Diferencia entre revisiones de «El doctor Centeno: 17»

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Página nueva: {{encabezado2|El doctor Centeno <br> Tomo I|Benito Pérez Galdós}} == Pedagogía : XII == De cuantos recados hacía Felipe, ninguno para él tan grato como ir a la Cava Baja ...
 
Línea 17:
-Pillos, hijí... Tú no tienes mundo... Eso es gentecilla. ¿Crees que porque van bien vestidos...? Mamá, allí donde la ves, tiene vestidos muy majos, y no se los pone nunca para que no la tomen por esas... Cuando va a pasar el verano a las haciendas, se pone uno azul, ¿estás?...
 
Fueron por la calle del Arenal adelante, despacito para ver bien todo, estorbando el paso a las señoras y quitando la acera a todo transeúntestranseúnte. El descarado Juanito no se privaba, cuando había oportunidad para ello, de echar un piropo a cualquier mujer hermosa que encontrase, ya fuera de clase humilde, ya de la más elevada.
 
«Hombre, que te van a pegar» -le decía el Doctor.
Línea 39:
-¿Lo has visto tú?
 
-Lo ha visto papá... -afirmó el del Socorro, después de vacilar un rato-. Papá conoce al... ¿cómo se llama?, al entendiente, y algunos días lole viene a ayudar a hacer cuentas.
 
-Yo quisiera ver esto por dentro, ¿oyes? Será bonito.
Línea 71:
«¡Me ha visto, me ha visto!».
 
Cuando llegó a la casa, ya D. Pedro había entrado. Felipe pensaba de este modo: «ahora, por lo que he visto y por lo que he tardado, me desuella vivo». Pero no fue así. Doña Claudia dormía ya, y Marcelina, que no quería alborotar la casa a deshora, tan sólo le dijo: «mañana, mañana te ajustará mamá las cuentas».
 
¡Siniestra y misteriosa figura! D. Pedro se paseaba en el comedor, meditabundo. Felipe deseaba que lo tragase la tierra, o que el señor se quedase ciego para que no le pudiese mirar. Fingiendo hacer alguna cosa, evitaba los ojos de su amo; pero al fin, en una vuelta que dio, encontrolosencontrólos inesperadamente... ¿Qué expresión era aquella? ¿Qué decían aquellos ojos?
 
Felipe se turbó más observando que los ojos del capellán, al mirarle, no echaban llamas de ira. Expresaban algo que él no entendía, una perplejidad terrorífica, el estupor del calenturiento. ¡Ah!, Felipín era muy chico y no sabía leer en las fisonomías; apenas deletreaba. No podía entender bien aquella zozobra del grande ante el pequeño, aquel despecho formidable del vendido por el acaso, aquel temblor del león delante de la hormiga, aquella humillación trágica del poder ante la debilidad.