute;s que el viejo Madariaga, y yo ordeno que te quedes... &iexcl;Ay las mujeres! &Uacute;nicamente sirven para enemistar a los hombres. &iexcl;Y que no podamos vivir sin ellas!...</p>
<p>As&iacute; se perdi&oacute; en la sombra, con la precipitaci&oacute;n de la fuga y la insolencia de una venganza pr&oacute;xima, el &uacute;ltimo transatl&aacute;ntico alem&aacute;n que toc&oacute; en las costas francesas.</p>
<p>Dio varios paseos silenciosos por la habitaci&oacute;n, como si las &uacute;ltimas palabras le hiciesen pensar en cosas lejanas muy distintas de lo que hasta entonces hab&iacute;a dicho. Desnoyers mir&oacute; con inquietud el l&aacute;tigo que a&uacute;n empu&ntilde;aba su diestra. &iquest;Si intentar&iacute;a pegarle, como a los peones?... Estaba dudando entre hacer frente a un hombre que siempre le hab&iacute;a tratado con benevolencia o apelar a una fuga discreta, aprovechando una de sus vueltas, cuando el estanciero se plant&oacute; ante &eacute;l.</p>
<p>Esto hab&iacute;a sido en la noche anterior. A&uacute;n no iban transcurridas veinticuatro horas, pero Desnoyers lo consideraba como un suceso lejano, de vagarosa realidad. Su pensamiento, dispuesto siempre a la contradicci&oacute;n, no participaba de la alarma general. Las arrogancias del consejero le parec&iacute;an ahora baladronadas de un burgu&eacute;s metido a soldado. Las inquietudes de la gente de Par&iacute;s eran estremecimientos nerviosos de un pueblo que vive pl&aacute;cidamente y se alarma apenas vislumbra un peligro para su bienestar. &iexcl;Tantas veces hab&iacute;an hablado de una guerra inmediata, solucion&aacute;ndose el conflicto en &uacute;ltimo instante!... Adem&aacute;s, &eacute;l no quer&iacute;a que hubiese guerra, porque la guerra trastornaba sus planes de vida futura, y el hombre acepta como l&oacute;gico y razonable todo lo que conviene a su ego&iacute;smo, coloc&aacute;ndolo por encima de la realidad.</p>
<p>-&iquest;T&uacute; la quieres de veras..., de veras? -pregunt&oacute;-. &iquest;Est&aacute;s seguro de que ella te quiere a ti? F&iacute;jate bien en lo que dices, que en eso del amor hay mucho de enga&ntilde;o y ceguera. Tambi&eacute;n yo, cuando me cas&eacute;, estaba loco por mi china. &iquest;De verdad que os quer&eacute;is?... Pues bien; ll&eacute;vatela, gabacho del demonio, ya que alguien se la he llevar, y que no te salga una vaca floja como su madre... A ver si me llenas la estancia de nietos.</p>
<p>&laquo;No, no habr&aacute; guerra -repiti&oacute; mientras paseaba por el jard&iacute;n-. Estas gentes parecen locas. &iquest;C&oacute;mo puede surgir una guerra en estos tiempos?...&raquo;</p>
<p>Reaparec&iacute;a el gran productor de hombres y de bestias al formular este deseo. Y como considerase necesario explicar su actitud, a&ntilde;adi&oacute;:</p>
<p>Y despu&eacute;s de aplastar sus dudas, que renac&iacute;an indudablemente al poco rato, pens&oacute; en lo que le interesaba por el momento, consultando su reloj. Las cinco. Ella iba a llegar de un instante a otro. Crey&oacute; reconocerla de lejos en una se&ntilde;ora que atravesaba la verja por la entrada de la rue Pasquier. Le parec&iacute;a algo distinta, pero se le ocurri&oacute; que las modas veraniegas pod&iacute;a haber cambiado el aspecto de su persona. Antes que se aproximase pudo convencerse de su error. No iba sola: otra se&ntilde;ora se uni&oacute; a ella. Eran tal vez inglesas o norteamericanas, de las que rinden un culto rom&aacute;ntico a la memoria de Mar&iacute;a Antonieta. Deseaban visitar la Capilla Expiatoria, antigua tumba de la reina ejecutada. Julio las vio c&oacute;mo sub&iacute;an los pelda&ntilde;os, atravesando el patio interior, en cuyo suelo est&aacute;n enterrados ochocientos suizos muertos en la jornada del 10 de agosto, con otras v&iacute;ctimas de la c&oacute;lera revolucionaria.</p>
<p>-Todo esto lo hago porque te quiero; y te quiero porque eres serio.</p>
<p>Desalentado por esta decepci&oacute;n, sigui&oacute; paseando. Su mal humor le hizo ver considerablemente agrandada la fealdad del monumento con que la restauraci&oacute;n borb&oacute;nica hab&iacute;a adornado el antiguo cementerio de la Magdalena. Pasaba el tiempo sin que ella llegase. En cada una de sus vueltas miraba con avidez hacia las entradas del jard&iacute;n. Y ocurri&oacute; lo que en todas sus entrevistas. Ella se present&oacute; de pronto, como si cayese de lo alto o surgiera del suelo lo mismo que una aparici&oacute;n. Una tos, un leve ruido de pasos, y, al volverse Julio Casi choc&oacute; con la que llegaba.</p>
<p>Otra vez qued&oacute; absorto el franc&eacute;s, no sabiendo en qu&eacute; consist&iacute;a la tan apreciada seriedad.</p>
<p>-&iexcl;Margarita! &iexcl;Oh Margarita!...</p>
<p>Desnoyers, al casarse pens&oacute; en su madre. &iexcl;Si la pobre vieja pudiese ver este salto extraordinario de su fortuna! Pero mam&aacute; hab&iacute;a muerto un a&ntilde;o antes, creyendo a su hijo enormemente rico, porque le enviaba todos los meses ciento cincuenta pesos, algo m&aacute;s de trescientos francos, extra&iacute;dos del sueldo que cobraba en la estancia.</p>
<p>Era ella, y, sin embargo, tard&oacute; en reconocerla. Experimentaba cierta extra&ntilde;eza al ver en plena realidad este rostro que hab&iacute;a ocupado su imaginaci&oacute;n durante tres meses, haci&eacute;ndose cada vez m&aacute;s espiritual e impreciso con el idealismo de la ausencia. Pero la duda fue de breves instantes. A continuaci&oacute;n le pareci&oacute; que el tiempo y el espacio quedaban suprimidos, que &eacute;l no hab&iacute;a hecho ning&uacute;n viaje y solo iban transcurridas una horas desde su &uacute;ltima entrevista.</p>
<p>Su ingreso en la familia de Madariaga sirvi&oacute; para que &eacute;ste atendiese con menos inter&eacute;s a sus negocios.</p>
<p>Adivin&oacute; Margarita la expansi&oacute;n que iba a surgir en las exclamaciones de Julio, el apret&oacute;n vehemente de manos, tal vez algo m&aacute;s, y se mostr&oacute; fr&iacute;a y serena.</p>
<p>Tiraba de &eacute;l la ciudad, con la atracci&oacute;n de los encantos no conocidos. Hablaba con desprecio de las mujeres del campo, chinas mal lavadas, que le inspiraban ahora repugnancia. Hab&iacute;a abandonado sus ropas de jinete campestre y exhib&iacute;a con satisfacci&oacute;n pueril los trajes con que le disfrazaba un sastre de la capital. Cuando Elena quer&iacute;a acompa&ntilde;arle a Buenos Aires, se defend&iacute;a pretextando negocios enojosos. &laquo;No; ya ir&aacute;s con tu madre.&raquo;</p>
<p>-No; aqu&iacute;, no -dijo con un moh&iacute;n de contrariedad- &iexcl;Qu&eacute; idea habernos citado en este sitio!</p>
<p>La suerte de campos y ganados no le inspiraba inquietudes. Su fortuna, dirigida por Desnoyers, estaba en buenas manos.</p>
<p>Fueron a sentarse en las sillas de hierro, al amparo de un grupo de plantas; pero ella se levant&oacute; inmediatamente. Pod&iacute;an verla los que transitaban por el bulevar con s&oacute;lo que volviesen los ojos hacia el jard&iacute;n. A estas horas, muchas amigas suyas deb&iacute;an de andar por las inmediaciones, a causa de la proximidad de los grandes almacenes... Buscaron el refugio de una esquina del monumento, meti&eacute;ndose entre &eacute;ste y la rue des Mathurins. Desnoyers coloc&oacute; dos sillas junto a un macizo de vegetaci&oacute;n, y al sentarse quedaron invisibles para los que transitaban por el otro lado de la verja. Pero ninguna soledad. A pocos pasos de ellos, un se&ntilde;or grueso y miope le&iacute;a su peri&oacute;dico, un grupo de mujeres charlaba y hac&iacute;a labores. Una se&ntilde;ora con peluca roja y dos perros -alguna vecina que bajaba al jard&iacute;n para dar aire a sus acompa&ntilde;antes- pas&oacute; varias veces ante la amorosa pareja, sonriendo discretamente.</p>
<p>-Este es muy serio -dec&iacute;a en el comedor, ante la familia reunida-. Tan serio como yo... De &eacute;ste no se r&iacute;e nadie.</p>
<p>-&iexcl;Qu&eacute; fastidio! -gimi&oacute; Margarita-. &iexcl;Qu&eacute; mala idea haber venido a este lugar!</p>
<p>Y al fin pudo adivinar el franc&eacute;s que su suegro, al hablar de seriedad, alud&iacute;a a la entereza de car&aacute;cter. Seg&uacute;n declaraci&oacute;n espont&aacute;nea de Madariaga, desde los primeros d&iacute;as que trat&oacute; a Desnoyers pudo adivinar un genio igual al suyo, tal vez m&aacute;s duro y firme, pero sin alaridos ni excentricidades. Por esto le hab&iacute;a tratado con benevolencia extraordinaria, presintiendo que un choque entre los dos no tendr&iacute;a arreglo. Sus &uacute;nicas desavenencias fueron la causa de los gastos establecidos por Madariaga en tiempos anteriores. Desde que el yerno dirig&iacute;a las estancias, los trabajos costaban menos y la gente mostraba mayor actividad. Y esto sin gritos, sin palabras fuertes, con s&oacute;lo su presencia y sus &oacute;rdenes breves.</p>
