Diferencia entre revisiones de «Nuestra Señora de París/1»

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También es cierto en primer lugar que Ravaillac no tenía cómplices y en segundo lugar que sus cómplices, de haberlos tenido, claro, no habrían estado implicados en el incendio de 1618. Existen otras dos explicaciones muy plausibles. La primera, la gran estrella en llamas de un pie de ancha y de un codo de alta que, como todo el mundo sabe, cayó del cielo sobre el palacio el siete de marzo pasada la media noche; en segundo lugar, está la cuarteta de Theophile: «Certes, ce fut un triste jeu, / Quand à Paris dame justice, / Pour avoir mangé trop d'epice, / se mit tout le palais en feu»⁵
[[archivo:Assassination of Henry IV (Henry IV, King of France; François Ravaillac) by Gaspar Bouttats.jpg|center|400px|thumb|El [[wikipedia:es:Enrique_IV_de_Francia#Asesinato|asesinato de Enrique IV]] por Gaspar Bouttats.]]
Se piense lo que se piense de esta triple explicación política, física o poética del incendio del Palacio de justicia en 1618, lo cierto es que desgraciadamente éste se produjo.
 
Hoy, a causa de esta catástrofe, queda muy poco del palacio, gracias también a las sucesivas restauraciones que se han realizado y que han acabado con lo que el fuego había respetado. Queda muy poca cosa ya de la que fue primera residencia de los reyes de Francia, muy poca cosa de este palacio, hermano mayor del [[wikipedia:es:Palacio_del_Louvre|Louvre]], de este palacio en el que en tiempos de Felipe el Hermoso buscaban los restos de las magníficas construcciones realizadas por el rey Roberto y descritas por Hergaldo. Casi todo ha desaparecido. ¿Qué se ha hecho del salón de la Cancillería en el que el rey San Luis «consumó su matrimonio»? ¿Y del jardín en donde él mismo administraba justicia «revestido de una cota. de camelote, con una sobrevesta de Tiritaña, sin mangas, y con una túnica de sándalo negro sobre los hombros, echado en un hermoso tapiz y con Joinville al lado»?⁶ ¿Dónde está la cámara del [[wikipedia:es:Segismundo_de_Luxemburgo|Emperador Segismundo]]? ¿Y la de Carlos IV? ¿Y la de Juan sin Tierra? ¿Dónde aquella escalinata desde la que Carlos VI promulgó su edicto de gracia? ¿Y la losa en la que Marcel degolló, en presencia del Delfín, a Robert de Clermont y al mariscal de Champagne? ¿Y la portilla donde fueron rotas las bulas del antipapa Benedicto y por donde se marcharon los que las habían traído, castrados y encapirotados, con mofas y cantando la palinodia por todo París? ¿Y la gran sala con sus dorados, sus azules, sus ojivas, sus estatuas y pilares y su bóveda inmensa toda esculpida? ¿Y la cámara dorada? ¿Y el león de piedra que había en la entrada con la cabeza baja y la cola entre las piernas, como los leones del trono de Salomón en actitud sumisa como cuadra a la fuerza cuando se encuentra ante la justicia? ¿Y las hermosas puertas? ¿Y los bellísimos vitrales? ¿Y los herrajes cincelados que provocaban la envidia de Biscornette? ¿Y las delicadas obras de ebanistería de Du Hancy?... ¿Qué han hecho el tiempo y los hombres de tales maravillas? ¿Qué hemos recibido por todo eso, por toda esta historia gala, por todo este arte gótico?
 
Por lo que al arte se refiere, las pesadas cimbras rebajadas de M. de Brosse, este torpe arquitecto del pórtico de Gervais y, en cuanto a la historia, los recuerdos parlanchines del gran pilar en donde aún resuenan los comadreos de los Patru⁷.
 
