Diferencia entre revisiones de «Nuestra Señora de París/1»
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Línea 169:
‑Eh, tú que estás mejor situado que yo, toma mi zapato y tíraselo a la cara.
‑¡Mueran los seis teólogos con sus sobrepellizas blancas!
Línea 175:
‑Ah, ¿pero son los teólogos?; creí que eran las seis ocas blancas que Santa Genoveva regaló a la Ville por el feudo de Roogny.
‑¡Fuera los médicos!
‑¡Fuera diputados y cardenales!
‑¡Ahí va mi birrete, canciller de Santa Genoveva! ¡Me hicisteis una faena! ¡Os digo que es cierto!, mi puesto en la nación de Normandía se lo dio al pequeño Ascanio Falzaespada, de la pro‑, vincia de Burges, que era italiano.
‑¡Es una injusticia! ‑gritaron los demás estudiantes‑. ¡Fuera el Canciller de Santa Genoveva!
‑Eh, eh, ¡Fijaos! Es Maese Joaquin de Ladehors.
‑¡Anda! y Luis Dahuille y Lamberto Hoctement.
‑¡Que el diablo se lleve al procurador de la nación alemana!
‑¡Y a los capellanes de la Santa Capilla con sus mucetas grises! ¡Cum tunicis grisis!
‑¡''Seu de pellibus grisis funatis''¹⁴!
‑¡Mira los maestros en artes! ¡Bonitas capas negras! ¡Qué bonitas capas rojas!
‑¡Mira!, ¡Parecen la cola del rector! Se diría que es un dux veneciano ataviado para sus bodas con el mar.
‑Eh, Juan, mira: ¡Los canónigos de Santa Genoveva!
‑¡Al diablo la canonjía!
‑Y ahora el Abad Claud Choart. Doctor Claudio Choart, ¿buscáis acaso a María Giffarde? La hallaréis en la calle Glatigny, preparando el lecho del rey de los ribaldos.
‑Paga sus cuatro denarios; quatuor denarios.
‑''Aut unum bombum''¹⁵.
‑¿Queréis que os.lo haga gratis?
‑¡Compañeros! maese Simon Sanguin, elector de la Picardía, con su mujer a la grupa.
‑''Port equitem sedet altra cura''¹⁶.
‑¡Ánimo, maese Simon!
‑¡Buenos días señor elector!
‑¡Buenas noches señora electora!
‑¡Qué suerte tienen de verlo todo!‑, suspiraba ''Joannes de Molendino'', agarrado aún a la hojarasca de su capitel y mientras tanto el librero jurado de la Universidad maese Andrés Musnier, hablaba al oído del peletero real, maese Gil Lecornu.
‑Os digo que éste es el fin del mundo, jamás se han visto tales desmanes entre los estudiantes y todo ello es debido a los malditos inventos modernos que echan todo a perder; las artillerías las serpentinas, las bombardas, pero sobre todo la imprenta, esa peste llegada de Alemania. Ya no se hacen libros ni manuscritos, la imprenta hunde a la librería. Esto es el fin del mundo.
‑Yo ya lo había observado en el aumento de ventas de terciopelo ‑dijo el peletero.
Justo entonces sonaron las doce.
‑¡Ah...! ‑coreó la multitud al unísono. Los estudiantes se callaron y se produjo luego un enorme revuelo, un movimiento continuo de pies y de cabezas, carraspeos constantes... Todo el mundo se acomodó, se situó, se colocó, se agrupó. Se produjo luego un silencio con las cabezas levantadas, las bocas abiertas y las miradas fijas codas en la mesa de mármol, pero no aparecía nadie en la mesa. Los cuatro guardias del bailío seguían allí, tiesos a inmóviles como cuatro estatuas. Las miradas se dirigieron hacia el estrado, reservado a la legación flamenca, mas la puerta permanecía cerrada y el estrado vacío. Todo aquel gentío no esperaba más que ores cosas desde bien temprano: que dietan las dote, que apareciera la legación flamenca y que empezara el misterio; y hasta ahora sólo habían dado las dote. Aquello era por demás.