<p>Se miraban los dos atentamente, como si quisieran darse exacta cuenta de las transformaciones operadas por el tiempo.</p>
<p>El viejo era el &uacute;nico que le hac&iacute;a frente para mantener el caprichoso sistema del palo seguido de la d&aacute;diva. Le sublevaba el orden minucioso de arbitrariedad extravagante, de tiran&iacute;a bonachona. Con frecuencia se presentaba a Desnoyers algunos de los mestizos a los que supon&iacute;a la malicia p&uacute;blica en &iacute;ntimo parentesco con el estanciero. &laquo;Patroncito, dice el patr&oacute;n viejo que me d&eacute; cinco pesos.&raquo; El patroncito respond&iacute;a negativamente, y poco despu&eacute;s se presentaba Madariaga, iracundo de gesto, pero midiendo las palabras, en consideraci&oacute;n a que su yerno era tan serio como &eacute;l.</p>
<p>-Est&aacute;s m&aacute;s moreno -dijo ella-. Pareces un hombre de mar.</p>
<p>-Mucho te quiero, hijo, pero aqu&iacute; nadie manda m&aacute;s que yo... &iexcl;Ah gabacho! Eres igual a todos los de tu tierra: centavo que pill&aacute;is va a la media, y no ve m&aacute;s luz del sol aunque os crucifiquen... &iquest;Dije cinco pesos? Le dar&aacute;s diez. Lo mando yo y basta.</p>
<p>Julio la encontraba m&aacute;s hermosa que antes, reconociendo que bien val&iacute;a su posesi&oacute;n las contrariedades que hab&iacute;an originado su viaje a Am&eacute;rica. Era m&aacute;s alta que &eacute;l, de una esbeltez elegante y armoniosa. &laquo;Tiene el paso musical&raquo;, dec&iacute;a Desnoyers al evocar su imagen. Y lo primero que admir&oacute; al volverla a ver fue el ritmo suelto, juguet&oacute;n y gracioso con que marchaba por el jard&iacute;n buscando nuevo asiento. Su rostro no era de trazos regulares, pero ten&iacute;a una gracia picante: un verdadero rostro de parisiense. Todo cuanto han podido inventar las artes de embellecimiento femenil se reun&iacute;a en su persona, sometida a los m&aacute;s exquisitos cuidados. Hab&iacute;a vivido siempre para ella. S&oacute;lo desde algunos meses antes abdic&oacute; en parte este dulc&iacute;simo ego&iacute;smo, sacrificando reuniones, t&eacute;s y visitas, para dedicar a Desnoyers las horas de la tarde. Elegante y pintada como una mu&ntilde;eca de gran precio, teniendo por suprema aspiraci&oacute;n el ser un maniqu&iacute; que realzase con su gracia corporal las invenciones de los modistos, hab&iacute;a acabado por sentir las mismas preocupaciones y alegr&iacute;as de las otras mujeres, cre&aacute;ndose una vida interior. El n&uacute;cleo de esta nueva vida, que permanec&iacute;a oculta bajo su antigua frivolidad fue Desnoyers. Luego, cuando se imaginaba haber organizado su existencia definitivamente -las satisfacciones de la elegancia para el mundo y las dichas del amor en &iacute;ntimo secreto-, una cat&aacute;strofe fulminante, la intervenci&oacute;n del marido, cuya presencia parec&iacute;a haber olvidado, trastorn&oacute; su inconsciente felicidad. Ella, que se cre&iacute;a el centro del Universo, imaginando que los sucesos deb&iacute;an rodar con arreglo a sus deseos y gustos, sufri&oacute; la cruel sorpresa con m&aacute;s asombro que dolor.</p>
<p>El franc&eacute;s pagaba, encogi&eacute;ndose de hombros, mientras su suegro, satisfecho del triunfo, hu&iacute;a a Buenos Aires. Era bueno hacer constar que la estancia pertenec&iacute;a a&uacute;n al gallego Madariaga.</p>
<p>-Y t&uacute; &iquest;c&oacute;mo te encuentras? -sigui&oacute; diciendo Margarita.</p>
<p>De uno de sus viajes volvi&oacute; con un acompa&ntilde;ante: un joven alem&aacute;n, que, seg&uacute;n &eacute;l, lo sab&iacute;a todo y serv&iacute;a para todo. Su yerno trabajaba demasiado. Karl Hartrott le ayudar&iacute;a en la contabilidad. Y Desnoyers lo acept&oacute;, sintiendo a los pocos d&iacute;as una naciente estimaci&oacute;n por el nuevo empleado.</p>
<p>Para que Julio no se equivocase al contestarle, mir&oacute; su amplia falda, a&ntilde;adiendo:</p>
<p>Que perteneciesen a dos naciones enemigas nada significaba. En todas partes hay buenas gentes, y este Karl era un subordinado digno de aprecio. Se manten&iacute;a a distancia de sus iguales y era inflexible y duro con los inferiores. Todas sus facultades parec&iacute;a concentrarlas en el servicio y la admiraci&oacute;n de los que estaban por encima d &eacute;l. Apenas despegaba los labios Madariaga, el alem&aacute;n mov&iacute;a la cabeza apoyando por adelantado sus palabras. Si dec&iacute;a algo gracioso, su risa era de una escandalosa sonoridad. Con Desnoyers se mostraba taciturno y aplicado, trabajando sin reparar en horas. Apenas le ve&iacute;a entrar en la administraci&oacute;n, saltaba de su asiento irgui&eacute;ndose con militar rigidez. Todo estaba dispuesto a hacerlo. Por cuenta propia, espiaba al personal, delatando sus descuidos y defectos. Este servicio no entusiasmaba a su jefe inmediato, pero lo agradec&iacute;a como una muestra de inter&eacute;s por el establecimiento.</p>
<p>-Te advierto que ha cambiado la moda. Termin&oacute; la falda entrav&eacute;e. Ahora empieza a llevarse corta y con mucho vuelo.</p>
<p>Alababa el viejo estanciero su adquisici&oacute;n como un triunfo, pretendiendo que su yerno la celebrase igualmente.</p>
<p>Desnoyers tuvo que ocuparse del vestido con tanto apasionamiento como de ella, mezclando las apreciaciones sobre la reciente moda y los elogios a la belleza de Margarita.</p>
<p>-Un mozo muy &uacute;til, &iquest;no es cierto?... Estos gringos de la Alemania sirven bien, saben muchas cosas y cuestan poco. Luego, &iexcl;tan disciplinados!, &iexcl;tan humilditos!... Yo siento dec&iacute;rtelo, porque eres gabacho; pero os hab&eacute;is echado malos enemigos. Son gente dura de pelar.</p>
<p>-&iquest;has pensado mucho en m&iacute;? -continu&oacute;. &iquest;No me has enga&ntilde;ado una sola vez? &iquest;Ni una siquiera?... Di la verdad: mira que yo conozco bien cu&aacute;ndo mientes.</p>
<p>Desnoyers contestaba con un gesto de indiferencia. Su patria estaba lejos y tambi&eacute;n la del alem&aacute;n. &iexcl;A saber si volver&iacute;an a ella! All&iacute; eran argentinos, y deb&iacute;an pensar en las cosas inmediatas, sin preocuparse del pasado.</p>
<p>-Siempre ha pensado en ti -dijo &eacute;l, llev&aacute;ndose una mano al coraz&oacute;n como si jurase ante un juez.</p>
<p>-Adem&aacute;s, &iexcl;tiene tan poco orgullo! -continu&oacute; Madariaga con tono ir&oacute;nico-. Cualquier gringo de &eacute;stos, cuando es dependiente en la capital, barre la tienda, hace la comida, lleva la contabilidad, vende a los parroquianos, escribe a m&aacute;quina, traduce de cuatro a cinco lenguas, y acompa&ntilde;a, si es preciso, a la amiga del amo, como si fuese una gran se&ntilde;ora... todo por veinticinco pesos al mes. &iquest;Qui&eacute;n puede luchar con una gente as&iacute;? T&uacute;, gabacho, eres como yo..., muy serio, y te morir&iacute;as de hambre antes de pasar por ciertas cosas. Por eso te digo que resultan temibles.</p>
<p>Y lo dijo rotundamente, con un acento de verdad, pues en sus infidelidades -que ahora estaban completamente olvidadas- le hab&iacute;a acompa&ntilde;ado el recuerdo de Margarita.</p>
<p>-PeroEl estanciero, despu&iexcleacute;hablemoss de ti!una corta reflexi&oacute;n, -a&ntilde;adi&oacute; Julio-. &iquest;Qu&eacute; es lo que has hecho en este tiempo?:</p>
<p>-Tal vez no son tan buenos como parecen. Hay que ver c&oacute;mo tratan a los que est&aacute;n debajo de ellos. Puede que se hagan los simples sin serlo, y cuando sonr&iacute;en al recibir una patada, dicen para sus adentros: &laquo;Espera que llegue la m&iacute;a, y te devolver&eacute; tres.&raquo;</p>
<p>Hab&iacute;a aproximado su silla a la de ella todo lo posible. Sus rodillas estaban en contacto. Tomaba una de sus manos, acarici&aacute;ndola, introduciendo un dedo por la abertura del guante. &iexcl;Aquel maldito jard&iacute;n, que no permit&iacute;a mayores intimidades y los obligaba a hablar en voz baja despu&eacute;s de tres meses de ausencia!... A pesar de su discreci&oacute;n, el se&ntilde;or que le&iacute;a el peri&oacute;dico levant&oacute; la cabeza para mirarlos irritado por encima de sus gafas, como si una mosca le distrajera con sus zumbidos... &iexcl;Venir a hablar tonter&iacute;as de amor en un jard&iacute;n p&uacute;blico, cuando toda Europa estaba amenazada de una cat&aacute;strofe!</p>
