Diferencia entre revisiones de «El doctor Centeno: 54»
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Página nueva: {{encabezado2|El doctor Centeno <br> Tomo II|Benito Pérez Galdós}} == Fin del fin: II == Vino la noche. El enfermo la veía con espanto llegar, y sentía el avanzar frío de... |
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Poleró y Ruiz se quedaron aquella noche velando a Miquis; no así Cienfuegos que tenía que acompañar a un tío suyo, recién venido del pueblo. Estaba comprometidísimo por falta de dinero, y se veía en las de Caín para obsequiar al egregio pariente. Aquella tarde se rieron todos oyéndole contar los apuros que pasó en el café, y las mentiras que había endilgado al buen señor para hacerle ver los grandes peligros que resultaban de ir a un teatro. Pudo convencerle de que lo más higiénico y elegante era pasear por el Prado hasta media noche, regalándose con un buen vaso de agua de Cibeles. En un puesto de agua habían encontrado a D. Florencio Morales, y Cienfuegos se apresuró a presentarlo a su tío, que simpatizó mucho con él, por ser ambos progresistas templados, hidrófagos y españoles rancios.
Moreno Rubio, al retirarse ya de noche, hizo muy malos augurios. No
Felipe no se daba punto de reposo, y tres o cuatro veces tuvo que bajar a la botica. Arriba no faltaba trabajo. El paciente pedía sin cesar esta o la otra cosa, buscando en la variedad distracción; ensayando contra la violentísima tos extraños remedios e increíbles posturas. Cirila ayudaba poco. Felipe tenía que ir a cada instante a la cocina en busca de agua tibia o fría, de un limón, leche, azúcar, té... Cuando no encontraba a mano alguna cosa, iba a pedirla a cualquier vecino. Al entrar en casa de Ido, halló a este sentado en mitad de su humilde salita, junto a una mesilla con luz. Rodeábanle su familia y dos vecinas que solían ir allí de tertulia. Parecía que el buen Cerato Simple estaba enternecido y que de sus ojos manaba mayor caudal lacrimatorio que de ordinario. Un sobado cuaderno tenía en su mano, y desde que vio a Centeno, corrió a abrazarle:
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Agradecido a este lenguaje, Felipe no podía detenerse en hacer comentarios sobre la soberana obra. Necesitaba un huevo, que a su amo se lo había antojado comer.
«¡Ay, hijo! -exclamó
Una mujer vieja, arrugada, vivaracha, que estaba en el ruedo de la tertulia y que había oído leer el drama con delectación, se levantó prontamente, diciendo:
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-Si el Sr. D. José me quisiera dejar el drama -dijo otra de las presentes cuando Felipe salía-, para que lo lea mi marido... Él lo entiende; es oficial de pintor de decoraciones, y todo lo que es cosa de teatro lo sabe al dedillo.
«Creo que te debo algo. ¿Son ocho duros?».
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