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== Beowulf ==
Según las leyes de copyright, una traducción es considerada como una obra derivada. Esto significa que posee un copyright distinto al de la obra original.
 
Introducción
Actualmente estamos revisando si las traducciones existentes en Wikisource infringen o no las leyes de copyright.
(De la llegada de Scyld)
 
Desde los tiempos más remotos se trasmite de generación en
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generación, en el pueblo que habita a las orillas del mar del Norte,
la misteriosa leyenda de un héroe que arribó a las playas siendo
todavía un niño, traído por las aguas sobre un escudo que
había sido rellenado con paja, a modo de cuna. Allí creció el
muchacho, que con el tiempo llegó a ser un valiente guerrero, tan
poderoso que fundó un reino que no tardó en superar en prosperidad
y grandeza a todos los países del Norte.
 
Nadie sabía de dónde procedía ni cuál era su nombre, pero a
# '''Año de publicación de la traducción''': Solamente serán aceptadas las traducciones:
causa del extraño medio en que había sido traído por el mar, fue
## Publicadas en los Estados Unidos antes de 1923
llamado Sceaf —haz de paja— o también Scyld —escudo—.
## Publicadas fuera de los Estados Unidos antes del 1º de Julio de 1909
# '''Nombre y apellido del/los traductor/es''' (si hubo más de uno)
# '''Fecha de fallecimiento del traductor:''' deberá haber pasado más de 50 años para poder alojar el texto.
 
Cuando murió, después de un largo reinado tan próspero como
Si tienes dudas, consulta en el [[Wikisource:Café|Café]].
glorioso, obedecieron sus guerreros su último mandato, enviándole
a su oscura patria, de nadie conocida. Colocaron su cadáver
en un navío cargado con ricos tesoros. Encima de sus restos ondeaba
un estandarte dorado.
 
Las luminosas velas se hincharon al viento, y así como había
Tanto el autor de la obra como el traductor tendrán su ficha con un enlace hacia la obra en cuestión.
llegado, de niño, tan misteriosamente, volvió a desaparecer de la
vista de sus apenados súbditos.
 
El nieto de este enviado de los dioses, Healfdene, continuó la
En cambio, si se trata de tu propia traducción, consigna esta información en la página de discusión de la obra.
obra de su abuelo, gobernando con mano firme el país. Cuando
falleció este rey, le sucedió su hijo Hrothgar, el cual, acompañado
de multitud de sus valientes guerreros, asentó su corte en el
país danés. Mandó construir un palacio soberbio, un edificio
maravilloso, con resplandecientes almenas y una hermosa sala,
ricamente adornada, como no se había visto nada igual en el
mundo. Las gentes dieron al castillo el nombre de Herot —ciervo—
porque eso es lo que parecía, desafiando a las tempestades
con la cornamenta de sus almenas, no temiendo ni siquiera a los
incendios, cuando la codicia despertada por tantas riquezas atraía
a los enemigos…
 
Capítulo I
De Grendel, el derramador de sangre
 
Como todos los días, Hrothgar bajó de su habitación al amanecer
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para reunirse en la sala del Herot con sus invitados. Mientras
desayunaba, Wulfgar, su heraldo, se acercó y le dijo:
 
—Mi señor, ha desaparecido uno de tus guerreros
==Véase también==
* [http://es.wikisource.org/wiki/Especial:Whatlinkshere/Plantilla:Advertencia Autores a los que afecta esta advertencia]
 
—¿Como puede ser?
* [[Wikiproyecto:Traducciones]]
 
—Nadie lo sabe, mi rey
[[Categoría:Wikisource:Ayuda]]
 
—¿Y por qué ha desaparecido?.
 
—Tampoco se sabe
 
El monarca consultó con Esker, el mejor de sus caballeros,
pero tampoco él sabía los motivos de la fuga. El guerrero había
huido durante la noche, sin dejar ningún rastro.
 
Hrothgar estaba asombrado. ¿Por que habría de escapar uno
de mis guerreros?. No tenía razones —se decía a si mismo— Era
un hombre muy rico. ¡Que extraño que decidiera marcharse!.
 
Tres días después, a la mañana temprano, Wulfgar volvió y le
dijo:
 
—Cuatro de tus guerreros han desaparecido anoche.
 
—¿Otra vez? ¿Cómo ha sucedido?
 
—Nadie lo sabe, señor
 
—¿Y por qué han desaparecido?
 
—Tampoco se sabe. Pero puedo decirte que esta vez si han
dejado rastros. Hemos encontrado manchas de sangre en el piso
de tu palacio.
 
Hrothgar mandó a llamar inmediatamente a Esker. Le ordenó
que revisara el palacio entero y el bosque que lo rodeaba, cada
milla, cada pulgada. El guerrero reunió a las huestes armadas
con escudos y espadas de gran filo. No hubo sitio que no revisaran
minuciosamente. Pero no encontraron nada.
 
El monarca comenzó a dudar de que los guerreros se hubieran
ido por propia voluntad. Algo les debía haber sucedido, aun
que ignoraba qué. Consultó con su consejo de sabios, pero no
obtuvo una respuesta satisfactoria. Suponían que algún enemigo
los había secuestrado, pero no había rastros de extranjeros en el
palacio ni en las cercanías.
 
Otros guerreros daneses desaparecieron las noches siguientes.
Todo ocurría cuando la nieve era cubierta por el negro de las
sombras. Al amanecer, el heraldo le comunicaba al rey lo que
había sucedido. Cada mañana, Hrothgar bajaba preocupado de
su alcoba. Cuando veía que Wulfgar se le acercaba, ya sabía lo
que venía a decirle. Durante la tarde, mientras compartían su estancia
en el palacio, todos hablaban de las desapariciones nocturnas.
 
 
El rey de los daneses recordó algunos relatos que circulaban
por su reino. Nunca hasta ese momento les había prestado atención,
pues creía que se trataba sólo de leyendas. La gente del
pueblo aseguraba que existían dos grandes espíritus, seres malignos
que siempre rondaban en torno a una ciénaga. Uno tenía
el aspecto de una hembra, mientras que el otro vagaba en forma
de hombre y su tamaño era mayor. Lo llamaban Gréndel. Ambos
merodeaban oscuras loberas y riscos inhóspitos.
 