<p>Luego pareci&oacute; arrepentirse de sus palabras.</p>
<p>Margarita, repeliendo la mano audaz, habl&oacute; tranquilamente de su existencia durante los &uacute;ltimos meses.</p>
<p>-De todos modos, este Karl es un pobre mozo; un infeliz, que apenas digo yo algo, abre la boca como si fuese a tragar moscas. &Eacute;l asegura que es de gran familia, pero &iexcl;vaya usted a saber de estos gringos!... Todos los muertos de hambre, al venir a Am&eacute;rica la echamos de hijos de pr&iacute;ncipes.</p>
<p>-He entretenido mi vida como he podido, aburri&eacute;ndome mucho. Ya sabes que me fui a vivir con mam&aacute;, y mam&aacute; es una se&ntilde;ora a la antigua, que no comprende nuestros gustos. He ido al teatro con mi hermano; he hecho visitas al abogado para enterarme de la marcha de mi divorcio y darle prisa... Y nada m&aacute;s.</p>
<p>A &eacute;ste lo hab&iacute;a tuteado Madariaga desde el primer instante, no por agradecimiento, como a Desnoyers, sino para hacerle sentir su inferioridad. Lo hab&iacute;a introducido igualmente en su casa, pero &uacute;nicamente para que diese lecciones de piano a la hija menor. La Rom&aacute;ntica ya no se colocaba al atardecer en la puerta contemplando el sol poniente. Karl, una vez terminado su trabajo de Administraci&oacute;n, ven&iacute;a a la casa del estanciero, sent&aacute;ndose al lado de Elena que tecleaba con una tenacidad digna de mejor suerte. A &uacute;ltima hora, el alem&aacute;n acompa&ntilde;&aacute;ndose en el piano, cantaba fragmentos de Wagner, que hac&iacute;an dormitar a Madariaga en un sill&oacute;n con el fuerte cigarro paraguayo adherido a los labios.</p>
<p>-&iquest;Y tu marido?...</p>
<p>Elena contemplaba, mientras tanto, con creciente inter&eacute;s al gringo cantor. No era el caballero de los ensue&ntilde;os esperado por la dama blanca. Era casi un sirviente, un inmigrante rubio tirando a rojo, carnudo, algo pesado y con ojos bovinos que reflejaban un eterno miedo a desagradar a sus jefes. Pero, d&iacute;a por d&iacute;a, iba encontrando en &eacute;l algo que modificaba sus primeras impresiones: la blancura femenil de Karl m&aacute;s all&aacute; de la cara y las manos tostadas por el sol; la creciente marcialidad de sus bigotes: la soltura con que montaba a caballo; su aire trovadoresco al entonar con una voz de tenor algo sorda romanzas voluptuosas con palabras que ella no pod&iacute;a entender.</p>
<p>-No hablemos de &eacute;l, &iquest;quieres? El pobre me da l&aacute;stima. Tan bueno..., tan correcto... El abogado asegura que pasa por todo y no quiere oponer obst&aacute;culos. Me dicen que no viene a Par&iacute;s, que vive en su f&aacute;brica. Nuestra antigua casa est&aacute; cerrada. Hay veces que siento remordimiento al pensar que he sido mala con &eacute;l.</p>
<p>Una noche, a la hora de la cena, no pudo contenerse, y habl&oacute; con la vehemencia febril del que ha hecho un gran descubrimiento:</p>
<p>-&iquest;Y yo? -dijo Julio, retirando su mano.</p>
<p>-Pap&aacute;, Karl es noble. Pertenece a una gran familia.</p>
<p>-Tienes raz&oacute;n -contest&oacute; ella, sonriendo-. T&uacute; eres la vida. Resulta cruel, pero es humano. Debemos vivir nuestra existencia, sin fijarnos en si molestamos a los dem&aacute;s. Hay que ser ego&iacute;stas para ser felices.</p>
<p>El estanciero hizo un gesto de indiferencia. Otras cosas le preocupaban en aquellos d&iacute;as. Pero durante la velada sinti&oacute; la necesidad de descargar en alguien la c&oacute;lera interna que le ven&iacute;a royendo desde su &uacute;ltimo viaje a Buenos Aires, e interrumpi&oacute; al cantor.</p>
<p>Los dos quedaron en silencio. El recuerdo del marido hab&iacute;a pasado entre ellos como un soplo glacial. Julio fue el primero en reanimarse.</p>
<p>-Oye, gringo: &iquest;qu&eacute; es eso de tu nobleza y dem&aacute;s macanas que le has contado a la ni&ntilde;a?</p>
<p>-&iquest;Y no has bailado en todo ese tiempo?</p>
<p>Karl abandon&oacute; el piano para erguirse y responder. Bajo la influencia del canto reciente, hab&iacute;a en su actitud algo que recordaba a Lohengrin en el momento de revelar el secreto de su vida. Su padre hab&iacute;a sido el general von Hartrott, uno de los caudillos secundarios de la guerra del 70. El emperador lo hab&iacute;a recompensado ennobleci&eacute;ndolo. Uno de sus t&iacute;os era consejero &iacute;ntimo del rey de Prusia. Sus hermanos mayores figuraban en la oficialidad de los regimientos privilegiados. &Eacute;l hab&iacute;a arrastrado el sable como teniente.</p>
<p>No. &iquest;C&oacute;mo era posible? F&iacute;jate: &iexcl;una se&ntilde;ora que est&aacute; en gestiones de divorcio!... No he ido a ninguna reuni&oacute;n chic desde que te marchaste. He querido guardar cierto luto por tu ausencia. Un d&iacute;a tangueamos en una fiesta de familia. &iexcl;Qu&eacute; horror!... Faltabas t&uacute;, maestro.</p>
<p>Madariaga le interrumpi&oacute;, fatigado de tanta grandeza. &laquo;Mentiras..., macanas..., aire.&raquo; &iexcl;Hablarle a &eacute;l de nobleza de los gringos!... Hab&iacute;a salido muy joven de Europa para sumirse en las revueltas democr&aacute;ticas de Am&eacute;rica, y aunque la nobleza le parec&iacute;a algo anacr&oacute;nico e incomprensible, se imaginaba que la &uacute;nica aut&eacute;ntica y respetable era la de su pa&iacute;s. A los gringos les conced&iacute;a el primer lugar para la invenci&oacute;n de m&aacute;quinas, para los barcos, para la cr&iacute;a de animales de precio; pero todos los condes y marqueses de la gringuer&iacute;a le parec&iacute;an falsificados.</p>
<p>Hab&iacute;an vuelto a estrecharse las manos y sonre&iacute;an. Desfilaban ante sus ojos los recuerdos de algunos meses antes, cuando se hab&iacute;a iniciado su amor, de cinco a siete de la tarde, bailando en los hoteles de los Campos El&iacute;seos, que realizaban la uni&oacute;n indisoluble del tango con la taza de t&eacute;.</p>
<p>-Todo farsas -volvi&oacute; a repetir-. Ni en tu pa&iacute;s hay noblezas, ni ten&eacute;is todos juntos cinco pesos. Si los tuvierais, no vendr&iacute;ais aqu&iacute; a comer ni enviar&iacute;ais las mujeres que envi&aacute;is, que son... t&uacute; sabes lo que son tan bien como yo.</p>
<p>Ella pareci&oacute; arrancarse de estos recuerdos a impulsos de una obsesi&oacute;n tenaz que s&oacute;lo hab&iacute;a olvidado en los primeros instantes del encuentro.</p>
<p>Con asombro de Desnoyers, el alem&aacute;n encogi&oacute; esta rociada humildemente, asintiendo con movimientos de cabeza a las &uacute;ltimas palabras del patr&oacute;n.</p>
<p>-T&uacute;, que sabes mucho, di &iquest;crees que habr&aacute; guerra? &iexcl;La gente habla tanto!... &iquest;No te parece que todo acabar&aacute; por arreglarse?</p>
<p>-Si fuesen verdad -continu&oacute; Madariaga implacablemente- todas estas macanas de t&iacute;tulos, sables y uniformes, &iquest;Por qu&eacute; has venido aqu&iacute;? &iquest;Qu&eacute; diablos has hecho en tu tierra para tener que marcharte?</p>
<p>Desnoyers la apoy&oacute; con su optimismo. No cre&iacute;a en la posibilidad de una guerra. Era algo absurdo.</p>
<p>Ahora Karl baj&oacute; la frente, confuso y balbuciendo.</p>
<p>-Lo mismo digo yo. Nuestra &eacute;poca no es de salvajes. Yo he conocido alemanes, personas chic y bien educadas, que seguramente piensan igual que nosotros. Un profesor viejo que va a casa explicaba ayer a mam&aacute; que las guerras ya no son posibles en estos tiempos de adelanto. A los dos meses, apenas quedar&iacute;an hombres; a los tres, el mundo se ver&iacute;a sin dinero para continuar la lucha. No recuerdo c&oacute;mo era esto; pero &eacute;l lo explicaba palpablemente, de un modo que daba gusto o&iacute;rle.</p>
<p>-Pap&aacute;... pap&aacute; -suplic&oacute; Elena.</p>
<p>Reflexion&oacute; en silencio, queriendo coordinar sus recuerdos confusos; pero, asustada ante el esfuerzo que esto supon&iacute;a, a&ntilde;adi&oacute; por su cuenta:</p>
<p>&iexcl;Pobrecito! &iexcl;C&oacute;mo le humillaban porque era pobre!... Y sinti&oacute; un hondo agradecimiento hacia su cu&ntilde;ado al ver que romp&iacute;a su mutismo para defender al alem&aacute;n.</p>