No es mucho, la verdad, pero volvamos a la auténtica gran sala del verdadero y viejo palacio.
Las dos extremidades de este gigantesco paralelogramo estaban ocupadas, una por la famosa mesa de mármol, tan larga, tan ancha, tan gruesa como jamás se vio dicen los viejos pergaminos en un estilo que hubiera provocado el apetito de [[wikipedia:es:Gargantúa_y_Pantagruel|Gargantúa]] , semejante loncha de mármol en el mundo, otra por la capilla en donde Luis XI se había hecho esculpir de rodillas ante la Virgen y a donde había hecho llevar sin preocuparle un ápice los dos nichos vacíos que dejaba en la fila de las estatuas reales, las de Carlomagno y San Luis, dos santos a los que suponía él gran influencia en el cielo por haber sido reyes de Francia.
 
La capilla aún nueva, construida hace apenas seis años, tenía ese gusto encantador de arquitectura delicada, de escultura admirable, finamente cincelada, que define en Francia el fin del gótico y continúa hasta mediados del siglo XVI en esas fantasías esplendorosas del Renacimiento. El pequeño rosetón abierto sobre el pórtico era una obra maestra de delicadeza y de gracia, habríase dicho una estrella de encaje.
En el centro de la sala frente a la puerta, se alzaba un estrado de brocado de oro, adosado al muro, en donde se había abierto un acceso privado mediante una ventana al pasillo de la cámara dorada para la legación flamenca y los demás invitados de relieve a la representación del Misterio.
En esa mesa de mármol, según la tradición, debía representarse el misterio y a cal fin había sido ya preparada desde la mañana. La rica plancha de mármol muy rayada ya por las pisadas, sostenía una especie de tablado bastante alto, cuya superficie superior, bien visible desde toda la sala, debía servir de escenario y cuyo interior, disimulado por unos tapices, serviría de vestuario a los diferentes personajes en la obra. Una escalera, colocada sin disimulo por fuera, comunicaría el escenario y el vestuario y sus peldaños asegurarían la entrada y salida de los actores. No había personaje alguno, ni peripecia, ni golpe de teatro que no necesitara servirse de aquella escalera ¡inocente y adorable infancia del arte y de la tramoya!
 
Cuatro agentes del bailío del palacio, guardianes forzosos de todos los placeres del pueblo, tanto en los días de fiesta como en los días de ejecución, permanecían de pie en cada una de las cuatro esquinas de la mesa de mármol.
 
La representación tenía que comenzar tras la última campanada de las doce del mediodía en el gran reloj del palacio. No era muy pronto precisamente para una representación teatral, pero había sido preciso acomodarse al horario de los embajadores flamencos.
Ocurría, sin embargo, que todo aquel gentío estaba allí desde muy temprano y no pocos de aquellos curiosos temblaban de frío desde el amanecer ante la gran escalinata del palacio. Los había incluso que afirmaban haber pasado la noche a la intemperie, tumbados ante el gran portón, para tener la seguridad de entrar los primeros. La muchedumbre crecía por momentos y, como el agua que rebasa el nivel, empezaba a trepar por los muros, a agolparse en torno a los pilares, a amontonarse en las cornisas, en las balaustradas de los ventanales y en todos los salientes y relieves de la fachada. Por todo ello las molestias, la impaciencia, el aburrimiento, la libertad de un día de cinismo y de locura, las discusiones que surgían por un brazo demasiado avanzado, un zapato demasiado apretado el cansancio de la larga espera, daban ya, bastante antes de la hora de llegada de los embajadores, un ambiente enconado y agrio al bullicio de toda aquella gente encerrada, apiñada, empujada, pisoteada y sofocada. No se oían más que quejas e improperios contra los flamencos y el preboste de los comerciantes, contra el cardenal de Borbón y el bailío de palacio, contra Margarita de Austria⁸, contra los alguaciles, o contra el frío, el calor, o el mal tiempo, o el obispo de París o contra el papa de los locos, las pilastras las estatuas... contra una puerta cerrada o una ventana abierta. Todo ello para gran diversión de bandas de estudiantes o de lacayos que, diseminados entre la multitud, se aprovechaban del malestar general para, con sus bromas, provocar y aguijonear, por decirlo de alguna manera, aquel mal humor general.
 
 
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