Cuando el cielo comenzó a enrojecer de a poco y el sol ya
había dejado de entibiar la nieve, el rey se retiró a dormir. La
fiesta había terminado. Los caballeros cerraron las puertas y ventanas
del palacio para que el frío no entrara en la sala y se acomodaron
sobre las mantas para dormir. Esker montó guardia con
dos guerreros fuera del palacio.
 
Mientras esto sucedía en el Herot, una criatura oscura y repugnante
marchaba hacia allí, como todas las noches.
 
Grendelvivía en las grutas y en los fangales donde el agua de
lluvia se estancaba. Era un antiguo descendiente de Caín, que
aborrecía a todo ser que no fuera como él.
 
Se desplazó con sus torpes movimientos hasta acercarse al
Herot. Desde los lindes del bosque, observó la mansión. El ruido
de la música que tanto lo atormentaba había cesado.
 
Ni Esker ni sus compañeros pudieron verlo cuando entró al
palacio, pues lo rodeaba una espesa tiniebla que desdibujaba sus
formas. Los gritos llegaron a oídos de la guardia cuando ya era tarde. Esker alcanzó a divisar a lo lejos la silueta del ogro que se
internaba en el bosque con los guerreros atrapados en las garras.
Grendel logró escapar arrastrando a su ciénaga a los quince hombres
que estaban dentro del Herot.
 
Los que no creían en la existencia del monstruo, desde ese
día le temieron.
 
Al amanecer, el palacio estaba envuelto en llanto. Los gritos
se expandían por la comarca a medida que la historia iba recorriendo
las casas. No fue necesario que el heraldo le comunicara
la noticia al rey. Hrothgar supo qué había pasado apenas escuchó
el primer lamento. Todo su reino era una tragedia. Tampoco él
había creído hasta ese día en la leyenda de las dos criaturas.
 
Desde esa noche, el ogro no les dio tregua. había probado la
carne humana y ya ningún otro alimento lo satisfacía. Esperaba
ansiosamente la caída del sol para ir en busca de sus presas.
 
Hrothgar observaba cada noche cómo sus guerreros abandonaban
el Herot, huyendo de la furia del monstruo que acechaba
en la oscuridad. Buscaban un lecho seguro, en algún sitio apartado,
a salvo del peligro. El rey se cercioraba que nadie quedara en
la sala antes de retirarse. Las noches de luna, una tenue luz penetraba
por los ventanales más altos y recorría el desolado palacio.
No existía sitio más desierto.
 
Doce años duró el asedio de Grendel y su historia se difundió
en aquel tiempo por tierras extranjeras. Se decía que todas las
riquezas de Dinamarca no bastaban para saciar al ogro que habitaba
en una ciénaga maldita, escondida en las sombras. Sin embargo,
nadie podía describirlo, pues aquel que lo hubiera visto
no había sobrevivido.
 
Fue así como los godos supieron de Gréndel. Una gran amistad
los unía a los daneses. Beowulf fue uno de los primeros en
enterarse de la historia y decidió viajar a Dinamarca. En aquel
entonces, era un joven vasallo y sobrino de Hygelac, el rey. Se
decía que superaba en fuerza a todos los hombres vivos que había
en el mundo.
 
Antes de emprender el viaje, los godos consultaron a sus sabios,
los ancianos que podían ver el futuro. Organizaron una ceremonia en la que sacrificaron un verraco, el cerdo más grande
que había en la comarca. El animal gritó tanto que sus quejidos
alcanzaron a oírse en muchos países. Tenía una voz casi humana.
Todos los pájaros que lo oyeron acudieron al lugar y volaron en
círculo sobre el cuerpo del animal muerto durante horas. Los
sabios entendieron que era un buen augurio y, una vez terminada
la ceremonia, le comunicaron al rey su respuesta: el viaje a las
tierras danesas sería exitoso.
 
Se eligió a los quince guerreros más valientes para acompañar
al joven godo a Dinamarca y, a la mañana siguiente, iniciaron
los preparativos para el viaje. El barco, que flotaba al pie de
los peñascos, era uno de los más bellos viajeros del agua. Su
casco, de madera dura y resistente, remataba la figura de un ave
cuyas alas abiertas parecían sostener la proa. La cabeza del ave
se erguía esbelta, como si mirara fijamente el horizonte. Numerosos
escudos labrados protegían las bordas de la nave, que fue
equipada con todo lo necesario para la guerra: armas de hierro,
pesadas espadas y arneses.
 
Cuando todo estuvo listo, la vela se alzó en el mástil y el
viento la desplegó. Los godos se hicieron al mar y se alejaron del
sur de la península escandinava.
 
El navío avanzaba, rodeado de espuma, rumbo al camino de
las ballenas. Un día después, los godos divisaron la costa de Dinamarca,
con sus montañas y escollos brillando a la luz del mediodía.
 
 
Atracaron el barco en la arena y desembarcaron.
 
Desde lo alto de un risco, un vigía danés que custodiaba la
costa los vio descender. Su misión era vigilar que aquellas tierras
no fueran atacadas por naves enemigas. Empuñó su lanza y cabalgó
hacia la orilla para averiguar qué tropa era esa. Sin descender
de su caballo, se dirigió al enemigo mejor armado:
 
—¿De donde vienen?
 
—Somos godos, fieles vasallos del rey Hygelac— respondió
Beowulf
 
—¿Y que los trae a Dinamarca?
 
—Hemos venido al encuentro de tu rey. Nos trae aquí una
alta misión.
 
—¿Y cuál es esa misión, si es que puedes revelarla?
 
—No voy a ocultarte el motivo de nuestra presencia. Sabemos,
si es verdadero el relato que ha llegado a nuestros oídos,
que tu pueblo es asediado por un enemigo que se oculta en la
noche— explicó el godo. El vigía asintió, asombrado de que el
recién llegado supiera de Gréndel.
 
—Vengo a ofrecer mí ayuda a Hrothgar, para enfrentar al
monstruo.
 
El vigía juzgó a sus tropas leales y les permitió seguir adelante.
Ordenó a los hombres que estaban bajo su mando que custodiasen
la nave de los godos y se ofreció a acompañarlos.
 