<p>-Imag&iacute;nate una guerra. &iexcl;Qu&eacute; horror! La vida social, paralizada. Se acabar&iacute;an las reuniones, los trajes, los teatros. Hasta es posible que no se inventasen modas. Todas las mujeres, de luto. &iquest;Concibes eso?... Y Par&iacute;s, desierto... &iexcl;Tan bonito como lo encontraba yo esta tarde ven&iacute;a en tu busca!... No, no puede ser. Fig&uacute;rate que el mes pr&oacute;ximo nos vamos a Vichy: mam&aacute; necesita las aguas; luego a Biarritz. Despu&eacute;s ir&eacute; a un castillo del Loira. Y, adem&aacute;s, hay nuestro asunto, mi divorcio, nuestro casamiento, que puede realizarse el a&ntilde;o que viene... &iexcl;Y todo esto vendr&iacute;a a estorbarlo y cortarlo una guerra!... No, no es posible. Son cosas de mi hermano y otros como &eacute;l, que sue&ntilde;an con el peligro de Alemania. Estoy segura de que mi marido, que s&oacute;lo gusta de ocuparse de cosas serias y enojosas, tambi&eacute;n es de los que creen pr&oacute;xima la guerra y se preparan para hacerla. &iexcl;Qu&eacute; disparate! Di conmigo que es un disparate. Necesito que t&uacute; me lo digas.</p>
<p>-Pero si yo aprecio a este mozo! -dijo Madariaga, excus&aacute;ndose-. Son los de su tierra los que me dan rabia.</p>
<p>Y tranquilizada por las afirmaciones de su amante, cambi&oacute; el rumbo de la conversaci&oacute;n. La posibilidad del nuevo matrimonio mencionado por ella evoc&oacute; en su memoria el objeto del viaje realizado por Desnoyers. No hab&iacute;an tenido tiempo para escribirse durante la corta separaci&oacute;n.</p>
<p>Cuando, pasados algunos d&iacute;as, hizo Desnoyers un viaje a Buenos Aires, se explic&oacute; la c&oacute;lera del viejo. Durante varios meses hab&iacute;a sido el protector de una tiple de origen alem&aacute;n olvidada en Am&eacute;rica por una compa&ntilde;&iacute;a de opereta italiana. Ella le recomend&oacute; a Karl, compatriota desgraciado que, luego de rodar por varias naciones de Am&eacute;rica y ejercer diversos oficios, viv&iacute;a al lado suyo en clase de caballero cantor. Madariaga hab&iacute;a gastado alegremente muchos miles de pesos. Un entusiasmo juvenil le acompa&ntilde;&oacute; en esta nueva existencia de placeres urbanos, hasta que al descubrir la segunda vida que llevaba la alemana en sus ausencias y c&oacute;mo re&iacute;a de &eacute;l con los par&aacute;sitos de su s&eacute;quito, mont&oacute; en c&oacute;lera, despidi&eacute;ndose para siempre, con acompa&ntilde;amiento de golpes y fractura de muebles.</p>
<p>-&iquest;Conseguiste dinero? Con la alegr&iacute;a de verte he olvidado tantas cosas...</p>
<p>&iexcl;La &uacute;ltima aventura de su historia!... Desnoyers adivin&oacute; esta voluntad de renunciamiento al o&iacute;r que por primera vez confesaba sus a&ntilde;os. No pensaba volver a la capital. &iexcl;Todo mentira! La existencia en el campo, rodeado de la familia y haciendo mucho bien a los pobres, era lo &uacute;nico cierto. Y el terrible centauro se expresaba con una ternura id&iacute;lica, con una firme virtud de sesenta y cinco a&ntilde;os, insensibles ya a la tentaci&oacute;n.</p>
<p>&Eacute;l habl&oacute;, adoptando el aire de un experto en negocios. Tra&iacute;a menos de lo que esperaba. Hab&iacute;a encontrado al pa&iacute;s en una de sus crisis peri&oacute;dicas. Pero aun as&iacute;, hab&iacute;a conseguido reunir cuatrocientos mil francos. En la cartera guardaba un cheque por esta cantidad. M&aacute;s adelante le har&iacute;an nuevos env&iacute;os. Un se&ntilde;or del campo, algo pariente suyo, cuidaba de sus asuntos. Margarita parec&iacute;a satisfecha. Tambi&eacute;n adopt&oacute; ella un aire de mujer grave, a pesar de su frivolidad.</p>
<p>Despu&eacute;s de su escena con Karl, hab&iacute;a aumentado el sueldo de &eacute;ste, apelando como siempre a la generosidad para reparar sus violencias. Lo que no pod&iacute;a olvidar era lo de su nobleza, que le daba motivo para nuevas bromas. Aquel relato glorioso hab&iacute;a tra&iacute;do a su memoria los &aacute;rboles geneal&oacute;gicos de los reproductores de la estancia. El alem&aacute;n era un pedigree, y con este apodo le design&oacute; en adelante.</p>
<p>-El dinero es el dinero -dijo sentenciosamente-, y sin &eacute;l no hay dicha segura. Con tus cuatrocientos mil francos y lo que yo tengo podremos ir adelante... Te advierto que mi marido desea entregar mi dote. As&iacute; lo ha dicho a mi hermano. Pero el estado de sus negocios, la marcha de su f&aacute;brica, no le permiten restituir con tanta prisa como &eacute;l quisiera hacerlo. El pobre me da l&aacute;stima... Tan honrado y recto en todas sus cosas. &iexcl;Si no fuese tan vulgar!...</p>
<p>Sentados, en las noches veraniegas, bajo un cobertizo de la casa, se extasiaba patriarcalmente contemplando a su familia en torno de &eacute;l. La calma nocturna se iba poblando de zumbidos de insectos y croar de ranas. De los lejanos ranchos ven&iacute;an los cantares de los peones que se preparaban su cena. Era la &eacute;poca de la siega, y grandes bandas de emigrantes se alojaban en la estancia para el trabajo extraordinario.</p>
<p>Otra vez pareci&oacute; arrepentirse Margarita de estos elogios espont&aacute;neos y tard&iacute;os que enfriaban su entrevista. Julio pareci&oacute; molesto al escucharlos. Y de nuevo cambi&oacute; ella el objeto de su charla.</p>
<p>Madariaga hab&iacute;a conocido d&iacute;as tristes de guerra y violencias. Se acordaba de los &uacute;ltimos a&ntilde;os de la tiran&iacute;a de Rosas, presenciados por &eacute;l al llegar al pa&iacute;s. Enumeraba las diversas revoluciones nacionales y provinciales en las que hab&iacute;a tomado parte, por no ser menos que sus vecinos, y a las que designaba con el t&iacute;tulo de puebladas. Pero todo esto hab&iacute;a desaparecido y no volver&iacute;a a repetirse. Los tiempos eran de paz, de trabajo y abundancia.</p>
<p>-&iquest;Y tu familia? &iquest;La has visto?</p>
<p>-F&iacute;jate, gabacho -dec&iacute;a, espantando con los chorros de humo de su cigarro los mosquitos que volteaban en torno de &eacute;l-. Yo soy espa&ntilde;ol, t&uacute;, franc&eacute;s, Karl es alem&aacute;n, mis ni&ntilde;as argentinas, el cocinero ruso, su ayudante griego, el pe&oacute;n de cuadra ingl&eacute;s, las chinas de cocina, unas son del pa&iacute;s, otras gallegas o italianas, y entre los peones los hay de todas castas y leyes... &iexcl;Y todos vivimos en paz! En Europa tal vez nos habr&iacute;amos golpeado a estas horas; pero aqu&iacute; todos amigos.</p>
<p>Desnoyers hab&iacute;a estado en casa de sus padres antes de dirigirse a la Capilla Expiatoria. Una entrada furtiva en el gran edificio de la avenida de V&iacute;ctor Hugo. Hab&iacute;a subido al primer piso por la escalera de servicio, como un proveedor. Luego se hab&iacute;a deslizado en la cocina lo mismo que un soldado amante de una de las criadas. All&iacute; hab&iacute;a venido a abrazarle su madre, la pobre do&ntilde;a Luisa, llorando, cubri&eacute;ndolo de besos fren&eacute;ticos, como si hubiese cre&iacute;do perderle para siempre. Luego hab&iacute;a aparecido Luisita, la llamada Chich&iacute;, que lo contemplaba siempre con simp&aacute;tica curiosidad, como si quisiera enterarse bien de c&oacute;mo es un hermano malo y adorable que aparta a las mujeres decentes del camino de la virtud y vive haciendo locuras. A continuaci&oacute;n, una gran sorpresa para Desnoyers, pues vio entrar en la cocina, con aires de actriz solemne, de madre noble de tragedia, a su t&iacute;a Elena, la casada con el alem&aacute;n, la que viv&iacute;a en Berl&iacute;n rodeada de innumerables hijos.</p>
<p>Y se deleitaba escuchando la m&uacute;sica de los trabajadores: lamentos de canciones italianas, con acompa&ntilde;amiento de acorde&oacute;n, guitarreos espa&ntilde;oles y criollos apoyando a unas voces brav&iacute;as que cantaban al amor y la muerte.</p>
<p>-Est&aacute; en Par&iacute;s hace un mes. Va a pasar una temporada en nuestro castillo. Y tambi&eacute;n parece que anda por aqu&iacute; su hijo mayor, mi primo, el sabio, al que no he visto hace a&ntilde;os.</p>
<p>-Esto es el Arca de No&eacute; -afirm&oacute; el estanciero.</p>
<p>La entrevista hab&iacute;a sido cortada repetidas veces por el miedo. &laquo;El viejo est&aacute; en casa, ten cuidado&raquo;, le dec&iacute;a su madre cada vez que levantaba la voz. Y su t&iacute;a Elena iba hacia la puerta con paso dram&aacute;tico, lo mismo que una hero&iacute;na resuelta a dar de pu&ntilde;aladas al tirano que pasa el umbral de su c&aacute;mara. Toda la familia continuaba sometida a la r&iacute;gida autoridad de Marcelo Desnoyers.</p>
