Diferencia entre revisiones de «El hombre mediocre (1926)/Capítulo II»

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En el verdadero hombre mediocre la cabeza es un simple adorno del cuerpo. Si nos oye decir que sirve para pensar, cree que estamos locos. Diría que lo estuvo Pascal si leyera sus palabras decisivas: "Puedo concebir un hombre sin manos, sin pies; llegaría hasta concebirlo sin cabeza, si la experiencia no me enseñara que por ella se piensa. Es el pensamiento lo que caracteriza al hombre; sin él no podemos concebirlo" (''Pensées''; XXIII). Si de esto dedujéramos que quien no piensa no existe, la conclusión le desternillaría de risa.
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Son modestos, por principio. Pretenden que todos lo sean, exigencia tanto más fácil por cuanto en ellos sobra la modestia, desde que están desprovistos de méritos verdaderos. Consideran tan nocivo al que afirma las propias superioridades en voz alta como al que ríe de sus convencionalismos suntuosos. Llaman modestia a la prohibición de reclamar los derechos naturales del genio, de la santidad o del heroísmo. Las únicas víctimas de esa falsa virtud son los hombres excelentes, constreñidos a no pestañear mientras los envidiosos empañan su gloria. Para los tontos nada más fácil que ser modestos: lo son por necesidad irrevocable; los más inflados lo fingen por cálculo, considerando que esa actitud es el complemento necesario de la solemnidad y deja sospechar la existencia de méritos pudibundos. Heine dijo: "Los charlatanes de la modestia son los peores de todos". Y Goethe sentenció: "Solamente los bribones son modestos". Ello no obsta para que esa reputación sea un tesoro en las mediocracias. Se presume que el modesto nunca pretenderá ser original, ni alzará su palabra, ni tendrá opiniones peligrosas, ni desaprobará a los que gobiernan, ni blasfemará de los dogmas sociales: el hombre que acepta esa máscara hipócrita renuncia a vivir más de lo que permiten sus cómplices. Hay, es cierto, otra forma de modestia, estimable como virtud legítima: es el afán decoroso de no gravitar sobre los que nos rodean, sin declinar por ello la más leve partícula de nuestra dignidad. Tal modestia es un simple respeto de sí mismo y de los demás. Esos hombres son raros; comparados con los falsos modestos, son como los tréboles de cuatro hojas. Fracasados hay que se creen genios no comprendidos y se resignan a ser modestos para complacer a la mediocracia que puede transformarlos en funcionarios; y son mediocres, lo mismo que los otros, con más la cataplasma de la modestia sobre las úlceras de su mediocridad. En ellos, como sentenció La Bruyére, "la falsa modestia es el último refinamiento de la vanidad". La mentira de Tartarín es ridícula; pero la de Tartufo es ignominiosa.
 
Adoran el sentido común, sin saber de seguro en qué consiste; confúndenlo con el buen sentido, que es su síntesis. Dudan cuando las demás resuelven dudar y son eclécticos cuando los otros lo son: llaman eclecticismo al sistema de los que, no atreviéndose a tener ninguna opinión, se apropian de todo un poco y logran encender una vela en el altar de cada santo. Temerosos de pensar, como si fincasen en ello el pecado mayor de los siete capitales, pierden la aptitud para todo juicio; por eso cuando un mediocre es juez, aunque comprenda que su deber 60 es hacer justicia, se somete a la rutina y cumple el triste oficio de no hacerla nunca y embrollarla con frecuencia.
 
El temor de comprometerse les lleva a simpatizar con un precavido escepticismo. Bueno es desconfiar del hipócrita que elogia todo y del fracasado que todo lo encuentra detestable; pero es cien veces menos estimable el hombre incapaz de un sí y de un no, el que vacila para admirar lo digno y execrar lo miserable. En el primer capítulo de los ''Caracteres'' parece referirse a ellos, La Bruyére, en un párrafo copiado por Hello: "Pueden llegar a sentir la belleza de un manuscrito que se les lee, pero no osan declarar en su favor hasta que hayan visto su curso en el mundo y escuchado la opinión de los presuntos competentes; no arriesgan su voto, quieren ser llevados por la multitud. Entonces dicen que han sido los primeros en aprobar la obra y cacarean que el público es de su opinión". Temerosos de juzgar por sí mismos, se consideran obligados a dudar de los jóvenes; ello no les impide, después de su triunfo, decir que fueron sus descubridores. Entonces prodíganles juramentos de esclavitud que llaman palabras de estímulo: son el homenaje de su pavor inconfesable. Su protección a toda superioridad ya irresistible, es un anticipo usuario sobre la gloria segura: prefieren tenerla propicia a sentirla hostil.
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La mediocridad intelectual hace al hombre solemne, modesto, indeciso y obtuso. Cuando no le envenenan la vanidad y la envidia, diríase que duerme sin soñar. Pasea su vida por las llanuras; evita mirar desde las cumbres que escalan los videntes y asomarse a los precipicios que sondan los elegidos. Vive entre los engranajes de la rutina.
 
 
===='''<center>III. LA MALEDICENCIA </center>====