A lo lejos, alcanzaron a ver la mansión del rey, construida
con piezas de madera y decorada con oro. Su reflejo llegaba hasta
las tierras más lejanas. El guía les indicó el camino y se despidió
de ellos para regresar a la costa.
 
Las anillas de hierro gemían en las cotas cuando los godos
entraron al palacio. Dejaron sus escudos cerca de la pared y apilaron
sus lanzas, que eran varas de fresno con puntas de hierro.
El heraldo del rey fue a su encuentro, sin disimular su asombro al
ver armas tan extrañas.
 
—Soy Wulfgar, mensajero del rey— se presentó—. ¿De donde
vienen?
 
—Venimos de las tierras del rey Hygelac.
 
—¿Cómo te llamas?— preguntó al que le había respondido
antes.
 
—Mi nombre es Beowulf y desearía hablar con tu señor.
 
Hrothgar estaba reunido con sus vasallos en la sala del palacio
cuando Wulfgar le comunicó la llegada de los godos y su
solicitud de verlo.
 
—Es un buen capitán el que manda a los hombres. Lo llaman
Beowulf.
 
El rey se quedó pensativo. Recordaba haberlo conocido cuando
era niño. Sabía que su padre, el príncipe Ekto, se había casado
con la hermana de Hygelac. Beowulf era el sobrino del rey godo.
Según la gente del mar, el joven tenía en su puño la fuerza de
treinta hombres.
 
—Corre hasta ellos y diles que vengan —ordenó—. Hazles saber que nuestro pueblo les da la bienvenida. Wulfgar se acercó
a los godos y les dio la respuesta de Hrothgar. Antes de entrar en
la sala, les pidió que se despojaran de su lanzas y escudos: no era
costumbre presentarse armado ante el rey. Beowulf dispuso que
algunos se que quedaran a custodiar las armas, mientras que los
demás ingresaron con él al Herot y se acercaron al trono del rey.El
joven godo que estaba al mando del tropa fue el primero en inclinarse
ante Hrothgar: lo saludó con respeto y se presentó.
 
—No conocía aún tu sala. La gente de mar afirma, con razón,
que es la más hermosa de las moradas. Dicen también que, cuando
la luz de la tarde se oculta, queda sola bajo el cielo, desierta y
abandonada a su suerte. Fue en mí tierra natal donde tuve noticias
de tu lucha con Gréndel. Hemos venido aquí desde muy lejos,
para enfrentarnos con ese ogro.
 
Beowulf había oído que el monstruo atacaba sin armas. También
él deseaba luchar sin ayuda de espada ni de escudo. Lo desafiaría
con sus manos, aunque sabía que si Grendel lo vencía, lo
devoraría.
 
—Muchas noches, mis hombres —le dijo el rey—, alzando
sus espadas, juraban permanecer en el Herot y enfrentar a Gréndel.
Al día siguiente, el palacio amanecía teñido en sangre y el
número de mis vasallos disminuía. Nada detiene a ese monstruo.
 
Unferth, el hijo de Edgelaf, estaba sentado a los pies de Hrothgar.
Había escuchado a Beowulf atentamente y lo envidiaba.
No podía admitir que ningún guerrero fuera más valiente que él.
 
—Beowulf —lo increpó—, ¿eres tú el que hace tiempo se
desafió en las aguas con Breca?
 
El godo se sorprendió por la pregunta. Le contestó que sí,
aunque no comprendía por qué el danés se refería a esa vieja
lucha.
 
—¿No cruzaron ambos el mar exponiendo sus vidas?
 
—Así fue como lo hicimos.
 
—¿Pero nadie los previno de que no lo hicieran?
 
—Nos aconsejaron que desistiéramos de nuestro proyecto,
pero ambos queríamos hacerlo.
 
Unferth se puso de pie y todas las miradas se dirigieron a él.
Feliz por haber logrado concentrar la atención, prosiguió:
 
—¿Cuántos días duró aquella lucha?
 
—Siete días.
 
—¿Y Breca te venció porque tenía más fuerza que tú?
 
Sin dar tiempo a que Beowulf respondiera, Unferth avanzó
en los detalles de esa vieja historia de mar, mientras recorría la
sala de una punta a la otra. El auditorio aumentaba a medida que
hablaba.
 
—Te echaste al mar agitando los brazos para avanzar en el
agua. De pronto, una tempestad invernal encrespó las olas de tal
manera que perdiste tu dominio sobre ellas. La victoria fue de
Breca, pues no se dejó abatir ni por la furia del mar ni por los
animales que a ti te derrotaron en un rápido combate. Ahora sé
que te espera un fracaso mayor aún: Grendel te matará fácilmente,
si te quedas a su alcance.
 
Unferth volvió a sentarse a los pies de Hrothgar. Tomó su
copa labrada en bronce y bebió el vino sin mirar a nadie, disfrutando
en silencio del efecto que sus palabras habían producido.
 
El ánimo de todos decaía. El alivió que había sentido con la
llegada de los godos se desmoronaba. Hasta hacía un momento,
creían que Beowulf derrotaría al ogro. Ahora, comenzaban a perder
las esperanzas.
 
El godo caminó despacio hasta encontrarse en el medio de la
sala. Seguro y tranquilo, se dirigió a su adversario:
 
—En verdad, amigo, ignoro el motivo de tus calumnias, pero
puedo asegurar a todos que nadie ha podido igualar mis hazañas
en el mar.
 
—¿Por qué habría yo de mentir y no tú? —dijo astutamente
Unferth.
 
—Ciertamente, es tu palabra contra la mía, pero al menos
permíteme relatar mí versión de esa historia.
 
—Nada nos complacería más que un relato mentiroso, pues
estamos habituados a los relatos fantásticos.
 
Beowulf no le contestó. Prefirió comenzar con su versión de
la lucha:
 
—Es cierto que Breca y yo decidimos jugarnos las vidas en
las aguas. Nos echamos al mar empuñando con fuerza las espadas
que nos protegían de las ballenas. Pero Breca no pudo sacarme ventaja, pues era yo quién evitaba que se quedara atrás. Así
nadamos cinco días, hasta que la marea nos separó. También es
cierto que sobrevino una tormenta helada y el viento norte se
alzó con fuerza. Una bestia marina me arrastró hasta las profundidades,
pero pude alcanzarla con el hierro de mí espada.
 