<p>Quer&iacute;a decir la torre de Babel, seg&uacute;n pens&oacute; Desnoyers, pero para el viejo era lo mismo.</p>
<p>-&iexcl;Ay ese viejo! -exclam&oacute; Julio refiri&eacute;ndose a su padre-. Que viva muchos a&ntilde;os; pero &iexcl;c&oacute;mo pesa sobre todos nosotros!</p>
<p>-Yo creo -continu&oacute;- que vivimos as&iacute; porque en esta parte del mundo no hay reyes y los ej&eacute;rcitos son pocos, y los hombres s&oacute;lo piensan en pasarlo lo mejor posible gracias a su trabajo. Pero tambi&eacute;n creo que vivimos en paz porque hay abundancia y a todos les llega su parte... &iexcl;La que se armar&iacute;a si las raciones fuesen menos que las personas!</p>
<p>Su madre, que no se cansaba de contemplarlo, hab&iacute;a tenido que acelerar el final de la entrevista, asustada por ciertos ruidos. &laquo;M&aacute;rchate. Podr&iacute;a sorprendernos, y el disgusto ser&iacute;a enorme&raquo;. Y &eacute;l hab&iacute;a hu&iacute;do de la casa paterna, saludando por las l&aacute;grimas de las dos se&ntilde;oras y las miradas admirativas de Chich&iacute;, ruborosa y satisfecha a la vez de su hermano que provocaba entre sus amigas esc&aacute;ndalo y entusiasmo.</p>
<p>Volvi&oacute; a quedar en reflexivo silencio, para a&ntilde;adir poco despu&eacute;s.</p>
<p>Margarita habl&oacute; tambi&eacute;n del se&ntilde;or Desnoyers. Un viejo terrible, un hombre a la antigua, con el que no llegar&iacute;an nunca a entenderse.</p>
<p>-Sea por lo que sea, hay que reconocer que aqu&iacute; se vive m&aacute;s tranquilo que en el otro mundo. Los hombres se aprecian por lo que valen y se juntan sin pensar en si proceden de una tierra o de otra. Los mozos no van en reba&ntilde;o a matar a otros mozos que no conocen, y cuyo delito es haber nacido en el pueblo de enfrente... El hombre no es una mala bestia en todas partes, lo reconozco; pero aqu&iacute; come, tiene tierra de sobra para tenderse, y es bueno, con la bondad de un perro harto. All&aacute; son demasiados, viven en mont&oacute;n, estorb&aacute;ndose unos a otros, la pitanza es escasa, y se vuelven rabiosos con facilidad. &iexcl;Viva la paz, gabacho, y la existencia tranquila! Donde uno se encuentre bien y no corra peligro de que lo maten por cosas que no entiende, all&iacute; est&aacute; su verdadera tierra.</p>
<p>Quedaron en silencio los dos, mir&aacute;ndose fijamente. Ya se hab&iacute;an dicho lo de mayor urgencia, que interesaba a su porvenir. Pero otras cosas m&aacute;s inmediatas quedaban en su interior y parec&iacute;an asomar a los ojos, t&iacute;midas y vacilantes, antes de escaparse en forma de palabras. No se atrev&iacute;an a hablar como enamorados. Cada vez era mayor en torno de ellos el n&uacute;mero de testigos. La se&ntilde;ora de los perros y la peluca pasaba con m&aacute;s frecuencia, acortando sus vueltas por el square para saludarlos con una sonrisa de complicidad. El lector de peri&oacute;dicos contaba ahora con un vecino de banco para hablar de las posibilidades de la guerra. El jard&iacute;n se convert&iacute;a en una calle. Las modistillas, al salir de los obradores, y las se&ntilde;oras, de vuelta de los almacenes, lo atravesaban para ganar terreno. La corta avenida era un atajo cada vez m&aacute;s frecuentado, y todos los transe&uacute;ntes lanzaban al pasar una mirada curiosa sobre la elegante se&ntilde;ora y su compa&ntilde;ero, sentados al amparo de un grupo de vegetaci&oacute;n, con el aspecto encogido y falsamente natural de las personas que desean ocultarse y fingen al mismo tiempo una actitud despreocupada.</p>
<p>Y como un eco de las reflexiones del r&uacute;stico personaje, Karl, sentado en el sal&oacute;n ante el piano, entonaba a media voz un himno de Beethoven: &laquo;Cantemos la alegr&iacute;a de la vida; cantemos la libertad. Nunca mientas y traiciones a tu semejante, aunque te ofrezcan por ello el mayor trono de la Tierra.&raquo;</p>
<p>-&iexcl;Qu&eacute; fastidio! -gimi&oacute; Margarita-. Nos van a sorprender.</p>
<p>&iexcl;La paz!... A los pocos d&iacute;as se acord&oacute; Desnoyers con amargura de estas ilusiones del viejo. Fue la guerra, una guerra dom&eacute;stica, la que estall&oacute; en el id&iacute;lico escenario de la estancia. &laquo;Patroncito, corra, que el patr&oacute;n viejo ha pelado cuchillo y quiere matar al alem&aacute;n.&raquo; Y Desnoyers hab&iacute;a corrido fuera de su escritorio, avisado por las voces de un pe&oacute;n. Madariaga persegu&iacute;a cuchillo en mano a Karl, atropellando a todos los que intentaban cerrarle el paso. &Uacute;nicamente &eacute;l pudo detenerlo, arrebat&aacute;ndole el arma.</p>
<p>Una muchacha la mir&oacute; fijamente, y ella crey&oacute; reconocer a una empleada de un modisto c&eacute;lebre. Adem&aacute;s, pod&iacute;an atravesar el jard&iacute;n algunas de las personas amigas que una hora antes hab&iacute;a entrevisto en la muchedumbre que llenaba los grandes almacenes pr&oacute;ximos.</p>
<p>-&iexcl;Ese pedigree sinverg&uuml;enza! -vociferaba el viejo con la boca l&iacute;vida, agit&aacute;ndose entre los brazos de su yerno-. Todos los muertos de hambre creen que no hay m&aacute;s que llegar a esta casa para llevarse mis hijas y mis pesos... &iexcl;Su&eacute;ltame te digo! &iexcl;Su&eacute;ltame para que lo mate!...</p>
<p>-V&aacute;monos -continu&oacute;- &iexcl;Si nos viesen juntos! Fig&uacute;rate lo que hablar&iacute;an... Y ahora precisamente que la gente nos tiene algo olvidados.</p>
<p>Y con el deseo de verse libre, daba excusas a Desnoyers. A &eacute;l lo hab&iacute;a aceptado como yerno porque era de su gusto, modesto, honrado y... serio. &iexcl;Pero ese pedigree cantor, con todas sus soberbias!... &iexcl;Un hombre que &eacute;l hab&iacute;a sacado... no quer&iacute;a decir de d&oacute;nde! Y el franc&eacute;s, tan enterado como &eacute;l de sus primeras relaciones con Karl, fingi&oacute; no entenderlo.</p>
<p>Desnoyers protest&oacute; con mal humor. &iquest;Marcharse?... Par&iacute;s era peque&ntilde;o para ellos por culpa de Margarita, que se negaba a volver al &uacute;nico sitio donde estar&iacute;an al abrigo de toda sorpresa. En otro paseo, en un restaurante, all&iacute; donde fuesen, corr&iacute;an igual riesgo de ser conocidos. Ella s&oacute;lo aceptaba entrevistas en lugares p&uacute;blicos, y al mismo tiempo sent&iacute;a miedo a la curiosidad de la gente. &iexcl;Si Margarita quisiera ir a su estudio, de tan dulces recuerdos!...</p>
<p>Como el alem&aacute;n hab&iacute;a huido, el estanciero acab&oacute; por dejarse empujar hasta su casa. Hablaba de dar una paliza a la Rom&aacute;ntica y otra a la china por no enterarse de las cosas. Hab&iacute;a sorprendido a su hija agarrada de las manos con el gringo en un bosquecillo cercano y cambiando entre ellos un beso.</p>
<p>-No; a tu casa, no -repuso ella con apresuramiento-. No puedo olvidar el &uacute;ltimo d&iacute;a que estuve all&iacute;.</p>
<p>-&iexcl;Viene por mis pesos! -aullaba-. Quiere hacer la Am&eacute;rica pronto a costa del gallego, y para esto tanta humildad, y tanto canto, y tanta nobleza. &iexcl;Embustero!... &iexcl;M&uacute;sico!</p>
<p>Pero Julio insisti&oacute;, adivinando en su firme negativa el agrietamiento de una primera vacilaci&oacute;n. &iquest;D&oacute;nde estar&iacute;an mejor? Adem&aacute;s, &iquest;no iban a casarse tan pronto como les fuese posible?...</p>
<p>-TeY digo que no -repiti&oacute; ella-.con insistencia lo de &iexcl;Quim&eacuteuacute;nsico!, sabecomo si mifuese maridola me vigila! &iexcl;Qu&eacute; complicaciconcreci&oacute;n parade mitodos divorciosus si nos sorprenden en tu casa!desprecios.</p>
<p>Desnoyers, firme y sobrio en palabras, dio un desenlace al conflicto. La Rom&aacute;ntica, abrazada a su madre, se refugi&oacute; en los altos de la casa. El cu&ntilde;ado hab&iacute;a protegido su retirada; pero a pesar de esto, la sensible Elena gimi&oacute; entre l&aacute;grimas pensando en el alem&aacute;n: &laquo;&iexcl;Pobrecito! &iexcl;Todos contra &eacute;l!&raquo; Mientras tanto, la esposa de Desnoyers reten&iacute;a al padre en su despacho, apelando a toda su influencia de hija juiciosa. El franc&eacute;s fue en busca de Karl, mal repuesto a&uacute;n de la terrible sorpresa, y le dio un caballo para que se trasladase inmediatamente a la estaci&oacute;n de ferrocarril m&aacute;s pr&oacute;xima.</p>
<p>Ahora fue &eacute;l quien hizo el elogio del marido, esforz&aacute;ndose para demostrar que esta </p>
