Diferencia entre revisiones de «Neptuno de aguas dulces»

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Miguelovich hervía de ambición. Mientras inmóvil contemplaba sus líneas de pescar, sentado en su bote, vagaba su imaginación; recorría, soñando, todos los recovecos y meandros del Paraná que tantas veces había visitado, conchabado de marinero en alguna lancha de marcha lenta, echando semanas, cuando no meses, para llevar algunas mercaderías de Buenos Aires a Corrientes o a la Asunción y regresando más ligero a favor de la corriente, cuando no faltaba el agua, y trayendo, sin urgencia, los cargamentos de yerba, de cueros y otros productos.Ya, desde entonces, en su cerebro veía diseñado el camino que tenía la ambición de seguir. Ahorraba todo su sueldo, casi. No había para él vicio ni diversión. La primera etapa que se había fijado era la compra, con sus primeras y pequeñas economías, de un bote para trabajar en el embarco y desembarco de los pasajeros. Consideraba que por pequeño que sea el oportuno, vendió a otro Empezaba a tener muchos barcos, y la M de Miguelovich por todas partes era favorita. Favorita humilde, ya que todavía no la llevaban más que modestas lanchas de vela, y que, sin vapores, no podría conseguir el objeto de sus deseos. Pero los vapores costaban un dineral, y bien era preciso esperar todavía hasta tener fuerzas necesarias para hacerse de alguno.
 
A lo largo del muelle viejo de madera, continuación, en el río, sin puerto todavía, de la calle Cuyo, se columpian suavemente en las olitas que cabrillean, mantenidos en su sitio por un continuo movimiento de los remos, cien barquichuelos. Los boteros, casi todos, son genoveses, con algunos de Nápoles, y uno que otro de origen eslavo y de apellido terminado en «ich», venido de las costas del Adriático. Y todos, de pie, sin cesar un momento su gesto maquinal, miran hacia el muelle, llamando a gritos a los pasajeros, ofreciendo sus servicios. Por algunos pesos papel, los llevarán hasta los vapores que hacen la carrera de Montevideo o el servicio fluvial del Paraná y del Uruguay; o bien traerán al muelle a los que, desde el paquete de ultramar anclado lejos, en la rada exterior, llegan en lanchones, con sus equipajes, hasta donde permite el agua.
 
Trabajo relativamente tranquilo, de poco esfuerzo, en realidad, pero oficio de competencia bulliciosa, de largas horas ociosas que se pasan pescando y que da para la vida y algo más. Y como en todo navegante siempre duerme el instintivo anhelo de horizontes nuevos, el más humilde botero, a veces, sueña con descubrir mundos o por lo menos conquistar riquezas escondidas en islas inaccesibles, o se siente presa del atávico deseo de piratear en las costas, en busca de alguna incauta belleza.
 
Miguelovich hervía de ambición. Mientras inmóvil contemplaba sus líneas de pescar, sentado en su bote, vagaba su imaginación; recorría, soñando, todos los recovecos y meandros del Paraná que tantas veces había visitado, conchabado de marinero en alguna lancha de marcha lenta, echando semanas, cuando no meses, para llevar algunas mercaderías de Buenos Aires a Corrientes o a la Asunción y regresando más ligero a favor de la corriente, cuando no faltaba el agua, y trayendo, sin urgencia, los cargamentos de yerba, de cueros y otros productos.Ya, desde entonces, en su cerebro veía diseñado el camino que tenía la ambición de seguir. Ahorraba todo su sueldo, casi. No había para él vicio ni diversión. La primera etapa que se había fijado era la compra, con sus primeras y pequeñas economías, de un bote para trabajar en el embarco y desembarco de los pasajeros. Consideraba que por pequeño que sea el oportuno, vendió a otro Empezaba a tener muchos barcos, y la M de Miguelovich por todas partes era favorita. Favorita humilde, ya que todavía no la llevaban más que modestas lanchas de vela, y que, sin vapores, no podría conseguir el objeto de sus deseos. Pero los vapores costaban un dineral, y bien era preciso esperar todavía hasta tener fuerzas necesarias para hacerse de alguno.
 
Ya, desde entonces, en su cerebro veía diseñado el camino que tenía la ambición de seguir. Ahorraba todo su sueldo, casi. No había para él vicio ni diversión. La primera etapa que se había fijado era la compra, con sus primeras y pequeñas economías, de un bote para trabajar en el embarco y desembarco de los pasajeros. Consideraba que por pequeño que sea el capital, trabajar por su propia cuenta da más que cualquier conchabo, pues están ahí presentes siempre el anhelo, la emulación, el empeño de adelantar y la esperanza del éxito que no tiene límites.
 
No tardó en poseer dos, tres, diez botes manejados por recién llegados, peones a sueldo. Vigilados por él constantemente, limpitos, con su buen toldo, ofreciéndose siempre a más bajo precio que los competidores, conocidos todos por la M que llevaban pintada en la popa y en la bandera, trabajaban a las mil maravillas; y cuando juzgó el momento oportuno, vendió a otro toda la flotilla, y con su producto compró un pailebote.
 
Muy conocido en el puerto, le sobraba trabajo y no tardó en hacer con las lanchas lo que había hecho con los botes. Como ya podía usar del crédito que se había creado en plaza, pronto tuvo dos, tres, diez lanchas y lanchones, con la M pintada; y con su buen escritorio en la calle 25 de Mayo; con su clientela escogida de grandes consignatarios de veleros y vapores; comprando siempre toda lancha ofrecida en condiciones propicias, estuvo pronto en vías de hacerse poco a poco verdadero dueño del trabajo de carga y descarga tan importante entonces, por la falta de puerto, de los buques de ultramar.
 
Empezó a organizar, con algunas de sus lanchas, viajes relativamente regulares, para llevar carga a los principales puertos del Paraná y del Uruguay, plantando jalones en éstos, creando relaciones, formando clientela. Su ensueño no había cambiado; su ambición seguía siendo la misma de siempre: hacer flamear su pabellón en todos los puertos de los grandes ríos tributarios del Plata, y también Montevideo, cuando sonase la hora.
 
Empezaba a tener muchos barcos, y la M de Miguelovich por todas partes era favorita. Favorita humilde, ya que todavía no la llevaban más que modestas lanchas de vela, y que, sin vapores, no podría conseguir el objeto de sus deseos. Pero los vapores costaban un dineral, y bien era preciso esperar todavía hasta tener fuerzas necesarias para hacerse de alguno.
 
Escasos eran entonces éstos en el puerto de Buenos Aires; pero asimismo, contra ellos era difícil, hasta imposible, la competencia con veleros en los puertos fluviales. Solamente con vapores se podía emprender el lucrativo servicio de pasajeros para el Rosario, Paraná, Corrientes, la Asunción y los puertos del Uruguay. Sin duda, Miguelovich, con el aumento continuo de su flota, de sus relaciones, de su clientela y de su crédito, no era potencia despreciable, y el tonelaje de sus ya innumerables barcos de vela sumaba respetable cifra. También -para otro- hubiera podido valer algo el poético aspecto de sus goletas navegando con sus velas extendidas y su elegante porte de grandes gaviotas, entre las riberas verdes del majestuoso Paraná, bajo el hermoso cielo azul; pero, de buena gana, hubiese cambiado por el humo negro que ensucia el horizonte, las deslumbradoras alas de lona, en las cuales, exclusivamente todavía, lucía la M.