Los daneses escuchaban perplejos.
 
—Al amanecer —continuó Beowulf—, los monstruos yacían
heridos en la playa. Las aguas se calmaron cuando brilló el sol y
así pude divisar las rocas de la costa. Nueve alimañas mató mí
hierro. No supe jamás de nadie que sostuviera una batalla tan
dura en el fondo del mar.
 
El auditorio estaba desorientado: no sabían a quién creer. No
conocían aún a Beowulf, aunque de él se contaban historias asombrosas.
Y, si bien nunca habían oído que Unferth hubiera sostenido
tan fieros combates, sentían aprecio por él. El godo lo sabía.
Fue por eso que le brillaron los ojos cuando lo desafió:
 
—Y si tu valor es tan grande, ¿por qué no enfrentas tú a Gréndel?
 
 
Unferth permaneció en silencio. Tuvo que aceptar que la victoria
era de Beowulf, pero sólo por el momento.
 
—Esta noche —prosiguió el godo—, tendrás oportunidad de
medir nuestra fuerza y nuestro coraje. Y mañana todos podrán
regresar sin miedo al palacio —concluyó, y su voz quedó resonando
en la sala.
 
Terminada la disputa, se reanudó el festejo. Hrothgar intentaba
disfrutar de la reunión, pero sus temores por lo que fuera a
suceder esa noche no lo abandonaban. Antes de retirarse a su
alcoba, entregó el mando a Herot a Beowulf.
 
—Eres el primero a quien cedo mí palacio. Cuida de él y
espera al ogro. Si no pierdes la vida en la batalla, tendrás cuanto
quieras.
 
Sólo los guerreros godos permanecieron en la sala. Beowulf
se despojó de su cota de malla, su yelmo y su espada: había prometido
luchar sin armas. Se recostó en uno de los bancos, mientras
sus compañeros se preguntaban si volverían con vida a su
patria. Sabían que muchos daneses habían encontrado la muerte
en ese lugar.
 
Ya entrada la noche, Grendel salió de la ciénaga. Caminó hacia
Herot por la tierra mojada, protegido por la oscuridad. Mientras
atravesaba el bosque, dejaba tras de sí grandes huellas de barro.
 
Le bastó con tocar los cerrojos de hierro con sus inmensas
garras para romperlos e ingresar al palacio. Avanzó lentamente
por el pavimento de colores tan distintos a él. Sus ojos brillaban
como el fuego.
 
Le sorprendió ver a tantos guerreros, pues hacía tiempo que
merodeaba el Herot sin hallar rastro humano. En la penumbra de
la sala, sonreía exhibiendo sus dientes afilados: saboreaba de
antemano el inesperado banquete.
 
Antes de que los guerreros atinaran a reaccionar, atrapó a su
primera presa. El yelmo de la víctima, adornado con la figura del
verraco, rodó a los pies de Beowulf. Los godos se apresuraron a
tomar las armas, pero la horrible visión del monstruo bebiendo la
sangre del guerrero los paralizó. Beowulf fue el único que permaneció
acostado, sin moverse siquiera. De ese modo pretendía
llamar la atención del ogro.
 
Grendel extendió su garra y lo palpó. Apenas sintió el roce, el
godo se alzó, dispuesto al ataque, y atrapó con fuerza la garra. El
gigante forcejeó para soltarse, pero Beowulf no cedió.
 
El palacio retumbaba con la lucha. Era increíble ver cómo
resistía tan dura batalla. Gruesos tirantes de hierro permitían que
se sostuviera en pie. Dentro de la sala, los bancos de madera
caían destrozados unos sobre otros. Un rugido poderoso y extraño
se oía en toda la comarca. Los daneses estaban tan espantados
que no se atrevían a acercarse.
 
Decididos a darle muerte, los godos empuñaron sus espadas
y lo atacaron, pero no lograron herirlo. Ni el mejor hierro podía
lastimarlo. Las espadas parecían perder el filo al contacto con su
cuerpo. El ogro hechizaba las armas en cuanto rozaban su piel:
esa era su magia.
 
Mientras tanto, Beowulf continuaba aferrando la garra.
 
Su fuerza le permitía resistir el forcejeo, que cada vez era
mayor.
 
De pronto, el grito de dolor más espantoso resonó en toda la
tierra. Algunos reyes de continentes lejanos despertaron de su sueño preguntándose qué había provocado aquel grito. Los godos
se tiraron al suelo y se cubrieron los oídos con mantas.
 
Beowulf le había arrancado el brazo a Gréndel. La fuerza de
su puño había vencido al ogro. Herido de muerte, el monstruo
huyó a ocultarse a su guarida.
 
Los godos contemplaron absortos el brazo y la garra de Grendel
que Beowulf sostenía entre sus manos. Satisfecho, se dirigió
hacia la entrada del palacio y colgó su trofeo del techo del Herot.
El brillo de la sala contrastaba con el áspero y tosco brazo del
ogro.
 
 
Capítulo II:
La venganza de Gréndel
 
A la mañana siguiente a la muerte de Gréndel, el palacio estaba
rodeado por los daneses que acudían para enterarse de lo ocurrido.
Casi ninguno de ellos había podido dormir a causa de los
gritos. Mientras observaban la garra del ogro que colgaba del
techo, se relataban unos a otros los detalles de la lucha.
 
Un reguero de sangre salía del palacio y se internaba en el
bosque. Parecía indicar el camino por el que Grendel había huido
. Algunos hombres decidieron seguir ese rastro, ayudados por
las pisadas del monstruo, que habían marcado la tierra con grandes
huellas.
 
De regreso al Herot, contaron a todos lo que habían visto.
Siguiendo el camino indicando por las manchas de sangre, habían
llegado hasta un lago donde las aguas hervían rojas y se
revolvían en un furioso oleaje. Estaban seguros de que allí se
había arrojado su enemigo.
 
Hrothgar entró al palacio acompañado por la reina. A medida
que ambos subían por las gradas, podían contemplar de cerca la
garra de Grendel colgando del techo dorado. Aquella zarpa era
tan espantosa que tenía en cada dedo una uña de acero. Decían
que nunca una espada, por dura que fuese, hubiera podido abatir
a la fiera o cortar su garra.
 