<p>Se alej&oacute; de la estancia, pero no permaneci&oacute; solo mucho tiempo. Transcurridos unos d&iacute;as, la Rom&aacute;ntica se march&oacute; detr&aacute;s de &eacute;l... Iseo la de las blancas manos fue en busca del caballero Trist&aacute;n.</p>
<p>vigilancia era incompatible con su car&aacute;cter. El ingeniero hab&iacute;a aceptado los hechos, juzg&aacute;ndolos irreparables, y en aquel momento s&oacute;lo pensaba en rehacer su vida.</p>
<p>La desesperaci&oacute;n de Madariaga no se mostr&oacute; violenta y atronadora, como esperaba su yerno. Por primera vez le vio este llorar. Su vejez robusta y alegre desapareci&oacute; de golpe. En una hora parec&iacute;a haber vivido diez a&ntilde;os. Como un ni&ntilde;o, arrugado y tr&eacute;mulo, se abraz&oacute; a Desnoyers, moj&aacute;ndole el cuello con sus l&aacute;grimas.</p>
<p>-No: mejor es separarse -continu&oacute; ella-. Ma&ntilde;ana nos veremos. T&uacute; buscar&aacute;s otro sitio m&aacute;s discreto. Piensa; t&uacute; encuentras soluci&oacute;n a todo.</p>
<p>-&iexcl;Se la ha llevado! &iexcl;El hijo de una gran... pulga se la ha llevado!</p>
<p>&Eacute;l deseaba una soluci&oacute;n inmediata. Hab&iacute;an abandonado sus asientos, dirigi&eacute;ndose lentamente hacia la rue des Mathurins. Julio hablaba con una elocuencia temblorosa y persuasiva. Ma&ntilde;ana, no; ahora. No ten&iacute;an m&aacute;s que llamar a un &laquo;auto&raquo; de alquiler; unos minutos de carrera, y luego el aislamiento, el misterio, la vuelta al dulce pasado, la intimidad de aquel estudio que hab&iacute;a visto sus mejores horas. Creer&iacute;an que no hab&iacute;a transcurrido el tiempo, que estaban a&uacute;n en sus primeras entrevistas. </p>
<p>Esta vez no hizo pesar su responsabilidad sobre su china. Llor&oacute; junto a ella, y como si pretendiese consolarla con una confesi&oacute;n p&uacute;blica, dijo repetidas veces:</p>
<p>-No -dijo ella con acento desfallecido, buscando una &uacute;ltima resistencia-. Adem&aacute;s, estar&aacute; all&iacute; tu secretario, un espa&ntilde;ol que te acompa&ntilde;a. &iexcl;Qu&eacute; verg&uuml;enza encontrarme con &eacute;l!...</p>
<p>-Por mis pecados... Todo ha sido por mis grand&iacute;simos pecados.</p>
<p>Julio ri&oacute;... &iexcl;Argensola! &iquest;Pod&iacute;a ser un obst&aacute;culo este camarada que conoc&iacute;a todo su pasado? Si lo encontraban en la casa, saldr&iacute;a inmediatamente. M&aacute;s de una vez le hab&iacute;a obligado a abandonar el estudio para que no estorbase. Su discreci&oacute;n era tal, que le hac&iacute;a presentir los sucesos. De seguro que hab&iacute;a salido, adivinando una visita pr&oacute;xima que no pod&iacute;a ser m&aacute;s l&oacute;gica. Andar&iacute;a por las calles en busca de noticias.</p>
<p>Empez&oacute; para Desnoyers una &eacute;poca de dificultades y conflictos. Los fugitivos le buscaron en una de sus visitas a la capital, implorando su protecci&oacute;n. La Rom&aacute;ntica lloraba, afirmando que s&oacute;lo su cu&ntilde;ado, &laquo;el hombre m&aacute;s caballero del mundo&raquo;, pod&iacute;a salvarla. Karl lo mir&oacute; como un perro fiel que se conf&iacute;a a su amo. Estas entrevistas se repitieron en todos sus viajes. Luego, al volver a la estancia, encontraba al viejo malhumorado, silenciosos, mirando con fijeza ante &eacute;l, como si contemplase algo invisible para los dem&aacute;s, y diciendo de pronto: &laquo;Es un castigo: el castigo de mis pecados.&raquo; El recuerdo de sus primeras relaciones con el alem&aacute;n, a antes de llevarlo a la estancia, le atormentaba como un remordimiento. Algunas tardes hac&iacute;a ensillar su caballo, partiendo a todo galope hacia el pueblo m&aacute;s pr&oacute;ximo. Ya no iba en busca de ranchos hospitalarios. Necesitaba pasar un rato en la iglesia, hablar a solas con las im&aacute;genes, que estaban all&iacute; s&oacute;lo para &eacute;l, ya que era &eacute;l quien hab&iacute;a pagado las facturas de adquisici&oacute;n... &laquo;Por mi culpa, por mi grand&iacute;sima culpa.&raquo;</p>
<p>Call&oacute; Margarita, como si se declarase vencida al ver agotados sus pretextos. Desnoyers call&oacute; tambi&eacute;n, aceptando favorablemente su silencio. Hab&iacute;an salido del jard&iacute;n, y ella miraba en torno con inquietud, asustada de verse en plena calle al lado de su amante y buscando un refugio. De pronto vio ante ella una portezuela roja de autom&oacute;vil abierta por la mano de su compa&ntilde;ero.</p>
<p>Pero a pesar de su arrepentimiento, Desnoyers tuvo que esforzarse mucho para obtener de &eacute;l un arreglo. Cuando le habl&oacute; de regularizar la situaci&oacute;n de los fugitivos, facilitando los tr&aacute;mites necesarios para el matrimonio, no le dej&oacute; continuar. &laquo;Haz lo que quieras, pero no me hables de ellos.&raquo; Pasaron muchos meses. Un d&iacute;a, el franc&eacute;s se acerc&oacute; con cierto misterio. &laquo;Elena tiene un hijo, y le llaman Julio, como a usted.&raquo;</p>
<p>-Sube -orden&oacute; Julio.</p>
<p>-Y t&uacute;, grand&iacute;simo in&uacute;til -grit&oacute; el estanciero-, y la vaca floja de tu mujer viv&iacute;s tranquilamente, sin darme un nieto... &iexcl;Ah gabacho! Por eso los alemanes acabar&aacute;n mont&aacute;ndose sobre vosotros. Ya ves: ese bandido tiene un hijo, y t&uacute;, despu&eacute;s de cuatro a&ntilde;os de matrimonio..., nada. Necesito un nieto, &iquest;lo entiendes?</p>
<p>Y ella subi&oacute; apresuradamente, con el ansia de ocultarse cuanto antes. El veh&iacute;culo se puso en marcha a gran velocidad. Margarita baj&oacute; inmediatamente la cortinilla de la ventana pr&oacute;xima a su asiento. Pero antes que terminara la operaci&oacute;n y pudiera volver la cabeza, sinti&oacute; una boca &aacute;vida que acariciaba su nuca.</p>
<p>Y para consolarse de esta falta de ni&ntilde;os en su hogar, se iba al rancho del capataz Celedonio, donde una bandada de peque&ntilde;os mestizos se agrupaban, temerosos y esperanzados, en torno del patr&oacute;n viejo.</p>
<p>-No; aqu&iacute;, no -dijo con tono suplicante-. Seamos serios.</p>
<p>De pronto muri&oacute; la china. La pobre misi&aacute; Petrona se fue discretamente, como hab&iacute;a vivido, procurando en su &uacute;ltima hora evitar toda contrariedad al esposo, pidi&eacute;ndole perd&oacute;n con la mirada por las molestias que pod&iacute;a causarle su muerte. Elena se present&oacute; en la estancia en la estancia para ver el cad&aacute;ver de su madre, y Desnoyers, que llevaba m&aacute;s de un a&ntilde;o sosteniendo a los fugitivos a espaldas del suegro, aprovech&oacute; la ocasi&oacute;n para vencer el enojo de &eacute;ste.</p>
<p>Y mientras &eacute;l, rebelde a estas exhortaciones, insist&iacute;a en sus apasionados avances, la voz de Margarita volvi&oacute; a sonar sobre el estr&eacute;pito de ferreter&iacute;a vieja que lanzaba el autom&oacute;vil saltando sobre el pavimento.</p>
<p>-La perdono -dijo el estanciero despu&eacute;s de una larga resistencia-. Lo hago por la pobre finada y por ti. Que se quede en la estancia y que venga con ella el gringo sinverg&uuml;enza.</p>
<p>-&iquest;Crees realmente que no habr&aacute; guerra? &iquest;Crees que podremos casarnos?... D&iacute;melo otra vez. Necesito que me tranquilices. Quiero o&iacute;rlo de tu boca.</p>
<p>Nada de trato. El alem&aacute;n ser&iacute;a un empleado a las &oacute;rdenes de Desnoyers, y la pareja vivir&iacute;a en el edificio de la Administraci&oacute;n, como si no perteneciese a la familia. Jam&aacute;s dirigir&iacute;a la palabra a Karl.</p>
<p>Pero apenas lo vio llegar, le habl&oacute; para tratarle de usted, d&aacute;ndole &oacute;rdenes rudamente, lo mismo que a un extra&ntilde;o. Despu&eacute;s pas&oacute; siempre junto a &eacute;l como si no lo conociese. Al encontrar en su casa a Elena acompa&ntilde;ando a la hermana mayor, tambi&eacute;n segu&iacute;a adelante. En vano la Rom&aacute;ntica, transfigurada por la maternidad, aprovechaba todas las ocasiones para colocar delante de &eacute;l a su peque&ntilde;o y repet&iacute;a sonoramente su nombre: &laquo;Julio... Julio.&raquo;</p>
<p>-Un hijo del gringo cantor, blanco como un cabrito desollado y con pelo de zanahoria, quieren que sea nieto m&iacute;o... Prefiero a los de Celedonio.</p>
<p>Y para mayor protesta, entraba en la vivienda del capataz, repartiendo a la chiquiller&iacute;a pu&ntilde;ados de pesos.</p>