Esperaron todos uno, dos, tres, cinco minutos, un cuarto de hora y nada; el estrado continuaba desierto y el escenario vacío. A la impaciencia siguió la cólera; se protestaba en voz baja todavía, con gesto irritado: ¡el misterio!, ¡el misterio! murmuraba apagadamente el gentío; el ambiente se iba calentando. Una tempestad, aunque de momento sólo eran truenos, se estaba preparando entre aquella multitud y fue Juan del Molino quien produjo el primer chispazo:
‑¡El misterio ya y al diablo los flamencos! ‑dijo a voz en grito enroscándose al capitel como una culebra. La gente aplaudió con Bran calor.
‑El misterio ‑repitieron todos‑; ¡al diablo con Flandes!
‑Queremos el misterio inmediatamente ‑dijo el estudiante‑, o a fe mía que colgamos al bailío a guisa de farsa y representación.
‑¡Así se habla! ‑exclamó la muchedumbre‑, y empecemos por colgar a los guardias‑. Una Bran aclamación acogió estas palabras al tiempo que los cuatro pobres diablos palidecieron y se miraban incrédulos.
La gente se abalanzó sobre ellos, y veían cómo la débil balaustrada de madera que les separaba se curvaba y cedía ante la presión del gentío.
La situación era crítica.
‑¡A ellos! ¡A ellos! ‑gritaban de todas partes. Justo en ese momento la tapicería del vestuario, ya descrita, se levantó y dio paso a un personaje ante cuya vista cesó súbitamente todo y la cólera se trocó en curiosidad como por arte de magia.
‑¡Silencio! ¡Silencio!
El personaje, nada tranquilo y temblando como una hoja, avanzó hacia la mesa de mármol, haciendo reverencias a diestro y siniestro, que parecían más bien genuflexiones a medida que se iba acercando.
Ya la calma se había restablecido un tanto y sólo se oía ese ligero murmullo que surge siempre entre el silencio de la multitud.
Y el personaje comenzó a hablar:
‑Señores burgueses, señoritas burguesas: vamos a tener el honor de declamar y representar ante su eminencia el señor cardenal un bellísimo paso que lleva por título El recto juicio de Nuestra Señora la Virgen María y en él yo hago el papel de Júpiter. Su eminencia acompaña ahora a la muy honorable embajada de monseñor el duque de Austria que se encuentra en estos momentos oyendo el discurso del Señor Rector de la Universidad en la puerta de Baudets. En cuanto llegue su Eminencia el Cardenal, daremos comienzo a la representación
Nada menos que la intervención de Júpiter fue, pues, necesaria para salvar a los cuatro desdichados guardias del bailío de palacio.
Si hubiéramos tenido la dicha de haber inventado esta historia verídica y por consiguiente ser los responsables de ella ante nuestra señora la crítica, no podría habérsenos aplicado el precepto clásico Nec dens intersit¹⁷. Por otra parte el traje de Júpiter era muy atractivo y contribuyó no poco a calmar al gentío, atrayendo hacia él su atención. Júpiter estaba vestido con una brigantina cubierta de terciopelo negro adornada con clavos dorados a iba tocado con un bicoquete guarnecido de botones de plata dorada y, de no ser por el maquillaje y la espesa barba que le tapaban cada uno la mitad de la cara, o por el rollo de cartón dorado cuajado de lentejuelas y cintas relucientes que empuñaba en su mano y en el que cualquier experto habría reconocido fácilmente el rayo, o, si no hubiera sido por sus piernas, color carne, con cintas entrecruzadas al estilo griego, se le podría haber tomado, tal era la seriedad de su atuendo, por un arquero bretón de la guardia del señor de Berry.
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