Ya en la sala, el rey pidió que llamaran a Beowulf.
 
—Hace aún poco tiempo pensaba que nunca acabaría esta
desgracia. Mi sala estaba roja de sangre. Desde ahora —le dijo—
, te doy mí afecto y te tengo por hijo. Respeta este vínculo y
guárdalo por siempre. Nada en la tierra te habrá de faltar de las
cosas que tengo.
 
—Hubiera deseado que no escapara, pero no pude impedirlo
—dijo el godo—. Resistimos con valentía, pero escapó cuando
su brazo se desprendió del resto de su cuerpo. De todos modos,
vivirá poco tiempo.
 
Unferth, el envidioso, permaneció a un costado, sin que nadie
lo viera, masticando su odio. Ciertamente, Beowulf había
demostrado tener mucho valor para matar al ogro. El nunca se
hubiera atrevido a hacerlo. Pero todos parecían olvidar que
Beowulf no era el único que había quedado con vida después de
la lucha. La leyenda de las criaturas decía que eran dos los monstruos
que vagaban en la noche. Unferth lo recordaba, aunque no
tenía intenciones de decirlo.
 
El rey ordenó que arreglaran el Herot inmediatamente. En los
muros se colocaron inmensos tapices, que causaban asombro por
las escenas tejidas en ellos. Podía contemplarse la historia de los
daneses, tramada en finas hebras de lana de distintos tonos. Luego
se repararon los bancos y los acomodaron alrededor de las
mesas. Sólo el techo había quedado intacto.
 
Cuando el Herot lució por fin como antes, Hrothgar reunió a
sus caballeros en la sala para organizar una ceremonia. Todos los
famosos varones tomaron asiento en la morada presididos por el
monarca.
 
El rey le entregó a Beowulf un estandarte dorado, una cota,
un yelmo y una espada excelente. El yelmo estaba adornado con
una banda de hierro trenzada que servía para protegerse del golpe
mortal de una espada. Ordenó traer ocho caballos, todos de
distintos colores, cuyas riendas y correajes estaban cubierto por
láminas de oro. Uno de ellos llevaba una montura adornada con
joyas, pues era la silla del monarca.
 
La reina se acercó a Beowulf y le entregó dos brazaletes de
oro trenzado, una cota de malla y un collar como no ha habido en
el mundo.
 
Entonces, organizaron una fiesta tan grande como las que
antes solían realizar. El arpa comenzó a sonar mientras los daneses
acudían con jarras de vino.
 
Al llegar la noche, Hrothgar se retiró cansado a su alcoba.
Los guerreros apartaron los bancos y extendieron jergones y
mantas sobre el suelo para descansar. Luego de quitarse las armas,
cerraron las puertas y ventanas del palacio para mantenerse
a resguardo del frío de la noche.
 
Recién entonces, godos y daneses se entregaron al sueño.
 
 
Beowulf se retiró a una alcoba especial que le fue asignada.
 
Pasada la medianoche, la puerta principal del palacio se abrió
de par en par y un viento helado penetró en la sala.
 
La madre de Gréndel, una ogresa tan repugnante como su
cría, estaba de pie en la entrada. Su diabólica figura se recortaba
contra una tenue luz que venía de afuera. Miraba a cada uno de
los guerreros con rencor, dispuesta a devorarlos para vengar la
muerte de su hijo.
 
El terror se apoderó de todos. Los hombres atinaron a empuñar
los hierros que estaban sobre los bancos y tomaron los escudos.
 
 
Al ver que los caballeros se armaban, la ogresa quiso alejarse
rápidamente de la sala. Pero antes de irse, atrapó a Esker, el varón
que Hrothgar más estimaba, y escapó con él a su ciénaga.
 
Por la mañana, los hombres miraban aterrados hacia el techo
del palacio sin poder creer lo que veían: la ogresa se había llevado
la garra sangrienta de su hijo.
 
El rey ordenó que Beowulf acudiera a su sala y lo puso al
tanto de lo que había sucedido.
 
—Esker, mi mejor guerrero, está sin vida . Una ogresa monstruosa
le dio muerte con sus manos y escapó arrastrando su cuerpo.
La leyenda decía que eran dos los ogros. Ayer castigaste a
uno, a Gréndel.. Fue su madre la que anoche atacó el palacio
para cobrarse la muerte de su espantoso hijo.
 
—Hrothgar, seguiré su rastro. No escapará, ya se meta en la
tierra, ya corra a los bosques o al fondo del mar. Donde quiera
que esté, la hallaré.
 
—Aún no conoces el horrible paraje donde vive. Es un lugar
despiadado como los que lo habitan. Un río se vierte desde el
monte y se hunde en la tierra al pie de las rocas. Desde sus orillas,
puede verse un fangal repugnante sobre el que se inclina un
bosque nevado. Las ramas de los árboles se dejan caer sobre el
lago y lo ensombrecen. Cada noche se producen allí unos espantosos
prodigios: las aguas foguean como si un ejército de guerreros
estuviera sumergido en ellas disparando las armas más poderosas.
Mal sitio es aquel. Cuando el viento se levanta, el oleaje se
eleva oscuro hasta las nubes. Entonces, el aire se espesa y el cielo estalla en agua.
 
Beowulf lo escuchaba tratando de imaginar aquel lugar.
 
—Ve allí, si te atreves —dijo el rey—. Pero antes de partir,
debes saber algo: ningún sabio varón ha conocido jamás el fondo
de esas aguas. Nada puede decirte de lo que en ellas está sumergido.
 
 
Rápidamente se organizó una tropa para acompañar al godo
hasta el lago. Hrothgar también se puso en marcha. Siguieron las
huellas de la ogresa, caminando por las sendas de los bosques y a
través de los campos abiertos. Trataban de no perder el rastro al
cruzar los fangales. Recorrieron caminos de rocas quebradas
donde el paso se hacía difícil, pues sus senderos eran tan angostos
que sólo podía pasar un hombre por vez.
 
Al fin, llegaron a un bosque que volcaba sus ramas a un precipicio
gris. Era una selva penetrada por las sombras. Abajo, las
aguas del lago se revolvían con sangre.
 