<p>A los siete a&ntilde;os de efectuado el matrimonio, la esposa de Desnoyers sinti&oacute; que iba a ser madre. Su hermana ten&iacute;a ya tres hijos. Pero &iquest;que val&iacute;an &eacute;stos para Madariaga, comparados con el nieto que iba a llegar? &laquo;Ser&aacute; var&oacute;n -dijo con firmeza-, porque yo lo necesito as&iacute;. Se llamara Julio, y quiero que se parezca a m&iacute; pobre finada.&raquo;</p>
<p>Desde la muerte de su esposa, que ya no la llamaba la china, sinti&oacute; algo semejante a un amor p&oacute;stumo por aquella pobre mujer que tanto le hab&iacute;a aguantado durante su existencia, siempre t&iacute;mida y silenciosa. &laquo;Mi pobre finada&raquo; surg&iacute;a a cada instante con la obsesi&oacute;n de un remordimiento.</p>
<p>Sus deseos se cumplieron. Luisa dio a luz un var&oacute;n, que recibi&oacute; el nombre de Julio, y aunque mostraba en sus rasgos fison&oacute;micos, todav&iacute;a abocetados, una gran semejanza con su abuela, ten&iacute;a el cabello y los ojos negros y la tez de moreno p&aacute;lido. &iexcl;Bienvenido!... Este era su nieto.</p>
<p>Y con la generosidad de la alegr&iacute;a permiti&oacute; que el alem&aacute;n entrase en su casa para asistir a la fiesta del bautizo.</p>
<p>Cuando Julio Desnoyers tuvo cuatro a&ntilde;os, el abuelo lo pase&oacute; a caballo por toda la estancia, coloc&aacute;ndolo en el delantero de la silla. Iba de rancho en rancho para mostrarlo al populacho cobrizo, como un anciano monarca que presenta a un heredero. M&aacute;s adelante, cuando el nieto pudo hablar sueltamente, se entretuvo conversando con &eacute;l horas enteras a la sombra de los eucaliptos. Empezaba a marcarse en el viejo cierta decadencia mental. A&uacute;n no chocheaba, pero su agresividad iba tomando un car&aacute;cter pueril. Hasta en las mayores expansiones de cari&ntilde;o se val&iacute;a de la contradicci&oacute;n, buscando molestar a sus allegados.</p>
<p>-&iexcl;Ven aqu&iacute;, profeta falso! -dec&iacute;a a su nieto-. T&uacute; eres un gabacho.</p>
<p>Julio protestaba como si lo insultasen. Su madre le hab&iacute;a ense&ntilde;ado que era argentino, y su padre le recomendaba que a&ntilde;adiese espa&ntilde;ol, para dar gusto al abuelo.</p>
<p>-Bueno; pues si no eres gabacho -continuaba el estanciero- grita: &iexcl;Abajo Napole&oacute;n!</p>
<p>Y miraba en torno de &eacute;l para ver si estaba cerca Desnoyers, creyendo causarle con esto una gran molestia. Pero el yerno segu&iacute;a adelante, encogi&eacute;ndose de hombros.</p>
<p>-&iexcl;Abajo Napole&oacute;n! -dec&iacute;a Julio.</p>
<p>Y presentaba la mano inmediatamente, mientras el abuelo buscaba sus bolsillos.</p>
<p>Los hijos de Karl, que ya eran cuatro, y se mov&iacute;an en torno del abuelo como un coro humilde mantenido a distancia, contemplaban con envidia estas d&aacute;divas. Para agradarle, un d&iacute;a que lo vieron solo se acercaron resueltamente, gritando al un&iacute;sono: &laquo;&iexcl;Abajo Napole&oacute;n!&raquo;</p>
<p>-&iexcl;Gringos atrevidos! -bram&oacute; el viejo-. Eso se lo habr&aacute; ense&ntilde;ado a ustedes el sinverg&uuml;enza de su padre. Si lo vuelven a repetir, los corro a rebencazos... &iexcl;Insultar as&iacute; a un gran hombre!</p>
<p>Esta descendencia rubia la toleraba, pero sin permitirle ninguna intimidad. Desnoyers y su esposa tomaban la defensa de sus sobrinos, tach&aacute;ndole de injusto. Y para desahogar los comentarios de su antipat&iacute;a buscaba a Celedonio, el mejor de los oyentes, pues contestaba a todo: &laquo;S&iacute;, patr&oacute;n.&raquo; &laquo;As&iacute; ser&aacute;, patr&oacute;n.&raquo;</p>
<p>-Ellos no tienen culpa alguna -dec&iacute;a el viejo-, pero yo no puedo quererlos. Adem&aacute;s, &iexcl;tan semejantes a su padre, tan blancos, con el pelo de zanahoria deshilachada, y los dos mayores llevan anteojos, lo mismo que si fuesen escribanos!... No parecen gentes con esos vidrios: parecen tiburones.</p>
<p>Madariaga no hab&iacute;a visto nunca tiburones, pero se los imaginaba, sin saber por qu&eacute;, con unos ojos redondos de vidrio, como fondos de botella.</p>
<p>A la edad de ocho a&ntilde;os Julio era un jinete. &laquo;&iexcl;A caballo, peoncito!&raquo;, ordenaba el abuelo. Y sal&iacute;an a galope por los campos, pasando como centellas entre millares y millares de reses cornudas. El peoncito, orgulloso de su t&iacute;tulo, obedec&iacute;a en todo al maestro. Y as&iacute; aprendi&oacute; a tirar el lazo a los toros, dej&aacute;ndolos aprisionados y vencidos, a hacer saltar las vallas de alambre a su peque&ntilde;os caballo, a salvar de un bote un hoyo profundo, a deslizarse por las barrancas, no sin rodar muchas veces debajo de su montura.</p>
<p>-&iexcl;Ah gaucho fino! -dec&iacute;a el abuelo, orgulloso de estas haza&ntilde;as-. Toma cinco pesos para que le regales un pa&ntilde;uelo a una china.</p>
<p>El viejo, en su creciente embrollamiento mental, no se daba cuenta exacta de la relaci&oacute;n entre las pasiones y los a&ntilde;os. Y el infantil jinete, al guardarse el dinero, se preguntaba qu&eacute; china era aqu&eacute;lla y por qu&eacute; raz&oacute;n deb&iacute;a hacerle un regalo.</p>
<p>Desnoyers tuvo que arrancar a su hijo de las ense&ntilde;anzas del abuelo. Era in&uacute;til que hiciese venir maestros para Julio o que intentase enviarlo a la escuela de la estancia. Madariaga raptaba a su nieto, escap&aacute;ndose juntos a correr el campo. El padre acab&oacute; por instalar al hijo en un gran colegio de la capital cuando ya hab&iacute;a pasado de los once a&ntilde;os. Entonces, el viejo fij&oacute; su atenci&oacute;n en la hermana de Julio, que s&oacute;lo ten&iacute;a tres a&ntilde;os, llev&aacute;ndola, como al otro, de rancho en rancho sobre el delantero de su montura. Todos llamaban Chich&iacute; a la hija del Chicha, pero el abuelo le dio el t&iacute;tulo de peoncito, como a su hermano. Y Chich&iacute;, que se criaba vigorosa y r&uacute;stica, desayun&aacute;ndose con carne y hablando en sue&ntilde;os del asado, sigui&oacute; f&aacute;cilmente las aficiones del viejo. Iba vestida como un muchacho, montaba lo mismo que los hombres, y para merecer el t&iacute;tulo de gaucho fino conferido por el abuelo, llevaba un cuchillo en la trasera del cintur&oacute;n. Los dos corr&iacute;an el campo de sol a sol. Madariaga parec&iacute;a seguir como una bandera la trenza ondulante de la amazona. &Eacute;sta, a los nueve a&ntilde;os, echaba ya con habilidad su lazo a las reses.</p>
<p>Lo que m&aacute;s irritaba al estanciero era que la familia le recordase su vejez. Los consejos de Desnoyers para que permaneciese tranquilo en casa los acog&iacute;a como insultos. As&iacute; que avanzaba en a&ntilde;os, era m&aacute;s agresivo y temerario, extremando su actividad, como si con ella quisiera espantar a la muerte. S&oacute;lo admit&iacute;a ayuda de su travieso peoncito. Cuando al ir a montar acud&iacute;an los hijos de Karl, que eran ya unos grandullones, para tenerle el estribo, los repel&iacute;a con bufidos de indignaci&oacute;n.</p>
<p>-&iquest;Creen ustedes que yo no puedo sostenerme?... A&uacute;n tengo vida para rato, y los que aguardan que muera para agarrar mis pesos se llevan chasco.</p>
<p>El alem&aacute;n y su esposa, mantenidos aparte en la vida de la estancia, ten&iacute;an que sufrir en silencio estas alusiones. Karl, necesitado de protecci&oacute;n, viv&iacute;a a la sombra del franc&eacute;s, aprovechando toda oportunidad para abrumarle con sus elogios. Jam&aacute;s podr&iacute;a agradecer bastante lo que hac&iacute;a por &eacute;l. Era su &uacute;nico defensor. Deseaba una ocasi&oacute;n para mostrarle su gratitud; morir por &eacute;l, si era preciso. La esposa admiraba a su cu&ntilde;ado con grandes extremos de entusiasmo. &laquo;El caballero m&aacute;s cumplido de la Tierra.&raquo; Y Desnoyers agradec&iacute;a en silencio esta adhesi&oacute;n, reconociendo que el alem&aacute;n era un excelente compa&ntilde;ero. Como dispon&iacute;a en absoluto de la fortuna de la familia, ayudaba generosamente a Karl sin que el viejo se enterase. &Eacute;l fue quien tom&oacute; la iniciativa para que pudiesen realizar la mayor de sus alusiones. El alem&aacute;n so&ntilde;aba con una visita a su pa&iacute;s. &iexcl;Tantos a&ntilde;os en Am&eacute;rica!... Desnoyers, por lo mismo que no sent&iacute;a deseos de volver a Europa, quiso facilitar este anhelo de sus cu&ntilde;ados, y dio a Karl los medios para que hiciese el viaje con toda su familia. El viejo no quiso saber qui&eacute;n costeaba los gastos. &laquo;Que se vayan -dijo con alegr&iacute;a- y que no vuelvan nunca.&raquo;</p>
