Diferencia entre revisiones de «El doctor Centeno: 42»
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Habiendo mejorado el tiempo, pudo al fin salir a la calle. La primera vez, apenas anduvo cien
«Si no estoy ya tan malo como crees... Es porque me ves el primer día que salgo a la calle; y la verdad... me he quedado en los huesos. Pero me voy reponiendo, y siento que mejoro rápidamente...».
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-Te diré.. No vayas a verme, porque estoy como de paso, en una casa que no es de huéspedes... casa con jardines; quiero decir, que tiene vistas a un jardín... Pero no vayas por allí: hay mucha escalera, y lo probable es que no me encuentres.
El verdadero motivo que Alejandro tenía para alejar a sus amigos del nuevo domicilio, era cierto disgusto o vergüenza de que le vieran allí, pues la verdad era (¡desvaneceos, ilusiones locas!) que no podría el enfermo haber ido a peor sitio, aunque lo rebuscara entre todo lo malo que hay en Madrid. Estaba la tal casa en la calle de Cervantes, mas no bastaban las leyendas biográficas del barrio a hacerla simpática. Se subía a la vivienda de Miquis por una escalera interior, casi tan larga como la del Cielo. Aquello no acababa nunca, y nuestro poeta tenía que sentarse dos o tres veces en los peldaños para poder seguir. Cerca ya de los sotabancos, muchedumbre de sucios chiquillos, que a todas horas jugaban en los descansos, estorbaban el paso, haciendo infernal ruido que ni un momento se interrumpía de la mañana a la noche. En los mismos descansos altos, había un tufo que viciaba el aire y lo hacía irrespirable, porque las vecinas sacaban sus anafres y braseros para encenderlos y pasarlos en la escalera. Abiertas casi todas las puertas sentíase allí hormigueo de gente que por no tener espacio bastante, rebosaba de sus domicilios, y el murmullo mareaba tanto como el tufo del carbón. Las paredes, de arriba abajo
La primera impresión de Alejandro, al estrenar su domicilio, fue penosísima... Creyó que entraba en una carbonería, porque paredes más negras que las de aquel pasillo no las había visto él en toda su vida. Por aquel suelo de polvorosos ladrillos rojos se arrastraban chicos entecos y miserables, otros gateaban, aquellos corrían como en una plaza, estos hacían procesiones y paradas militares. En las puertas numeradas, no había cordón de campanilla, y casi todas estaban abiertas. Para llamar en las cerradas, se hacía uso de los nudillos. Una vez dentro de su cuarto, que era el número 7, enseñáronle una salita, lo mejor, casi lo único de la casa, de regular tamaño, paredes sin papel, aplanado techo y buenas luces. Eso sí, en vistas, no le ganara ni la torre de Santa Cruz.
Por la cuadrada ventana
No disgustó a Alejandro la estancia aquella desde la cual se veía tanta nube, tanta chimenea, y, con buena voluntad, el hundido jardín. Los muebles habían sido muy buenos, pero estaban estropeadísimos y pidiendo a gritos plumero, agua y estropajo. No había silla que no estuviera coja, ni pieza a que no faltara algo. Todo revelaba la adquisición de lance, en el desplome de una fugaz fortuna, de esas que nacen y se liquidan en una semana. Todo era de ocasión, de pacotilla, todo pertenecía a esa industria de bazar o de prendería que sirve para poner casas provisionales y para la improvisación de los ajuares domésticos.
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En un momento de mal humor había dicho Cirila a Alejandro: «Ya sabía yo que el señorito era muy aficionado a mantener vagos», frase que al Doctor se le atravesó y no pudo digerirla en mucho tiempo. Pero mientras más le crecían las uñas a ella, más se esmeraba él en fiscalizar y discutir todo.
Desgraciadamente para el soñador del Toboso, pronto dejó de haber ocasiones de regatear sobre el precio de las comidas. El 1.º de Mayo, a consecuencia de haberse mojado con una llovizna, al anochecer, recayó con síntomas muy desconsoladores. Francamente, en la noche del 2, creyó que se moría. Vino Cienfuegos, y no fiándose de su ciencia para un mal tan grave, trajo consigo a un médico amigo, joven y afable. La debilidad de Alejandro era tan grande como su inapetencia. Hubo que recurrir a la carne cruda, al extracto de Liebig, y con ninguna de estas cosas se atajaba el rápido desmoronamiento de aquella naturaleza, ávida de pulverizarse y perderse en lo inorgánico. La combustión crecía, las pérdidas eran enormes; el espíritu se iba quedando cada vez más solo, tan solo, que los desmayos eran simulacros de muerte. Peor estaba el infeliz que en casa de
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