Hrothgar ordenó que un guerrero se adelantara para inspeccionar
la zona. El danés trepó sobre un risco para observar por
qué camino les convenía acercarse a la orilla; pero antes de que
pudiese hacerlo, su mirada tropezó con una escena horrible: la
cabeza de Esker estaba tirada sobre el barro.
 
El guerrero regresó y contó lo que había visto. Todos se sentaron
en silencio, sin dejar de mirar el lago, pues no podían apartar
sus miradas de aquel espectáculo. Enormes serpientes, que no
dejaban de moverse, estaban nadando en las aguas. En las rocas,
se veían monstruos echados, extraños dragones tendidos boca
abajo.
 
Entonces, el cuerno tocó sus sones de guerra. Al oír aquel
sonido, todas las criaturas emprendieron la huida con desconfianza.
Sus cuerpos se teñían de rojo al atravesar las aguas.
 
Beowulf empuñó su arco, lo atravesó con una flecha y apuntó
a una de las bestias. El arma logró penetrar en su pecho y quedó
incrustada en él. La serpiente cayó en el lago y empezó a nadar
lentamente. Los demás guerreros comenzaron a lanzarle harpones
hasta sacarla del agua. Su cuerpo áspero y brillante quedó
tendido sobre la tierra, a la vista de todos.
 
 
El príncipe de los godos, decidido a entrar en el agua, se equipó
con su arnés de combate. Le colocaron la cota de malla para proteger
su cuerpo de las garras de los monstruos. Su cabeza estaba
cubierta por el yelmo, cuyas bandas de hierro impedirían que
nada lo hiriese.
 
Unferth se acercó entonces a la orilla. Seguro de que el godo
moriría, le dijo:
 
—Si precisas ayuda, puedo prestarte mi espada, la Hrunting.
 
Beowulf no le contestó. Mientras continuaba preparándose,
observaba la espada que el danés le ofrecía. Su hoja mostraba
señales venenosas, pues había sido endurecida con la sangre de
las guerras.
 
—Nunca me ha fallado en ninguna de mis batallas —insistió
Unferth, pero el godo seguía sin hablar.
 
—¿Acaso eres tan arrogante como para negarte a usarla? ¿O
prefieres que tu sangre se mezcle con la del ogro dentro de las
aguas?
 
—Tú sólo amenazas, pero no te vistes para bajar. Déjame en
paz ahora —le dijo Beowulf.
 
Entonces, se despidió del rey:
 
—Hrothgar, heredero de Healfdene y gran soberano, parto en
busca de la ogresa. Si muero, protege a mis hombres. A Hygelac,
envíale los regalos que ya me entregaste: deseo que sepa que
fuiste generoso conmigo.
 
El godo se acercó lentamente a la orilla. Las aguas enrojecidas
comenzaban a mojarlo mientras sus pies se hundían en el
lodo blando. Así siguió avanzando, hasta que su cuerpo estuvo
sumergido.
 
Gran parte del día estuvo nadando sin poder dar con el fondo.
Una y otra vez intentaba hundirse con grandes impulsos, pero el
lago era demasiado profundo. Los daneses y los godos, que lo
observaban desde el risco, veían cómo su cuerpo emergía húmedo
y volvía a desaparecer con rapidez. Todo era en vano.
 
La madre de Grendel advirtió que un hombre se encontraba
en sus aguas. Desde su guarida lo veía descender, temiendo que
pretendiera invadir su mansión.
 
 
Nadó entonces hasta hallarse debajo de aquel cuerpo y lo atrapó
velozmente con sus feroces garras. Nadie pudo verla, pues no
asomó a la superficie. Bajó hasta su cueva en el fondo del lago,
arrastrando al godo, que no conseguía valerse del hierro para
detenerla. Las bestias marinas lo rodeaban y mordían su cota una
y otra vez.
 
El guerrero se sentía desvanecer, sus fuerzas disminuían a
causa de los intensos ataques. Atrapado por la ogresa y cercado
por esos engendros, perdió el conocimiento.
 
Cuando más tarde pudo reaccionar, se encontró en una gruta
submarina, donde vivía la ogresa. El techo impedía que las olas
furiosas penetrasen en aquel recinto húmedo y maloliente. Una
hoguera de llamas brillantes iluminaba la estancia. Lentamente,
Beowulf pudo acostumbrarse a aquella luz. Recién entonces vio
a la ogresa, que lo observaba como si fuera un monstruo nunca
visto.
 
El guerrero alzó su espada y la lanzó sobre la cabeza de su
enemiga, pero el golpe no logró dañarla. Arrojó, entonces, su
espada al suelo, dispuesto a valerse sólo de sus manos.
 
Agarró a la ogresa por el hombro y, con una fuerza terrible,
hizo que cayera a tierra. Pero también ella era fuerte y pudo derribarlo.
El godo cayó y la bestia se le colocó encima. Su mirada
era despiadada. Sin que él pudiera advertirlo, sacó una daga ancha
y brillante y trató de matarlo. Pero ni la punta, ni el filo de la
daga pudieron atravesar la cota anillada del guerrero.
 
Beowulf logró levantarse del suelo y se apartó de ella. Buscaba
impaciente algo que pudiera servirle para atacarla. De pronto,
vio un hierro impresionante que colgaba de una pared de la cueva.
Era una espada valiosa y de filo potente, tan pesada que ningún
otro hombre hubiera podido manejarla, pues había sido forjada
por gigantes.
 
Mientras Beowulf luchaba en aquella cueva, arriba, en la orilla
del lago, Hrothgar y sus guerreros observaban atentos las aguas.
El lago seguía hirviendo furioso, teñido de sangre. Los sabios
ancianos decían que el héroe ya no regresaría. Muchos pensaban
que la madre de Grendel lo había abatido.
 
 
—Tal vez ni siquiera la ha encontrado. Seguramente ha sido
devorado por alguna de esas serpientes —dijo Unferth, señalando
las bestias que se revolvían en el lago.
 
Nadie podía desmentirlo, pues el cuerpo del godo no aparecía
por ningún lado. Desde que lo habían visto sumergirse por
última vez, no había vuelto a la superficie.
 
—No existe nadie capaz de soportar tanto tiempo debajo del
agua. Ni siquiera el más valiente de los hombres puede hacerlo
—dijo el envidioso danés que, como el resto, desconocía la existencia
de la cueva—. Regresemos al palacio. Nada tenemos que
hacer aquí.
 
