Diferencia entre revisiones de «El doctor Centeno: 07»

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D. Pedro Polo y Cortés era de Medellín; por lo tanto tenía con el conquistador de Méjico la doble conexión del apellido y de la cuna. ¿Había parentesco? Dice Clío que no sabe jota de esto. Doña Claudia, madre de nuestro extremeño, sostiene que sí; mas para probarlo se vale del sentimiento antes que de las razones. El padre, hombre que gozó la más pura y noble fama de honradez, murió desastrosamente en la cárcel veinte años antes de estos sucesos que ahora referimos. Perseguido con saña por graves delitos ajenos, de que su buena fe le hizo en apariencia responsable, fue mártir del honor; fue, como suele decirse, un carácter elevado y glorioso, de esos que, si no abundan, no faltan tampoco en cada edad, para que conste, conforme al plan del mundo, que este no es patrimonio de los malesmalos. Murió como un santo, y muchos están con menos motivo en los altares.
 
La familia no había vivido nunca con holgura, y muerto el jefe de ella, quedó en triste miseria. A Pedro Polo le correspondía llevarla sobre sí, cosa en extremo difícil, pues se encontraba con veinticuatro años a la espalda, sin haber estudiado cosa alguna, sin oficio, carrera ni habilidad que pudiera serle provechosa. Sólo sabía leer, escribir, contar y un poco de latín más macarrónico que erudito. Había pasado la niñez y lo mejor de su juventud dedicado a divertimientos corporales y al saludable ejercicio de la caza. De su complexión atlética, ¿qué beneficio podía sacar como no fuera un jornal mísero? A las ciencias no les tenía maldita afición. La milicia le seducía, pero ya era tarde para pensar en ella. Ir a cualquier parte de las próvidas Américas en busca de fortuna cuadraba a su natural aventurero y a su atrevido espíritu; pero mientras parecía la fortuna, que allí como en todas partes no se alcanza sin trabajo y paciencia, ¿de qué vivirían su madre y su hermana? El comercio no le desagradaba; pero no tenía más capital que su escopeta y un poco de pólvora. Cualquier profesión, por breve y fácil que fuese, requería tiempo y libros, y la necesidad de la familia no tenía espera. Una sola carrera había, cuya posesión pudiera acometer y lograr en poco tiempo el joven Polo. Le apretaba a seguirla un tío suyo materno en tercer grado, canónigo de la catedral de Coria; hubo lucha, sugestiones, lágrimas femeninas, dimes y diretes; el tío ofreció pensionar a la madre y hermana mientras durasen los breves estudios, y por fin todos estos estímulos y más que ninguno el agudísimo de la necesidad vencieron la repugnancia de Polo, le fingieron una vocación que no tenía y...
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Cantó misa, y la familia tuvo un apoyo. Cinco años pasó Polo y Cortés en Medellín, viviendo con estrechez, pero viviendo. Con sus misas, sus funerales y bautizos, desempeñando la coadjutoría de la parroquia, pudo pagar deudas onerosas que abrumaban a la familia. Disentimientos y rivalidades de sacristía le obligaron a salir de su pueblo. Vivió algún tiempo en Trujillo; desempeñó más tarde un curato en Puente del Arzobispo, y luego residió seis años en Toledo, siempre con grandísima penuria, mortificado por la pena de no poder sacar a su madre y hermana de aquella triste vida, llena de incomodidades y pobreza. Esto tuvo feliz término cuando se estableció en Madrid. ¡Gracias a Dios que le sonreía la fortuna! Desde que una azafata de la Reina, extremeña, solicitó y obtuvo para Pedro Polo el capellanazgo de las monjas mercenarias calzadas de San Fernando, la vida de aquellas tres personas tomó cariz más risueño y un rumbo enteramente dichoso. ¡Las monjas eran tan buenas, tan cariñosas, tan señoras...! Ellas mismas sugirieron a su bizarro capellán la idea de poner una escuela donde recibieran instrucción cristiana y yugo social los muchachos más díscolos, y para realizar este noble pensamiento le ofrecieron el local que tenían por el callejón de San Marcos en la casa del marquesado de Aquila Fuente, tronco de aquella piadosa fundación.
 
Era el edificio tan viejo, que por respeto a su origen glorioso se tenía en pie. La planta principal servía para habitación de D. Pedro y su familia, y la baja, que tenía espaciosas cuadras, para albergar la escuela y toda la chiquillería consiguiente. Hermoso plan, tan pronto pensado como hecho. Así como el tío canónigo (a quien D. Pedro en sus ratos de jovialidad solía llamar el bobo de Coria) había dicho ''hágote sacerdote'', las monjas habían dicho a su vez ''hágote maestro''. Para su sotana pensaba Polo así: ¿Clérigo dijiste?, pues a ello. ¿Profesor dijiste?, pues conforme. Dichosa edad estaésta en que el hombre recibe su destino hecho y ajustado como toma un vestido de manos del sastre, y en que lo más fácil y provechoso para él es bailar al son que le tocan. Música, música, y viva la Providencia.
 
El éxito de la escuela fue grande. Centenares de hijos del hombre acudieron de todas las partes del barrio, atraídos por la fama de docto, paternal y juicioso que había adquirido Polo sin saber cómo. El caudal de la familia engrosaba lentamente, y vierais por fin cómo se dulcificaba la hasta entonces amarga vida de aquella buena gente; cómo podía gozar doña Claudia de comodidades que hasta entonces no conociera, y Marcelina Polo decorar su persona con severa compostura. No faltaban ya en la casa los alimentos sanos y abundantes, ni el abrigo en invierno, ni algunos honrados esparcimientos en verano. Aunque la mayor de las satisfacciones de D. Pedro Polo era el bienestar de su madre y hermana, por quienes sentía verdadera adoración, no le disgustaba tomar para sí una parte de los dones de la fortuna, y al año de establecida la escuela se le podía ver y admirar, vestido de paisano o de eclesiástico, según los casos, con la pulcritud y el lujo de los curas más distinguidos.