<p>La ausencia no fue larga. Gastaron en tres meses lo que llevaban para un a&ntilde;o. Karl, que hab&iacute;a hecho saber a sus parientes la gran fortuna que significaba su matrimonio, quiso presentarse como un millonario en pleno goce de sus riquezas. Elena volvi&oacute; transfigurada, hablando con orgullo de sus parientes: del bar&oacute;n, coronel de h&uacute;sares, del comandante de la Guardia, del consejero de la corte, declarando que todos los pueblos resultaban despreciables al lado de la patria de su esposo. Hasta tom&oacute; cierto aire de protecci&oacute;n al alabar a Desnoyers, un hombre bueno, ciertamente, pero sin nacimiento, sin raza, y adem&aacute;s franc&eacute;s. Karl, en cambio, manifestaba la misma adhesi&oacute;n de antes, permaneciendo en sumisa modestia detr&aacute;s de su cu&ntilde;ado. &Eacute;ste ten&iacute;a las llaves de la caja y era su &uacute;nica defensa ante el terrible viejo... Hab&iacute;a dejado sus dos hijos mayores en un colegio de Alemania. A&ntilde;os despu&eacute;s, fueron saliendo con igual destino los otros nietos del estanciero, que &eacute;ste consideraba antip&aacute;ticos e inoportunos, &laquo;con pelos de zanahoria y ojos de tibur&oacute;n.&raquo;</p>
<p>El viejo se ve&iacute;a ahora solo. Le hab&iacute;an arrebatado su segundo peoncito. La severa Chicha no pod&iacute;a tolerar que su hija se criase como un muchacho, cabalgando a todas horas y repitiendo las palabras gruesas del abuelo. Estaba en un colegio de la capital, y las monjas educadoras ten&iacute;an que batallar grandemente para vencer las rebeliones y malicias de su brav&iacute;a alumna.</p>
<p>Al volver a la estancia Julio y Chich&iacute; durante las vacaciones, el abuelo concentraba sus predilecciones en el primero, como si la ni&ntilde;a s&oacute;lo hubiese sido un sustituto. Desnoyers se quejaba de la conducta un tanto desordenada de su hijo. Ya no estaba en el colegio. Su vida era la de un estudiante de familia rica que remedia la parsimonia de sus padres con toda clase de pr&eacute;stamos imprudentes, Pero Madariaga sal&iacute;a en defensa de su nieto: &laquo;&iexcl;Ah gaucho fino!...&raquo; Al verlo en l estancia, admiraba su gentileza de buen mozo. Le tentaba los brazos para convencerse de su fuerza; le hac&iacute;a relatar sus peleas nocturnas, como valeroso campe&oacute;n de una de las bandas de muchachos licenciados, llamados patotas en el argot de la capital. Sent&iacute;a deseos de ir a Buenos Aires para admirar de cerca esta vida alegre. Pero, &iexcl;ay!, &eacute;l no ten&iacute;a diecis&eacute;is a&ntilde;os como su nieto. Ya hab&iacute;a pasado de los ochenta.</p>
<p>-&iexcl;Ven ac&aacute;, profeta falso! Cu&eacute;ntame cu&aacute;ntos hijos tienes... &iexcl;Porque t&uacute; debes de tener muchos hijos!</p>
<p>-&iexcl;Pap&aacute;! -protestaba Chicha, que siempre andaba cerca, temiendo las malas ense&ntilde;anzas del abuelo.</p>
<p>-&iexcl;D&eacute;jate de moler! -gritaba &eacute;ste, irritado-. Yo s&eacute; lo que me digo.</p>
<p>La paternidad figuraba inevitablemente en todas sus fantas&iacute;as amorosas. Estaba casi ciego, y el agonizar de sus ojos iba acompa&ntilde;ado de un creciente desarreglo mental. Su locura senil tomaba un car&aacute;cter l&uacute;brico, expres&aacute;ndose con un lenguaje que escandalizaba o hac&iacute;a re&iacute;r a todos los de la estancia.</p>
<p>-&iexcl;Ah ladr&oacute;n, y qu&eacute; lindo eres! -dec&iacute;a, mirando al nieto con sus ojos que s&oacute;lo ve&iacute;an p&aacute;lidas sombras-. El vivo retrato de mi pobre finada... Divi&eacute;rtete, que tu abuelo est&aacute; aqu&iacute; con sus pesos. Si s&oacute;lo hubieses de contar con lo que te regale tu padre, vivir&iacute;as como un ermita&ntilde;o. El gabacho es de los de pu&ntilde;o duro: con &eacute;l no hay farra posible. Pero yo pienso en ti, peoncito. Gasta y triunfa, que para eso tu tatica ha juntado plata.</p>
<p>Cuando los nietos se marchaban de la estancia, entreten&iacute;a su soledad yendo de rancho en rancho. Una mestiza ya madura hac&iacute;a hervir en el fog&oacute;n el agua para su mate. El viejo pensaba confusamente que bien pod&iacute;a ser hija suya. Otra de quince a&ntilde;os le ofrec&iacute;a la calabacita de amargo l&iacute;quido, con su canuto de plata para sorber. Una nieta tal vez, aunque &eacute;l no estaba seguro. Y as&iacute; pasaba las tardes, inm&oacute;vil y silencioso, tomando mate tras mate, rodeado de familias que lo contemplaban con admiraci&oacute;n y miedo.</p>
<p>Cada vez que sub&iacute;a a caballo para estas correr&iacute;as, su hija mayor protestaba. &laquo;&iexcl;A los ochenta y cuatro a&ntilde;os! &iquest;No era mejor que se quedase tranquilamente en casa? Cualquier d&iacute;a iban a lamentar una desgracia...&raquo; Y la desgracia vino. El caballo del patr&oacute;n volvi&oacute; un anochecer con paso tardo y sin jinete. El viejo hab&iacute;a rodado en una cuesta, y cuando lo recogieron estaba muerto. As&iacute; termin&oacute; el centauro, como hab&iacute;a vivido siempre: con el rebenque colgado de la mu&ntilde;eca y las piernas arqueadas por la curva de la montura.</p>
<p>Su testamento lo guardaba un escribano espa&ntilde;ol de Buenos Aires casi tan viejo como &eacute;l. La familia sinti&oacute; miedo al contemplar el voluminoso testamento. &iquest;Qu&eacute; disposiciones terribles habr&iacute;a dictado Madariaga? La lectura de la primera parte tranquiliz&oacute; a Karl y Elena. El viejo mejoraba considerablemente a la esposa de Desnoyers; pero aun as&iacute;, quedaba una parte enorme para la Rom&aacute;ntica y los suyos. &laquo;Hago esto -dec&iacute;a- en memoria de mi pobre finada y para que no hablen las gentes.&raquo; Ven&iacute;an a continuaci&oacute;n ochenta y seis legados, que formaban otros tantos cap&iacute;tulos del volumen testamentario. Ochenta y cinco individuos subidos de color -hombres y mujeres- que viv&iacute;an en la estancia largos a&ntilde;os como puesteros y arrendatarios, recib&iacute;an la &uacute;ltima munificencia paternal del viejo. Al frente de ellos figuraba Celedonio, que en vida de Madariaga se hab&iacute;a enriquecido ya sin otro trabajo que escucharle, repitiendo: &laquo;As&iacute; ser&aacute;, patr&oacute;n.&raquo; M&aacute;s de un mill&oacute;n de pesos representaban estas mandas de tierras y reses. El que completaba el n&uacute;mero de los beneficiados era Julio Desnoyers. El abuelo hac&iacute;a menci&oacute;n especial de &eacute;l, leg&aacute;ndole un campo &laquo;para que atendiera a sus gastos particulares, supliendo lo que no le diese su padre&raquo;.</p>
<p>-Pero &iexcl;eso representa centenares de miles de pesos! -protest&oacute; Karl, que se hab&iacute;a hecho m&aacute;s exigente al convencerse de que su esposa no estaba olvidada en el testamento.</p>
<p>Los d&iacute;as que siguieron a esta lectura resultaron penosos para la familia. Elena y los suyos miraban al otro grupo como si acabasen de despertar, contempl&aacute;ndolo bajo una nueva luz, con aspecto distinto. Olvidaban lo que iban a recibir para ver &uacute;nicamente las mejoras de los parientes.</p>
<p>Desnoyers, ben&eacute;volo y conciliador, ten&iacute;a un plan. Experto en la administraci&oacute;n de estos bienes enormes, sab&iacute;a que un reparto entre los herederos iba a duplicar los gastos sin aumentar los productos. Calculaba, adem&aacute;s, las complicaciones y desembolsos de una partici&oacute;n judicial de nueve estancias considerables, centenares de miles de reses, dep&oacute;sitos en los bancos, casas en las ciudades y deudas por cobrar. &iquest;No era mejor seguir como hasta entonces?... &iquest;No hab&iacute;an vivido en la santa paz de una familia unida?...</p>
<p>El alem&aacute;n, al escuchar su proposici&oacute;n se irgui&oacute; con orgullo. No; cada uno a lo suyo. Cada cual que viviese en su esfera. &Eacute;l quer&iacute;a establecerse en Europa, disponiendo libremente de los bienes heredados. Necesitaba volver a su mundo.</p>
<p>Lo mir&oacute; frente a frente Desnoyers, viendo a un Karl cuya existencia no hab&iacute;a sospechado nunca cuando viv&iacute;a bajo su protecci&oacute;n, t&iacute;mido y servil. Tambi&eacute;n el franc&eacute;s crey&oacute; contemplar lo que le rodeaba bajo una nueva luz.</p>
<p>-Est&aacute; bien -dijo-. Cada uno que se lleve lo suyo. Me parece justo.</p>
 
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