Los daneses, que ya habían perdido toda esperanza de volver
a ver a Beowulf, aceptaron la propuesta de Unferth y se dispusieron
a retornar al Herot. Sólo los godos se quedaron a esperarlo.
 
Pero en la profundidad del lago, dentro de la cueva, Beowulf
aún seguía luchando. Había tomado la espada de los gigantes y la
sostenía firmemente en sus manos. Sabía que era su última oportunidad.
Si fallaba, la ogresa se echaría sobre él para devorarlo y
su cuerpo no volvería a salir de las aguas.
 
Calculó bien el golpe. Respiró hondo y descargó la espada
sobre su enemiga lanzando un grito de guerra tan fuerte que todas
las bestias del lago se estremecieron. La madre de Grendel
cayó herida.
 
De pie, junto al cuerpo de la ogresa, Beowulf vigilaba cada
uno de sus movimientos mientras agonizaba. Su cuerpo reptaba
como el de una serpiente que ha sido atrapada, hasta que por fin
se quedó inmóvil.
 
Recién entonces, el godo decidió explorar la cueva. La luz de
la hoguera alumbraba lo suficiente. Todavía empuñaba su hierro
con fuerza, pues creía que podía serle útil si otra fiera se presentaba.
 
 
Delgados hilos de agua oscura recorrían las paredes de la
cueva. Las rocas parecían brillar cuando el fuego de la hoguera
las iluminaba. En los rincones de la gruta, encontró increíbles
tesoros: algunos estaban bastante herrumbrados. Los malditos
ogros debían haberlos robado hacía mucho tiempo. Nadie los habría encontrado jamás.
 
El camino empezaba a apagarse a medida que se alejaba de la
hoguera. Más adelante, pudo vislumbrar que se abría nuevamente
en otra cueva. Con cautela y observando todo detenidamente,
penetró en ella.
 
Allí encontró en su lecho a Gréndel; su cuerpo yacía sin vida.
A su lado, estaba el brazo que la ogresa había robado del palacio.
 
Beowulf alzó la espada de los gigantes y le cortó la cabeza.
Pero cuando el filo del arma se manchó con la sangre venenosa
del ogro, el hierro comenzó a derretirse.
 
Tomó la cabeza de Grendel y el puño labrado con joyas de la
espada cuya hoja se había derretido, y se dirigió a la entrada de la
cueva para regresar. Nadó hacia arriba hasta llegar a la orilla del
lago, sin que ninguna de las serpientes marinas se le acercara.
 
La tropa de los godos, que aún lo aguardaba, fue a su encuentro
en cuanto lo vieron salir. Le quitaron el yelmo y la cota de
malla. Limpiaron su rostro y su cuerpo, pues estaban empapados
en sudor y manchados con el agua sucia e inmunda del lago.
Beowulf se sentó a descansar unos instantes.
 
—Ahora sí, podremos regresar a nuestras tierras —les dijo a
sus godos, mientras miraba cómo las aguas se tranquilizaban de
a poco.
 
Retornaron al Herot. Entre cuatro guerreros cargaban la cabeza
de Gréndel, clavada en una gigantesca lanza. Atrás quedaba
un cuantioso tesoro, escondido para siempre debajo de las aguas.
 
Los daneses estaban en la sala del palacio. Hrothgar se lamentaba
por la ausencia de Beowulf, pues había demostrado ser
un fiel guerrero.
 
—El godo ya no volverá —insistía Unferth—. Debemos prepararnos
para la noche, porque es la ogresa la que va a regresar.
Si nos encuentra aquí, nos devorará a todos en venganza por la
muerte de su hijo.
 
De pronto, se hizo silencio. Beowulf, que estaba entrando a
la sala, alcanzó a oír las palabras del danés.
 
—Ya no te preocupes —le dijo—, ella está muerta en el fondo
del lago. Aquí tienes la cabeza de Gréndel. No precisé de tu espada para cortarla.
 
Dejó la cabeza del ogro en el medio de la sala. Luego se inclinó
ante el rey y le relató lo sucedido en la cueva. Como obsequio,
le entregó el puño de la espada de los gigantes.
 
—Es una joya valiosa, que perteneció a los ogros. Tú debes
conservarla.
 
Hrothgar, admirado por aquella pieza, la sostenía entre manos.
Una antigua querella estaba grabada en esa vieja reliquia,
donde se refería la historia de los gigantes que había muerto ahogados
en una tormenta. Tenía una guarda de oro en la que estaba
escrito, con runas de exacto valor, para quién se había hecho ese
hierro.
 
A la mañana siguiente, los godos se dieron prisa, pues ansiaban
partir. La vela se alzó en el mástil. La madera del barco crujía.
Por fin, los godos se alejaron de Dinamarca rumbo a las tierras
lejanas del rey Hygelac. Nunca más se supo que otros monstruos
atacaran el Herot.
 
Los godos fueron recibidos en su tierra con gran alegría y la
gloria de Beowulf aumentó hasta el punto de que los godos —
que ya habían comunicado al héroe la triste noticia del fallecimiento,
en su ausencia, del noble señor Hygelac, en lucha contra
los frisios— comprendieron que había de ser aquél quien sucediera
a éste.
 
Beowulf sucedió en el trono a su desdichado predecesor y
gobernó a los godos durante muchos años, alcanzando gran fama
y completa felicidad y siendo honrado por todos.
 
 
Capítulo III:
De Beowulf y la Batalla Final
 
Habían pasado cincuenta inviernos y cierto hombre que no
era bien visto en la corte, y que se esforzaba por hacerse agradable
a su señor, le ofreció un día una copa de oro adornada con
piedras maravillosas. Interrogado severamente acerca de la procedencia
de la copa, acabó por confesar el robo: la había sustraído
de una cueva, en el bosque, mientras el guardián dormía. El
guardián era un enorme dragón. Los guerreros que lo vieron instaban
a su señor a que se apoderase de todo el tesoro. Pero a
Beowulf no el importaban las riquezas, le repugnaba el robo, y
castigó al ladrón.
 
Entre tanto, la bestia había notado que el oro desaparecía y
husmeando, husmeando, advirtió que un extraño había entrado
en la cueva mientras él dormía.
 
El dragón, enfurecido, sintió que su pecho se enardecía y,
lanzándose a través de los campos y pueblos, esparció el terror y
la muerte por doquier, sembrando de desolación todos aquellos
lugares por los que pasaba. Un gran clamor de lamentos se alzaba,
una tremenda desgracia había caído sobre la tierra de los godos.
Los súbditos acudía a tropel a quejarse a Beowulf y a rogarle
que los librase del monstruo. Los guerreros temblaban y
Beowulf habló en los siguientes términos:
 
—Ha llegado el momento de ir a la cueva a buscar al dragón;
yo lucharé contra el guardián del tesoro.
 
Con doce hombres y con el ladrón como guía, se dirigió al
lugar.
 
Cuando hubieron llegado cerca, se sentó un momento el anciano
héroe junto a la roca, con el ánimo entristecido. No era el
miedo lo que abatía al vencedor de Grendel y de la madre de
éste, sino un lúgubre presentimiento que lo sobrecogía, advirtiéndole
que la muerte estaba cercana y le murmuraba:
 
—Despídete de tus fieles.
 
Así lo hizo.
 
Poco después se levantó para dirigirse con paso rápido al muro
de piedra en el que se abría la cueva. De las profundidades de la
caverna salió una nube de fuego. Todo el monte pareció incendiarse.
Beowulf sintió ardientes quemaduras, su pelo se chamuscó
debajo del yelmo. Quedó cegado por las llamas, pero Beowulf
no se arredró por ello, sino que llamó con voz fuerte al enemigo,
incitándolo a combatir. El dragón oyó la llamada y, envuelto en
una nube de fuego, resoplando, salió de las profundidades de su
guarida para golpear con sus gigantescos miembros anillados el
escudo del héroe, el cual resistió a pie firme el ataque con el
hacha en alto, preparado para herir, lanzando un golpe que el
monstruo pudo esquivar, retrocediendo.
 
Beowulf atacó de nuevo y el gigante echó llamas por la boca
arrojándolas contra el escudo, hasta que se puso al rojo y se fundió
e incluso la misma coraza del héroe enrojeció, hasta quemarle
la piel.
 
Pero el soberano de los godos todavía pudo lanzar un golpe
con el hacha que se escurrió por encima de la pata escamosa del
dragón, hiriéndole solo levemente; esto, obviamente, irritó la furia
de la bestia. Las llamas brotaron caudalosamente de sus fauces,
chisporroteando las centellas, mientras su aliento emponzoñado
hervía. El viejo guerrero titubeaba ya; si su arma no le ayudaba,
estaba perdido.
 
De un saltó se colocó junto a él el valiente Wiglaf, su escudero
fiel. Éste no había podido resistir por más tiempo la espera y
había gritado a sus compañeros:
 
—¡Ayudemos a nuestro señor! Él siempre nos ha defendido,
¡Ahora es nuestro turno! Prefiero mil veces que me consuma el
fuego a que muera mi rey.
 
Los demás vacilaron, pero Wiglaf corrió junto a su señor y a
través del vapor y de las llamas atacó el dragón.
 
El monstruo se había ensañado con la coraza de Beowulf y
echó el aliento en el rostro de éste, no protegido por el yelmo, ya
medio fundido. Se encontraba indefenso para el combate y, rehaciéndose
a la desesperada, dejó un flanco al descubierto al iniciar
su postrer ataque. Recibió un golpe en el costado sin protección,
cayendo vencido. Reuniendo el último esfuerzo y el definitivo
hálito de vida, el anciano Beowulf consiguió partir con su hacha
la cabeza del dragón que, retorciéndose bruscamente, cayó muerto
casi al instante. Pero también el héroe había caído, cegado por el
pestilente aliento del monstruo.
 
Wikleif se inclinó sobre su rey y señor a tiempo de oírle murmurar:
 
 
—Esto es el fin. El fuego me consume, refréscame. Dame
agua, me desvanezco.
 
Rápidamente, el fiel y valeroso escudero buscó agua para rociar
con ella la cara del héroe; lo despojó de sus armas.
 
—¡Ah —suspiró Beowulf—, como desearía dejar estas armas
a mi hijo! Ahora parto de este mundo al oscuro reino de las
tinieblas sin dejar sucesor. ¿Quién poseerá el reino que durante
cincuenta años defendí de todos sus enemigos? ¡Pronto, corre a
la cueva, tráeme los tesoros! Al héroe moribundo le consuela el
brillo del botín…¡Corre y tráeme el tesoro antes de que mis fuerzas
desfallezcan, antes de que me falte la luz!
 
Wiglaf partió a cumplir la última orden.
 
Ayudado por los otros guerreros, fue amontonando las riquezas
justo al lado donde yacía Beowulf, quien, al contemplar con
ojos turbios tan brillantes y relucientes maravillas, susurró:
 
—Esto es lo que gané para mis hombres! ¡La herencia de
Beowulf! Que les sirva para la felicidad, a ellos, valientes leones
godos. A mí constrúyanme un túmulo a la orilla del mar, en una
colina que mire por encima de las olas, que sirva de guía a los
navegantes y que lleve por nombre «Monte de Beowulf».
 
Los ojos se le velaban. Alargó la mano hacia el cuello de su
fiel amigo.
 
—Eres el último de nuestra estirpe; la muerte se los llevó a
todos…Los nobles héroes…
 
Y su espíritu voló al Wælhalla.
 
Los guerreros permanecían en silencio.
 
Horas después cavaron una fosa y sobre ella erigieron un túmulo
muy alto y visible desde muy lejos, según los últimos deseos
del rey. Y en diez días acabaron la monumental obra, el
mayor túmulo que jamás se haya conocido. En él enterraron también el tesoro, lo mismo que en otros tiempos, cuando el dragón
lo guardaba. Rodearon después, en procesión fúnebre, los doce
más nobles guerreros, a caballo, el monumento, entonando el De
profundis en honor del monarca y cantaron sus gestas, alabando
sus luchas contra héroes, monstruos y gigantes, como correspondía
a una muerte tan heroica como la suya.
 
Y todos los pueblos supieron lo sucedido.
 
Y todos lloraron la muerte del héroe Beowulf.